Rafael volvió a enredar los dedos de ambas manos en su cabello.
—Nuestras habilidades están ligadas a quienes somos. Espero no ser capaz de crear renacidos nunca.
Estremecida, Elena le rodeó el torso con los brazos.
—¿Has conseguido habilidades nuevas en los últimos años? —Como lo conocía, sabía lo delgada que era la capa de hielo sobre la que caminaba. Poco tiempo atrás, Rafael le había roto todos los huesos del cuerpo a un vampiro mientras la pobre criatura permanecía consciente. Había sido un castigo que Manhattan no olvidaría jamás—. ¿Rafael?
—Ven. —Se elevó hacia el cielo.
Elena soltó un grito y cambió de posición para aferrarse a su cuello.
—Podrías haberme avisado.
—Tengo fe en tus reflejos, Elena. Después de todo, si no hubieras disparado a Uram, Nueva York podría haber acabado ahogada en sangre.
Ella soltó un resoplido.
—No fui yo. Creo recordar que eras tú quien le arrojaba bolas de fuego.
—Fuego de ángel —murmuró Rafael—. Un mero roce de ese fuego te habría matado.
Elena frotó la cara contra su pecho mientras Rafael volaba sobre la bella y peligrosa cadena de montañas que rodeaba las luces del Refugio.
—No resulta fácil matarme —le dijo.
—Ten cuidado, cazadora. —Descendió y voló hacia el borde de una cascada—. Aún pueden herirte.
Estaban tan cerca que Elena pudo deslizar los dedos sobre la preciosa superficie del agua. Las gotas eran como diamantes atrapados bajo la luz de la luna. La admiración estalló dentro de ella.
—¡Rafael!
Tras elevarse, se acercó de nuevo al glacial cielo nocturno en el que las estrellas parecían talladas en cristal.
—Dijiste que un vampiro fuerte podría matarme —señaló Elena, que sentía el frío en las mejillas y el viento que agitaba su cabello—. Y, al parecer, también el fuego de ángel. ¿A qué otra cosa soy vulnerable?
—El fuego de ángel es el método más fácil, pero los arcángeles que no pueden crear ese fuego tienen otros medios.
—No tengo pensado relacionarme con los miembros de la Cátedra, así que me da igual.
Los labios masculinos se acercaron a su oreja, y el roce la abrasó de la cabeza a los pies, pero sus palabras…
—Las enfermedades ya no son tus enemigas, pero hay también unos cuantos ángeles que podrían matarte. Eres tan joven que, si te desmembraran parcialmente, morirías.
Elena tragó saliva con fuerza al visualizar semejante imagen.
—¿Eso ocurre a menudo?
—No. El método más habitual es cortar la cabeza y quemarla. Muy pocos sobreviven a eso.
—¿Y cómo es posible que sobreviva alguien?
—Los ángeles son muy resistentes —murmuró él, que cambió de posición para virar.
—Este sitio es enorme —dijo Elena mientras contemplaba las luces a lo lejos—. ¿Cómo es posible que nadie sepa que existe?
Rafael no respondió hasta que aterrizó en la terraza del dormitorio que compartían.
—Puede que los inmortales estemos en desacuerdo en muchas cosas, pero hay algo en lo que estamos unidos: los mortales no deben enterarse jamás de la existencia de nuestro Refugio.
—¿Y qué pasa con Sara? —Apretó los dedos sobre la parte superior de sus brazos—. ¿Le has hecho algo a su mente?
—No. —Esos ojos de un azul eterno e implacable se clavaron en ella, eclipsando todo lo demás—. Pero si habla de ello, tendré que silenciarla. Y también a todos a quienes se lo haya dicho.
Elena sintió un nudo helado en el estómago.
—¿Aunque eso me parta el corazón?
—Asegúrate de que no lo cuente. —Le cubrió las mejillas. Tenía los dedos fríos a causa del aire de la noche—. Y eso no pasará jamás.
Elena se apartó de él. Esa vez, Rafael se lo permitió, dejó que se acercara al otro extremo del balcón para contemplar esa profunda herida en las entrañas de la tierra. En esos momentos quedaban pocas luces en el cañón, como si los ángeles se hubieran acostado ya.
—No soy parte de tu mundo, Rafael. Por dentro, todavía soy humana… No me cruzaré de brazos mientras mis amigos son asesinados.
—No esperaría otra cosa. —Abrió las puertas—. Venga, ve a dormir.
—¿Cómo quieres que duerma después de lo que me has dicho? —Se quedó donde estaba y lo miró a los ojos.
Rafael le devolvió la mirada. Elena todavía no podía creerse que un ser tan poderoso la amara. Pero ¿amaban los arcángeles como los humanos? ¿O sus sentimientos eran más profundos, de esos que arrancaban sangre al corazón?
—Olvidé —dijo él— que eres muy joven. —Se acercó a ella para acariciarle primero la sien y después la mandíbula—. Los mortales se desvanecen. Es un hecho.
—¿Debería entonces olvidar a mis amigos, a mi familia?
—Recuérdalos —replicó él—, pero recuerda también que un día ya no estarán aquí.
El dolor era como una bestia furibunda en su interior. No podía imaginar un mundo sin Sara, sin Beth. Los vínculos que había formado con su hermana pequeña se habían visto erosionados por las decisiones que ambas habían tomado, pero Elena no la quería menos por eso.
—No sé si tendré el coraje suficiente para sobrevivir a ese tipo de pérdida.
—Lo tendrás cuando llegue el momento.
El dolor de la voz masculina se clavó como una daga en su corazón.
—¿Quién?
En realidad no esperaba una respuesta. Puede que Rafael la amara, pero también era un arcángel. Y los arcángeles habían convertido en todo un arte lo de guardar secretos. Así pues, cuando él deslizó los nudillos sobre su rostro y dijo «Dmitri», Elena tardó varios segundos en reaccionar.
—Fue Convertido contra su voluntad —intuyó ella al recordar la conversación que había mantenido con el vampiro sobre los niños. ¿Había visto Dmitri cómo envejecían sus hijos? ¿Había perdido a una esposa a la que amaba?
Rafael no respondió esta vez. En cambio, la empujó hacia la habitación.
—Debes descansar, o no estarás preparada para volar cuando llegue el momento de asistir al baile.
Ella lo siguió, estremecida por la verdad que él la había obligado a afrontar.
Rafael colocó las manos sobre sus hombros.
—Quítate las correas. —El calor de su cuerpo era una caricia lasciva, invisible, ineludible.
Y en un instante, las alas de Elena se llenaron de sensaciones, de una necesidad que le hizo olvidar todo lo demás. Le costaba esfuerzo respirar, hablar.
—Rafael, ¿estás dentro de mi mente? —preguntó mientras tiraba de las correas que sujetaban el tejido entrecruzado sobre sus pechos.
—No. —Unos dedos largos jugueteaban sobre sus clavículas, sobre la hendidura del esternón—. Tienes una piel muy suave, cazadora del Gremio.
Cada centímetro de la piel de Elena parecía arder con una sed que no podía ser saciada.
—¿Qué es lo que me ocurre, entonces?
—Todavía te estás convirtiendo.
Le quitó la camiseta, y Elena notó el roce de cada hilo. Se puso a temblar al sentir la caricia efímera de las yemas de sus dedos.
—¿Sabes qué es lo que saboreo en la curva de tu cuello? —Apretó los labios sobre ese lugar—. Fuego y tierra, huracanes primaverales amarrados con una pizca de acero.
Elena se estremeció de nuevo y echó la mano hacia atrás para enredar los dedos en los sedosos mechones masculinos.
—¿Así es como me ves?
—Así es como eres. —Movió la mano hasta la curva de su cadera en un movimiento lento y seductor que hizo que a ella se le encogiera el estómago.
Sin embargo, nada podría haberla preparado para el estallido eléctrico que sintió cuando Rafael colocó la mano sobre su pecho con intenciones muy claras. No pudo hacer otra cosa que observarlo, ya que todo su ser estaba pendiente de cada uno de los movimientos del arcángel.
En esos momentos, Rafael volvió a besarle el cuello, y los sentidos de Elena se hicieron pedazos. Cerró los dedos que tenía hundidos en su cabello. Luego se dio la vuelta para cubrir el rostro masculino con sus manos y apoderarse de esa boca hermosa y cruel. Fue un beso salvaje, lleno de la necesidad imperiosa de una cazadora y del implacable instinto posesivo de un arcángel. Rafael apartó la mano de su cadera para sujetarle el cuello: se negaba a dejar que se apartara.
Elena sentía los pechos apretados contra el tejido de la camisa, que tenía una textura exquisita (casi dolorosa) y abrasaba sus sensibilizados pezones. Le mordió el labio inferior a modo de venganza por lo que le había hecho. Rafael le devolvió el mordisco, pero retuvo la carne un instante entre los dientes antes de liberarla, con un movimiento lento que hizo que la cazadora apretara los muslos para contener la explosión de calor húmedo que había estallado en su entrepierna.
Elena intentó meter la mano bajo su camisa, pero Rafael le sujetó la muñeca.
—No, Elena.
—No soy tan frágil —dijo, frustrada—. No te preocupes.
La mano masculina se tensó sobre su muñeca durante un segundo antes de soltarla. Tras eso, Rafael dio un paso atrás y rompió el contacto. Elena estaba preparada para luchar contra él por lo que deseaba, pero miró hacia arriba y… se quedó paralizada.
—Rafael…
De los ojos del arcángel surgían llamas azul celeste, tan letales como el fuego de ángel que le había lanzado a Uram en esa última y cataclísmica batalla.
—Vete a la cama —dijo él con una voz tan uniforme como una capa de hielo.
Sin embargo, el fuego no había dejado de arder. Elena sintió un vuelco en el corazón al comprender su carácter letal, y se cubrió los pechos con los brazos. No sabía si se estaba protegiendo a sí misma o a él.
—¿Volverás?
—¿Estás segura de que quieres que lo haga? —Rafael se dio la vuelta y atravesó las puertas de la terraza antes de que ella pudiera responder.
Elena lo observó mientras remontaba el vuelo y se alejaba hacia la infinita oscuridad de una noche montañosa antes de cerrar las puertas con unos dedos que habían dejado oscuras marcas en forma de media luna sobre la palma de sus manos. Luego se metió en la cama. Sin embargo, aunque se cubrió con todas las mantas que tenía, tardó mucho tiempo en dejar de temblar.
Había pensado que sabía, que comprendía. Pero no era cierto. Desde que despertó del coma, se había comportado como si estuviera a salvo con Rafael. Esa noche había supuesto un duro golpe. Nunca estaría segura con Rafael. Si cometía un pequeño desliz, él la mataría.
¿Era lo bastante fuerte como para aceptar ese riesgo, esa posibilidad?
«Me has convertido en un poco mortal».
Le había dicho eso la noche que le pegó el tiro, la noche que había estado a punto de desangrarse mientras ella intentaba contener la hemorragia con manos temblorosas y sin dejar de llorar. ¿Él había tenido miedo en aquella ocasión? ¿Sabía Rafael lo que era el miedo? Elena no estaba segura, y tampoco tenía claro que él le respondiera si se lo preguntaba.
Elena conocía el miedo a la perfección. Pero, pensó mientras sus músculos se relajaban, al final no había tenido miedo. Cuando su cuerpo yacía destrozado en los brazos de Rafael, no estaba asustada. Y esa era la respuesta que buscaba.
Sí, le dijo a Rafael, aunque no estaba segura de si la fuerza de su conexión mental sería suficiente para llegar hasta él. Sí, quiero que vuelvas.
Él no respondió, así que Elena no supo si la había escuchado. No obstante, en mitad de la noche sintió la caricia de unos labios sobre la curva del cuello, sintió el calor siniestro de un cuerpo masculino pegado al de ella y sus alas atrapadas entre ambos… Sintió la intimidad indescriptible que existe entre dos ángeles.