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Su mascota. Su talón de Aquiles.

—¿Son sus palabras o las tuyas?

—¿Acaso importa? —Un despreocupado encogimiento de hombros—. Es la verdad.

Elena lanzó el cuchillo con precisión letal. Rafael lo atrapó en el aire… por la hoja. La sangre escarlata resaltaba sobre el tono dorado de su piel.

—¿No fuiste tú quien sangró la última vez? —inquirió con indiferencia mientras arrojaba la daga sobre la que un momento antes había sido una alfombra de un blanco inmaculado. Apretó la mano hasta convertirla en un puño, y el flujo de sangre se detuvo al instante.

—Me obligaste a cerrar la mano sobre la hoja de un cuchillo. —Elena aún sentía los latidos acelerados de su corazón después de presenciar la increíble velocidad a la que podía moverse Rafael. Madre de Dios… Y se había llevado a ese ser a la cama. Lo deseaba incluso en esos momentos.

—Mmm… —Rafael se puso en pie para acercarse a ella.

En ese instante, aunque el arcángel había asegurado que nunca le haría daño, Elena no las tenía todas consigo. Apretó las sábanas entre los dedos cuando Rafael se sentó en la cama delante de ella y apoyó una de las alas sobre sus piernas. La cazadora se sorprendió al notar su calidez y lo mucho que pesaba. Las alas de los ángeles no eran un simple adorno… Comenzaba a descubrir que eran unos apéndices llenos de músculos, tendones y huesos y que, como ocurría con los demás músculos, había que fortalecerlos antes de usarlos. Cuando era humana, solo había tenido que preocuparse por la posibilidad de tropezar en los momentos de agotamiento extremo. Ahora debía preocuparse por la posibilidad de caer desde el cielo.

Sin embargo, no era ese el peligro que bailoteaba ante sus ojos en esos momentos.

No, lo único que veía era el azul.

Antes de conocer a Rafael, nunca había considerado el azul como el color del pecado, de la seducción. Del dolor.

El arcángel se inclinó hacia delante, le apartó el pelo del cuello con esos dedos capaces de proporcionar un placer tan increíble que rayaba en el dolor…, y la besó donde el pulso era más evidente. Elena se estremeció y enterró los dedos en el cabello masculino. Rafael la besó de nuevo, logrando que el lánguido calor de su vientre se extendiera hacia el resto de su cuerpo en oleadas lentas y apremiantes.

Cuando vio un destello con el rabillo del ojo, comprendió que la estaba cubriendo con polvo de ángel, esa sustancia decadente y deliciosa por la que los mortales pagaban enormes sumas de dinero. No obstante, el de Rafael era una mezcla especial creada solo para ella. Al inhalar las motitas, la pasión se intensificó hasta tal punto que solo podía pensar en el sexo; el dolor de sus alas, e incluso la furia, quedaron olvidados.

—Sí… —susurró el arcángel contra sus labios—, creo que no me cansaré de ti en toda la eternidad.

Eso debería haber roto el hechizo, pero no fue así. No cuando había una promesa tan sensual en sus ojos, en el tono de su voz. Elena quiso acercarlo más, pero la mandíbula masculina se puso tensa.

—No, Elena, te partiría en dos. —Un comentario arrogante. Pero cierto—. Lee esto. —Dejó caer el sobre encima de la cama y se puso en pie. Sus magníficas alas blancas, con todos los filamentos rematados con un luminoso tono dorado, se extendieron para cubrirla con el polvo del éxtasis.

—Para ya. —Tenía la voz ronca, ya que lo único que sentía en la boca era su sabor masculino—. ¿Cuándo podré hacer eso?

—Es una habilidad que se adquiere con el tiempo, y no todos los ángeles la poseen. —Plegó las alas—. Quizá en los próximos cuatrocientos años. Ya veremos.

Elena lo miró de hito en hito.

—¿Cuatrocientos? ¿Años?

—Ahora eres inmortal.

—¿Cómo de inmortal? —No era una pregunta estúpida. Ella misma había comprobado que los arcángeles podían morir.

—La inmortalidad necesita tiempo para desarrollarse…, para acomodarse… Y tú acabas de ser creada. Incluso un vampiro fuerte podría matarte en estos momentos. —Inclinó la cabeza hacia un lado y concentró su atención en el cielo que se veía a través del cristal.

El arcángel le había dicho que la parte exterior del cristal era como un espejo, así que Elena podía observar la ciudad sin tener que preocuparse por la posibilidad de que alguien la observara a su vez.

—Parece que el Refugio es ahora un lugar muy popular. —Tras decir eso, Rafael se acercó a las puertas de la terraza—. Debemos asistir a ese baile. No hacerlo sería una demostración letal de debilidad. —Cerró las puertas después de salir, extendió las alas y echó a volar hacia lo alto.

Elena ahogó una exclamación ante esa involuntaria demostración de fuerza. Ahora que sentía el peso de las alas en su espalda, comprendía la extraordinaria dificultad de los despegues verticales de Rafael. Mientras lo observaba, Rafael pasó a toda velocidad por delante del balcón y se alejó. Cuando bajó la vista hasta el sobre, su corazón aún seguía desbocado a causa de los besos y de esa exhibición de maestría aérea.

Se le erizó el vello de los brazos en el instante en que rozó el grueso papel blanco del sobre con la yema de los dedos. Sintió escalofríos… como si ese sobre hubiera estado en algún lugar tan gélido que no hubiera forma humana de calentarlo. Podría decirse que estaba frío como una tumba.

Se le puso la piel de gallina.

Superada esa sensación, le dio la vuelta al sobre. El sello estaba roto, pero si se unían ambas partes, aún podía verse la imagen grabada en él. Un ángel. Por supuesto, pensó, incapaz de apartar la vista. Estaba dibujado con tinta negra, pero no entendía por qué eso debía preocuparla. Frunció el ceño y se lo acercó más a los ojos.

—Ay, Dios… —El susurro escapó de sus labios cuando vio el secreto oculto en esa imagen. Era una ilusión, un truco. Si se miraba desde un lado, el sello mostraba a un ángel arrodillado con la cabeza gacha, pero si se cambiaba la perspectiva, ese ángel te miraba directamente, con las cuencas de los ojos vacías y los huesos blancos como la leche.

«Ella ya no pertenece del todo a este mundo.»

De pronto, las palabras de Rafael adquirieron un nuevo significado.

Estremecida, Elena levantó la solapa del sobre y sacó la tarjeta que había dentro. Era una cartulina muy pesada de color crema que le recordó a las tarjetas que utilizaba su padre para la correspondencia personal. La escritura tenía un color oro viejo. Frotó las letras con los dedos… aunque el gesto no tenía el menor sentido, ya que no podía percibir de esa forma si se trataba de oro auténtico o no.

—Aunque no me sorprendería en absoluto…

Lijuan era muy, muy vieja. Y un ser tan antiguo y poderoso podía acumular muchísimas riquezas a lo largo de su vida.

Era curioso, pero aunque consideraba a Rafael igual de poderoso, nunca lo había considerado viejo. Había algo en su presencia vital que negaba esa posibilidad. Una especie de… ¿humanidad? No. Rafael no era humano. Ni nada parecido.

Sin embargo, tampoco era como Lijuan.

Elena volvió a observar la tarjeta.

Te invito a la Ciudad Prohibida, Rafael. Ven, deja que demos la bienvenida a esa humana a la que has adoptado. Permítenos apreciar la belleza de esa conexión entre la inmortalidad y lo que en su día fue mortal. Me siento fascinada por primera vez en milenios.

ZHOU LIJUAN

Elena no deseaba fascinar a Lijuan. De hecho, no quería saber nada de ninguno de los miembros de la Cátedra. Estaba segura (casi siempre, al menos) de que Rafael no la mataría, pero los demás…

—Joder, menuda mierda…

Mi pequeña mascota.

Mi talón de Aquiles.

Puede que odiara esas palabras, pero eran ciertas. Si el arcángel de Nueva York la amaba de verdad, ella tenía una diana dibujada en la espalda.

Volvió a ver a Rafael con el rostro cubierto de sangre y las alas destrozadas… Vio al arcángel que había preferido la muerte a la vida eterna sin ella. Era algo que jamás olvidaría, algo que le servía de ancla incluso cuando todo lo demás en su mundo había cambiado.

—Todo no… —murmuró mientras estiraba la mano hacia el teléfono.

Tal vez ese sitio tuviera el aspecto de un lugar nacido en esa lejana época en la que reinaban la caballerosidad y la elegancia, pero lo cierto era que todos los servicios eran de tecnología punta. Algo que, si uno se paraba a pensarlo, no era de extrañar: los ángeles no sobrevivían durante eones aferrándose al pasado. La Torre del arcángel de Nueva York, con su increíble rascacielos, era el ejemplo perfecto.

El pitido de la línea dejó de sonar.

—Hola, Ellie. —Una voz ronca seguida de un estruendoso bostezo.

—Mierda, te he despertado. —Había olvidado la diferencia horaria existente entre Nueva York y ese infernal lugar.

—No pasa nada. Nos acostamos temprano. Espera. —Sonidos susurrantes, un chasquido. Luego Sara volvió a hablar—. Creo que nunca había visto a Deacon volver a dormirse tan rápido… aunque ha murmurado algo que sonaba como «Hola, Ellie» antes de caer. Me parece que la niña lo ha agotado hoy.

Elena sonrió al imaginarse al «espeluznante hijo de puta» que Sara tenía por marido, agotado por la pequeña Zoe.

—¿La he despertado?

—No, ella también está agotada. —Un susurro—. Acabo de echarle un vistazo. Espera, me voy al salón.

Elena podía ver sin problemas dónde estaba Sara, desde los elegantes sofás de color caramelo que aportaban calidez a la estancia, hasta el gigantesco retrato en blanco y negro de Zoe colgado de la pared, un retrato que mostraba su rostro sonriente lleno de espuma del baño. Sin contar su apartamento, esa maravillosa casa era lo más parecido a un hogar que Elena tenía.

—¿Y mi apartamento, Sara? —No se había acordado de preguntarlo cuando su amiga estuvo en el Refugio un par de días atrás, ya que su mente estaba demasiado confusa por el hecho de haber muerto… y haber resucitado con unas alas del color de la medianoche y el amanecer.

—Lo siento, cielo. —La voz de Sara estaba teñida con el doloroso matiz de los recuerdos—. Después de… después de que ocurriera todo, Dmitri prohibió la entrada a todo el mundo. Y a mí me interesaba mucho más averiguar dónde te había escondido, así que no insistí demasiado.

La última vez que Elena había estado en su apartamento, había un enorme agujero en el muro, y sangre y agua por todas partes.

—No te culpo —dijo mientras enterraba el dolor punzante que le provocaba imaginarse su guarida cerrada a cal y canto, sus tesoros rotos y perdidos—. Joder, seguro que has tenido que encargarte de muchas cosas. —Nueva York se había quedado a oscuras durante la batalla entre los arcángeles, ya que las líneas y las torres de alta tensión se habían sobrecargado cuando Uram y Rafael utilizaron la energía de la ciudad para alimentar su poder.

Y el colapso de la red eléctrica no había sido el único daño colateral de esa batalla cataclísmica entre los dos inmortales. En la mente de Elena aparecieron imágenes de edificios destrozados, de coches aplastados y de hélices retorcidas que indicaban que al menos un helicóptero había sufrido daños importantes.

—Ha sido horrible —admitió Sara—, pero ya se ha reparado la mayor parte de los daños. La gente de Rafael lo organizó todo. Los ángeles se encargaron incluso de los trabajos de reconstrucción… y eso no es algo que se vea todos los días.

—Supongo que ellos no necesitaron grúas.

—Pues no. No supe lo fuertes que son los ángeles hasta que los vi levantar algunos de esos bloques… —Una pausa llena de esa emoción profunda que también atenazaba la garganta de Elena—. Me pasaré por tu apartamento mañana por la mañana —dijo al final Sara, con un tono de voz muy controlado—, y te informaré de cómo están las cosas.

Elena tragó saliva con fuerza. Deseaba que Sara estuviera allí, poder abrazar a su mejor amiga.

—Gracias, le diré a Dmitri que se asegure de que su gente sabe que vas a ir. —Aunque intentaba fingir que no le importaba, no pudo evitar preguntarse si alguno de sus recuerdos, las pequeñas cosas que había ido adquiriendo durante los viajes de trabajo, había sobrevivido.

—¡Ja! Puedo encargarme de esos grandullones con una mano atada a la espalda. —Una risotada—. Por Dios, Ellie, siento una oleada de alivio cada vez que oigo tu voz.

—Pues de ahora en adelante la oirás muchas veces… Soy inmortal —bromeó, aunque aún no comprendía del todo la enormidad del cambio que había sufrido su vida. Los cazadores en activo morían jóvenes. No vivían para siempre.

—Sí. Seguirás por aquí para cuidar de mi pequeña y de sus hijos mucho después de que yo haya abandonado este mundo.

—No quiero que digas eso. —Le dolía imaginarse un futuro sin Sara, sin Ransom, sin Deacon.

—Niña tonta… A mí me parece maravilloso. Un regalo.

—Pues yo no estoy segura de que lo sea. —Le contó a Sara lo que pensaba sobre su nuevo valor como rehén—. ¿Te parece que estoy paranoica o algo así?

—No. —En esos momentos, la mujer que había al otro lado de la línea era la experimentada directora del Gremio—. Por esa razón hice que incluyeran la pistola especial de Vivek en el cargamento de armas que te hemos enviado.

Elena se clavó las uñas en las palmas de las manos.

La última vez que había utilizado esa pistola, Rafael había estado a punto de desangrarse sobre su alfombra, y Dmitri casi le rebana la garganta. Pero nada de eso, pensó al tiempo que aflojaba los dedos uno a uno, le restaba valor a un arma diseñada para inutilizar alas; no cuando (clavó la mirada en el cielo que se vislumbraba a través de los cristales) estaba rodeada de inmortales en un lugar lleno de cosas que ningún humano debería conocer.

—Te lo agradezco. Aunque lo cierto es que fuiste tú quien me metió en esta historia…

—Oye, también te he convertido en una persona asquerosamente rica.

Elena parpadeó con rapidez mientras intentaba recuperar la voz.

—Lo habías olvidado, ¿verdad? —Sara se echó a reír.

—El coma me tenía demasiado ocupada —consiguió articular Elena—. ¿Rafael me pagó?

—Hasta el último penique.

Tardó unos segundos en comprender lo que eso quería decir.

—Vaya… —El pago ascendía a una cantidad de dinero que no habría podido conseguir en toda una vida de trabajo. Y eso que solo había cobrado el cinco por ciento del total—. Creo que lo de «asquerosamente rica» es un eufemismo.

—Y que lo digas. Pero completaste el trabajo para el que te contrataron, así que supongo que el encargo tenía algo que ver con esa batalla con Uram… ¿Me equivoco?

Elena se mordió los labios. Rafael había sido muy explícito con su advertencia: si le contaba a alguien cualquier tipo de información relacionada con el monstruo sádico que había asesinado y torturado a tantas personas…, ese mortal moriría. Sin excepciones. Quizá eso hubiera cambiado, pero no pensaba arriesgar la vida de su mejor amiga basándose en una relación que apenas comprendía.

—No puedo decírtelo, Sara.

—¿Me cuentas otros muchos secretos y este no? —Sara no parecía enfadada, sino intrigada—. Interesante…

—No sigas con eso. —A Elena se le encogió el estómago cuando su mente le mostró las nauseabundas escenas del horror que había vivido con Uram. Esa última habitación…, el hedor de la carne podrida, el brillo de los huesos cubiertos de sangre, la gelatinosa masa de los ojos que le había arrancado al vampiro agonizante… Enderezó la espalda en un intento por contener la bilis que ascendía por su garganta, e intentó que su voz revelara la inmensa preocupación que sentía—. Te causaría problemas.

—No tengo ninguna gana de morirm… Vaya, Zoe se ha despertado. —El amor maternal teñía cada una de las sílabas—. Y mira… también se ha levantado Deacon. Parece que el papá de Zoe se despierta en cuanto su pequeña llora un poquito, ¿verdad, cariño?

Elena respiró hondo. El amor que destilaban las palabras de Sara borró de su mente la depravación de Uram.

—Creo que cada día dais más asco, chicos.

—Mi nena tiene ya casi un año y medio, Ellie —susurró Sara—. Quiero que la veas.

—Lo haré. —Era una promesa—. Pienso aprender a utilizar estas alas, aunque me cueste la vida. —Después de hablar, bajó la vista hasta la invitación de Lijuan y sintió una mano esquelética y letal alrededor de la garganta.