Elena se aferró a la barandilla del balcón y se asomó para ver el cañón, que descendía con una oscura promesa. Desde allí, las rocas parecían dientes afilados, dispuestos a cortar y desgarrar. Se agarró con más fuerza cuando el viento helado amenazó con empujarla hacia esas implacables mandíbulas.
—Hace un año —murmuró—, ni siquiera sabía que existía el Refugio. Y ahora… aquí estoy.
Una caótica ciudad de mármol y cristal, exquisita en todos los sentidos, que se extendía en todas direcciones bajo el calor abrasador del sol. Los árboles de hojas oscuras proporcionaban balsámicas áreas verdes a ambos lados del inmenso cañón que dividía la ciudad, y las montañas copadas de nieve reinaban en el horizonte. No había carreteras, ni edificios altos, nada que perturbara su elegancia sobrenatural.
No obstante, y a pesar de su belleza, había algo extraño en ese lugar, algo que hacía pensar que la oscuridad acechaba bajo la esplendorosa superficie. Tras inhalar el aire impregnado de la hiriente gelidez de los vientos procedentes de la montaña, Elena levantó la vista… hacia los ángeles. Había cientos de ángeles. Sus alas llenaban el cielo de esa ciudad que parecía haber surgido de la propia roca.
Los mortales que sufrían shock angelical, aquellos que se quedaban literalmente hechizados al ver las alas de los ángeles, habrían llorado ante la mera idea de encontrarse en ese lugar lleno de los seres que adoraban. Sin embargo, Elena había visto a un arcángel reírse mientras le sacaba los ojos a un vampiro; había visto cómo fingía comérselos antes de aplastarlos y convertirlos en una masa gelatinosa. Y eso, pensó con un escalofrío, no era lo que ella consideraba el paraíso.
Oyó el susurro de unas alas a su espalda y luego sintió la presión de unas manos fuertes sobre las caderas.
—Estás agotada, Elena. Vamos adentro.
Ella no se movió de donde estaba, aunque el contacto de ese cuerpo —fuerte, peligroso e inconfundiblemente masculino— sobre la superficie sensible de sus alas estuvo a punto de llevarla al éxtasis.
—¿Crees que ahora tienes derecho a darme órdenes?
El arcángel de Nueva York, una criatura letal a quien una parte de ella aún temía, alzó el pelo de su nuca para rozarle la piel con los labios.
—Por supuesto. Eres mía. —Ni rastro de humor. Nada salvo posesión pura y dura.
—Me parece que no has pillado lo que significa todo ese rollo del amor verdadero. —Él la había alimentado con ambrosía, la había transformado en inmortal y le había dado alas… ¡Alas!… solo por amor. Por el amor que sentía por ella, por una cazadora mortal… que ya no era mortal.
—Da igual. Es hora de que vuelvas a la cama.
Y al momento se encontraba entre sus brazos, aunque no recordaba haber soltado la barandilla… No obstante, debía de haberlo hecho, ya que la sangre circulaba de nuevo por sus manos y sentía la piel tensa. Le dolía. Mientras intentaba descartar ese escozor sordo, Rafael atravesó las puertas correderas con ella en brazos para dirigirse a la magnífica estancia acristalada situada sobre una fortaleza de mármol y cuarzo, tan sólida e inamovible como las montañas de alrededor.
A Elena le hervía la sangre de furia.
—¡Sal de mi mente, Rafael!
¿Por qué?
—Porque, como ya te he dicho más de una vez, no soy tu marioneta. —Apretó los dientes mientras él la dejaba sobre la cama, suave como las nubes y llena de mullidos almohadones. No obstante, sintió la firmeza del colchón bajo las palmas de las manos cuando las apoyó para incorporarse un poco—. Una amante… —Todavía no podía creer que se hubiera enamorado de un arcángel—… debería ser una compañera, no un juguete al que se puede manipular.
Ojos cobalto en un rostro que convertía a los humanos en esclavos. Un cabello negro como la noche que enmarcaba unos rasgos elegantes, perfectos… y bastante crueles.
—Te despertaste hace tan solo tres días, después de estar en coma un año —le dijo él—. Yo he vivido más de mil años. No eres mi igual, como tampoco lo eras antes de ser inmortal.
La furia se convirtió en un ruido sordo en los oídos de Elena. Deseó pegarle un tiro, como ya había hecho en otra ocasión. Después de esa idea, su mente se llenó de imágenes: gotas de sangre carmesí por todos lados, un ala destrozada, los ojos vidriosos de Rafael. No… no volvería a pegarle un tiro, pero estaba claro que ese ser despertaba la violencia en su interior.
—¿Qué soy, entonces?
—Eres mía.
¿Estaba mal que sintiera una descarga de excitación al escuchar eso, al percibir la absoluta posesión que teñía su voz y la pasión sombría que mostraba su rostro? Probablemente. Pero a Elena le daba igual. Lo único que le importaba era que en esos momentos estaba atada a un arcángel que pensaba que las reglas del juego habían cambiado.
—Sí —convino—. Mi corazón es tuyo.
La satisfacción brilló en los ojos masculinos.
—Pero nada más. —Lo miró a los ojos. No estaba dispuesta a dejarse intimidar—. Puede que sea una inmortal recién nacida… Sí, vale, pero sigo siendo una cazadora. Una lo bastante buena como para que quisieras contratarla.
En el rostro del arcángel, la pasión fue sustituida por el enojo.
—Eres un ángel.
—¿Con dinero mágico angelical?
—El dinero no es el problema.
—Por supuesto que no… Tú eres más rico que Midas —murmuró Elena—. Pero no pienso ser tu huesecito masticable.
—¿«Huesecito masticable»? ¿Como el de los perros? —Un destello de diversión.
Ella lo pasó por alto.
—Sara dice que puedo retomar mi trabajo cuando quiera.
—Tu lealtad para con el mundo angelical debe estar por encima de tu lealtad hacia el Gremio de Cazadores.
—Michaela, Sara… Michaela, Sara… —murmuró ella con socarronería—. La Diosa Zorra frente a mi mejor amiga… Vaya, ¿a quién crees tú que elegiría?
—Eso carece de importancia, ¿verdad? —Rafael enarcó una ceja.
Elena tuvo la sensación de que él sabía algo que ella desconocía.
—¿Por qué?
—Porque no podrás poner en marcha ninguno de tus planes hasta que sepas volar.
Eso la dejó muda. Lo fulminó con la mirada, se reclinó sobre los almohadones y extendió las alas sobre las sábanas con un movimiento lento. La parte superior de sus alas tenía el color de la medianoche, pero se volvían azules en la parte central, y luego se aclaraban progresivamente hasta adquirir el blanco-dorado de las puntas. Su intento de enfurruñarse duró más o menos dos segundos. A Elena nunca le había gustado estar cabreada. Ni siquiera Jeffrey Deveraux, que despreciaba a su hija y la consideraba una «abominación», había conseguido cambiar eso.
—Entonces, enséñame —le dijo al tiempo que se enderezaba un poco—. Estoy lista. —El anhelo por volar era como un nudo en su garganta, una arrasadora necesidad en su alma.
La expresión de Rafael no cambió ni un ápice.
—Ni siquiera puedes caminar hasta el balcón sin ayuda. Estás más débil que los polluelos recién salidos del cascarón.
Elena había visto alas y cuerpos pequeños vigilados por otros más grandes. No muchos, pero suficientes.
—¿No es el Refugio un lugar seguro para vuestros jóvenes? —preguntó.
—El Refugio es todo lo que necesitamos que sea. —Esos ojos incitantes se dirigieron hacia la puerta—. Viene Dmitri.
Elena respiró hondo al percibir la tentadora esencia de Dmitri, que la envolvió como una capa de pieles, sexo y lasciva indulgencia. Por desgracia, la transformación no le había proporcionado inmunidad frente a ese miquillo vampírico en particular. Aunque eso también tenía su lado bueno.
—Hay algo que no puedes negarme: todavía puedo rastrear la esencia de los vampiros. —Y eso la convertía en una cazadora nata.
—Tienes el potencial de sernos de mucha utilidad, Elena.
Ese comentario le hizo cuestionarse si Rafael sabía lo arrogante que era. Le daba la impresión de que no. Ser invencible durante más años de los que uno podía imaginar había convertido la arrogancia en parte de su naturaleza… Aunque quizá no, se dijo. Rafael podía resultar herido. Cuando se desató el infierno y un Ángel de Sangre intentó destruir Nueva York, Rafael decidió morir con ella en lugar de abandonar su cuerpo destrozado sobre una cornisa de Manhattan.
Su memoria estaba nublada, pero recordaba las alas desgarradas, el rostro ensangrentado y las manos que la sujetaban de forma protectora mientras ambos caían hacia la adamantina solidez de las calles que tenían abajo. Se le encogió el corazón.
—Dime una cosa, Rafael.
Él ya se estaba girando para avanzar hacia la puerta.
—¿Qué es lo que quieres saber, cazadora del Gremio?
Elena disimuló la sonrisa que le había provocado ese desliz.
—¿Cómo debo llamarte? ¿Marido? ¿Compañero? ¿Novio?
Rafael se quedó inmóvil con la mano en el picaporte y la miró con una expresión indescifrable.
—Puedes llamarme «Amo».
Elena clavó la mirada en la puerta cerrada, preguntándose si eso había sido una especie de broma. No lo sabía con seguridad. Todavía no lo conocía lo bastante bien como para interpretar sus cambios de humor, para distinguir lo que era cierto de lo que no. Su relación había nacido en medio de una agonía de miedo y dolor; el fantasma de la muerte los había empujado hacia un vínculo que habría tardado años en forjarse si Uram no hubiera decidido convertirse en un monstruo y abrirse un sangriento camino letal a través del mundo.
Rafael le había dicho que, según la leyenda, solo el verdadero amor hacía aparecer la ambrosía en la lengua de un arcángel, otorgándole la capacidad de Convertir a un humano en ángel. Sin embargo, quizá su metamorfosis no tuviera nada que ver con ese sentimiento profundo; quizá se debiera a una extraña simbiosis biológica. Después de todo, eran los ángeles quienes Convertían a la gente en vampiro, y la compatibilidad biológica jugaba un papel fundamental en esa transformación.
—Maldita sea.
Elena se frotó el talón de la mano sobre el corazón tratando de ahuyentar la súbita punzada de miedo.
Me intrigas.
Eso fue lo que le dijo al principio. Así que tal vez había cierto componente de fascinación. Sé honesta, Elena, susurró acariciando las majestuosas alas que él le había concedido. Eres tú quien se sintió fascinada.
Pero Elena no estaba dispuesta a convertirse en esclava.
—Amo… ¡Una mierda! —Contempló el cielo desconocido que se veía a través de las puertas de la terraza y notó que su resolución se intensificaba. No esperaría más. El coma no había debilitado sus músculos, como habría ocurrido si hubiera seguido siendo humana. Sin embargo, esos músculos habían sufrido una transformación que apenas lograba entender. Todo le parecía nuevo, débil. Así que, si bien no necesitaba rehabilitación, estaba claro que necesitaba ejercicio. Sobre todo en las alas—. Ahora o nunca. —Se incorporó para sentarse bien, respiró hondo para relajarse… y extendió las alas—. ¡Joder, cómo duele! —Apretó los dientes mientras las lágrimas se agolpaban en las comisuras de sus ojos, pero siguió forzando esos músculos desconocidos, plegando sus nuevas alas antes de volver a extenderlas muy despacio. Tres repeticiones más tarde, tenía el sabor salado de las lágrimas en los labios y la piel cubierta de sudor, que resplandecía bajo la luz del sol que penetraba a través de los cristales.
Fue entonces cuando Rafael volvió a la habitación. Elena esperaba un estallido, pero él se limitó a sentarse en una silla que había frente a la cama y a mirarla fijamente. Mientras Elena lo contemplaba, agotada, el arcángel apoyó el tobillo sobre la rodilla de la pierna contraria y empezó a darse golpecitos sobre la punta de la bota con un gran sobre blanco de bordes dorados.
Elena lo miró a los ojos y extendió las alas dos veces más. Tenía la espalda hecha puré, y el estómago tan tenso que le dolía.
—¿Qué hay… —Una pausa para respirar—… en ese sobre?
Las alas se cerraron de golpe a su espalda y, de repente, se encontró apoyada contra el cabecero de la cama. Tardó varios segundos en darse cuenta de lo que había hecho el arcángel. Algo frío empezó a invadir las profundidades de su alma cuando él se levantó para dejar una toalla sobre la cama y luego volvió a su asiento.
No estaba dispuesta a dejar que siguiera haciéndole eso.
No obstante, a pesar de la furia violenta que la invadía, se limpió el sudor de la cara y mantuvo la boca cerrada. Porque él tenía razón: no era su igual… ni de lejos. Y el coma la había dejado muy débil. Por el momento, tendría que trabajar con esos escudos mentales que había empezado a desarrollar antes de Convertirse en ángel. Existía la posibilidad de que los cambios que había experimentado la ayudaran a mantenerlos durante más tiempo.
Se obligó a relajar los músculos tensos, cogió un cuchillo que había dejado sobre la mesilla situada junto a la cama y comenzó a limpiar la prístina hoja de acero con la toalla.
—¿Mejor así?
—No. —Los labios masculinos estaban apretados en una fina línea—. Tienes que escucharme, Elena. No quiero hacerte daño, pero no puedo permitir que tu comportamiento cuestione mi control sobre ti.
¿¿Qué??
—Dime una cosa: ¿qué clase de relaciones mantienen los arcángeles? —inquirió ella, que sentía auténtica curiosidad.
Eso lo dejó callado unos segundos.
—Solo conozco una relación estable, ahora que la de Michaela y Uram ya no existe.
—Y Su Alteza la Zorra Real también es un arcángel, así que era una pareja de iguales.
Un gesto de asentimiento que había sido casi más una intención que un movimiento. Rafael era tan increíblemente apuesto que resultaba difícil pensar, aunque Elena sabía que poseía una vena de crueldad adherida al mismísimo tejido de su alma. Esa crueldad se traducía en una especie de riguroso control en la cama, el tipo de control que hacía que las mujeres gritaran mientras su cuerpo se consumía por la necesidad.
—¿Quiénes son los otros dos? —preguntó mientras intentaba controlar el deseo que ardía en sus venas. Desde el momento en que despertó del coma, los abrazos de Rafael habían sido fuertes, poderosos y, en ocasiones, muy tiernos. Sin embargo, ese día su cuerpo ansiaba caricias más… intensas.
—Elijah y Hannah. —Los ojos del arcángel brillaban. Habían adquirido un tono que ella solo había visto una vez, en el estudio de un artista. Azul prusiano. Así se llamaba ese color: azul prusiano. Rico. Exótico. Terrenal de un modo que ella habría creído imposible en un ángel… hasta que conoció al arcángel de Nueva York.
—Te curarás, Elena. Y entonces te enseñaré cómo bailan los ángeles.
A Elena se le secó la boca al notar la pasión latente que encerraba ese sereno comentario.
—¿Elijah? —inquirió ella con una voz ronca que sonó a invitación.
Rafael la miró a los ojos. Sus labios mostraban una expresión implacable y sensual a un tiempo.
—Hannah y él llevan siglos juntos. Aunque ella ha adquirido poder con el paso del tiempo, se dice que está satisfecha con ser su consorte.
Elena pensó unos instantes en ese término anticuado.
—¿Quieres decir que se contenta con mantenerse en un segundo plano?
—Si prefieres decirlo así… —Su rostro se convirtió de repente en un compendio de líneas duras y ángulos marcados: la belleza masculina en su forma más pura e implacable—. No te vas a desvanecer.
Elena no sabía si era una acusación o una orden.
—No, no lo haré. —Incluso mientras hablaba, era muy consciente de que tendría que echar mano de toda su fuerza de voluntad para mantener intacta su personalidad bajo la fuerza aplastante de la de Rafael.
El arcángel volvió a darle golpecitos al sobre con movimientos precisos y deliberados.
—A partir de hoy empieza tu cuenta atrás. Tendrás que ponerte en forma y aprender a volar en menos de dos meses.
—¿Por qué? —preguntó ella, aunque el deleite burbujeaba en sus venas.
El azul prusiano se convirtió en hielo negro.
—Lijuan va a ofrecer un baile en tu honor.
—¿Hablamos de Zhou Lijuan, la más antigua de los arcángeles? —Las burbujas explotaron—. Ella es… diferente.
—Sí. Ha evolucionado. —Un matiz de medianoche se coló en su voz, unas sombras tan densas que casi eran palpables—. Ya no pertenece del todo a este mundo.
Elena notó que se le erizaba la piel, porque si un inmortal decía eso…
—¿Por qué va a ofrecer un baile en mi honor? No me conoce de nada.
—Te equivocas, Elena. Todos los miembros de la Cátedra de Diez saben quién eres. Después de todo, fuimos nosotros quienes te contratamos.
La idea de que la organización más poderosa del mundo estuviera interesada en ella le provocó un estallido de sudor frío. Y no ayudaba en nada que Rafael formara parte de esa organización. Sabía muy bien de lo que era capaz ese arcángel, el poder que ostentaba, lo fácil que sería para él atravesar el límite que lo llevaría hasta la maldad más absoluta.
—Ahora sois solo nueve —le dijo—, porque Uram está muerto. ¿O habéis encontrado un sustituto mientras yo estaba en coma?
—No. El tiempo humano carece de significado para nosotros —aseguró con la indiferencia propia de un inmortal—. Para Lijuan, lo único importante es el poder: quiere ver a mi pequeña mascota, conocer a mi talón de Aquiles.