La Atlántida.
Legendaria. Mística. Próspera. Misteriosa. Sublime y mágica.
Hay quienes afirman que nunca existió.
Pero también hay quienes se creen a salvo en este mundo moderno, con sus avances tecnológicos y sus armas. Se creen a salvo de los poderes malévolos de antaño. Incluso creen que los hechiceros, los guerreros y los dragones dejaron de existir hace mucho tiempo.
Son idiotas que se aferran a la ciencia y a la lógica, y a la creencia de que estas los salvarán. Jamás serán libres ni estarán a salvo, no mientras se nieguen a ver lo que tienen delante de las narices.
Porque los mitos y las leyendas de la Antigüedad hunden sus raíces en la verdad y, en ocasiones, la verdad no nos hace libres. En ocasiones, nos esclaviza.
Pero acompañadme, vosotros que sois ecuánimes de corazón, y dejadme que os narre la historia del paraíso más perfecto que ha existido jamás. Más allá de las Columnas de Hércules, en el gran Egeo, existió una vez una tierra orgullosa que dio cobijo a la raza más avanzada que jamás haya pisado este mundo.
Creada en los albores del tiempo por el dios primigenio Arcón, la Atlántida tomó su nombre de la hermana mayor del dios, Atlantia, que significa «airosa belleza». Arcón creó la isla con la ayuda de su tío, el dios del mar Ydor, y de su hermana Eda, la diosa de la Tierra, como regalo para su esposa, Apolimia, con el fin de que sus hijos poblaran el continente, donde tendrían lugar de sobra para crecer y jugar.
La dicha de Apolimia fue tal que se echó a llorar e inundó la Tierra, convirtiendo a la Atlántida en una ciudad dentro de otra ciudad. Dos islas gemelas rodeadas por cinco canales de agua.
Ese sería el lugar donde daría a luz a su prole inmortal.
Sin embargo, no tardaron en descubrir que la gran Destructora, Apolimia, era estéril. A petición de Arcón, Ydor habló con Eda y juntos crearon una raza de atlantes que poblara la isla y alegrara el corazón de Apolimia.
Funcionó.
Rubios y de piel clara en honor a la diosa-reina, los atlantes eran muy superiores a cualquier otra raza. Solo ellos reportaban consuelo a Apolimia y hacían sonreír a la gran Destructora.
Justos y pacíficos, como los dioses de antaño, los atlantes desconocían la guerra. La pobreza. Utilizaban sus poderes psíquicos y mágicos para vivir en armonía con la naturaleza. Acogían con los brazos abiertos a los extranjeros que llegaban a sus costas y compartían con ellos sus dones de sanación y prosperidad.
No obstante, a medida que pasaba el tiempo y otros panteones y razas se alzaban para desafiarlos, los atlantes se vieron obligados a luchar por su hogar.
Para proteger a los suyos, los dioses atlantes se vieron abocados a un conflicto permanente con el advenedizo panteón griego. Para ellos, los griegos no eran más que niños luchando por la posesión de ciertas cosas que jamás podrían comprender. Intentaron lidiar con ellos como lo haría cualquier padre con su retoño: con paciencia y mesura.
Pero los dioses griegos se negaron a escuchar sus sabios consejos. Zeus y Poseidón, entre otros, estaban celosos de las riquezas y la serenidad que reinaban en la Atlántida.
No obstante, era Apolo quien la codiciaba con más ansia.
Astuto e implacable, el dios puso en marcha un plan para arrebatarles la isla a los dioses primigenios. A diferencia de su padre y de su tío, sabía que los griegos jamás podrían derrotar a los atlantes en una guerra abierta. El único modo de conquistar la antigua civilización era desde el interior.
Así pues, cuando Zeus expulsó de su hogar en Grecia a la beligerante raza que él había creado, los apolitas, reunió a su prole y la guió a través del mar hasta las costas de la Atlántida.
Los atlantes se compadecieron de los apolitas, una raza con poderes psíquicos y creada a semejanza de los dioses, que habían sufrido la persecución de los griegos. Los recibieron como si de parientes se tratara y les permitieron residir en la isla siempre y cuando acataran las leyes atlantes y no causaran disputas.
Los apolitas cumplieron el trato de cara a la galería. Hacían sacrificios a los dioses atlantes, pero jamás rompieron el pacto que habían sellado con su padre, Apolo. Todos los años elegían a la doncella más hermosa y la enviaban a Delfos como muestra de agradecimiento por la bondad que Apolo les había demostrado al entregarles un nuevo hogar que un día gobernarían como dioses supremos.
En el año 10500 a.C. enviaron a Delfos a la hermosa aristócrata Clito. Apolo se enamoró de ella al instante y juntos engendraron cinco parejas de gemelos.
A través de esta amante y de sus hijos Apolo predijo su destino. En última instancia, iban a ser ellos quienes lo sentaran en el trono de la Atlántida.
Mandó de vuelta a la isla a su amante y a sus hijos, los cuales entraron a formar parte de la familia real atlante por vínculos matrimoniales. Al igual que los apolitas se habían unido a los nativos de la isla y habían mezclado ambas razas, dando lugar a una prole mucho más fuerte, así lo hicieron sus propios hijos. Salvo que él se encargó de que sus vástagos no diluyeran el linaje real, para así asegurarse la fuerza y la lealtad de la corona atlante.
Tenía planes para la Atlántida y sus hijos. Gracias a ellos, gobernaría el mundo y derrocaría a su padre, tal como este hizo con Cronos.
Según la leyenda, el mismo Apolo visitaba a cada una de las reinas atlantes para engendrar al heredero al trono. Cuando nacía el primer hijo varón de cada pareja real, el dios consultaba su oráculo para descubrir si sería ese niño quien derrocaría a los dioses atlantes.
La respuesta era siempre negativa.
Hasta el año 9548 a.C.
Como era su costumbre, Apolo hizo una visita a la reina atlante, cuyo esposo había muerto hacía más de un año. Se le apareció como un espíritu y engendró su hijo en ella mientras dormía y soñaba con su marido muerto.
También fue ese mismo año cuando los dioses atlantes descubrieron su propio destino. Porque su reina, Apolimia, descubrió que estaba embarazada de su esposo, Arcón.
Tras haber pasado siglos anhelando tener un hijo propio, la Destructora por fin veía cumplido su deseo. Según reza la leyenda, la Atlántida floreció ese mismo día y alcanzó un grado de prosperidad desconocido hasta entonces. La diosa-reina comunicó con gran alegría la noticia al resto del panteón.
Tan pronto como las Moiras escucharon el anuncio, miraron a Apolimia y Arcón, y aseguraron que el hijo nonato de la reina sería el culpable de la muerte de todos ellos.
Cada una de las tres Moiras pronunció una frase de la profecía:
«El mundo que conocemos a su fin llegará.»
«Nuestro destino en sus manos descansará.»
«Como dios, todos sus deseos se cumplirán.»
Aterrado por la profecía, Arcón ordenó a su esposa que asesinara al bebé.
Apolimia se negó. Llevaba mucho tiempo deseando tener un hijo como para verlo muerto a causa de los celos de las Moiras. Con la ayuda de su hermana, dio a luz a su hijo de forma prematura y lo escondió en el mundo mortal. Para Arcón, dio a luz a un bebé de piedra.
—Ya me he cansado de tus infidelidades y de tus mentiras, Arcón. A partir de este día mi corazón no te pertenece, tú lo has petrificado. Un bebé de piedra es lo único que obtendrás de mí.
Enfurecido, Arcón la confinó en Kalosis, un plano intermedio entre el mundo de los humanos y el de los dioses.
—Permanecerás ahí hasta que tu hijo muera.
Y así, los dioses atlantes se revolvieron contra la hermana de Apolimia hasta que lograron arrancarle una confesión.
—Nacerá cuando la luna se trague el sol y la Atlántida se suma en la oscuridad. La reina que lo parirá llorará, aterrorizada por su nacimiento.
Los dioses fueron en busca de la reina atlante, cuyo parto era inminente. Tal como la profecía había señalado, se produjo un eclipse de sol mientras ella daba a luz y cuando su hijo nació, Arcón exigió que lo mataran.
La reina lloró y suplicó a Apolo que la ayudara. Su amante no podía permitir que los antiguos dioses mataran a su hijo.
Pero Apolo hizo oídos sordos a sus súplicas y la reina contempló con impotencia cómo asesinaban a su hijo ante sus propios ojos. Lo que ella ignoraba era que Apolo ya sabía lo que iba a suceder y se había encargado de que no fuera su hijo quien muriera ese día. Para salvarlo, había cambiado los bebés y había implantado otro niño en su vientre.
Con la ayuda de su hermana Artemisa, el dios se llevó a su hijo a su hogar en Delfos, donde se criaría entre las sacerdotisas.
A medida que los años pasaban y Apolo se negaba a visitar de nuevo a la reina atlante para engendrar otro heredero, el odio de la reina se iba incrementando. Aborrecía a ese dios griego que no quería tomarse la molestia de darle otro hijo para reemplazar al que había perdido.
Veintiún años después de que hubiera presenciado el sacrificio de su único hijo, la reina oyó rumores de otro hijo engendrado por el dios griego. El niño en cuestión era hijo de una princesa que los griegos le habían entregado como ofrenda por su apoyo en la guerra que libraban contra los atlantes.
Tan pronto como la reina supo de la existencia de ese hijo, la amargura comenzó a crecer en su corazón hasta abrumarla.
Convocó a su sacerdotisa a fin de que esta descubriera el linaje que daría vida al heredero de su trono.
—El heredero de la Atlántida pertenece a la casa de Ancles.
La misma familia en la que había nacido el hijo de Apolo.
Agraviada por las noticias, la reina chilló. Acababa de descubrir que Apolo había traicionado a sus propios hijos. Los había olvidado mientras creaba una raza para reemplazarlos.
Convocó a su guardia personal y la envió a Grecia para asegurarse de que tanto la amante del dios como su hijo fueran asesinados. Jamás permitiría que ninguno de ellos ocupara su amado trono.
—Aseguraos de destrozar sus cuerpos de modo que los griegos culpen a un animal salvaje. No quiero que dejéis indicios que los atraigan hasta nuestras costas en busca de un culpable.
Sin embargo, tal como sucede con todos los actos de venganza, también este fue descubierto.
Destrozado y sin pensar en lo que hacía, Apolo maldijo a la que una vez fuera su raza elegida.
«Una maldición caerá sobre todos los apolitas. Cosecharéis el fruto de lo que hoy habéis sembrado. Ninguno de vosotros vivirá ni un día más de lo que ha vivido mi hermosa Ryssa. Todos moriréis entre grandes sufrimientos el día de vuestro vigésimo séptimo cumpleaños. Puesto que actuasteis como animales, os convertiréis en ellos. Solo encontraréis sustento en vuestra propia sangre. Y jamás volveréis a caminar en mis dominios donde pueda veros y me obliguéis a recordar hasta qué punto me habéis traicionado.»
Sin embargo, Apolo no recordó al hijo que tenía en Delfos hasta que hubo pronunciado la maldición. Un hijo a quien acababa de maldecir estúpidamente junto a los demás.
Porque, una vez pronunciada, una maldición no puede desdecirse.
Pero lo peor era que acababa de sembrar la semilla de su propia destrucción. El día que su hijo se casó con su suma sacerdotisa más amada, Apolo le había confiado lo que le era más preciado:
«En tus manos reside mi futuro. Tu sangre es la mía y viviré a través de ti y de tus futuros hijos.»
A causa de esas palabras vinculantes y en un arrebato de furia, Apolo se había condenado a la extinción. Porque cuando el linaje de su hijo desapareciera, lo haría él mismo, junto con el sol.
Porque, veréis, Apolo no es un simple dios. Apolo es la esencia del sol y en sus manos reside el equilibrio del universo.
El día que Apolo muera, también morirá la Tierra y todo lo que en ella mora.
Corre el año 2003 y solo queda una apolita con sangre del dios en las venas…