Wulf estaba en la habitación del bebé. Estaba sentado en la mecedora con Erik dormido en sus brazos mientras contemplaba la pared que tenía enfrente. Estaba cubierta de fotografías de los bebés que habían nacido en la familia durante los últimos doscientos años.
Los recuerdos lo asaltaron.
Bajó la vista hacia el niño que abrazaba. Hacia la mata de pelo negro y el diminuto rostro de expresión serena. La boca de Erik se movía y sonreía como si estuviera inmerso en un alegre sueño.
—¿Le estás hablando, D’Aria? —dijo en voz alta, preguntándose si la Cazadora Onírica estaría velando a su hijo, igual que él.
Le rozó la punta de la nariz. Aun dormido, el niño se giró para chuparle el dedo.
Sonrió, hasta que captó el ligero olor a rosas y polvo de talco en la piel de su hijo.
El olor de Cassandra.
Intentó imaginarse la vida sin ella. Un día en el que ella no estuviera para alegrarlo todo. Para pasarle esas sedosas manos sobre la piel y enterrarle esos dedos largos y elegantes en el pelo.
El dolor le atravesó el corazón. Siguió mirando a su hijo sin ver nada.
«Eres un alma errante en busca de una paz que no existe. Perdido estarás hasta que descubras la verdad absoluta. No podemos huir de lo que somos. Nuestra única esperanza es asumirlo.»
Por fin entendía esas palabras.
—Esto es una gilipollez —dijo en voz baja.
No podía dejar marchar lo mejor que le había sucedido en la vida.
Wulf Tryggvason era una sola cosa en la vida.
Un bárbaro.
Cassandra estaba buscando la caja en el dormitorio de Wulf cuando escuchó que la puerta se abría tras ella.
Estaba perdida en sus pensamientos cuando sintió que la rodeaban dos poderosos brazos y le daban la vuelta para quedar frente a un hombre al que solo había visto una vez.
La noche que se conocieron.
Ese era el peligroso guerrero capaz de despedazar a un daimon solo con las manos.
Wulf le tomó la cara entre las manos y le dio un beso desesperado. Un beso que le caló hasta lo más profundo del alma y le incendió la sangre.
—Eres mía, villkat —susurró con una nota posesiva en la voz—. Para siempre.
Tiró de ella con fuerza para acercarla aún más. Pensó que iba a alzarla en brazos. Pero no fue así. En cambio, le hundió los colmillos en el cuello.
Se quedó sin aliento al sentir el súbito ramalazo de dolor, rápidamente seguido por la sensación más erótica que jamás había experimentado.
Abrió la boca para respirar entre jadeos mientras sentía que todo le daba vueltas. Ante ella veía un remolino de color, sentía los latidos de su corazón sincronizados con los de Wulf mientras el mundo se desvanecía a su alrededor. El placer la atravesó con un orgasmo tan intenso que le arrancó un grito.
En ese instante sintió que sus propios colmillos volvían a crecer, que se alargaban.
Wulf gruñó mientras paladeaba su sabor. Jamás se había sentido tan unido a nadie en toda la vida. Tenía la impresión de que eran un solo ser con un solo corazón.
Sentía todo lo que sentía ella. Todas sus esperanzas. Todos sus temores. Su mente se abrió por completo ante él y lo dejó abrumado.
Y entonces sintió que le mordía en el hombro. La inesperada sensación le arrancó un jadeo. Se le puso dura al instante y el deseo de hundirse en su interior se apoderó de él.
Cassandra introdujo la mano entre sus cuerpos mientras bebía de él y le bajó la cremallera de los pantalones. Wulf dejó escapar un gemido gutural cuando ella guió su miembro hasta su interior. Fuera de control, la tomó en un salvaje arrebato de pasión mientras sus fuerzas vitales se unían.
Se corrieron juntos con un violento orgasmo.
Exhausto y saciado, Wulf se apartó de su cuello. Ella alzó la vista y lo contempló con una mirada vidriosa mientras se lamía los labios y sus colmillos retrocedían.
La besó con ardor y la estrechó con fuerza.
—¡Madre mía! —exclamó ella—. Todavía estoy viendo estrellas.
Wulf se echó a reír. A él le pasaba lo mismo.
—¿Crees que ha funcionado? —preguntó Cassandra.
—Si no lo ha hecho, propongo que sigamos el consejo de Zarek y le demos una buena paliza a Aquerón.
Cassandra soltó una carcajada nerviosa.
—Supongo que lo sabremos dentro de unas semanas.
Pero no tuvieron que esperar tanto. Los ojos de Cassandra se abrieron de par en par y comenzó a jadear en busca de aire.
—¿Cassandra? —la llamó Wulf. Ella no respondió—. ¿Nena? —insistió.
El dolor asomó a sus ojos mientras alzaba una mano para acariciarle la mejilla y su cuerpo sufría un espasmo. En menos de tres segundos estaba muerta.
—¡Aquerón!
Ash se despertó de repente al escuchar el chillido que le atravesó la cabeza. Estaba desnudo en la cama y lo único que cubría su poderoso cuerpo eran las sábanas negras de seda.
—Estoy cansado, Artie y estoy durmiendo —le dijo mentalmente con un tono mucho más sereno, enviando su voz a través del cosmos hasta el templo de la diosa en el Olimpo.
—¡Pues levántate y ven aquí! ¡Ahora mismo!
Ash dejó escapar un largo suspiro.
—No.
—No te atrevas a darte la vuelta y a volver a dormirte después de lo que has hecho.
—¿Y qué es lo que he hecho?
—¡Has liberado a otro Cazador Oscuro sin consultármelo!
Esbozó una sonrisilla al comprender a qué se debía el último berrinche de Artemisa. Wulf había mordido a Cassandra.
Sonrió, aliviado por la idea. Gracias a los dioses, el vikingo había hecho la elección correcta.
—Se suponía que las cosas no se solucionarían así y lo sabes. ¿Cómo te atreves a interferir?
—Déjame en paz, Artie. Tienes Cazadores Oscuros de sobra.
—Estupendo —replicó ella, con voz irritada—. Has infringido las normas de nuestro acuerdo y yo pienso hacer lo mismo.
Ash se incorporó al punto.
—¡Artie!
Se había ido.
Soltó una maldición mientras se vestía con el pensamiento y se teletransportaba desde su hogar en Katoteros hasta la casa de Wulf.
Era demasiado tarde.
Wulf estaba en el salón con Cassandra en los brazos. El rostro de la apolita estaba pálido.
En cuanto el vikingo lo vio, el odio relampagueó entre las lágrimas que le anegaban los ojos.
—Me mentiste, Ash. Mi sangre la envenenó.
Ash se acercó para quitársela de los brazos y dejarla en el sofá con delicadeza.
Erik comenzó a llorar, como si entendiera lo que había sucedido. Como si supiera que su madre estaba muerta.
Le dio un vuelco el corazón.
Jamás había sido capaz de soportar el llanto de un niño.
—Ve a atender a tu hijo, Wulf.
—Pero Cassandra…
—¡Ve con tu hijo! —masculló—. Ahora mismo. Sal de aquí.
Por suerte para él, el vikingo obedeció.
Tomó la cabeza de Cassandra entre las manos y cerró los ojos.
—No puedes resucitar a los muertos, Aquerón —dijo Artemisa en cuanto apareció en la habitación con un destello luminoso—. Las Moiras no te lo permitirán.
La miró con los ojos entrecerrados.
—No me fastidies ahora, Artie. Esto no te incumbe.
—Todo lo que haces me incumbe. Ya conoces los términos de nuestro acuerdo. No me has dado nada a cambio del alma de Wulf.
Ash se puso de pie muy despacio mientras sus ojos comenzaban a brillar.
La diosa retrocedió al caer en la cuenta de que no estaba de humor para jueguecitos.
—Nunca has tenido su alma, Artemisa, y lo sabes. Lo has utilizado para proteger el linaje de tu hermano. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que liberarlo para que vele por su esposa inmortal y engendren juntos niños inmortales lo bastante fuertes como para sobrevivir a aquellos que les desean la muerte?
—¡Wulf me pertenece!
—No. Nunca te ha pertenecido. —Cerró los ojos y colocó una mano sobre la frente de Cassandra.
Sus ojos se abrieron muy despacio.
—¡No! —espetó la diosa.
Ash alzó la vista y la miró con un brillo rojo en los ojos.
—Ssssí —siseó—. Y, a menos que desees ocupar su lugar frente a Hades, te sugiero que te largues.
Artemisa desapareció al instante.
Cassandra se sentó lentamente.
—¿Aquerón?
—Tranquila —le dijo, apartándose de ella—. No pasa nada.
—Me siento rara.
—Lo sé. Pronto pasará.
Ella frunció el ceño mientras observaba la habitación.
Wulf regresó en ese instante. Se quedó de piedra cuando la vio sentada. Antes de que pudiera parpadear, el vikingo cruzó el salón para alzar a su esposa y abrazarla.
—¿Estás bien?
Cassandra lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a estarlo?
La besó antes de mirarlo con incredulidad.
—No sé lo que has hecho, pero gracias, Ash. Gracias.
Él inclinó la cabeza.
—De nada, vikingo. Solo os pido que disfrutéis de vuestra vida y que tengáis muchos niños. —Cruzó los brazos por delante del pecho—. Por cierto, como regalo de bodas revoco la maldición que os impide salir a la luz del sol. Y vuestros hijos tampoco la sufrirán. Ninguno de vuestros descendientes tendrá que vivir de noche. A menos que quieran hacerlo, claro está.
—¿Me he perdido algo? —preguntó Cassandra.
Ash esbozó una sonrisa torcida.
—Dejaré que sea Wulf quien te lo explique. De momento, yo regreso a la cama. —Y desapareció.
Wulf cogió a Cassandra en brazos e hizo lo mismo.
Artemisa lo esperaba en su dormitorio. Su semblante le dejó bien claro que estaba planeando el modo de aguarle el resto del día.
—¿Qué, Artie?
La diosa agitaba un medallón que colgaba de su dedo.
—¿Sabes a quién pertenece esto?
—A Morginne.
—A Wulf.
Ash esbozó una sonrisa maliciosa.
—A Morginne. Loki tiene el alma de Wulf. Piensa, Artie. ¿Cuál es la única ley concerniente a las almas?
—Deben entregarse de forma voluntaria.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Y tú jamás accediste a entregar el alma de Morginne. Ella drogó a Wulf con veneno daimon para que le entregara el alma a Loki sin ser consciente de lo que hacía. El hechizo que Loki utilizó para intercambiar las almas duró unos cuantos meses y después la de Morginne regresó a ti, mientras que la de Wulf se trasladaba al amuleto que guarda Loki.
—Pero…
—No hay peros que valgan, Artie. Fui yo quien hizo inmortal a Wulf y quien le dio sus poderes. Si quieres devolver esa alma a alguien, será mejor que hables con Loki y veas si está dispuesto a entregarte a Morginne.
La diosa chilló, enfurecida.
—¡Me has engañado!
—No. Así era como debían suceder las cosas. Necesitabas que alguien dejara embarazada a la heredera de Apolo. Por mucho que odie a tu hermano, entiendo por qué debe vivir Cassandra y por qué él no puede morir.
—Lo planeaste todo desde el principio —lo acusó.
—No —la corrigió—. Solo deseé que sucediera…
Ella lo miró con expresión furibunda.
—Todavía no conoces la fuente de tus poderes atlantes, ¿verdad?
Ash exhaló un suspiro entrecortado.
—Sí, Artemisa, la conozco. La conozco como tú jamás llegarás a hacerlo.
Y, con eso, pasó por su lado y se tumbó en la cama, ansioso por echar el sueñecito que se había ganado.
Artemisa se coló en la cama, a su espalda, y se acurrucó contra él. Le frotó el hombro con la nariz.
—Vale —dijo en voz baja—. Nos has ganado la partida a Apolimia y a mí. Lo admito. Pero dime una cosa… ¿durante cuánto tiempo más lograrás derrotarnos?
Él la miró por encima del hombro y vio el brillo malévolo que iluminaba esos ojos verdes iridiscentes.
—Durante el que haga falta, Artemisa. Durante el que haga falta.