15

Las semanas pasaron en un santiamén mientras Cassandra terminaba la caja de los recuerdos para el bebé. Por primera vez en su vida se sentía a salvo en un lugar.

Era una sensación maravillosa.

Chris y Kyra, la novieta apolita que se había echado, pasaban mucho tiempo en el apartamento. Kyra era una chica encantadora que solía fingir no acordarse de Wulf para mosquearlo.

La delgada y alta apolita lo miraba con expresión vacía y preguntaba:

—¿Te conozco de algo?

A Wulf lo irritaba, pero hacía reír a todos los demás.

A medida que iba avanzando el embarazo, comprendió otra de las razones por las que los daimons no podían tener hijos: cada vez necesitaba más sangre. Sus transfusiones pasaron de ser bisemanales a ser diarias; y en las dos últimas semanas las había necesitado dos o tres veces al día.

Ese incremento la preocupaba. ¿Quería decir que el bebé sería más apolita que humano?

La doctora Lakis le había dicho que no era indicativo de la biología del bebé y que tenía que tranquilizarse. Pero le resultaba muy difícil.

Había estado muy deprimida durante toda la noche y muy cansada. Se había acostado temprano, antes de que amaneciera, ya que quería descansar y estar cómoda aunque fuera unos minutos.

En un momento dado, Wulf entró en el dormitorio y la despertó lo justo para preguntarle cómo se encontraba.

—Estoy durmiendo —masculló—. Déjame tranquila.

Él levantó las manos en señal de rendición y soltó una carcajada antes de acostarse a su lado. Tenía que admitir que le encantaba tenerlo cerca. Que le encantaba la sensación de su mano sobre el vientre.

Daba la impresión de que el bebé era capaz de distinguir cuándo se trataba de la mano de Wulf. De inmediato comenzaba a moverse como si le estuviera diciendo «Hola, papá, estoy impaciente por reunirme contigo».

También reaccionaba a su voz.

Cerró los ojos e intentó volver a dormirse, pero no era tarea fácil cuando su pequeño jugador de fútbol decidió que quería practicar y le dio unas cuantas patadas en las costillas.

Estuvo acostada pero sin dormirse durante una hora hasta que comenzó a dolerle la parte baja de la espalda. En menos de veinte minutos, comprendió que las contracciones eran regulares y que se sucedían cada vez más rápido.

Wulf dormía plácidamente cuando Cassandra lo despertó.

—Estoy de parto —le dijo entre jadeos.

—¿Estás segura? —preguntó, pero bastó una mirada a su rostro exasperado para saber la respuesta a una pregunta tan tonta—. Muy bien —dijo al tiempo que intentaba espabilarse—. Quédate aquí mientras yo reúno las tropas.

Salió corriendo en busca de Kat y le ordenó a Chris que buscara a la doctora antes de regresar junto a Cassandra, que se había levantado y estaba paseándose de un lado para otro.

—¿Qué estás haciendo?

—Caminar me ayuda a mitigar el dolor.

—Sí, pero…

—No pasa nada, cielo —dijo Kat al entrar—. El bebé no se va a caer de cabeza.

No estaba muy seguro, pero había aprendido que era mejor no discutir con esa Cassandra tan embarazada. Estaba muy tensa y sensible emocionalmente, pero tenía una lengua muy afilada cuando se enfadaba.

Era mejor complacerla.

—Dime qué necesitas —le dijo.

Cassandra estaba jadeando.

—¿Qué te parece otra persona para que dé a luz al bebé?

La réplica le arrancó una carcajada… Pero cerró el pico en cuanto vio la expresión asesina con la que ella lo miraba.

Recuperó la seriedad y carraspeó.

—Ojalá pudiera.

Cuando llegó la doctora, ya estaba detrás de Cassandra, abrazándola por la cintura para intentar ayudarla con la respiración cada vez que sufría una contracción. Cada vez que llegaba una, sentía en las palmas de las manos cómo se le tensaba el vientre y podía adivinar el momento exacto en el que ella soltaría un taco a causa del dolor.

Odiaba que tuviera que pasar por eso. Ya estaba cubierta de sudor y apenas si había comenzado el parto.

Las horas pasaron muy despacio mientras lo soportaban juntos y ella le dedicaba un buen número de obscenidades a él en particular, a los hombres en general y a los dioses en especial.

Él se limitaba a tomarla de la mano y a enjugarle el sudor de la frente mientras la doctora les iba diciendo lo que tenían que hacer.

Acababan de dar las cinco de la tarde cuando su hijo por fin llegó al mundo.

Contempló el diminuto bebé que la doctora sostenía mientras berreaba a pleno pulmón, dejando bien claro que estaba sanísimo.

—Está aquí de verdad —sollozó Cassandra mientras le apretaba la mano y contemplaba el bebé al que había dado a luz.

—Aquí está, sí —dijo con una carcajada y le besó la sien empapada de sudor—. Y es precioso.

La doctora lo limpió y lo examinó antes de ofrecérselo a su madre.

Cassandra se quedó sin aliento cuando cogió por primera vez a su hijo. Había cerrado sus diminutos puños y con su llanto les hacía saber a todos los presentes que estaba allí. Tenía la cara arrugada como la de un anciano, pero aun así para ella era precioso.

—Mirad su pelo —dijo mientras le alisaba la espesa mata de cabello negro—. Se parece a su padre.

Wulf sonrió cuando el bebé cerró los dedos alrededor de su dedo índice.

—Pero tiene tus pulmones.

—¡Venga ya! —se defendió ella, indignada.

—En serio —replicó él, mirándola a los ojos—. Todos los apolitas de este lugar saben que mi madre era una mujer de vida alegre y que si tú sobrevivías a esta noche, tenías toda la intención de convertirme en un eunuco.

Ella se echó a reír y luego lo besó mientras sostenía a su hijo en brazos.

—Por cierto, si lo decías en serio —intervino la doctora con una mirada risueña—, tengo por aquí un escalpelo que podría prestarte.

Cassandra volvió a reír.

—No me tiente…

Wulf cogió al bebé y lo sostuvo en sus grandes manos con sumo cuidado. Su hijo. La alegría y el miedo que sentía le aflojaron las rodillas. Jamás había experimentado nada igual.

Era increíblemente pequeño. Un milagro. ¿Cómo podía sobrevivir algo tan pequeño? Sabía que mataría o lisiaría a cualquiera que lo amenazara siquiera.

—¿Cómo lo vas a llamar? —le preguntó a Cassandra. Durante todas esas semanas, se había mantenido al margen de su decisión. Quería que su madre le pusiera el nombre.

Sería su último legado para el niño, un hijo que no llegaría a conocerla.

—¿Qué te parece Erik Jefferson Tryggvason?

Wulf parpadeó, sorprendido.

—¿Estás segura?

Ella asintió con la cabeza mientras lo observaba acariciar la mejilla del bebé.

—Hola, pequeño Erik —murmuró. Se le hizo un nudo en la garganta al pronunciar el nombre de su hermano—. Bienvenido a casa.

—Es probable que el bebé quiera comer —dijo la doctora Lakis cuando terminó de guardar el instrumental—. Si no le importa, sería mejor devolvérselo a su madre un momento.

Hizo lo que le indicaba.

—¿Quieres que busquemos a alguien que te ayude a conservar la leche? —le preguntó a Cassandra—. Los bebés apolitas no suelen adaptarse a la lactancia artificial, sobre todo cuando son híbridos. La verdad es que no hay una mezcla exacta que podamos darle sin problemas porque no sabemos cuánto tiene de apolita y cuánto de humano.

—Creo que es una buena idea —dijo Cassandra—, no quiero fastidiarla y que tenga problemas de crecimiento, ni que se convierta en un mutante o algo parecido.

La doctora tenía una expresión curiosa en el rostro que decía a las claras: «Pues yo creía que tu hijo era un mutante».

Cassandra tuvo el tino de morderse la lengua.

Él acompañó a la doctora a la puerta.

—Gracias —le dijo cuando salieron al salón donde Chris y Kat esperaban.

—¡Ja! —dijo Kat en cuanto lo vio—. Te dije que saldría ileso.

—Joder —masculló Chris antes de pasarle un billete de veinte dólares—. Estaba convencido de que acabarían castrándolo.

Ambos se lanzaron hacia el dormitorio para ver al bebé mientras él se quedaba hablando con la doctora.

La mujer lo miró con una sonrisa triste.

—Supongo que en cierto sentido es apropiado.

—¿El qué?

—Que el último bebé al que he ayudado a traer al mundo esté destinado a mantenerlo a salvo.

Sus palabras le hicieron fruncir el ceño.

—¿A qué se refiere con eso del último bebé?

La doctora Lakis suspiró como si estuvieran a las puertas del Apocalipsis.

—Mi cumpleaños es el jueves.

Se quedó helado al escuchar sus palabras y comprender a qué se refería.

—¿Su vigésimo séptimo cumpleaños?

Ella asintió con la cabeza.

—La doctora Cassus se encargará de controlar la salud de Cassandra y la del bebé. También le hará la revisión mensual y se asegurará de que todo va como es debido —le informó antes de hacer ademán de marcharse.

—Un momento, doctora.

La mujer se giró hacia él.

—Yo…

—No diga que lo siente. No soy más que otra apolita para usted.

—No —la corrigió con sinceridad—. No lo es. Es la mujer que ha mantenido con vida a mi esposa y que ha ayudado a traer a mi hijo a este mundo. Jamás lo olvidaré.

Ella le dedicó una trémula sonrisa.

—Que tenga suerte con su hijo. Espero que crezca y se convierta en un buen hombre, como su padre.

La observó marcharse con el corazón en un puño. Había intentado con todas sus fuerzas no implicarse con los habitantes de ese lugar. No encariñarse con nadie ni darse cuenta de lo humanos que eran sus enemigos. Pero había sido imposible. Al igual que lo había sido mantenerse alejado de Cassandra.

En contra de su voluntad y de su sentido común, todos se le habían metido en el corazón.

¿Cómo podría volver a sus deberes de Cazador Oscuro cuando todo hubiera acabado?

¿Cómo podría matar a otro daimon cuando había llegado a comprenderlos tan bien? ¿Cómo?

Cassandra estaba exhausta cuando Wulf regresó a la habitación. Kat y la enfermera se habían llevado al bebé para que ella descansara. Por supuesto, tendrían que despertarla cuando llegara la hora de la siguiente toma, pero por un ratito, podría descansar.

—Cierra los ojos —le ordenó Wulf.

Hizo lo que le pedía sin protestar y sintió que le colocaba algo alrededor del cuello. Al abrir los ojos, vio un antiguo collar de intrincado diseño. Era a todas luces vikingo. Tenía cuatro piedras cuadradas de ámbar, engastadas para simular la forma de un diamante. En el centro habían montado otra piedra de ámbar circular de la que colgaba una pequeña embarcación vikinga con una vela… también de ámbar.

—Es precioso.

—Erik y yo le compramos dos iguales a un mercader danés en Bizancio. Nos recordó a nuestro hogar. Él le regaló el suyo a su esposa y yo iba a regalárselo a mi hermana, Brynhild.

—¿Por qué no lo hiciste?

—No lo aceptó. Estaba demasiado enfadada conmigo por no estar allí cuando nuestro padre murió, enfadada porque me hubiera unido a las incursiones. Dijo que no quería volver a verme, así que me marché y lo he guardado desde entonces. Lo saqué de la caja fuerte cuando Kat y yo fuimos a mi casa en busca de la espada.

Su tristeza la conmovió. Los meses que llevaban juntos le habían hecho comprender cuánto habían significado sus hermanos para él.

—Lo siento, Wulf.

—No lo sientas. Me gusta vértelo puesto. Es como si estuviera hecho para ti. —Le alisó el pelo con la mano—. ¿Quieres que duerma en el sofá?

—¿Por qué iba a querer algo así?

—Según dijiste antes, no me dejarías acercarme a tu cama jamás de los jamases.

Cassandra soltó una carcajada.

—Ni siquiera recuerdo la mitad de lo que dije.

—No pasa nada. Creo que Chris lo estaba grabando todo desde el salón para la posteridad.

Ella se tapó la cara con las manos.

—Espero que estés de guasa.

—Pues la verdad es que no.

—En fin, ahora que ha terminado me siento más predispuesta hacia tu persona. Así que ven y acurrúcate aquí conmigo. Creo que me vendría bien —le dijo mientras le acariciaba el pelo y dejaba que los sedosos mechones se deslizaran entre sus dedos.

Wulf se apresuró a darle el gusto.

Cassandra dejó escapar un suspiro cansado y se durmió enseguida.

La observó mientras dejaba que la calidez de su cuerpo le calara hasta el corazón. Le cogió la mano y estudió sus elegantes dedos.

—No me dejes, Cassandra —susurró—. No quiero educar a nuestro hijo sin ti.

Sin embargo, desear que se quedara a su lado era tan fructífero como desear que le devolvieran su alma.

Era jueves por la mañana y Wulf era incapaz de dormir. Cassandra y Erik lo hacían a pierna suelta, pero a él se lo impedían sus pensamientos.

Se levantó, se vistió y salió del apartamento. Dado que pocos apolitas andaban por la calle, no tuvo que soportar muchos insultos o miradas asesinas.

Sabía que no se le había perdido nada en el lugar al que iba, pero tenía que hacerlo.

Tenía que despedirse de la doctora Lakis. De alguna manera la mujer había entrado a formar parte de su reducido círculo durante las semanas que había pasado velando por la salud de Cassandra y de su hijo.

Su apartamento no estaba lejos del de Phoebe.

Sin saber muy bien cómo lo recibirían, llamó a la puerta.

Un muchacho de unos doce años abrió.

—¿Eres Ty? —le preguntó al niño, recordando que la doctora le había hablado de su hijo mayor.

—Mi mamá no se va a convertir en daimon. Así que puedes dejarla tranquila.

La ira que encerraban sus palabras lo sobresaltó.

—Sé que no va a hacerlo. Solo quería verla un momento.

—¡Tía Millicent! —gritó sin dejarlo pasar—, el Cazador Oscuro quiere ver a mamá.

Una chica muy hermosa que aparentaba la edad de Chris se acercó a la puerta.

—¿Qué quiere?

—Quiero ver a la doctora Lakis.

—¡Va a matarla! —exclamó el niño desde detrás de su tía.

La chica pasó por alto el comentario. Lo miró con los ojos entrecerrados y se apartó para que pudiera pasar.

Aliviado, inspiró hondo y la siguió hacia el dormitorio que había a la izquierda. Cuando se abrió la puerta, vio a cinco niños y a otra chica de la edad de Millicent. La doctora Lakis estaba en la cama, pero apenas la reconoció. Ya no era la mujer llena de vida que había ayudado en el parto de su hijo, sino una mujer de unos cincuenta años.

Millicent hizo que los niños y la otra chica salieran.

—Tienes cinco minutos, Cazador. Queremos estar con ella todo el tiempo posible.

Asintió con la cabeza y se arrodilló junto a la cama en cuanto se quedó a solas con la doctora.

—¿Por qué estás aquí, Wulf? —le preguntó ella. Era la primera vez que utilizaba su nombre.

—No estoy seguro. Solo quería darle las gracias otra vez.

La doctora parpadeó con los ojos llenos de lágrimas y pareció envejecer otros diez años.

—Aún no ha llegado lo peor —susurró—. Eso viene después, cuando nuestros cuerpos se desintegran mientras seguimos vivos. Si tenemos suerte, nuestros órganos dejan de funcionar casi de inmediato y morimos. Si no, puede durar horas y el dolor es insoportable.

Sus palabras lo desgarraron por dentro al pensar que Cassandra tendría que pasar por eso. Al pensar que podría sufrir todavía más de lo que había sufrido durante el parto de Erik.

La doctora no se apiadó de él.

—¿Me contestarás si te hago una pregunta?

—Por supuesto.

Lo taladró con una intensa mirada, tan ardiente como la lava.

—¿Lo comprendes?

Wulf asintió de nuevo con la cabeza. Sí, sabía por lo que tenían que pasar y comprendía por qué los daimons se convertían en lo que eran. ¿Quién podía culparlos?

La doctora Lakis extendió el brazo y le tocó la mano.

—Espero que tu hijo no tenga que pasar por esto. De verdad que sí. Por su bien y por el tuyo. Nadie debería morir así. Nadie.

Miró la mano de la mujer, que en esos momentos tenía arrugas y manchas. Una mano que había sido tan tersa como la suya solo unas horas antes.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —le preguntó.

—Cuida de tu familia y no dejes que Cassandra muera sola. No hay nada peor que pasar por esto sola.

Su familia regresó al dormitorio. De modo que se levantó para dejarlos a solas. Cuando llegó a la puerta, la doctora Lakis lo llamó.

—Por si te interesa, Wulf, me llamo Maia.

—Buen viaje, Maia —le dijo con voz ronca por las emociones reprimidas—. Espero que tus dioses sean más benevolentes en la próxima vida.

Lo último que vio fue al hijo de la doctora Lakis, lanzándose a los brazos de su madre mientras se echaba a llorar.

Salió del apartamento y regresó al suyo. Cuando entró, estaba hirviendo de furia. Fue al dormitorio, donde encontró a Cassandra dormida con Erik a su lado.

Eran la estampa más bonita que había visto nunca. Una mujer joven que debería tener toda la vida por delante. Tenía un hijo que la necesitaba.

Y, sobre todo, él la necesitaba.

No podía acabar de esa manera. No podía.

No lo permitiría.

Cogió el móvil y regresó al salón para llamar a Aquerón.

Para su sorpresa, Ash descolgó al primer tono.

—¿Ya has vuelto? —le preguntó.

—Eso parece.

Pasó por alto el habitual sarcasmo de Ash y fue directo al grano.

—¿Tienes alguna idea de lo que ha pasado mientras no estabas?

—Lo sé todo, Wulf —contestó el atlante con tono compasivo—. Felicidades por la boda y por Erik.

Estuvo a punto de darle un pasmo al escuchar el nombre de su hijo. Aunque tampoco se molestó en preguntarle cómo se había enterado de la noticia. Ash nunca le contestaría y además todos sabían que era un bicho raro.

—¿Hay alguna…? —Ni siquiera se atrevía a preguntar si tenían una oportunidad de futuro.

—No estás listo para la respuesta.

Eso hizo que explotara.

—Vete a tomar por culo. ¿Cómo que no estoy listo?

—Escúchame —le dijo el atlante con la paciencia de un padre que hablara con su hijo enfadado—. Escucha con atención. Algunas veces, para conseguir lo que más queremos tenemos que renunciar a todo lo que creemos. Y tú aún no estás preparado para hacerlo.

Wulf apretó el móvil con fuerza.

—Ni siquiera sé de qué coño estás hablando. ¿Por qué no puedes darme una respuesta sencilla?

—Cuando hagas una pregunta sencilla, obtendrás una respuesta sencilla. Lo que me preguntas es muy complicado. Has hecho lo que Artemisa quería que hicieras. Has salvado tu linaje y el de su hermano.

—¿Por qué me da en la nariz que eso no te hace muy feliz?

—No me gusta ver cómo manipulan o utilizan a la gente. Sé que estás sufriendo. Sé que estás enfadado. Y lo entiendo. Tienes todo el derecho del mundo a sentir lo que te corroe las entrañas. Pero esto todavía no ha terminado. Cuando estés listo, contestaré a tu pregunta.

El muy cabrón le colgó el teléfono.

Se quedó allí de pie, sintiéndose traicionado. Quería la sangre de Ash, pero sobre todo quería la de Artemisa y la de Apolo. ¿Cómo se atrevían a jugar con ellos de esa manera, como si no fueran nada?

La puerta del dormitorio se abrió y apareció Cassandra con el ceño fruncido por la preocupación.

—Hola —dijo con aspecto muy cansado.

—Deberías estar en la cama.

—Lo mismo que tú. Me preocupé cuando desperté y vi que no estabas. ¿Va todo bien?

Por alguna extraña razón, todo iba bien cuando ella estaba cerca. Ese era uno de los motivos por los que le resultaba tan duro estar con ella en esos momentos.

Intentó imaginarse lo que sería sostenerle la mano mientras envejecía delante de sus ojos.

Lo que sería verla desintegrarse…

El dolor lo atravesó con tal ferocidad que tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para disimular. Para no ponerse a gritar hasta que su ira agitara los muros del Olimpo.

El deseo de poseerla, de hundirse en ella en ese mismo momento fue tan fuerte que le nubló la razón.

Pero era demasiado pronto. Aún seguía dolorida por el parto. Por más que deseara el consuelo físico que le reportaría su cuerpo, jamás sería tan egoísta.

Cassandra no se esperaba que Wulf la levantara por los aires y la apoyara contra la pared que tenía detrás antes de apoderarse de su boca como si fuera la última vez.

Sin aliento, aspiró el aroma de su guerrero vikingo. Dejó que sus brazos la hicieran olvidar la inevitable realidad.

Sabía que la necesitaba. Aunque él jamás lo admitiría. Eso también lo sabía. Era demasiado fuerte como para admitir que tenía una debilidad. Como para decir que estaba asustado, pero ¿cómo no iba estarlo?

Ninguno de los dos sabía si su hijo era humano o apolita. La prueba preliminar no había tenido un resultado concluyente. Y tendrían que pasar otros tres meses antes de que pudieran hacerle otra prueba para averiguar cuál era el ADN predominante.

Fuera cual fuese el resultado, Wulf se quedaría solo para atender las necesidades de su hijo.

En ese momento, la dejó en el suelo y se apartó.

Ella lo cogió de la mano y lo condujo de vuelta al dormitorio. Lo obligó a sentarse en la cama y a recostarse.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él.

Le bajó la cremallera de los pantalones.

—Después de tantos siglos, creía que serías capaz de reconocer cuándo una mujer intenta seducirte.

Se la rodeó con los dedos y la acarició desde la punta hasta la base. La tenía dura y la humedad que lubricaba el glande le mojó los dedos.

Wulf era incapaz de respirar mientras la observaba. Le cogió la cara entre las manos cuando bajó la cabeza para torturarlo con su cálida boca. Entre resuellos contempló cómo lo lamía mientras le acariciaba los testículos con las manos. Era maravilloso hacer el amor con alguien que lo conocía. Con alguien que recordaba cómo le gustaba que lo acariciasen.

Con alguien que lo recordaba.

Durante siglos solo lo habían tocado desconocidas. Nadie le había hecho sentir lo que ella. Nadie había derretido ese trozo congelado que había en su corazón hasta aflojarle las rodillas.

Solo Cassandra.

Cassandra sintió cómo Wulf se iba relajando con cada lametón y beso que le prodigaba, hasta que se corrió con un gemido feroz.

Una vez que estuvo completamente saciado, se quedó tirado en la cama, jadeando, con los ojos cerrados mientras ella se tendía sobre él y se recostaba contra su pecho. La estrechó con los brazos mientras escuchaba los latidos de su corazón.

—Gracias —le dijo en voz baja mientras le acariciaba el pelo.

—De nada. ¿Te sientes mejor?

—No.

—Bueno, al menos lo he intentado.

Su comentario le arrancó una carcajada agridulce.

—No eres tú, cariño. De verdad que no eres tú.

De repente Erik se despertó llorando. Wulf se subió la cremallera mientras ella cogía al pequeño en brazos y lo acunaba.

Observó cómo se levantaba la camiseta para darle el pecho. Contempló la escena maravillado; una escena que conmovió sus instintos masculinos más atávicos. Eran su mujer y su hijo.

Y todo lo que sentía surgía del instinto más básico: quería protegerlos; mataría a cualquiera que los amenazara.

Se recostó en la cama y abrazó a Cassandra mientras ella alimentaba a su hijo.

—Hemos empezado a congelar mi leche esta mañana —dijo ella en voz baja.

—¿Para qué?

—Para Erik. La doctora Lakis me dijo que seguramente necesitaría mi leche hasta los seis meses. Los apolitas han desarrollado un método para conservarla, porque es muy común que muchas mujeres mueran antes de que los niños se alimenten de otro modo.

—No —susurró contra su sien, incapaz de pensar en su muerte—. He… he estado pensando sobre todo esto. Mucho.

—¿Y?

—Quiero que te conviertas en daimon.

Cassandra se echó hacia atrás y lo miró, estupefacta.

—¿Wulf? ¿Lo dices en serio?

—Sí. Tiene sentido. De esa manera…

—No puedo hacerlo —lo interrumpió.

—Claro que puedes. Solo tienes que…

—Que matar a gente inocente. —Parecía horrorizada—. No puedo.

—Phoebe no mata a nadie.

—Pero se alimenta de alguien que sí lo hace y tiene que beber de su sangre. Sin ánimo de ofender, eso es una asquerosidad. Por no mencionar el detallito de que ya no tengo el equipo necesario para chuparle la sangre a nadie y de que la última persona de la que querría alimentarme es Urian. Y ya que estamos, no podemos pasar por alto que tus compañeros y tú me perseguiréis si alguna vez salgo de Elisia para cazar.

—No lo harán —dijo con vehemencia—. No lo permitiré. Puedo mantenerte a salvo, Cassandra. Lo juro. Puedes quedarte en el sótano de mi casa, conmigo. Nadie tiene por qué saberlo.

Sus palabras lograron suavizarle la expresión y una de esas cálidas y delicadas manos le acarició la mejilla.

—Yo lo sabría, Wulf. Y también Erik. Y Chris…

—Por favor, Cassandra —le rogó sin dejar de pensar en la doctora Lakis y en su aspecto. En lo mucho que había envejecido. En el dolor que había reflejado su rostro—. No quiero que mueras. Y mucho menos de esa manera…

—Yo tampoco —volvió a interrumpirlo—. Puedes creerme.

—Pues lucha por mí. Lucha por Erik.

Cassandra dio un respingo.

—Eso no es justo. Tengo tantas ganas de morir como las que tú tienes de ver cómo lo hago, pero me estás pidiendo un imposible. Va en contra de todo aquello por lo que has luchado, de todas tus creencias. Acabarás odiándome.

—Jamás podría odiarte.

Ella meneó la cabeza sin creerlo.

—Los juzgados de familia están llenos de maridos que pensaban eso mismo cuando se casaron. ¿Cómo te sentirías dentro de un año, después de que hubiera matado a varios inocentes?

No quería pensarlo. Solo quería pensar en ellos. Por primera vez en siglos quería ser egoísta. A la mierda con el mundo. Llevaba mil doscientos años defendiendo a los humanos. Lo único que quería era un año de felicidad. ¿Era mucho pedir después de todo lo que había hecho por la Humanidad?

—¿Me harás el favor de pensarlo por lo menos? —le pidió, a pesar de que sabía que ella tenía razón.

«Cuidado con lo que deseas; es posible que se haga realidad.»

Las palabras de Talon lo atormentaron.

—Está bien —susurró Cassandra, aun a sabiendas de que no iba a hacerlo.

Los dos dieron un respingo cuando el teléfono sonó.

Creyendo que se trataba de Ash ya que era un número oculto, sacó el móvil de la funda que llevaba en el cinturón y contestó.

—Hola, vikingo.

Se le heló la sangre en las venas al escuchar el fuerte acento griego que tan bien recordaba.

—¿Stryker?

—Exacto. Muy bien. Estoy orgulloso de ti.

—¿Cómo has conseguido mi número?

Si Urian los había traicionado, que los dioses lo ayudaran porque le arrancaría el corazón y se lo haría tragar.

—Una pregunta muy interesante, ¿no crees? Te reconozco el mérito. Me has estado llevando de un lado a otro. Pero tengo mis recursos. Es una suerte que uno de ellos viva en esta ciudad.

—¿Quién? —exigió saber.

Stryker chasqueó la lengua.

—La espera tiene que estar matándote, ¿eh? ¿A quién tengo? ¿Qué quiero? ¿Mataré a la persona que está en mi poder? —Se detuvo para emitir un gruñido complacido—. En fin, seré benevolente. Creo que eres lo bastante listo como para saber a quién quiero.

—No te daré a Cassandra. Me importa una mierda a quién tengas.

—Vaya, pero es que ya no quiero a Cassandra, vikingo. Piensa, anda. Ella morirá dentro de unas semanas. A quien quiero es a tu hijo y lo quiero ya.

—¡Que te jodan!

El daimon volvió a chasquear la lengua.

—¿Es tu última respuesta? ¿Ni siquiera quieres saber de quién es el alma que voy a devorar?

No, porque no se podía comparar con su hijo ni con Cassandra. No le importaba en lo más mínimo. No había nadie en la faz de la Tierra que le importara más que ellos. Pero tenía que averiguarlo.

—¿A quién tienes?

La línea se quedó en silencio varios segundos mientras contenía la respiración. No podía ser ni Cassandra, ni Erik ni Chris. ¿Quién quedaba?

La respuesta le heló la sangre.

—¿Wulf?

Era el padre de Cassandra.