Cuando llegó el viernes, Cassandra estaba deseando que la boda acabara. Su hermana y Kat se habían pasado la semana entera agobiándola con todo lo que había que hacer. Por suerte, Wulf se había mantenido al margen.
Si alguien le pedía su opinión sobre algo, su respuesta era siempre la misma: «Ni loco intentaría mediar en una discusión entre tres mujeres. Por si se os ha olvidado, así empezó la guerra de Troya».
Chris no era tan listo y al final descubrió que era mejor no aparecer por el apartamento. O salir corriendo en cuanto se acercaban a él.
Cassandra esperaba en su habitación, vestida de novia. Se había dejado el pelo suelto, como era la costumbre entre los vikingos. Llevaba una corona de plata entrelazada con flores recién cortadas, otra costumbre nórdica. Según Chris, la corona en cuestión era un legado familiar que había pasado de generación en generación desde que la llevó la hermana de Wulf.
Para ella significaba mucho. Porque así se sentía unida a su pasado.
Él también llevaría la espada familiar durante la ceremonia, al igual que lo haría su hijo cuando se casara.
La puerta se abrió muy despacio para dar paso a Urian. Su larga melena rubia le caía sobre los hombros y estaba ataviado con un elegante esmoquin negro.
—¿Estás preparada?
Tras debatirlo largo y tendido, habían decidido que él fuera el padrino. Los apolitas no tenían las mismas costumbres que los humanos. Ya que había muchas posibilidades de que los padres de la novia estuvieran muertos, se elegía un padrino que acompañara a la novia y pronunciara las palabras rituales que unían a la pareja.
Le habría gustado que hubiera un sacerdote que celebrara el enlace, pero tanto ella como Wulf sabían que su presencia sería un riesgo excesivo para la comunidad. Así que se casarían por el rito apolita.
En un principio Urian había protestado por la idea de ser su padrino, pero Phoebe lo había convencido en un abrir y cerrar de ojos de que le iría muchísimo mejor si se plegaba a sus deseos…
«Lo harás y te portarás bien con Wulf si no quieres dormir en el sofá. Para siempre. Y, teniendo en cuenta tu edad, no es moco de pavo…»
—¿Está listo Wulf? —le preguntó a Urian.
Él asintió con la cabeza.
—Te está esperando con Chris en el módulo principal.
Le ofreció la rosa blanca cuyo tallo estaba adornado con una cinta blanca y otra roja. Otra costumbre apolita.
Ella la cogió.
Kat y Phoebe asumieron sus lugares frente a ella y abrieron la marcha. Ella las siguió del brazo de Urian.
La costumbre vikinga dictaba que la boda se celebrara al aire libre. Sin embargo, puesto que esa costumbre era mucho más peligrosa que la presencia del sacerdote, habían alquilado la plaza de la zona comercial. Shanus y varios miembros del Consejo habían tirado la casa por la ventana y habían conseguido plantas y flores hidropónicas para recrear un vivero.
Habían construido incluso una pequeña fuente.
Cassandra titubeó al entrar en el módulo.
Wulf y Chris aguardaban frente a la fuente que, aunque construida con prisas, era preciosa. Había imaginado que Wulf llevaría algún atuendo vikingo. En cambio, tanto él como Chris llevaban un esmoquin igual al de Urian.
Se había dejado el pelo suelo y lo llevaba peinado hacia atrás para apartarlo de la cara. El esmoquin de seda le quedaba como un guante y resaltaba cada uno de sus músculos. Jamás había visto a un hombre más guapo.
Estaba para comérselo.
—Yo la llevaré desde aquí.
Jadeó al escuchar la voz de su padre tras ella.
—¿Papá? —preguntó, al tiempo que se daba la vuelta y lo veía allí de pie, sonriendo de oreja a oreja.
—No pensarías que iba a perderme la boda de mi pequeñina, ¿verdad?
Lo miró de arriba abajo con el corazón desbocado. No podía creer que estuviera allí con ella.
—Pero ¿cómo…?
Su padre señaló a Wulf con la cabeza.
—Vino a casa anoche y me trajo hasta aquí. Me dijo que para ti no sería una boda de verdad a menos que yo estuviera presente. Y me contó lo de Phoebe. Anoche me quedé con ella en su apartamento para ponerme al día y también para poder sorprenderte hoy. —Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando le miró el vientre—. Estás preciosa, cariño.
Cassandra se arrojó a sus brazos, o al menos se acercó tanto como se lo permitió la barriga, para abrazarlo con fuerza. Era el mejor regalo que Wulf podría haberle hecho.
Estaba sollozando como una niña.
—¿Suspendemos la boda antes de que nos ahogues con las lágrimas? —le preguntó Kat.
—¡No! —exclamó, recobrando la compostura y sorbiendo por la nariz—. Estoy bien, de verdad.
Su padre le dio un beso en la mejilla, la tomó del brazo y la llevó hasta el lugar donde Wulf esperaba. Kat y Phoebe se colocaron detrás de Chris mientras Urian ocupaba su puesto junto a su esposa. El único asistente además de ellos era Shanus, que permaneció apartado, observándolos con una expresión afable que delataba su alegría por ser testigo del acontecimiento.
—Gracias —le dijo a Wulf, articulando la palabra con los labios.
Él le correspondió con una sonrisilla enternecedora.
Y, en ese momento, comprendió la magnitud del amor que sentía por él. Sería un marido estupendo durante los meses que le quedaban de vida, y también un gran padre.
A pesar de lo que dijera Chris.
Una vez que llegó junto a su futuro esposo, su padre la tomó de la mano y se la entregó a Wulf. Acto seguido, cogió las cintas que la rosa llevaba en el tallo y las envolvió alrededor de sus manos unidas.
Cassandra miró a Wulf. La contemplaba con deseo. Con ternura. La pasión y el orgullo que sentía la abrasaron y le provocaron un estremecimiento. La pusieron a cien.
La miró de arriba abajo, a placer.
Hasta que le dio un apretón en la mano cuando su padre comenzó a pronunciar las palabras que los unirían.
—Nacemos de la noche…
—De la luz —susurró Urian, interrumpiéndolo.
Su padre se sonrojó.
—Lo siento. He tenido que aprendérmelo en poco tiempo. —Se aclaró la garganta y comenzó de nuevo—. Nacemos de la luz y… y… —titubeó un instante.
Urian se acercó para susurrarle el resto al oído.
—Gracias —le dijo—. Esta ceremonia no se parece en nada a la nuestra.
Urian inclinó la cabeza y retrocedió, no antes de guiñarle un ojo a Cassandra, un gesto de lo más extraño en él.
—Nacemos de la luz y vivimos de la noche. La luz es el amor de nuestros padres que nos dan la bienvenida a este mundo, y acompañados de ese amor lo abandonamos. Wulf y Cassandra han elegido unirse para alegrar el resto de sus vidas y reconfortarse el uno al otro en las noches venideras. Y, cuando les llegue la última noche… —Su padre se detuvo con los ojos llenos de lágrimas y la miró.
La tristeza y el miedo que vio en sus ojos la dejaron al borde del llanto.
—No puedo —dijo él en voz baja.
—¿Papá?
Su padre dio un paso hacia atrás al tiempo que una lágrima le resbalaba por la mejilla. Phoebe se adelantó y lo abrazó. Cassandra hizo ademán de acercarse, pero su hermana la detuvo.
—Acaba tú, Uri, por favor.
Phoebe acompañó a su padre y se colocaron a un lado.
Cassandra deseaba unirse a ellos, pero intuía que él estaba muy avergonzado y molesto por haberle arruinado la ceremonia. Así que siguió donde estaba, junto a Wulf.
Urian se colocó frente a ellos.
—Y, cuando nos llegue la última noche, prometemos estar juntos y ayudar al primero que se marche. Nuestras almas se han unido. Nuestros alientos son el mismo. Pero debemos abandonar solos esta existencia, hasta que llegue la noche decretada por las Moiras para nuestro reencuentro en katoteros.
Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas al escuchar que utilizaba el término atlante para «cielo».
Acto seguido, Urian se acercó al pedestal en que se había colocado un recargado cáliz de oro, con un grabado de las tres Moiras. Se lo acercó.
—Normalmente esto sería una mezcla de la sangre de los dos, pero ya que ninguno os mostráis muy entusiastas al respecto, es vino.
Le tendió el cáliz para que le diera un sorbo y después hizo lo mismo con Wulf quien, tras devolvérselo, se inclinó para besarla de modo que el sabor del vino se mezclara en sus bocas tal y como dictaba la costumbre apolita.
Urian devolvió el cáliz al pedestal y concluyó la ceremonia.
—Aquí está Cassandra, la novia. Es única en el mundo. Su belleza, su elegancia y su encanto son el legado de aquellos que la precedieron; un legado que transmitirá a sus descendientes. Wulf, en cambio, es producto de… —Hizo una pausa, ceñudo—. Bueno, es producto de una zorra que no puede soportar la idea de que los hijos de Apolo gobiernen la Tierra.
—¡Urian, compórtate! —masculló Phoebe desde el lugar que ocupaba junto a su padre.
La orden lo puso a la defensiva.
—Teniendo en cuenta que acabo de unir a un miembro de tu familia con un miembro de una especie a la que he jurado aniquilar, creo que mi comportamiento ha sido bastante bueno.
Phoebe le lanzó una mirada furibunda que decía a voz en grito que estaría durmiendo en el sofá por lo menos una semana.
O más…
Urian miró a Wulf con los labios fruncidos. Estaba claro a quién culpaba del enfado de su esposa.
—Muy bien. Me alegro de no haber dicho lo que pensaba de verdad —dijo entre dientes. En voz alta, continuó con la ceremonia—: Han sido vuestras similitudes las que os han unido y son vuestras diferencias las que añaden variedad y sal a vuestra vida. Que los dioses bendigan y protejan vuestra unión y os provean… —Se detuvo de nuevo—. En fin, ya os han provisto de fertilidad, así que nos saltaremos esa parte.
Phoebe lanzó un gruñido mientras Cassandra lo miraba echando chispas por los ojos.
Urian, a su vez, le lanzó a Wulf otra mirada asesina.
—Que disfrutéis cada minuto del tiempo que os resta.
Acto seguido, cogió las cintas que les unían las manos y las ató con un nudo doble. Tendrían que pasar toda la noche unidos de ese modo y las cortarían por la mañana para enterrarlas, ya que se suponía que traía buena suerte.
Chris y Kat echaron a andar de vuelta al apartamento.
Su padre se acercó a ella para abrazarla.
—Siento mucho no haber acabado.
—No pasa nada, papá. Lo entiendo.
Y era cierto. A ella también le resultaba dolorosa la idea de decirle adiós.
Cuando llegaron al apartamento, Wulf la cogió en brazos para cruzar el umbral, siguiendo la costumbre vikinga. Fue toda una sorpresa, porque tuvo que hacerlo con una mano ya que la otra seguía unida a la suya.
Chris sirvió bebidas para todos.
—Aquí es cuando los vikingos se emborrachan y lo celebran durante una semana. ¡Por los vikingos, dignos precursores de las hermandades universitarias!
—Puedes celebrarlo todo lo que quieras —le dijo Wulf—, pero será mejor que no te pille borracho…
Chris puso los ojos en blanco antes de inclinarse hacia ella y murmurar sobre su vientre:
—Demuestra que eres listo, pequeñín, y quédate ahí, donde el rey Neurótico no te estropeará la diversión.
Wulf meneó la cabeza.
—Me sorprende que no estés con tus nuevas amistades.
—Sí, ya. Dentro de un rato iré a buscarlas. Kyra está trabajando en un programa nuevo y voy a probarlo.
Urian resopló.
—Menudo eufemismo…
Chris se puso rojo como un tomate.
—Y yo que pensaba que él —dijo, señalando a Wulf con el pulgar— era malo. ¿Qué es lo que tenéis las Peters que os sentís atraídas por los perdedores?
—Creo que eso me ofende —comentó su padre.
Wulf se echó a reír.
—Chaval, será mejor que vayas a buscar a Kyra antes de que sigas metiendo la pata…
—Creo que tienes razón. —Se despidió de ellos y se marchó.
Kat se acercó a ella por la espalda y le quitó la corona de la cabeza.
—Me aseguraré de guardarla en su caja.
—Gracias.
De repente, el ambiente de la habitación se tornó un tanto incómodo.
—Papá, ¿quieres acompañarnos a nuestro apartamento? —preguntó su hermana.
—Claro —contestó él, antes de darle un beso en la mejilla—. La recepción no ha sido muy larga, pero creo que deberíais quedaros solos.
Kat se marchó tras ellos.
Cuando se quedaron solos, Wulf sacó un anillo con un diamante de talla princesa y se lo puso en el dedo. El aro de oro tenía un diseño en filigrana, siguiendo el estilo vikingo. Era lo más bonito que había visto en la vida.
—Gracias —musitó.
Wulf asintió con la cabeza. La miró a la tenue luz. La ternura resplandecía en esos ojos verdes.
Su esposa…
Lo único que jamás había creído que pudiera tener. Al menos no durante los últimos mil doscientos años.
Por regla general, las parejas planeaban su futuro durante la luna de miel. Planeaban el resto de sus vidas…
No quería pensar en el futuro. Era demasiado yermo. Demasiado doloroso. No debería haber permitido que Cassandra se colara en su corazón. Día tras día intentaba sacarla, y día tras día la encontraba más asentada en él.
—Cassandra Tryggvason —susurró, pronunciando el nuevo nombre de su esposa por primera vez.
—Suena fenomenal, ¿verdad?
Le rozó los labios con la punta de los dedos. Al igual que ella, eran suaves y delicados. Incitantes.
—¿Eres feliz?
—Sí.
Y, sin embargo, su mirada estaba teñida de tristeza. Cómo deseaba poder erradicar esa tristeza para siempre. Cassandra se puso de puntillas y lo besó. Él gimió al paladear su sabor. Al sentir el roce de su mano en la nuca mientras le enterraba esos dedos largos y elegantes en el pelo.
El aroma a rosas lo inundó, embriagándolo y excitándolo al punto.
—Eres preciosa. Y mía.
Cassandra se estremeció al escuchar el timbre ronco de su voz. Le encantaba cuando decía que era suya.
La tomó de la mano que estaba unida a la suya y la guió hacia el dormitorio. Ella lo observó entretanto y se mordió el labio. Eran tan alto y tan guapo… La echó sobre la cama y se detuvo.
—¿Cómo se supone que vamos a quitarnos la ropa con esto en las muñecas?
—Mis mangas tienen cremallera.
—Las mías no.
—Pues entonces te veo con el esmoquin toda la noche… ¡Uf!
—¿Cómo que «¡uf!»? —le preguntó con voz burlona—. ¿De repente soy «¡uf!»?
Soltó un gemido cuando la tomó de la barbilla y le mordisqueó los labios con los colmillos.
—No sabes lo «¡uf!» que eres… —contestó sin aliento.
Sintió que le bajaba la cremallera de la espalda muy despacio, como si estuviera saboreando el momento de dejarla desnuda ante él.
—No sé si sabes que, según la tradición vikinga, deberíamos tener testigos para esto.
El ardiente roce de su mano sobre la piel le provocó un estremecimiento.
—Sin ánimo de ofender, me alegro muchísimo de que los tiempos hayan cambiado.
—Yo también. Tendría que matar a cualquier hombre que viera lo hermosa que eres. Si te vieran, soñarían contigo, y eso jamás podría permitirlo.
Cerró los ojos para saborear esas palabras mientras él acababa de quitarle el vestido. Se detuvo lo justo para darle un beso en el abultado vientre. En cuanto sus labios la rozaron, percibió el ligero movimiento que se produjo en su interior.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Acabo de sentir al bebé!
Wulf se apartó.
—¿Qué?
Con los ojos llenos de lágrimas, colocó la mano en el punto exacto donde Wulf la había besado, deseosa de volver a sentir a su hijo de nuevo.
—Lo he sentido —repitió—. Ahora mismo.
El orgullo iluminó los ojos de Wulf mientras inclinaba la cabeza para volver a besarla. Frotó su áspera mejilla contra su piel desnuda.
Debería sentirse avergonzada de que un hombre tan perfecto estuviera acariciándola con los labios cuando parecía una ballena, pero no lo estaba. Era reconfortante tenerlo a su lado.
Era su paladín. Y no porque le hubiera salvado la vida, sino por el modo en el que estaba actuando en esos momentos. Por su modo de abrazarla. Por su modo de reconfortarla.
Él era su fuerza. Su valor.
Y estaba muy agradecida de tenerlo. No quería enfrentarse sola al final.
Wulf no lo permitiría. Estaría con ella, aunque le destrozara verla morir. Le sostendría la mano y, cuando se fuera, alguien la recordaría eternamente.
—Ni siquiera sé cómo se llamaba mi abuela.
Wulf frunció el ceño.
—¿Cómo?
—No sé cómo se llamaba mi abuela. Mi madre murió antes de que se me ocurriera preguntárselo. Phoebe dice que ella tampoco se lo preguntó nunca. No sé qué aspecto tenía, ni tampoco sé cómo era mi abuelo. Solo conozco a mis abuelos paternos por fotografías. Estaba pensando que solo seré una foto para mi hijo. Me mirará igual que yo solía mirarlos a ellos. Eran abstractos. Gente irreal.
Una expresión intensa asomó a los ojos de Wulf.
—Serás real para él, Cassandra. Te lo prometo.
Cómo deseaba que fuera verdad.
La rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza. Se pegó a él, buscando su ternura. Dejando a un lado los remordimientos y la tristeza.
No podía hacer nada. Lo inevitable era inevitable. Al menos podía disfrutar del momento presente.
Estalló en carcajadas y se echó a llorar a la vez.
Wulf se separó y la miró, confuso.
—Lo siento —se disculpó, intentando controlar sus emociones—. Me he acordado de repente de esa canción tan tonta, «Seasons in the sun». ¿Te sabes la letra? «Nos reímos, nos divertimos, pasamos los días al sol.» ¡Madre mía! ¡Deberían ingresarme en un hospital psiquiátrico!
Wulf enjugó sus lágrimas y le besó las mejillas. El ardiente roce de sus labios le abrasó la piel.
—Eres más fuerte que cualquier guerrero que haya conocido. No vuelvas a disculparte nunca más por las contadas ocasiones en las que me demuestras tus miedos, Cassandra.
El amor que sentía por él la inundó, ahogándola con más efectividad que los remordimientos.
—Te quiero, Wulf —musitó—. Más de lo que jamás he querido a nadie.
Wulf se quedó sin aliento al escuchar la sentida declaración. Sus palabras lo atravesaron como si fueran esquirlas de cristal.
—Yo también te quiero —le dijo con un nudo en la garganta, porque era cierto. No quería dejarla marchar. Nunca.
Pero no podía hacer nada para evitarlo.
Su ardoroso beso le arrancó un gemido. Acabó de desvestirla en un arranque de pasión mientras ella le desabrochaba la camisa. Al darse cuenta de que no había modo de librarse ni de la camisa ni de la chaqueta, las desgarró.
Cassandra se echó a reír al ver la pinta que tenía. Sin embargo, la risa murió en su garganta en cuanto ese poderoso y excitante cuerpo se pegó al suyo y la besó de nuevo.
Rodó sobre el colchón para quedar de espaldas con ella encima. Siempre tenía mucho cuidado de no presionarle el vientre para no hacerles daño ni al niño ni a ella.
Con una ardiente mirada, la ayudó a colocarse sobre él.
Ambos gimieron en cuanto la penetró. Hicieron el amor con frenesí, conscientes del hecho de que para ellos el final se acercaba con rapidez.
Conscientes de que cada día que pasara los acercaría a un desenlace que ninguno podía controlar ni evitar.
Era aterrador.
Cassandra gritó cuando se corrió, arrastrada por una abrasadora marea de placer. Él la abrazó con fuerza cuando la siguió.
Sus manos descansaban en el colchón, sobre sus cabezas. Wulf entrelazó los dedos con los suyos y le hizo una desgarradora promesa:
—No dejaré que mueras sin pelear.