13

Cassandra se estaba preparando para acostarse. Wulf seguía fuera con Kat, discutiendo posibles escapatorias en caso de que necesitaran largarse de Elisia.

A título personal, estaba harta de huir. Harta de que la persiguieran.

Míralo por el lado bueno: todo acabará el día de tu cumpleaños, pensó.

Por alguna razón esa idea no la consolaba demasiado. Con un suspiro, pasó la mano sobre las cartas que había guardado en la caja de los recuerdos. Se detuvo al ver un trozo de pergamino lacrado que no era del mismo papel crema que ella utilizaba.

No era suyo. El miedo de Wulf a lo que pudiera escribir su hermana espoleó su curiosidad.

Con el ceño fruncido, sacó la carta y la miró por todos lados. Levantó el lacre con mucho cuidado para no romperlo y la abrió.

Le dio un vuelco el corazón al ver la letra, de trazos masculinos y elegantes.

Querido hijo:

Te llamaría por tu nombre, pero sigo esperando a que tu madre se decida. Solo espero que esté de broma cuando te llama Albert Dalbert.

Se echó a reír. Era una broma entre ellos, al menos casi siempre. Cuando se le pasó el ataque de risa, siguió leyendo.

Llevo semanas observando cómo tu madre reúne recuerdos de forma frenética para guardarlos en esta caja. Tiene muchísimo miedo de que no llegues a saber nada de ella y a mí me preocupa muchísimo que jamás llegues a conocer su fuerza de primera mano. Estoy seguro de que cuando leas esta carta, ya lo sabrás todo sobre ella.

Pero nunca lo sabrás por ti mismo, y eso es lo que más me duele. Ojalá pudieras ver su cara cuando te habla. Ojalá vieras la tristeza que la invade y que intenta ocultar a toda costa. Cada vez que la veo, me destroza el corazón.

Te quiere muchísimo. Se pasa el día hablando de ti. No para de darme órdenes en lo referente a ti. Me ha prohibido desquiciarte como hago con tu tío Chris. Me ha prohibido llamar a un médico cada vez que estornudes, pero tú sí tienes permitido pelearte con tus amigos sin que a mí me dé un ataque por el miedo de que alguien te haga un moratón.

También tengo prohibido darte la vara para que te cases o tengas hijos. Terminantemente prohibido.

Pero, sobre todo, tienes permiso para elegir tu primer coche cuando cumplas los dieciséis. Se supone que no tengo que comprarte un tanque. Ya veremos… Me he negado a prometérselo hasta que te conozca mejor. Además, sé muy bien cómo conduce la gente. Así que si acabas con un tanque, lo siento. Es difícil cambiar los malos hábitos en un hombre de mi edad.

No sé lo que nos deparará el futuro. Solo espero que al final te parezcas más a tu madre que a mí. Es una buena mujer. Una mujer llena de ternura. Está llena de amor y compasión a pesar de haber llevado una vida dura y marcada por el dolor. Lleva su sufrimiento con una elegancia, una dignidad y un buen humor de los que yo carezco.

Aunque sobre todo, tiene un valor que hacía siglos que no veía. Espero de todo corazón que heredes todas sus virtudes y ninguno de mis defectos.

Ya no sé qué más decirte. Se me ocurrió que debería haber algo mío en la caja.

Te quiere,

TU PADRE

Las lágrimas le corrieron por las mejillas al leer sus palabras.

—Ay, Wulf… —susurró con el corazón en un puño por todas las cosas que ese hombre jamás sería capaz de admitir en voz alta. Era muy raro verse a través de sus ojos. Jamás se había creído especialmente valiente. Jamás se había creído fuerte.

Hasta la noche en la que había conocido a su misterioso paladín.

Mientras doblaba el pergamino y volvía a sellarlo, se dio cuenta de algo.

Amaba a Wulf. Con desesperación.

No tenía muy claro cuándo había sucedido. Tal vez fuera la primera vez que la abrazó. O quizá cuando la acogió en su casa a regañadientes.

No, comprendió, no fue entonces. Se había enamorado de él la primera vez que le tocó el vientre con esas manos fuertes y diestras, y reconoció a su hijo como propio.

Cazador Oscuro o no, era un hombre bueno y maravilloso para ser un antiguo bárbaro.

La puerta se abrió.

—¿Estás bien? —Wulf se acercó a la cama sin pérdida de tiempo.

—Perfectamente —dijo y carraspeó—. Son las dichosas hormonas del embarazo. Lloro por las cosas más tontas. ¡Uf!

Wulf le enjugó las lágrimas.

—No pasa nada. Lo entiendo. He vivido muchos embarazos a lo largo de mi vida.

—¿Las esposas de tus escuderos?

Él asintió con la cabeza.

—Incluso he traído al mundo a algunos de sus hijos.

—¿De verdad?

—Ajá. Tengo gratos recuerdos de aquellos días en los que no había carreteras ni hospitales y acababa de placenta hasta los codos…

Cassandra se echó a reír, aunque no era nada raro con él cerca. Tenía un don especial para animarla.

Wulf la ayudó a guardarlo todo.

—Deberías acostarte y descansar un poco. No dormiste bien anoche.

—Lo sé. Ahora mismo me acuesto, te lo prometo.

Wulf la arropó después de que se pusiera el camisón, apagó las luces y la dejó a solas. Y allí se quedó tendida en la oscuridad, pensando en un sinfín de cosas.

Cerró los ojos e imaginó que estaban en casa de Wulf, con una caterva de niños correteando a su alrededor.

Qué curioso que nunca hubiera pensado en tener un hijo siquiera y que en esos momentos deseara contar con más tiempo para tener el mayor número de niños posible.

Por él.

Por ella.

Claro que todo su pueblo deseaba tener más tiempo. Su madre e incluso su hermana.

Tú también podrías convertirte en daimon, pensó.

Tal vez, pero en ese caso el hombre al que amaba estaría obligado a matarla.

No, no podía hacer eso; por él y por sí misma. Al igual que el resto de apolitas de la colonia, se enfrentaría a su muerte con la dignidad que había descrito Wulf.

Y él se quedaría solo para llorar por ella…

Se estremeció ante la idea. Ojalá se atreviera a huir para que no tuviera que verla morir. Para que nunca supiera cuándo había muerto. Era demasiado cruel para él.

Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. No había manera de huir de él mientras necesitara su protección. Lo único que podía hacer era evitar que llegara a amarla tanto como ella lo amaba.

Pasaron tres días en los que Cassandra tuvo la impresión de que se estaba tramando algo. Cada vez que se acercaba a Wulf y a Kat cuando estaban juntos, dejaban de hablar y empezaban a actuar con evidente nerviosismo.

Chris había trabado amistad con un par de chicas apolitas que Phoebe le había presentado cuando lo llevó a comprar unos cuantos chismes electrónicos con los que entretenerse. Las chicas consideraban que su pelo oscuro era «exótico» y les encantaba el hecho de que supiera tanto sobre ordenadores y tecnología punta.

—¡He muerto e ido al Valhalla! —exclamó la noche que las conoció—. Estas mujeres aprecian a un hombre con cerebro y no les importa que no esté moreno. Como ninguno de su raza lo está… ¡Es genial!

—Son apolitas, Chris —fue la advertencia de Wulf.

—¿Y qué? Tú te has buscado a una nena apolita. Yo también quiero una. O dos… o tres… o cuatro… Es una pasada.

A Wulf no le quedó más que menear la cabeza y dejarlo a su rollo con una última advertencia:

—Si se te tiran al cuello, corre.

Al quinto día, Cass comenzó a preocuparse de verdad. Wulf llevaba nervioso desde que ella se levantó. Además, la noche anterior había desaparecido durante horas con Kat y ninguno quiso decirle qué estaban tramando.

Wulf le recordaba a un potrillo nervioso.

—¿Hay algo que deba saber? —le preguntó cuando consiguió arrinconarlo en el salón.

—Voy a ver a Phoebe… o algo —dijo Kat, que salió pitando hacia la puerta.

Se quitó de en medio en un abrir y cerrar de ojos.

—Hay algo que yo… —Wulf se detuvo.

Y ella esperó.

—¿Qué? —lo instó a continuar.

—Espera aquí. —Se fue a la habitación de Chris.

Unos minutos después, regresó con una antigua espada vikinga. Cassandra recordaba haberla visto en una vitrina especial en su habitación. Debió de volver a su casa con Kat la noche anterior para recogerla. Aunque no acababa de entender por qué habría corrido semejante riesgo. Wulf sostuvo la espada con los brazos extendidos de modo que quedara entre ellos e inspiró hondo.

—Durante mil doscientos años ni siquiera he pensado en esto y estoy intentando recordarlo todo, así que dame un segundo.

El comentario no le gustó un pelo. Frunció el ceño.

—¿Qué vas a hacer? ¿Cortarme la cabeza?

Wulf la miró, mosqueado.

—No es eso…

Observó cómo se sacaba dos alianzas de oro del bolsillo y las colocaba sobre la hoja. Después le tendió la espada.

—Cassandra Elaine Peters, ¿quieres casarte conmigo?

La proposición la dejó descolocada. La idea del matrimonio jamás se le había pasado por la cabeza.

—¿Cómo?

Sus ojos oscuros la atravesaron.

—Sé que nuestro hijo ha sido concebido de una manera muy extraña, y tendrá una vida más extraña aún, pero quiero que nazca al modo tradicional… de padres casados.

Cassandra se tapó la cara con las manos cuando comenzó a llorar.

—¿Qué narices tienes para hacerme llorar todo el rato? Te juro que no había llorado nunca hasta que te conocí. —El rostro de Wulf se crispó como si lo hubiera abofeteado—. Lo digo en el buen sentido. Es que siempre haces cosas tan bonitas que acabo llorando.

—¿Eso quiere decir que te casarás conmigo?

—Por supuesto que sí, idiota.

Se acercó para besarla. La espada se movió y las alianzas cayeron al suelo.

—Joder —gruñó al verlas rebotar contra el suelo—. Sabía que iba a fastidiarla. Espera un momento.

Se arrodilló en el suelo y sacó los anillos de debajo del sofá. Después, volvió junto a ella y le dio un beso apasionado.

Cassandra se deleitó con su sabor. Ese hombre le había dado mucho más de lo que jamás había soñado.

Se apartó tras mordisquearle los labios.

—Los vikingos hacíamos las cosas al revés. Para sellar el compromiso se intercambian un par de alianzas sencillas. Y te regalaré el anillo de diamantes cuando nos casemos.

—Vale.

Wulf le colocó la alianza más pequeña en un tembloroso dedo y después le dio la más grande.

El temblor empeoró al ver el intricado motivo nórdico que representaba a un elegante dragón. Se lo puso en el dedo y besó el dorso de esa enorme mano.

—Gracias.

Él le cogió la cara entre las manos con mucha ternura y la besó. La cabeza comenzó a darle vueltas de inmediato.

—Lo he planeado todo para el viernes por la noche, si te parece bien —dijo Wulf en voz baja.

—¿Por qué el viernes?

—Mi gente siempre se casaba en viernes para rendirle tributo a la diosa Frigga. He pensado que podíamos hacer una mezcla entre las costumbres de tu pueblo y las del mío. Como los apolitas no tienen un día específico, Phoebe dijo que no te importaría.

Lo acercó de nuevo y le dio un beso que lo dejó tiritando. ¿Quién se habría imaginado que un bárbaro pudiera ser tan dulce?

Solo faltaba que su padre estuviera presente para que todo fuera perfecto, pero hacía mucho que había aprendido a no pedir un imposible.

—Gracias, Wulf.

Él asintió con la cabeza.

—Kat y Phoebe te están esperando para ir a comprar el vestido de novia —dijo Wulf antes de abrir la puerta de repente, cosa que hizo que ambas estuvieran a punto de acabar en el suelo.

Se enderezaron al instante mientras esbozaban un par de sonrisas avergonzadas.

—En fin… —dijo Kat—, solo queríamos asegurarnos de que todo marchaba según lo planeado.

Wulf meneó la cabeza.

—Todo ha salido estupendamente —respondió ella—. Era imposible que saliera mal.

Y antes de que se diera cuenta, se la llevaron a una tiendecita del centro mientras que Wulf se quedaba en el apartamento.

La verdad era que no había vuelto a poner un pie en la ciudad después del «cálido» recibimiento con el que se encontró Wulf y de haber pillado juntos a Phoebe y Urian del peor modo posible.

Wulf y ella habían pasado la mayor parte del tiempo encerrados en el apartamento, donde se sentía segura y no tenía que preocuparse de que alguien lo insultara.

Fue agradable salir, aunque el aire no fuera fresco, sino reciclado. Phoebe la llevó a una tienda de ropa regentada por una amiga que las estaba esperando. A decir verdad, todas las mujeres presentes en la tienda la trataron con sorprendente amabilidad.

Tenía la sospecha de que la mayoría lo hacía porque le debían mucho al marido de Phoebe.

Melissa, la chica que las atendía, parecía rondar los veinte años. Era muy delgada y no sobrepasaba el metro setenta, lo que era una estatura muy corta para un apolita.

—Este podría estar arreglado sin problemas para el viernes —les dijo mientras les mostraba un diáfano vestido que resplandecía a la débil luz. Era de un color blanco iridiscente que parecía plateado—. ¿Te gustaría probártelo?

—Sí.

En cuanto se vio en el espejo de cuerpo entero, supo que no tendría que seguir buscando. Era una maravilla y se sentía como una princesa de cuento de hadas. El tejido era tan suave como el pétalo de una flor y se deslizaba por su piel del modo más sensual.

—Estás preciosa —susurró Phoebe mientras contemplaba su reflejo en el espejo—. Ojalá mamá y papá pudieran verte.

Cassandra le ofreció una sonrisa. Era difícil sentirse guapa cuando estaba tan gorda como una ballena, pero al menos tenía una buena razón para justificar el sobrepeso.

—Estás encantadora —convino Kat mientras ayudaba a cogerle el dobladillo.

—¿Qué te parece? —preguntó la dependienta—. Tengo más modelos si…

—Me lo quedo.

Melissa se acercó con una sonrisa y la ayudó a quitárselo antes de proceder a tomarle las medidas para los ajustes. Kat y Phoebe dejaron el probador para ir en busca de los complementos.

—Debo admitir —comenzó Melissa mientras le medía la cintura— que te admiro por lo que has hecho.

Cassandra la miró, desconcertada.

—¿A qué te refieres?

—Al hecho de que hayas buscado a un Cazador Oscuro para que te proteja —respondió la chica mientras anotaba las medidas en una PDA—. Ojalá tuviera a alguien como él para cuidar de mis hijos cuando yo ya no esté. Mi marido murió hace tres meses y aunque a mí me quedan todavía dos años, no puedo evitar preocuparme por ellos.

Dos años…

Melissa parecía mucho más joven. Era difícil imaginar que la vivaracha y saludable dependienta moriría en tan poco tiempo.

Y la pobre acababa de perder a su marido. La mayoría de los apolitas se casaba con personas de su misma edad por esa razón. Se consideraba una bendición encontrar a un cónyuge que hubiera nacido el mismo día.

—¿Es… doloroso? —preguntó de forma indecisa. Jamás había visto a un apolita morir de causas «naturales».

Melissa hizo otra anotación.

—Aquí hemos hecho el juramento de no permitir que nadie muera solo.

—No has contestado a mi pregunta.

Melissa la miró a la cara. Sus ojos rebosaban de un sinfín de emociones contenidas, pero fue el miedo que leyó en ellos lo que le provocó un escalofrío.

—¿Quieres que te diga la verdad?

—Sí.

—Es insoportable. Mi marido era un hombre fuerte. El dolor lo hizo llorar como un niño durante toda la noche. —Se aclaró la garganta, como si su propio sufrimiento también fuera insoportable—. A veces comprendo por qué tantos se suicidan la noche anterior. Incluso he pensado en mudarme con mis hijos a otra comunidad para que ellos tengan la oportunidad de elegir, pero en la superficie tenemos que enfrentarnos a demasiados depredadores. Otros apolitas, daimons, Cazadores Katagarios y Arcadios, humanos, Cazadores Oscuros… todos persiguen a nuestro pueblo. Mi madre me trajo aquí cuando solo era una niña. Pero me acuerdo bien del mundo exterior. Esto es mucho más seguro. Al menos podemos vivir sin miedo a que alguien averigüe lo que somos.

Cassandra se esforzó por seguir respirando mientras la imagen que se había formado en su mente la desgarraba. Siempre había sabido que no sería agradable, pero lo que Melissa acababa de describir superaba todos sus temores.

Ya sería horrible que ella sufriera… pero ¿y el bebé? Él era inocente. No se merecía semejante destino.

Claro que ¿quién se lo merecía?

—Ay, lo siento —se apresuró a decir Melissa—, no quería inquietarte.

—No pasa nada —consiguió decir a pesar del nudo que tenía en la garganta—. He sido yo quien ha preguntado y te agradezco la sinceridad.

No tardaron en acabar con las medidas, pero ya no se sentía alegre en absoluto y no le apetecía seguir de compras. Necesitaba ver a Wulf. Lo encontró en el dormitorio de su apartamento, zapeando. Apagó la tele en cuanto la vio.

—¿Pasa algo?

Indecisa, se detuvo a los pies de la cama. Wulf estaba recostado contra las almohadas, con los pies descalzos y una pierna doblada. La preocupación que reflejaban sus ojos significaba mucho para ella, pero no era suficiente.

—¿Perseguirás a mi bebé, Wulf?

Él frunció el ceño.

—¿Cómo?

—Si cuando nuestro hijo crezca decide que no quiere morir, ¿lo matarás?

Wulf contuvo el aliento mientras lo pensaba.

—No lo sé, Cassandra. De verdad que no. Mi honor me dicta que lo haga. Pero no creo que pudiera.

—Júrame que no le harás daño —le dijo al tiempo que se ponía a su lado. Lo cogió de la camiseta y tiró de él, presa de la angustia y el temor—. Prométeme que si cuando crezca se convierte en daimon, lo dejarás marchar.

—No puedo.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —le gritó—. ¿De qué va a servirle que seas su padre si vas a matarlo de todas formas?

—Cassandra, por favor. Sé razonable.

—¡Tú eres quien debe ser razonable! —replicó sin bajar la voz—. Yo voy a morir, Wulf. ¡Voy a morir! De una manera muy dolorosa. Y ya casi no me queda tiempo. —Lo soltó y comenzó a pasearse de un lado a otro mientras intentaba calmarse—. ¿No te das cuenta? No recordaré nada cuando muera. Me habré ido. Me habré marchado de este sitio. Me habré alejado de todos vosotros. —Recorrió la habitación con mirada frenética—. No veré estos colores. No veré tu rostro. No veré nada. Voy a morir. ¡A morir!

Wulf la estrechó entre sus brazos mientras ella sollozaba contra su pecho.

—No pasa nada, Cassandra, estoy aquí.

—Deja de decir que no pasa nada, Wulf. Porque sí que pasa. Y no podemos hacer nada por impedirlo. ¿Qué voy a hacer? Solo tengo veintiséis años. No lo entiendo. ¿Por qué tengo que pasar por esto? ¿Por qué no puedo ver crecer a mi hijo?

—Tiene que haber alguna manera de ayudarte —insistió Wulf—. Tal vez Kat pueda hablar con Artemisa. Siempre hay una vía de escape.

—¿Cómo la que tú tienes? —preguntó algo histérica—. Ni tú puedes dejar de ser un Cazador Oscuro ni yo puedo dejar de ser una apolita. ¿Para qué vamos a casarnos? ¿Qué sentido tiene?

Wulf la taladró con la mirada.

—Porque no pienso permitir que termine de esta manera —gruñó con fiereza—. He perdido cuanto he amado en esta vida. No voy a perderte ni a ti ni al bebé de este modo. ¿Me oyes?

Lo había oído, pero no cambiaba nada.

—¿Hay alguna solución?

La apretó contra su pecho sin muchos miramientos.

—No lo sé. Pero tiene que haber algo.

—¿Y si no lo hay?

—Derribaré las paredes del Olimpo o del Tártaro o de cualquier otro lugar hasta que te encuentre. No voy a dejarte marchar, Cassandra. No sin pelear.

Lo abrazó con fuerza, pero en su corazón sabía que todo era inútil. Sus días estaban contados y cada hora que pasaba la acercaba irrevocablemente al final.