Durante tres semanas completas, Wulf mantuvo a Chris y a Cassandra bajo arresto domiciliario. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo y no hubo ni rastro de los daimons, comenzó a preguntarse si no estaría pasándose un pelín.
Thor era testigo de que Chris lo acusaba de eso mismo cinco veces a la hora.
Cassandra había dejado de asistir a la facultad, por más que lo odiara. Apenas si llevaba tres semanas de embarazo, pero daba la sensación de que fueran tres meses. Ya tenía barriguita, detalle que les recordaba que era cierto que llevaba un niño en su interior.
Era lo más bonito que Wulf había visto en la vida, aunque intentara por todos los medios mantener las distancias.
Pero era muy difícil. Sobre todo porque pasaban mucho tiempo juntos grabándola en vídeo para el bebé. Por regla general, solía estar muy tranquila mientras le hablaba al niño de su pasado, de su madre y sus hermanas. De su padre. Con cada recuerdo grato que compartía, se sentía más unido a ella.
—Mira esto —dijo al tiempo que levantaba la mano en la que llevaba el sello para que la videocámara que él tenía en las manos lo captara bien. Wulf hizo un zoom—. Mi madre me dijo que era la alianza que los reyes atlantes usaban al casarse. —Cassandra lo miró con tristeza—. No sé muy bien cómo ha sobrevivido a lo largo de los siglos. Mi madre se lo dio a mi padre para que él pudiera entregármelo. Yo me aseguraré de que tu padre lo tenga para que pueda dártelo a ti.
Cada vez que la escuchaba hablar del futuro del bebé sin que ella estuviera presente, algo se rompía en su interior. La injusticia de la situación le destrozaba el corazón.
Así como el dolor que veía en sus ojos, los remordimientos.
Y cada vez que lloraba, todo era peor. Intentaba calmarla como buenamente podía, pero ambos sabían cuál sería el desenlace.
No había manera de evitarlo.
Su padre solía ir a visitarla durante el día. Cassandra no se lo presentó, porque de todos modos no lo recordaría.
Y le estaba tremendamente agradecido por ello.
Sin embargo, sí que se lo presentó a Chris, y ambos hicieron planes para mantenerse en contacto una vez que naciera el bebé.
Aquerón había llamado la noche del Mardi Gras y lo había liberado de inmediato de sus obligaciones como Cazador Oscuro para que protegiera a Cassandra y al bebé. También transfirió a otros dos Cazadores Oscuros a Saint Paul para que se encargaran de sus patrullas y ayudaran en caso de que Stryker o cualquier otro apareciera.
Ash también le había dado el nombre de un Cazador Oscuro apolita, Spawn, que tal vez pudiera ayudarlos en caso de que Cassandra necesitara ayuda con el embarazo. Había llamado todas las noches a casa del tal Spawn para dejarle un mensaje, pero todavía no había dado señales de vida.
Y tampoco había podido establecer contacto de nuevo con Aquerón.
Su móvil sonó.
Cassandra observó a Wulf mientras se sacaba el teléfono del bolsillo y contestaba la llamada. Sabía que estaba preocupado y no solo por Chris y por ella. Su mejor amigo, Talon, había desaparecido y hacía semanas que ningún Cazador Oscuro sabía de él.
Pero lo más preocupante era el hecho de que Aquerón estuviera desaparecido. Wulf no dejaba de repetir que era una mala señal, a pesar de que Kat les asegurara que no había nada de lo que preocuparse. Al parecer, Aquerón tenía la costumbre de desaparecer del mapa de vez en cuando.
Kat les había asegurado que Artemisa jamás permitiría que le sucediera algo malo. Si estuviera herido, a esas alturas ya lo sabrían.
Estaban sentadas en el suelo con Chris y Kat, jugando al Life. Habían probado con el Trivial Pursuit, pero habían llegado a la conclusión de que un Cazador Oscuro y una doncella inmortal de Artemisa contaban con una ventaja muy injusta sobre los pobres mortales.
En el Life lo único que importaba era la suerte.
—La madre que lo parió… —dijo Wulf pasados unos minutos, después de colgar y retomar su lugar en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó mientras movía ficha.
—Talon ha recuperado su alma.
—¡No me jodas! —exclamó Chris, que se tumbó en el suelo, anonadado—. ¿Cómo lo ha hecho?
Wulf tenía un semblante impasible, pero había llegado a conocerlo lo bastante bien como para percatarse de la tensión que lo embargaba. Se alegraba por su amigo, pero también era evidente que sentía un poco de envidia. Algo lógico, desde luego.
—Conoció a una artista y se enamoraron —les explicó al tiempo que se sentaba a su lado y apilaba los billetes falsos del juego—. En la noche del Mardi Gras, ella recuperó su alma y lo liberó.
Chris resopló ante el anuncio de Wulf.
—Menuda mierda, tío. Ahora va a tener que unirse a la patrulla senil de Kirian.
—¡Chris! —exclamó ella, aunque se le escapó una carcajada—. Qué cosas más horribles dices.
—Ya, pero es verdad. A mí no se me ocurriría cambiar la inmortalidad por una mujer. Sin ánimo de ofender, señoras, pero hay algo que no me cuadra.
Wulf mantuvo la mirada en el tablero.
—Talon no ha renunciado a su inmortalidad. A diferencia de Kirian, la ha conservado.
—¡Vaya! —exclamó Chris—. Pues entonces, genial. Bien hecho. Tío, tiene que ser la caña tenerlo todo, ¿eh? —Se puso como un tomate mientras los miraba, porque se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Lo que quería decir…
—No pasa nada, Chris —lo tranquilizó Wulf, aunque sus ojos dejaron muy claro el daño que le habían hecho esas palabras.
Le llegó el turno a Kat.
Mientras tanto, ella extendió la mano y entrelazó los dedos con los de Wulf.
—No sabía que los Cazadores Oscuros podían liberarse.
—No es algo que pase todos los días —replicó él, apretándole la mano con más fuerza—. Al menos hasta ahora. Talon y Kirian son los únicos que lo han conseguido, que se sepa, claro.
—Tres —lo corrigió Kat mientras movía su ficha por el tablero.
—¿Tres? —preguntó Wulf. Parecía estupefacto.
Kat asintió con la cabeza.
—Se han liberado tres Cazadores Oscuros. Se lo oí decir a las otras doncellas anoche, cuando fui a hablar con Artemisa.
—Creí que no habías podido hablar con ella —dijo Cassandra, citando lo que Kat les había dicho la noche anterior.
—Y no pude. Tenía el enorme letrero de NO MOLESTAR en la puerta de su templo. Hay ciertos momentos en los que solo Apolo se atreve a entrar en sus dominios. Pero sí que escuché cómo las otras cotilleaban. Al parecer, Artemisa no estaba lo que se dice contenta.
—Mmm… —musitó ella, sopesando la información.
—¿Quién es el tercero? —preguntó Wulf.
—Zarek de Moesia.
Wulf se quedó boquiabierto y Chris miró a Kat como si acabara de salirle otra cabeza.
—Ahora sé que estás de broma, Kat. Zarek tiene una sentencia de muerte. Imposible —dijo, con voz burlona.
Kat lo miró.
—Bueno, pues no está muerto, pero sí es libre. Artemisa ha amenazado con cargarse al primero que se cruce en su camino si pierde a otro Cazador.
Esas palabras no le sirvieron de mucho consuelo. Y apenas acertaba a imaginar lo que supondrían para Wulf.
—Jamás creí que llegara el día en el que liberarían a Zarek —dijo Wulf entre dientes—. Está tan pirado que lo han tenido exiliado casi tanto tiempo como yo llevo de Cazador.
Cass respiró hondo al escuchar el comentario. No le parecía justo que alguien como el tal Zarek quedara libre mientras que Wulf padecía la terrible maldición que pesaba sobre él.
—Me pregunto qué hará Nick para los Cazadores ahora que Talon está libre —dijo Chris al tiempo que le quitaba la lata de Pringles a Kat—. No me lo imagino sirviendo a Valerio.
—Imposible —convino Wulf. Y procedió a explicarle que Valerio era el nieto del hombre que había arruinado a la familia de Kirian y que había crucificado al general griego. Dado que Nick había sido su escudero y seguía siendo su amigo, jamás serviría a un hombre cuya familia le había hecho tanto daño.
Wulf, Kat y Chris siguieron hablando de los Cazadores Oscuros mientras Cass meditaba acerca de lo que había averiguado esa noche.
—¿Yo podría liberarte? —le preguntó a Wulf.
Una curiosa expresión le ensombreció el semblante.
—No. A diferencia del resto de los Cazadores Oscuros, yo no tengo una cláusula de rescisión.
—¿Por qué?
Wulf dejó escapar un suspiro resignado mientras hacía girar la ruleta.
—Me engañaron para que entrara al servicio de Artemisa. Los demás se ofrecen voluntarios.
—¿Cómo que te engañaron?
—¿Fuiste tú? —interrumpió Kat antes de que él pudiera contestar a la pregunta.
De manera que se giró hacia su amiga.
—¿Qué sabes de la historia?
—Bueno, no sabes el follón que se montó por aquel entonces. Artemisa aún está que trina porque Morginne le ganara la mano. A la diosa no le gusta perder ante nadie, sobre todo cuando se trata de una mortal cuya alma posee.
—¿Cómo lo hizo? —le preguntó.
Kat recuperó las Pringles antes de que Chris se las ventilara. ¡El tío era una lima! Era un misterio cómo podía estar tan delgaducho con todo lo que se metía entre pecho y espalda.
Malhumorado, Chris se levantó y fue a la cocina, sin duda en busca de algo para comer.
Kat se puso la lata al lado.
—Morginne hizo un trato con el dios nórdico Loki; el dios utilizó una planta, un cardo, muy conocido entre los nórdicos porque aseguran que tiene la habilidad de hacer que alguien ocupe el lugar de otra persona durante un día.
Wulf frunció el ceño ante la explicación.
—¿Y cómo consiguieron que durara?
—Con la sangre de Loki. Los dioses nórdicos tienen reglas muy raras y Loki quería quedarse con Morginne, de manera que cambió su alma por la tuya para retenerla a su lado. A Artemisa no le apetecía declarar una guerra para recuperar a Morginne. Además, creyó que tú serías mejor Cazador Oscuro.
Wulf entrecerró los ojos.
Kat le dio unas palmaditas en el brazo.
—Si te sirve de consuelo, te diré que Loki todavía sigue torturando a Morginne y ella tampoco tiene una cláusula de rescisión. Y aunque fuera así, Artemisa la mataría. La única razón por la que no lo ha hecho es porque sigue gozando de la protección de Loki.
—No me consuela.
—No, ya me lo imaginaba.
Stryker se paseaba por el lóbrego salón con sed de sangre. Ya habían pasado tres semanas y no había ni rastro de Wulf ni de Cassandra.
Ni siquiera podían llegar hasta el padre para hacerla salir.
Malditos fueran.
Había puesto a su hijo Urian a trabajar en ello, pero parecía inútil.
—¿Tan difícil es averiguar la dirección de un Cazador Oscuro?
—Son muy ingeniosos, kyrios —dijo Zolan, que utilizó el tratamiento atlante para «señor».
Zolan era su tercero en el mando y uno de sus soldados de mayor confianza. Había ascendido en las filas spati por su habilidad para asesinar a sangre fría y sin remordimientos. Había alcanzado el tan ansiado grado de «general» hacía más de diez mil años.
Al igual que él, había decidido teñirse el pelo de negro y lucía el símbolo spati: un sol dorado con un dragón en el centro, el emblema de la Destructora.
—Si no lo fueran —prosiguió Zolan—, podríamos localizarlos y utilizar a nuestros sirvientes para que los mataran mientras duermen.
Se giró hacia Zolan y lo fulminó con una mirada tan malévola que el daimon retrocedió. Solo su hijo poseía el valor necesario para no estremecerse ante su furia. El coraje de Urian no tenía igual.
El demonio Xedrix apareció ante él en el salón. A diferencia de los daimons, Xedrix no rendía cuentas ante nadie ni reconocía la posición de Stryker en su mundo. En la mayoría de las ocasiones, lo trataba más como a un sirviente que como a un amo. Y eso lo sacaba de sus casillas.
Era evidente que el demonio creía que la gran estima que le tenía la Destructora bastaba para protegerlo, pero él sabía que no era así. Era a él a quien su madre amaba por encima de todas las cosas.
—Su Benévola Excelencia desea hablar contigo —dijo el demonio en voz baja y carente de inflexiones.
Benévola Excelencia… Cada vez que escuchaba el tratamiento le entraban ganas de echarse a reír, pero se contenía. Su madre no tenía sentido del humor.
Se teletransportó a las estancias privadas de Apolimia.
La diosa estaba inclinada sobre una pila de la que surgía un reluciente caño a través del cual el agua manaba hasta el plano humano. A su alrededor había un precioso arco iris y una nube de vapor. Allí era donde la diosa adivinaba el futuro para saber qué ocurría en la Tierra.
—Está embarazada —anunció sin darse la vuelta.
No hizo falta que especificara a quién se refería su madre, sabía que era Cassandra.
—¿Cómo es posible?
La diosa levantó las manos y trazó un círculo en el aire. El agua de la pila formó una especie de bola de cristal. A pesar de que estaba suspendida en el aire, comenzó a girar sobre sí misma hasta que la imagen de la mujer a la que ambos querían muerta apareció en ella. Sin embargo, no había ninguna pista que lo ayudara a localizarla.
Apolimia atravesó la imagen con un dedo, distorsionándola.
—Artemisa está haciendo de las suyas.
—Aún tenemos tiempo para matar a la madre y al niño.
La diosa sonrió.
—Sí, tenemos tiempo. —Abrió las manos y la bola se desintegró, haciendo que el agua regresara a la pila—. Ha llegado el momento de atacar. Artemisa mantiene retenido al Electi. No puede detenerte. Ni siquiera se enterará de que estás atacando.
Se tensó ante la sola mención del Electi. Al igual que en el caso de la Abadonna, tenía prohibido atacarlo.
Cómo odiaba las restricciones…
—No sabemos dónde atacar —le dijo a su madre—. Hemos estado buscando…
—Llévate a uno de los ceredones. Mis mascotas son capaces de localizarlos.
—Creí que tenían prohibido abandonar esta dimensión.
Una mueca cruel curvó los labios de su madre.
—Artemisa se ha saltado las reglas, así que yo también lo haré. Ahora, m’gios, haz que me sienta orgullosa de ti.
Asintió con la cabeza y se dio media vuelta. Apenas había dado tres pasos cuando la voz de la Destructora lo detuvo.
—Recuerda, Strykerio, mata a la heredera antes de que el Electi regrese. No puedes enfrentarte a él. Jamás.
No miró hacia atrás a pesar de haberse detenido.
—¿Por qué siempre me has prohibido que lo toque?
—No es cosa nuestra preguntarnos el porqué, solo vivir o morir.
Apretó los dientes al escuchar la cita humana tergiversada.
Cuando Apolimia volvió a hablar, la frialdad de su voz lo enfureció todavía más.
—La respuesta a esa pregunta es otra pregunta: ¿hasta qué punto valoras tu vida, Strykerio? Te he mantenido a mi lado todos estos siglos y no me apetece verte muerto.
—El Electi no puede matarme. Soy un dios.
—Pero otros dioses mucho más poderosos que tú han caído. Muchos de ellos aplastados por mi ira. Ten presente mi advertencia, muchacho. Tenla siempre muy presente.
Reanudó la marcha y solo se detuvo de nuevo para soltar a Kyklonas, cuyo nombre significaba «ciclón». Una vez suelto, el ceredón era una amenaza letal. Igual que él.
Rondaba la medianoche cuando el teléfono de Wulf volvió a sonar. Al descolgar, escuchó una voz malhumorada con un marcado acento griego que no reconoció.
—Soy Spawn, vikingo. Me has llamado por lo menos cien veces mientras no estaba.
Pasó por alto el tono agraviado del hombre.
—¿Dónde andabas?
La respuesta de Spawn fue poco más que un gruñido desafiante.
—¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones? Ni siquiera te conozco, así que no es de tu puta incumbencia.
Vaya, vaya, alguien se había olvidado de tomar la medicación esa noche.
—A ver, personalmente no tengo ningún problema contigo, daimon.
—Soy apolita, vikingo. Una diferencia abismal.
Vale, lo que tú digas, pensó Wulf.
—Lo siento, no era mi intención ofenderte.
—Utilizando tus mismas palabras, vikingo: vale, lo que tú digas.
¡Me cago en la puta!
—Y sí, también he escuchado eso.
Contuvo la ira y dejó la mente en blanco. Lo último que quería era traicionar sus pensamientos con un desconocido que podría ser tan letal como los daimons que perseguían a Cassandra.
—Si sabes tantas cosas, digo yo que deberías saber por qué te he estado llamando.
El silencio fue su respuesta.
Tras una breve pausa, Spawn soltó una carcajada ronca.
—No puedes ocultarme tus pensamientos, Wulf. No hay manera de protegerte contra mí mientras siga en contacto directo contigo… como a través del teléfono que tienes en la mano. Pero no te preocupes. Yo no soy tu problema. Aunque me sorprende que Apolo tenga una heredera a la que proteger. Enhorabuena por el bebé.
—Gracias —respondió sin el menor ápice de sinceridad.
—Y para responder a tu pregunta, no lo sé.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Si los híbridos sobreviven a los veintisiete años. Aunque cualquier cosa es posible. Yo voto por que dentro de unos meses nos hagamos con un buen paquete de palomitas y nos sentemos a disfrutar del espectáculo.
El hecho de que el apolita se tomara a chiste algo tan trágico lo enfureció.
—Cierra la boca, Spawn. No tienes gracia ninguna.
—Pues qué lástima. Yo me tengo por todo un comediante.
Sentía unas ganas locas de descuartizar al Cazador Oscuro apolita.
—En ese caso, es una suerte que viva en Alaska, bien lejos de ti, ¿no?
—¿Cómo lo haces?
—Soy telépata. Sé lo que piensas antes incluso de que tú lo sepas.
—¿Y por qué eres tan capullo?
—Estamos hablando de telepatía, no de empatía. Me importa una mierda lo que sientas, solo me importa lo que pienses. Pero como resulta que Ash me ha ordenado que te ayude, supongo que lo haré.
—Qué detallazo por tu parte… —dijo con sarcasmo.
—Sí que lo es, sobre todo porque os odio a casi todos. Pero como Cassandra es de los míos, seré bueno. De estar en tu lugar, yo buscaría a una comadrona apolita para ayudar en el parto de tu hijo.
El corazón se le encogió al escucharlo.
—¿Es un niño?
—Aún no, pero lo será en cuanto esté un poco más formado.
Esbozó una sonrisa al pensarlo; aunque si era sincero, una pequeña parte de sí mismo habría estado encantada de que fuera una niña. Una pequeñina que le recordara a su madre cuando Cassandra los abandonara.
Aplastó ese pensamiento antes de que lo llevara por derroteros que no le convenían y prestó atención a todo lo que, según Spawn, podría necesitar Cassandra.
—Mi gente es un poquito distinta a los humanos. Hay ciertos aspectos alimenticios y algunos cambios del entorno que se deben tener en cuenta.
—Sé que Cassandra necesita una transfusión —dijo, recordando lo pálida que había estado esos dos últimos días—. Me ha dicho que se sentía muy débil.
—Créeme, necesita mucho más que eso.
—¿Como qué?
Spawn se desentendió de la pregunta.
—Haré unas cuantas llamadas a ver si encuentro a alguien que esté dispuesto a ayudaros. Si tenemos suerte, tal vez os acoja una colonia. No puedo prometer nada. Dado que ahora juego en el equipo contrario, mi gente tiene la mala costumbre de odiarme y de intentar matarme en cuanto me ven.
—Te lo agradezco, Spawn.
—Claro, y yo te agradezco que mientas en aras de las buenas maneras cuando los dos sabemos que no hablas en serio. La única razón por la que me toleras es Cassandra. Buenas noches, Wulf.
La línea se quedó en silencio.
—Supongo que no ha ido muy bien.
Miró por encima del hombro y vio a Cassandra en el vano de la puerta. Había estado tan concentrado en los comentarios mordaces de Spawn que no la había oído acercarse.
—Más o menos como si me hubiera metido en la cueva de un oso cubierto de miel.
Cassandra sonrió por la comparación y se acercó a él.
—Interesante imagen.
Recordó lo que Spawn le había dicho acerca de las necesidades de su embarazo. Ya llevaba casi un mes de gestación. ¿Estaría bien?
—¿Cómo te sientes?
—Muy, muy cansada. He bajado para acostarme temprano.
Soltó una carcajada al oírla.
—Solo en nuestro mundo se consideraría «temprano» la medianoche. —La sentó con mucho cuidado en su regazo.
Cuando ella se recostó contra él, se dio cuenta de lo cómodo que se sentía en su presencia.
—Ya lo sé —dijo Cassandra al tiempo que se apoyaba contra su pecho y colocaba la cabeza bajo su mentón—. Las maravillas de la vida nocturna… —Suspiró—. Cuando era pequeña, intenté por todos los medios llevarle la luz del sol a mi madre. Me sentía fatal porque jamás lo hubiera visto o sentido. Así que intenté atraparlo en tarros. Cuando no funcionó, llené tarros y tarros de luciérnagas y le dije que si capturábamos bastantes, sería como tener el sol. Se echó a reír y me abrazó antes de liberarlas y decirme que ninguna criatura debía vivir enjaulada.
Wulf sonrió. Era fácil imaginársela dándole los tarros a su madre.
—Seguro que le encantó.
Cassandra le acarició el brazo de forma distraída, provocándole un escalofrío que lo recorrió de pies a cabeza.
—Mi hermana mayor era como ella. No toleraba el sol en lo más mínimo. Si estaba más de tres minutos expuesta, acababa churruscada.
—Lo siento.
Se quedaron en silencio y él cerró los ojos, aprovechando la ocasión para inhalar su aroma a rosas. Su cuerpo estaba relajado contra él. Sus curvas eran mucho más voluptuosas a causa del embarazo.
Se moría por besarla.
—¿Crees que la muerte duele? —le preguntó ella con un hilo de voz.
El dolor lo atravesó al escucharla.
—Nena, ¿por qué te haces esto?
—Intento no pensar en ello —susurró—, de verdad que lo intento. Pero no puedo evitar pensar en que dentro de siete meses no volveré a ver el sol. —Levantó la cabeza y lo miró con los ojos brillantes por las lágrimas—. Que no volveré a verte. Ni a Kat. Ni tampoco este sótano infestado de ratas.
—Mi habitación no está infestada de ratas.
Cassandra esbozó una sonrisilla agridulce.
—Lo sé. Supongo que debo dar gracias por lo que tengo. Al menos sé cuándo voy a morir. Así puedo dejarlo todo en orden.
No, no todo, porque cuanto más tiempo pasaba con ella, más atraído se sentía.
Las últimas tres semanas habían sido increíbles. Había aprendido a sentirse casi como cualquier otro ser humano. Era maravilloso subir y no tener que volver a presentarse a Kat y a ella.
O despertarse al anochecer con ella acurrucada a su lado, una mujer que lo recordaba, que recordaba sus caricias…
Con un suspiro, Cassandra se levantó de su regazo y se encaminó a la cama.
Dio un paso y se tambaleó.
Wulf se movió como una exhalación y la cogió en brazos antes de que cayera al suelo.
—¿Estás bien?
—Solo ha sido un mareo.
Había sufrido unos cuantos durante la última semana.
—¿Quieres que envíe a por sangre?
—No, creo que ha tenido más que ver con el embarazo.
La llevó a la cama y la dejó en el colchón con sumo cuidado.
Cassandra sonrió al ver con qué ternura la atendía su guerrero vikingo. Si necesitaba o quería cualquier cosa, Wulf enviaba a alguien a por ella o iba él en persona.
Cuando hizo ademán de apartarse, lo besó en los labios. Su reacción la sorprendió, ya que le devolvió el beso con desesperación. Devoró su boca como un animal salvaje. Sus lenguas se rozaron, pero fue el roce de sus colmillos lo que le provocó un escalofrío.
Sentía el depredador que llevaba dentro, el bárbaro. Sabía a sed de sangre, pero también a compasión. Con un gruñido, Wulf le levantó la camiseta y cubrió un pecho con una de sus manos.
Suspiró bajo sus exigentes caricias. Por regla general era muy tierno, pero esa noche se comportaba con un ansia feroz. Le quitó los pantalones y las bragas de un solo tirón y con tanta prisa que casi no se dio cuenta de que los vaqueros y la seda ya no la cubrían.
Él ni se molestó en quitarse los pantalones, se limitó a bajárselos hasta las caderas, lo justo para poder penetrarla.
Gimió cuando la penetró. La sensación fue tan maravillosa que le entraron ganas de llorar. Parecía descontrolado mientras la embestía con fuerza, y ella se deleitó con cada envite de sus caderas.
Wulf no podía respirar. No se le había perdido nada con ella. No tenía sentido que la dejara colarse tras sus defensas, sobre todo porque no tenía más remedio que dejarla marchar, pero no podía evitarlo.
Necesitaba sentirla entre sus brazos. Necesitaba sentirla bajo su cuerpo.
Ella le clavó las uñas en la piel y se arqueó al correrse. Esperó a que sus estremecimientos pasaran antes de seguirla al paraíso.
Se recostó sobre ella con mucho cuidado para no aplastarla ni hacerle daño al bebé. Lo único que deseaba era sentirla contra él, sentir sus piernas desnudas alrededor de las caderas.
—¿Estás bien? —le preguntó ella en voz baja—. No sueles tener tanta prisa.
Cerró los ojos mientras sus palabras lo desgarraban por dentro.
Solo Cassandra había llegado a conocerlo. A conocer sus hábitos. Sus gustos y sus manías. Y a recordarlo todo. Durante todos esos siglos, era la única amante que había averiguado todas esas cosas.
¿Qué iba a hacer sin ella?
Llamaron a la puerta.
—Oye, Cass… —la llamó Chris—. Si no te has acostado todavía, acabo de pedirte una pizza… Como dijiste que querías una… Llegará en unos minutos.
Cassandra se echó a reír y Wulf la miró con el ceño fruncido. Sus cuerpos seguían unidos.
—Le dije poco después de que bajaras que mataría por un trozo de pizza con pepperoni —le explicó. Alzó la voz para contestar a Chris—. Gracias. Subiré enseguida.
El ceño de Wulf se acentuó.
—Si necesitas descansar…
—¿Estás de guasa? Decía muy en serio lo de que mataría por un trozo de pizza.
—Deberías haberlo dicho antes. Chris le habría dicho a la cocinera que te preparara una.
—Lo sé, pero cuando subí, Marie ya estaba preparando el pollo y no quería herir sus sentimientos. Es una mujer encantadora.
—Lo sé.
Se percató de la expresión angustiada de Wulf.
Marie llevaba trabajando para él casi ocho años y creía erróneamente que Chris era su jefe. La cocinera le había contado con pelos y señales que el padre de Chris la había contratado y que, hacía tres años y después de que el hombre sufriera un infarto en el salón, la madre de Chris se había trasladado a la otra punta de la ciudad para no tener que revivir la muerte de su marido cada vez que atravesara la mansión.
La mujer había intentado que Chris también se marchara, pero él se había quedado con Wulf por razones obvias. Su padre le había dejado la casa en fideicomiso, de modo que su madre no pudiera venderla y obligarlo así a mudarse.
A lo largo de los últimos ocho años, Wulf se había presentado a la cocina en incontables ocasiones…
—Lo siento, Wulf.
—No te preocupes, estoy acostumbrado.
Salió de ella y se vistió antes de ayudarla a hacer lo mismo. No la dejó volver por su propio pie al salón por temor a que se cayera por las escaleras. Así que la llevó en brazos al sofá y la obligó a quedarse tendida mientras él iba en busca de un cojín y una manta.
Cassandra sonrió ante su ternura cuando regresó, la arropó con la manta y quitó el mando a distancia a Chris sin muchos miramientos.
—¡Oye! —protestó él, indignado.
—Tú no estás embarazado. —Le dio el mando a ella.
—Vale —replicó Chris de malhumor—. Veremos si alguna vez tengo un hijo…
—Bueno, lo que tú digas. Cuando te pongas a ello, mi hijo ya tendrá nietos.
Chris estaba anonadado.
—Ja, ja, ja, eso no pienso aguantártelo, cornudo. —Esa última palabra era un insulto que Chris solía utilizar para chinchar a Wulf. Cassandra no lo entendió hasta que el escudero le explicó que provenía de la errónea creencia medieval de que los vikingos llevaban cascos con cuernos—. Se acabó —prosiguió—. Me cambio a Stanford. Además, ya estoy harto de tanta nieve. Tal vez tampoco eche un polvo allí, pero al menos mis compañeras de clase no irán tapadas hasta las cejas.
Cuando Kat entró en la habitación y los miró, puso los ojos en blanco.
—¿Me lo parece a mí o estos dos se pelean como dos niños cada vez que están juntos?
—Discuten como niños —respondió ella—. Creo que intentan convertir las pullas verbales en deporte olímpico.
Chris abrió la boca para hablar, pero en ese mismo instante alguien llamó al timbre.
—La pizza —dijo al tiempo que se ponía en pie.
Cassandra tuvo una extraña sensación. Se frotó la nuca y miró a su alrededor.
—¿Estás bien? —le preguntó Kat.
—Eso creo. —Solo se sentía… rara…
Recostó la cabeza en el sofá y vio a Chris con la pizza en la mano y al repartidor en el porche. No tardó en pagarle.
—Oye, tío —dijo el repartidor cuando Chris retrocedió—, ¿te importa que entre un momento para llamar por teléfono? Tengo que hablar con mi jefe para preguntarle algo sobre mi siguiente entrega.
Chris ladeó la cabeza.
—¿Qué te parece si te doy un móvil y llamas desde el porche?
—Vamos, tío, hace un frío que pela aquí fuera. ¿No puedo entrar un segundín?
Wulf se puso de pie de un salto y se encaminó hacia la puerta a grandes zancadas mientras Chris retrocedía otro paso.
—Lo siento, amigo —replicó el escudero con más énfasis—. Ningún desconocido entra en esta casa, ¿capito?
—Chris —masculló Wulf en voz baja y seca—, adentro.
Por una vez, Chris no protestó.
Wulf cogió una espada de la pared al mismo tiempo que el daimon que estaba en el porche sacaba dos enormes dagas de la bolsa térmica para pizzas.
El daimon le lanzó una daga a Chris antes de enfrentarse a Wulf. Chris retrocedió tambaleándose y cayó al suelo con el rostro ceniciento.
Al verlo, Cassandra se puso en pie de un salto e hizo ademán de acercarse a él, pero Kat la detuvo.
—Piensa en el bebé. Quédate aquí.
Asintió con la cabeza mientras Kat saltaba por encima del sofá para ayudarlo.
Mientras tanto, ella cogió otra de las espadas de la pared y se aprestó para la lucha por si acaso fuera necesario.
Por suerte, Chris ya estaba de pie, ileso, cuando Kat llegó a su lado. La pizza, en cambio, no había sobrevivido. Menos mal que la caja había desviado la daga…
Wulf y el daimon seguían su lucha en el porche.
—¡Joder! —exclamó Chris entre dientes antes de echar a correr hacia ella con Kat a la zaga—. ¡Hay un montón más que vienen hacia la casa!
—¿Qué? —exclamó mientras se le aflojaban las rodillas.
Wulf pulverizó al daimon del porche y cerró de un portazo.
—Me cago en la puta, Chris. ¿Estás bien?
Él asintió con la cabeza.
Wulf atravesó la estancia y lo examinó de todas formas antes de aplastarlo con un abrazo de oso.
—Tío, déjate de mariconadas y suéltame —protestó Chris—. Me estás aplastando. Si quieres abrazar a alguien, ahí tienes a Cassandra.
Vio que Wulf apretaba los dientes justo antes de soltarlo. Sin embargo, siguió apretándole el hombro con ferocidad al tiempo que bajaba la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Te juro que si vuelves a abrir esa puerta, Christopher Lars Eriksson, te arranco esa cabeza de chorlito que tienes. —Empujó a Chris hacia el pasillo—. Baja los escudos.
—¿Es que estamos en la Enterprise? —exclamó Kat mientras Chris se apresuraba a obedecer la orden.
—No, pero sí tenemos persianas metálicas antibalas. No sé qué están tramando los daimons, pero prefiero quitarles la posibilidad de que nos cuelen un cóctel Molotov o cualquier otra cosa parecida por una ventana.
—Buena idea —musitó Kat.
La casa se estremeció mientras bajaban las persianas de acero.
Wulf hervía de furia cuando llamó a los vigilantes de seguridad para averiguar cómo estaban.
—¿Hola? —respondió una voz desconocida y, además, con un marcado acento.
Por razones obvias, los vigilantes no lo recordaban, pero él conocía a todos los integrantes del equipo de seguridad que había enviado el Consejo para proteger a Chris. Tenía un mal presentimiento.
—¿Quién es?
—¿Tú quién crees, Cazador? Por cierto, felicita de mi parte a quien pidiera una pizza. Nos ha encantado el aperitivo.
Apretó con más fuerza el teléfono.
—¿Dónde están mis guardias?
—Bueno, uno está justo aquí delante, pero no tiene muchas ganas de hablar. La muerte suele tener ese efecto: convierte en mudos hasta a los más dicharacheros. En cuanto al otro, está… Ay, vaya, ya está muerto. Mis chicos acaban de rematarlo.
—Vas a pagar por esto.
—Vale, ¿por qué no sales y me traes la cuenta?
—Voy para allá.
Colgó y se encaminó a la puerta, decidido a desollar a Stryker.
Kat lo atrapó antes de que diera dos pasos.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó, indignada.
La fulminó con la mirada.
—Voy a acabar con esto.
Ella lo miró con expresión arrogante.
—No puedes. Te matará en cuanto pongas un pie fuera de esta casa.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Vigila a Chris y a Cassandra. Volveré enseguida.
Y se teletransportó fuera de la casa.
Kat rastreó la energía de Stryker y lo encontró en la garita. Se estremeció al ver los cuerpos de los dos guardias en el suelo. En el exterior había al menos una docena de daimons abriendo cajas y preparando el ataque.
En el interior solo había cuatro daimons: Stryker, Urian, Ícaro y Trates. Este último apartó la vista de los monitores y se puso pálido.
—¿Cómo habéis entrado? —exigió saber.
Stryker se dio la vuelta muy despacio para enfrentarla con una sonrisa cínica. No había miedo en él, solo socarronería.
—Los guardias salieron cuando devoramos al repartidor e intentaron detenernos. Los metimos aquí después de matarlos.
Tanto sus palabras como su falta de remordimientos por lo que habían hecho le revolvieron el estómago, sensación que empeoró al ver por uno de los monitores el ceredón que los acompañaba.
De manera que Apolimia había cambiado las reglas. Mierda.
—Eres un ser abyecto —dijo entre dientes.
Stryker sonrió como si sus palabras lo halagaran.
—Gracias, preciosa, me enorgullezco de serlo.
Kat abrió el portal a Kalosis.
—Es hora de que volváis a casa.
Stryker miró el portal y se echó a reír.
—Me temo que no, corazón. Soy el prefe de mamá ahora mismo. Así que ya puedes meterte ese portal por tu precioso culito. Mis chicos y yo tenemos trabajo que hacer. Únete a nosotros o lárgate.
Por primera vez en su vida, Kat sintió el aguijonazo del miedo.
—Tenéis que iros. Esas son las reglas. El portal se abre y vosotros tenéis que entrar.
Stryker dio un paso hacia ella con una mirada siniestra y gélida.
—No, no tenemos que hacerlo.
El portal se cerró.
Jadeó al darse cuenta de lo que pasaba. La Destructora también le había dado una llave, otorgándole el control de la situación.
La proximidad de Stryker le provocó un escalofrío. El daimon le cogió la cara con la mano.
—Es una pena que te proteja. Si no fuera así, te habría dado un bocadito hace siglos.
—Quítame la mano de encima o te la corto —le dijo con una mirada furibunda.
Para su sorpresa, Stryker la obedeció, pero no antes de haberla besado con rudeza.
Kat gritó y le dio una bofetada.
Él soltó una carcajada.
—Vete a casa, niña. Si te quedas aquí, podrías acabar herida.
Temblando de pies a cabeza, se teletransportó de vuelta a la casa. Cassandra estaba en el centro del salón mientras Wulf sacaba un arsenal de un armario y se armaba hasta los dientes.
—¿Qué tienes para mí? —le preguntó ella al tiempo que se acercaba.
Wulf la miró con sorna.
—Supongo que las cosas no han ido bien.
—No. De hecho, tenemos que prepararnos para lo peor. Las cosas están a punto de ponerse muy feas.
Chris entró corriendo en el salón con un casco de fútbol americano en la cabeza.
—¿Qué coño te pasa? —le preguntó Kat al verlo.
Wulf lo miró y frunció el ceño.
—¿Ahora te pones el casco?
—Sí —replicó Chris al tiempo que se metía un cojín por la pretina de los pantalones—. Ahora me pongo el casco. Por si no os habéis dado cuenta, nuestros daimons están muy entretenidos en el jardín.
—Nos hemos dado cuenta.
—Vale —dijo Chris mientras se acercaba al armario y sacaba un chaleco antibalas—. Pero tengo una pregunta. Sé que las persianas son a prueba de balas y fuego. Pero ¿resisten los cohetes antitanque y la dinamita?
Antes de que Wulf pudiera contestar, una explosión sacudió la casa.