—Mi… mi ¿¡qué!? —preguntó Cassandra, pasmada por las palabras de Kat. Debía de haberlo entendido mal. Era imposible que estuviera embarazada.
—Tu bebé.
Al parecer, oía perfectamente.
—¿Qué bebé?
Kat respiró hondo y comenzó a hablar muy despacio, lo cual fue un detalle por su parte, porque le estaba costando mucho trabajo comprender todo aquello.
—Estás embarazada, Cass. Llevas muy pocos días de embarazo, pero el bebé sobrevivirá. Ya me encargaré yo de ello, puedes estar segura.
Cassandra tenía la sensación de que alguien le hubiera lanzado un dardo paralizante. Era incapaz de asimilar lo que Kat le estaba diciendo.
—No puedo estar embarazada. No he estado con nadie.
La mirada de Kat voló hacia Wulf.
—¿Qué? —preguntó él a la defensiva.
—Tú eres el padre —afirmó Kat.
—¡Los cojones! Siento darte esta mala noticia, nena, pero los Cazadores Oscuros no podemos tener hijos. Somos estériles.
Kat asintió.
—Cierto, pero tú no eres realmente un Cazador Oscuro, ¿verdad?
—Entonces, ¿qué coño soy?
—Un inmortal, pero a diferencia de los demás Cazadores Oscuros, tú no tuviste que morir. Los otros perdieron la capacidad de tener descendencia porque sus cuerpos murieron durante un tiempo. Sin embargo, tú estás exactamente igual que hace mil doscientos años.
—Pero no la he tocado —insistió.
Kat enarcó una ceja ante su comentario.
—Yo diría que sí…
—Eso fueron sueños —dijeron Wulf y Cassandra al unísono.
—¿Sueños que los dos recordáis? No, se os reunió para que hicierais perdurar el linaje de Cassandra; sé de lo que estoy hablando porque fui yo quien la drogó para que pudiera estar contigo.
—Creo que voy a vomitar —dijo Cassandra, apoyándose en el brazo del sofá—. Esto no puede estar sucediendo. Es imposible.
—Porque tú lo digas… —replicó Kat con una nota irónica en la voz—. No permitamos que la realidad interfiera a estas alturas… Vamos a ver, tú eres un ser mitológico descendiente de unos seres mitológicos y estás en casa de un guardián inmortal que ningún humano puede recordar cinco minutos después de haberse alejado de él. ¿Tan imposible es que puedas quedarte embarazada de él en un sueño? ¿Eh? ¿Vamos viendo las cosas en perspectiva ya o no? —Su mirada la atravesó—. Voy a ser sincera contigo. Creeré en las leyes naturales cuando Wulf, aquí presente, pueda salir a la luz del sol sin sufrir una combustión espontánea. O, mejor todavía, cuando tú, Cassandra, puedas ir a la playa y ponerte morena.
Wulf estaba tan atónito que ni siquiera era capaz de moverse mientras Kat hablaba. ¿Había dejado embarazada a Cassandra? Era algo que jamás de los jamases se le había pasado por la cabeza, algo con lo que nunca había soñado.
No. No podía creerlo. Era imposible.
—¿Cómo he podido dejarla embarazada en un sueño? —preguntó, interrumpiendo a Kat.
Ella se calmó y se dispuso a explicárselo a los dos.
—Hay distintos tipos de sueños. Diferentes planos en los que tienen lugar. Artemisa ordenó a un Cazador Onírico que os indujera un estado de semiinconsciencia, de modo que pudierais… estar juntos, por decirlo de alguna manera.
Eso le hizo fruncir el ceño.
—Pero ¿por qué?
Kat señaló a Cassandra con la mano.
—Eres el único con el que se habría acostado. En los cinco años que hace que la conozco no ha mirado a un solo tío con deseo. No hasta la noche que tú entraste en el club para matar a los daimons. Se encendió como una luciérnaga. Cuando salió corriendo detrás de ti, creí que por fin había encontrado a alguien con el que podría acostarse.
»Pero ¿os comportasteis como personas normales y fuisteis a una de vuestras casas para montároslo como conejos? No. Ella regresó tan tranquila, como si nada hubiera sucedido. ¡Madre mía! No tenéis remedio, ninguno de los dos. —Suspiró—. Así que Artemisa dedujo que podía utilizar esa conexión momentánea que habíais sentido en la calle para meter a Cass en tus sueños de modo que la dejaras embarazada.
—Pero ¿por qué? —insistió Cassandra—. ¿Por qué es tan importante que me quede embarazada?
—Porque el mito del que te burlas es cierto. Si el último descendiente de Apolo muere, se acaba la maldición.
—En ese caso, déjame que muera y los apolitas serán libres.
El rostro de Kat se crispó y adoptó una expresión amenazadora.
—Yo no he dicho que pudieran ser libres. En fin, lo más divertido de tratar con las Moiras es que las cosas nunca son así de simples. La maldición acabará porque Apolo morirá contigo. Tu sangre y tu vida están vinculadas a él. Cuando muera, también morirá el sol, así como Artemisa y la luna. Una vez que ellos desaparezcan, no habrá mundo que valga. Todos moriremos. Todos.
—No, no y no —susurró Cassandra—. Esto no puede ser cierto.
La expresión de Kat no se aclaró.
—Es cierto, cariño. Créeme. Yo no estaría aquí si no lo fuera.
Cassandra la miró mientras se esforzaba por comprender todo lo que acababa de descubrir. Estaba abrumada.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Lo hice, pero te asustaste tanto que Artemisa y yo decidimos borrarlo de tu memoria y comenzar desde cero con más tiento.
La ira se apoderó de ella al instante.
—¿Que hicisteis qué?
Kat se puso a la defensiva.
—Fue por tu propio bien. Te cabreaba tanto la idea de verte obligada a quedarte embarazada que Artemisa decidió que si tuvieras al padre y al niño antes de saber la verdad, la aceptarías mejor. Cuando te lo expliqué en la otra ocasión, estabas decidida a dejarte atropellar por un autobús antes que utilizar a un hombre y dejar a un bebé a merced de tus perseguidores. Así que es estupendo que hayas encontrado a Wulf, ¿no crees? Con sus poderes, los apolitas y los daimons no podrán acercarse a él sin poner en peligro su vida.
Cuando hizo ademán de abalanzarse sobre ella, Wulf la detuvo.
—No, Cassandra.
—¡Por favor! —le suplicó—. Solo quiero estrangularla un poquito… —Lanzó una mirada furibunda a la que había creído su amiga—. Confié en ti y me has utilizado, me has mentido. Ahora entiendo tu empeño en que me fijara en algún tío.
—Lo sé y lo siento —se disculpó Kat. Aunque su expresión era sincera, Cassandra no estaba por la labor de creerla—. Pero ¿no te das cuenta de que esto nos conviene a todos? Wulf teme perder su último vínculo humano con el mundo. Gracias a ti tendrá otra línea de descendientes que lo recordarán, y tú tendrás a un inmortal que podrá hablarle a tu hijo y a tus nietos de ti y de tu familia. Podrá cuidarlos y mantenerlos a salvo. Se acabaron las huidas, Cassandra. Piénsalo.
Siguió sin moverse mientras reflexionaba sobre eso último. Alguien la recordaría y los suyos estarían a salvo. Era lo único que deseaba. Por ese motivo ni siquiera se había planteado antes la idea de tener hijos.
Pero… ¿se atrevería a albergar esa esperanza?
El embarazo de una apolita duraba apenas veinte semanas. La mitad de un embarazo humano. Puesto que su vida era tan corta, había un montón de diferencias biológicas con los humanos. Los apolitas alcanzaban la madurez a los once años y no era extraño que se casaran entre los doce y los quince.
Su madre solo tenía catorce años cuando se casó con su padre, pero su aspecto era el de una humana de veintitantos.
Miró a Wulf, que escuchaba con semblante impasible.
—¿Qué piensas de todo esto?
—Si te soy sincero, no sé qué pensar. Ayer mi prioridad era que Chris echara un polvo. Hoy lo único que me importa es que, a menos que Kat esté drogada o como una cabra, tú llevas en tus entrañas a un niño que forma parte de mí y que, a su vez, tiene en sus manos el destino del mundo.
—Si dudas de todo esto, habla con Aquerón —intervino Kat.
Wulf la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Lo sabe?
La respuesta de Kat fue un tanto evasiva y su actitud se tornó nerviosa por primera vez.
—Dudo mucho que Artemisa le haya dicho algo sobre el plan de juntaros para que engendrarais un hijo, ya que suele molestarse bastante cuando la diosa interfiere con el libre albedrío, pero podrá confirmarte todo lo que he dicho sobre la profecía.
Cassandra dejó escapar una seca carcajada al escuchar que su supuesta amiga conocía a uno de los hombres cuyos nombres aparecían en el sitio web. Por no mencionar el hecho de que también conociera a Stryker y a sus hombres…
—Por curiosidad nada más, ¿hay alguien a quien no conozcas?
—En realidad, no —contestó ella con evidente desasosiego—. Llevo con Artemisa muchísimo tiempo.
—¿Cuánto exactamente? —insistió Cassandra.
Kat no contestó. En cambio, retrocedió un poco y unió las manos al frente.
—¿Sabéis una cosa? Creo que debería daros unos minutos para que habléis a solas. Voy a echarle un vistazo a tu habitación, Cass.
Sin una palabra más, salió en dirección al pasillo que llevaba a su habitación. Sin que nadie le hubiera dicho dónde estaba ubicada y cuál era… Claro que, teniendo en cuenta que Kat tampoco era humana…
Wulf no se movió hasta que hubo desaparecido. Todavía estaba intentando asimilar todo lo que les había contado.
—No sabía nada de esto, Wulf. Te lo juro.
—Lo sé.
La miró un instante. Era la madre de su hijo. Era increíble y, a pesar de lo confuso que se sentía, de lo único que estaba seguro era de que una parte de sí mismo sentía deseos de gritar de alegría.
—¿Te sientes bien? ¿Necesitas algo? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza antes de mirarlo. El deseo que asomó a sus ojos verdes lo abrasó.
—Bueno, no sé tú, pero a mí me vendría de maravilla un abrazo.
Su cabeza le decía que no sería inteligente encariñarse con ella, abrirse a una mujer cuya fecha de caducidad estaba bastante próxima, pero de todos modos se descubrió abrazándola, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo por obviar las sensaciones que le provocaba la cercanía de ese cuerpo. Su aliento le hizo cosquillas en el cuello cuando lo abrazó por la cintura y se apoyó contra él.
Era fantástico tenerla así. Parecía perfecto. Nunca, en todos los siglos de su existencia, había experimentado esa ternura.
¿Qué tenía Cassandra que lo estremecía? ¿Que lo ponía a cien?
Cerró los ojos, la estrechó con más fuerza y dejó que su olor a rosas y polvos de talco lo ayudara a olvidar por un instante que deberían ser enemigos.
Cassandra cerró los ojos y dejó que la calidez de Wulf la inundara.
Era maravilloso estar encerrada entre sus brazos. No había nada sexual en el gesto, sus caricias estaban destinadas a consolarla. Y los unían mucho más que la intimidad que ya habían compartido.
¿Cómo es posible que me sienta reconfortada por un hombre que afirma que mi gente debería desaparecer?, pensó.
Sin embargo, era una estupidez negarlo.
Los sentimientos rara vez seguían los dictados de la lógica.
Seguía encerrada en su abrazo cuando una idea espantosa destrozó la paz que la embargaba.
—¿Odiarás a mi hijo por tener sangre apolita, Wulf?
Él se tensó entre sus brazos, como si no se le hubiera ocurrido, y se alejó de ella.
—¿Hasta qué punto sería apolita?
—No lo sé. El linaje de gran parte de mi familia es puro. Fue mi madre la que rompió la tradición, porque creyó que un padre humano podría protegernos mejor. —Se le hizo un nudo en el estómago al recordar los secretos que su madre le había contado poco antes de morir—. Creyó que al menos él sobreviviría a sus hijos y a sus nietos.
—Lo utilizó.
—No —lo corrigió con un hilo de voz, ofendida porque se le hubiera ocurrido algo así—. Mi madre lo amaba, pero al igual que tú estaba cumpliendo con su deber de protegernos. Supongo que no me contó nada sobre lo importante que sería mi papel si todos moríamos sin descendencia, porque yo era muy pequeña cuando nos dejó. O tal vez ella tampoco lo supiera. Solo me dijo que el deber de todo apolita era continuar con nuestro linaje.
Wulf se alejó un poco para apagar el televisor, sin mirarla. Mantuvo los ojos clavados en la repisa sobre la que descansaba en horizontal una antigua espada, apoyada sobre un pedestal.
—¿Hasta qué punto eres apolita? No tienes colmillos y Chris dice que sales durante el día.
Cassandra deseó acercarse para volver a tocarlo. Necesitaba sentirse cerca de él, pero notaba que ese deseo no era mutuo.
Wulf necesitaba tiempo y respuestas.
—Tenía colmillos de pequeña —le explicó, ya que no quería ocultarle nada. Se merecía saber lo que su hijo podría llegar a necesitar para sobrevivir—. Mi padre hizo que me los limaran cuando cumplí los diez años para que pudiera camuflarme mejor entre los humanos. Al igual que el resto de mi gente, necesito sangre para vivir, pero no tiene por qué ser apolita y tampoco tengo que beberla a diario.
Hizo una pausa al pensar en las necesidades de su vida y en lo mucho que deseaba haber nacido siendo humana. Pero, en conjunto, había sido mucho más afortunada que sus hermanas, que habían heredado muchos más rasgos apolitas que humanos. Las cuatro la habían envidiado mucho, porque incluso toleraba el sol.
—Suelo ir al médico para que me hagan una transfusión cada cierto tiempo —continuó—. Como mi padre cuenta con un equipo de investigadores que trabaja para él, falsificó una serie de pruebas de modo que los resultados señalaran una rara enfermedad y así pudiera conseguir la sangre necesaria sin necesidad de que otros médicos averiguaran que no soy humana. Solo voy cuando empiezo a sentirme débil. Y además, tampoco he envejecido con la misma rapidez que los demás. Llegué a la pubertad prácticamente al mismo tiempo que lo hacen las niñas humanas.
—En ese caso, tal vez nuestro hijo sea aún más humano.
Fue imposible pasar por alto la nota esperanzada de su voz cuando pronunció esas palabras. Al igual que Wulf, ella rezaba por que fuera cierto. Sería todo un milagro tener un bebé humano.
Por no mencionar la alegría que la invadió cuando lo escuchó referirse al bebé como «nuestro». Era una buena señal.
Al menos, para el bebé.
—¿No pones en duda que el niño sea tuyo? —le preguntó.
Su mirada la abrasó.
—Sé que estuve contigo en sueños y, tal y como Kat ha señalado, soy la prueba viviente de lo que los dioses son capaces de hacer. Así que no. No lo pongo en duda. Ese bebé es mío y seré su padre.
—Gracias —musitó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era mucho más de lo que se había atrevido a soñar.
Se aclaró la garganta y parpadeó para alejar las lágrimas. No iba a llorar, al menos por eso. Era muy afortunada y lo sabía. A diferencia de otros niños de su raza, el suyo tendría un padre que lo mantendría a salvo. Uno que podría verlo crecer.
—Mira el lado positivo, solo tendrás que aguantarme unos meses más y después no volverás a verme el pelo jamás.
Sus palabras hicieron que la mirara con tal ferocidad que se alejó un poco más de él.
—No hables de la muerte con tanta ligereza.
Recordó lo que le había contado en sueños sobre ver morir a sus seres queridos.
—Créeme, no lo hago. Soy muy consciente de lo frágiles que son nuestras vidas. Pero tal vez nuestro hijo viva más de veintisiete años.
—¿Y si no lo hace?
Su infierno volvería a seguir su curso, pero en ese caso sería mucho peor porque se trataría de sus descendientes directos.
De su hijo.
De sus nietos. Y estaría obligado a verlos morir en plena juventud.
—Siento mucho haberte metido en todo esto.
—Ya somos dos.
Pasó por su lado de camino a las escaleras que llevaban al piso inferior.
—Al menos podrás conocer a nuestro hijo, Wulf —le dijo, mientras él se alejaba—. Te recordará. Yo solo estaré unas semanas con él antes de morir. Jamás me conocerá.
Wulf se detuvo en seco. Se quedó paralizado durante un minuto.
Cassandra lo observó en busca de alguna señal que delatara sus emociones. Su rostro permanecía impasible. Continuó escaleras abajo sin decir nada.
Intentó olvidar su rechazo. Tenía otras cosas en las que pensar en esos momentos, como el diminuto bebé que crecía en su interior.
Echó a andar hacia su habitación, ansiosa por comenzar a hacer planes. El tiempo era vital para ella y no disponía de mucho.
Wulf entró en su habitación y cerró la puerta. Necesitaba estar solo un tiempo para digerir todo lo que le habían dicho.
Iba a ser padre.
El niño lo recordaría. Pero ¿y si era más apolita que Cassandra? La genética era extraña y había vivido lo suficiente como para ser testigo de sus extravagancias. Chris era el ejemplo perfecto. Nadie se había parecido tanto a Erik desde que su propio hijo murió hacía más de mil doscientos años. Y, sin embargo, el muchacho era el vivo retrato de su hermano.
Se parecían incluso en el temperamento y en los gestos. Podrían ser el mismo hombre.
¿Y si su hijo se convertía algún día en un daimon? ¿Sería capaz de matarlo?
La idea le heló la sangre. Lo aterrorizó.
No sabía qué hacer. Necesitaba consejo. Alguien que pudiera ayudarlo a asimilar todo aquello. Cogió el teléfono y llamó a Talon.
Nadie contestó.
Soltó un taco. Solo conocía a una persona que pudiera prestarle ayuda. Aquerón.
El atlante contestó al primer tono.
—¿Qué pasa?
Wulf resopló al escuchar el sarcasmo de la pregunta.
—¿Qué pasa? ¿Nada de «Hola, Wulf, qué tal te va»?
—Te conozco, vikingo. Solo llamas cuando tienes un problema. Así que, dime, ¿qué pasa? ¿Has tenido problemas… conectando con Cassandra?
—Voy a ser padre.
Su anuncio fue seguido de un silencio sepulcral. Le resultó agradable saber que la noticia era capaz de dejar a Ash tan atónito como lo había dejado a él.
—Bueno, supongo que la respuesta a mi pregunta es un rotundo no, ¿verdad? —dijo el atlante por fin. Hizo una pausa antes de continuar—: ¿Estás bien?
—Veo que el hecho de que haya dejado embarazada a una mujer no te sorprende…
—No. Sabía que podías hacerlo.
Wulf se quedó boquiabierto y sintió un intenso ramalazo de furia. ¿Ash lo había sabido todo el tiempo?
—No sé si te das cuenta de que esa información podría haber sido vital para mí, Ash. Eres un cabrón por no habérmelo dicho antes.
—¿Qué habría cambiado si te lo hubiera dicho? Te habrías pasado estos doce siglos paranoico por la posibilidad de dejar embarazada a una mujer que después no recordaría que tú eras el padre. Ya tenías suficiente tal y como estaban las cosas. No me pareció oportuno empeorar la situación.
Eso no aplacó su enfado.
—¿Y si he dejado embarazada a alguien más?
—No lo has hecho.
—¿Cómo lo sabes?
—Créeme, lo sé. De haberlo hecho, te lo habría dicho. No soy tan cabrón como para ocultarte algo tan importante.
Sí, claro… Si Ash era capaz de callarse algo así, ni siquiera quería imaginarse qué otras cosas de vital importancia habría olvidado mencionar.
—¿Se supone que ahora debo confiar en ti, después de que acabas de admitir que me has mentido?
—Me parece que has pasado demasiado tiempo hablando con Talon. De repente parecéis la misma persona. Sí, Wulf, puedes confiar en mí. Y nunca te he mentido. Solo he omitido unos cuantos detalles.
No replicó, pero le habría encantado tener al atlante allí mismo para darle una buena tunda por todo aquello.
—¿Qué tal lleva Cassandra el embarazo? —le preguntó Ash.
La pregunta lo dejó helado. Había ocasiones en las que ese tío lo acojonaba de verdad.
—¿Cómo has sabido que se trata de Cassandra?
—Sé muchas cosas cuando me lo propongo.
—En ese caso, tal vez deberías aprender a compartir esos detallitos, sobre todo cuando forman parte de la vida de otras personas.
Ash suspiró.
—Si te sirve de consuelo, te confieso que el modo en el que ha sucedido todo me hace tan poca gracia como a ti. Pero hay ocasiones en las que todo debe torcerse para que al final se enderece.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo comprenderás, hermanito. Te lo prometo.
Apretó los dientes.
—Odio cuando te pones en plan oráculo.
—Lo sé. Os pasa a todos, pero ¿qué quieres que te diga? Mi trabajo consiste en cabrearte.
—Creo que deberías encontrar uno nuevo.
—¿Por qué? Da la casualidad de que este me encanta.
Sin embargo, hubo algo en su voz que le indicó que estaba mintiendo también al respecto. Así que decidió cambiar de tercio.
—Ya que no quieres decirme nada que me sea útil, cambiaré de tema por el momento. ¿Conoces a alguna doncella de Artemisa que se llame Katra? Está aquí y afirma estar de nuestra parte. Dice que lleva protegiendo a Cassandra cinco años, pero no tengo muy claro si puedo confiar en ella o no.
—No conozco a las doncellas por su nombre, pero se lo preguntaré a Artemisa.
Por algún extraño motivo, eso hizo que se sintiera mucho mejor. Ash no era omnisciente después de todo.
—Vale. Pero si no está de nuestra parte, dímelo de inmediato.
—Desde luego.
Wulf fue a colgar.
—Por cierto —añadió Ash justo cuando se apartaba el teléfono de la oreja.
Volvió a acercárselo.
—¿Qué?
—Enhorabuena por el niño.
Wulf resopló.
—Gracias. Creo.
Cassandra vagaba por la enorme mansión. Era como estar en un museo. Había antiquísimos objetos nórdicos por todos lados. Por no mencionar un buen número de óleos de pintores famosos que jamás había visto y que no dudaba de que fueran auténticos.
Había uno en particular en el pasillo de su habitación firmado por Jan van Eyck. Un retrato de un hombre de pelo oscuro y su esposa. En cierto modo le recordaba al famoso cuadro El matrimonio Arnolfini, pero la pareja era diferente. El vestido de la mujer rubia era de un rojo intenso y el hombre iba vestido de azul marino.
—Es el retrato de bodas de dos de mis descendientes.
Dio un respingo al escuchar la profunda voz de Wulf a su espalda. No lo había oído acercarse.
—Es muy bonito. ¿Lo encargaste tú?
Asintió con la cabeza e hizo un gesto hacia la mujer del cuadro.
—Isabella era una gran admiradora del trabajo de Van Eyck, así que creí que sería un regalo de bodas perfecto. Era la hija mayor de otra familia de escuderos y se casó con mi escudero Leif. Chris desciende directamente de su tercera hija.
—¡Vaya! —murmuró, impresionada—. Yo me he pasado toda la vida buscando algo sobre mi familia y mis antepasados, y aquí estás tú, que eres un libro de texto andante para Chris. ¿Sabe lo afortunado que es?
Él se encogió de hombros.
—La experiencia me ha hecho comprender que a la mayoría de la gente no le interesa su pasado a esa edad. Solo el futuro. Querrá saberlo cuando se haga mayor.
—No sé —replicó ella, pensando en la alegría que iluminaba los ojos de Chris cada vez que intentaba enseñarle inglés antiguo—. Creo que sabe mucho más de lo que te imaginas. Es un estudiante de primera. Deberías escucharlo cuando habla. Cuando estudiamos, parece saberlo todo sobre tu cultura.
El rostro de Wulf adoptó una expresión más relajada, convirtiéndolo en el hombre tierno que había visto en sueños.
—Así que me escucha…
—Sí. —Se encaminó hacia su habitación—. Bueno, se está haciendo tarde y ha sido una noche muy larga. Ya me iba a la cama.
Él la agarró de la mano y la detuvo.
—He venido a verte.
—¿Para qué?
Clavó los ojos en los suyos.
—Puesto que llevas un hijo mío, no quiero que duermas aquí arriba, donde no pueda estar a tu lado en caso de que necesites protección. Sé que te he dicho que puedes salir y entrar a tu antojo durante el día, pero preferiría que no lo hicieras. Los daimons tienen colaboradores humanos, igual que nosotros. No les sería muy difícil acercarse a ti.
Su primera reacción fue la de decirle que era una estupidez; sin embargo, algo la detuvo.
—¿Me lo estás ordenando?
—No —respondió él en voz baja—. Te lo estoy pidiendo. Por tu seguridad y por la del bebé.
Su respuesta la hizo sonreír, así como el tono de su voz, que dejó bien claro que no estaba acostumbrado a pedirle nada a nadie. Lo había escuchado muchas veces mascullarle órdenes a Chris como para saber que «Wulf» y «libre albedrío» no solían ir de la mano…
—Vale —le dijo, ofreciéndole una sonrisilla—, pero solo porque me lo has pedido.
Su rostro se relajó aún más. ¡Madre del amor hermoso! ¡Así estaba impresionante!
—¿Necesitas algo de tu apartamento? Puedo hacer que te lo traigan.
—La ropa me vendría fenomenal. Y mi maquillaje y un cepillo de dientes ya ni te cuento.
Sacó el móvil, llamó y saludó a sus guardias de seguridad. Entretanto, ella abrió la puerta de su habitación y entró. Wulf la siguió. Kat, que estaba sentada en un sillón leyendo, alzó la vista pero no dijo nada.
—Espera. —Le pasó el teléfono—. Toma, diles lo que necesitas y dales tu dirección.
—¿Por qué?
—Porque si se lo digo yo, dentro de cinco minutos lo habrán olvidado y ni siquiera saldrán de aquí. Siempre le pido a alguien que les diga lo que necesito. Normalmente a Ash, a Chris o a mi amigo Talon. O les envío un correo electrónico. Pero ahora mismo no tenemos tiempo para eso.
¿Estaría hablando en serio?
—Puedo ir con ellos —se ofreció Kat mientras dejaba el libro a un lado—. Sé lo que necesita y a mí también me gustaría coger unas cuantas cosas.
Wulf se lo comunicó a los guardias de seguridad y después hizo que Cassandra lo repitiera palabra por palabra.
Una vez que hubo acabado de hablar, cortó la llamada. ¡Joder! Y ella había creído que su vida era una mierda…
—Así que ¿me estás diciendo que los humanos ni siquiera pueden recordar una conversación contigo?
—Exacto.
—¿Y cómo te las apañas para mantener controlado a Chris? ¿No puede decirles que era una orden tuya, que le has dado permiso para que se marche?
Él se echó a reír.
—Porque cualquier orden concerniente a su seguridad tiene que provenir de Ash y él lo sabe. Los guardias de seguridad no hacen nada sin contar con sus órdenes expresas.
¡Vaya! Pues sí que era estricto, sí…
Kat le ofreció una media sonrisa mientras ella sacaba de la cómoda la ropa que Wulf le había prestado.
—Me alegra que te lo hayas tomado tan bien esta vez. Y también me alegro por Wulf. Vuestra reacción facilita las cosas.
Asintió. Su amiga tenía razón.
Ojalá Wulf pudiera aceptar su linaje con la misma facilidad con la que había aceptado al bebé. Aunque ¿qué tenía de bueno cuando estaba destinada a morir en breve? Tal vez las cosas fueran mejor así. De ese modo, Wulf no lloraría demasiado su muerte.
No, le dijo una vocecilla. Quería mucho más de Wulf. Quería lo que habían compartido en los sueños, ni más ni menos.
Deja de ser egoísta, se reprendió.
La idea se le atascó en la garganta y tuvo que tragar saliva. Era cierto. Debía mantenerse alejada de él en el plano sentimental, por el bien de Wulf. Lo último que quería era que sufriera por su culpa. Cuanta menos gente llorara su muerte, mejor. Aborrecía la idea de que alguien pasara por lo mismo que había pasado ella cuando murieron su madre y sus hermanas. No pasaba un día en el que no las recordara. En el que no sufriera en su fuero interno por la imposibilidad de volver a verlas.
Una vez que tuvo los pantalones de deporte y la camiseta en los brazos, Wulf la guió por la casa. Su poderosa presencia la reconfortaba. Nunca había imaginado que pudiera sentir algo semejante.
—Menuda casa tienes… —le dijo.
Él la miró como si llevara mucho tiempo sin prestarle atención.
—Gracias. Se construyó por orden de la tatarabuela de Chris a principios del siglo pasado. Tenía quince hijos y quería una casa lo bastante grande como para albergarlos a todos, y también a los nietos que llegaran. —Había una nota afectuosa en su voz cada vez que hablaba de su familia. Era obvio que los había querido profundamente.
—¿Y qué ha pasado para que Chris sea el único descendiente?
La desolación le ensombreció la mirada e hizo que Cassandra se entristeciera por él.
—El hijo mayor murió en el hundimiento del Titanic junto con varios primos y con su tío. La epidemia de gripe de 1918 acabó con tres más y dejó estériles a otros dos. La guerra se llevó por delante a cuatro. Dos murieron siendo niños y uno en un accidente de caza cuando era un muchacho. Los dos restantes, Stephen y Craig, se casaron. Stephen tuvo un hijo y dos hijas. El hijo murió en la Segunda Guerra Mundial y una de las hijas murió de una enfermedad a los diez años. La otra murió en el parto antes de que naciera su hijo.
Esas palabras y el sufrimiento que se reflejaba en su voz la estremecieron de pies a cabeza. Era evidente que los había querido mucho a todos. A cada uno de ellos.
—Craig tuvo cuatro hijos. Uno murió en la Segunda Guerra Mundial, otro de niño, otro en un accidente de tráfico con su esposa y el otro fue el abuelo de Chris.
—Lo siento —le dijo, al tiempo que le acariciaba el brazo en muestra de simpatía. No era de extrañar que protegiera a Chris con tanto ahínco—. Me sorprende que dejaras ir a la guerra a tantos.
Él le cubrió la mano con la suya. La expresión que asomó a sus ojos le indicó lo mucho que apreciaba su contacto.
—Intenté detenerlos, créeme. Pero pocas cosas pueden convencer a un hombre testarudo cuando quiere marcharse de casa. Por fin comprendí cómo se sintió mi padre cuando Erik y yo nos marchamos en contra de sus deseos.
—Pero todavía no comprendes por qué tu madre se negó a volver a recibirte.
Wulf se detuvo en seco.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo… —Guardó silencio al percatarse de lo que acababa de hacer—. Lo siento. De vez en cuando puedo leer los pensamientos de los que me rodean. No lo hago a propósito y no lo puedo controlar, sucede sin más.
Su mirada volvía a ser turbulenta.
—A ver —le dijo, intentando reconfortarlo un poco—. A veces la gente hace y dice cosas en el calor de la pasión de las que luego se arrepiente. Estoy segura de que tu madre te perdonó.
—No —la corrigió con voz ronca y baja—. Le di la espalda a las creencias que ella me había inculcado. Dudo mucho que fuera capaz de superarlo.
Tiró de la cadena de plata que Wulf llevaba al cuello hasta que tuvo los colgantes en la mano. Al igual que había visto en su sueño, eran un martillo de Thor y un pequeño crucifijo.
—No creo que le hayas dado la espalda a nada. ¿Por qué, si no, llevas esto?
Wulf observó los dedos que sostenían la cruz de su madre y el talismán de su tío. Reliquias antiguas que hacía tanto tiempo que llevaba encima que ya no les prestaba atención.
Representaban el pasado, al igual que Cassandra representaba el futuro. El contraste le llegó hasta lo más hondo.
—Para recordarme que las palabras que se dicen por culpa de la ira no se pueden retirar después.
—Y a pesar de todo tienes la costumbre de seguir hablando cuando estás enfadado.
Wulf resopló por el comentario.
—Hay defectos imposibles de corregir.
—Tal vez. —Se puso de puntillas con la intención de darle un beso de carácter amistoso, aunque no fue así.
Wulf gimió ante el contacto y la estrechó entre sus brazos para poder sentir cada centímetro de ese cuerpo femenino.
Cómo la deseaba… deseaba arrancarle la ropa y saciar el deseo que le abrasaba la entrepierna cada vez que esos ojos lo miraban. Era maravilloso tener a una mujer que lo recordara.
Una que recordaba su nombre y todo lo que le decía.
Era un regalo inconmensurable.
Cassandra gimió por el roce de los labios de Wulf. Por el roce de sus colmillos, de su lengua. Sintió cómo se contraían los músculos bajo sus manos; sintió la tensión que se apoderaba de ese cuerpo tan lleno de vida.
Era tan abrumador, tan salvaje y a la vez tan tierno… Parte de sí misma no quería alejarse de él jamás.
Y otra parte le exigía que lo hiciera.
Atormentada por la idea, lo besó con más ardor antes de alejarse de mala gana.
Wulf deseó atraparla de nuevo entre sus brazos. La observó con el corazón desbocado y el cuerpo en llamas. ¿Por qué no la había encontrado cuando era humano?
¿Habría importado? Ella habría sido apolita y él un humano. Dos especies distintas.
La suya era una relación imposible; aun así, una diosa intrigante los había unido. El espíritu y la pasión de Cassandra lo cautivaban. Su voz, su olor. Todo le resultaba irresistible.
Pero su relación estaba condenada desde el principio.
Va a morir, se recordó.
Las palabras lo atravesaron como una daga. Llevaba solo tanto tiempo… tenía el corazón magullado y herido por tantas pérdidas. Y ella iba a dejarle otra cicatriz. Lo sabía. Lo presentía.
Lo único que deseaba era que esa cicatriz sanara algún día, pero algo le decía que no sería así. Su presencia perduraría, al igual que había sucedido con todos los demás.
Su rostro lo atormentaría…
Para siempre.
En ese momento, odió a Artemisa por su intervención. La odió por obligarlo a aceptar esa vida y por ofrecerle a una mujer que iba a perder sin remedio.
No era justo.
Y todo ¿por qué? ¿Porque Apolo se había enfadado y había maldecido a sus propios hijos?
—Los linajes son muy frágiles. —No se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que Cassandra hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Eso explica por qué proteges a Chris del modo en que lo haces.
Ni se imaginaba hasta qué punto lo protegía.
La guió escaleras abajo, hacia su dormitorio.
—Debo admitir que me sorprende mucho que Apolo no haya cuidado mejor de los suyos. Sobre todo, teniendo en cuenta lo importante que es vuestra supervivencia.
—Al igual que tú, comenzamos siendo muy numerosos, pero nuestra familia fue menguando hasta que solo quedé yo. Claro que tampoco ha ayudado mucho ese afán por extinguirnos.
Wulf se detuvo al llegar a la puerta. En la pared adyacente había un teclado numérico.
—¿Paranoico? —le preguntó Cassandra.
Él esbozó una sonrisa burlona mientras tecleaba el código de acceso.
—Hay un montón de gente que trabaja aquí durante el día y que no sabe nada de mí porque no me recuerda. De este modo nadie entra por error en mi habitación y nadie alerta a gritos de la presencia de un intruso cuando Chris está en clase.
Parecía lógico.
—¿Qué se siente al ser tan anónimo?
Wulf abrió la puerta y encendió la luz. Era muy tenue.
—A veces es como ser invisible. Lo que me resulta extraño es veros a ti y a Kat sin necesidad de tener que presentarme una y otra vez.
—Pero Aquerón y Talon también te recuerdan.
—Cierto. Los Cazadores Oscuros y los Cazadores Katagarios me recuerdan, pero no puedo estar mucho tiempo junto a otro Cazador Oscuro y los katagarios se ponen de uñas cada vez que me acerco a ellos. No les gusta tener cerca a alguien que no sea de los suyos.
Cassandra observó la estancia mientras él se acercaba a la cama. La habitación era enorme. Había una serie de ordenadores en uno de los laterales que le recordó a la NASA, además de un Alienware plateado de sobremesa, emplazado en un escritorio negro de diseño moderno.
Sin embargo, lo más sorprendente era la inmensa cama negra situada a su derecha, en el extremo más alejado. Era idéntica a la del sueño. A su alrededor, las paredes eran de un mármol negro tan brillante que reflejaba la luz, pero Wulf no se reflejaba en ellas y tampoco había ventanas.
En la pared situada a su izquierda había más retratos, bajo los que había un aparador alargado de caoba. Sobre él descansaban cientos de fotografías con marcos de plata. Delante había un sofá negro de piel y una butaca, idénticos a los que había arriba, y un televisor gigantesco.
Mientras observaba la miríada de rostros del pasado, recordó el retrato de la mujer que colgaba cerca de la habitación de Kat, la que hasta ese momento se suponía que iba a ser también la suya. Wulf conocía muchas cosas sobre ella y eso le hizo preguntarse hasta qué punto conocería cada rostro expuesto en las paredes de su casa y en el aparador. Rostros de personas que posiblemente no lo habían conocido mucho.
—¿Tenías que presentarte siempre que veías a Isabella?
Él le echó el pestillo a la puerta.
—Con ella fue un poco más fácil. Como provenía de una familia de escuderos, sabía que yo era el Cazador Oscuro maldito y cada vez que me veía, sonreía y me decía: «Vos debéis de ser Wulf. Encantada de volver a conoceros».
—Así que ¿todas las parejas de tus descendientes te conocían?
—No. Solo las que pertenecían a una familia de escuderos. No puedes explicarle a un humano normal y corriente que hay un vikingo inmortal viviendo en el sótano, con el que no recordará haber hablado porque ni siquiera recordará su existencia. Así que la gente normal, como la madre de Chris, no sabe siquiera que existo.
Lo observó mientras se sentaba para quitarse las botas. Tenía unos pies muy grandes…
—¿La madre de Chris no es una escudera? —preguntó, en un intento por distraerse de la visión de esos pies desnudos que acababan de despertar en ella el deseo por ver otras cosas desnudas…
—No. Su padre la conoció cuando era camarera en un restaurante de la ciudad. Estaba tan enamorado de ella que no intervine.
—¿Por qué tuvieron solo un hijo?
Wulf suspiró mientras colocaba las botas bajo el escritorio.
—Sus embarazos fueron difíciles. Sufrió tres abortos antes de que Chris naciera. Y él fue prematuro; nació siete semanas antes de lo debido. Cuando nació, le dije a su padre que no quería que ninguno de los dos volviera a pasar por eso.
El comentario la sorprendió, dado lo importante que la conservación del linaje era para él.
—¿En serio?
Él asintió con la cabeza.
—¿Cómo iba a pedirles que siguieran sufriendo así? Ella estuvo a punto de morir en el parto y los abortos fueron muy traumáticos.
Lo que había hecho era admirable. Le alegró saber que no era el bárbaro que había temido que fuera.
—Eres un buen hombre, Wulf. La mayoría de la gente no habría pensado en los demás.
Él resopló.
—Chris discreparía contigo.
—Chris discreparía con un semáforo…
Se vio recompensada con una carcajada sincera. Su risa era ronca y muy agradable, y le provocó un escalofrío. Le encantaba el timbre de esa voz con su leve acento.
Ni se te ocurra seguir por ese camino, le recordó su mente.
Tenía que hacer algo para mantener el rumbo de sus pensamientos alejado de lo buenísimo que estaba.
—Bueno —dijo bostezando—. Estoy cansada, embarazada de pocos días y me vendría fenomenal una noche de sueño. —Hizo un gesto en dirección a la puerta cerrada que tenía a la espalda—. ¿El cuarto de baño?
Él asintió con la cabeza.
—Vale. Voy a cambiarme y después, a la cama.
—Hay un cepillo de dientes nuevo en el botiquín.
—Gracias.
Cassandra lo dejó para que se cambiara de ropa. A solas en el baño, abrió el botiquín y se quedó helada. Contenía un sinfín de medicamentos e instrumental médico, incluyendo un escalpelo y todo lo necesario para suturar. Wulf no podía ir al médico, como ella.
Mientras cogía el cepillo de dientes recordó que los daimons le habían disparado.
Su mirada regresó al botiquín.
Debía de haberse tratado él las heridas. Solo. Ni siquiera las había mencionado. Y tampoco estaban en su sueño.
En ese momento recordó la rapidez con la que Stryker había sanado cuando lo apuñaló, y se preguntó si el cuerpo de Wulf tendría la misma capacidad regenerativa.
—Pobre Wulf… —susurró mientras se cambiaba de ropa.
Era extraño estar ahí. Con él, en sus dominios. Nunca había pasado la noche con un hombre. Los pocos chicos con los que se había acostado no habían significado nada, aparte del placer del momento, y siempre se había alejado lo antes posible. No había necesidad de pasar la noche con ellos y estrechar de ese modo su relación.
Sin embargo, se sentía unida a Wulf. Mucho más de lo que debería. ¿O no? Era el padre de su hijo. ¿No deberían profesarse cierto grado de cariño?
Parecía lo correcto.
Salió del baño y lo encontró sentado en la butaca, aún vestido salvo los pies, que seguían desnudos.
—Quédate con la cama. Yo dormiré en el sofá.
—No tienes por qué hacerlo, en serio. No vas a dejarme embarazada ni nada de eso…
Sus palabras no parecieron hacerle mucha gracia.
Acortó la distancia que los separaba y lo cogió de la mano.
—Vamos, grandullón. No hay necesidad de obligar a este pedazo de cuerpo a pasar la noche en un sofá pequeño cuando hay una cama maravillosa esperándote.
—Nunca me he acostado con una mujer.
Cassandra enarcó una ceja.
—Para dormir —le aclaró—. Nunca he pasado la noche con nadie.
—¿Nunca?
Él meneó la cabeza.
¡Vaya! Eran mucho más parecidos de lo que podría haberse imaginado.
—Bueno. Nunca es tarde para aprender y tú no vas a ser la excepción a esa regla por muchos años que tengas, ¿no?
El ceño que le arrugaba la frente se acentuó hasta adoptar la expresión irritada que lo caracterizaba.
—¿Todo te parece gracioso?
—No —contestó con sinceridad mientras tiraba de él en dirección a la cama—. Pero el humor me ayuda a sobrellevar los horrores de mi vida. Me explico: o me río o me echo a llorar. El llanto me roba mucha energía y necesito toda la energía posible para seguir viviendo, ¿me entiendes?
Lo soltó para recogerse el pelo en una trenza.
Wulf le cogió las manos para detenerla.
—No me gusta que lo hagas.
Cassandra tragó saliva al ver el deseo que asomaba a esos ojos negros como el azabache. Sintió un extraño déjà vu al estar en esa habitación mientras él la miraba de ese modo. Aunque sabía que no estaba bien, le gustaba ver que la deseaba. Le encantaba sentir el roce de sus manos.
Mejor aún, le encantaba sentir el roce de sus manos sobre su cuerpo…
Wulf sabía que no debía estar a su lado, que no debía compartir la cama ni ninguna otra cosa con ella, pero no podía evitarlo.
Quería acariciarla de verdad. Quería sentir esas piernas a su alrededor mientras el calor que emanaba su cuerpo consolaba su exhausto corazón.
Ni se te ocurra, le advirtió su mente.
La orden fue tan severa que estuvo a punto de obedecerla, pero Wulf Tryggvason nunca había sido de los que acataban las órdenes…
Ni siquiera las suyas.
Ladeó la cabeza para poder ver la pasión que asomaba a esos ojos verdes. Lo abrasó. Cassandra había entreabierto los labios en clara invitación.
Deslizó los dedos por su mentón hasta enterrarlos en esa melena rubia y, al instante, se apoderó de su boca. Sabía a ternura. Cassandra tiró de él para acercarlo más y lo estrechó con fuerza mientras le acariciaba la espalda. Se le puso dura al instante.
La alzó del suelo con un gruñido. Para su sorpresa, ella levantó las piernas y le rodeó la cintura. Su reacción le arrancó una carcajada a pesar de la punzada de deseo que lo atravesó. Sentía el roce de su sexo sobre la entrepierna y solo podía pensar en lo cerca que estaban.
Con los ojos oscurecidos por la pasión, Cassandra le quitó la camisa, pasándosela por encima de la cabeza.
—¿Tienes prisa, villkat? —musitó contra sus labios.
—Sí… —musitó ella para su deleite.
La dejó en la cama. Ella deslizó una mano entre sus cuerpos para bajarle la cremallera de los pantalones. En cuanto esa ávida mano lo tocó, soltó un gruñido. El roce de sus dedos sobre su miembro lo estremeció de los pies a la cabeza. Porque recordaba incluso cómo le gustaba que lo acariciaran. El milagro de que algo así pudiera suceder lo dejó al borde de las lágrimas. Tal vez habría debido buscarse una amante apolita o katagaria hacía siglos.
No, pensó al tiempo que le enterraba los labios en el cuello y aspiraba su perfume a rosas. No habría sido Cassandra y no habría tenido lo que él necesitaba, lo que Cassandra le daba. Había algo en esa mujer que lo satisfacía plenamente. Que lo hacía arder de deseo como nadie lo había logrado nunca. Solo por ella rompería la norma que le prohibía llevarse a una apolita a la cama.
Cassandra alzó los brazos cuando Wulf le pasó la camiseta por la cabeza. Gimió al sentir el delicioso calor que emanaba del cuerpo contra el que se apretaba. Toda esa maravillosa piel masculina era un festín para sus ojos.
En ese momento, él le rozó los pechos con el dorso de los dedos, endureciéndole los pezones. Acto seguido, se llevó el derecho a la boca y lo lamió hasta que se le desbocó el corazón. Las caricias de esa lengua sobre su pezón eran delicadas y tiernas. El intenso placer que le provocaba hizo que sintiera un cosquilleo en el estómago.
Los besos descendieron hasta llegar a su vientre. Una vez allí, Wulf se detuvo para morderle la cadera mientras le bajaba los pantalones. Ella colaboró alzando las caderas. Wulf arrojó la prenda al suelo antes de separarle los muslos con las manos.
Lo observó hecha un manojo de nervios a causa del deseo mientras él contemplaba la parte más íntima de su cuerpo. Tenía una expresión salvaje y ansiosa. Posesiva. Una expresión que le provocó una sensación semejante a una descarga eléctrica.
Siseó cuando esos dedos la acariciaron. Sus caricias la excitaron y la atormentaron. Eran maravillosas. Placenteras y estimulantes.
Wulf observó el placer que reflejaba el rostro de Cassandra mientras se frotaba contra su mano. Le encantaba la forma que tenía de responder a sus caricias. Su entrega total y sin reservas.
Se subió a la cama y se tumbó sobre ella antes de rodar sobre el colchón para dejarla encima. Lo apresó con brazos y piernas mientras se besaban con ardor. El roce de su piel era una sinfonía sensual que avivaba el deseo. Se incorporó con ella en el regazo. Cassandra le rodeó la cintura con sus largas piernas mientras le hundía los dedos en el pelo y comenzaba a acariciarlo.
El sentimiento que lo invadió cuando se alzó un poco y lo tomó en su interior lo asustó de verdad. Sin más demora, comenzó a moverse con desenfreno sobre él mientras se contraía a su alrededor para tomar lo que necesitaba, entregándole a cambio lo que él más ansiaba.
No quería dejarla marchar. Ni siquiera quería abandonar esa cama jamás.
Cassandra se mordió el labio ante el glorioso placer de sentir a Wulf en su interior de verdad. La tenía tan dura y tan grande… hacerlo de verdad era mucho mejor de lo que lo había sido en sueños.
El vello que le cubría el pecho le hizo cosquillas en los pezones cuando él le aferró las nalgas y la instó a moverse más rápido. Lo miró a los ojos y vio que la contemplaban rebosantes de pasión.
Sus respiraciones se acompasaron a medida que subía y bajaba hasta rozarse con él una vez y otra, y otra.
Nunca había hecho el amor con un hombre de ese modo. Sobre su regazo, abrazados. Era el momento de mayor intimidad que había experimentado jamás.
Echó la cabeza hacia atrás cuando él comenzó a chuparle un pezón. Le tomó la cabeza entre las manos y dejó que el placer la abrumara.
Cuando se corrió, se le escapó un grito.
Wulf levantó la cabeza para observarla en pleno éxtasis. Era preciosa. Volvió a echarla sobre el colchón sin salir de ella y tomó el control de la situación. Cerró los ojos y se obligó a no pensar en nada salvo en el cuerpo ardiente y húmedo que lo acogía.
No había pasado, ni futuro. No había Cazadores Oscuros. No había apolitas.
Solo ellos dos. Y las manos de Cassandra en la espalda. Y sus piernas rodeándolo mientras se hundía en ella hasta el fondo.
Con un anhelo que le resultaba totalmente desconocido, le enterró la cara en el pelo y se corrió en su interior.
Cassandra lo abrazó con fuerza mientras se estremecía sobre ella. Sentía el roce de su aliento en el cuello y el sudor que le humedecía la piel. Su pelo le hacía cosquillas. Ninguno de los dos se movió mientras recuperaban el aliento, exhaustos y satisfechos.
Su peso la relajaba. La sensación de tener encima ese cuerpo musculoso era extraña. Deslizó las manos por su espalda y por sus cicatrices antes de seguir los trazos del tatuaje de su hombro.
Wulf se alzó para mirarla a los ojos.
—Creo que me he enganchado a ti.
Ella sonrió ante semejante declaración, aunque también le provocó una enorme tristeza. La postura hizo que su melena oscura le cayera a ambos lados del rostro y la tenue luz intensificó su suavidad. Cassandra alzó las manos y se lo colocó detrás de las orejas al tiempo que lo besaba.
Sus brazos la estrecharon con más fuerza. Le encantaba sentirse así, tan protegida, tan segura…
Exhaló un suspiro de contento y volvió a dejar la cabeza sobre la almohada.
—Tengo que ir a lavarme.
Él no la soltó.
—No quiero que te vayas.
Confusa, ladeó la cabeza para mirarlo.
—Me gusta la idea de que lleves mi simiente dentro de ti, Cassandra —le susurró al oído con voz entrecortada—. Me gusta que lleves mi olor en la piel. Y me gusta sentir tu olor en mí. Pero lo que más me gusta es saber que por la mañana recordarás lo que hemos hecho y cómo me llamo.
Acarició una de sus mejillas, áspera por la barba. El sufrimiento que reveló su mirada la enterneció. Lo besó con delicadeza y se acurrucó de nuevo.
Wulf se apartó lo justo para acomodarse a su espalda, le pasó un brazo bajo la cabeza para que se apoyara en él y se vio envuelta en un tierno abrazo. Escuchó su respiración y descubrió que la felicidad le inundaba el corazón.
En ese momento, él alzó la cabeza para darle un beso en la mejilla y le enterró la mano en el pelo. Minutos después estaba dormido. Era el momento más tranquilo de toda su vida. Sabía sin ningún género de dudas que Wulf le había mostrado esa noche una faceta de sí mismo que nadie más había visto.
Era un tío gruñón y adusto, pero en sus brazos había demostrado ser un amante tierno. En lo más profundo de su mente reconoció que podría llegar a amar a un hombre así. No sería difícil.
Permaneció acostada en la quietud de la madrugada. No estaba segura de la hora que era, pero sí sabía que ese hombre derretía una parte de sí misma que había estado congelada hasta ese momento sin que ella lo supiera.
Se preguntó durante cuántos siglos habría estado confinado en un lugar como ese. Le había dicho que la casa tenía algo más de cien años. Echó un vistazo a su alrededor e intentó imaginarse lo que sentiría estando ahí sola, día tras día, década tras década.
Una inmensa soledad.
Extendió un brazo y se colocó la mano sobre el vientre, intentando imaginarse al bebé. ¿Sería un niño o una niña? ¿Rubio como ella o moreno como su padre?
En realidad, no llegaría a saber el color real del pelo de su hijo. La mayoría de los bebés perdían el pelo al poco de nacer o su color cambiaba y no se sabía con certeza hasta que tenían dos o tres años.
Pero para entonces ella estaría muerta. Muerta antes de que le salieran los dientes. Antes de que diera su primer paso o de que pronunciara su primera palabra.
Jamás conocería a su hijo.
No llores, se dijo.
Sin embargo, no pudo evitarlo.
—¿Cassandra? —dijo Wulf con voz somnolienta.
No contestó. Si lo hacía, se delataría.
Él le dio la vuelta como si supiera que estaba llorando y la abrazó.
—No llores.
—No quiero morir, Wulf —sollozó contra su pecho—. No quiero dejar a mi hijo. Tengo muchas cosas que decirle. Ni siquiera sabrá que he existido.
Wulf la estrechó con más fuerza mientras escuchaba las desgarradoras palabras.
Ojalá pudiera decirle que sus temores eran infundados, pero no era el caso. Cassandra lloraba por un destino que ninguno de los dos podía cambiar.
—Tenemos tiempo, Cassandra. Cuéntame todo lo que puedas sobre ti, sobre tu madre y sobre tus hermanas y yo me aseguraré de que el bebé las conozca a todas. Y todos los bebés que le sigan. Nunca dejaré que te olviden. Jamás.
—¿Me lo prometes?
—Te lo juro, y también te juro que siempre los mantendré a salvo.
Sus palabras parecieron calmarla. Mientras la acunaba despacio, se preguntó cuál de los dos lo tenía peor. La madre que no viviría para ver a su hijo crecer o el padre que estaba condenado a ver morir a su hijo y a todos sus descendientes.