6

Cassandra estaba tan enfadada que no sabía qué hacer. En realidad sí lo sabía. Pero para ello, Wulf tenía que estar atado en una habitación y ella debía tener a mano una escoba enorme con la que atizarle.

O mejor aún, ¡una vara con espinas!

Por desgracia, necesitaría algo más que la ayuda de Kat para inmovilizar a ese idiota insoportable.

Mientras Kat conducía de vuelta al apartamento, contuvo las ganas de gritar y de despotricar contra ese imbécil que tenía la misma compasión que un guisante.

No se había dado cuenta de lo mucho que se había abierto al Wulf de sus sueños. De lo mucho que le había entregado. Jamás había sido de las que confían en los demás, y mucho menos en un hombre. Sin embargo, lo había dejado entrar en su corazón y en su cuerpo.

¿Hasta qué punto…?

Interrumpió el hilo de sus pensamientos al darse cuenta de una cosa.

Un momento, pensó.

Él también recordaba los sueños.

La había acusado de intentar…

—¿Por qué no se me ocurrió cuando estábamos en el club? —preguntó en voz alta.

—¿Qué es lo que no se te ocurrió?

Miró a Kat, cuyo rostro estaba iluminado por las luces del salpicadero.

—¿Recuerdas lo que dijo Wulf? Me recordaba de sus sueños y yo a él de los míos. ¿Crees que los sueños pueden ser reales?

—¿Wulf estaba en el club? —preguntó Kat, que la miraba con el ceño fruncido—. ¿El Cazador Oscuro con el que has estado soñando estaba allí? ¿Dónde?

—¿No lo has visto? —le preguntó ella a su vez—. Se acercó a nosotras después de la pelea y me gritó por el hecho de ser una apolita.

—La única persona que se acercó a nosotras fue el daimon.

Abrió la boca para corregirla, pero después recordó lo que Wulf le había dicho acerca de que la gente lo olvidaba. Madre del amor hermoso, su guardaespaldas también lo había olvidado por completo.

—Vale —dijo, haciendo un nuevo intento—. Olvidemos que Wulf estaba allí y volvamos a la otra pregunta. ¿Crees que los sueños que he estado teniendo pueden ser reales? ¿Una especie de estado alterado de conciencia o algo así?

Kat resopló.

—Hace cinco años ni siquiera creía que existieran los vampiros, pero tú me has demostrado lo equivocada que estaba. Cielo, teniendo en cuenta lo extraña que es tu vida, yo diría que nada es imposible.

Muy cierto.

—Ya, pero jamás había oído hablar de alguien que pudiera hacer eso.

—No sé. ¿Recuerdas lo que leímos esta tarde en internet sobre los Cazadores Oníricos? Pueden dirigir los sueños. ¿Crees que pueden estar relacionados con esto?

—No lo sé, la verdad. Es posible. Pero en el sitio web ponía que ellos se infiltraban en los sueños. No decía nada de que pudieran introducir a dos personas en un mismo sueño.

—Ya, pero si son dioses de los sueños, es lógico que sean capaces de introducir a dos personas en sus dominios.

—¿Qué quieres decir, Kat?

—Que tal vez conozcas a Wulf mejor de lo que crees. Tal vez todos esos sueños en los que él ha aparecido sean reales.

Wulf no tenía un destino en mente mientras conducía por Saint Paul. Solo podía pensar en Cassandra y en lo traicionado que se sentía.

—Era de esperar —gruñó. Después de tantos siglos, por fin encontraba una mujer capaz de recordarlo y había resultado ser una apolita… el único tipo de mujer con la que tenía prohibido mantener cualquier tipo de relación—. Soy un capullo.

Sonó el teléfono. Lo cogió y contestó.

—¿Qué ha pasado?

Hizo una mueca al escuchar la voz de Aquerón Partenopaeo con su peculiar acento al otro lado de la línea. Cada vez que Ash se cabreaba, el acento atlante aparecía.

Decidió hacerse el tonto.

—¿Cómo dices?

—Dante acaba de llamarme para contarme lo del ataque de esta noche en su club. ¿Qué es lo que ha pasado exactamente?

Wulf dejó escapar un suspiro hastiado.

—No lo sé. Se abrió una madriguera y apareció un grupo de daimons. El líder tenía el pelo negro, por cierto. No creía que eso fuera posible.

—No es su color natural. Créeme. Hace mucho que Stryker descubrió L’Oréal.

Wulf se detuvo en el arcén mientras el comentario lo atravesaba como una daga al rojo vivo.

—¿Conoces a ese tío?

Aquerón no respondió.

—Quiero que Corbin y tú os mantengáis apartados de Stryker y sus hombres.

Algo en el tono del atlante le heló la sangre. Si no lo conociera mejor, juraría que era una advertencia.

—Es solo un daimon, Ash.

—No, no lo es; y no ha aparecido para alimentarse como los demás.

—¿Qué quieres decir?

—Es una larga historia. Mira, no puedo abandonar Nueva Orleans ahora mismo. Estoy de mierda hasta el cuello, y es probable que por eso Stryker haya elegido este momento para aparecer. Sabe que estoy ocupado.

—Ya. Bueno, no te preocupes por eso. Todavía no me he topado con un daimon al que no pueda pulverizar.

Aquerón soltó un gruñido que dejó claro su desacuerdo.

—Te equivocas, hermanito. Acabas de conocer a uno y, créeme, no se parece a ninguno de los daimons con los que te has enfrentado antes. A su lado, Desiderio es tan inofensivo como un hámster.

Wulf se reclinó en el asiento mientras los coches pasaban a su lado. Estaba claro que Aquerón se estaba callando muchas cosas. Claro que eso se le daba de vicio. Ash guardaba secretos a todos los Cazadores Oscuros y jamás revelaba información personal sobre sí mismo.

Enigmático, arrogante y poderoso, era el más antiguo de los Cazadores Oscuros y el hombre a quien todos acudían en busca de información y consejo. Durante dos mil años, había luchado contra los daimons sin la ayuda de ningún otro Cazador. Joder, el tío llevaba en el mundo desde el mismo momento en el que se crearon los daimons.

Sabía cosas que ellos ni siquiera podían imaginar. Y en esos momentos él necesitaba algunas respuestas.

—¿Cómo es que sabes tantas cosas sobre él y nada sobre Desiderio? —le preguntó.

Como era de esperar, Ash no respondió.

—Las panteras me han dicho que estabas con una mujer. Con Cassandra Peters.

—¿También la conoces?

Una vez más, hizo oídos sordos a la pregunta.

—Necesito que la protejas.

—Los cojones —replicó, cabreado porque se sentía utilizado por ella. Lo último que quería era darle otra oportunidad para que se riera de él. Nunca le había gustado que lo tomaran por tonto y después del modo en el que Morginne lo había utilizado y traicionado, solo le hacía falta que una mujer lo jodiera para salirse con la suya…—. Es una apolita.

—Sé lo que es y hay que protegerla a toda costa.

—¿Por qué?

Para su más absoluto asombro, se dignó a responder.

—Porque el destino del mundo está en sus manos, Wulf. Si la matan, los daimons serán el menor de nuestros problemas.

Eso no era lo que le apetecía oír esa noche en concreto. Soltó un gruñido.

—Detesto que digas cosas como esa. —Hizo una pausa cuando cayó en la cuenta de algo—. Si es tan importante, ¿por qué no estás aquí protegiéndola tú mismo?

—Pues porque esto no es Buffy Cazavampiros y aquí hay más de una boca del infierno que vigilar. Estoy hasta el cuello con el Apocalipsis que tenemos en Nueva Orleans y ni siquiera yo tengo el don de la ubicuidad. Ella es tu responsabilidad. No me falles.

En contra del sentido común, prestó atención mientras Ash le daba la dirección de Cassandra.

—Y, Wulf…

—¿Qué?

—¿No te has dado cuenta de que la salvación, como pasa con las llaves del coche, aparece normalmente donde menos te lo esperas?

Frunció el ceño ante las enigmáticas palabras del atlante. El tío era muy, muy rarito.

—¿Qué coño significa eso?

—Ya lo verás. —Y colgó.

—Odio cuando se las da de oráculo —dijo entre dientes mientras giraba el coche para ir a la dirección de Cassandra.

Vaya mierda. Lo último que quería era estar cerca de una mujer que lo había seducido por completo.

Una mujer a la que sabía que jamás podría tocar en carne y hueso. Ese sería un error mucho peor que el que ya había cometido. Era una apolita. Y durante los últimos mil doscientos años de su vida, había estado persiguiendo a los de su raza para matarlos.

Sin embargo, había algo en esa mujer que lo desgarraba por dentro.

¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podría obedecer el código de los Cazadores Oscuros y alejarse de ella cuando lo único que de verdad deseaba era estrecharla entre sus brazos y comprobar si sabía tan bien en la vida real como en sus sueños…?

Kat hizo un registro exhaustivo del apartamento antes de permitir que Cassandra cerrara la puerta con llave.

—¿Por qué estás tan nerviosa? —preguntó Cassandra—. Vencimos a los daimons.

—Tal vez —replicó Kat—. Pero no dejo de oír la voz de ese tipo en la cabeza, recordándome que esto no ha acabado. Creo que nuestros amiguitos regresarán. Muy pronto.

La ansiedad de Cassandra volvió con creces. Esa noche habían estado muy cerca. El mero hecho de que Kat se hubiera negado a pelear con los daimons y hubiese optado por esconderse en un rincón del club decía a las claras lo peligrosos que eran esos tipos.

Todavía no estaba segura de por qué la había alejado de ellos.

Ninguna de las dos se acobardaba ante nada.

Al menos hasta ese momento.

—Entonces, ¿qué deberíamos hacer? —le preguntó.

Kat echó los tres cerrojos de la puerta y se sacó el arma del bolsillo.

—Esconder la cabeza entre las rodillas y despedirnos de este puto mundo.

Semejante respuesta la dejó pasmada.

—¿Cómo dices?

—Nada. —Kat le ofreció una sonrisa reconfortante que no le llegó a los ojos—. Tengo que hacer una llamada, ¿vale?

—Claro.

Cassandra se fue a su habitación e hizo todo lo posible para no recordar la noche que murió su madre. Aquel día había tenido un mal presentimiento en la boca del estómago. El mismo que tenía en esos momentos.

No estaba a salvo. Jamás había visto daimons que atacaran como los de esa noche.

No habían aparecido en busca de diversión ni de comida. Estaba claro que tenían un entrenamiento especial y actuaban como si hubieran sabido su paradero exacto.

Y su identidad.

Pero ¿cómo?

¿Podrían encontrarla en cualquier momento?

La invadió el pánico. Se acercó al tocador y abrió el cajón superior. Contenía un pequeño arsenal de armas, incluyendo la daga que había pasado de generación en generación en la familia de su madre.

No sabía cuántas personas más tendrían una daga a la que dormir abrazadas; pero claro, tampoco había mucha gente que se hubiera criado como ella.

Se colocó la funda en la cintura y la ocultó en la base de la espalda. Moriría al cabo de unos meses, pero no estaba dispuesta a hacerlo ni un día antes.

Alguien llamó a la puerta principal.

Salió de su habitación con cautela y fue al salón, esperando encontrarse con una Kat sorprendida por la inesperada visita.

Pero no estaba.

—¿Kat? —la llamó, dando un paso hacia el dormitorio de su guardaespaldas. No obtuvo respuesta—. ¿Kat?

Los golpes en la puerta sonaron con más insistencia.

Asustada, fue a la habitación de Kat y abrió la puerta. El dormitorio estaba vacío. Por completo. No había ninguna señal de que Kat hubiera estado allí.

Se le desbocó el corazón. Tal vez hubiera ido al coche a buscar algo y hubiese olvidado las llaves, de ahí que estuviera llamando.

Regresó a la entrada.

—¿Kat, eres tú?

—Sí, déjame entrar, anda.

Soltó una risilla nerviosa ante su estúpido comportamiento y abrió la puerta.

No era Kat.

El daimon de pelo oscuro esbozó una sonrisa.

—¿Me echabas de menos, princesa? —preguntó con una voz idéntica a la de su guardaespaldas.

Cassandra no podía creerlo. No podía ser real. Ese tipo de cosas solo pasaba en las películas, no en la vida real.

—¿Quién eres, el puto Terminator?

—No —respondió con su propio tono de voz—. Soy el Heraldo que está allanando el camino para la Destructora.

Extendió un brazo hacia ella.

Cassandra dio un paso atrás. No podría entrar en el apartamento sin que ella lo invitara. Se llevó la mano a la espalda, sacó la daga y le hizo un corte en el brazo.

El daimon retrocedió con un siseo.

Atisbó a alguien a su espalda y se dio la vuelta.

Era otro daimon. Le clavó la daga en el pecho.

La criatura se desvaneció dejando tras de sí una nube de polvo negro con motitas doradas.

Otra sombra pasó a su lado.

Se dio la vuelta y le asestó una patada a Stryker, pero no consiguió apartarlo de la puerta. Al contrario, el tipo la bloqueó aún más.

—Eres rápida —dijo el daimon, mientras la herida de su brazo sanaba ante sus ojos—. Lo admito.

—Pues no has visto ni la mitad.

Los daimons la rodearon al instante. ¿Cómo coño habían entrado en su casa? No tenía tiempo para buscar la respuesta. En esos momentos debía concentrarse en sobrevivir.

Le dio un rodillazo al primer daimon que se puso a su alcance y luchó con un segundo. Stryker se mantuvo en la retaguardia, como si estuviera pasándoselo en grande.

Otro daimon, uno rubio con una larga coleta, la atacó. Lo esquivó y, cuando se disponía a clavarle la daga, Stryker apareció como por arte de magia y le sujetó el brazo.

—Nadie ataca a Urian.

Cassandra gritó cuando le arrancó la daga de la mano. Hizo ademán de golpearlo, pero en cuanto sus miradas se cruzaron, se quedó en blanco.

Los ojos del daimon adoptaron un turbulento color plateado. Sus iris giraban en una hipnótica danza que la mantenía en trance y borraba cualquier pensamiento.

Su espíritu de lucha desapareció al instante. Una sonrisa ladina y seductora apareció en los labios de Stryker.

—¿Ves lo fáciles que son las cosas cuando dejas de luchar?

Cassandra sintió su aliento sobre la garganta.

Una fuerza invisible le hizo ladear la cabeza para facilitarle el acceso a su cuello, a la arteria carótida que palpitaba a causa del pánico.

En su fuero interno se ordenaba a gritos seguir luchando.

Pero su cuerpo se negaba a obedecer.

La risa de Stryker resonó un momento antes de que le clavara sus largos colmillos en el cuello. El intenso dolor le arrancó un siseo.

—¿Interrumpo algo?

Reconoció vagamente la voz de Wulf a través de la neblina que le ofuscaba la mente.

Alguien apartó a Stryker. Pasaron unos segundos antes de que se diera cuenta de que Wulf estaba golpeando al daimon.

El Cazador la cogió en brazos y salió corriendo. Le costó la misma vida mantener la cabeza en alto mientras él corría en dirección a un enorme Ford Expedition verde oscuro y la arrojaba al interior.

En cuanto él se metió en el coche, algo golpeó el vehículo con fuerza. Un enorme dragón negro apareció de la nada sobre el capó.

—Déjala salir y te dejaré vivir —dijo el dragón con la voz de Stryker.

Wulf respondió dando marcha atrás y pisando el acelerador a fondo. Giró el volante para quitarse a la bestia de encima.

El dragón chilló y les lanzó una bocanada de fuego. Wulf no se detuvo. La bestia se alzó en el aire para abalanzarse sobre ellos, pero después volvió a ascender y se desvaneció en una resplandeciente nube dorada.

—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Wulf.

—Es Apostolos —murmuró Cassandra mientras intentaba espabilarse—. Es el hijo de la Destructora atlante y un dios por derecho propio. Estamos bien jodidos.

Wulf soltó un resoplido desdeñoso.

—Vale, pero yo no dejo que nadie me joda sin que me bese primero y como no existe ni la más remota posibilidad de que bese a ese cabrón, no estamos jodidos.

Sin embargo, cuando vio que ocho daimons en moto rodeaban el todoterreno, reconsideró sus palabras.

Al menos durante tres segundos.

Después, se echó a reír mientras los observaba.

—¿Sabes qué es lo mejor de conducir uno de estos coches?

—No.

Dio un volantazo para abalanzarse sobre tres de las motos y las sacó de la carretera.

—Que puedes aplastar a un daimon como si fuera un mosquito.

—Bueno, como resulta que en ambos casos son insectos chupasangre, me parece una idea estupenda.

Wulf la miró de reojo. Una mujer capaz de conservar el sentido del humor incluso a las puertas de la muerte… Le gustaba.

Los daimons restantes debieron de pensarse mejor lo de recrear Mad Max con él y se alejaron. Observó por el retrovisor cómo se quedaban atrás.

Cassandra soltó un suspiro aliviado y se enderezó en el asiento. Giró la cabeza para intentar ver por dónde habían desaparecido los daimons. No había ni rastro de ellos.

—Vaya nochecita… —dijo en voz baja cuando se le despejó la cabeza y recordó lo que había ocurrido en el apartamento. El pánico volvió a adueñarse de ella cuando recordó que Kat no había aparecido.

—¡Espera! Tenemos que volver.

—¿Por qué?

—Mi guardaespaldas —contestó al tiempo que le agarraba el brazo—. No sé qué le ha ocurrido.

La mirada de Wulf siguió fija en la carretera que tenían por delante.

—¿Estaba en tu apartamento?

—Sí… tal vez. —Hizo una pausa para pensarlo mejor—. No estoy muy segura. Se fue a su habitación a llamar por teléfono, pero cuando fui a buscarla para que me acompañara a abrir la puerta, no estaba allí. —Le soltó el brazo. El miedo y la congoja pugnaban en su corazón. ¿Y si le había pasado algo a Kat después de los años que llevaban juntas?—. ¿Crees que la han matado?

Él la miró un momento antes de cambiar de carril.

—No lo sé. ¿Era la rubia del club?

—Sí.

Se sacó el teléfono móvil de la funda del cinturón e hizo una llamada.

Cassandra se mordió las uñas mientras esperaba. Escuchó que una voz femenina casi inaudible respondía al teléfono.

—Hola, Binny —dijo Wulf—. Necesito que me hagas un favor. Acabo de salir del complejo de apartamentos Sherwood que hay cerca de la Universidad de Minnesota y puede que haya una víctima o no… —Echó un vistazo a Cassandra, pero sus ojos no dejaban ver lo que pensaba ni lo que sentía—. Sí, sé que hemos tenido una noche de locos. Y eso que no sabes ni la mitad. —Se cambió el teléfono de mano—. ¿Cómo se llama tu amiga? —le preguntó a Cassandra.

—Kat Agrotera.

Frunció el ceño.

—¿De qué me suena ese nombre? —preguntó antes de decírselo a la persona con la que hablaba por teléfono—. Mierda —dijo tras una breve pausa—. ¿Crees que pueden estar relacionados con ella? —Miró a Cassandra una vez más; pero esa vez, su ceño era más siniestro—. No lo sé. Ash me dijo que la protegiera y ahora resulta que su guardaespaldas tiene un apellido que la relaciona con Artemisa. ¿Crees que podría ser una de esas coincidencias extrañas?

Cassandra ladeó la cabeza al escucharlo. Jamás había caído en la cuenta de que el apellido de Kat era también uno de los muchos nombres con los que los antiguos griegos denominaban a Artemisa.

Conoció a Kat en Grecia después de salir huyendo de Bélgica con un montón de daimons pisándole los talones. Tras ayudarla una noche en una pelea, Kat le dijo que era una norteamericana que estaba de vacaciones en las islas griegas para reencontrarse con sus orígenes.

Que Kat le dijera que era una experta en artes marciales con un talento natural para el uso de explosivos fue todo un regalo. Después de explicarle que estaba buscando un nuevo guardaespaldas para remplazar al que había perdido, Kat se puso a su servicio de inmediato.

«Me encanta hacer daño a las criaturas malévolas», confesó.

Wulf suspiró.

—Yo tampoco lo sé. Vale. Tú ve a buscar a Kat y yo me llevo a Cassandra a mi casa. Mantenme informado de lo que averigües. Gracias. —Puso fin a la llamada y volvió a colocarse el móvil en el cinturón.

—¿Qué ha dicho?

Él no respondió a su pregunta. Al menos, no exactamente.

—Que Agrotera es uno de los nombres griegos de Artemisa. Significa «fuerza» o «cazador salvaje». ¿Lo sabías?

—Más o menos. —Una pequeña esperanza se abrió paso en su interior. Si era cierto, tal vez los dioses no habían abandonado por completo a su familia. Tal vez hubiera un asomo de esperanza para ella y para su futuro—. ¿Crees que Artemisa envió a Kat para protegerme?

Él apretó con más fuerza el volante.

—A estas alturas ya no sé qué pensar. El «portavoz» de Artemisa me ha dicho que eres la clave para el fin del mundo y que tengo que protegerte, así que…

—¿Qué quieres decir con eso de que «soy la clave para el fin del mundo»? —lo interrumpió.

La pregunta pareció dejarlo tan sorprendido como ella se sentía.

—¿Quieres decir que no lo sabías?

Vale, estaba claro que los Cazadores Oscuros también podían colocarse y sufrir alucinaciones.

—Pues no. De hecho, creo que uno de nosotros, si no los dos, debería dejar la pipa de crack a un lado y repetir esta noche desde el principio.

Wulf soltó una carcajada al escuchar su comentario.

—De no ser porque no puedo colocarme, tal vez estuviera de acuerdo con eso.

La mente de Cassandra pensaba a toda velocidad. ¿Habría algo de cierto en lo que acababa de decir?

—En fin, si tienes razón y yo soy la clave para el fin del mundo, sería mejor que empezaras a hacer testamento.

—¿Por qué?

—Porque faltan menos de ocho meses para que cumpla los veintisiete.

Wulf percibió la nota acongojada de su voz. Conocía la condena a la que se enfrentaba.

—Me has dicho que solo eras medio apolita.

—Ya, pero jamás he conocido a uno que sobreviviera a la maldición. ¿Y tú?

Él meneó la cabeza.

—Solo los Cazadores Arcadios y Katagarios parecen inmunes a la maldición apolita.

Cassandra permaneció en silencio mientras contemplaba el tráfico a través de la ventanilla del coche y meditaba sobre lo que había ocurrido esa noche.

—Espera un momento —dijo al recordar los daimons que habían entrado en su apartamento—. ¿Cómo entró ese tío en mi casa? Creía que los daimons tenían prohibido entrar en las casas a menos que los invitaras.

La respuesta de Wulf no fue muy reconfortante.

—Una vía de escape.

—¿Cómo dices? —le preguntó, arqueando las cejas—. ¿A qué te refieres con «una vía de escape»?

Wulf cogió una de las salidas de la autopista.

—Es una de las cosas que hacen tan adorables a los dioses… la misma vía de escape que permite a los daimons entrar en los centros comerciales y en los locales públicos les permite entrar en los bloques de pisos y en los apartamentos.

—¿Cómo es posible?

—Los centros comerciales, los apartamentos y ese tipo de edificios son propiedad de una única entidad. Cuando esa persona o esa compañía permiten la entrada libre a múltiples grupos de personas, están dando una bienvenida universal a todo el mundo, incluidos los daimons.

¡Joder, eso era increíble! Parpadeó un par de veces, pasmada.

—¿Y me lo dices ahora? ¿Por qué nadie me lo ha dicho antes? Y yo creyendo que estaba a salvo todo este tiempo…

—Tu guardaespaldas debía saberlo. Si realmente trabaja para Artemisa.

—Pues a lo mejor no trabaja para ella. A lo mejor es una persona normal, ¿se te ha ocurrido?

—Claro, una capaz de extender los brazos y ahuyentar a un grupo de daimons spati…

En eso tenía razón. Más o menos.

—Me dijo que no tenía ni idea de por qué habían salido corriendo.

—Y después te dejó sola para que te enfrentaras a ellos…

Se frotó los ojos al comprender la sugerencia implícita en el comentario. ¿Era posible que Kat trabajara para los daimons? ¿Artemisa la quería viva o muerta?

—¡Por el amor de Dios! No puedo confiar en nadie, ¿verdad? —susurró con hastío.

—Bienvenida al mundo real, excelencia. Solo se puede confiar en uno mismo.

No quería creerlo, pero después de esa noche parecía la única verdad a la que podía aferrarse.

¿Cómo habría podido traicionarla Kat después de todo lo que habían pasado juntas?

—Genial, sencillamente genial —murmuró—. Dime una cosa, ¿crees que podría meterme en la cama y empezar todo este día de nuevo?

Wulf soltó una breve carcajada.

—Lo siento, es imposible.

Le lanzó una mirada furibunda.

—Tío, lo tuyo es consolar a la gente, ¿verdad?

No obtuvo respuesta.

Contempló los coches que circulaban en dirección contraria mientras intentaba pensar en lo que debía hacer. No sabía ni por dónde empezar a asimilar lo que había sucedido esa noche.

Wulf salió de la ciudad en dirección a una enorme propiedad situada a las afueras de Minnetonka. Las casas que había en la zona pertenecían a las personas más ricas del país. Enfiló el camino de entrada, tan largo que no se distinguía el final. Claro que los montones de nieve de más de metro y medio de altura tampoco ayudaban mucho…

Pulsó un botón en el panel de mandos.

La verja de hierro se abrió de par en par.

Cassandra dejó escapar un silbido de admiración cuando se internaron en el camino de entrada y pudo ver su «casa». «Palacio» sería más acertado y, dado que la casa de su padre no era ninguna chabola, eso era decir mucho.

Parecía de finales de siglo XIX, con enormes columnas griegas y jardines que se mantenían en buen estado a pesar de la nieve y del hielo invernales.

Prosiguió a lo largo del serpenteante camino hasta un garaje de cinco plazas diseñado para que pareciera un establo. En el interior estaba el Hummer de Chris (resultaba difícil pasar por alto la matrícula en la que ponía «VIKINGO»), dos Harley clásicas, un resplandeciente Ferrari y un precioso Excalibur. El lugar estaba tan limpio que parecía una sala de exposiciones. Todo, desde las molduras cinceladas del techo hasta el suelo de mármol, parecía decir «más rico que Creso».

Arqueó las cejas al verlo.

—Has mejorado mucho desde la cabañita de piedra del fiordo. Supongo que llegaste a la conclusión de que los ricos no eran tan malos después de todo.

Wulf aparcó el todoterreno y se giró para mirarla con el ceño fruncido.

—¿Recuerdas eso?

Su mirada lo recorrió desde la espléndida cabeza hasta la punta de sus botas negras de motero. Aunque seguía cabreada con él, no pudo reprimir la cálida punzada de deseo que sintió al estar tan cerca de un tío tan sexy. Estaba como un tren, aunque fuera un gilipollas.

Y para ser sincera también tenía un culo de escándalo.

—Recuerdo todos los sueños.

Su ceño se acentuó.

—En ese caso, eras tú quien los controlaba.

—¡De eso nada! —exclamó ella, ofendida por el tono y por la acusación—. Yo no tuve nada que ver con eso. ¿No serías tú?

Wulf se bajó del coche y cerró la portezuela de un portazo.

Cassandra lo imitó.

—¡D’Aria! —gritó él, mirando al techo—. ¡Mueve el culo hasta aquí ahora mismo!

Se quedó atónita al ver que se formaba una brillante neblina azulada junto a Wulf y aparecía una muchacha muy guapa. Con el pelo negro azabache y los ojos de color azul claro, casi parecía un ángel.

La recién llegada lo miró con semblante impasible. Tenían la misma altura.

—Tengo entendido que eso es una grosería, Wulf. Si tuviera sentimientos, los habrías herido.

—Lo siento —replicó él, contrito—. No pretendía ser grosero, pero tengo que preguntarte algo sobre mis sueños.

D’Aria apartó la vista de él para mirarla, y fue entonces cuando Cassandra lo entendió. Era uno de los Cazadores Oníricos sobre los que había leído en la web. Todos tenían el pelo negro y los ojos claros. Zeus los maldijo y por eso ninguno de ellos era capaz de sentir emociones.

Eran criaturas de belleza increíble. Etéreos. Y aunque el cuerpo de D’Aria era sólido, había algo en ella que parecía parpadear. Algo que dejaba claro que no era tan real como el resto de cosas de la estancia.

Sintió el súbito y pueril impulso de extender el brazo para acariciar a la diosa del sueño y comprobar así si su cuerpo era de carne y hueso o de alguna otra cosa.

—¿Vosotros dos os encontrasteis en sueños? —le preguntó D’Aria a Wulf.

—¿Fueron reales? —quiso saber él después de asentir con la cabeza.

La diosa ladeó la cabeza un poco, como si lo estuviera sopesando. Sus claros ojos azules tenían una mirada distante.

—Si ambos los recordáis, sí lo fueron. —Su mirada se volvió penetrante cuando clavó la vista en Wulf—. Pero no han sido obra de ninguno de nosotros. Puesto que estás bajo mi cuidado, ninguno de los demás Oneroi habría interferido en tus sueños sin decírmelo.

—¿Estás segura? —preguntó con seriedad.

—Sí. Es la única regla que seguimos al pie de la letra. Cuando se nos asigna un Cazador Oscuro, nadie interfiere en sus sueños a menos que se le dé permiso expreso.

Ese ceño, tan característico de Wulf, volvió a acentuarse. Cassandra se preguntó si el Wulf «de verdad» sería capaz de componer otra expresión además de esa tan siniestra y amenazadora.

—Entonces, si tú eres mi Cazadora Onírica, ¿cómo es posible que ignores lo sueños que he tenido con ella?

D’Aria se encogió de hombros en un gesto que quedaba algo extraño en ella. A todas luces no era natural, sino ensayado.

—No me convocaste, no estabas herido y no necesitabas que te sanara. Yo no espío tu subconsciente sin una buena razón, Wulf. Los sueños son privados y solo los Skoti entran donde nadie los llama. —La diosa giró la cabeza para mirarla y extendió un brazo—. Puedes tocarme, Cassandra.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Lo sabe todo sobre ti —le dijo Wulf—. Los Cazadores Oníricos pueden leer la mente.

Indecisa, tocó la mano de la diosa. Era suave y cálida. Humana. Sin embargo, estaba rodeada de un extraño campo energético muy similar al de la electricidad estática, aunque diferente. Y resultaba extrañamente reconfortante.

—En este plano no somos tan diferentes —dijo en voz queda.

Cassandra apartó la mano.

—Pero ¿no sentís emociones?

—A veces y si acabamos de salir del sueño de un humano. Durante un breve instante podemos seguir canalizando sus emociones.

—Los Skoti pueden retenerlas durante períodos más largos —añadió Wulf—. En ese sentido, se parecen a los daimons. Pero en lugar de alimentarse de almas, los Skoti se alimentan de emociones.

—Vampiros energéticos —concluyó ella.

D’Aria asintió con la cabeza.

Cassandra había leído mucho sobre los Cazadores Oníricos. Al contrario que sucedía con los Cazadores Oscuros, se habían conservado muchos textos antiguos sobre los Oneroi. Los dioses del sueño aparecían en toda la literatura griega, pero había pocas referencias a los malvados Skoti, que se alimentaban de los humanos mientras dormían. Lo único que sabía sobre ellos era que eran muy temidos por las civilizaciones antiguas. Hasta tal punto los temían que muchos ni siquiera mencionaban sus nombres por miedo a invocarlos y sufrir una visita nocturna de los dioses del sueño.

—¿Crees que Artemisa nos ha hecho esto? —le preguntó Wulf a D’Aria.

—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó la diosa.

Wulf se removió con incomodidad.

—Artemisa parece estar protegiendo a la princesa. ¿Podría haberla introducido en mis sueños con ese propósito?

—Supongo que todo es posible.

Cassandra se aferró a las palabras de D’Aria con entusiasmo y un extraño ramalazo de esperanza.

—¿Es posible que no muera en mi próximo cumpleaños?

La mirada impasible de la diosa le ofreció las mismas esperanzas que sus palabras.

—Si lo que me pides es que haga una profecía, no puedo hacerlo. El futuro es algo a lo que debemos enfrentarnos solos. Lo que pueda decirte ahora tal vez sea cierto o tal vez no.

—Pero ¿todos los medio apolitas mueren cuando cumplen los veintisiete años? —preguntó una vez más, desesperada por obtener una respuesta.

—Eso también es cosa de un oráculo.

Cassandra cerró los ojos presa de la frustración. Lo único que quería era un poco de esperanza. Un poco de ayuda.

Un año más de vida.

Algo. Pero al parecer eso era pedir demasiado.

—Gracias, D’Aria —dijo Wulf con voz grave y firme.

La Cazadora Onírica se despidió de ellos con una inclinación de cabeza antes de desvanecerse. No quedó rastro alguno de ella. Ni la más mínima señal.

Cassandra observó el elegante garaje de un hombre que había vivido incontables siglos. Acto seguido clavó los ojos en el pequeño sello que llevaba en la mano derecha, y que su madre le había regalado pocos días antes de morir. Un anillo que había pasado de generación en generación en su familia, desde que el primero de sus ancestros se convirtió prematuramente en polvo.

De pronto, se echó a reír.

Wulf pareció extrañado por su arrebato de buen humor.

—¿Te encuentras bien?

—No —respondió ella, tratando de contenerse—. Creo que esta noche he perdido algún tornillo. O que he entrado en el reino de la Dimensión desconocida de Rod Serling.

La miró con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, vamos a ver… —le echó un vistazo a su reloj de oro de la firma Harry Winston—. Son solo las once. Esta misma noche he entrado en un club, que al parecer está regentado por hombres-pantera, y me ha atacado un grupo de élite de guerreros daimons, además de un posible dios. Cuando volví a casa, volvieron a atacarme dichos guerreros y, después, un dragón. Me ha salvado un Cazador Oscuro. Es posible que mi guardaespaldas esté al servicio de una diosa. Y ahora acabo de conocer a un espíritu del sueño. Un día genial, ¿no te parece?

Por primera vez desde que se conocieran en persona, vio aparecer el asomo de una sonrisa en el apuesto rostro de Wulf.

—Un día de lo más normalito, desde mi punto de vista —replicó.

Se acercó a ella y examinó la zona del cuello donde Stryker le había mordido. Notó sus cálidos dedos sobre la piel. Suaves y reconfortantes. Su fragancia le inundó los sentidos y le hizo desear por un momento volver atrás y ser amigos de nuevo.

Tenía una manchita de sangre en la camisa.

—Parece que ya se ha cerrado.

—Lo sé —dijo ella en voz queda. La saliva de los apolitas tenía un componente que favorecía la coagulación, razón por la que tenían que succionar continuamente la sangre una vez que abrían una herida. De otro modo, esta se cerraba antes de que tuvieran la oportunidad de alimentarse. Ese componente también podía cegar a los humanos si les escupía en los ojos.

Agradecía enormemente el hecho de que el mordisco no la hubiera vinculado a Stryker de ninguna manera. Solo los Cazadores Arcadios y los Katagarios tenían esa habilidad.

Wulf se apartó de ella y la guió hasta la casa. No estaba seguro de por qué le habían encargado la tarea de cuidar de ella, pero hasta que Aquerón dijera otra cosa, cumpliría su deber. Y a la mierda con los sentimientos.

Su teléfono comenzó a sonar en cuanto abrió la puerta.

Respondió y descubrió que era Corbin.

—Hola, ¿has encontrado a Kat?

—Sí —respondió la Cazadora—. Me ha dicho que solo había salido a tirar la basura y que al regresar descubrió que Cassandra había desaparecido.

Wulf le transmitió la información a Cassandra, que pareció confundida.

—¿Qué quieres que haga con ella? —le preguntó.

—¿Puede venir aquí?

Sí. Cuando las ranas críen pelo, pensó. No estaba dispuesto a dejar que esa mujer se acercara a Chris o a su casa hasta que averiguara más sobre ella y sus lealtades.

—Oye, Bin, ¿puede quedarse contigo?

Cassandra entrecerró sus ojos verdes y lo miró con malicia.

—Eso no es lo que te he preguntado.

Él levantó una mano para que guardara silencio.

—Sí, vale. Te llamaré cuando esté instalada —dijo antes de colgar.

Su arrogancia la puso a la defensiva.

—No me gusta que me manden callar.

—Mira —dijo al tiempo que volvía a colocarse el teléfono en el cinturón—. Hasta que no averigüe más cosas sobre tu amiga, no pienso invitarla a mi casa, donde vive Christopher. No me importa arriesgar mi vida, pero no estoy dispuesto a arriesgar la suya. ¿Entendido?

Cassandra vaciló un momento al recordar lo que le había dicho en sueños sobre Chris y sobre lo mucho que significaba para él.

—Lo siento. No se me ocurrió. Entonces, ¿él también vive aquí?

Wulf asintió con la cabeza mientras encendía la luz del vestíbulo trasero. A su derecha había una escalera y a la izquierda un pequeño cuarto de baño. Al fondo del vestíbulo se encontraba la cocina. Grande y luminosa, era una estancia escrupulosamente limpia y de un diseño muy moderno.

Dejó las llaves en un pequeño llavero que había junto a la cocina.

—Estás en tu casa. Hay cerveza, vino, leche, zumo y refrescos en el frigorífico.

Le señaló el armario donde estaban los vasos y los platos, encima del lavavajillas.

Salieron de la cocina y él apagó la luz antes de continuar hacia un salón espacioso y acogedor. Había dos sofás de cuero negro, un sillón a juego y un arcón plateado de diseño medieval que servía como mesita de centro. En una de las paredes había un equipo audiovisual que contaba con una gigantesca pantalla de televisión, un equipo de música, reproductores DVD y VHS y todas las videoconsolas conocidas.

Ladeó la cabeza al imaginarse al enorme guerrero vikingo con el mando de una de las consolas en la mano. Parecía muy impropio de él y de su carácter serio.

—¿Te gusta jugar?

—A veces —respondió en voz baja—. Es Chris quien juega más. Yo prefiero vegetar frente al ordenador.

Contuvo una carcajada al imaginárselo. Parecía un hombre demasiado vital como para «vegetar».

Wulf se quitó el abrigo y lo dejó sobre el sofá. Ella escuchó que alguien bajaba la escalera y se acercaba al salón.

—Oye, grandullón, ¿has visto…? —Chris dejó la pregunta en el aire según entraba en la estancia, vestido con un pantalón de pijama de franela azul marino y una camiseta blanca.

Se quedó boquiabierto.

—Hola, Chris —lo saludó.

El muchacho guardó silencio un buen rato y se limitó a mirarlos de forma alternativa. Cuando por fin habló, su voz tenía una nota a caballo entre la furia y la exasperación.

—No, no y no. Esto no puede ser. Por fin encuentro una mujer que me deja entrar en su casa… ¿y te la traes aquí? —Se quedó pálido al momento, como si se le hubiera ocurrido otra idea—. ¡Por favor! Dime que no la has traído para que se acueste conmigo. No estarás haciendo de chulo otra vez, ¿verdad, Wulf? Te juro que como sea así te clavaré una estaca mientras duermes.

—Oye, un momento… —dijo Cassandra para interrumpir la perorata, que Wulf parecía encontrar muy graciosa—. Resulta que estoy aquí delante… ¿Qué clase de mujer crees que soy?

—Una muy amable —replicó Chris de inmediato en un intento por redimirse—, pero Wulf es muy dominante y tiende a intimidar a los demás para que hagan lo que él quiere.

El aludido resopló al escuchar eso.

—En ese caso, ¿por qué no he conseguido intimidarte para que tengas descendencia?

—¿Lo ves? —replicó Chris, que alzó la mano en un gesto triunfal—. Soy el único humano de la historia que tiene a un vikingo metomentodo en casa. ¡Dios! Ojalá mi padre hubiera sido más fértil.

Cassandra se echó a reír ante la imagen que las palabras de Chris conjuraron en su mente.

—Así que un vikingo metomentodo, ¿no?

Su amigo soltó un suspiro hastiado.

—No puedes hacerte una idea… —Hizo una pausa y después los miró con el ceño fruncido—. ¿Qué hace Cassandra aquí, Wulf?

—La estoy protegiendo.

—¿De quién?

—De los daimons.

—De unos enormes y malísimos —añadió ella.

Chris se lo tomó mucho mejor de lo que Cassandra había imaginado.

—¿Nos conoce?

Wulf asintió.

—Lo sabe prácticamente todo.

—¿Por eso me preguntaste tantas cosas sobre la web Dark-Hunter.com? —le preguntó Chris.

—Sí. Quería encontrar a Wulf.

Él la miró con una expresión recelosa.

—No pasa nada, Chris —lo tranquilizó Wulf—. Se quedará una temporada con nosotros. No tienes por qué ocultarle nada.

—¿Me lo juras?

—Sí.

Chris pareció muy complacido.

—Así que luchasteis contra algunos daimons, ¿no? Ojalá yo pudiera… pero a Wulf le da un pasmo cada vez que cojo un cuchillo de cocina.

Cassandra soltó una carcajada.

—En serio —dijo él con sinceridad—. Es peor que una gallina con sus polluelos. A ver, ¿a cuántos daimons matasteis?

—A ninguno —musitó Wulf—. Eran bastante más fuertes que los chupaalmas normales.

—Vaya, eso debería alegrarte… —replicó Chris—. Por fin has encontrado a alguien con quien pelear hasta que estés sangrando y lleno de moratones. —Se giró de nuevo hacia ella—. ¿Te ha explicado ese problemilla que tiene?

Cassandra abrió los ojos de par en par mientras intentaba adivinar qué «problemilla» podría tener Wulf. Bajó la vista de forma inconsciente hasta su entrepierna.

—¡Oye! —exclamó Wulf—. Esa nunca me ha dado problemas. Pero a él sí.

—¡Eso es una gilipollez! —masculló Chris—. Mi único problema eres tú, que no dejas de darme la vara para que eche un polvo.

¡Vaya por Dios! No tenía el menor interés en los derroteros que estaba tomando la conversación. No necesitaba tanta información sobre ninguno de los dos.

—Bueno, en ese caso, ¿a qué problemilla te referías? —le preguntó a Chris.

—Al hecho de que si sales de esta habitación, no lo recordarás cuando hayas llegado al final del pasillo.

—¡Ah! —exclamó al comprender—. Eso.

—Sí, eso.

—«Eso» no es un problema —señaló Wulf al tiempo que cruzaba por delante del pecho—. Ella sí me recuerda.

—Me cago en la leche… —dijo Chris con una mueca de repugnancia—. Entonces, ¿he estado intentando ligarme a alguien de la familia? Eso es asqueroso.

Wulf puso los ojos en blanco.

—No está emparentada con nosotros.

Chris pareció aliviado por un instante, aunque no tardó en quedarse blanco de nuevo.

—En ese caso, es peor. Por fin encuentro a una mujer que no piensa que soy un fracasado total… ¿y viene aquí por ti? Algo no cuadra. —Guardó silencio un momento. De pronto se le iluminó el rostro, como si se le hubiera ocurrido algo aún mejor—. Espera un momento, ¿qué estoy diciendo? Si ella te recuerda, ¡yo soy libre! ¡Sí! —Comenzó a bailar alrededor del sofá.

Cassandra observó sus caóticos y descoordinados movimientos. Estaba claro que Wulf debía dejar que el chico saliera más.

—No te emociones demasiado, Christopher —dijo Wulf, que lo esquivó cuando rodeó el sofá e intentó que se sumara al bailecito—. Resulta que es una apolita.

Chris se quedó de piedra.

—Imposible, la he visto a la luz del día y no tiene colmillos.

—Soy medio apolita.

Chris se colocó detrás de Wulf, como si de repente temiera que se abalanzara sobre él para alimentarse.

—¿Y qué vas a hacer con ella?

—Será mi invitada durante un tiempo. Tú, en cambio, tienes que hacer el equipaje —le dijo mientras lo empujaba hacia el pasillo, aunque Chris se negó a moverse—. Voy a llamar al Consejo para que te saque de aquí.

—¿Por qué?

—Porque la persigue un daimon muy peligroso con poderes inusuales. Y no quiero que te pille en medio.

Chris le lanzó una mirada jocosa.

—No soy un niño, Wulf. No necesito que me escondas a la primera señal de algo que no sea aburrido.

A pesar de esas palabras, el semblante de Wulf era el de un padre paciente que tuviera que vérselas con un niñito.

—No pienso arriesgar tu vida, así que haz el equipaje.

Chris soltó un gruñido indignado.

—Me cago en el día que Morginne te dio el alma de una vieja y te dejó peor de lo que sería cualquier madre.

—Christopher Lars Eriksson, ¡mueve el culo! —bramó Wulf con un tono tan autoritario que Cassandra dio un respingo.

Chris se limitó a mirarlo con semblante aburrido. Tras suspirar exageradamente, se dio la vuelta y echó a andar hacia el pasillo por el que había aparecido.

—Te juro —gruñó Wulf con una voz tan baja que apenas si él lo entendió— que en ocasiones me dan ganas de estrangularlo.

—Bueno, es que lo tratas como si tuviera cuatro años…

Se giró hacia ella con una expresión tan amenazadora que retrocedió de forma instintiva ante su ira.

—Eso no es asunto tuyo.

Cassandra levantó las manos y le devolvió la mirada con una de su propia cosecha.

—Perdone usted, don Malaleche, pero no le permito ese tono. No soy un perrito que te obedece cuando chasqueas los dedos. No tengo por qué quedarme aquí.

—Tienes que hacerlo.

Ella lo miró con cara de pocos amigos.

—Yo creo que no; y si sigues hablándome con ese tonito airado, lo único que verás será mi culo de camino a esa puerta. —Señaló la entrada principal.

Wulf esbozó una sonrisa perversa.

—¿Alguna vez has intentado huir de un vikingo? Existía una razón de peso para que los europeos se mearan encima cuando se mencionaba nuestro nombre.

Sus palabras le provocaron un escalofrío.

—No te atreverías.

—Eres libre para comprobarlo.

Cassandra tragó saliva con fuerza. Tal vez no debiera ponerse tan arrogante…

¡Y una mierda! Si quería pelea, estaba preparada. Una mujer que se había pasado la vida luchando contra los daimons estaba más que preparada para enfrentarse a cualquier Cazador Oscuro.

—Deja que te recuerde una cosa, don Vikingo Bárbaro… mientras tus ancestros gorroneaban fuego y comida, los míos dominaban los elementos y construían un imperio que ni siquiera el mundo moderno puede igualar. Así que no te atrevas a amenazarme con lo que eres capaz de hacer. No se lo tolero a nadie. ¿Entendido?

Para su sorpresa, él se echó a reír y se acercó a ella. Sus ojos oscuros tenían una expresión peligrosa y la pusieron a cien a pesar de lo enfadada que estaba. El calor que emanaba su cuerpo la abrasó.

Le costaba trabajo respirar.

Era muy consciente de su presencia y de esa cruda e inquietante masculinidad que le robaba el aliento por completo.

Wulf le cubrió una mejilla con la mano. A sus labios asomaba una sonrisilla socarrona. La expresión de su rostro mientras la observaba resultaba arrebatadora.

—En mi época, habrías valido más que tu peso en oro.

Y entonces hizo algo de lo más inesperado: inclinó la cabeza y la besó.

Cassandra gimió al percibir su sabor. Sus alientos se mezclaron mientras devoraba su boca, excitándola hasta que su cuerpo comenzó a palpitar de deseo. Claro que no le costó mucho lograrlo, porque estaba para comérselo. Exudaba una virilidad salvaje. Su proximidad le provocaba un millar de escalofríos, que se sumaban a la electrizante sensación del roce de su lengua y de sus gemidos.

La estrechó contra su cuerpo hasta tal punto que ella notó su erección contra la cadera. Ya la tenía muy dura y sabía de primera mano que era un amante magnífico. Esa certeza avivó el deseo que la embargaba. Sus manos descendieron por su espalda hasta que le rodeó las nalgas y la apretó aún más contra él.

La furia que sentía momentos antes se derritió bajo el deseo que le provocaba ese hombre.

—Sabes aún más dulce que antes —susurró él sobre sus labios.

Cassandra era incapaz de hablar. Wulf tenía razón. Aquello era mucho más intenso. Mucho más vívido que cualquiera de los sueños. Lo único que quería era arrancarle la ropa, tirarlo al suelo y montarlo hasta que ambos estuvieran sudorosos y saciados.

Todo su cuerpo le pedía a gritos que convirtiera en realidad esa fantasía.

Wulf se quedó sin aliento al sentir esas curvas femeninas contra su cuerpo, bajo sus manos.

La deseaba con locura. Con desesperación. Y lo peor era que la había poseído tantas veces en sueños que sabía con exactitud lo apasionada que era.

Es una apolita. La fruta más prohibida de todas, le dijo la voz de la cordura cuando se abrió camino en su mente.

No quería escucharla.

Pero no tenía elección.

La soltó y se obligó a apartarse de ella y del deseo que le provocaba.

Para su asombro, ella no se lo permitió. Le dio un tirón para acercarlo de nuevo a sus labios y devorarlo. Cerró los ojos y siseó de placer mientras ella embriagaba todos sus sentidos. Mientras su aroma a rosas y polvos de talco lo enloquecía.

No creía que pudiera saciarse jamás de ese aroma. Ni de ese cuerpo que se frotaba contra el suyo.

La deseaba más de lo que había deseado cualquier otra cosa en toda su vida.

Ella se apartó e inclinó la cabeza hacia atrás para mirarlo. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas sonrosadas por la pasión.

—No eres el único que desea lo imposible, Wulf. Por mucho que odies lo que soy, imagina lo que siento sabiendo que he soñado con un hombre que ha matado a mi gente durante… ¿cuántos siglos?

—Doce —contestó sin pensar.

Ella se encogió al escucharlo y apartó las manos de su rostro.

—¿A cuántos has matado? ¿Lo sabes?

Él meneó la cabeza.

—Debían morir. Estaban matando a gente inocente.

Los ojos de Cassandra se oscurecieron y lo miraron con expresión recriminatoria.

—Querían sobrevivir, Wulf. Tú nunca tendrás que enfrentarte a la condena de morir a los veintisiete años. Cuando la vida de la mayoría de la gente no ha hecho más que comenzar, nosotros nos preparamos para nuestra sentencia de muerte. ¿Te haces una idea de lo que supone saber que jamás verás crecer a tus hijos? ¿Que jamás conocerás a tus nietos? Mi madre solía decirme que somos flores de primavera que solo florecen durante una estación. Brindamos nuestra belleza al mundo y nos convertimos en polvo para que otros puedan sucedernos.

Levantó la mano para que pudiera ver las cinco diminutas lágrimas de color rosa que tenía tatuadas en la palma y que parecían los pétalos de una flor.

—Cuando nuestros seres queridos mueren, los inmortalizamos de esta manera. Una de estas lágrimas representa a mi madre, y las otras cuatro, a mis hermanas. Nadie conocerá jamás la belleza de la risa de mis hermanas. Nadie recordará la ternura de la sonrisa de mi madre. Dentro de ocho meses, no quedará nada de mí que mi padre pueda enterrar. Me convertiré en una nube de polvo. Y ¿por qué? ¿Por algo que hizo un antepasado perdido en el tiempo? He estado sola toda mi vida porque no me atrevía a dejar que alguien me conociera. No quiero amar a nadie por temor a dejar atrás a alguien que llore mi muerte, como le pasó a mi padre.

»Me convertiré en un vago sueño y, sin embargo, aquí estás tú, Wulf Tryggvason. Un miserable vikingo que una vez vagó por la Tierra saqueando aldeas. ¿A cuántas personas mataste mientras buscabas tesoros y fama durante tu vida mortal? ¿Eras mejor que los daimons que matan para poder vivir? ¿Qué te hace mejor que ellos?

—No es lo mismo.

La invadió la incredulidad al ver que él no era capaz de entender algo tan obvio.

—Ah, ¿no? ¿Sabes una cosa? Entré en vuestro sitio web y vi la lista de nombres. Kirian de Tracia, Julian de Macedonia, Valerio Magno, Jamie Gallagher, William Jess Brady… He estudiado historia durante toda mi vida y conozco todos esos nombres y el terror que despertaron en su día. ¿Por qué está bien que los Cazadores Oscuros seáis inmortales cuando fuisteis unos asesinos como humanos, mientras que nosotros nacemos condenados por algo que ni siquiera hemos hecho? ¿Dónde está la justicia en todo esto?

Wulf no deseaba escuchar lo que decía. Jamás había pensado en los daimons ni en los motivos que los impulsaban a hacer lo que hacían. Debía cumplir con su trabajo, así que los mataba. Los Cazadores Oscuros llevaban la razón. Eran los protectores de los humanos. Los daimons eran los depredadores que se merecían la muerte.

—Los daimons son infames.

—¿Yo soy infame?

No, no lo era. Ella era…

—Tú eres una apolita —señaló con énfasis.

—Soy una mujer, Wulf —replicó Cassandra sin más, con la voz cargada de emoción—. Grito y lloro. Río y amo. Igual que mi madre. No veo diferencia alguna entre cualquiera de las personas de este planeta y yo.

Enfrentó su mirada y el fuego de esos ojos negros la abrasó.

—Pues yo sí, Cassandra. Yo sí la veo.

Esas palabras la hirieron en lo más hondo.

—Entonces no tenemos nada más que hablar. Somos enemigos. Es lo único que podemos llegar a ser.

Wulf respiró hondo al escucharla pronunciar una verdad inmutable. Desde el día en el que Apolo maldijo a sus propios hijos, los Cazadores Oscuros y los apolitas habían sido enemigos mortales.

—Lo sé —dijo con suavidad y se le hizo un nudo en la garganta al darse cuenta de que era cierto.

No quería ser su enemigo.

Pero ¿cómo iban a ser otra cosa?

No había elegido esa vida, pero había dado su palabra y debía cumplirla.

Eran enemigos.

Y eso lo destrozaba por dentro.

—Te enseñaré tu dormitorio. —La condujo al ala opuesta a la de Chris, donde podría disfrutar de toda la intimidad que deseara.

Cassandra no dijo ni una palabra mientras Wulf le mostraba la enorme y cómoda habitación que ocuparía. Sentía el corazón oprimido por pensar en cosas tontas y estúpidas. ¿Qué quería de él?

No había forma de impedir que matara a su gente. Así era el mundo, y no cambiaría por más que discutieran.

No había esperanza alguna de mantener una relación con él ni con ningún otro hombre. Su vida estaba a punto de acabar. Así que ¿dónde los dejaba eso?

En ningún sitio.

De modo que echó mano del sentido del humor que la había ayudado a superar todas las tragedias de su vida. Era lo único que tenía.

—Dime una cosa, si me pierdo en este lugar, ¿enviarás un equipo de rescate para localizarme?

A él no le hizo gracia. En esos momentos había un sólido muro entre ellos. Se había cerrado por completo a ella. Y así debía ser.

—Te traeré algo de ropa para dormir. —Comenzó a alejarse de ella.

—Ni siquiera te fías de que vea tu dormitorio, ¿verdad?

La taladró con la mirada.

—Ya has visto dónde duermo.

Cassandra se ruborizó al recordar el más erótico de sus sueños. Aquel en el que había contemplado ese cuerpo en los espejos mientras se deslizaba sobre ella y le hacía el amor lenta y apasionadamente.

—¿La cama de hierro negro?

Él asintió antes de marcharse.

Una vez sola, se sentó en el colchón y dejó a un lado sus pensamientos.

—¿Qué estoy haciendo aquí?

Una parte de ella le decía que lo mandara todo a la mierda y se enfrentase con Stryker.

Sin embargo, otra parte quería regresar a los sueños y fingir que ese día no había sucedido.

No, lo que quería era la única cosa que sabía que jamás podría tener…

Quería una fantasía prohibida… un hombre con el que poder vivir. Con quien poder envejecer. Un hombre que le sostuviera la mano mientras daba a luz a su hijo.

Era tan imposible que había descartado ese sueño hacía un sinfín de años.

Hasta ese momento jamás había conocido a alguien que la hiciera anhelar un imposible. No hasta que se cruzó con un par de ojos negros y escuchó a un guerrero vikingo hablar sobre cómo mantener a un chico a salvo.

Un hombre que se arrepentía de su pasado.

En ese momento sí lo anhelaba, aunque fuese imposible.

Jamás podría quedarse con Wulf y, aun cuando pudiera hacerlo, moriría en cuestión de meses.

Enterró la cabeza entre las manos y se echó a llorar.