5

—Bienvenidos al kolasi —dijo Stryker entre dientes, utilizando la palabra atlante que denominaba al infierno, mientras estudiaba a los líderes del ejército daimon, listo para atacar en cuanto él diera la orden.

Lo había dirigido durante once mil años, puesto que era el hijo de la Destructora atlante.

Esos daimons, elegidos por la misma diosa y entrenados por él, eran asesinos de élite. Entre los daimons se les conocía como spati. Un término que tanto los Cazadores Oscuros como los apolitas habían corrompido, ya que no comprendían lo que era un verdadero spati. Denominaban así a cualquier daimon que les hiciera frente. Sin embargo, se equivocaban. Los verdaderos spati eran algo muy distinto.

No eran los hijos de Apolo. Eran sus enemigos, al igual que lo eran de los humanos y de los Cazadores Oscuros. Hacía mucho tiempo que los spati habían dado la espalda a toda herencia griega o apolita que pudieran haber tenido.

Eran los últimos atlantes y estaban orgullosos de serlo.

Ni los Cazadores Oscuros ni los humanos sabían que había miles de ellos. Miles. Con muchos más años de los que cualquier patético humano, apolita o Cazador Oscuro pudiera imaginar. Mientras que los daimons débiles se escondían bajo tierra, los spati utilizaban las láminas, también llamadas madrigueras, para viajar entre dimensiones.

Su hogar estaba en un plano distinto al humano. En Kalosis, donde la misma Destructora sufría su confinamiento y donde jamás llegaba la letal luz de Apolo. Eran su guardia personal.

Sus hijos e hijas.

Solo había unos cuantos que podían conjurar una lámina por sí mismos. Era un don que la Destructora no regalaba con frecuencia. Stryker, hijo de ella, podía salir y entrar a su antojo, pero había elegido quedarse junto a su madre.

Llevaba once mil años a su lado…

Planeando esa noche. Después de que su padre, Apolo, los maldijera y abandonara a una muerte espantosa, había abrazado la causa de su madre sin el menor asomo de duda.

Fue Apolimia quien le mostró el camino que había de seguir. Quien le enseñó a retener las almas humanas en su interior para sobrevivir aun cuando su padre le hubiera condenado a morir a los veintisiete años.

«Sois mis elegidos —les había dicho—. Luchad conmigo y los dioses atlantes volverán a gobernar el mundo.»

Desde aquel día, habían reclutado su ejército con sumo cuidado. Los cuarenta generales que se agrupaban en el «salón de banquetes» eran los mejores guerreros spati. Todos aguardaban a que el espía les informara de la reaparición de la heredera desaparecida.

No habían sabido nada de ella en todo el día. Sin embargo, con la llegada de la noche volvía a estar al alcance de sus manos. En cualquier momento serían libres para adentrarse en la oscuridad de la noche y arrancarle el corazón.

Una idea que le sonaba a música celestial.

Las puertas del salón se abrieron y de la oscuridad surgió el último de sus hijos que seguía con vida, Urian. Vestido de negro de pies a cabeza, igual que él, Urian llevaba su larga melena dorada recogida en una coleta que sujetaba con un cordón de cuero negro.

Su hijo era el más apuesto de todos los presentes, aunque la belleza era algo innato en su raza.

Los oscuros ojos azules de Urian relampagueaban mientras atravesaba el salón con el paso orgulloso y letal de un depredador. La primera vez que atravesó la lámina con él, le resultó extraño hacer de padre de un hombre que aparentaba su misma edad en términos físicos; sin embargo, dejando eso a un lado, eran padre e hijo.

Más aún, eran aliados.

Y mataría a cualquiera que lo amenazara.

—¿Sabemos algo? —le preguntó.

—Todavía no. El espía dice que ha perdido su rastro, pero que volverá a encontrarlo.

Stryker asintió. Había sido él quien les comunicó la noche anterior las noticias de la pelea en la que habían muerto varios daimons. Por regla general, habría pasado inadvertida, pero el espía afirmaba que los daimons se habían referido a su víctima como «la heredera».

Stryker la había buscado por todo el planeta. Habían estado a punto de matarla cinco años atrás en Bélgica, pero el guardaespaldas de la mujer se había sacrificado para que ella escapara.

Desde entonces no habían sabido nada de ella. Nadie la había visto. La heredera había demostrado ser tan astuta como su madre.

De ahí que le hubieran seguido el juego.

Un juego que acabaría esa noche. Con las patrullas que tenía en Saint Paul y los espías que trabajaban para él, estaba seguro de que no tardarían en dar con ella.

Le dio unas palmadas a su hijo en la espalda.

—Quiero al menos a veinte de los nuestros en alerta. No se nos escapará de ningún modo.

—Convocaré a los Illuminati.

Stryker hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Su hijo y él, junto con treinta spati más, formaban los Illuminati, la guardia personal de la Destructora. Cada uno de ellos había hecho un juramento de sangre con su madre para conseguir liberarla del inframundo, de modo que pudiera gobernar la Tierra de nuevo.

Cuando llegara ese día, ellos serían los príncipes. Y solo responderían ante ella.

Por fin había llegado la hora.

Wulf no entendía ese empeño suyo en ir al Infierno, aunque la compulsión era irresistible.

Sospechaba que se debía a la desquiciada necesidad de sentirse cerca de la mujer que rondaba sus sueños. Todavía veía su hermosa sonrisa y sentía la cálida bienvenida de su cuerpo.

Lo que era mejor, aún paladeaba su sabor.

Los recuerdos lo atormentaban. Hacían aflorar sentimientos y deseos de los que había prescindido siglos antes sin el menor remordimiento.

¿Quién los necesitaba?

Sin embargo, eso no disminuía el ansia que sentía por volver a verla.

No tenía sentido.

La posibilidad de volver a verla en el mismo lugar era inexistente.

Pero allí se dirigía. No podía evitarlo. Como si no tuviera control sobre sí mismo y lo guiara una fuerza invisible.

Después de aparcar el coche, atravesó la tranquila calle como un fantasma que vagara en silencio en mitad de la gélida noche. Notaba el frío azote del viento en las partes del cuerpo que no llevaba resguardadas.

Una noche muy parecida a esa fue cuando empezó a formar parte del ejército de Artemisa. En aquella ocasión también estaba buscando algo. Aunque lo que buscaba era de naturaleza muy distinta.

¿O no?

«Eres un alma errante en busca de una paz que no existe. Perdido estarás hasta que descubras la verdad absoluta. No podemos huir de lo que somos. Nuestra única esperanza es asumirlo.»

Seguía sin entender lo que la anciana vidente había intentado decirle la noche que la consultó para que le explicara cómo Morginne y Loki habían intercambiado sus almas.

Tal vez no hubiera una explicación real. Después de todo, vivía en un mundo de locos que parecía desquiciarse aún más por momentos.

Entró en el Infierno. Pintadas de negro tanto en el interior como en el exterior, las paredes del club estaban adornadas con llamas rojas que resplandecían de forma extraña bajo la luz mortecina y parpadeante.

El dueño del club, Dante Pontis, lo recibió en la puerta, donde comprobaba la identidad de los clientes y cobraba la entrada ayudado por dos «hombres». En su forma humana, el katagario iba disfrazado irónicamente de «vampiro». Claro que Dante encontraba la mar de graciosas esas cosas… de ahí el nombre del club.

La pantera llevaba pantalones negros de cuero, botas de motero adornadas con llamas rojas y anaranjadas, y una camisa negra con chorreras. No se había atado el cordoncillo que la cerraba en el pecho, de modo que las chorreras le caían a ambos lados, dejando su torso al descubierto. Su abrigo de cuero negro también tenía un aire decimonónico, pero sabía que era una imitación; una de las ventajas de haber visto los originales en persona era que podía recordar los detalles de la moda de esa época a la perfección.

Dante llevaba el pelo suelto y la larga melena negra le caía sobre los hombros.

—Wulf —lo saludó, mostrando un par de colmillos falsos.

La pantera solo tenía colmillos así de largos en su forma animal.

Wulf ladeó la cabeza al verlo.

—¿Qué coño llevas en la boca?

La sonrisa de Dante se ensanchó, lo que dejó los colmillos más a la vista.

—Las mujeres los adoran. Te diría que te compraras unos, pero sé que los tuyos venían con el paquete.

Wulf soltó una carcajada.

—No pienso hablar de mi paquete.

—Te lo agradezco.

Bromas malas aparte, le gustaba el club, aun cuando a los katagarios no les hiciera gracia su presencia. Era uno de los pocos lugares donde la gente recordaba su nombre. Sí, vale, se sentía como Sam Malone en Cheers, aunque ni Norm ni Cliff lo esperaran sentados en la barra. Más bien estaban Spike y Blade…

El «hombre» que Dante tenía al lado se inclinó hacia delante.

—¿Es un Cazador Oscuro?

El interpelado entrecerró los ojos. Agarró al tipo y lo lanzó en dirección al otro portero.

—Llévate al puto espía arcadio al callejón trasero y encárgate de él.

El arcadio se quedó lívido.

—¿Cómo? No soy arcadio.

—No me vengas con gilipolleces —masculló Dante—. Conociste a Wulf hace dos semanas y si en realidad fueras un katagario, lo recordarías. Una de dos, o eres un humano o un puto hombre-pantera.

Wulf enarcó una ceja al escuchar un insulto que los katagarios no solían usar con ligereza. Utilizar el término «hombre» más el de un animal era una enorme ofensa para ellos, que se enorgullecían del hecho de ser animales capaces de adoptar forma humana y no al contrario.

Toleraban a duras penas que les pusieran el nombre de Cazadores junto al de Katagario por la única razón de que en realidad daban caza a los arcadios, que eran humanos capaces de adoptar forma animal. Además, los machos katagarios solían dar caza a las mujeres humanas… con fines sexuales. Al parecer, el sexo les resultaba mucho más placentero en forma humana que en forma animal y el macho de la especie tenía un apetito voraz en ese ámbito.

Por desgracia para Wulf, las féminas que podían recordarlo, las katagarias, no solían buscar pareja fuera de su especie. Al contrario que los machos, ellas solo se apareaban cuando buscaban una pareja estable. Ellos lo hacían por el disfrute y nada más.

—¿Qué vais a hacerle? —le preguntó a Dante mientras el portero se llevaba al arcadio.

—¿Y a ti qué te importa? Yo no me meto en tus asuntos y tú no te metes en los míos.

Wulf meditó sobre lo que debía hacer, pero si el tipo era en realidad un espía arcadio, podría apañárselas solito y rechazaría la ayuda, sobre todo si provenía de un Cazador Oscuro. Tanto los arcadios como los katagarios eran muy independientes y odiaban que cualquiera interfiriera en sus asuntos.

Así que cambió de tema.

—¿Hay algún daimon en el club? —preguntó.

Dante negó con la cabeza.

—Pero está Corbin. Lleva una hora más o menos. Dice que la noche está tranquila. Hace demasiado frío para que salgan los daimons.

Wulf asintió al escuchar el nombre de la Cazadora Oscura con la que compartía la zona. Siendo así, no podría quedarse mucho en el club, a menos que ella estuviera a punto de marcharse.

Entró y fue a saludarla.

Esa noche no había ningún grupo tocando en directo. Un DJ se encargaba de pinchar una música estruendosa con voces operísticas que, según le había oído decir a Chris, se llamaba «goth metal».

El club estaba a oscuras, salvo por los destellos intermitentes de los focos. Para su vista de Cazador Oscuro eran una tortura; una idea de Dante para conseguir que interfirieran lo menos posible en sus asuntos mientras estaban en el local. Sacó las gafas de sol y se las puso con el fin de aliviar el dolor.

Había gente bailando en la pista, ajena a todo lo que le rodeaba.

—A las buenas.

La voz de Corbin tan cerca de su oído le hizo dar un respingo. La Cazadora controlaba el tiempo y era capaz de teletransportarse. Le encantaba sorprender a la gente apareciendo de repente…

Se dio la vuelta para ver cara a cara a la guapísima pelirroja. Alta, esbelta y letal, Corbin fue una reina griega en su vida mortal. Todavía conservaba un aire regio y cierta arrogancia en su modo de tratar a los demás que despertaba el deseo de lavarse las manos, antes de rozarla siquiera, para no mancharla.

Había muerto intentando salvar a los suyos de la invasión de una tribu bárbara, la cual había sido sin duda precursora de los vikingos.

—Hola, Binny —replicó, utilizando el apodo que solo tenían permitido utilizar unos cuantos elegidos.

Ella le colocó una mano en el hombro.

—¿Estás bien? Pareces cansado.

—No me pasa nada.

—No sé. Tal vez debería mandarte a Sara unos días para que reemplace a Chris y se encargue de ti.

Wulf le cubrió la mano con una de las suyas, agradecido por esa muestra de preocupación.

Sara Addams era la escudera de Corbin.

—Es lo que me hacía falta… una escudera que no recuerde que tenía que servirme.

—¡Uf, cierto! —exclamó ella, arrugando la nariz—. Había olvidado ese pequeño inconveniente.

—No te preocupes. No tiene nada que ver con Chris. Es que últimamente no consigo dormir bien.

—Lo siento.

Wulf se percató de que varios katagarios los observaban.

—Creo que los estamos poniendo nerviosos.

Corbin se echó a reír mientras ojeaba el club.

—Es posible. Pero me apuesto lo que quieras a que presienten lo mismo que yo.

—¿Y qué es?

—Algo va a pasar aquí esta noche. Por eso he venido. ¿Tú no lo sientes?

—No tengo ese poder.

—Pues no sabes la suerte que tienes, porque es una putada. —Corbin se alejó de él—. Pero ya que estás aquí, voy a salir a que me dé un rato el aire y te dejo el Infierno a ti. No quiero quedarme sin mis poderes.

—Nos vemos luego.

Ella asintió con la cabeza y se desvaneció de repente. Wulf esperaba que ningún humano la hubiera visto hacerlo. Atravesó el local con una extraña sensación de distanciamiento. No sabía por qué estaba en ese lugar. Era una estupidez.

No estaría de más marcharse como Corbin.

Se dio la vuelta y se quedó de piedra…

Cassandra no se sentía a gusto esa noche en el Infierno. Su mente insistía en rememorar la noche anterior. Hasta Kat percibía su malestar.

Había dos voces enfrentadas en su cabeza. Una le decía que se marchara de inmediato y otra insistía en que se quedara.

Estaba comenzando a plantearse si sufría de esquizofrenia o algo así.

Michelle y Tom se acercaron a ellas.

—Hola, odio dejaros tiradas, pero Tom y yo nos vamos a un lugar tranquilo donde podamos hablar, ¿vale?

Cassandra los miró con una sonrisa.

—Claro. Divertíos.

En cuanto se alejaron, miró a Kat.

—No hace falta que nos quedemos, ¿no?

—¿Estás segura de que quieres marcharte?

—Sí, eso creo.

Se puso en pie y cogió el bolso. Estaba poniéndose el abrigo sin prestar atención a nada más cuando se dio de bruces con alguien tan sólido como un muro.

—¡Vaya! Lo sien… —Dejó la frase en el aire cuando alzó la cabeza y vio el rostro que había estado rondando sus sueños.

¡Era él!

Conocía, en el sentido más bíblico de la palabra, cada centímetro de ese espléndido y duro cuerpo masculino.

—¿Wulf?

Wulf se quedó completamente pasmado al escuchar su nombre de sus labios.

—¿Me conoces?

Un adorable rubor le cubrió el rostro y entonces supo que…

No habían sido sueños.

Ella hizo ademán de alejarse.

—Cassandra, espera.

Cassandra se quedó de piedra al escuchar su nombre de sus labios.

¡Sabía cómo se llamaba!

«¡Corre!», le dijo una vocecilla muy parecida a la voz de su madre, aunque la orden quedó ahogada por esa parte de sí misma que se negaba a alejarse de él.

Wulf le tendió la mano.

Cassandra se quedó sin aliento mientras la contemplaba, anhelando su contacto. Su contacto real.

Antes de pensar en lo que hacía, extendió su propio brazo. Cuando estaba a punto de tocarlo, un destello extraño que iluminó la espalda de Wulf le llamó la atención.

Echó un vistazo hacia la pista de baile y vio una imagen muy rara, parecida a un espejo. De su interior surgió un hombre que parecía la encarnación del mal.

Con más de dos metros de altura, el tipo iba vestido de negro de los pies a la cabeza y llevaba el pelo negro muy corto. Su rostro era sublime. Era tan guapo como Wulf y, al igual que este, llevaba gafas de sol. El único color que se apreciaba en su atuendo era el dibujo de su chupa: un sol amarillo chillón con un dragón negro en el centro.

Por más que tuviera el pelo negro, se trataba de un daimon. Todos los instintos apolitas que poseía se lo estaban diciendo a gritos. Además, un grupo de daimons atravesó el portal tras él. Todos rubios y vestidos de negro.

Exudaban un magnetismo y una virilidad sobrenaturales. Aunque, lo que era mucho peor, también exudaban una determinación letal.

No habían ido para alimentarse, sino para matar.

Retrocedió con un jadeo.

Wulf se dio la vuelta para mirar lo que acababa de sorprender a Cassandra. Se quedó boquiabierto al ver que un grupo de daimons entraba en el club utilizando una madriguera.

Dante llegó corriendo desde la entrada, aunque se convirtió en pantera en plena carrera. Antes de que pudiera llegar hasta ellos, el daimon del pelo negro le lanzó una descarga astral.

El katagario cayó al suelo con un grito mientras cambiaba de una forma a otra de modo intermitente.

El caos estalló entre la clientela.

—¡Encargaos de los humanos! —gritó el DJ por los altavoces, avisando a los katagarios presentes en el local de que debían reunir a los humanos y borrarles la memoria. O modificar sus recuerdos, tal como hacían cada vez que algo «extraño» sucedía en el club.

Aunque lo más importante era protegerlos.

Los daimons se desplegaron por el local, rodeándolos y atacando a cualquier katagario que se les acercara.

Wulf se precipitó entre la multitud para atacar.

Agarró a uno de los daimons que llevaba el pelo recogido en una coleta y le dio la vuelta para que lo mirara de frente. El tipo se puso fuera de su alcance.

—Esto no va contigo, Cazador Oscuro.

Wulf se sacó dos largas dagas de las botas.

—Yo creo que sí.

Atacó, pero para su sorpresa, el daimon se movió como una exhalación. Respondió a cada uno de sus movimientos con un contraataque.

¡Joder! Jamás había visto a ningún daimon que se moviera así.

—¿Qué eres? —le preguntó a su contrincante.

El daimon se echó a reír.

—Somos spati, Cazador Oscuro. Las criaturas más letales que pueblan la oscuridad de la noche. Mientras que tú… —dijo recorriéndolo con una mirada desdeñosa—. No eres más que un farsante.

El daimon lo cogió por el cuello y lo arrojó al suelo. El golpe fue tan fuerte que lo dejó sin aire y lo obligó a soltar las dagas.

Su oponente se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo como si no fuera más que un pelele.

Consiguió quitárselo de encima a duras penas. Las peleas entre los katagarios y los daimons se sucedían por todo el local. Preocupado por Cassandra, echó un vistazo y la descubrió en un rincón alejado, escondida junto a una rubia.

Tenía que sacarla de allí.

El daimon contra el que peleaba siguió su mirada.

—¡Padre! —gritó—. ¡La heredera! —exclamó, señalando directamente a Cassandra.

Wulf aprovechó la distracción para asestarle una patada y alejarlo.

Como si fueran un solo individuo, los spati se zafaron de sus respectivos oponentes y saltaron hacia el lugar donde Cassandra y la rubia estaban escondidas.

Cayeron todos del cielo, literalmente y en formación, a escasos metros del lugar.

Wulf echó a correr hacia ellas, pero antes de que pudiera llegar, la rubia que estaba agazapada junto a Cassandra se enderezó.

El líder de los daimons se detuvo al instante.

La rubia extendió los brazos como si tuviera intención de apartarlos de Cassandra. De repente, un torbellino de origen desconocido comenzó a azotar el interior del club. Los daimons se detuvieron.

Se abrió otro brillante portal en mitad de la pista de baile.

—Es la lámina —dijo el daimon con el que se había enfrentado Wulf con un deje burlón. Se giró hacia la rubia y la miró con expresión asesina.

Los daimons atravesaron el portal uno a uno, visiblemente enfurecidos. Todos salvo el líder.

Su mirada siguió clavada en la rubia, sin flaquear.

—Esto no ha acabado —masculló.

Ella no retrocedió ni se acobardó. Parecía estar hecha de piedra. O tal vez le hubiera dado un pasmo.

El líder de los daimons dio media vuelta y entró sin prisa alguna en el portal, que se desvaneció en cuanto lo hubo atravesado.

—¿Kat? —la llamó Cassandra cuando se enderezó.

La rubia se tambaleó hacia atrás.

—¡Dios mío! Creí que estaba muerta —replicó ella con un hilo de voz mientras temblaba de los pies a la cabeza—. ¿Los has visto?

Cassandra asintió mientras él se acercaba a ellas.

—¿Qué eran? —preguntó la rubia.

—Daimons spati —contestó Cassandra con un hilo de voz. Miraba estupefacta a su compañera—. ¿Qué les has hecho?

—Nada —respondió ella, con expresión inocente—. Me limité a plantarme frente a ellos. ¿Por qué se han marchado?

Wulf la miró con recelo. No había razón alguna que hubiera obligado a los daimons a marcharse. Iban ganando la pelea.

Por primera vez en su vida había albergado ciertas dudas sobre su capacidad para derrotarlos.

Corbin se acercó a ellos.

—¿Has pulverizado a alguno?

Wulf meneó la cabeza mientras se preguntaba cuándo habría regresado la Cazadora. Ni siquiera había percibido que sus poderes mermaran. Pero claro, dada la tunda que le estaba dando el spati, no era de extrañar…

Corbin se frotó el hombro como si hubiera resultado herida en la lucha.

—Yo tampoco.

El impacto de semejante noticia los sobrecogió a ambos.

Los dos se dieron la vuelta para mirar a Cassandra.

—¿Venían a por ti? —preguntó Wulf. Parecía terriblemente incómoda—. Tú encárgate de Dante y los suyos —le dijo a Corbin—. Yo me encargo de esto.

La Cazadora se alejó mientras él volvía a prestar atención a Cassandra y a la tal Kat.

—¿Cómo es posible que me recuerdes? —Aunque la respuesta era tan obvia que hasta él la sabía—. Eres una apolita, ¿verdad? —Imposible que fuese una katagaria. El aura que las rodeaba era inconfundible.

Cassandra bajó la vista al suelo mientras susurraba:

—Medio apolita.

Wulf soltó un taco. Claro, ya lo entendía todo.

—Así que ¿eres la heredera apolita que tienen que matar para acabar con su maldición?

—Sí.

—¿Por eso has estado jodiendo mis sueños? ¿Es que esperabas que te protegiera?

Ofendida, Cassandra le lanzó una mirada furibunda.

—No te he hecho nada, capullo. En todo caso, eres tú quien me lo ha hecho a mí.

¡Ja! Esa sí que era buena…, pensó Wulf.

—Sí, claro… En fin, no te ha funcionado. Mi trabajo consiste en matar a los tuyos, no en protegerlos. Tendrás que apañártelas tú solita, princesa.

Se dio la vuelta y se alejó.

Cassandra se debatía entre el deseo de abofetearlo y el de echarse a llorar.

En cambio, lo siguió y lo detuvo tirándole del brazo.

—Para que lo sepas, no necesito que me protejan. Ni tú ni nadie. Y lo último que haría sería pedirle al Satán de mi pueblo que me protegiera. No eres más que un asesino, igual que los daimons a los que das caza. Al menos ellos aún conservan sus almas.

Con el rostro crispado, Wulf se zafó de su mano y se marchó.

Cassandra sentía deseos de ponerse a chillar por el modo en que había acabado todo. Y en ese momento cayó en la cuenta de que había una parte de sí misma a la que le gustaba ese hombre. Había sido tan tierno en sus sueños…

Tan amable…

Ya podía olvidar sus esperanzas de preguntarle por los suyos. Ese no era el hombre con el que había soñado. En carne y hueso era horrible. ¡Horrible!

Echó un vistazo por el club. Las mesas estaban volcadas y los katagarios intentaban arreglar el desastre.

La situación se había convertido en una pesadilla.

—Ven —le dijo Kat—. Vámonos a casa antes de que regresen los daimons.

Sí. Quería irse a casa. Quería olvidar que esa noche había ocurrido y como a Wulf se le ocurriera poner un pie en sus sueños…

En fin, si había creído duros de pelar a los spati, ya podía ir preparándose para luchar con ella…

Stryker dejó a sus hombres en el salón y fue a ver a Apolimia. De entre los spati, solo él tenía permiso para hacerlo.

Su templo era el edificio más grande de todo Kalosis. El mármol negro brillaba aun en la penumbra del inframundo. En el interior montaba guardia una pareja de feroces ceredones, unas criaturas con cabeza de perro, cuerpo de dragón y cola de escorpión. Ambos le gruñeron, pero mantuvieron las distancias. Hacía mucho que habían aprendido que él era uno de los cuatro seres que tenían permitido acercarse a la Destructora.

Encontró a su madre en la salita, sentada en el sofá y flanqueada por dos de sus demonios carontes. Xedrix, el macho, que era su guardaespaldas personal, estaba a su derecha. Tenía la piel de color azul marino y los ojos de un amarillo chillón. De entre el pelo, también azul, surgían un par de cuernos negros y sus alas eran de un rojo intenso. Estaba totalmente inmóvil, con una mano colocada muy cerca del hombro de la Destructora.

El otro demonio era de nivel inferior, pero por algún motivo personal, su madre parecía proteger a Sabina. Esta tenía una larga melena verde que favorecía el tono amarillo de su piel. Sus ojos eran del mismo color que el pelo y tenía las alas y los cuernos de un extraño tono naranja.

Los demonios lo observaron con recelo, pero ninguno se movió ni habló mientras su madre guardaba silencio, como si estuviera absorta en sus pensamientos.

Las ventanas, que estaban abiertas, daban a un jardín donde solo crecían flores negras, en memoria de su hermano. El otro hijo de la Destructora había muerto incontables siglos antes y ella seguía llorando su muerte.

En la misma medida que celebraba el hecho de que él siguiera con vida.

Las ondas de su larga melena dorada la rodeaban con su perfección. Aun cuando era más vieja que el tiempo, el rostro de Apolimia era el de una joven que no llegaba a los treinta años. Su vestido negro de gasa se fundía con el sofá, dificultando la tarea de distinguir dónde acababa uno y empezaba el otro.

Miraba hacia el exterior sin mover un solo músculo, con un almohadón de satén negro en el regazo.

—Están intentando liberarme.

Stryker hizo una pausa antes de replicar:

—¿Quiénes?

—Esos estúpidos griegos. Creen que me alinearé con ellos por gratitud. —Soltó una seca carcajada.

Stryker esbozó una sonrisa desabrida. Su madre odiaba al panteón griego con saña.

—¿Lo conseguirán?

—No. El Electi los detendrá. Como siempre. —Giró la cabeza para mirarlo.

Sus ojos eran tan claros que parecían incoloros. La escarcha que le cubría las pestañas lanzaba destellos y su piel translúcida tenía un tono iridiscente, lo que le confería una apariencia frágil y delicada. Sin embargo, no había nada frágil en la Destructora.

Tal como indicaba su nombre, era la destrucción personificada. Había enviado a todos los miembros de su familia a la muerte, de donde nunca regresarían.

Su poder era absoluto y solo a través de la traición habían logrado encerrarla en Kalosis, desde donde podía observar el mundo de los humanos sin intervenir. Sus daimons y él podían utilizar las madrigueras para salir de esa dimensión y volver sin problemas, pero ella no.

Al menos no hasta que el sello de la Atlántida se rompiera, y él no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo. Apolimia jamás se lo había confiado.

—¿Por qué no has matado a la heredera? —le preguntó.

—La Abadonna abrió el portal.

Su madre seguía tan inmóvil que parecía irreal. De repente, se echó a reír. Su risa era delicada y flotó en el aire con la cadencia de una melodía.

—Muy buena, Artemisa —dijo en voz alta—. Estás aprendiendo. Pero eso no te salvará. Ni a ti ni a ese miserable hermano tuyo al que proteges. —Se puso en pie, dejó el almohadón en el sofá y se acercó a él—. ¿Estás herido, m’gios?

Como siempre sucedía cuando Apolimia se refería a él como «hijo», Stryker sintió una oleada de alegría.

—No.

Xedrix avanzó para susurrarle algo a la Destructora al oído.

—No —replicó ella en voz alta—. Nadie tocará a la Abadonna. Tiene lealtades enfrentadas y no me aprovecharé de su bondad… no como hacen otras diosas que todos conocemos… Ella es inocente en este asunto y no la castigaré por ello. —Se dio unos golpecitos en la barbilla con los dedos—. La pregunta es: ¿qué está planeando esa zorra de Artemisa? —Cerró los ojos—. Katra… —murmuró, llamando a la Abadonna. Segundos después resopló, contrariada—. Se niega a contestar. Muy bien —dijo con una voz que Stryker sabía que podría traspasar dimensiones de modo que Katra la escuchara—. Protege a Artemisa y a la heredera de Apolo si es tu deber. Pero ten presente que no podrás detenerme. Nadie puede.

Se dio la vuelta para enfrentarlo.

—Tendremos que separar a Katra de la heredera.

—¿Cómo? Si la Abadonna sigue abriendo el portal, nos anulará. Sabes que debemos traspasarlo cada vez que alguien lo abre.

La Destructora volvió a reírse.

—La vida es como una partida de ajedrez, Strykerio, ¿todavía no lo has comprendido? Cada vez que mueves los peones para protegerlos, dejas a la reina indefensa ante un ataque.

—¿Y eso significa…?

—Que la Abadonna no tiene el don de la ubicuidad. Si no puedes llegar hasta la heredera, ataca a alguien importante para la Abadonna.

Stryker sonrió al comprender las implicaciones.

—Estaba deseando que dijeras eso.