4

Chris suspiró al acercarse al aula de Inglés Antiguo. Llevaba un día de perros. Su vida debería ser genial. Tenía dinero a espuertas. Disfrutaba de todos los lujos habidos y por haber. No había ninguna cosa en el mundo que no pudiera obtener con solo pedirla.

De hecho, Wulf incluso había llevado a Britney Spears para que cantase en su vigésimo primer cumpleaños la primavera anterior. El único problema era que solo habían asistido sus guardaespaldas y él, además de Wulf, que había estado todo el rato revoloteando para que no se comiera la cabeza… ni se la abriera con algo.

Por no mencionar los tres millones de veces que le había pedido que le tirara los tejos a la cantante. O que como poco le pidiera matrimonio… proposición que ella había rechazado entre carcajadas que aún le resonaban en los oídos.

Lo único que deseaba era una vida normal. No, lo que más deseaba era ser libre.

Y esas eran las dos únicas cosas que no podía conseguir.

Wulf no le permitía abandonar la casa sin sus perros falderos. Los únicos momentos en los que podía ir a cualquier lado era cuando Aquerón en persona, el líder de los Cazadores Oscuros, iba a buscarlo y lo acompañaba donde quisiera, aunque no le quitara los ojos de encima. Todos y cada uno de los miembros del Consejo de Escuderos estaban al tanto de que Chris era el último descendiente del hermano de Wulf. Y como tal, lo protegían con más celo que al tesoro nacional.

Se sentía como un extraterrestre y lo único que deseaba era un sitio donde no fuera un bicho raro.

Sin embargo era imposible. No había forma de escapar de su destino.

No había forma de escapar de lo que era…

El último heredero.

Sin él y sus descendientes, Wulf estaría solo para toda la eternidad, ya que únicamente un humano nacido de su linaje podía recordarlo.

El único problema era que debía encontrar una madre para esos hijos, y ninguna quería presentarse voluntaria.

El rechazo de Belinda aún resonaba en sus oídos y eso que habían pasado diez minutos. «¿Salir contigo? Por favor… Llámame cuando crezcas y aprendas a vestirte bien.»

Apretó los dientes y trató de no pensar en sus crueles palabras. Se había puesto sus mejores chinos y un jersey azul marino solo para pedirle una cita. Pero sabía que no era muy elegante ni estaba en la onda.

Tenía la habilidad social de una ameba. La cara normal y corriente del vecino de al lado y la seguridad en sí mismo de un caracol.

Dios, era patético.

Hizo una pausa en la puerta de clase para observar a los dos Escuderos Theti que lo seguían a una distancia «discreta». Con poco más de treinta años, ambos medían más de un metro ochenta, tenían el pelo oscuro y lucían expresiones severas. Puesto que se los había asignado el Consejo de Escuderos, su único deber era protegerlo y asegurarse de que no le ocurría nada hasta que engendrara los hijos suficientes como para que Wulf estuviera bien contento.

Aunque tampoco corría mucho peligro a plena luz del día. En muy pocas ocasiones un doulos, un sirviente humano de los apolitas, atacaba a un escudero; de hecho, esos ataques eran tan excepcionales que saldrían en primera plana.

Tenía prohibido abandonar la propiedad de noche, a menos que tuviera una cita. Algo que parecía imposible después de que su primera y única novia lo dejara tirado.

Suspiró ante la mera idea de intentar que alguien saliera con él. Todas lo rechazarían en cuanto se enteraran de que debían someterse a un sinfín de análisis de sangre y de revisiones físicas.

Refunfuñó entre dientes.

Mientras estaba en clase, los Escuderos Theti montaban guardia junto a la puerta, detalle que aumentaba todavía más su fama de bicho raro por su naturaleza solitaria.

¿Y quién podía culparlo por ser una persona solitaria? ¡Joder! Si había crecido en una casa en la que tenía prohibido correr por si se hacía daño… Cada vez que pillaba un resfriado, el Consejo de Escuderos mandaba llamar a los mejores especialistas de la Clínica Mayo para tratarlo. Los pocos niños que su padre le había llevado para que jugaran con él, todos hijos de otros escuderos, tenían órdenes estrictas de no tocarlo jamás y de no hacerle enfadar ni hacer nada que enfadara a Wulf.

Así que sus «amigos» llegaban a casa, se sentaban y se ponían a ver la televisión con él. Apenas abrían la boca por miedo a meterse en problemas y ni uno solo se atrevió a llevarle un regalo ni a compartir con él una patata frita. Cualquier juguete debía ser examinado a fondo y descontaminado antes de que se le permitiera jugar con él. Después de todo, el germen más minúsculo podría dejarlo estéril o, Dios no lo quisiera, matarlo.

Sobre sus hombros llevaba la pesada carga de contribuir a la reproducción de la especie humana o, para ser más exactos, de que el linaje de Wulf se reprodujera.

El único amigo de verdad que tenía era Nick Gautier, un escudero reclutado a quien había conocido a través de internet hacía un par de años. Demasiado nuevo en su mundo como para conocer su estatus intocable, Nick lo había tratado como a un ser humano corriente y moliente, y había convenido con él en que su vida era una mierda por más lujos que disfrutara.

Joder, la única razón por la que había convencido a Wulf de que le dejara asistir a la facultad en lugar de contratar a profesores particulares para que le dieran clases en casa era el hecho de que allí tenía una posibilidad real de encontrar a una donante de óvulos adecuada. Wulf se había puesto loco de contento con la idea y todas las noches lo sometía al tercer grado para averiguar si había encontrado a alguna mujer.

Para ser más exactos, para saber si se la había tirado o no.

Suspiró de nuevo y entró en el aula con la cabeza gacha para no ver las miradas socarronas ni las risillas que la mayoría de sus compañeros le lanzaban. Si no lo odiaban por ser el preferido del profesor Mitchell, lo odiaban por ser un empollón más rico que Creso. Ya estaba acostumbrado.

Bajó uno de los asientos libres que había al fondo y sacó la libreta y el libro de texto.

—Hola, Chris.

Dio un respingo al escuchar esa voz femenina y amable.

Levantó la vista y se topó con la radiante sonrisa de Cassandra.

Se quedó mudo de asombro y le costó todo un minuto responder.

—Hola —replicó con un hilo de voz.

Se odiaba por ser tan estúpido. Nick ya la tendría comiendo de su mano.

Cassandra se sentó a su lado.

Él rompió a sudar. Carraspeó e intentó por todos los medios desentenderse de su presencia y del ligero perfume a rosas que emanaba de ella. Siempre olía de maravilla.

Cassandra abrió su libro por donde tocaba y miró a Chris. Parecía incluso más nervioso que en la cafetería.

Bajó la vista hasta su mochila con la esperanza de atisbar de nuevo ese escudo, pero él lo había ocultado por completo.

Mierda.

—Oye, Chris… —dijo en voz baja al tiempo que se acercaba un poco más a él—. Me preguntaba si podíamos pasar un rato estudiando juntos.

El muchacho palideció y por un momento le dio la impresión de que iba a salir corriendo.

—¿Estudiar? ¿Tú y yo?

—Claro. Dijiste que esto se te daba muy bien y me gustaría sacar un sobresaliente en el examen. ¿Qué te parece?

Chris se frotó la nuca con nerviosismo… Un tic nervioso al parecer, ya que lo hacía muy a menudo.

—¿Estás segura de que quieres que estudiemos juntos?

—Sí.

El muchacho esbozó una sonrisa tímida, pero se negó a mirarla a los ojos.

—Claro, supongo que estaría bien.

Cassandra se reclinó en el respaldo con una sonrisa satisfecha cuando el profesor Mitchell entró en el aula y los mandó callar.

Había pasado horas en el sitio web de los Cazadores Oscuros desde la última clase y la había examinado de cabo a rabo. A primera vista, era exactamente igual que cualquier otra página de un juego de rol o de una serie de libros.

Sin embargo, se necesitaba contraseña para entrar en muchas secciones. Subforos y apartados ocultos a los que no había podido acceder por mucho que lo había intentado. Tenía muchos puntos en común con el sitio web de los apolitas.

No, no se trataba de un foro para jugadores de rol. Se había topado con los verdaderos Cazadores Oscuros. Estaba segura.

Eran el último gran misterio del mundo moderno. Mitos vivientes sobre los que nadie sabía nada.

Nadie salvo ella. E iba a encontrar la manera de traspasar sus defensas y encontrar respuestas aunque le fuera la vida en el intento.

Aguantar toda la clase mientras el profesor se explayaba con la historia de Hrothgar y Skild fue lo más difícil que había hecho en toda su vida. En cuanto terminó, guardó sus cosas y esperó a Chris.

Al acercarse a la puerta, vio a los dos hombres vestidos de negro que se colocaron de inmediato a su lado mientras la observaban de arriba abajo.

Chris dejó escapar un suspiro agobiado.

Eso le arrancó una carcajada a su pesar.

—¿Van contigo?

—Ojalá pudiera decir que no.

Le dio unas palmaditas en el brazo. Señaló con la barbilla hacia el otro lado del pasillo, donde Kat se estaba poniendo de pie mientras guardaba su libro.

—Yo también tengo una.

Chris sonrió al escucharlo.

—Gracias a Dios que no soy el único.

—No, tranquilo. Ya te dije que te entendía a la perfección.

El alivio que leyó en el rostro del muchacho era casi palpable.

—Bueno, ¿cuándo te gustaría empezar a estudiar?

—¿Qué te parece ahora mismo?

—Vale, ¿dónde?

Solo había un lugar en el que se moría por entrar. Esperaba que le diera más pistas sobre el hombre a quien conoció la noche anterior.

—¿En tu casa?

El nerviosismo regresó al instante, confirmando sus sospechas.

—No creo que sea muy buena idea…

—¿Por qué?

—Bueno… verás… Yo… La verdad es que no creo que sea una buena idea, ¿vale?

El primer obstáculo. Se obligó a ocultar su irritación. Tendría que hilar muy fino si quería atravesar sus defensas. Pero lo entendía a la perfección. Después de todo, ella misma tenía sus secretos.

—Vale, elige tú.

—¿La biblioteca?

La proposición le puso los pelos de punta.

—Jamás consigo relajarme en ese sitio. Siempre ando con el miedo de que me manden callar. ¿Qué te parece si vamos a mi apartamento?

La idea lo dejó absolutamente desconcertado.

—¿En serio?

—Pues claro. No muerdo ni nada de eso, ¿sabes?

Chris se echó a reír.

—Ya, yo tampoco. —Dio un par de pasos con ella antes de girarse hacia sus guardaespaldas—. Vamos a su casa, ¿vale? ¿Por qué no os vais a comprar un donuts o algo así?

No le hicieron el menor caso.

Kat soltó una carcajada.

Cassandra abrió la marcha hasta el aparcamiento de estudiantes y una vez allí le dio las indicaciones necesarias para llegar a su apartamento.

—¿Nos vemos allí?

Chris asintió y se dirigió hacia un Hummer rojo.

Ella corrió hasta su Mercedes gris, donde Kat ya la esperaba en el asiento del conductor. Se pasó todo el trayecto temiendo que Chris se retrasara o, peor aún, que cambiara de opinión.

Esperaba que al menos no lo hiciera hasta que tuviera la oportunidad de registrar su mochila.

Tuvo que soportar dos aburridísimas horas de estudio de Beowulf más una cafetera completa hasta que Chris la dejó a solas un instante con su mochila mientras él iba al cuarto de baño. Kat se había metido en su dormitorio hacía bastante tiempo con la excusa de que las lenguas muertas y el entusiasmo que Chris demostraba por ellas le provocaban migraña.

Tan pronto como Chris desapareció, comenzó a buscar.

Por suerte, no tardó mucho en encontrar lo que buscaba…

Encontró la agenda en la mochila, justo donde la vio en la cafetería. Las cubiertas eran de cuero repujado y había un extraño símbolo en la cubierta: un doble arco y una flecha que apuntaba hacia la parte superior derecha.

Igualito que el que había visto en el hombro de Wulf en el sueño…

Pasó la mano sobre el cuero marrón antes de abrirlo… y descubrir que todo estaba escrito en caracteres rúnicos. El idioma era muy similar al inglés antiguo, pero era incapaz de descifrarlo.

¿Nórdico antiguo, quizá?

—¿Qué estás haciendo?

Dio un respingo al escuchar la seca pregunta de Chris. Tardó un par de segundos en inventarse una excusa que no lo hiciera sospechar aún más.

—Eres uno de esos jugadores, ¿verdad?

La miró con los ojos entrecerrados y una expresión suspicaz.

—¿De qué estás hablando?

—Yo… bueno, entré en Dark-Hunter.com y vi un montón de anuncios y avances de libros y juegos. Y como había visto tu agenda en la cafetería, pues me preguntaba si serías uno de los jugadores.

Sabía que Chris la estaba estudiando para decidir qué le respondía, si acaso consideraba sensato hacerlo.

—Sí, mi amigo Nick dirige el sitio —dijo tras una larga pausa—. Tenemos un montón de jugadores interesantes.

—Ya me di cuenta. ¿Tú también utilizas un apodo, como Hellion o Rogue?

Chris se acercó a ella y le quitó la agenda de las manos.

—No, yo utilizo «Chris», sin más.

—Vaya… ¿Y qué se cuece en los subforos privados?

—Nada —respondió con demasiada rapidez—. Solo estamos un puñado de tíos dándonos la vara los unos a los otros.

—Entonces, ¿por qué son privados?

—Porque sí. —Devolvió la agenda a su mochila—. En fin, tengo que irme. Buena suerte con el examen.

Quiso detenerlo y hacerle más preguntas, pero era evidente que no tenía intención de desvelarle nada más sobre sus amigos ni sobre él mismo.

—Gracias, Chris. Me ha venido muy bien tu ayuda.

Él asintió y se marchó a toda prisa.

A solas en la cocina, siguió sentada en la silla mordisqueándose el pulgar mientras decidía qué hacer a continuación. Pensó en seguir a Chris hasta su casa, pero eso podía ser contraproducente. Sus guardaespaldas la pillarían seguro, por mucha habilidad que tuviera Kat al volante.

Se levantó y se fue a su dormitorio para encender el portátil.

Vale, el sitio Dark-Hunter.com estaba diseñado como si los Cazadores fueran los protagonistas de un libro. La mayoría de la gente se lo tragaría, pero ¿qué ocurriría si lo enfocaba sin perder de vista la idea de que todo era real?

Se había pasado toda la vida ocultándose y si había aprendido algo… era que el mejor lugar para esconderse era a plena vista. Las personas tenían la manía de no ver lo que estaba delante de sus narices.

Y aunque sí lo vieran, se inventaban la manera de justificar lo injustificable. Se decían que serían imaginaciones suyas o las bromas de algún crío.

Estaba claro que los Cazadores Oscuros eran de la misma opinión. No había que olvidar que en ese mundo tan moderno, todos habían oído hablar de los vampiros y de los demonios, pero se los tomaba como leyendas de la gran pantalla, así que no tendrían ni que esconderse. La mayoría de la gente los tacharía de excéntricos y punto.

Observó la presentación del sitio web antes de pasar a las reseñas biográficas de cada uno de los Cazadores Oscuros que aparecía en la lista.

Había un personaje llamado Wulf Tryggvason cuyo escudero se llamaba Chris Eriksson. Supuestamente, Wulf era un vikingo víctima de una maldición…

Copió el nombre de Wulf y a continuación buscó en el Nillstrom, un buscador especializado en historia y antiguas leyendas nórdicas.

—¡Bingo! —exclamó al ver que aparecían varias entradas.

Nacido de madre cristiana gala y padre nórdico, Wulf Tryggvason había sido un famoso aventurero de mediados del siglo VIII de quien se desconocía la fecha de su muerte. De hecho, solo decía que había desaparecido al día siguiente de vencer en la batalla a un señor de la guerra mercio que había intentado matarlo. La creencia popular decía que uno de los hijos del derrotado lo había asesinado esa misma noche para vengarse.

Escuchó que se abría la puerta de su dormitorio. Levantó la vista y vio a Kat en el vano de la puerta.

—¿Estás ocupada? —le preguntó.

—Solo estaba investigando un poco más.

—Ah… —Kat se adentró en la habitación para echar un vistazo por encima de su hombro—. «Wulf Tryggvason. Pirata y arrojado guerrero, luchó por toda Europa y sirvió a cristianos e infieles por igual. Se decía que solo era fiel a su propia espada y a su hermano Erik, que viajaba con él…». Interesante. ¿Crees que es el mismo tipo al que viste en el Infierno?

—Tal vez. ¿Has oído hablar de él?

—La verdad es que no. ¿Quieres que le pregunte a Jimmy? Sabe mucho sobre historia vikinga.

Meditó la idea un instante. El amigo de Kat era miembro de la Sociedad para el Anacronismo Creativo y estaba dedicado en cuerpo y alma a estudiar la cultura vikinga.

Sin embargo, no era el pasado de Wulf lo que le interesaba en esos momentos, sino su presente. Concretamente, su dirección actual.

—De momento no.

—¿Estás segura?

—Sí.

Kat asintió con la cabeza.

—Está bien, en ese caso me vuelvo a mi habitación para terminar el libro. ¿Quieres que te traiga algo de comer o de beber?

Sonrió al escuchar la oferta.

—Un refresco me vendría de muerte.

Kat desapareció y regresó minutos más tarde con un Sprite. Le dio las gracias y se puso de nuevo manos a la obra en cuanto su guardaespaldas la dejó a solas.

Bebía de vez en cuando mientras navegaba por internet. Al cabo de una hora, estaba tan cansada que se le cerraban los ojos.

Bostezó y comprobó qué hora era. Las cinco y media nada más. Aun así, le pesaban tanto los párpados que le resultaba imposible permanecer despierta por más que lo intentaba.

Apagó el ordenador y se tumbó en la cama para echarse una siestecita.

Se quedó dormida en cuanto su cabeza tocó la almohada. Por lo general, no solía soñar cuando se echaba una siesta.

Ese día fue una excepción.

Ese día los sueños comenzaron tan pronto como cerró los ojos.

Qué curioso…

Aunque lo más curioso de todo era que el reino de su fantasía no se parecía a nada de lo que hubiera soñado antes. En lugar de sus habituales sueños, ya fueran de cuentos de hadas o de pesadillas, se trataba de un sueño pacífico. Afable. Y la llenaba de una extraña sensación de seguridad.

Llevaba un delicado vestido verde oscuro de estilo medieval. Frunció el ceño y pasó la mano por encima de la tela, que era más suave que la piel de gamuza.

Estaba de pie junto a una antigua mesa de madera en una cabaña de piedra en cuya enorme chimenea chisporroteaba el fuego. El viento aullaba al otro lado de una ventana protegida por contraventanas de madera que se sacudían ruidosamente bajo el azote de la ventisca.

Escuchó a alguien en la puerta que había tras ella.

Se giró justo a tiempo para ver cómo Wulf la empujaba con el hombro. Le dio un vuelco el corazón al verlo vestido con una especie de cota de malla. Sus poderosos brazos quedaban al descubierto, pero el torso estaba oculto tras un peto de cuero con dibujos nórdicos grabados a fuego, sobre el que lucía la cota de malla. Los dibujos hacían juego con el tatuaje que le cubría la parte superior del brazo derecho y ese mismo hombro.

Otro trozo de cota de malla colgaba del yelmo cónico que le protegía la cabeza, cubriéndole prácticamente todo el rostro. De no ser por esos penetrantes y ardientes ojos, no habría sabido que era Wulf. Llevaba el hacha de guerra apoyada en el hombro. Parecía salvaje y primitivo. La clase de hombre que una vez fue dueño del mundo. La clase de hombre que no temía a nada.

Su mirada recorrió la habitación hasta detenerse en ella. Cassandra vislumbró sin problemas la lánguida y seductora sonrisa que fue curvando sus labios hasta dejar al descubierto sus colmillos.

—Cassandra, amor mío —dijo con voz cálida y seductora—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—No tengo la menor idea —respondió con sinceridad.

Wulf soltó una carcajada, un sonido ronco y reverberante, antes de cerrar la puerta y echar el cerrojo.

—Estás en mi casa, villkat. Al menos en la que lo fue hace muchísimo tiempo.

Echó un vistazo a la espartana estancia, cuyo mobiliario consistía en una mesa, varias sillas y una enorme cama cubierta de pieles.

—Qué raro… Habría jurado que Wulf Tryggvason tendría un hogar mucho mejor que este.

Él dejó el hacha sobre la mesa antes de quitarse el yelmo y colocarlo encima del arma.

Se quedó anonadada ante la belleza tan masculina del hombre que tenía ante ella. Destilaba un atractivo sexual inigualable.

—Comparada con la pequeña granja en la que me crié, esto es una mansión, milady.

—¿En serio?

Wulf asintió con la cabeza mientras la acercaba a él. Sus ojos la abrasaron y provocaron un intenso deseo. Sabía exactamente lo que ese hombre quería y, aunque apenas lo conocía, estaba más que dispuesta a entregárselo.

—Mi padre fue un guerrero muy dado a las incursiones que hizo un voto de pobreza años antes de que yo naciera —le explicó Wulf con voz ronca.

Esa confesión la sorprendió.

—¿Por qué lo hizo?

La estrechó con más fuerza.

—La perdición de todo hombre, me temo… por amor. Mi madre era una esclava cristiana; mi abuelo se la dio a mi padre tras una de sus incursiones. Ella lo engatusó y consiguió dominarlo hasta convertir al que una vez fuera un orgulloso guerrero en un dócil granjero que se negaba a tocar su espada por miedo a ofender a su nuevo dios.

Percibió el tono desgarrado de su voz. El desprecio que sentía por cualquiera que eligiese la paz en lugar de la guerra.

—¿No estabas de acuerdo con su elección?

—No. ¿Para qué sirve un hombre incapaz de defenderse a sí mismo y a sus seres queridos? —Su mirada se ensombreció y adquirió un tinte letal. La ira que brillaba en ellos la hizo temblar—. Me dijeron que cuando los jutos asaltaron mi aldea en busca de esclavos, mi padre abrió los brazos y dejó que lo abrieran en canal. Todo el que sobrevivió se burló de él por su cobardía. Él, que una vez hizo temblar de terror a sus enemigos con la sola mención de su nombre, murió a manos de sus asesinos como un cordero en el matadero. Nunca he comprendido cómo pudo quedarse allí quieto y recibir el golpe mortal sin hacer nada para defenderse.

Alzó la mano para borrarle el ceño con los dedos, conmovida por su dolor. Aunque no era odio ni lástima lo que percibió en su voz. Sino culpabilidad.

—Lo siento muchísimo.

—Yo también lo sentí en su momento —susurró él, cuyos ojos se volvieron aún más tormentosos—. No me conformé con abandonarlo a su suerte; además, también me llevé a mi hermano. No quedó nadie para protegerlo en nuestra ausencia.

—¿Dónde estabas?

Wulf bajó la mirada al suelo, pero ella vio la expresión de autodesprecio. Quería volver atrás y cambiar ese momento, del mismo modo que ella deseaba poder borrar la noche en la que los spati mataron a su madre y a sus hermanas.

—Había partido el verano anterior en busca de guerra y riquezas. —La soltó y contempló su austero hogar—. Cuando me llegó la noticia de su muerte, las riquezas dejaron de importarme. Aunque no estuviéramos de acuerdo, debí estar a su lado.

Le acarició el brazo desnudo para consolarlo.

—Debiste de querer mucho a tu padre.

Wulf dejó escapar un suspiro cansado.

—A veces. Otras veces lo odiaba. Lo odiaba por no ser el hombre que debía haber sido. Su padre era un jarl respetado, pero nosotros vivíamos casi como mendigos. Ridiculizados y despreciados por los de nuestra propia sangre. Mi madre se enorgullecía de los insultos; decía que nuestro sufrimiento era voluntad de Dios. Que de alguna forma nos convertiría en mejores personas, pero yo nunca la creí. La fe ciega de mi padre en sus creencias solo me enfurecía más. Nos peleábamos constantemente. Él quería que siguiera sus pasos y aceptara los abusos sin rechistar.

La agonía que reflejaban sus ojos la impresionó aún más que la ternura con la que le acariciaba la mano.

—Quería que fuese algo que no era. Pero yo no podía poner la otra mejilla. Mi forma de ser me instaba a responder los insultos con insultos. Los golpes con golpes. —Se dio la vuelta y la observó con el ceño fruncido—. ¿Por qué te estoy contando todo esto?

Lo meditó unos segundos.

—Seguro que es el sueño. Estás obsesionado con el tema. —Aunque no tenía la más mínima idea de por qué ocurría en su propio sueño.

De hecho, ese sueño se estaba volviendo más extraño a cada minuto que pasaba y no podía ni imaginar por qué su subconsciente la había llevado allí.

Por qué estaba conjurando esa fantasía con su misterioso Cazador Oscuro…

Él asintió con la cabeza.

—Sí, es eso, sin duda. Mucho me temo que le estoy haciendo a Christopher lo que en su día me hicieron a mí. Debería dejar que viviera su vida como le diera la gana y no meterme en sus asuntos tan a menudo.

—¿Y por qué no lo haces?

—¿Quieres que te diga la verdad?

Eso la hizo sonreír.

—Prefiero la verdad a las mentiras, tenlo por seguro.

Wulf soltó una breve carcajada antes de recuperar la expresión pensativa.

—No quiero perderlo a él también. —Su voz era tan grave y atormentada que se le encogió el corazón—. Aunque sé que no me va a quedar más remedio que perderlo.

—¿Y eso por qué?

—Todo el mundo muere, milady. Al menos en el reino mortal. Mientras que yo sigo adelante, todos los que me rodean se empeñan en morir. —Alzó la mirada para observarla. La agonía que reflejaba su rostro le llegó hasta el alma—. ¿Puedes hacerte una idea de lo que se siente al abrazar a tus seres queridos mientras mueren?

Se le hizo un nudo en la garganta al recordar la muerte de su madre y sus hermanas. Había querido ir a buscarlas tras la explosión, pero su guardaespaldas la había alejado mientras ella gritaba de dolor por la pérdida.

«Es demasiado tarde para ayudarlas, Cassie. Tenemos que huir.»

Su alma había gritado ese día.

De vez en cuando se le escapaba un grito por lo injusta que era su vida.

—Sí, puedo hacerme una idea —susurró—. Yo también he visto morir a todos mis seres queridos. Mi padre es el único que me queda.

La mirada de Wulf se endureció.

—Pues imagínate lo que es hacerlo miles de veces, siglo tras siglo. Imagínate lo que es verlos nacer, crecer y morir mientras que tú sigues con tu vida y empiezas desde cero con cada nueva generación. Cada vez que veo morir a un miembro de mi familia es como si viera morir a mi hermano Erik de nuevo. Y Chris… —Se encogió como si la mera mención del nombre del muchacho le provocara dolor—. Es la viva imagen de mi hermano. —Sus labios se torcieron en un gesto irónico—. Por no hablar de que tiene la misma lengua y el mismo temperamento. De todos los familiares que he perdido, creo que su muerte será la más difícil de sobrellevar.

Vio la vulnerabilidad que brillaba en sus ojos oscuros y el hecho de saber que ese hombre feroz tuviera un defecto tan humano la afectó profundamente.

—Todavía es joven. Tiene toda la vida por delante.

—Tal vez… pero mi hermano solo tenía veinticuatro años cuando nuestros enemigos lo asesinaron. Jamás olvidaré el rostro de su hijo Bironulf cuando vio a su padre caer en la batalla. En aquel momento solo pensé en salvar al muchacho.

—Es evidente que lo hiciste.

—Sí. Juré que no permitiría que él muriera como su padre. Lo mantuve a salvo durante toda su vida, hasta que murió ya anciano mientras dormía. Plácidamente. —Hizo una pequeña pausa—. Supongo que he acabado por seguir las creencias de mi madre más que las de mi padre. Los nórdicos buscan morir jóvenes en la batalla para entrar en los salones del Valhalla; pero yo, como mi madre, deseaba un destino diferente para mis seres queridos. Es una lástima que comprendiera sus sentimientos demasiado tarde.

Wulf sacudió la cabeza como si deseara librarse de esos pensamientos. La observó con el ceño fruncido.

—No puedo creerme que esté dándole vueltas a este asunto cuando tengo a una muchacha tan bonita a mi lado. Está claro que me estoy haciendo viejo si prefiero hablar a entrar en acción —dijo con una carcajada ronca—. Ya basta de pensamientos deprimentes. —La apretó con fuerza contra su cuerpo—. ¿Por qué estamos malgastando el tiempo cuando podríamos aprovecharlo de una forma mucho más productiva?

—¿Productiva?

Esbozó una sonrisa maliciosa y ardiente que le robó el aliento.

—Creo que podría darle un mejor uso a mi lengua. ¿Qué te parece?

Y procedió a deslizarle la lengua por la garganta hasta que llegó junto a una oreja, que comenzó a mordisquear. Su cálido aliento le abrasó el cuello y la estremeció.

—Sí… —susurró ella—. Creo que este uso de la lengua es mucho más interesante.

Wulf se echó a reír mientras le desataba los lazos del vestido. Se lo bajó por los hombros lenta y seductoramente antes de dejarlo caer al suelo. El tejido se deslizó con sensualidad sobre su piel y dejó su cuerpo expuesto a la fría caricia del aire.

Desnuda delante de él, no pudo reprimir un profundo estremecimiento. Estar allí de pie mientras él seguía con la armadura puesta era de lo más extraño. La luz del hogar se reflejaba en sus ojos oscuros.

Wulf contempló la belleza desnuda de la mujer que tenía delante. Estaba incluso más hermosa que la última vez que había soñado con ella. Le rozó los pechos con ternura, dejando que el pezón le acariciara la palma.

Le recordaba a Saga, la diosa nórdica de la poesía. Elegante, refinada. Gentil. Cualidades que había despreciado cuando era mortal.

En esos momentos se sentía cautivado.

Todavía no sabía por qué le había contado todo eso. No era propio de él hablar con tanta libertad, aunque Cassandra tenía algo que lo había instado a hacerlo.

Fuera como fuese, no quería hacerle el amor allí, en un pasado donde los recuerdos de sus seres queridos y la culpabilidad por haberles fallado lo abrumaban.

Ella se merecía algo mejor.

Cerró los ojos y los trasladó a una réplica de su habitación actual. Aunque había añadido unas cuantas modificaciones…

Cassandra se quedó boquiabierta cuando se apartó de él un poco y echó un vistazo a su alrededor. Las paredes que los rodeaban eran de un color negro brillante ribeteadas de blanco, salvo la de la derecha, que era un enorme ventanal. Las ventanas, que llegaban desde el techo hasta el suelo, estaban abiertas. La brisa hinchaba las diáfanas cortinas blancas y agitaba las llamas de las numerosas velas que había esparcidas por la estancia.

Pero no logró apagarlas. Parpadeaban a su alrededor como estrellas.

Había una enorme cama en el centro de la habitación, situada sobre una plataforma elevada. Tenía sábanas de seda negra y una funda nórdica del mismo tejido que cubría un mullido edredón de plumas. La cama, de hierro forjado, tenía un intrincado dosel que partía de los cuatro postes. La misma tela de las cortinas cubría el dosel y se hinchaba con el viento.

Wulf estaba desnudo. La cogió en brazos y la llevó hasta el enorme y acogedor lecho.

Suspiró al sentir cómo se hundía el blando colchón bajo su peso mientras Wulf se tendía sobre ella. Era como estar rodeada por una nube.

Levantó la vista y se echó a reír al darse cuenta de que había un espejo en el techo; también vio que Wulf sostenía una rosa de tallo largo a su espalda.

Las paredes emitieron un destello y se convirtieron también en espejos.

—Oye, pero ¿de quién es esta fantasía? —preguntó cuando él movió el brazo que sostenía la rosa y le frotó el pezón derecho, ya enhiesto, con los delicados pétalos.

—De los dos, blomster —respondió él al tiempo que le separaba los muslos e introducía su musculoso cuerpo entre sus piernas.

La fantástica sensación de tener encima ese poderoso cuerpo le arrancó un gemido. El vello masculino la acariciaba hasta sumirla en el placer más absoluto.

Wulf se movía sobre ella como un animal salvaje y peligroso que estuviera a punto de devorarla.

Lo observó en el espejo del techo. Qué curioso que lo hubiera conjurado en sus sueños. Siempre había sido muy cauta. Siempre había tenido mucho cuidado a la hora de elegir a quién le permitía tocarla. De manera que tenía sentido que hubiera conjurado a un amante magistral en su subconsciente al no atreverse a dejar que un hombre se acercara a ella en la vida real.

Debido a su sentencia de muerte, no quería que nadie se enamorara o se encariñara de ella. No quería dar a luz a un hijo que tendría que llorar su muerte. Un hijo que se quedaría solo y asustado.

Acosado.

Lo último que quería era dejar que alguien como Wulf llorara su muerte. Alguien que tendría que ver cómo su hijo moría en la flor de la vida a causa de una maldición que no tenía nada que ver con él.

Sin embargo, en sus sueños era libre para amarlo con su cuerpo. Allí no había miedo alguno. Ni promesas. No había corazones que pudieran romperse.

Solo estaban ellos dos y su momento perfecto.

Wulf soltó un ronco gemido mientras le mordisqueaba la cadera. Ella dejó escapar el aire entre los dientes y le aferró la cabeza con las manos.

Llevaba una eternidad rememorando el pasado en sueños. Siempre en busca de la persona que lo había engañado y había ocupado su lugar. Su destino jamás fue el de convertirse en Cazador Oscuro. Jamás le había prometido su alma a Artemisa ni había recibido el Acto de Venganza a cambio de sus servicios.

Aquel día tan lejano buscaba a alguien que aliviara el dolor que le había provocado la muerte de su hermano. Un cuerpo dulce en el que perderse para olvidar por un momento que había sido él quien arrastró a Erik lejos de su patria hacia la batalla.

Morginne había parecido la respuesta a sus plegarias. Lo había deseado tanto como él a ella.

Sin embargo, la mañana posterior a la única noche que había pasado con la Cazadora Oscura, todo cambió. De alguna forma, durante la relación sexual o justo después de que terminara, ella había intercambiado sus almas. Había dejado de ser mortal y se había visto arrojado a un mundo completamente nuevo.

Además de ser la víctima de la terrible maldición de Morginne por la que ningún mortal lo recordaría. Entretanto, ella se había librado del servicio de Artemisa para disfrutar de la eternidad con el dios nórdico Loki.

Esa maldición de despedida había supuesto el golpe más duro de todos, y seguía sin entender por qué lo había hecho.

Ni siquiera su sobrino Bironulf lo había reconocido a partir de entonces.

Habría estado completamente perdido a esas alturas si Aquerón Partenopaeo no se hubiera compadecido de su situación. Ash, el líder de los Cazadores Oscuros, le había dicho que no estaba en su mano eliminar la maldición de Morginne, pero que sí podía modificarla. A partir de una gota de la sangre de Bironulf, había cambiado la maldición de manera que todo aquel que llevara su sangre pudiera recordarlo. Más aún, el atlante le había otorgado poderes psíquicos y le había explicado cómo se había convertido en inmortal y cuáles eran sus limitaciones, como la sensibilidad a la luz del sol.

Mientras Artemisa estuviera en posesión de su «nueva» alma, no le quedaba más remedio que servirla.

La diosa no tenía la menor intención de liberarlo. Aunque tampoco le importaba demasiado. La inmortalidad tenía sus ventajas.

La mujer que tenía debajo era sin duda una de ellas. Le pasó la mano por el muslo y escuchó su respiración alterada. Sabía a sal y a mujer. Olía a polvo de talco y a rosas.

Su fragancia y su sabor lo excitaron hasta un punto que jamás había alcanzado. Por primera vez en muchos siglos, sentía un afán posesivo por una mujer.

Quería quedarse con ella. El vikingo que había en él cobró vida. Durante su existencia como humano, se la habría echado al hombro y habría matado a cualquiera que intentara alejarla de él.

Aun después de tantos siglos, seguía siendo prácticamente igual de bárbaro. Cogía lo que quería. Siempre.

Cassandra gritó cuando Wulf le dio un lametón. Su cuerpo ardía de deseo por él. Arqueó la espalda y lo observó en el espejo del techo.

Jamás había visto algo más erótico que los músculos de esa espalda contrayéndose mientras le proporcionaba placer. Y menudo cuerpo tenía…

Un cuerpo que se moría por acariciar.

Movió las piernas hasta meterlas bajo él y se la acarició con los pies muy despacio.

Wulf gimió en respuesta.

—Tienes unos pies muy hábiles, villkat —dijo, llamándola de nuevo por el apelativo nórdico que significaba «gata salvaje».

—Son para acariciarte mejor —respondió con voz juguetona cuando comprendió que así debería sentirse Caperucita Roja mientras la devoraba el Lobo Feroz.

Él se unió a sus risas.

Enterró los dedos en ese cabello negro y ondulado, y le dejó hacer lo que se le antojase. Jamás había experimentado un placer semejante al que le provocaba esa lengua mientras la recorría. Mientras la lamía, la excitaba y la saboreaba.

Justo cuando creía que no podría haber nada mejor, Wulf le metió dos dedos.

Se corrió en el acto.

Y él siguió acariciándola hasta que la tuvo de nuevo ardiendo y mareada de placer.

—Mmm… —susurró al apartarse de ella—. Creo que mi gatita está hambrienta.

—Famélica —replicó al tiempo que tiraba de él para darse un festín con su piel, tal como Wulf había hecho.

Le enterró los labios en el cuello y lo mordisqueó, ansiosa por saborearlo. ¿Qué tenía ese hombre que la volvía loca de deseo? Era magnífico. Ardiente. Sexy. Jamás había deseado a nadie de esa manera.

Wulf fue incapaz de resistir el modo en el que ella lo aferraba. Lo estaba volviendo loco de deseo. Hasta tal punto que la habitación comenzó a darle vueltas.

Incapaz de tolerarlo más, la puso de costado y la penetró.

Cassandra gritó por el inesperado placer de tenerlo en su interior. Ningún hombre la había tomado en esa posición, completamente de costado. Estaba tan enterrado en ella que habría jurado que podía sentirlo en el útero.

Lo observó en el espejo de la pared mientras la embestía una y otra vez, cada vez más adentro, hasta que sintió deseos de gritar de placer.

Jamás había conocido a un hombre con tanta fuerza, con tanto poder. Con cada certera embestida, la dejaba sin aliento.

Se corrió de nuevo un instante antes de que lo hiciera él.

Wulf se apartó de ella y se tumbó a su lado.

La ferocidad del acto le había desbocado el corazón. Pero aún no estaba saciado. Estiró el brazo hacia ella y la colocó sobre su pecho para sentir así cada centímetro de su cuerpo.

—Eres espectacular, villkat.

Cassandra le acarició el pecho con la nariz.

—Tú tampoco estás mal, villwulf.

Wulf se echó a reír por el apelativo cariñoso en nórdico que se había inventado. «Lobo salvaje», le gustaba. Esa mujer le gustaba de verdad, y también su ingenio.

Cassandra disfrutó de la seguridad que le proporcionaban esos brazos. Por primera vez en su vida, se sentía completamente a salvo. Como si allí no pudiera pasarle nada malo. Nunca se había sentido así. Ni siquiera de niña. Había crecido con el miedo como compañero de juegos, sobresaltándose cada vez que un desconocido llamaba a la puerta.

Todos los desconocidos eran sospechosos. De noche podría ser cualquier daimon o apolita que la quisiera muerta. De día podría ser un doulos quien fuera a por su cabeza.

Sin embargo, algo le decía que ese hombre no permitiría que nadie la amenazara.

—¡Cassandra!

Frunció el ceño al escuchar la voz femenina que se coló en sus sueños.

—¿Cassandra?

En contra de su voluntad, se vio sacada del sueño y descubrió que se había quedado dormida en su cama.

Los golpes en la puerta no cesaban.

—¿Cass? ¿Te encuentras bien?

Reconoció la voz de Michelle. Le costó un esfuerzo sobrehumano despejarse lo suficiente como para sentarse en la cama.

Estaba desnuda otra vez.

Frunció el ceño al ver que su ropa estaba amontonada en el suelo. ¿Qué coño pasaba? ¿Se había vuelto sonámbula o algo así?

—Estoy aquí, Chel —dijo al tiempo que se levantaba y se ponía el albornoz rojo. Al abrir la puerta, se encontró con Kat y su amiga al otro lado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Michelle.

Bostezó y se frotó los ojos.

—Estoy bien. Solo estaba durmiendo la siesta.

Aunque en realidad no se sentía bien. Más que una siesta parecía haber sufrido un episodio de narcolepsia.

—¿Qué hora es?

—Las ocho y media, cielo —respondió Kat.

Michelle las miró de forma alternativa.

—Dijisteis que me acompañaríais al Infierno, pero si no os apetece…

No se le escapó la decepción que destilaba la voz de su amiga.

—No, no, de verdad que no pasa nada. Me visto en un santiamén y nos vamos.

Michelle esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

Kat la miró con recelo.

—¿Estás segura de que te apetece?

—Estoy bien, de verdad. Anoche no dormí bien y necesitaba una siesta.

Kat resopló.

—Es por todo el tiempo que le habéis dedicado Chris y tú a Beowulf. Te ha dejado seca. Beowulf… Un íncubo… Viene a ser lo mismo.

El comentario se acercaba demasiado a la verdad como para que le hiciera gracia.

Soltó una risilla nerviosa.

—Estaré lista en unos minutos.

Cerró la puerta y se giró para observar el montón de ropa.

¿Qué estaba pasando allí?

¿Era Beowulf un íncubo de verdad?

Tal vez…

Tras desechar esa absurda idea, recogió la ropa del suelo y la echó a la cesta de la ropa sucia; después se puso unos vaqueros y un jersey azul marino.

Mientras se preparaba para salir, sintió un extraño hormigueo. Esa noche iba a ocurrir algo. Lo sabía. Carecía de los poderes psíquicos de su madre, pero tenía fuertes corazonadas cuando iba a pasar alguna cosa, ya fuera buena o mala.

Por desgracia, era incapaz de averiguar cuál de las dos opciones hasta que ya era demasiado tarde.

Pero estaba claro que algo se estaba cociendo esa noche.