3

Cassandra abrió los ojos al sentir el roce de unas manos cálidas y fuertes que estaban desabrochándole el camisón de franela. Perpleja, reconoció al Cazador Oscuro que le había salvado la vida en el club.

Sus ojos ardían de deseo mientras la miraba.

—Eres tú —susurró aún adormilada.

Él sonrió y pareció encantado por sus palabras.

—¿Te acuerdas de mí?

—Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarte con lo bien que besas?

La sonrisa que esbozaba se ensanchó mientras le abría el camisón y le recorría la piel desnuda con una mano. Cassandra gimió al sentir la calidez de esa mano sobre su cuerpo. En contra de su voluntad, sintió una punzada de deseo y se le endurecieron los pezones por sus ardientes caricias. El roce de sus ásperos dedos era de lo más excitante. Y le provocó un nudo en el estómago. El deseo la asaltó con fuerza y le humedeció la entrepierna, avivando el anhelo de sentir esa fuerza en su interior.

Se dio cuenta de que su guerrero vikingo estaba totalmente desnudo en su cama. Bueno, no del todo, ya que llevaba una cadena de plata de la que pendían el martillo de Thor y una pequeña cruz.

Vale, eso no era precisamente ropa. Pero la plata le quedaba de muerte contra la piel bronceada.

La mortecina luz resaltaba los contornos de su magnífico cuerpo. Tenía los hombros anchos y musculosos; y el pecho era un ejemplo de perfección masculina.

En cuanto al culo…

¡Era de leyenda!

Tenía las piernas y el pecho ligeramente cubiertos de vello oscuro. Su fuerte mentón, oscurecido por el asomo de la barba, parecía pedirle a gritos que lo lamiera a placer antes de echarle la cabeza hacia atrás y continuar con ese magnífico cuello.

Sin embargo, lo más fascinante era el intrincado tatuaje nórdico que le cubría todo el hombro derecho y que terminaba en una estrecha banda alrededor del bíceps. Era precioso.

Aunque no podía compararse con el hombre que tenía entre sus brazos.

Estaba tan bueno que se le hacía la boca agua.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó cuando notó que su lengua comenzaba a moverse alrededor de un pezón.

—Te estoy haciendo el amor.

De no haber estado dormida, esas palabras la habrían aterrado. Sin embargo, el miedo, acompañado de sus pensamientos, se desvaneció en cuanto una de sus manos le cubrió un pecho.

Siseó por la oleada de placer que la recorrió.

Él la acarició con delicadeza, pasando la áspera palma de su mano por el enhiesto pezón hasta que lo endureció tanto que estuvo a punto de pedirle que lo lamiera. Que lo chupara…

—Eres tan suave… —susurró él contra sus labios antes de apoderarse también de su boca.

Cassandra suspiró. La pasión la consumió con sorprendente rapidez a medida que pasaba las manos por esos hombros desnudos. Jamás había visto nada igual. Bien formados, perfectos y musculosos.

Ansiaba descubrir más.

En ese momento la mano que le acariciaba el pecho se detuvo para cogerle la trenza. Cassandra lo observó mientras él contemplaba su pelo según lo iba soltando.

—¿Por qué te has hecho una trenza? —le preguntó con ese acento tan embriagador.

—Porque si no se me enreda mucho.

Esos ojos oscuros llamearon de furia, como si creyera que la trenza era una abominación.

—No me gusta. Tu pelo es demasiado hermoso para recogerlo.

Su mirada se aclaró en cuanto le pasó los dedos por los mechones rizados. Sus rasgos se suavizaron. Le peinó el cabello con los dedos, extendiéndoselo sobre los pechos. Su aliento le rozó la piel mientras le atormentaba los pezones con el pelo y con los dedos.

—Así está mejor —dijo con ese acento tan melodioso—. Jamás he visto a una mujer tan hermosa.

Sus palabras la derritieron mientras sus ojos se daban un festín con ese hombre que la observaba.

Era increíblemente guapo. Exudaba una virilidad salvaje que despertaba todos sus instintos femeninos del modo más básico.

A todas luces era un hombre peligroso. Duro. Inflexible.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó cuando él bajó la cabeza para mordisquearle el cuello. La áspera piel de su mejilla le hizo cosquillas y le provocó un sinfín de escalofríos.

—Wulf.

Se echó a temblar al comprender de dónde procedía su fantasía nocturna.

—¿Como Beowulf?

Él esbozó una sonrisa sensual que dejó a la vista un atisbo de sus largos y afilados colmillos.

—Más bien como Grendel. Solo salgo de noche para devorarte.

Cassandra sintió otro escalofrío cuando él le dio un delicioso y perverso lametón en la parte inferior del pecho.

Ese hombre sí que sabía complacer a una mujer. Y lo mejor era que no parecía tener prisa por terminar, sino que prefería darse un festín con ella.

Si aún albergaba alguna duda, ¡eso le dejó claro que era un sueño!

Wulf recorrió su piel con la lengua, encantado de escuchar sus murmullos de placer mientras saboreaba ese dulce cuerpo. El aroma y el tacto de esa piel cálida y suave eran exquisitos.

Era deliciosa.

Llevaba siglos sin tener un sueño así. Parecía muy real, pero sabía perfectamente que no lo era.

Esa mujer solo era un producto de su ansiosa imaginación.

Aun así, lo afectaba de un modo desconocido para él hasta ese momento. Y olía tan bien… a rosas recién cortadas y polvo de talco.

Un aroma femenino. Dulce.

Un manjar a la espera de que lo probara. O, mejor aún, de que lo devorara.

Se apartó un poco de ella y volvió a concentrarse en ese cabello que le recordaba a la luz del sol. El intenso tono dorado de sus rizos lo cautivó por completo cuando se enredaron en torno a sus dedos y alrededor de su endurecido corazón.

—Tienes un pelo precioso.

—Tú también —replicó ella al tiempo que se lo apartaba de la cara para recorrerle el mentón con un dedo.

Wulf sintió el roce de su uña sobre la piel. Por todos los dioses, ¿cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer?

¿Tres o cuatro meses?

¿Tres o cuatro décadas?

Costaba trabajo seguir el paso del tiempo cuando este se eternizaba. Lo único que tenía claro era que hacía mucho que había dejado de soñar con tener a una mujer como esa bajo su cuerpo.

Como ninguna mujer era capaz de recordarlo, se negaba a llevarse a la cama a mujeres decentes.

Sabía muy bien lo que se sentía al despertarse una mañana con alguien en la cama y sin tener ni idea de lo que le habían hecho. Lo que se sentía al preguntarse hasta qué punto había sido real y hasta qué punto un sueño.

De manera que había reducido sus encuentros sexuales a los que mantenía con mujeres a quienes pagaba por sus servicios, y solo cuando su celibato se le hacía del todo insoportable.

Pero esa mujer había recordado su beso.

Esa mujer lo había recordado a él.

La mera idea le provocó una oleada de felicidad. Le gustaba ese sueño; si de él dependiera, no lo abandonaría jamás.

—Dime cómo te llamas, villkat.

—Cassandra.

Sintió la vibración de su nombre bajo los labios mientras le besaba la garganta. Ella tembló en respuesta a sus lametones.

Y a él le encantó. Le encantaban los sonidos que brotaban de la garganta de Cassandra en respuesta a sus caricias. Esas ardientes y ávidas manos ascendieron por su espalda hasta llegar a sus hombros, pero se detuvieron cuando la derecha se topó con el tatuaje que tenía en el hombro izquierdo.

—¿Qué es esto? —le preguntó con curiosidad.

Wulf bajó la vista para mirar el doble arco y la flecha.

—Es la marca de Artemisa, la diosa de la caza y de la luna.

—¿La tienen todos los Cazadores Oscuros?

—Sí.

—Qué raro…

A esas alturas, la barrera que suponía el camisón de franela le resultó insoportable. Quería ver más.

Le levantó el bajo del camisón.

—Deberían quemar estas cosas.

Cassandra frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Porque te separan de mí.

Se lo sacó por la cabeza de un tirón.

Ella abrió los ojos como platos antes de que la pasión se los oscureciera.

—Así está muchísimo mejor —susurró, dándose un festín con la imagen de esos enhiestos pezones, de la estrecha cintura y, lo mejor de todo, de los rizos rubios de su entrepierna.

Le colocó la mano entre los pechos y la deslizó por el estómago antes de detenerse en la curva de una cadera.

Cassandra movió una mano para acariciar la maravillosa piel del pecho de Wulf, y se demoró sobre el duro relieve de sus músculos. Su cuerpo era una maravilla. Y sus músculos se tensaban con cada movimiento.

El poder letal que irradiaba era innegable y, sin embargo, se mostraba tan tierno como un león domado en su cama. No daba crédito a la ternura que irradiaban sus hábiles y ardientes caricias.

Había algo especial en esos rasgos atezados y taciturnos; en esos ojos que contemplaban el mundo con una vívida inteligencia.

Deseaba domar a esa bestia salvaje.

Que comiera en su mano.

Con esa idea en mente, introdujo la mano en sus pantalones y la bajó hasta tocársela.

Wulf soltó un gruñido ronco antes de besarla con pasión.

Con la agilidad de un poderoso depredador le devoró la boca con sus besos.

—Sí —murmuró cuando su mano se cerró a su alrededor. La estudió con la respiración entrecortada y con un anhelo tan intenso que ella se echó a temblar de la emoción—. Tócame, Cassandra —susurró al tiempo que le cubría la mano con la suya.

Cassandra lo observó cuando él cerró los ojos y le enseñó cómo debía acariciarlo. La sensación de tenerlo entre las manos hizo que se mordiera el labio. Era grande. Grande, larga y dura.

Con los dientes apretados, Wulf abrió los ojos y la abrasó con una mirada sensual. Y ella supo que se habían acabado los juegos.

Como si fuera una fiera desatada, la obligó a tumbarse de espaldas y le separó los muslos con las rodillas. Después, ese cuerpo grande y atlético se tumbó sobre ella y la devoró, tal como le había prometido.

Cassandra apenas podía respirar mientras Wulf recorría cada centímetro de su cuerpo con las manos y los labios, presa de un ardor salvaje. Y cuando metió la mano entre sus piernas, se echó a temblar. Sus largos dedos la acariciaron y se introdujeron en ella, atormentándola hasta que fue incapaz moverse.

—Estás tan mojada… —le dijo al oído con voz ronca cuando se separó un poco de ella.

Le separó las piernas un poco más, haciéndola temblar de nuevo.

—Mírame —le ordenó—. Quiero ver el placer en tu rostro cuando te posea.

Ella obedeció.

En cuanto sus miradas se entrelazaron, Wulf se hundió en ella.

Cassandra gimió de placer. La tenía muy dura y la sensación que le provocaba cada vez que se movía era maravillosa.

Wulf levantó la cabeza para poder contemplar su rostro mientras le hacía el amor muy despacio y se deleitaba con la cálida humedad de ese cuerpo bajo el suyo. Se mordió el labio cuando ella le pasó la mano por la espalda, arañándolo con las uñas.

Gruñó en respuesta, ansioso por experimentar su lado salvaje.

Su pasión.

Cassandra le colocó las manos en la base de la espalda, instándolo a ir más rápido. La obedeció encantado. Ella alzó las caderas y él se echó a reír.

Si quería llevar la batuta, él no tenía el menor inconveniente en dejarlo todo en sus manos. Sin salir de ella, rodó sobre la cama hasta que Cassandra quedó sentada a horcajadas sobre él.

Ella jadeó y lo miró a la cara.

—Móntame, elskling —murmuró.

Con una expresión indómita en los ojos, Cassandra se inclinó hacia delante, y su melena rubia se extendió sobre el pecho de él mientras movía las caderas hasta que solo tuvo dentro la punta de su miembro antes de volver a bajar y tomarlo por completo en su interior.

La sensación fue tan poderosa que Wulf se estremeció de la cabeza a los pies.

Le cubrió los pechos con las manos y los apretó con suavidad mientras ella tomaba el control de la situación.

Cassandra jamás había sentido nada igual y no terminaba de creérselo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hizo el amor y jamás había estado con un hombre como ese.

Un hombre tan masculino. Tan viril y salvaje.

Un hombre del que no sabía absolutamente nada, salvo el hecho de que su mero nombre hacía temblar de miedo al pueblo de su madre.

Y aun así le había salvado la vida.

Debía de ser su sexualidad reprimida lo que lo había hecho aparecer en sus sueños. Su necesidad de establecer contacto con alguien antes de morir.

Ese era su mayor pesar. Debido a la maldición que recaía sobre el pueblo de su madre, siempre le había dado miedo acercarse a otros apolitas. Al igual que su madre antes que ella, se había visto obligada a vivir entre los humanos como si fuera uno de ellos.

Sin embargo, no lo era. No en lo más importante.

Su mayor anhelo siempre había sido que la aceptaran. Encontrar a alguien que comprendiera su pasado y no la tomara por loca cuando le contara lo de la maldición que recaía sobre su linaje.

Y lo de los monstruos que la perseguían de noche.

Y de repente tenía a un Cazador Oscuro para ella solita.

Al menos durante esa noche.

Dando gracias por ello, se recostó contra él para que el calor que emanaba de su cuerpo la reconfortara.

Wulf le cogió la cara entre las manos y contempló cómo alcanzaba el orgasmo. Eligió ese momento para volver a rodar sobre el colchón y recuperar el control. Embistió con fuerza mientras su cuerpo se cerraba en torno a él. Los jadeos de Cassandra acompasaban sus movimientos como si fuera una melodía.

Eso lo hizo reír.

Hasta que sintió que su propio cuerpo explotaba.

Cassandra lo abrazó con brazos y piernas al sentir su orgasmo. Momentos después, se desplomó sobre ella.

Su peso la reconfortaba. Era una sensación maravillosa.

—Ha sido increíble —dijo él, levantando la cabeza para sonreírle sin salir de ella—. Gracias.

Le devolvió la sonrisa.

En el preciso instante en el que levantaba una mano para tocarle la cara, oyó la alarma del despertador.

Cassandra se despertó de golpe.

Con el corazón desbocado, se giró para apagar el despertador. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía la trenza deshecha y de que su camisón estaba tirado en el suelo…

Wulf se despertó de golpe. Con el pulso acelerado, miró el reloj. Eran poco más de las seis y según los ruidos que escuchaba en el piso superior, había amanecido.

Frunció el ceño y observó las sombras. No había nada fuera de lugar.

Pero el sueño…

Había sido de lo más real.

Rodó hasta quedar de costado en la cama y agarró la almohada con fuerza.

—Putos poderes psíquicos —gruñó. Nunca lo dejaban tranquilo. Y encima tenían que empezar a torturarlo con cosas que sabía que jamás podría tener.

Mientras volvía a dormirse, creyó distinguir el delicado aroma a rosas y polvos de talco en su propia piel.

—Hola, Cass —la saludó Kat cuando se sentó a la mesa para desayunar.

No le respondió. No podía sacarse a Wulf de la cabeza. Aún sentía sus caricias sobre la piel.

De no haber sabido que era imposible, habría jurado que seguía con ella.

Aunque no conocía al amante de sus sueños. Ni por qué la atormentaba.

Era algo rarísimo.

—¿Estás bien? —le preguntó Kat.

—Se podría decir que sí. Es que no he dormido muy bien esta noche.

Kat le puso una mano en la frente.

—Se te ve un poco acalorada, pero no tienes fiebre.

Acalorada sí que estaba, pero no tenía nada que ver con la fiebre. Una parte de sí misma quería meterse de nuevo en la cama, encontrar a su misterioso hombre y continuar haciéndole el amor durante el resto del día.

Kat le pasó los cereales.

—Por cierto, ha llamado Michelle y me ha pedido que te dé las gracias por presentarle a Tom anoche. Han quedado de nuevo en el Infierno esta noche y le gustaría saber si puedes acompañarla.

El comentario acicateó su memoria y sintió un escalofrío.

De repente, recordó lo que sucedió en el club. Recordó a los daimons.

Recordó el pánico que se había adueñado de ella.

Y, sobre todo, recordó a Wulf.

No al amante tierno de sus sueños, sino al hombre peligroso y aterrador que había matado a los daimons delante de ella.

—¡Ay, Dios mío! —murmuró cuando todas las piezas encajaron en su lugar.

«Dentro de cinco minutos, ningún humano presente en ese club recordará siquiera haberme visto.»

Su mente rememoró el comentario de repente.

¡Ella sí lo recordaba!

Vaya.

¿Se lo habría llevado a casa?

No. Se calmó un poco al recordar con total claridad que él se había marchado. Que ella había vuelto al club a reunirse con sus amigas.

Se había acostado sola.

Sin embargo, se había despertado completamente desnuda. Mojada y saciada…

—Cass, empiezas a preocuparme.

Tomó una honda bocanada de aire y se desentendió de esas ideas. Era un sueño. Tenía que serlo. Cualquier otra posibilidad carecía de sentido. Claro que cuando se tenía que lidiar con seres sobrenaturales como los daimons y los Cazadores Oscuros, pocas cosas lo tenían.

—Estoy bien, pero no voy a ir a clase esta mañana. Vamos a indagar un poco y luego haremos una visita.

Sus palabras parecieron preocupar más a Kat.

—¿Estás segura? No sueles saltarte las clases así porque sí.

—Ajá —respondió con una sonrisa—. Ve a por el portátil a ver qué encontramos sobre los Cazadores Oscuros.

Kat enarcó una ceja al escucharla.

—¿Por qué?

Durante la persecución a la que la había sometido el pueblo de su madre a lo largo de los años, solo les había contado la verdad de su existencia a dos guardaespaldas.

A uno que había muerto cuando ella tenía trece años en una pelea en la que estuvieron a punto de matarla.

Y a Kat, que había aceptado esa verdad con mucha más calma que el primer guardaespaldas. Su amiga se había limitado a mirarla fijamente antes de parpadear y exclamar: «¡Genial! ¿Eso quiere decir que puedo cargármelos sin ir a la cárcel?».

Desde entonces lo compartía todo con ella. Su amiga y guardaespaldas sabía tanto sobre los apolitas y sus costumbres como ella misma.

Aunque no era mucho, ya que los apolitas tenían la desagradable norma de no dejar que la gente supiera de su existencia.

A pesar de eso, había sido todo un alivio dar con alguien que no la tomaba por loca o ilusa. Claro que durante los cinco años que llevaban juntas, Kat había visto a bastantes daimons y apolitas como para saber cuánta verdad encerraban sus palabras.

A lo largo de los últimos meses, a medida que se iba acercando el final de su vida, los ataques de los daimons habían ido disminuyendo lo suficiente como para llevar una vida más o menos normal. Aunque no creía ni por un instante que estuviera a salvo. Jamás lo estaría.

No hasta que muriera.

—Creo que anoche nos topamos con un Cazador Oscuro.

Kat frunció el ceño.

—¿Cuándo?

—En el club.

—¿Cuándo? —repitió.

Titubeó antes de decírselo. Algunos detalles no eran muy nítidos y no quería preocupar a su amiga hasta que los recordara con mayor claridad.

—Lo vi entre la gente.

—¿Y cómo sabes que era un Cazador Oscuro? Siempre has dicho que son un cuento.

—No estoy segura. Tal vez solo fuera un tipo raro con pelo oscuro y colmillos, pero si tengo razón y está en la ciudad, quiero saberlo. Tal vez pueda decirme si voy a caer fulminada en unos ocho meses o no.

—Vale, capto el mensaje. Pero podría ser uno de esos vampiros de pega que frecuentan el Infierno.

Kat fue a su dormitorio en busca del portátil y lo dejó en la mesa de la cocina mientras ella terminaba de desayunar.

En cuanto lo tuvo encendido, Cassandra se conectó a internet y entró en Katoteros.com. Era una comunidad online que había encontrado hacía cosa de un año y en la que se comunicaban los apolitas. Para el gran público parecía una página sobre historia griega como otra cualquiera, pero tenía subforos protegidos con contraseña.

En la página no había nada acerca de los Cazadores Oscuros. Pasaron un buen rato intentando colarse en las zonas restringidas, pero era más difícil que entrar en los servidores gubernamentales.

¿Qué les pasaba a los seres sobrenaturales que no querían que nadie más supiera de su paradero?

Vale, entendía que necesitaran mantenerse en las sombras, pero era un coñazo para alguien que necesitaba respuestas.

Lo único que encontró a modo de ayuda fue un enlace bajo el epígrafe de «Pregúntale al Oráculo». Al pinchar en él con el ratón, salió una ventana donde escribió «¿Son reales los Cazadores Oscuros?».

Después, hizo una búsqueda con las palabras «Cazadores Oscuros» y encontró una sarta de tonterías. Era como si no existieran.

Antes de desconectarse, le llegó la respuesta del oráculo a la bandeja de entrada del correo. Una respuesta de solo dos palabras.

«¿Y tú?»

—Tal vez no sean más que leyendas —dijo Kat una vez más.

—Tal vez. —Sin embargo, las leyendas no besaban a las mujeres como lo había hecho Wulf, ni tampoco se colaban en sus sueños.

Dos horas más tarde, Cassandra decidió acudir a su último recurso… su padre.

Kat la llevó al rascacielos del centro de Saint Paul donde su padre tenía las oficinas. Al menos, el tráfico a esa hora de la mañana era bastante fluido y Kat casi le provocó un ataque al corazón con su manera de conducir.

Sin importar la hora que fuera o si había o no atasco, Kat conducía como si los daimons las persiguieran.

Metió el coche en el aparcamiento rozando la puerta automática y adelantó a un Toyota que iba muy despacio para quitarle el mejor sitio.

El conductor les hizo un gesto grosero con la mano antes de proseguir la marcha.

—Kat, te juro que conduces como si estuvieras en un videojuego.

—Lo que tú digas. ¿Quieres ver el cañón de rayos láser que tengo debajo del capó para desintegrar a los que no se quitan de en medio?

El comentario le provocó una carcajada aunque se preguntó si su amiga no tendría escondido algo por el estilo. Conociéndola, todo era posible.

Tan pronto como bajaron del coche y entraron en el edificio se convirtieron en el centro de atención. Siempre les pasaba lo mismo. No todos los días se veía a dos mujeres juntas que pasaban del metro noventa. Por no mencionar que Kat era un bellezón y la única solución para hacerla pasar inadvertida en otro lugar que no fuera Hollywood sería cortarle la cabeza…

Como un guardaespaldas sin cabeza era bastante inútil, no le quedaba más remedio que aguantar a una mujer que debería estar trabajando como modelo.

Los guardias de seguridad las saludaron al llegar a la puerta y les indicaron que pasaran.

Su padre era el infame Jefferson T. Peters, de Fármacos Peters, Briggs y Smith, una de las compañías farmacéuticas más grandes del mundo.

Muchas de las personas con las que se cruzó por los pasillos la miraron con envidia. Sabían que era la única heredera de su padre y creían que se lo servían todo en bandeja de plata.

Si supieran la verdad…

—Buenos días, señorita Peters —la saludó la asistente de su padre cuando por fin llegó al piso veintidós—. ¿Quiere que avise al señor Peters?

Sonrió a la increíblemente atractiva y delgada mujer. Era muy amable, pero siempre la dejaba con la sensación de que debía perder al menos diez kilos y pasarse la mano por el pelo para recomponerse el peinado. Tina era una de esas personas que vestían con precisión militar y que no tenían jamás un pelo fuera de su sitio.

Ataviada con un impecable traje de Ralph Lauren, la mujer era una antítesis de ella misma, que vestía vaqueros y un jersey con el símbolo de su universidad.

—¿Está solo?

Tina asintió con la cabeza.

—Pues entonces le daré una sorpresa.

—Desde luego. Estoy segura de que le alegrará verla.

Tras dejar a Tina con su trabajo y a Kat sentada en una silla cercana al escritorio de esta, entró en el dominio sacrosanto de su padre, un adicto al trabajo.

El estilo contemporáneo de la decoración le otorgaba al despacho un ambiente frío, aunque él no lo fuera en absoluto. Había amado a su mujer con locura y desde que ella llegó al mundo la había mimado en exceso.

Era un hombre muy guapo y las canas le daban un aire distinguido a su cabello cobrizo. A sus cincuenta y nueve años, seguía estando en forma y parecía más un hombre de cuarenta y pocos.

A pesar de haberse visto obligada a crecer lejos de él por temor a que los apolitas o los daimons la encontraran si se quedaba en un mismo lugar demasiado tiempo, jamás la había dejado del todo sola, ni siquiera cuando había estado en la otra punta del planeta. Siempre había estado a una llamada o a un vuelo de distancia.

Tenía la costumbre de presentarse en su puerta cargado de regalos y de abrazos. Unas veces en plena noche. Otras, en pleno día.

Durante su infancia, tanto sus hermanas como ella hacían apuestas sobre cuándo volvería a presentarse. Y jamás las había defraudado, al igual que nunca se había perdido un cumpleaños.

Quería a ese hombre más que a nada en el mundo y le aterraba pensar en lo que le sucedería si ella moría en un plazo de ocho meses, como les sucedía a todos los apolitas. Lo había visto sufrir en muchas ocasiones, como cuando enterró a su madre y a sus hermanas.

La muerte de su primera hija le había destrozado el corazón, pero lo peor fue la bomba que mató a su esposa y a sus otras dos hijas.

¿Sería capaz de resistir otro golpe semejante?

Alejó la aterradora idea y se acercó a su escritorio de acero y cristal.

Estaba hablando por teléfono, pero colgó en cuanto levantó la vista de los papeles que tenía delante y la vio.

Se le iluminó el rostro al instante, mientras se levantaba para abrazarla; después se apartó y la miró con el ceño fruncido por la preocupación.

—¿Qué haces aquí, cariño? ¿No deberías estar en clase?

Le dio unas palmaditas en el brazo y lo instó a sentarse de nuevo al tiempo que ella se dejaba caer en una de las sillas que había al otro lado de la mesa.

—Pues sí.

—¿Y por qué estás aquí? No sueles saltarte las clases para venir a verme.

Se echó a reír, ya que su padre acababa de parafrasear a Kat. Tal vez le convendría cambiar de costumbres. En su situación, un comportamiento predecible era muy peligroso.

—Quería hablar contigo.

—¿De qué?

—De los Cazadores Oscuros.

Su padre se puso pálido, cosa que la llevó a preguntarse cuánto sabría y cuánto iba a contarle. Tenía una molesta tendencia a sobreprotegerla, de ahí su larga lista de guardaespaldas.

—¿Por qué quieres saber de ellos? —le preguntó él con cautela.

—Porque me atacaron unos daimons anoche y un Cazador Oscuro me salvó la vida.

Su padre se puso en pie de un salto y corrió hacia ella.

—¿Estás herida?

—No, papá —se apresuró a tranquilizarlo mientras él la inspeccionaba en busca de heridas—. Solo fue un susto.

Su padre se apartó con semblante serio, pero le dejó las manos sobre el brazo.

—Muy bien. Esto es lo que vamos a hacer. Vas a dejar la universidad, y después…

—Papá —lo interrumpió con voz firme—, no voy a dejarla a menos de un año de graduarme. Ya me he cansado de huir.

Si bien era posible que solo le quedaran ocho meses de vida, también existía la posibilidad de que no fuera así. Hasta que no estuviera segura, se había jurado llevar una vida lo más normal posible.

Vio el horror que reflejaba el rostro de su padre.

—No es un asunto negociable, Cassandra. Le prometí a tu madre que te protegería de los apolitas y voy a hacerlo. No dejaré que te maten a ti también.

Apretó los dientes ante la mención de esa promesa, que su padre consideraba tan sagrada como su empresa. Se sabía al dedillo el legado que le había dejado la familia de su madre en herencia.

Siglos atrás, una de sus antepasados, la reina de los apolitas, había sido la causante de la maldición que recaía sobre su pueblo. Ciega de celos, había mandado a un ejército para matar al hijo y a la amante del dios Apolo. En venganza, el dios griego del sol había desterrado a todos los apolitas de sus dominios.

Dado que la reina había ordenado a sus hombres que hicieran pasar el asesinato por obra de una bestia, Apolo les dio a los apolitas los rasgos de una bestia: los largos colmillos, la velocidad, la fuerza y la vista de un depredador. Se veían obligados a beber la sangre de sus semejantes para sobrevivir.

Los había desterrado de la luz del sol para no tener que volver a verlos jamás.

Sin embargo, la venganza más amarga había sido la de acortar su vida a tan solo veintisiete años; la misma edad que tenía su amante cuando los apolitas la asesinaron.

El día de su vigésimo séptimo cumpleaños, todo apolita agonizaba lentamente. Era una muerte tan espantosa que muchos cometían un suicidio ritual el día anterior para no padecerla.

La única esperanza que les quedaba era matar a un humano para apoderarse de su alma. No había otra manera de alargar sus cortas vidas. Sin embargo, en cuanto se convertían en daimons, cruzaban el límite e incurrían en la ira de los dioses.

Era en ese momento cuando los Cazadores Oscuros aparecían en escena para matar a los daimons y liberar las almas humanas antes de que estas se marchitaran y murieran.

En el plazo de ocho meses, Cassandra cumpliría los veintisiete años.

Y eso la aterraba.

Era mitad humana, razón por la que podía moverse a la luz del sol, pero tenía que ir bien cubierta y no exponerse mucho tiempo sin sufrir graves quemaduras.

Un dentista le había limado los largos colmillos cuando tenía diez años; y aunque padecía de anemia, habían satisfecho su necesidad de sangre con transfusiones bimestrales.

Era afortunada. En los pocos híbridos de humanos y apolitas que había conocido a lo largo de años predominaba la genética apolita.

Todos habían muerto a los veintisiete.

Todos.

Pero ella siempre se había aferrado a la esperanza de que su parte humana fuera lo bastante fuerte como para sobrevivir a su cumpleaños.

De un tiempo a esa parte, sin embargo, no estaba tan segura; además, no había encontrado a nadie que pudiera decirle nada nuevo acerca de su condición.

No quería morir, cuando aún le quedaban tantas cosas por experimentar. Quería lo mismo que la mayoría de los mortales. Un marido. Una familia.

Sobre todo, quería un futuro.

—Tal vez este Cazador Oscuro sepa algo sobre mi mestizaje. Tal vez…

—A tu madre le daría un ataque de pánico con solo escuchar su nombre —le dijo su padre al tiempo que le acariciaba la mejilla—. Sé muy poco sobre los apolitas, pero sí sé que odian a los Cazadores Oscuros sin excepción. Tu madre decía que eran unos asesinos desalmados con los que no se podía razonar.

—No son Terminator, papá.

—Por lo que decía tu madre, sí que lo son.

Bueno, en eso llevaba razón. Su madre les había advertido a sus hermanas y a ella en incontables ocasiones que se alejaran de tres cosas: de los Cazadores Oscuros, de los daimons y de los apolitas… En ese orden.

—Mamá jamás conoció a ninguno. Solo sabía lo que sus padres le habían contado y me apuesto lo que quieras a que los abuelos tampoco conocieron a ningún Cazador. Además, ¿qué pasa si tiene la clave para prolongar mi vida?

Su padre le dio un apretón en la mano.

—¿Qué pasa si lo han mandado para matarte de la misma manera que los daimons y los apolitas mataron a tu madre? Ya sabes lo que dice la leyenda. Si te matan, la maldición que pesa sobre ellos desaparece.

Meditó sus palabras un instante.

—¿Y si tienen razón? ¿Y si muero y los apolitas pueden llevar una vida normal? Tal vez debería morir.

La rabia desfiguró el rostro de su padre y sus ojos la taladraron al tiempo que le apretaba todavía más la mano.

—Cassandra Elaine Peters, ni se te ocurra volver a decir eso jamás. ¿Me has oído?

Asintió con la cabeza, arrepentida de haberlo enojado cuando no había sido su intención.

—Sí, papá. Perdona. Es que estoy nerviosa.

Él la besó en la frente.

—Lo sé, cariño. Lo sé.

Percibió la expresión atormentada del rostro de su padre cuando regresó a su silla y supo lo que estaba pensando sin necesidad de que hablara. Hacía mucho que había puesto a trabajar a un grupo de investigadores en la «cura» para su extraña enfermedad, aunque lo único que habían conseguido era la certeza de que la medicina moderna no era rival para la ira de un antiguo dios.

Tal vez estuviera en lo cierto, tal vez Wulf fuera tan peligroso como los demás. Sabía que los Cazadores Oscuros habían hecho un juramento de matar a los daimons, pero no tenía ni idea de cómo trataban a los apolitas.

Su madre le había dicho que no se fiara de nadie; sobre todo que no se fiara de alguien que se ganaba la vida matando a los de su pueblo.

Aun así, su instinto le decía que una raza que se pasaba la eternidad dando caza a los de su especie lo sabría todo acerca de ella.

Claro que, ¿por qué un Cazador Oscuro iba a ayudar a una apolita cuando eran enemigos declarados?

—Es una idea estúpida, ¿verdad?

—No, Cassie —respondió su padre—. No es estúpida. Es que no quiero que te hagan daño.

En ese momento, se levantó para abrazarlo.

—Será mejor que me vaya a clase y me olvide de todo este asunto.

—Me gustaría que te pensaras lo de marcharte por un tiempo. Si esos daimons te vieron, es posible que le hayan dicho a alguien que estás aquí.

—Créeme, papá, no les dio tiempo. Nadie sabe que estoy aquí y tampoco quiero marcharme.

Nunca más.

Esas dos palabras quedaron suspendidas en el aire, a pesar de que no las había pronunciado. Vio cómo su padre apretaba los labios, ya que ambos eran conscientes de que el reloj corría para ella.

—¿Por qué no cenamos juntos esta noche? —le preguntó su padre—. Puedo salir antes y…

—Le prometí a Michelle que saldríamos. ¿Qué tal mañana?

Él asintió con la cabeza y la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño.

—Ten cuidado.

—Lo haré.

A juzgar por su expresión, su padre tenía las mismas ganas de dejarla marchar que las que ella tenía de irse.

—Te quiero, Cassandra.

—Lo sé. Yo también te quiero, papá. —Le regaló una sonrisa radiante y se marchó para que siguiera trabajando.

Salió del despacho y continuó hasta abandonar el edificio mientras sus pensamientos regresaban al sueño con Wulf y a la maravillosa sensación de tenerlo entre sus brazos.

Kat la seguía en silencio, dándole el espacio que necesitaba. A Cassandra era lo que más le gustaba de su guardaespaldas.

Había ocasiones en las que parecía tener un vínculo psíquico con ella.

—Necesito una buena taza de Starbucks —le dijo por encima del hombro—. ¿Te apetece?

—Nunca le hago ascos a un cafelito. Dame café del bueno o mátame.

Mientras enfilaban la calle en dirección a la cafetería siguió meditando acerca de los Cazadores Oscuros.

Puesto que siempre los había tomado por un cuento de su madre para asustarla, jamás había buscado indicios de su existencia mientras estudiaba la Grecia clásica. Desde niña, había pasado su tiempo libre investigando la historia de su madre y las leyendas antiguas.

No recordaba haber leído nada acerca de los Cazadores Oscuros, hecho que le confirmaba que no eran reales, sino un cuento, como el hombre del saco.

Aunque tal vez hubiera pasado por alto…

—¡Hola, Cassandra!

Salió de su ensimismamiento y vio que uno de sus compañeros de clase la saludaba justo cuando llegaba a la puerta de la cafetería. Era unos cuantos centímetros más bajo que ella y bastante mono si a una le gustaban los boy scouts. Tenía el cabello oscuro, corto y rizado y unos ojos azules de expresión afable.

Había algo en él que le recordaba a Opie Taylor, del Show de Andy Griffith; de hecho, medio esperaba que se pusiera a llamarla «señora».

—Chris Eriksson —le susurró Kat cuando se acercó.

—Gracias —le dijo también en voz baja, más que agradecida por el hecho de que a Kat se le dieran mejor los nombres que a ella. Siempre se quedaba con las caras, pero los nombres solían escapársele.

El muchacho se detuvo frente a ellas.

—Hola, Chris —lo saludó con una sonrisa. Era muy agradable y siempre intentaba ayudar a cualquiera que lo necesitase—. ¿Qué te trae por aquí?

Él pareció incómodo por un instante.

—Yo… bueno… he venido a recoger un paquete para un amigo.

Kat la miró con interés.

—Suena bastante sospechoso. Espero que no sea nada ilegal.

El muchacho se puso como un tomate.

—No, no es ilegal. Solo de índole personal.

Por alguna razón, le gustaba más la opción de que fuera algo ilegal. Esperó un par de minutos mientras el pobre Chris se removía, incómodo.

Estaba matriculado en Inglés Antiguo, igual que ella. Solo habían hablado lo justo para intercambiar apuntes cuando tenía problemas a la hora de traducir algún pasaje. Chris era el alumno preferido del profesor y sacaba la máxima nota en todos los exámenes.

El resto de la clase quería colgarlo por disparar la nota media.

—¿Has hecho el trabajo para la clase de esta tarde? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

—Ha sido increíble, ¿verdad? Un pasaje de los buenos. —A juzgar por la expresión de su cara, sabía que estaba hablando de corazón.

—Como si me sacaran las muelas sin anestesia —replicó ella en un intento por bromear.

Chris no lo entendió de esa manera.

Su expresión se ensombreció.

—Lo siento. He vuelto a parecer un empollón. —Se dio un tirón de la oreja en un gesto nervioso y bajó la vista al suelo—. Será mejor que me vaya. Tengo que hacer algunos recados.

Cuando hizo ademán de alejarse, lo llamó.

—Chris, espera.

El muchacho se detuvo y la miró.

—¿Síndrome del Niño Sobreprotegido?

—¿Cómo dices?

—Tú también eres un niño sobreprotegido, ¿verdad?

Chris se frotó la nuca.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Créeme, tienes los síntomas clásicos. Yo también los tenía, pero tras años de terapia intensiva he aprendido a ocultarlos y funciono casi con total normalidad.

Eso lo hizo reír.

—¿Tienes por ahí el nombre del loquero?

Ella sonrió.

—Claro. —Señaló la cafetería con la cabeza—. ¿Tienes tiempo para tomarte un café con nosotras?

A juzgar por su expresión, parecía que le hubiera dado las llaves de Fort Knox.

—Claro, muchas gracias.

Entraron en el local con él a la zaga, como si fuera un cachorrito encantado porque su dueño acabara de volver a casa.

Una vez que pidieron los cafés, se sentaron en el fondo del local, lejos de los ventanales donde la luz del sol podría provocarle quemaduras.

—Dime, ¿por qué te has matriculado en Inglés Antiguo? —le preguntó Chris cuando Kat se marchó al servicio—. No pareces de las que se ofrecen voluntarias para semejante castigo.

—Siempre he estado investigando… cosas antiguas —dijo a falta de una explicación mejor. Le costaba trabajo contarle a un desconocido que había estado investigando antiguas maldiciones y hechizos para alargar su vida—. ¿Y tú? Por tu aspecto te van más las asignaturas de informática.

Chris se encogió de hombros.

—Este semestre me he decantado por las asignaturas fáciles para sacar nota. Quería algo en lo que no tuviera que esforzarme.

—Sí, pero… ¿Inglés Antiguo? ¿De dónde has salido?

—De un sitio donde lo hablan.

—¡Venga ya! —exclamó sin dar crédito—. ¿Quién habla eso?

—Nosotros. De verdad. —Y le dijo algo que no entendió.

—¿Tratas de insultarme?

—No —se apresuró a decir él—. Jamás lo haría.

Sonrió, bajó la vista hacia la mochila del muchacho, y se quedó de piedra. El bolsillo estaba abierto y en el interior había una agenda bastante ajada. De la agenda colgaba una cinta de color burdeos con una chapa muy interesante: un escudo redondo cruzado por dos espadas, y encima de las espadas, las iniciales D.H.

Qué coincidencia más extraña verlas ese día cuando había estado navegando por la red en busca de información…

Tal vez fuera una señal…

—¿D.H.? —preguntó al tiempo que acariciaba la chapa. Le dio la vuelta y se le paró el corazón al ver «Dark-Hunter.com»[1] grabado en el metal.

—¿Cómo? —Chris le miró la mano—. ¡Ah…! ¡Eso! —exclamó y de inmediato se puso nervioso. Le quitó la chapa de las manos, la metió en el bolsillo y lo cerró—. Es algo con lo que suelo jugar a veces.

¿Por qué se había puesto tan nervioso? ¿Por qué parecía tan incómodo?

—¿Estás seguro de que no haces nada ilegal, Chris?

—Sí, en serio. El más mínimo pensamiento ilegal y me pescarían al instante. Me ganaría una buena, seguro.

No estaba tan segura de eso, pensó cuando Kat se reunió con ellos.

Dark-Hunter.com…

Mientras buscaba en todos los idiomas posibles, no se le había ocurrido separar las palabras con un guión. Pero acababa de hacerse con una dirección web.

Charlaron un poco más sobre las clases antes de despedirse de modo que Chris acabara de hacer sus recados antes de la clase de Inglés Antiguo y a ella le diera tiempo de llegar al campus para su siguiente clase.

Podría saltarse una clase por día, pero dos…

No. Si había algún adjetivo que la describiera, era «disciplinada».

En un santiamén estaba tranquilamente sentada a su mesa a la espera de que llegara el profesor de Literatura Clásica mientras el resto de estudiantes parloteaba a su alrededor. Kat estaba en el pasillo, en una zona de descanso, leyendo una novela de Kinley MacGregor.

Mientras esperaba al profesor, decidió sacar su Palm Pilot y navegar un poco por internet. Escribió Dark-Hunter.com en la barra de direcciones.

Esperó a que se cargara la página.

En cuanto lo hizo, se quedó boquiabierta.

Vaya, vaya, la cosa se estaba poniendo interesante…