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Wulf seguía pensando en la desconocida mientras aparcaba el Ford Expedition verde oscuro en su garaje de cinco plazas. Frunció el ceño al ver el Hummer rojo aparcado en el otro extremo y apagó el motor.

¿Qué coño estaba haciendo Chris en casa? Se suponía que iba a pasar la noche con su novia.

Entró para averiguarlo.

Lo encontró en el salón, montando… una cosa enorme. Tenía unos brazos metálicos y otros accesorios que le recordaban a un robot de diseño cutre. El cabello rizado y negro del muchacho estaba alborotado, como si se lo hubiera estado mesando. La habitación estaba plagada de objetos y papeles, junto con un buen número de herramientas.

Era gracioso verlo bregar con la larga barra metálica que intentaba colocar en una especie de base. En un momento dado, uno de los brazos se soltó y lo golpeó en la cabeza. Chris soltó la barra con un taco.

Wulf se echó a reír.

—¿Otra vez has estado viendo la Teletienda?

Su escudero comenzó a frotarse la parte posterior de la cabeza al tiempo que le asestaba una patada a la base.

—No empieces, Wulf.

—Chaval —lo reconvino con seriedad—, será mejor que cuides ese tono.

—Sí, ya, me has acojonado… —replicó el muchacho con una nota de irritación en la voz—. Tu aterradora presencia ha hecho que me mee en los pantalones. ¿Lo ves? Mira cómo tiemblo. ¡Socorro!

Meneó la cabeza ante las ocurrencias del muchacho. Chris no se cortaba ni un pelo a la hora de burlarse de él.

—Sabía que debería haberte llevado al bosque cuando naciste y haberte dejado morir.

Chris resopló.

—¡Oooh! Otra perla de retorcido humor vikingo… Lo que me extraña es que mi padre no tuviera que llevarme ante ti nada más nacer para que me examinaras. Menos mal que no soportas el barnaútbur∂r, ¿verdad?

Wulf le lanzó una mirada asesina; y no porque pensara que fuera a surtir algún efecto, sino más bien por costumbre.

—El simple hecho de que seas el último de mis descendientes no significa que tenga que soportarte.

—Sí, yo también te quiero, grandullón —replicó su escudero mientras volvía a ocuparse del objeto que estaba montando.

Wulf se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo del sofá.

—Te juro que voy a cancelar la suscripción a la televisión por cable como esto siga así. La semana pasada fue el banco de pesas y el de remos. Ayer esa cosa para la cara y hoy, esto. ¿Has visto toda la porquería que hay en el desván? ¡Parece un mercadillo de objetos usados!

—Esto es distinto.

Wulf puso los ojos en blanco. Ya había oído eso antes.

—¿Qué coño es, por cierto?

Su escudero le contestó mientras volvía a colocar el brazo en su sitio.

—Es una lámpara de rayos UVA. Creí que estarías un poco harto de verte tan blanco.

Wulf lo miró con expresión socarrona. Gracias a los genes galos de su madre, su piel no era demasiado pálida, sobre todo si se tenía en cuenta que llevaba más de mil años sin ver el sol.

—Christopher, da la casualidad de que soy vikingo y de que estamos en Minnesota, en pleno invierno. La falta de bronceado es algo normal en los países nórdicos. ¿Por qué te crees que nos dispersamos por media Europa?

—¿Porque os pillaba cerca?

—No, porque queríamos descongelarnos.

Chris le hizo un gesto grosero con la mano.

—Espera y verás. Cuando termine de montarla, me lo agradecerás.

Wulf se acercó a él, sorteando las piezas.

—¿Y qué haces aquí, tonteando con esto? Creí que tenías una cita esta noche.

—Sí, pero Pam cortó conmigo veinte minutos después de que llegara a su casa.

—¿Por qué?

El muchacho se detuvo para mirarlo con expresión resentida.

—Cree que soy un traficante.

La inesperada respuesta lo dejó pasmado. Su escudero apenas superaba el metro ochenta de estatura. Era delgado y tenía un rostro franco. Lo más «ilícito» que había hecho era pasar junto a un Papá Noel del Ejército de Salvación sin echar una moneda en la olla… y fue una sola vez.

—¿Por qué piensa eso? —le preguntó.

—Bueno, vamos a ver… Tengo veintiún años y conduzco un Hummer blindado hecho por encargo, con cristales y neumáticos a prueba de balas que cuesta cosa de un cuarto de millón. Vivo en una propiedad remota e inmensa a las afueras de Minnetonka sin más compañía reconocida que los dos guardaespaldas que llevo pegados como lapas cada vez que salgo. Tengo un horario extraño. Sueles mandarme tres o cuatro mensajes durante mis citas para decirme que me ponga manos a la obra y te dé un heredero. Y encima, se ha encontrado en el maletero algunos de esos maravillosos juguetitos tuyos que acababa de recoger de la armería.

—No serían de los afilados, ¿no? —lo interrumpió. Tenía prohibido manejar armas afiladas. El muy imbécil era capaz de cortarse una parte vital del cuerpo o algo…

Chris suspiró e hizo caso omiso de la pregunta para proseguir con su monólogo.

—Le he dicho que mi dinero procede de una herencia familiar y que me gusta coleccionar espadas y dagas, pero no se lo ha tragado. —Lo taladró con otra mirada glacial—. Este trabajo es un asco en según qué ocasiones.

Wulf refrenó su mal humor. Su escudero siempre estaba enfadado con él, pero puesto que lo había visto crecer desde el día en que nació y era su último descendiente con vida, se mostraba extremadamente tolerante con el muchacho.

—Pues vende el Hummer, cómprate un Dodge y múdate a una caravana.

—Sí, claro… ¿Te acuerdas de cuando cambié el Hummer por el Alfa Romeo el año pasado? Me lo quemaste, me compraste otro Hummer y me amenazaste con encerrarme en mi habitación con una prostituta si se me ocurría volver a hacerlo. En cuanto a las ventajas… ¿Te has molestado alguna vez en echarle un vistazo a este sitio? Tenemos una piscina climatizada, un cine con sistema Dolby Surround, dos cocineros, tres doncellas y un encargado para la piscina a los que puedo mangonear, por no mencionar el sinfín de artilugios electrónicos de los que disponemos. No tengo ni pizca de ganas de abandonar Disneylandia, gracias. Es lo único bueno del acuerdo. ¡Joder! Ya que mi vida es un asco, no pienso pasarla en una caravana. De todos modos y conociéndote, me obligarías a aparcar en un lugar aislado y me rodearías de un ejército por si acaso se me rompiera una uña.

—En ese caso, estás despedido.

—Bésame el culo.

—No eres mi tipo.

Chris le tiró una llave inglesa a la cabeza.

Él la cogió al vuelo y volvió a arrojarla al suelo.

—No voy a conseguir que te cases, ¿verdad?

—Joder, Wulf. ¡Hace poco que cumplí los veintiuno! Tengo mucho tiempo para tener niños que sean capaces de recordarte, ¿vale? ¡Madre mía! Eres peor que mi padre. ¡Trabajo, trabajo, trabajo!

—No sé si sabes que tu padre solo tenía…

—Dieciocho cuando se casó con mi madre. Sí, Wulf, lo sé. Me lo dices tres o cuatro veces cada hora.

Hizo oídos sordos a las protestas de su escudero y, entretanto, siguió pensando en voz alta.

—Tengo la impresión de que debes ser el único tío que se ha saltado la revolución hormonal de la adolescencia. A ti te pasa algo raro, chaval.

—No pienso hacerme otro reconocimiento médico —masculló Chris—. El hecho de que no esté todo el día con un calentón no significa que me pase algo. Prefiero conocer a una mujer antes de desnudarme delante de ella.

Wulf meneó la cabeza.

—Está claro que a ti te pasa algo rarísimo…

Chris lo insultó en su antigua lengua.

Él hizo caso omiso.

—Tal vez deberíamos pensar en buscar una madre de alquiler. O contratar los servicios de un banco de esperma para guardar tu…

Chris le respondió con un gruñido y cambió de tema.

—¿Qué ha pasado esta noche? Pareces más cabreado que cuando te fuiste. ¿Alguna de las panteras te ha dicho algo desagradable en el club?

Wulf farfulló algo ininteligible mientras pensaba en la manada de panteras que regentaban el club al que había ido esa noche. Los katagarios lo habían llamado a primera hora para decirle que uno de sus vigías había descubierto a un grupo de daimons desconocidos en la ciudad, al acecho. El mismo grupo que les había ocasionado problemas unos meses antes.

El Infierno era uno de los muchos santuarios esparcidos por el mundo donde los Cazadores Oscuros, los Cazadores Katagarios, los Cazadores Arcadios y los apolitas podían reunirse sin temor a que les atacaran mientras estuvieran en el interior. ¡Coño, si hasta se les permitía la entrada a los daimons siempre que no se alimentaran y que fueran discretos!

A pesar de que los katagarios se bastaban solitos para acabar con los daimons, solían abstenerse de hacerlo. Después de todo, eran parientes y, como tales, no les ponían las manos encima. De igual modo, no se mostraban muy tolerantes con los Cazadores Oscuros que mataban a dichos parientes. Colaboraban con ellos cuando era necesario o cuando les beneficiaba, pero de otro modo mantenían las distancias.

Dante le había mandado un mensaje de alerta tan pronto como supo que los daimons se dirigían a su club.

Sin embargo, tal y como Chris había insinuado, las panteras no se mostraban muy simpáticas con un Cazador Oscuro que se entretuviera demasiado en su territorio.

Se sacó las armas que llevaba escondidas en la ropa y las colocó en el armario emplazado en el otro extremo de la estancia.

—No —dijo, contestando a la pregunta de su escudero—. Las panteras se portaron bien. Pero pensé que los daimons darían más guerra.

—Lo siento —replicó Chris amablemente.

—Sí, yo también.

El muchacho guardó silencio un instante y Wulf comprendió que había dejado de lado las pullas y estaba intentando animarlo.

—¿Te apetece entrenarte?

—¿Para qué molestarse? —preguntó a su vez mientras cerraba con llave el armario—. Hace casi diez años que no tengo una pelea decente. —Asqueado por la idea, se frotó los ojos, demasiado sensibles para la brillante luz que Chris tenía encendida—. Creo que iré a meterme con Talon un rato.

—¡Oye!

Se detuvo y lo miró por encima del hombro.

—Antes de que te vayas, di «barbacoa».

Wulf soltó un gemido al escuchar el desesperado intento. Era una broma que Chris solía utilizar desde que era pequeño para hacerlo reír. Como aún conservaba un ligero acento noruego, había ciertas palabras que pronunciaba de modo extraño, como «barbacoa».

—No tiene gracia, mocoso. Y no soy sueco.

—Sí, sí, lo que tú digas. Venga, imita al chef…

—No debería haberte dejado ver a los Teleñecos —dijo con voz gruñona.

En realidad, no debería haber imitado al chef sueco cuando Chris era pequeño. Solo le había dado al muchacho otra arma con la que irritarlo. De todos modos, eran familia y, a fin de cuentas, solo estaba intentando animarlo. Aunque no funcionara.

Chris hizo un ruido grosero.

—Vale, pero eres un viejo vikingo decrépito y gruñón. Por cierto, mi madre quiere conocerte… otra vez.

Las noticias hicieron que volviera a gruñir.

—¿No puedes posponerlo un par de días?

—Puedo intentarlo, pero ya sabes cómo es.

Sí, lo sabía. Conocía a la madre de Chris desde hacía más de treinta años.

Por desgracia, ella no. Al igual que les sucedía a todos aquellos que no llevaban su sangre, lo olvidaba a los cinco minutos de haber dejado su presencia.

—Vale —concedió—. Tráela mañana por la noche.

Se marchó en dirección a las escaleras que llevaban a su habitación, situada bajo la casa. Como la mayoría de los Cazadores Oscuros, prefería dormir en un lugar donde no hubiera riesgo de acabar expuesto al sol por accidente. Ese era uno de los pocos métodos para destruir sus cuerpos inmortales.

Abrió la puerta, pero no se molestó en encender las luces porque Chris ya había encendido la vela de su escritorio. Los ojos de un Cazador Oscuro estaban diseñados para ver aunque apenas hubiera luz. De hecho, veía mejor en la oscuridad de lo que los humanos veían a plena luz del día.

Se quitó el jersey y examinó con cuidado las cuatro heridas de bala que tenía en el costado. Lo habían atravesado limpiamente y la piel ya había comenzado a sanar. Le dolían, pero no moriría. En un par de días no quedarían más que cuatro pequeñas cicatrices.

Utilizó la camiseta negra para limpiarse la sangre y fue al cuarto de baño para desinfectarse las heridas y vendarse.

Tan pronto como estuvo limpio y vestido con unos vaqueros y una camiseta blanca de manga corta, encendió el equipo de música. Los acordes de «My oh my» de Slade inundaron la estancia mientras cogía el teléfono inalámbrico y se sentaba frente al ordenador para echar un vistazo al sitio web de los Cazadores, Dark-Hunter.com, con la intención de poner a los demás al día de sus últimos daimons pulverizados.

A Calabrax le gustaba llevar el recuento mensual de los daimons que mataban. El guerrero espartano tenía la extraña idea de que los ataques de los daimons y las pausas que se sucedían entre ellos estaban relacionados con las fases de la luna.

A título personal, pensaba que el espartano tenía demasiado tiempo libre… pero claro, siendo inmortales, eso era un mal del que todos adolecían.

Escuchó la letra de la canción, sentado en la oscuridad.

«Creo en la mujer, my oh my… Todos necesitamos a alguien con quien hablar, my oh my…»

Muy a su pesar, conjuró en su mente las imágenes de su antiguo hogar y de una mujer con el cabello tan blanco como la nieve y los ojos azules como el mar.

Arnhild.

No sabía por qué seguía pensando en ella después de tantos siglos, pero ahí estaba, haciéndolo de nuevo.

Tomó una honda bocanada de aire mientras se preguntaba qué habría sucedido de haberse quedado en la granja de su padre y de haberse casado con ella. Eso era lo que todos habían esperado de él.

Arnhild lo había esperado.

Pero él se había negado. A los diecisiete años deseaba una vida distinta a la de un simple granjero obligado a pagar los impuestos al jarl. Ansiaba aventuras y luchas.

Gloria.

Peligro.

Tal vez si hubiera amado a Arnhild, ese amor habría bastado para retenerlo en su hogar.

Si lo hubiera hecho…

Se habría vuelto loco de aburrimiento.

Que era lo que le pasaba esa noche. Necesitaba algo emocionante. Algo que le hiciera hervir la sangre.

Algo como esa rubia tan sexy que había dejado en la calle…

Al contrario que a Chris, desnudarse delante de una desconocida no le preocupaba lo más mínimo. O al menos no era algo que le hubiera preocupado nunca. Fue su propensión a quedarse desnudo lo que lo había convertido en Cazador Oscuro, así que tal vez Chris tuviera razón después de todo.

Marcó el número de Talon en busca de una distracción que lo alejara de ese pensamiento y utilizó el mando a distancia para cambiar la canción y poner a Led Zeppelin y su «Immigrant Song».

Talon contestó al mismo tiempo que él entraba en el foro privado de la web de los Cazadores.

—Hola… guapa —se burló mientras conectaba el manos libres para poder teclear y hablar al mismo tiempo—. Me ha llegado tu camisetita hoy. «Se regalan trabajos sucios.» No tiene ninguna gracia y yo no regalo nada. Espero que me paguen muy bien por lo que hago.

—¿Cómo que «guapa»? —repitió Talon con un resoplido—. Será mejor que tengas cuidado con lo que dices si no quieres que vaya y te patee ese culo vikingo que tienes.

—Tu amenaza tal vez resultara efectiva si no supiera lo mucho que odias el frío.

Talon rió con ganas.

—¿Qué estás haciendo esta noche? —le preguntó Wulf.

—Punto de cruz.

Wulf gruñó.

—No te creas que la broma resulta más graciosa cuanto más la sueltas.

—Sí, ya lo sé. Pero me encanta mosquearte.

—Lo haces de vicio, sí. ¿Te ha dado clases Chris? —Escuchó que Talon cubría el móvil con la mano y pedía café y beignets—. ¿Ya estás en la calle? —le preguntó después de que la camarera se hubiera alejado.

—Ya ves. Tenemos el Mardi Gras encima y los daimons abundan.

—Gilipolleces. He escuchado que pedías café. Te has vuelto a quedar sin él, ¿verdad?

—Cierra el pico, vikingo.

Wulf meneó la cabeza.

—Necesitas un escudero.

—Sí, claro. Ya te lo recordaré la próxima vez que eches pestes sobre Chris y esa lengua viperina que tiene.

Wulf se reclinó en la silla mientras echaba un vistazo a los mensajes de sus compañeros Cazadores. Era reconfortante saber que no era el único que se aburría como una ostra entre misión y misión. Puesto que no podían reunirse sin sufrir un debilitamiento de sus poderes, dependían de internet y del teléfono para conseguir información y estar en contacto.

La tecnología era un regalo de los dioses para ellos.

—Tío —dijo Wulf—, ¿soy yo o las noches parecen cada vez más largas?

—Algunas más que otras. —Escuchó el ruido metálico de la silla de Talon. Seguro que el celta se había movido para echarle el ojo a alguna mujer que acababa de pasar cerca—. ¿Por qué estás bajo de moral?

—Estoy inquieto.

—Echa un polvo.

Resopló ante la típica respuesta de Talon. El celta creía que el sexo era la solución a todos los problemas.

Sin embargo, cuando recordó a la mujer del club, decidió que tal vez el consejo no fuera tan descabellado.

Al menos en ese preciso momento.

De todas formas, no tenía ni pizca de ganas de pasar otra noche con una mujer que no lo recordara después.

Hacía mucho que le había perdido el gusto.

—Ese no es el problema —replicó mientras seguía ojeando mensajes—. Estoy deseando encontrar una pelea decente. Joder, ¿cuándo fue la última vez que te encontraste a un daimon que peleara? Los de esta noche se han rendido, uno incluso ha gimoteado al golpearlo.

—Oye, deberías estar contento de haberles dado una tunda antes de que te la dieran a ti.

Tal vez…

Pero él era un vikingo y los vikingos no veían las cosas como los celtas.

—¿Sabes lo que te digo, Talon? Matar a un daimon chupaalmas sin una buena lucha es como echar un polvo sin preliminares. Una pérdida de tiempo total y completamente in… satisfactoria.

—Hablas como un auténtico vikingo. Lo que necesitas, hermano mío, es una taberna en la que sirvan hidromiel, llena de mozas y vikingos desesperados por una buena lucha que les garantice un lugar en el Valhalla.

Era cierto. Echaba de menos a los daimons spati. Esos sí que eran guerreros contra los que merecía la pena luchar.

Bueno, al menos desde su punto de vista, claro estaba.

—Los que me he encontrado esta noche no tenían ni idea de pelear —replicó, haciendo una mueca de asco—. Estoy hasta los cojones de esa mentalidad de «mi revólver solucionará todos los problemas».

—¿Te han disparado otra vez? —le preguntó Talon.

—Cuatro veces. Te lo juro… ojalá me encontrara con un daimon como Desiderio. Por una vez y sin que sirva de precedente, me encantaría disfrutar de una buena pelea llena de golpes bajos.

—Ten cuidado con lo que deseas; es posible que se haga realidad.

Hubo una pausa en el otro extremo de la línea mientras Talon exhalaba un suspiro satisfecho.

Wulf meneó la cabeza. No cabía duda de que había una mujer cerca.

—Ya te digo, lo que más echo de menos son las talpinas.

Las palabras de Talon le hicieron fruncir el ceño. No había oído hablar nunca de las talpinas.

—¿Y quiénes son esas?

—Cierto, fueron anteriores a tu época. Durante la mejor parte de la Edad Media existió un clan de escuderas cuya única misión era la de satisfacer nuestras necesidades sexuales.

Era agradable saber que su mejor amigo solo tenía una línea de pensamiento. Lo que daría por conocer a una mujer que pudiera desviar al celta de su obsesión…

—Tío, eran geniales —siguió Talon—. Sabían lo que éramos y estaban encantadas de irse a la cama con nosotros. Joder, los escuderos incluso las instruían para que aprendieran la mejor forma de satisfacernos.

—¿Y qué ocurrió con ellas?

—Unos cien años antes de que tú nacieras, un Cazador Oscuro cometió el error de enamorarse de su talpina. Por desgracia para el resto de nosotros, la chica no pasó la prueba de Artemisa. La diosa se enfadó tanto que prohibió la existencia del clan y se sacó de la manga la maravillosa norma de «se supone que solo puedes pasar una noche con ellas». Y como colofón, Aquerón se inventó lo de «nunca toques a tu escudera». Te lo juro, no te puedes ni hacer una idea de lo difícil que resultaba encontrar un rollo decente de una sola noche en la Britania del siglo VII.

Wulf resopló.

—Yo nunca he tenido ese problema.

—Sí, ya lo sé. Y te envidio. Mientras que los demás tenemos que apartarnos a la fuerza de nuestras amantes para no traicionar nuestra existencia, tú puedes largarte sin miedo alguno.

—Créeme, Talon, no está tan bien como parece. Tú vives solo por decisión propia. ¿Sabes lo frustrante que resulta que nadie te recuerde cinco minutos después de haberte marchado?

Era lo único que le resultaba molesto de su existencia. Era inmortal. Rico. Podía tener cualquier cosa que se le antojara.

Salvo por el hecho de que si Christopher moría sin tener hijos, no quedaría nadie vivo que pudiera recordarlo.

Era una idea sobrecogedora.

Soltó un suspiro.

—La madre de Christopher ha venido esta semana tres veces para conocer a la persona con la que trabaja su hijo. ¿Cuánto hace que la conozco? ¿Treinta años? Y no te olvides de aquella ocasión en la que llamó a la policía hace dieciséis años, cuando me vio entrar en mi propia casa y creyó que era un ladrón.

—Lo siento, hermanito —dijo Talon con una nota sincera en la voz—. Al menos nos tienes a tu escudero y a nosotros, que podemos recordarte.

—Sí, ya lo sé. Gracias a los dioses por la tecnología moderna. Si no fuera por ella, me volvería loco. —Guardó silencio un instante.

—No es por cambiar de tema, pero ¿te has enterado de a quién ha trasladado Artemisa a Nueva Orleans para sustituir a Kirian?

—A Valerio, según tengo entendido —contestó Wulf con incredulidad—. ¿En qué estaba pensando Artemisa?

—Ni idea.

—¿Lo sabe Kirian? —le preguntó.

—Por una razón más que obvia, Aquerón y yo decidimos ocultarle que el nieto, y la viva imagen, del hombre que lo crucificó y destruyó a su familia iba a ser trasladado a la ciudad y que iba a vivir a una calle de su casa. Por desgracia, no me cabe la menor duda de que acabará por descubrirlo tarde o temprano.

Wulf meneó la cabeza. Lo suyo no era tan malo en comparación. Al menos, él no tenía los problemas de Kirian o los de Valerio.

—Tío, humano o no, Kirian lo matará si se cruza con él… Y eso no es algo que te haga mucha falta en esta época del año.

—Y que lo digas… —convino Talon.

—¿Quién se encarga del Mardi Gras este año? —quiso saber.

—Van a trasladar a Zarek.

Soltó un taco al escuchar el nombre del Cazador Oscuro apostado en Fairbanks, Alaska. Había cientos de rumores sobre el antiguo esclavo que había asolado la aldea y matado a los humanos que estaban a su cargo.

—Creía que Aquerón jamás le permitiría salir de Alaska.

—Sí, ya; pero ha sido la propia Artemisa la que ha dado la orden de traerlo a Nueva Orleans. Parece que vamos a tener una reunión de tarados esta semana… ¡No, calla! Si es que estamos en Mardi Gras…

Wulf soltó una carcajada. Escuchó que Talon volvía a suspirar.

—¿Ha llegado el café? —le preguntó.

—Mmm… Sí.

Wulf sonrió y deseó poder encontrar placentero algo tan sencillo como una taza de café. Sin embargo, no bien lo hubo pensado, escuchó que Talon mascullaba:

—Joder, tío…

—¿Qué?

—Una puta alerta Fabio —contestó el celta con evidente desdén.

Wulf enarcó una ceja al pensar en el pelo rubio de Talon.

—Oye, que tú también te pareces mucho, rubiales.

—Bésame el culo, vikingo. ¿Sabes una cosa? Si fuera una persona negativa, ahora mismo estaría bastante cabreado.

—A mí me da la sensación de que lo estás.

—No, no estoy cabreado. Estoy un poco molesto. Además, deberías ver a estos chicos.

Talon dejó a un lado su acento mientras se lanzaba a una supuesta conversación entre los daimons.

—«George, guapo, me parece que huele a Cazador Oscuro» —dijo, con un tono agudo bastante forzado—. «Claro que no, Dick —se contestó a sí mismo utilizando un tono más grave—, no seas imbécil. No hay ningún Cazador Oscuro por aquí.»

De nuevo volvió al falsete:

—«Me parece que…» Espera. —Cambió a la voz grave otra vez—. Percibo un olor a turistas. Turistas de enorme… fuerza vital.

—¿Quieres parar de una vez? —preguntó Wulf.

—Díselo a los lamparones… —se quejó Talon, utilizando el término despectivo con el que los Cazadores se referían a los daimons, y que provenía de la extraña mancha negra que todos los vampiros tenían en el pecho desde el momento en que dejaban de ser simples apolitas para convertirse en asesinos de humanos—. ¡Joder! Lo único que quería era tomarme un café y comerme un beignet.

Wulf escuchó que su amigo chasqueaba la lengua antes de comenzar a debatir sus prioridades en voz alta.

—Café o daimons… Café o daimons…

—Creo que será mejor que ganen los daimons en esta ocasión.

—Ya, pero se trata de café de achicoria…

Wulf chasqueó la lengua.

—Talon tiene ganas de que Aquerón lo fría por no cumplir con su obligación de proteger a los humanos.

—Vale —replicó el celta con un suspiro de frustración—. Voy a acabar con ellos. Luego te llamo.

—Hasta luego.

Wulf finalizó la llamada y apagó el ordenador. Echó un vistazo al reloj. Ni siquiera eran las doce…

Joder.

Pasaban pocos minutos de las doce de la noche cuando Cassandra, Kat y Brenda llegaron al complejo de apartamentos del campus. Dejaron a Brenda en la puerta de su bloque y siguieron con el coche hasta el suyo. Tras aparcar, entraron en el edificio y se dirigieron al apartamento de dos dormitorios que compartían.

Desde que salieron del Infierno, había algo rondándole la mente, una insistente sensación de peligro que no acababa de comprender.

Rememoró todos los acontecimientos de la noche mientras se preparaba para meterse en la cama. Había ido al club en coche con sus amigas después de que Michelle saliera de clase y habían pasado el rato escuchando a los Twisted Hearts y a los Barleys. No había sucedido nada fuera de lo normal, salvo el hecho de que Michelle hubiera conocido a Tom.

Así que, ¿por qué se sentía tan… tan… rara?

Inquieta.

No tenía sentido.

Mientras se frotaba la frente, cogió el libro de Literatura Medieval Inglesa e hizo un esfuerzo supremo por seguir leyendo Beowulf en inglés antiguo. Al profesor Mitchell le encantaba poner en evidencia a los alumnos que no se habían preparado la clase y no estaba dispuesta a presentarse al día siguiente sin haberse leído el texto.

Por muy aburrido que fuera.

Grendel, plof, plof, plof,

Grendel, plof, plof, plof,

los barcos vikingos ya vienen

… la película… ¿alguien la tiene?

Ni siquiera sus estúpidas rimas la ayudaban a concentrarse. Sin embargo, mientras seguía leyendo las antiguas palabras del poema épico, comenzó a pensar en un guerrero alto de cabello oscuro con los ojos negros y unos labios carnosos y ardientes.

Un hombre con una agilidad y una rapidez de movimientos sorprendentes.

Cerró los ojos y lo vio plantado en la calle a pesar del frío, con un abrigo de cuero negro y una expresión que prometía…

Sexo salvaje.

Intentó fijarse en algún detalle más, pero la imagen se desvaneció de repente, dejándola con ganas de más.

—¿Qué narices me pasa?

Se obligó a abrir los ojos y a seguir leyendo.

Wulf echó el pestillo a la puerta de su dormitorio y se fue a la cama temprano… ni siquiera eran las cuatro. Chris llevaba horas durmiendo. No había nada en la tele y se había aburrido de jugar online con los demás Cazadores.

Ya había acabado con la «apremiante» amenaza de los daimons por esa noche. La idea le arrancó un suspiro. Durante los meses de invierno solían trasladarse al sur, ya que el frío no los ayudaba mucho. Odiaban tener que «quitarle el envoltorio» a su comida, y verse obligados a atacar humanos ataviados con capas y más capas de abrigos y jerséis les resultaba muy irritante. Las cosas mejorarían en primavera, con el deshielo, pero entretanto, las noches eran largas y las peleas, pocas y muy espaciadas.

Tal vez le sentara bien un buen día de sueño.

Al menos, merecía la pena intentarlo.

Pero en cuanto se quedó dormido, los sueños lo asaltaron. Vio el club de nuevo y sintió el roce de los labios de la desconocida sobre los suyos.

Sintió sus manos mientras lo agarraba…

¿Qué se sentiría al ver que una amante volvía a recordarlo?

Solo una vez…

Una extraña neblina lo envolvió y lo siguiente que supo fue que estaba en una cama que no era la suya.

El tamaño no le gustó mucho, ya que lo obligaba a doblar las piernas para evitar que los pies le colgaran por el borde. Frunció el ceño y echó un vistazo a la habitación. Las paredes eran blancas y estaban adornadas con láminas de varios artistas. El lugar tenía un toque impersonal.

Había un escritorio adosado bajo la ventana, una cómoda con una televisión y un equipo de música, y una lámpara de lava encendida en un rincón, cuya luz proyectaba sombras extrañas en las paredes.

En ese momento se dio cuenta de que no estaba solo en la cama.

Había alguien acostado a su lado.

Le echó un concienzudo vistazo a la chica. Yacía de costado de espaldas a él y estaba ataviada con un recatado camisón de franela rosa que la ocultaba por completo a sus ojos. Se inclinó hacia ella y vio el cabello rizado de color rubio, recogido en una trenza.

Sonrió en cuanto la reconoció. Era la chica del club. Le gustaba el sueño…

Aunque no tanto como la expresión relajada de su rostro.

Y, al contrario que a los daimons, a él le encantaba «quitar el envoltorio» a su comida…

El deseo hizo mella en su cuerpo mientras tiraba suavemente de la chica para dejarla tendida de espaldas y comenzaba a desabrocharle el camisón.