Ni en el recinto del Templo ni en sus inmediaciones encontré a nadie conocido cuando, concluidos los sucesos narrados en el capítulo anterior, me dirigí a mi mugriento hospedaje con la intención de acostarme temprano y reponer fuerzas ante el viaje previsto para el día siguiente. A mitad de camino, sin embargo, oí pronunciar mi nombre y vi salir de la sombra a Jesús, el cual, tomándome de la mano, dijo:
—Esta noche celebramos en casa la feliz resolución de nuestras dificultades, y quiero que compartas con nosotros una alegría de la que en buena parte has sido artífice.
—No hay tal cosa —respondí—, he hecho poco y este poco lo he hecho mal. Al final todo se ha resuelto satisfactoriamente por una serie de circunstancias afortunadas. Es natural que celebréis lo ocurrido, pero no conmigo: aquí soy un forastero; para vosotros, un gentil, y para los míos, un filósofo incrédulo.
—No digas eso, Pomponio —dijo Jesús—, yo te aprecio y te estoy agradecido, no sólo por los resultados obtenidos, sino por algo de más valor para mí, porque estuve afligido y me consolaste, necesité un consejo y me lo diste, estuve en peligro y me socorriste, buscaba un investigador privado y te hiciste cargo del caso.
Al llegar a casa de José y María fuimos recibidos con afecto y alborozo por una numerosa concurrencia, pues se habían sumado a la celebración Zacarías, Isabel, Juan y el atlético muchacho que había compartido con éste el cautiverio y cuya intervención en la muralla había ocasionado tanto revuelo. En el transcurso de la cena nos dijo que su nombre completo era Judá BenHur, que no tenía nada que ver con los movimientos separatistas y que su única afición eran las carreras de cuadrigas. Al impetuoso Juan el cautiverio y la condena le habían producido un efecto profundo en sus convicciones. Ahora, vuelto inesperadamente al mundo de los vivos, tenía pensado retirarse al desierto, cubrir su desnudez con piel de camello, comer langostas y miel silvestre y no beber vino ni licor. Brindamos por el éxito de los dos jóvenes en sus respectivas profesiones y la velada transcurrió en medio de la sana alegría que preside, según dicen, la vida de las familias pobres.
Concluida la cena, aproveché una ocasión para pedirle a José que me aclarase algunos extremos del caso en el que ambos nos habíamos visto implicados, pues si bien se había resuelto del mejor modo posible, como filósofo no podía resignarme a partir sin conocer los últimos detalles, a lo que respondió así:
—En verdad, Pomponio, te has ganado una explicación, pues has demostrado ser persona callada y leal. Salgamos al patio y allí trataré de despejar algunas incógnitas, si bien he de anticiparte que no está en mi mano revelar la totalidad del secreto ni la auténtica razón de mi pertinaz silencio.
Salimos ambos y, acomodados en el banco de piedra, bajo el cielo estrellado de la tibia noche, dijo José:
—Pocos días después de que hubiera nacido Jesús en un pesebre, recibimos en tan humilde lugar la visita de tres nobles personajes ricamente ataviados que dijeron venir de Oriente. Uno tenía la barba blanca; el otro, rubia; y el tercero, de tez negra, era lampiño. Estuvieron un rato y luego partieron habiéndonos obsequiado con oro, incienso y mirra. Llegado el momento de regresar a Nazaret y por razones que no vienen al caso, cambié de plan y decidí llevar a toda la familia a Egipto. Una tarde, cuando el sol declinaba, nos alcanzó en un camino solitario un bandido de terrible fama que, enterado de que llevábamos oro en las alforjas del pollino, nos venía siguiendo desde Belén. Nos arrebató el oro y luego, como era su costumbre, se dispuso a matarnos. Le rogué que no lo hiciera y él, con siniestra risa, me preguntó: ¿Acaso tienes algún medio de impedírmelo, siendo sólo un anciano desvalido, acompañado de una débil mujer, un recién nacido y un pollino? A lo que respondí yo: No te convenceré por medio de la fuerza, pero te puedo ofrecer algo que te resultará más ventajoso que perpetrar un triple homicidio. Me miró con curiosidad el malvado asesino y preguntó qué era lo que le ofrecía a cambio de nuestras vidas. Le dije: La tuya; si nos dejas marchar sin daño, te prometo la impunidad. No se conmovió su duro corazón, pero en su mente se hizo una débil luz, pues aceptó el trato y nos dejó marchar.
»Nos establecimos en Egipto, tierra fértil y acogedora. Privado del oro, hube de buscar trabajo para sobrevivir. Por fortuna, nos quedaba la mirra, muy valorada por sus propiedades conservantes entre los médicos especializados en preparar momias. Vendiendo mirra, trabé contacto con constructores de tumbas y como soy hábil, experto, honrado y hacendoso, me dieron trabajo. De este modo obtuve una posición acomodada para mí y los míos.
»Transcurridos unos años, cesó la causa de nuestro exilio y regresamos a Nazaret. Con las ganancias acumuladas en Egipto rehíce mi antiguo taller, recuperé la clientela perdida y poco a poco se acallaron los rumores que circulaban acerca de mi familia, mientras Jesús crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y gracia de Dios. Hasta el día en que vinieron a buscarme para que hiciera una reparación menor en casa de un hombre rico llamado Epulón. Al verle me di cuenta de que se trataba del mismo bandido que en la huida a Egipto nos había robado el oro de los magos. Él también me reconoció y se atemorizó, pues ahora las tornas se habían vuelto, pero de inmediato me recordó nuestro pacto. Respondí que, siendo hombre de palabra, no tenía intención de traicionarle. Pareció tranquilizarse con respecto a mí, pero había tenido, según me contó, unos sueños inquietantes que, unidos a mi presencia inesperada en su casa, consideraba un augurio. De resultas de ellos había trazado un plan de fuga para cuya realización necesitaba mi ayuda. Durante mi estancia en Egipto me había familiarizado con las técnicas funerarias de este país, pues los nobles egipcios, y muy especialmente el Faraón, se protegen por los medios más extravagantes de los ladrones de tumbas, ya que temen verse despojados de los tesoros depositados junto a sus cuerpos y condenados a la indigencia eterna. Gracias a mis conocimientos, concebí y construí un mecanismo hidráulico que abriría la losa del sepulcro a los tres días de haber sido sellado. Cuando fui aprehendido y acusado, me percaté de la maniobra del falso Epulón, pero no podía revelar su traición sin faltar a mi promesa. El resto ya lo conoces.
—Es en verdad una idea original —admití—. Estar tres días enterrado y luego resucitar. ¿Quién podría creer una cosa así? De todos modos, José, tu explicación aclara algunos extremos y oscurece otros en la misma medida. Para empezar, ¿cómo pudiste ofrecer impunidad vitalicia a Teo Balas, expuesto, por la naturaleza de sus actividades, a constantes peligros? ¿Y por qué aceptó él un pacto tan paradójico a sus ojos entonces como a los míos ahora?
—Eso no te lo puedo decir —suspiró José—. Habrás de tener fe.
—No —repliqué—, cualquier cosa menos fe. La fe no entra en mi metodología. La credulidad, sí. El error también, pues siendo inevitable, su aceptación es camino cierto a la verdad y presupuesto de cualquier reflexión. Pero no la fe. En este punto somos irreconciliables. Ni siquiera respeto la tuya, aunque por ella hayas estado dispuesto a sacrificar tu propia vida. Pero no temas, porque no insistiré. Además, se ha hecho tarde y debo irme.
—Antes —dijo José—, aclárame una duda. ¿Qué te hizo pensar que había un sarcófago vacío? La vanidad es un pecado capital, pero mi dignidad de carpintero está dolida.
—Lo haré con gusto. En mi última visita a la morada de la difunta Zara, descubrí por azar que una llave, que inicialmente había tomado por la de su puerta, no correspondía a la cerradura. Como era una llave nueva, supuse que sería la de la biblioteca de Epulón, ausente del lugar del crimen. No tenía sentido que el homicida la hubiera dejado allí en lugar de hacerla desaparecer, ya enterrándola, ya arrojándola a un pozo profundo. Lalita se la llevó por el ventanuco después de haberse encerrado Epulón por dentro. A partir de ahí, el resto del razonamiento vino por su propio pie. ¿Lo entiendes?
—No del todo —dijo José—, pero cosas más raras he dado por buenas a lo largo de mi vida.
Con estas palabras dimos por terminado nuestro diálogo y nos dispusimos a entrar. Al levantarme vi las tres cruces en un rincón del patio. Como él había puesto el material y el trabajo, legalmente le pertenecían. Le pregunté si pensaba aprovechar los tablones y respondió:
—De momento no. Su presencia me recordará a todas horas la fragilidad de la existencia humana. Más adelante, ya veremos qué utilidad les saco.
Al entrar de nuevo en la casa María vino a mi encuentro y me dijo que Jesús se había ido a dormir, agotado por la excitación de la jornada.
—Me ha dado una cosa para ti —añadió entregándome una bolsa.
La abrí y comprobé que contenía los veinte denarios convenidos a cambio de mi intervención. Devolví la bolsa a María y le dije:
—Guarda las monedas sin decirle nada a Jesús. Y cuando sea un poco mayor, empléalas en su educación. No es mucho, pero puede serle útil. Es un chico listo, podría estudiar oratoria, o fisiología o cualquier cosa, siempre que no tenga que ver con la religión.
En aquel momento salían también Zacarías, Isabel y Juan y me uní a ellos. Después de caminar un rato, me llevo aparte a Zacarías y le digo:
—Dime la verdad, venerable Zacarías: fuiste tú quien promovió el asalto al Templo haciendo circular el bulo de que allí estaba el Mesías.
—En efecto —reconoció él—. Era la única forma de salvar a José y a mi propio hijo de una condena injusta. La noche en que nos vimos por primera vez, Isabel y yo habíamos ido a casa de José a proponerle este plan. Él se opuso con firmeza: prefería morir a provocar un derramamiento de sangre.
—Eso sin contar con la prohibición de tomar en falso el nombre de Yahvé —dije yo recordando las palabras pronunciadas por José en la muralla.
—Muy versado te veo en las Escrituras, Pomponio —dijo Zacarías con un deje de irritación—, y si es así, recordarás el pasaje que dice: Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas; pero no estaba Yahvé en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahvé en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, porque comprendió que aquélla era la verdadera voz de Dios.
—Aclárame su significado, porque no lo entiendo.
—Sólo le es dado entender la palabra de Dios al que tiene la fe de la que tú careces. Cree, sin embargo, que no mentí cuando dije que el Mesías estaba más cerca de lo que muchos imaginan.
—Está bien —dije—, no discutiré tus creencias. Pero luego no te burles de mí cuando menciono un río que vuelve a las vacas blancas.
Habíamos llegado al punto donde nuestros caminos se dividían. Nos despedimos amigablemente y yo me reintegré a mi miserable y transitoria morada.
El cansancio me vencía, pero me costó mucho conciliar el sueño y cuando la Aurora empezaba a mostrar su dorado trono me levanté y, como no tenía equipaje ni dinero, abandoné la casa con la intención de irme sin pagar de donde había recibido un hospedaje tan ruin y una hospitalidad tan cicatera. Una vez más recorrí las calles vacías hasta alcanzar la casa de Zara la samaritana, la única persona que en muchos años de recorrer el mundo en busca de la sabiduría me había proporcionado sin pedírselo algo más valioso que el conocimiento. Quizá la famosa fuente que da el saber y acorta la vida sólo era una forma poética de describir el amor.
Todo seguía como la última vez. Sin familiares ni amigos, nadie había acudido a poner orden ni a proteger los escasos enseres del saqueo a que estaban condenados cuando corriera la voz de su existencia y se disipara el aura de violencia y muerte que todavía imperaba. Más tarde la casa sería ocupada por un mendigo o un vagabundo o un delincuente, hasta que las inclemencias del tiempo y la incuria de los hombres la redujeran a escombros. Estos pensamientos me sumieron en la pesadumbre y el abatimiento, de los que me arrancó un ruido proveniente de la entrada. Miré hacia allí y vi abrirse la puerta por sí misma, empujada por una mano invisible. Recordé los sueños relatados en la confesión de Teo Balas y me turbé. Transcurrido un instante, se recortó en el vano la silueta de un hombre rodeado de una intensa luz, como si el sol radiante se hubiera colocado a sus espaldas. Convencido de estar en presencia de la divinidad, me cubrí el rostro con las manos y pregunté:
—¿Quién eres tú y por qué vienes a arrancarme de mi melancolía? ¿No serás por ventura el Mesías, de quien tanto he oído hablar últimamente?
A lo que respondió la luminosa aparición:
—¿El Mesías? ¿Has perdido el juicio, Pomponio, y ya no reconoces a tus propios dioses?
Retiré las manos de los ojos y contemplé un rostro juvenil y risueño, a un tiempo familiar y temible.
—¡Filipo! —exclamé—. ¿Es posible que seas tú quien ahora se me presenta bajo esta imagen divina?
—Mi nombre no es Filipo ni soy quien tú crees —respondió—. En realidad soy el divino Apolo, el que hiere de lejos, dios de la juventud eterna y heraldo de los designios inapelables de Zeus. Mira mi arco infalible y mi cabellera dorada, de espléndidos bucles. Adopté forma humana para castigar al pérfido Teo Balas de sus muchos crímenes, pues, como sabes o deberías saber, soy guardián de los caminos y protector de los viajeros. Trabajar a las órdenes del falso Epulón no me fue difícil, pues no es la primera vez que me he visto obligado a servir a los hombres, castigado por el divino Zeus, que agrupa las nubes. Yo construí para Laomedonte, rey de Troya, las murallas inexpugnables de su famosa ciudad.
—No obstante, Troya fue destruida y Teo Balas ha huido sin pagar sus muchas culpas.
—Es verdad —admitió el luminoso Febo—. Vine con la intención de herir a Epulón con las flechas certeras de mi arco de plata, pero me fue imposible, pues tenía firmado pacto de impunidad con otras fuerzas. Entonces pedí ayuda a Gaia, señora de los sueños nocturnos, y ella le envió las visitaciones que le turbaron e impulsaron a volver a los caminos, donde espero atraparlo algún día. También a ti te he protegido en tus trabajos, porque soy un dios errante y me compadezco de los que viajan sin rumbo. Yo desplacé con un viento celestial al pobre Lázaro para que pudiera pedir ayuda cuando Berenice te había condenado a la hecatombe, y por mi advertencia desvió Liviano Malio su ruta y llegó a tiempo de levantar el asedio del Templo. También di alcance a Teo Balas en su huida y le obligué a escribir una confesión de sus crímenes bajo amenaza de lanzar en su persecución a las lúgubres Erinnias.
—Y con tus divinos dones, ¿no habrías podido socorrer también a Zara la samaritana? ¿Por qué me ayudaste a mí, que soy un hombre impío, y permitiste la muerte de una mujer piadosa, crédula y servicial y de su pobre hija inocente?
—En verdad, Pomponio, las cosas no han salido a la medida de mis deseos. En Grecia habría sido distinto, pero en Israel estoy fuera de mi territorio. Ya me gustaría ver al Mesías haciendo milagros en el Peloponeso. En cuanto a esta mujer, por la que ahora derramas lágrimas amargas, nada podía hacer yo, porque ni siquiera a mí me es dado cambiar el destino de los mortales. En compensación, la transformé en este laurel que ahora mece sus delicadas ramas junto a la puerta. Pero no te lamentes. Todos tenéis que morir, y para una mujer de su clase morir joven puede ser un acto de misericordia. Así quedará en tu recuerdo, Pomponio, siempre joven, como yo. Y ahora, me voy al lugar donde moran los Hiperbóreos, lejos por igual de los hombres y de los dioses, porque ni siquiera a los inmortales nos es permitido malgastar el tiempo.
Así dijo y el aire se llenó de una luz tan fuerte que quedé cegado. Cuando recobré la visión no había nadie en la estancia. Como me sentía sumido en la confusión y, al mismo tiempo, en una atmósfera de bienestar, no puedo afirmar que el divino encuentro hubiera sucedido realmente o sólo en mi afligida fantasía. Me levanté y salí precipitadamente de la casa, por si todavía lograba atisbar un rastro que confirmara la existencia de Febo Apolo, el que hiere de lejos, y como al cruzar el umbral me deslumbrara de nuevo una luz cegadora, creí estar todavía en presencia de una deidad, pero sólo eran los rayos del sol, que asomaba su dorada cabellera por el horizonte. Cuando cesó el ofuscamiento me llevé una sorpresa aún mayor al ver delante de mí al niño Jesús.
—He venido a despedirme de ti, raboni —dijo respondiendo a mi pregunta—, y a darte las gracias por haber renunciado a tus emolumentos. Pocas cosas sé debido a mi corta edad, pero no ignoro que la salud, el dinero y el amor es lo más importante para los adultos. Y como tú has renunciado a la riqueza y has perdido el amor cuando creías haberlo encontrado, sería justo que al menos recobraras la salud perdida.
—Los buenos deseos no tienen efectos terapéuticos —repuse—. En cuanto a lo demás, estoy acostumbrado, tanto a la penuria como a la soledad. El amor carnal sólo habría sido un obstáculo en mi búsqueda. Me conformaré con el recuerdo de un instante fugaz. La fragancia sutil del laurel lo evocará allí donde la perciba. Y ahora, regresemos, pues Apio Pulcro estará a punto de partir y no es cosa de renunciar a la escolta sabiendo que Teo Balas anda suelto.
—Espera un poco —dijo Jesús—, hay alguien más que te quiere desear feliz regreso.
Al decir esto señaló en dirección al prado contiguo a la casa, volví mis ojos hacia allí y vi venir a Lalita, la hija de Zara, acompañada de su corderillo.
—¡Por Júpiter! —exclamé—. ¿Alguien puede explicarme qué está pasando aquí?
Jesús me miró con inocencia y repuso:
—Ha vuelto.
—Pero yo mismo vi su cuerpo tendido junto al de su madre…
—Unos tienen ojos y no ven, y otros, en cambio, ven cosas que sólo han existido en su imaginación —dijo Jesús. Luego tiró de la manga de mi toga para hacerme bajar la cabeza hasta su nivel y susurró para que la niña no pudiera oír sus palabras—: Tú mismo me contaste la historia de alguien que bajó al averno para rescatar a la persona que quería. Y si pasó una vez, bien puede pasar dos veces.
—No digas disparates —repliqué—. La historia de Orfeo no es verdad. Sólo es un mito. Un símbolo. No sé de qué, pero un símbolo.
—¿Y qué diferencia hay entre una cosa y otra, raboni? —preguntó Jesús.
Me abstuve de responder, puesto que dar explicaciones a un niño tan pequeño habría sido largo y del todo inútil. Mi magisterio, si alguna vez existió, ya había concluido. En cuanto a lo sucedido realmente, decidí suponer que aquella tarde aciaga, a la tenue luz del crepúsculo y obnubilado por la impresión del trágico descubrimiento, habría creído ver dos cuerpos donde había uno solo y no añadí nada. Heráclito reprueba nuestro afán por hacer que la realidad se adapte a nuestras expectativas. Acaricié los rizos de la niña y le pregunté si se quedaría en Nazaret y, en caso afirmativo, cómo pensaba subsistir, a lo que respondió ella con desenvoltura:
—Por nada del mundo me quedaría en este lugar, del que sólo guardo recuerdos penosos. Además, aquí no tengo amigos y, siendo hija de una pecadora pública, nadie me acogerá en su casa, ni siquiera como sirvienta. Pero en Magdala, no lejos de aquí, vive una hermana de mi madre. He pensado ir a vivir con ella hasta que pueda cambiar de nombre y ganarme el sustento como mujer pública.
—Me parece muy razonable —dije—, pero Jesús se quedará muy triste si después de haberte recuperado tan inesperadamente, te vuelves a marchar.
—No importa —dijo Jesús—. Cuando seamos mayores nos volveremos a encontrar, estoy seguro. Mientras tanto, he de ocuparme de las cosas de mi padre.
Los dejé forjando sus ilusorios proyectos infantiles y me encaminé al Templo. Allí encontré a Apio Pulcro presto a partir y presa de la más profunda indignación. Aquella mañana, sin avisar a nadie, el sumo sacerdote Anano había abandonado precipitadamente Nazaret, pues los otros sacerdotes y el resto del Sanedrín le habían dicho que no podía enfrentarse de nuevo al pueblo que le había visto balancearse en la muralla suspendido de las barbas. Precisamente por aquellos días, su yerno Caifás había sido elevado a la máxima dignidad en el Gran Sanedrín, y Anano había decidido ir a Jerusalén y emprender una nueva etapa a la sombra de aquél. Con la marcha de Anano se alteraba el equilibrio de poder en la clase sacerdotal de Nazaret, y ahora eran los saduceos quienes tenían en sus manos las riendas del gobierno.
—Todos los planes de desarrollo urbano van a ser revisados —dijo el tribuno con amargura—, y lo más probable, dada mi amistad con Anano, es que busquen otro socio.
En el Templo me despedí del noble Liviano Malio, que se quedaba unos días en Nazaret para cerciorarse de que reinaba la tranquilidad, y le encomendé vigilar a la familia de José, pues cuando en un asunto ha intervenido la violencia, suelen quedar secuelas y resentimientos. Luego emprendimos la marcha.
Cuando llevábamos recorrido un trecho y la ciudad ya había sido engullida por el horizonte a nuestras espaldas, experimenté una súbita alteración en mi organismo, me acometió un violento temblor y por un instante estuve a punto de salir despedido una vez más de mi montura. Pero no sucedió esto, sino lo contrario: el temblor cesó con tanta rapidez como se había iniciado, me sentí invadido de un bienestar general y comprendí que en aquel mismo instante había recuperado la salud y el vigor perdidos. Así de imprevisible es la etiología de algunas enfermedades comunes, sus síntomas diacríticos y su prognosis.
Cuando nos detuvimos a descansar informé de mi repentina curación a Apio Pulcro, el cual, tras expresar un sincero alivio, dijo:
—Confío en que la experiencia te haya servido de algo y que en el futuro no vuelvas a ingerir aguas raras y heteróclitas en busca de resultados quiméricos.
—En eso te equivocas —le dije—. Precisamente ahora puedo proseguir las exploraciones con renovadas fuerzas. Tan pronto lleguemos a Cesarea buscaré una caravana que se dirija a la Cilicia, donde dejé interrumpidos mis experimentos.
Rió el tribuno y dijo:
—Por Júpiter, Pomponio, a tu edad, ¿todavía crees que hay algo nuevo bajo el sol?
A lo que respondí:
—Sí. Yo.
Desde este diálogo hasta el presente han transcurrido más de tres meses lunares. En Cesarea no había caravanas dispuestas a partir en ninguna dirección, pues los rumores sobre la presencia del Mesías se habían propagado por todo el país y reinaban el desasosiego y la alarma ante el temor de un levantamiento general. En cambio supe de un barco presto a zarpar rumbo a Tergeste. Pensando que desde allí podría rehacer el camino, pedí ser admitido como pasajero y, pese a no tener ni un dracma, lo fui gracias a la inesperada inclinación del capitán por las cuestiones relativas a la Naturaleza. Durante la travesía le referí mis viajes y él a mí los suyos, y en una ocasión me habló de un pequeño afluente del Vístula, en la Germania, cuya corriente discurre medio año hacia el océano y el otro medio hacia el Adriático —aunque no es cierto, como dicen algunos, que desemboque en este mar—, bien a causa de la fuerza de las mareas, bien de la acumulación de las aguas en tiempo de deshielo. También podría suceder, dijo, que se tratara de dos ríos distintos, porque cuando discurre de norte a sur, el agua es gélida; y en dirección opuesta, tan cálida que arden las cañas si se las sumerge. Este fenómeno no es único, pues ya Lucrecio lo describe y lo atribuye a la densidad de la tierra y los átomos de fuego que ésta desprende en la canícula. Pero lo más interesante de esta agua es que, según dicen, quien la bebe emite oráculos extraordinarios.
De momento yo no he notado tal efecto, sino otros más desagradables, pues a las pocas horas de haberla bebido empecé a regurgitar un fluido verde, ora por la boca, ora por el ano, con gran desfallecimiento corporal, pérdida parcial de la audición y persistente tartamudez. Por fortuna, los habitantes del lugar son hospitalarios y me cuidan con paciencia y desvelo, a pesar de que son de natural salvaje. Son queruscos, de la estirpe de los vándalos, de costumbres sedentarias. Viven de la caza y de la guerra continua con otros pueblos, en especial los frisios, los treviros y los mediomátricos. Rinden culto a Thor, dios de las batallas, y su caudillo es siempre el varón más aguerrido, más audaz y más diestro en el manejo del hacha. A éste, mientras conserva la fortaleza, todos le respetan y obedecen y le dan por el culo sin esperar a que él lo solicite. Pero cuando sus fuerzas empiezan a menguar, lo despojan de todo rango y lo uncen a una noria, donde acaba sus días dando vueltas sin cesar.
Condenado a permanecer no sé por cuánto tiempo en esta tierra ignota, donde reina un frío terrible y la noche es continua, recuerdo a veces los hechos de que fui testigo en Galilea y me pregunto si realmente ocurrieron o si fueron fruto de la fantasía morbosa producida por mi enfermedad. Sea lo que sea, en definitiva poco importa, porque sólo esto tengo por cierto: que dentro de unos años será como si nada hubiera existido, y nadie se acordará de Jesús, María y José, como nadie se acordará de mí, ni de ti, Fabio, pues todo decae, desaparece y se pierde en el olvido, salvo la grandeza inmarcesible de Roma.
* * *