Capítulo XV

—Noble, sabia y justa asamblea —empecé diciendo—, concededme, os lo ruego, vuestra atención, pues me propongo poner en claro una serie de sucesos misteriosos, ocurridos los últimos días en esta ciudad, y cuya resolución acertada no sólo hará que resplandezca la verdad y triunfe la justicia, sino también que reine la paz y la tranquilidad en todo el territorio.

Hice una pausa y miré alrededor. La majestuosa sala de elevada techumbre estaba llena de venerables sacerdotes y doctores de la ley, aquí llamados escribas. Unos llevaban, en túnicas de lino, el efod, adornado de piedras preciosas. Otros, ya por no haber tenido tiempo de acicalarse, ya por hastío de tanto ceremonial, vestían de paisano. Todos guardaban un tenso silencio, balanceando el tronco de atrás adelante, moviendo los labios como si estuvieran recitando una plegaria y mesándose las barbas, incluso cuando dormían, que era lo más frecuente. En un extremo de la sala estaban Jesús, José y María, acompañados del vetusto Zacarías e Isabel, la esposa de éste. En el extremo opuesto estaba la familia del difunto Epulón, esto es, su viuda, el joven Mateo y Berenice, de ruborosos brazos, todavía expuesta a las miradas furtivas y salaces de los presentes. Al iniciarse el proceso, y habiendo reparado en la ausencia de Filipo, pregunté a un soldado la causa y me respondió que el taimado griego había partido aquella misma mañana con todas sus pertenencias sin prevenir a nadie ni decir adónde se dirigía. Era una contrariedad, pero no una fatalidad, por cuanto su testimonio no se me antojaba necesario.

—Como todos sabéis —proseguí diciendo—, hace unos días un ciudadano intachable, de nombre Epulón, fue hallado muerto en la biblioteca de su casa. Testigos de este hallazgo, el sumo sacerdote Anano, a quien el difunto había convocado, y el maior domus de aquél, un griego llamado Filipo, presente aquí el primero, ausente el último. El cadáver de Epulón fue embalsamado y sepultado aquel mismo día conforme a lo dispuesto en las Escrituras y, por expreso deseo del difunto, en un sarcófago egipcio adquirido por él en uno de sus viajes. Al ponerse el sol el sarcófago fue depositado en un sepulcro y la entrada del sepulcro sellada con una losa. Abiertos hoy, sin embargo, el sepulcro y el sarcófago, hemos comprobado que el cuerpo había desaparecido. ¿Alguien lo sustrajo? Ahora responderé a esta pregunta. Pero no sin antes remontarme a un hecho singular ocurrido con anterioridad al homicidio.

»Hace unas semanas, Epulón recabó los servicios de un carpintero, llamado José, hijo de Jacob, para efectuar una reparación en la biblioteca. Con tal motivo José y Epulón tuvieron varios encuentros, en uno de los cuales se produjo una discusión entre ambos, de la que hay testigos, si bien éstos no pueden precisar la causa de la disputa. De esto y de la verdadera naturaleza del trabajo que Epulón encomendó a José, sólo este último nos puede informar cabalmente. José, hijo de Jacob, a ti te conmino: ¿estás dispuesto a revelar lo ocurrido o, por el contrario, persistes en tu obstinado silencio?

—Bien conoces, Pomponio, la respuesta —dijo José.

—En tal caso —dije—, habré de ser yo quien refiera lo ocurrido basándome en mis propias conjeturas. En primer lugar, descartaré la hipótesis de que el cadáver fuera sustraído por un tercero. Todos sabemos que existen ladrones de tumbas, pero éstos buscan apoderarse de las riquezas con que a veces se acompaña a los muertos, ya por creer que les serán útiles en una vida ulterior, ya por simple vanidad. Nadie robaría un simple cadáver. Y aunque lo hiciera, no se tomaría la molestia de ocultar su acción como ha ocurrido en el caso presente. De todo lo expuesto infiero, pues, que fue el propio Epulón quien salió del sarcófago y de la tumba después de finalizados los ritos funerarios. Y dado que no creo en la resurrección de los muertos, he de inferir asimismo que en realidad Epulón no murió, sino que fingió estar muerto ante su propia familia y ante el resto de la población. ¡Cómo, por Júpiter!, preguntaréis. Para responderos, daré comienzo por la metodología. Pues no me cabe duda de que el propio Epulón planeó la simulación meticulosamente. En primer lugar, convocó en su propia casa al sumo sacerdote Anano al despuntar la Aurora, de rosados dedos, con el propósito de tener un testigo irrefutable de su muerte. Hecho esto, la noche de autos, cuando en la villa todos dormían, se encerró en la biblioteca, derramó en el suelo sangre de animal, colocó cerca un buril de carpintero para incriminar a José, se tendió sobre la sangre e ingirió una poción que le provocó un sopor en todo semejante a la muerte. Como es sabido, existen, y yo mismo he tenido ocasión de realizar experimentos con animales y esclavos, plantas soporíferas, como la denominada halicacabon, similar al opio, inofensiva en pequeñas dosis aunque mortal en exceso. Por este medio, Epulón consiguió que todos le dieran por muerto. Fue enterrado, y el carpintero José, acusado de su muerte, convicto y condenado a morir crucificado. Mientras tanto, concluido el efecto del soporífero, Epulón despertaba de su sueño dentro de la tumba donde previamente, a imitación de otras religiones, habían sido depositadas vasijas repletas de agua y alimentos con los que reponer fuerzas y esperar el momento oportuno para salir de su encierro y desaparecer, literalmente, del mundo de los vivos.

Detuve aquí mi perorata para dar tiempo a los presentes a comprender y ponderar el relato, y aprovechó Apio Pulcro la pausa para decir:

—Tu explicación, Pomponio, no me ha convencido en absoluto. No niego que tu relato sea factible, pero responde, por Hércules, a estas preguntas: ¿Qué causa podría haber impulsado a Epulón a fingir su propia muerte y desaparecer, abandonando casa y riquezas? Y si las cosas ocurrieron como dices, ¿cómo logró Epulón salir sin ayuda de un sepulcro cerrado por una losa que con dificultad consiguen mover dos hombres corpulentos?

—Responderé, Apio, con subordinación a tus preguntas —dije cuando se hubieron acallado los murmullos con que los presentes expresaron su conformidad con el escepticismo del tribuno—. A la primera, con la hipótesis de que Epulón, a quien todos tenían por un ciudadano ejemplar, ocultaba un turbio pasado. Reparad, venerables y ecuánimes jueces, que nadie sabe nada de la vida de Epulón previa a su llegada a esta ciudad. Ni siquiera, y esto es lo más asombroso, su propia familia, pues contrajo matrimonio poco antes de venir aquí y el hijo habido de una unión previa fue enviado a Grecia siendo niño. Ambos están presentes y corroborarán mi afirmación. También sus siervos y su mayordomo fueron adquiridos o contratados con posterioridad a la instalación de Epulón en Nazaret, donde, según cabe deducir de lo antedicho, Epulón se proponía iniciar una nueva vida. Durante unos años se cumplieron sus propósitos. Luego, repentinamente, algo vino a turbar su paz. Según creo, esta turbación vino provocada por un sueño premonitorio, pues fue a consultar a Zara la samaritana, dotada de la facultad de interpretar los sueños, según ella misma me contó mientras elucidaba el mío, dispensándome el beneficio de sus habilidades.

Callé un instante oprimido por el dolor de su vivo recuerdo, y en el silencio reinante me pareció percibir los apenados suspiros de varios integrantes de la vetusta asamblea.

—Es probable —proseguí de inmediato para ahuyentar la triste imagen— que fuera la propia Zara quien suministrara a Epulón el soporífero, pues estas mujeres suelen ser duchas en filtros y brebajes. Incluso me arriesgaría a suponer que fue la hija de Zara la samaritana quien, aleccionada por su madre, facilitó a Epulón los utensilios necesarios para la simulación, ya que, gracias a su reducido tamaño, podía entrar y salir de la biblioteca por la angosta ventana sin temor a ser descubierta. Si así fue, la complicidad costó la vida de las dos mujeres, pues, tan pronto el falso difunto salió de la tumba, las mató para evitar que pudieran revelar su ardid.

—¿Y la losa? —insistió Apio Pulcro—. No me dirás que fueron la hetaira y su hija quienes la retiraron para dejar salir a Epulón.

—No —repuse—, ellas no fueron. Alguien más debió de ayudarle a llevar a cabo su plan. Pero no sé quién.

Callé nuevamente, hasta que el tribuno exclamó con impaciencia:

—¿Y esto es todo cuanto nos habías de revelar? ¿Para esto has convocado una sesión extraordinaria del Sanedrín?

—Tú lo has dicho —respondo—. Mi explicación sólo tenía una finalidad, a saber, demostrar la inocencia de José respecto del delito que se le imputaba. Para esto fui contratado y ya he cumplido mi parte del contrato. El resto de la historia ni me concierne, ni suscita mi interés.

Apio Pulcro medita unos instantes mis palabras y dice:

—¿Y pretendes que en virtud de tu hipótesis sea remitida la sentencia y, en consecuencia, la ejecución del carpintero?

Antes de que yo pueda responder afirmativamente, se oyen murmullos de disconformidad entre los asistentes y voces que exclaman: Crucifícale, crucifícale. Animado por estas muestras de apoyo, dice el tribuno:

—Tu demanda, Pomponio, es inaceptable. El derecho romano es un instrumento al servicio del Imperio, no viceversa. La ejecución no sólo tenía por objeto hacer justicia, sino producir un efecto disuasorio entre las facciones levantiscas de la Galilea. Si regreso a Cesarea sin haber crucificado a nadie, habré incumplido la misión que me encomendó el procurador. Esto por no hablar de la enemistad que sin duda me granjearía entre los miembros del Sanedrín, con los cuales, como sabes, he establecido muy fructíferas relaciones.

Estas firmes palabras provocaron reacciones antagónicas en el Sanedrín, pues mientras unos, compasivos, pedían clemencia para un inocente condenado injustamente, otros aplaudían y se regocijaban. Me acerqué a José y le dije:

—Aún se puede ganar la partida. Las posiciones son encontradas. Cuenta lo que sabes y tenazmente callas.

José se limitó a bajar los ojos. Encolerizado, le grité:

—¡Borrico obstinado, ve y que te crucifiquen, si tal es tu deseo!

José levantó los ojos, fijó en mí una mirada llena de mansedumbre y dijo:

—No te sulfures, Pomponio. ¿De qué serviría hablar? Tengo en contra a la mayoría, compuesta por fariseos y encabezada por el Sumo Sacerdote, y tampoco entre los saduceos cuento con muchas simpatías. No, amigo Pomponio, por lo que a mí concierne, considero terminada tu misión. Jesús te pagará lo convenido, pues en verdad te has ganado tus emolumentos. Y, si de algo te sirve saberlo, tus conclusiones respecto de lo sucedido son acertadas en casi todo. Lo único que…

Los soldados que venían a buscarlo interrumpieron sus explicaciones. Cuando lo hubieron sacado a empellones de la sala, vino un guardia, agarró a Jesús de un brazo y trató de llevárselo. Le pregunté qué se proponía y respondió que cumplía órdenes del sumo sacerdote Anano, el cual, en su bondad, había decidido hacerse cargo del huérfano, alejándolo de la influencia corrosiva de su madre y sus parientes y preparándolo para dedicarse al servicio del Templo el resto de su vida. Al oír esto se debate Jesús inútilmente y exclama:

—¡No dejes que se me lleven, raboni!

—Ten calma. Veré de interceder ante Apio Pulcro —respondo.

Naturalmente, el tribuno se niega a escuchar mi solicitud y dice:

—Deja ya de importunarme. Estoy harto de todo y de todos; y de ti en especial. Si sobrara una cruz, por Hércules que de buen grado la haría servir para colgarte.

—Pero Jesús es casi un ciudadano romano —insistí—, ya he iniciado los trámites para la adopción.

—Basta —atajó con decisión Apio Pulcro—. Nuestra consigna es clara: no inmiscuirnos en el gobierno interno de las provincias, ni interferir en sus creencias religiosas, ni en su manera de administrar justicia, ni en sus métodos de acumular riqueza. Olvídate de Jesús. Su suerte no es de tu incumbencia. Y si lo que quieres son niños, cuando regresemos a Cesarea te llevaré a un sitio de donde no saldrás defraudado.

Dicho esto, se reúne con el sumo sacerdote Anano y, cogidos ambos del brazo, se dirigen a la salida. Abatido e impotente, me siento en un banco y oculto el rostro entre las manos. A poco oigo una voz suave que dice:

—No llores, Pomponio, has hecho lo que has podido y estoy segura de que Dios premiará tu esfuerzo.

Levanto la vista y veo a María de pie frente a mí. Respondo:

—Yo no quiero ningún premio. Además, ¿cómo va a premiarme un dios en el que ni siquiera creo?

—Tú no crees en Él, pero Él te conoce. Confía en la divina providencia —dijo María con una enigmática sonrisa en los labios.

Durante este breve y extraño diálogo, el Sumo Sacerdote y el tribuno habían llegado a la puerta de la sala. Allí se toparon con Quadrato, que entraba precipitadamente. Con una mano sostenía el estandarte y en la otra llevaba la espada desenvainada. Frunció el ceño el Sumo Sacerdote y levantó un dedo acusatorio como si se dispusiera a amonestar al valiente legionario, pero Apio Pulcro le detuvo y dijo:

—¿Qué sucede, Quadrato?

—Nos atacan, oh Apio Pulcro.

—¡Por Hércules! ¿Quién nos ataca y por qué motivo? Infórmame con detalle.

El portaestandarte envaina la espada, carraspea y dice:

—En el favorable momento en que yo, portando la enseña, desfilo al frente de los reos con sus cruces respectivas a cuestas, a saber, José el carpintero y los dos impúberes condenados a raíz de las algaradas, y custodiados por cuatro legionarios, y me dispongo a cruzar la puerta del Templo a fin de dirigirnos al lugar señalado para las ejecuciones, advierto haberse congregado en la explanada exterior una nutrida turbamulta armada de palos y aperos de labranza, la cual nos increpa y amenaza. Avanzo enarbolando las águilas hacia quienes parecen ejercer el liderato de la chusma y les conmino a dejarnos pasar. Naturalmente, en nombre del Senado y el Pueblo romanos. Ellos, sin deponer su actitud hostil, responden diciendo que tenemos en nuestro poder al Mesías y que si no se lo entregamos ipso facto y por las buenas, entrarán a rescatarlo por las malas, tomando el Templo si es preciso y pasando la guarnición a cuchillo. Como no sé de qué me están hablando y, por consiguiente, no respondo, empiezan a arrojarnos piedras, sin que parezca intimidarles el haber desenvainado yo mi espada victoriosa en cien batallas. En vista de lo cual nos replegamos ordenadamente, los guardias del Sanedrín cierran las puertas del Templo y yo, dejando a los reos a cargo de la tropa, vengo a contarte, oh César, lo que te acabo de contar, y pedirte que disculpes mi sintaxis, más propia de un veterano que de un magistrado.

—¡Que la peste extermine a los judíos! —dice Apio Pulcro dirigiéndose al sumo sacerdote Anano al acabar el prolijo informe del soldado—. ¿Se puede saber qué está pasando ahora?

—Una molestia, en verdad, reiterada —responde el interpelado—. No pasa mes, ya sea Nisán, Tishrei o Marjershan, sin que algún exaltado proclame ser el Mesías. Burdas patrañas que el vulgo cree a pies juntillas y por cuya causa se dispone a cometer las mayores tropelías. Por lo general, la sangre no llega al río y el conato se disuelve en la rutina de los días sin mayor contratiempo.

—Aun así —dice el tribuno—, hemos de extremar la prudencia y, si procede, obrar con energía. Si corre la voz de que en Nazaret impera el desorden, bajará drásticamente el precio del terreno y, por Hércules, esto no lo podemos permitir. Subiré a la muralla a reconocer la situación.

Diciendo esto salen Apio Pulcro y el sumo sacerdote Anano acompañados de Quadrato y yo les sigo. En el patio se nos unen dos arqueros y subimos a la muralla, desde donde contemplamos un panorama poco tranquilizador. Una multitud enfervorizada rodea todo el perímetro del Templo sin dejar de gritar y agitar las armas. El entusiasmo crece al desembocar de una callejuela un grupo de ciudadanos acarreando largas escaleras destinadas a escalar los muros. Pregunto a Apio Pulcro si con los hombres de que dispone podría repeler el asalto y responde:

—Prefiero no comprobarlo. Somos pocos y no confío en la lealtad de la guardia del Sanedrín. Una vez iniciada la contienda lo más probable es que se unan a los insurgentes. Habrá que negociar. ¿Quieren al Mesías? Pues se lo daremos.

—Pero no sabemos quién es —le indico.

—Ellos tampoco —responde, y dirigiéndose a Quadrato ordena—: Que suban a José a la muralla. Si es el que buscan, se lo damos. Si no, le cortamos la cabeza y tal vez esto les infunda respeto. Lo que no alcanzo a entender es quién puede haber propagado la idea de que nosotros retenemos a ese tal Mesías, ni con qué objeto.

Había bajado Quadrato al patio donde estaban los reos y al cabo de muy poco regresó con José. Apio Pulcro lo empujó hasta el borde exterior de la muralla y lo mostró a la plebe. Ante aquella figura doliente, ascética y patriarcal enmudecieron todas las gargantas y aprovechó el tribuno la ocasión para gritar:

¡Ecce homo!

Pero apenas hubo hecho esta proclama, se oyó una voz enfurecida gritar:

—¡Mentira! ¡Éste no es el Mesías, sino el carpintero del pueblo! ¡Hace un mes me prometió venir a reparar el palomar de mi casa y todavía le estoy esperando! ¿Y ahora nos lo presentas como el salvador de nuestro pueblo?

Se soliviantó nuevamente la plebe, arreciaron los improperios y volaron piedras, lanzadas con poca fuerza y pericia. Quadrato desenvainó la espada, la enarboló sobre la cabeza de José y preguntó a Apio Pulcro:

—¿Se la corto?

—No —atajó el tribuno—. Son muchos y la visión de la sangre sin duda los enardecería. Mientras duren las negociaciones no atacarán, y es posible que se acaben cansando de gritar inútilmente. Ve a buscar a uno de los muchachos condenados a morir con José. Bien pensado, ha sido un error atribuir naturaleza divina a un cretino senescente que conoce todo el mundo.

Quadrato trajo a Juan, hijo de Zacarías y primo silvestre de Jesús. Apio Pulcro repitió la maniobra y la cuestión con menos convencimiento:

¿Ecce homo?

—¡Tampoco! —respondió al unísono la plebe.

—¡Por Júpiter, nunca están satisfechos! —masculló el tribuno—. Me gustaría que tuvieran un solo cuello para rebanárselo de un tajo. Quadrato, ve abajo y trae al otro. Nadie sabe quién es ni de dónde viene. A lo mejor les convence.

El tercer reo era un muchacho de la edad de Juan, pero mejor proporcionado de cuerpo, más agraciado de rostro y de una dignidad natural que no mermaban ni su actitud esquiva ni su mirada torva. Apio Pulcro lo examinó con detenimiento, le palpó el cuerpo y las extremidades y se mostró satisfecho de sus comprobaciones.

—Éste servirá —murmuró. Y dirigiéndose al atractivo muchacho le dijo—: A juzgar por tu aspecto, eres de noble cuna. ¿Cómo has venido, dinos, a parar aquí?

El muchacho guardó un hosco silencio hasta que, habiéndole Quadrato propinado un sonoro bofetón, ahogó un quejido y respondió entre dientes:

—Mi nombre es Judá, vivo en Jerusalén y mi padre es amigo personal del prefecto y del resto de las autoridades romanas, con quienes comercia de continuo en beneficio mutuo. Por cumplir un encargo que él me hizo iba camino de Jericó cuando me sorprendió el crepúsculo en las inmediaciones de Nazaret y decidí pernoctar en la ciudad y no en campo abierto por temor a los bandidos. Recorría las calles buscando posada y me detuvo la guardia por infringir un toque de queda de cuya existencia nadie me había avisado. Eso es todo.

—No sé si creer tu historia o dudar de tu sinceridad —dijo Apio Pulcro—. Luego iremos a mis aposentos y te someteré a un escrutinio más minucioso. De momento, dinos sólo si eres o no el Mesías.

—¿El Mesías? Apenas si he oído hablar de él y jamás presté atención a esas patrañas. Siempre fui educado como un romano.

—Tal vez dices la verdad —murmuró el tribuno como inspirado por una idea feliz y repentina—, pero eso no te librará de morir crucificado si no colaboras conmigo haciendo cuanto yo te diga. Escucha bien: quiero que te asomes a la muralla y digas a la plebe que tú eres el Mesías.

—¡El Señor es mi pastor! —gritó alterado el sumo sacerdote Anano—. ¡Esto es un sacrilegio!

—Un sacrilegio útil —admitió el tribuno—. Tú mismo dijiste que constantemente aparecen falsos Mesías. Uno más no alterará el curso de la Historia y en cambio puede sacarnos de la dificultad en que nos encontramos.

El muchacho se encogió de hombros y dijo:

—Está bien, haré lo que me pides. Al fin y al cabo, es mi vida la que está en juego. Pero has de prometerme que luego me dejarás en libertad, tanto si el ardid surte efecto como si no.

—Claro, claro, por Júpiter —dijo Apio Pulcro—. Te dejaré libre y te adoptaré y te llevaré conmigo a Roma. Allí podrás adquirir una educación digna de un príncipe. Luego le pediré al divino Augusto, que me honra con su amistad, que te nombre procurador de Judea. Pero para que se materialicen estas halagüeñas expectativas, es preciso que antes esta chusma levante el asedio. Ven, asomémonos a la muralla, y ponte esta estola encarnada. Te sienta muy bien y por fuerza les impresionará. Una corona y un cetro serían complementos idóneos, pero no disponemos de material ni de tiempo. Háblales, Judá, diles cualquier cosa, promételes algo: un milagro. Por ejemplo, oscurecer el sol. Me temo que aún falta mucho para el próximo eclipse, pero el bajo pueblo es proclive a ver fenómenos donde no los hay.

Enardecido por estas consideraciones, se había echado el ardoroso muchacho la estola sobre los hombros y se dirigía al borde exterior de la muralla, cuando José, rehuyendo la escasa vigilancia que sobre él ejercía Quadrato, se interpuso en su camino, lo miró fijamente a los ojos y le dijo:

—Oh, tú, quienquiera que seas, escucha mis palabras. El Mesías es el hijo de Dios, y Yahvé dejó dicho: No tomarás en falso el nombre de Yahvé, tu dios; porque Yahvé no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso. Es el primer mandamiento del decálogo.

»Incumplir los otros nueve es malo, pero quebrantar el primero es lo peor. Ni tú eres el Mesías, ni lo soy yo, ni Juan tampoco. Pero el Mesías verdadero vendrá si no ha venido ya, como dicen las Escrituras, a juzgar nuestros actos y concedernos el premio o el castigo eternos. ¿A cuál de ambas cosas te quieres hacer acreedor?

Mientras esto decía José, Quadrato, habiendo reaccionado a la insubordinación de aquél, volvió a levantar la mano para golpearle, pero por alguna razón se abstuvo de concluir el gesto, y se quedó con el brazo en alto y la mano extendida, como si estuviera saludando al divino Augusto. Al ver esto, el sumo sacerdote Anano montó en cólera y encarándose con José al borde mismo de la muralla, le gritó:

—Miserable y estúpido anciano, ¿con qué autoridad hablas tú de las Escrituras? ¿Te crees acaso un profeta como Abdías, Habacuc o Sofonías? Podría excusar tu insolencia diciendo que la edad te ha reducido el entendimiento, pero sería falso, porque has sido un necio toda tu vida. Por eso consentiste en el engaño de tu esposa y acogiste como propio el hijo que ella tuvo de alguien que no eres tú.

Cuando hubo acabado de proferir estos agravios, agarró de la manga de su túnica a José, que le había escuchado impertérrito y pacífico, y trató de arrojarlo desde la muralla violentamente, sin que los demás, sorprendidos por esta acción inesperada, acertáramos a intervenir, con lo que habría logrado su propósito si no hubiera tropezado con el estandarte que Quadrato había dejado apoyado contra el bastión para poder golpear a los reos, conque perdió el equilibrio, soltó su presa, dio un traspiés y se precipitó al vacío y sin duda a una muerte cierta, pues, como dije al comienzo de esta historia, el muro es de trescientos codos. Pero quiso la veleidosa Fortuna que el muchacho, que se encontraba a su lado, alargara la mano y alcanzara a retener al Sumo Sacerdote in extremis por la barba, quedando éste colgado, despavorido y en lánguido balanceo.