Capítulo XIII

A pesar de los retrasos y contratiempos, pronto avistamos la casa, pues aquí, como ya he dicho, las distancias son cortas. De lejos no se advertía nada insólito, salvo la quietud y el estar la puerta abierta de par en par. Doy unas voces y como nadie responde, ordeno a Quadrato desenvainar la espada y adelantarse a explorar el terreno. Empuñando el arma y la enseña el valiente legionario entra en la casa y reaparece de inmediato diciendo:

—No hay nadie —dijo—, o, al menos, nadie vivo. Pero todo indica que acaba de suceder un hecho sangriento.

Digo a Jesús que permanezca donde está y me precipito a ver lo sucedido. Al principio no consigo discernir nada. Luego, cuando mis ojos se han habituado a la penumbra y percibo la escena en todos sus detalles, caigo al suelo desvanecido. Cuando recobro la conciencia, veo a Jesús arrodillado junto a mí, presa de fuertes sacudidas provocadas por el terror, y a Quadrato, que se esfuerza por cubrir con un lienzo los dos cuerpos ensangrentados. Con gran esfuerzo consigo dominar mi alteración y ordeno a Jesús que salga afuera, cosa que hace sin oponer resistencia. Luego examino el lugar tratando de reconstruir lo sucedido.

En el suelo, junto a la puerta, está la llave, pero la puerta no parece haber sido forzada. Probablemente quien perpetró el crimen llamó y Zara la samaritana le abrió, tal vez porque conocía a su visitante o tal vez no, pues las mujeres de su oficio han de abrir la puerta a todo el que llama. Entonces el criminal empuja la puerta con violencia, haciendo caer la llave de la cerradura o de la mano de la mujer. Una vez dentro, lleva a término su malévola acción de un modo rápido y expeditivo, porque las muestras de lucha no van más allá de la entrada. Si Zara gritó pidiendo auxilio, nadie la oyó debido a la distancia que media entre su casa y las primeras de la ciudad. Y aunque alguien hubiera oído los gritos, al advertir su procedencia, los habría atribuido al desenfreno orgiástico y no les habría prestado atención. Quizá los gritos despertaron a la niña y entonces el asaltante, percatándose de su presencia, la mató para no ser identificado o simplemente llevado por la furia homicida.

Cuando hube concluido las pesquisas, y advirtiendo que Quadrato también rebusca por todos los rincones, le pregunto si ha encontrado algo de interés.

—No —responde—. En realidad hago esto para no faltar al deber de un soldado, pero es evidente que poco podremos saquear. Si algo de valor había, el que las mató se lo habrá llevado. Estas mujeres son codiciosas y suelen obtener regalos valiosos, a menudo por medio de la extorsión. Pero poco les duran, porque los regalos son comprometedores para quien los hizo, de modo que por las buenas o por las malas acaban regresando a manos del oferente.

—¿Conocías a esta mujer, Quadrato?

—Sólo de oídas. Cuando un soldado llega a una población lo primero que pregunta es dónde están las putas. Me hablaron de ésta, pero sus emolumentos eran demasiado elevados para la exigua paga de un legionario. Y como no había otra cosa disponible, opté por masturbarme leyendo la Guerra de las Galias.

—Yo sí tuve trato con ella. Por su hermosura y temperamento era divina entre las diosas —dije—. Según me contó, tenía por costumbre cambiar de población con cierta frecuencia. En esta ocasión tardó demasiado. O algún motivo poderoso la retuvo más tiempo del aconsejable. Pobre mujer.

—No te apenes, Pomponio. Las hetairas suelen acabar así. Tratan a muchos hombres y con el tiempo acaban almacenando demasiado secretos. En mi pueblo las matan para que no engorden. También es posible que haya sido un bandido o un simple vagabundo. Sea como sea, convendría salir de aquí. La sangre está fresca, quien hizo esto todavía puede merodear por las proximidades, y si se le ocurre volver y nos ataca, prefiero estar fuera. Si es uno solo, no habrá problema. Pero si son varios, es mejor hacerles frente en campo abierto, donde podamos desplegarnos en orden de batalla. Yo ocuparé el centro y tú puedes elegir el ala derecha o la izquierda.

—Antes deberíamos incinerar los cuerpos. O enterrarlos. No es piadoso dejar que sean pasto de las alimañas.

—No hay tiempo de hacer una pira y no tenemos instrumentos para cavar. Regresemos, Pomponio. Aquí ya no podemos hacer nada. Daremos parte de lo sucedido al tribuno y al Sanedrín y ellos se ocuparán de las exequias.

En parte por sus argumentos y en parte para no dejar solo a Jesús, hice lo que decía Quadrato. Jesús nos esperaba en el prado. Ajusté la puerta de la casa y emprendimos tristemente el camino de regreso.

Anochecía cuando llegamos. Quadrato fue a reunirse con los suyos y yo acompañé a Jesús a su casa. Nos recibió María, nos hizo entrar apresuradamente y cerró la puerta a sus espaldas. En torno a la mesa familiar estaban sentados José y una pareja de ancianos. El hombre peroraba con agitación y la mujer asentía con tanta lealtad como poco convencimiento. Al advertir mi presencia calló el anciano y me miró con desconfianza. José le indicó por señas que podía seguir hablando, pero el anciano se encogió de hombros y afirmó haber dicho cuanto quería decir. Me fui a un rincón y Jesús, colocándose a mi lado, me susurró al oído:

—Son mis tíos, Zacarías, del grupo de Abías, e Isabel, los padres de Juan, a quien ya conoces. Zacarías se quedó mudo una temporada. Luego Yahvé le devolvió la voz y ahora no hay quien le haga callar. Isabel cuidó de mi madre durante el embarazo.

En aquel momento oí decir a José con su habitual aplomo:

—El Sumo Sacerdote no nos ha dado autorización para desobedecer. Nos han enseñado a cumplir la ley y es demasiado tarde para proceder de otro modo.

—Una cosa es cumplir la ley —repuso Zacarías— y otra soportar las injurias mansamente. Moisés nos dio las leyes, pero también nos dio su ejemplo, rebelándose contra las injusticias del Faraón y guiando al pueblo de Dios en la conquista de la tierra prometida. Moisés nos enseñó a no ser un pueblo de esclavos, sino un pueblo guerrero y orgulloso.

José puso las manos sobre la mesa y fijó la mirada en ellas. Luego, en un tono de voz pausado y firme, dijo:

—Me sorprende oír estas palabras de tu boca, Zacarías. ¡Orgullo y guerra! Éstos han sido nuestros mayores pecados. El orgullo nos ha conducido ciegamente a la guerra. Hemos antepuesto el orgullo a la cordura y por creernos mejores hemos derramado sangre inocente. ¿Y adónde nos han conducido tanto orgullo y tanta guerra? Al sufrimiento, a la diáspora y a la humillación. Nunca más. ¿Acaso no dijo el profeta: No vociferará ni alzará el trono ni hará oír en las calles su voz?

Advertí que Jesús ya no estaba a mi lado. Miré a María y ella señaló hacia el patio con un movimiento de cabeza. Fui allí y lo encontré sentado en el banco, balanceando las piernas, mirando al cielo estrellado y llorando desconsoladamente.

—No llores —le dije sentándome a su lado—. Los hombres no deben llorar. ¿Sabes por qué? Porque es signo de debilidad y la debilidad invita al abuso o a la compasión, dos cosas dignas de ser evitadas.

Se enjugó las lágrimas y yo proseguí diciendo:

—Ya te advertí en su momento que no debías hacerte ilusiones con esa clase de mujeres. No obstante, comprendo tu dolor y en buena medida lo comparto, pues, a pesar de mi razonamiento, también yo me sentía atraído por aquella mujer dulce e infortunada. Ya ves, si nuestros deseos se hubieran cumplido, yo me habría podido convertir en tu suegro. Pero el hado ha dispuesto que nuestras vidas tomaran otros derroteros, y ¿quién es el hombre para oponerse a los dictados del hado?

—¿Todo lo que ocurre, ocurre por voluntad de Dios, raboni?

—No lo sé. Pero si es así, debemos perdonarle, porque Dios o los dioses del Olimpo no conocen el dolor de perder a las personas queridas, y esto los hace inferiores a nosotros.

Jesús me miró intensamente y exclamó:

—¿Eso que dices no es una blasfemia?

—Seguramente sí. Blasfemar es otro privilegio privativo de los hombres. No sirve para mucho, pero, en ocasiones como la presente, no viene mal.

Jesús inclinó de nuevo la cabeza y guardó silencio. Al cabo de un rato preguntó:

—Pero algún día volveremos a verlas, ¿verdad, raboni? Quiero decir que todos nos volveremos a encontrar en la vida eterna. Porque está escrito que el alma es inmortal.

—De las muchas cosas escritas, muy pocas están verificadas. Sócrates estaba convencido de la inmortalidad del alma, así como Platón. Pero en esto, con toda humildad, disiento de tan grandes maestros, por las razones que a continuación expondré. Ante todo, partamos del supuesto de que el hombre se compone de dos partes bien diferenciadas, esto es, la materia y el espíritu, o, lo que es lo mismo, el cuerpo y el alma. El alma es lo que infunde vida al cuerpo, de tal modo que cuando lo abandona, el cuerpo deja de funcionar y decimos que el hombre a quien pertenecía ha muerto. En cambio el alma sí puede existir sin el cuerpo, como demuestra el hecho de que cuando el cuerpo está inanimado, ya cuando duerme, ya cuando por alguna otra causa ha perdido el conocimiento, el alma lo abandona y va a su antojo, liberada de toda atadura, por lo que puede salvar las mayores distancias en un instante, incluso desplazarse en el tiempo, transmutarse en otra persona sin perder por ello la conciencia de su propia identidad, y tener contacto con seres vivos o muertos, humanos o animales, incluso con monstruos o quimeras, así como acometer hazañas que el cuerpo sería incapaz de realizar, o disfrutar de deleites que al cuerpo le resultarían inalcanzables, por no hablar de todo tipo de perversiones. A estas experiencias las llamamos sueños. No obstante, si los analizamos un poco, veremos que en estos episodios el alma obtiene más pesares que alegrías, a menudo sufre persecuciones, opresiones, angustias y tristezas, y se halla siempre en un estado de gran confusión, como si hubiera perdido el juicio. Por eso, al cabo de muy poco tiempo, regresa al cuerpo y lo despierta con gran prisa y agitación, y cuando de nuevo se une a él, se tranquiliza y experimenta tal bienestar que los problemas y molestias de la vida real le parecen nimios en comparación con los apuros que ha pasado en sus correrías. Y si es así, ¿qué sucederá si después de la muerte el alma se ve obligada a vagar eternamente, sabiendo que nunca podrá regresar al cuerpo que la contuvo, puesto que éste se ha reducido a polvo? Por esta razón, muchos pueblos embalsaman y momifican a sus muertos, procurando conservar lo mejor posible el cuerpo, para que el alma no se vea del todo privada de él. Pues si bien el alma, por su capacidad, parece pertenecer al mismo orden natural que los dioses, en realidad es inferior al cuerpo, y está subordinada a él, y sólo con él consigue protección y sosiego. Por todo ello, no me parece lógico que los dioses nos hayan condenado a un suplicio semejante, y prefiero creer que una vez apurados los trabajos y sinsabores de esta vida, cuando nuestro cuerpo deje de sentir, el espíritu también encontrará su descanso regresando a la nada en la que estaba tan plácidamente antes de haber nacido.

Hice una pausa y concluí diciendo:

—Hoy ha sido un día fatigoso, ya es tarde y hemos de descansar. Entra y acuéstate, que yo me ocuparé de las cosas que todavía están a nuestro alcance.

Cuando volví a entrar, Zacarías y su esposa se disponían a partir.

—Yo también me voy —dije— y si mi compañía no os incomoda, podemos ir juntos. No conozco la ciudad y de noche me puedo perder. En cambio, no estoy tan caduco como vosotros. Quizás podamos ayudarnos mutuamente.

Los dos ancianos me miraron con desconfianza. Intercedió María diciendo:

—Pomponio es un amigo. Id tranquilos. Además, siendo romano y del orden ecuestre, las patrullas no se atreverán a molestaros.

Salimos los tres y empezamos a caminar muy despacio. Soplaba un viento seco que levantaba torbellinos de polvo y traía olor a hierba y a camello.

—¿Es tu primera visita a Israel, Pomponio? —preguntó cortésmente Zacarías para romper el silencio.

—En efecto —respondí—, y me parece un lugar muy agradable.

—¿Agradable? No. Es la tierra prometida, amigo gentil. ¡La Tierra Prometida! Lo malo es que nadie sabe en qué consiste la promesa ni cuándo se cumplirá. Y mientras tanto, va pasando el tiempo y vamos perdiendo paulatinamente la esperanza. La gente joven se impacienta. Unos emigran a Roma, bien a la metrópolis, bien a las provincias más ricas, y allí abjuran del dios de sus antepasados y ofrecen sacrificios a los ídolos, procuran por todos los medios asimilarse a la gentilidad y se avergüenzan de su pueblo y de su nariz. Otros se quedan de mala gana y quieren resolver los problemas por su cuenta y sin tardanza, en vez de esperar al Mesías, que lo arreglará todo en un decir amén.

—Por tu tono, oh venerable Zacarías, intuyo que además de la esperanza has empezado a perder la fe —dije.

—Oh, no. Todo lo contrario. Estoy persuadido de que el verdadero Mesías se manifestará dentro de muy poco. Otra cosa es que la gente sepa reconocerle y comprender su mensaje. Porque no vendrá como un guerrero poderoso, sino como un maestro cuyas enseñanzas iluminarán el camino a judíos y gentiles por igual. Él nos traerá la paz.

Entretenidos en este diálogo el trayecto se nos hizo corto. Sólo en una ocasión nos detuvo una patrulla y al instante nos dejó seguir advirtiendo nuestro aspecto inofensivo. A la puerta de su casa, Isabel me dio instrucciones sobre la manera de llegar a la mía y nos despedimos. Había andado unos pasos cuando oí su voz de nuevo. Retrocedí y me preguntó si había cenado. Le dije la verdad y me invitó a entrar. Era muy de agradecer, siendo yo romano y por consiguiente compatriota de quienes se disponían a ejecutar a su hijo.

Mientras dábamos cuenta de unos sencillos y frugales alimentos, comentamos los sucesos de la jornada. Les referí la muerte de Zara la samaritana y de su hija. El viejo cascarrabias escuchó la historia atentamente y después de reflexionar un rato, dijo:

—Nunca había oído hablar de esa mujer. Ni siquiera de joven frecuenté la compañía de pecadoras. No me arrepiento de haberme abstenido de contactos impuros, pero ahora, cuando la ancianidad cubre el pasado con el manto de lo irremediable, a veces pienso que en alguna ocasión Dios habría sido misericordioso mirando hacia otra parte. En fin, alabemos al Señor y no divaguemos. Lo que quería decir era esto: que lo que me cuentas me ha recordado la historia de Amram.

Le rogué que me la refiriera y lo hizo Zacarías del siguiente modo:

—Con gusto atenderé tu ruego, amigo gentil, aunque mi capacidad para los nombres y los datos ya no es la de mis años mozos. Amram era rey de Edom o de Moab o de un lugar parecido. Cuando supo llegado el término de sus días, llamó a su primogénito y le dijo: Hijo mío, has de saber que desde hace muchos años tengo una concubina a la que siempre he amado con todo mi corazón. Cuando yo muera, quiero que te hagas cargo de ella y la proveas de lo necesario para su sustento. Prométeme que así lo harás. El primogénito prometió cumplir la voluntad de su padre y salió de la habitación. Entonces Amram llamó a su hijo menor y le dijo: Hijo mío, hace años que tengo una concubina a la que he amado mucho. Cuando yo me muera, ve a su casa y mátala. De este modo cumplió con su deber de hombre bueno y tierno amante y, al mismo tiempo, con su deber de rey, eliminando a quien pudiera de algún modo obstaculizar la sucesión. Ahora no te sabría decir si los hijos cumplieron el encargo o no, porque el resto de la historia se me ha borrado de la memoria, pero mañana, cuando vaya a la sinagoga, consultaré las Escrituras.

Concluida la parva cena, y después de reiterar profusamente mi agradecimiento a los dos ancianos, emprendí el regreso a mi alojamiento. La calle estaba desierta y en el silencio de la noche el viento traía el ruido de las armas y los pasos de las patrullas en el empedrado. El mismo viento disipaba la peste de mis constantes ventosidades. Este grosero detalle, bien lo sé, no incrementa el mérito del relato, pero soy un estudioso de la Naturaleza y sus fenómenos, no de la Poesía y sus formas, y he creído que, de haber estado en mi lugar, ni Arquímedes, ni Tales de Mileto, ni Estrabón, en sus doctos tratados, habrían omitido por motivos estéticos esta incidencia.

Cuando llevaba caminado un trecho, tuve la sensación de ser seguido. Me di la vuelta y me pareció percibir una sombra que desaparecía en una esquina. Pensé que tal vez era el pobre Lázaro en busca de limosna a cambio de información. Luego, viendo que mi seguidor ni reducía la distancia ni desistía de su empeño, recordé el sangriento suceso vivido aquel mismo día y el truculento relato de Zacarías y tuve miedo. Impelido por este sentimiento, empiezo a caminar más deprisa, doblo una esquina, después otra y finalmente, confiando en haber desorientado a mi seguidor, me oculto en un soportal. Al cabo de un rato, salgo y trato de rehacer el camino, pero no lo consigo. No sólo me he extraviado, sino que ni siquiera he conseguido librarme del hombre que me sigue, cuya silueta amenazadora se alza ante mi vista. Doy un paso atrás, tropiezo y caigo al suelo. El hombre se me acerca, se inclina sobre mí y dice:

—No grites, Pomponio, y dame la mano. No te haré ningún daño.

—No sé quién eres —respondo.

—Soy el joven Mateo, hijo del difunto Epulón. Ayer nos vimos en casa de mi padre y te quise matar.

—Ya me acuerdo, y en verdad el recuerdo no me tranquiliza.

—Pues debería tranquilizarte. Llevo espada y daga, si te quisiera matar, te habría matado ya o te estaría matando ahora. Es un argumento a contrario sensu. Me lo enseñaron en Grecia.

—Entonces, ¿para qué me sigues?

—Para dialogar. ¿Está cerca tu alojamiento? No debo ser visto por los guardias del Sanedrín.

Con el ánimo sereno y después de dar unas vueltas, llegamos a la casa de la viuda desdentada, entramos y fuimos al establo donde estaba mi jergón. Una lámpara de aceite proyectaba escasa luz. Aun así, advertí que el joven Mateo presentaba un aspecto demacrado. Esperé en silencio a que él hablase. Finalmente dijo:

—Sé que has estado en casa de Zara la samaritana.

—Llegué tarde. ¿La mataste tú?

—No, ¡qué disparate! Yo la amaba. Zara y yo éramos amantes y tenía pensado desposarla en breve, aun a costa de perder la herencia.

—¿Eras amante de la concubina de tu padre?

—Mi padre no tenía nada que ver con ella —dijo el joven Mateo—. En la ciudad corrían rumores de frecuentes visitas. Mi padre le hizo alguna, por motivos distintos a los que la gente cree. Las demás las hice yo, revestido de la túnica carmesí de mi padre. Al amparo de la noche la confusión era inevitable. También hice correr el rumor de mi adhesión a la causa nacionalista a fin de justificar mis ausencias, mi conducta y la cuantía de mis dispendios.

—¿Por qué tanto secreto? A tu edad y con tu posición, tener amante es lo habitual. Hembra o varón es potestativo.

—A mi padre no le habría importado que conociera mujer, pero yo quería contraer nupcias con Zara y él nunca habría aprobado una relación legítima con una pecadora pública. Además, en una ocasión reciente, sin saber nada de mi trato con Zara la samaritana, mencionó su nombre para prohibirme expresamente cualquier contacto con ella. No me dio ninguna razón ni Zara quiso despejar mi ignorancia cuando le conté la conversación. De su silencio deduje que Zara conocía un secreto concerniente a mi padre y mi padre temía que ella pudiera revelármelo si yo acudía a su casa.

—¿Alguien conocía vuestra relación?

—Sólo Berenice, mi hermana que no es mi hermana. Por supuesto, la desaprobaba, pero su afecto por mí le impidió revelar el secreto, ni siquiera a su madre.

—¿Cuándo viste a Zara por última vez?

—El día que vinisteis por primera vez a la casa de mi difunto padre. Alertado y espoleado por vuestra curiosidad, fui a su encuentro y ya con ruegos, ya con amonestaciones, le pedí una vez más que revelara lo que sabía de mi padre, pero Zara persistió en su negativa. Parecía atemorizada. Me rogó que me fuera y no volviera a verla en unos días, hasta que ella me hiciera llegar un mensaje que pusiera fin a la separación. Obedecí a regañadientes y hoy, incapaz de pasar una hora más sin verla, volví a su casa. Por desgracia, alguien había estado antes allí con otras intenciones y ella se había llevado el secreto a la Gehena.

—¿Cuánto tiempo ha durado vuestra relación?

—No lo he calculado. Por mis circunstancias particulares manejo varios calendarios y me confundo sin remedio. Recuerdo en cambio el momento y las circunstancias de nuestro primer encuentro. Yo aún no había conocido mujer. Sólo aves de corral. Una mañana la vi casualmente en el mercado, me impresionó su belleza, le hablé osadamente y ella, para mi alegría, respondió con palabras aladas. Debo decir que Zara nunca me ocultó su verdadera condición. Quiero decir su oficio. Sin embargo no se comportó jamás con la negligencia y la frialdad de una pecadora profesional, sino todo lo contrario. Con ternura y maestría me demostró el error de Onán. Y muchas otras cosas. No es menos cierto que yo reciproqué sus atenciones con abundantes dádivas en metálico y en especies.

—Convengo contigo en lo que se refiere a su abnegado modo de actuar, del que yo también fui fugaz recipiendario. Pero todo lo que me cuentas no nos ayuda a resolver el enigma. Porque estoy convencido de que su muerte guarda estrecha relación con la del rico Epulón. Por este motivo hemos de hacer un esfuerzo para recordar todo cuanto sabemos de ella y cuanto ella nos dijo. Mi relación fue brevísima, pero algunas cosas alcanzó a contarme. Por ejemplo, que había habitado en varios lugares antes de afincarse en Nazaret. Tal vez en uno de esos lugares coincidió con Epulón, pues éste viajaba con regularidad. O con José el carpintero en su hermético pasado. Mañana hablaré con él, a ver si consigo arrancarle de su mutismo. O con su mujer. Parece más inteligente y más locuaz. Tú, oh infeliz Mateo, trata también de recordar alguna cosa referente a Zara la samaritana, poniendo especial atención en la cronología y en la toponimia. Luego nos reuniremos de nuevo e intercambiaremos nuestras averiguaciones. Ahora, vete. Es tarde y necesito dormir.

—¿Puedo quedarme contigo? Me siento muy solo y soy buena compañía. Estudié en Grecia.

—Entonces sabrás que el mejor remedio en el desconsuelo es la filosofía. Vete y extrema las precauciones. No sé a quién nos enfrentamos, pero quienquiera que sea, no se detiene ante nada. Eres valiente, fogoso y seguramente hábil en el manejo de la espada. Tres razones poderosas para apuñalarte por la espalda. Ah, una cosa más: ¿conoces la historia del rey Amram?

—No —repuso el joven Mateo—, ¿tiene algo que ver con el caso?

—No lo sé —repuse yo.