Capítulo XII

Quadrato estaba donde yo lo había dejado, en animada conversación con una sirvienta a la que relataba anécdotas de su vida militar mientras ella, con un paño, sacaba brillo al águila y las fasces de la enseña. Tan absortos estaban que ni siquiera interrumpieron sus actividades cuando me vieron aparecer. En cambio, no vi por ninguna parte a Jesús. Pregunté por él y Quadrato respondió secamente que cuidar niños no formaba parte de sus aguerridas atribuciones.

—Tal vez —le dije—, pero si le ha pasado algo, responderás con tu cabeza de melón.

Salí al jardín pensando que probablemente Jesús habría preferido corretear al aire libre y ahorrarse las baladronadas del legionario, pero por más que busqué, no pude dar con él ni con nadie que me diera razón de su paradero. Un poco inquieto volví a entrar en la casa. El portaestandarte seguía envolviendo en su retórica a la sirvienta. Salí al atrio y allí me topé de improviso con el apuesto Filipo, el cual me dedicó la más dulce de sus sonrisas y dijo:

—Mi querido y fisiológico amigo, nadie me había avisado de tu presencia o habría venido de inmediato a saludarte y a ponerme a tu disposición. Pero tal vez aún pueda serte útil, pues adivino que andas buscando algo.

—Mucho me gustaría en verdad, Filipo, saber qué estoy buscando. De momento, al niño en cuya compañía me has visto varias veces. Hace un rato lo dejé en el vestíbulo y ya no está allí ni en ninguna parte.

—No temas, no le habrá pasado nada malo. Luego nos ocuparemos de su paradero. Antes, permíteme ofrecerte un refrigerio en mi propio aposento como muestra de amistad, como hizo Alcínoo, varón de inspirados consejos, con el ínclito Ulises cuando éste, arrojado a la playa, desnudo y exánime, fue hallado por Nausícaa, etcétera, etcétera.

Y sin darme tiempo a interrumpir la disertación, me tomó del brazo y suavemente me condujo a una de las habitaciones cuyas puertas se abrían al peristilo. Dentro imperaban la frescura y la limpieza, como si el polvo y el calor se hubieran detenido en el umbral, y una fragancia rara y exquisita turbaba los sentidos. En un rincón había un diminuto altar con una estatua de Minerva delicadamente labrada en mármol policromado. Los demás objetos eran suntuosos y de gran belleza. Filipo, advirtiendo mi asombro, sonrió y dijo:

—No te extrañe, Pomponio, tanto boato en la morada de quien sólo es un siervo. Soy amante de la estética y, como nadie depende de mí ni tengo vicios, me sobra el dinero. He amasado una pequeña fortuna y no la oculto, a diferencia de los judíos, entre los cuales la ostentación se considera un defecto. Siéntate, disfruta de estas raras comodidades y bebe de este néctar que refrescará tu cuerpo y endulzará tu espíritu.

Diciendo esto me ofreció una copa de cristal de roca llena de un líquido incoloro aderezado con una rodaja de limón que resultó ligero al paladar y de efecto tónico y embriagador. Cuando hube bebido unos sorbos y expresado mi gratitud, Filipo adoptó un aire grave y circunspecto.

—He sabido, oh Pomponio —dijo—, que anoche visitaste cierta casa situada a las afueras de Nazaret. No estoy enterado de ello por indiscreción de su moradora, de hermosos cabellos, sino por mis propias indagaciones, pues yo también estuve allí por motivos que tal vez te interese saber.

Mordisqueó las uvas de un racimo y prosiguió diciendo:

—Epulón, como todo hombre dotado de raciocinio y riqueza, había anticipado el hecho inexorable de su muerte y previsto algunas acciones que habían de realizarse cuando él dejara este mundo. Entre las medidas previstas, alguna concernía a la mujer que conociste ayer.

Recordé al hilo de esas palabras que Zara la samaritana había aludido a un probable cambio de residencia a causa de la muerte de su protector. Pregunté a Filipo si esta posibilidad tenía algo que ver con lo que me acababa de decir y respondió:

—Eso deberás preguntárselo a ella. Por lo demás, yo no puedo obligar a una persona a tomar una decisión u otra. A lo sumo, puedo aconsejar el modo de proceder más conveniente o, según las circunstancias, el menos perjudicial.

—Tus explicaciones me plantean más incógnitas de las que despejan. Te ruego, Filipo, que seas más explícito.

El radiante efebo me miró con una expresión afable no exenta de ironía y dijo:

—No conviene a un filósofo dejarse dominar por las pasiones. No niego que éstas, a veces, también son un método de conocimiento, pero es preciso subordinarlas a la razón. Sobre todo en asuntos como éste. Las aguas impetuosas de un arroyo pueden ocultar fondos legamosos.

—Estoy acostumbrado a las aguas mefíticas en sentido literal, y, a la vista de sus efectos, dudo que sean peores en sentido metafórico. De todos modos, te agradezco la advertencia y la tomaré en consideración. Sólo quisiera hacerte, si me lo permites, una pregunta más: ¿te preocupa lo que a mí me ocurra por razones de filantropía o interviene en tus preocupaciones alguna otra causa?

—Yo soy un pobre forastero, Pomponio, y en estas tierras, donde todos creen pertenecer al pueblo elegido por Dios, soy doblemente forastero. Debido a mi situación me siento solidario de tu suerte, aunque no responsable. No obstante, cuando todo haya terminado, te revelaré un secreto que aclarará la razón de mi conducta. Y ahora, vete. Tu pueril amigo te debe de andar buscando y el tiempo no se detiene.

Dejé al enigmático efebo retocándose los bucles de su rubia cabellera frente al espejo y salí al peristilo, donde encontré a Jesús, el cual vino directamente a mí y dijo:

—¿Dónde estabas? Hace rato que te busco.

—Insoportable criatura, estaba trabajando para ti. ¿A qué viene tanta impaciencia?

—Ya te lo contaré cuando salgamos de esta casa.

—Está bien.

En el vestíbulo, Quadrato se había quedado dormido. Al parecer los intentos de seducción no habían llegado a buen puerto. Lo dejamos entregado a un sonoro sueño y salimos sin encontrar a nadie. Cuando nos hubimos alejado un trecho, dijo Jesús:

—No te enfades conmigo, raboni, pero mientras tú estabas hablando con los familiares de Epulón, y Quadrato con la fámula, he intentado meterme en el aposento donde se produjo el asesinato.

—¡Por Hércules, eres tan obstinado como imprudente! Ya lo intentaste una vez y por poco te matan a latigazos. Espero que esta vez hayas tenido más suerte.

—En parte, creo que sí —dijo Jesús—. La ventana es en verdad demasiado pequeña para que por allí pueda entrar o salir una persona, incluso un niño. Pero esto no es lo importante. Lo importante es que mientras examinaba la ventana desde el exterior, oí rumor de voces y me oculté tras unos matorrales. Desde allí vi acercarse a Mateo y a Berenice, enzarzados en una violenta disputa. Al principio no entendí lo que decían. Ellos estaban muy nerviosos y hablaban precipitadamente, y yo también estaba nervioso por el temor a ser nuevamente descubierto. Sin embargo, al cabo de poco oí al joven Mateo pronunciar estas palabras: ¡No, no! Así dijo, raboni. ¡No, no! Y luego añadió: No permitiré que nada se interponga en el camino de mis verdaderos sentimientos. No me importa la ley ni el honor. No me importa perder la herencia y ser rechazado por mi familia y por mi pueblo. Mi amor es más fuerte que todas las amenazas. Parecía muy apesadumbrado.

—¿Y Berenice, la de cándidos brazos? ¿Cuál fue su respuesta?

—Apenas la escuché, porque hablaba muy bajo y su discurso se veía interrumpido continuamente por los sollozos. Aun así, le oí decir: No puedo permitirlo. Es una locura. Eres mi hermano. Luego se alejaron y ya no oí más.

—Vaya. Parece una trifulca de enamorados.

—Pero eso sería una abominación, ¿verdad, raboni?

—Sólo si fueran hermanos, pero Mateo y Berenice no lo son, según acabo de saber.

Y a continuación le referí la conversación con la viuda del difunto Epulón. Al concluir el relato, dijo Jesús:

—En verdad, en verdad, no me extraña que la viuda se ofendiera. ¿Cómo pudiste decirle una cosa tan hiriente? Además, tú no crees en los dioses ni, por consiguiente, en sus maldiciones.

—Es cierto, yo no creo, pero la gente sí, y consideré interesante ver su reacción. Gracias a esta hábil estrategia se van aclarando poco a poco fragmentos de este jeroglífico. En cuanto a ti, debo reprenderte severamente por haber escuchado un diálogo en el que no estabas invitado a participar, por más que la información pueda resultarnos útil. Tanta ley de Moisés y tanto Levítico y luego te dedicas al espionaje.

—No me reprendas, raboni, mi intención no era espiar. Además, Yahvé es el primero en espiar, pues conoce todos nuestros actos y nuestros pensamientos.

—Yahvé no sabe nada de nada, y tú eres un maldito sofista —respondí—. Sin embargo, una vez más se nos echa el tiempo encima y si ha regresado el mensajero que envió a Jerusalén, no hay razón alguna para que hoy Apio Pulcro vuelva a aplazar la ejecución de tu padre.

Jesús se encogió de hombros y replicó:

—Esto no me preocupa. Estoy seguro de que tú puedes conseguir un nuevo aplazamiento. Nadie se resiste a tu elocuencia.

—Ni a la tuya. Pero no abuses de la adulación. Es tan eficaz que quien la usa pronto olvida otros recursos y luego, cuando falla el halago, sobreviene una hecatombe.

A pesar de esta sabia reflexión, cuando regresamos a la ciudad dejé a Jesús entre la muchedumbre congregada frente al Templo y yo entré en busca de Apio Pulcro. Del ara de los sacrificios llegaba un delicioso tufo de carne asada. El tribuno estaba en el patio, dormitando a la sombra de una higuera. Al oír mis pasos en el empedrado abrió los ojos. Me interesé por su salud y por sus ocupaciones y su rostro mostró contrariedad.

—Una vez más, Pomponio —dijo—, el hado entorpece mis planes. El emisario que envié por un empréstito ha vuelto con la suma solicitada y a estas horas la cruz ya debe de estar lista. Nada me impediría cerrar el trato, proceder a la ejecución del carpintero y regresar de una maldita vez a Cesarea. Pero, como si un dios se divirtiera poniendo obstáculos a mis planes, ha surgido una nueva complicación. Esta mañana los guardias del Sanedrín han arrestado a dos cabecillas del movimiento rebelde. Son dos mozalbetes a los que apenas despunta el bozo. Ambos, por supuesto, han negado las acusaciones, lo cual, a mis ojos, es prueba inequívoca de culpabilidad. De modo que he dispuesto que les corten la cabeza sin dilación. Una sentencia excesiva, ya lo sé. En el último momento pensaba conmutársela y demostrar al mismo tiempo mi autoridad y mi generosidad. Lo mejor para estos jóvenes alocados es enviarlos diez o quince años a galeras. Se les quitan las ganas de delinquir y con el ejercicio y el aire del mar se broncean y desarrollan una musculatura que hace perder el oremus a cualquier varón. Pero el Sanedrín se ha empeñado en darles un castigo ejemplar, lo que implica la manufactura de otras dos cruces. Según ellos, tres cruces en lo alto de un cerro es una imagen muy bien compuesta. Por mi gusto los habría mandado a paseo, pero no me puedo indisponer con el Sumo Sacerdote sin haber formalizado la compra del terreno. Estos judíos son muy estrictos en todo lo que concierne a la ley y los contratos. En resumen, un nuevo aplazamiento. Con éste ya van dos y empiezo a tener una desagradable sensación de ridículo. También lo lamento por ti, Pomponio.

—No importa. Esta ciudad brinda muchos temas de interés.

—Sí, ya me han dicho que frecuentas a la puta del pueblo. Y a la viuda del difunto. Ya me contarás tu método. Ahora bien, si te metes en líos por culpa de la lascivia, no me vengas a pedir auxilio. Bastantes preocupaciones tengo ya con los asuntos oficiales.

Sonrió por lo bajo y añadió alegremente:

—Ya que has hecho tantas amistades entre la fauna local, te interesará saber que uno de los mozalbetes detenidos es pariente de José, el manso homicida, y de tu acólito Jesús. Un rufián en ciernes, de nombre Juan, hijo de Zacarías. El otro es un tal Judá, desconocido hasta hoy en la región. Probablemente un agitador enviado por los celotes de Jerusalén. En fin, sean lo que sean, pronto dejarán de serlo.

Jesús me esperaba en la calle. En cuanto me vio me preguntó si había conseguido un nuevo aplazamiento.

—Sí, lo he conseguido —dije—, pero de un modo muy inconveniente.

Le referí la detención de su primo Juan y el castigo que le aplicarían en breve y se puso a llorar. Traté de consolarle, pero no era tarea fácil tratándose de alguien que ve inminente la ejecución ignominiosa de dos miembros de su familia.

—No te desanimes —le dije—, el tiempo sigue jugando a nuestro favor.

—El tiempo sí —respondió Jesús—, pero todo lo demás nos va en contra.

Nos habíamos apartado un poco de la muchedumbre, que se arremolinaba a la espera del anuncio de las ejecuciones, y entretenidos en nuestro fúnebre coloquio no advertimos que nos seguía sigilosamente un personaje singular, el cual, colocándose a nuestro lado, llamó nuestra atención extendiendo el remedo de una mano al extremo de un brazo esquelético. Le indiqué con un ademán desabrido que nos dejara en paz y respondió el mendigo:

—¿No te acuerdas de mí, Pomponio? Soy el pobre Lázaro. Nos vimos ayer y mi aspecto no es de los que se olvidan.

—Ah, Lázaro, que los dioses te confundan. ¿No tienes bastante con lo que te dimos de resultas de tus malas artes?

—Eso fue ayer, y a cambio de una revelación útil. Hoy traigo otra.

—La bolsa está vacía.

—Algo quedará si además de acordaros de mi humilde persona os acordáis de dos mujeres hermosas y desamparadas —dijo torciendo la boca y guiñando un ojo.

—¿Te refieres a…?

—Calla, no emitas nombres impronunciables. Y mira si tienes ocho sestercios.

—Dos.

—¿Cuatro?

—O dos, o nada.

—La otra vez me disteis más.

—Sí, pero ahora ha estallado la guerra civil y se ha hundido el mercado.

Se resignó, se embolsó las monedas que le dio Jesús, y dijo:

—Las dos mujeres cuyos nombres no conozco, ni vosotros tampoco, están en peligro. Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir y ahora estamos en el segundo tiempo.

—Si lo sabes de fijo, ¿por qué no avisas a los guardias del Sanedrín?

—Los guardias actúan cuando se les ordena actuar. Si no se les ordena actuar, no actúan. El resto es vanidad y yo me voy. No me conviene ser visto con forasteros. La gente es muy celosa de sus pobres.

Se fue apoyándose en el leño podrido que le servía de muleta y Jesús dijo:

—¿Qué hacemos?

—Ir en socorro de Zara la samaritana y de su hija. Volveré a hablar con Apio Pulcro y le pediré algunos legionarios para formar una expedición de rescate.

—No hará falta —dijo Jesús—, por allí veo venir a Quadrato.

El fornido legionario venía calle abajo enarbolando la insignia. Cuando nos vio vino derechamente a mí y me dijo en tono encendido:

—Eres un canalla, Pomponio. Si no me llega a despertar un sodomita griego llamado Filipo, aún estaría roncando en la villa del difunto. El tribuno me va a diezmar.

—No temas, Quadrato, pues acabo de hablar con Apio Pulcro y he elogiado tanto la inteligencia y el arrojo con que has desempeñado la misión que se nos confió, que no ha dudado en encomendarte otra de mayor riesgo, pero también de mayor gloria. Acompáñanos y apréstate al combate por el honor de Roma.

Mientras hablaba procuraba tapar con la toga al niño Jesús, cuyo rostro expresaba la máxima desaprobación por mis embustes. Por fortuna, el portaestandarte estaba concentrado en mi arenga, al término de la cual dijo:

—Si he de entrar en combate como dices, Pomponio, deberé ir a buscar el resto de la impedimenta de un soldado en campaña, a saber, una espada o gladius y un puñal o pugio, una lanza, una jabalina, un escudo, una sierra, una cesta, una piqueta, un hacha, una correa, una hoz, una cadena y provisiones para tres días.

—No te harán falta. No vamos lejos y tu valor y tu fama bastarían para poner en fuga a un ejército entero, cosa que, por otra parte, no será necesaria. En cambio sí es conveniente no perder ni un instante en digresiones.

Emprendimos un trote rápido en dirección a la casa de Zara la samaritana, precedidos por Quadrato, ante cuya presencia formidable, acompañada por el ruido de las muchas piezas metálicas que lo conformaban, la gente nos dejaba paso franco con una mezcla de temor y estupefacción. Debido a su elevada estatura, a menudo daba con el penacho del casco contra los postigos abiertos de las ventanas y en una ocasión rajó el toldo de una frutería ambulante. Aparte de estas incidencias, hubimos de interrumpir varias veces la carrera por mi causa, pues el calor del mediodía, cuando el sol está en su cenit, y los desarreglos de mi organismo me hacían resollar y trastabillar, y por tres veces di con mi cuerpo en tierra. Cuando esto ocurría, Jesús me tiraba de la manga o del faldón instándome a levantarme y a proseguir la marcha.

—Cuando seas mayor —le dije—, ya verás tú lo que es ir por un camino empinado sin que te den respiro.