En la calle seguía reinando una aparente normalidad; sólo en algunos puntos estratégicos se advertía la presencia de guardias escasamente armados. Pero como esto no tenía relación con nuestras investigaciones, opté por dejar la rebelión al cuidado de las autoridades competentes y concentrar mis esfuerzos en la exculpación del obstinado carpintero. Para lo cual decidí realizar una segunda ronda de pesquisas, empezando por la persona cuya opinión al respecto más me interesaba, pero cuya cooperación se me antojaba más problemática, es decir, la viuda del difunto. Nos pusimos, pues, en camino hacia la villa sin un plan preconcebido, confiando en que la veleidosa Fortuna se mostrase benigna en esta ocasión, como en verdad hizo, pues cuando llevábamos un trecho recorrido, vi al legionario que porta el estandarte caminar entre la gente con su atributo al hombro. Impongo a Jesús un estricto silencio, voy derecho al encuentro del soldado y con expresivas muestras de alegría y solicitud le pregunto qué anda haciendo a esta hora solo y con el estandarte. Responde que la noche anterior, en el fragor de la reyerta en que se vio envuelto cuando acompañaba a Apio Pulcro, el estandarte rodó por los suelos y se torció un poco el águila imperial, por lo que esta misma mañana, al despuntar la Aurora de espléndido trono, lo ha llevado al herrero a que la enderezase. Ahora, hecha la reparación, regresa al Templo, donde siguen acuartelados los demás legionarios en previsión de nuevos ataques.
—Pues tanto tú como yo, valiente soldado, estamos de suerte —le digo—, porque Apio Pulcro te espera para encomendarte la misión de acompañarme a realizar una importante gestión, y, habiéndonos encontrado a mitad de camino, tú te ahorras buena parte del trayecto y yo, el tiempo de espera. Demos gracias a Minerva, que con certeza ha guiado tus pasos así como los míos.
Inclinamos nuestras cabezas en señal de acatamiento a los inapelables designios de la diosa y acto seguido, con la valiosa adición del soldado y el estandarte, seguimos nuestra vía.
El soldado, que se llama Quadrato, es muy alto y corpulento, como corresponde a quien ha de hacer ostensible el símbolo del poder y la grandeza de Roma, y veterano de muchas campañas. Dice haber luchado de joven en el bando de Pompeyo contra Julio César, en la decisiva batalla de Farsalia, que perdieron. Más tarde, a las órdenes del divino Augusto, en Cantabria, donde recibió varias heridas gloriosas. Una de ellas, producida por la maza de un astur, habría resultado fatal de no ser por el casco, que le evitó la muerte, pero no una merma sensible del entendimiento. Por esta causa, así como por su elevada estatura, ha sido designado portaestandarte y destinado a Judea, donde este cargo reviste una importancia capital. De todo ello se siente muy orgulloso Quadrato.
—Cuando lo llevo erecto —nos explica—, el mundo entero tiembla y se humilla. En sentido figurado, claro. Y cuando pronuncio las sagradas letras SPQR, no hay mujer de ninguna edad y raza que se me resista. Con esto está todo dicho.
Fingiendo interés, sorpresa y admiración consigo que al llegar ante la villa del rico Epulón su vanidad haya crecido de tal modo que cree estar encabezando la entrada triunfal de Escipión en Roma cuando sólo va por un camino desierto y polvoriento, acompañado de un niño y un filósofo andrajoso e incontinente. Pero como la ostentación siempre causa efecto a las personas de baja cuna y cortas luces, los criados que acuden a mis voces, en lugar de expulsarnos a salivazos, nos abren la cancela, nos franquean el paso en actitud de temor reverencial y nos conducen directamente a la entrada de la casa. Allí digo al portaestandarte y a Jesús que no me sigan. Jesús hace amagos de protesta, pero cuando le explico que si puedo entrevistarme con la viuda del difunto su presencia no constituirá una ayuda sino un estorbo, lo entiende y promete esperar pacientemente y sin hacer travesuras.
Desembarazado al fin de mis dos acompañantes, penetro a través de un angosto vestíbulo en el atrio o peristilo, en todo idéntico al de una casa romana, con excepción de las estatuas y mosaicos, prohibidos por los rigurosos preceptos de la ley mosaica. El mobiliario, por contraste, es lujoso, sólido, confortable y abigarrado, como corresponde al gusto de un rico provinciano.
Al cabo de muy poco sale de una celda aledaña la viuda de Epulón, acompañada de su hija, la hermosa Berenice, de cándidos brazos, y de una sierva, todas vestidas de luto y con el rostro cubierto de una gasa blanca bajo la cual apenas se distinguen los rasgos pálidos y alterados de las tres mujeres.
—Me han anunciado tu visita, oh Pomponio —dice la viuda de Epulón sin salutación previa—, y no puedo ni quiero ocultar mi asombro ante un hecho semejante, pues ayer manifesté, estando tú presente, mi voluntad de no ser molestada, y no acostumbro a ver incumplidos mis deseos, y menos en mi propia casa.
—Ni yo lo haría, oh ilustre y apenada mujer, en dignidad semejante a una diosa, de no habérmelo impuesto una causa de orden superior. Por la escolta que traigo habrás deducido el carácter oficial de mi embajada. Un carácter que mitigan y transforman la compasión y la estima que siento hacia ti y hacia todos los allegados de tu difunto esposo, cuyo espíritu descansa en compañía de sus antepasados y otros hombres ilustres en el averno o dondequiera que vayan los judíos muertos.
Dijo la viuda:
—¿Y es acaso posible conocer la causa de la intrusión sin tantos prolegómenos?
—Ciertamente —repuse—. Y la expondré de modo sucinto y claro, como es mi estilo, si bien a veces la presencia de oídos ajenos me impone tediosos circunloquios.
Capta ella mi intención, despacha con un ademán a la hermosa Berenice, de pálida frente, y a la doncella, de recios brazos, y me conduce a un extremo del peristilo, donde se sienta en un bello sillón a cuyas plantas hay un escaño. Yo, tomando una silla, me pongo a su lado y digo:
—Te supongo enterada, oh mujer sagaz entre todas las mujeres, de los sucesos violentos de la noche pasada.
—Algo he oído comentar a mis siervos al respecto —responde—, pero mi mente está ocupada en otras cosas.
—Como es natural. Y yo no traería a colación este asunto trivial si no afectara al buen nombre de tu hijo Mateo, por su intrepidez en todo semejante al glorioso y magnánimo Diomedes. Pues has de saber que Apio Pulcro, tribuno romano y víctima de los lamentables sucesos de anoche, me ha encomendado la tarea de establecer, si la hubiere, alguna conexión entre estos actos subversivos y la muerte del piadoso Epulón, varón intachable. Este vínculo, naturalmente, no habría de ser por fuerza Mateo, el bravo en combate, pero no estaría de más eliminar toda sospecha acerca de sus actividades. Esto contribuiría enormemente a descubrir y castigar a los verdaderos inductores de la fechoría. Sin duda Mateo pasó la noche en casa.
Contestó la viuda:
—Lo ignoro. Mateo es un hombre adulto y puede entrar y salir a su antojo, sin dar explicaciones a su madre ni a ninguna otra persona. Pero a tus insinuaciones responderé diciendo que mi hijo Mateo no ha hecho nada reprobable. Mateo es incapaz de infringir la ley. Ni la de Moisés ni la de Roma. Ninguna ley es infringida por un miembro de esta casa. Pero si lo hubiera hecho, sería el Sanedrín el que debería juzgar sus actos, no las autoridades romanas.
—A menos —aduje— que hubiera atentado gravemente contra dicha autoridad en la persona de sus representantes, en cuyo caso… Pero dejemos eso. Como tú misma has dicho, es imposible que Mateo haya llegado a tanto, pese a ser impetuoso, con la intrepidez propia de un héroe… Y sin duda ya lo era cuando de niño recibía tus amorosos cuidados maternales.
La noble viuda de Epulón se levantó del sitial, dio unos pasos hacia el impluvio, regresó bruscamente y dijo:
—Mateo nunca estuvo a mi cuidado. De niño fue enviado a estudiar a Grecia. Su padre quería procurarle una buena educación.
—Ah, sí, es frecuente entre las familias nobles enviar al primogénito a estudiar a Atenas. O a otro lugar, puesto que, como es bien sabido, Atenas ya no es lo que fue en los tiempos gloriosos de Pericles. Hoy en día los preceptores, en vez de inculcar la sabiduría, sólo piensan en dar por el culo a sus discípulos. Estoy seguro de que Mateo fue a Tebas, ciudad culta y virtuosa. Y allí debió de recibir las enseñanzas de Fabulón el tracio, en todo semejante a Sócrates.
—Sí. Ése fue su mentor.
—No existe tal persona, señora, me la acabo de inventar.
La viuda alza el velo que le cubre el rostro y clava en mí unos ojos ardientes enmarcados en un rostro bello y juvenil. Sin darle tiempo a hablar digo:
—El joven Mateo no es hijo tuyo, ¿verdad?
—¿Cómo lo has sabido?
—Por inducción. Y también por mis estudios de fisiognomía.
Hizo una larga pausa que supuse dedicada a dilucidar su próximo acto: ora hacerme expulsar por la violencia, ora tratar de razonar conmigo, y finalmente dijo:
—En verdad no existe razón alguna para ocultar la verdad cuando ésta no es ignominiosa, y si hasta ahora lo hemos hecho ha sido para salvaguardar nuestra intimidad de la curiosidad de los extraños. Pero en realidad el joven Mateo es hijo de un matrimonio anterior de mi difunto esposo. En cambio Berenice, la de ruborosas mejillas, es hija mía. Has de saber que nací en Alepo, en el seno de una familia judía, honrada y temerosa de Dios. Me casé muy joven y tuve una hija a la que pusimos por nombre Berenice. Al cabo de poco tiempo mi marido hubo de hacer un viaje, en el curso del cual cayó en manos de un temible bandido llamado Teo Balas y pereció en el encuentro. Yo tomé a mi hija conmigo y volví a casa de mis padres. Un día vino a visitarnos el rico Epulón, a quien sus negocios habían llevado a aquella ciudad. Acababa de morir su mujer dejando un hijo de corta edad y yo encontré gracia a sus ojos. Contrajimos esponsales y poco después nos establecimos en Nazaret.
—Es triste que una mujer tan joven y virtuosa haya enviudado dos veces —dije—. Se diría que algún dios, atraído lascivamente por tu hermosura, trata de impedir que un mortal se la…
—Esto —interrumpió la hermosa viuda con altanería— es una cosa bien estúpida de decir, Pomponio, y muy cruel. Temo haberte dedicado más tiempo del que determinan las leyes de la cortesía. Te ruego que abandones mi casa, llevándote a tus acompañantes, quienesquiera que sean.