Capítulo X

Caí dormido en cuanto mi cuerpo fatigado se derrumbó sobre el tosco jergón del establo de la arpía, pero repetidas veces durante la noche fui presa de agitación y de nuevas e inquietantes catarsis, la mayoría de las cuales tenían como protagonista a Zara la samaritana, en todo semejante a una diosa, incluido el precio, pues las diosas, al no haberse de preocupar por el sustento, suelen entablar trato con los humanos guiadas únicamente por el corazón, por la concupiscencia o incluso por la piedad, sin reclamar a cambio ningún estipendio. De estos raptos me despertaba súbitamente, ora a causa de mi persistente afección intestinal, ora por bruscos ruidos provenientes de la calle, ora por los empellones de las cabras que, no obstante los malos tratos recibidos aquella misma mañana, mostraban una afición hacia mi persona que hacía aún más doloroso el contraste entre el mundo real y el onírico. Entonces, a la luz de la fría lógica, comprendía lo absurdo de mis anhelos y lo inviable de mis esperanzas.

Me levanté al despuntar la Aurora de espléndido trono con el cuerpo dolorido, el ánimo abatido y la mente embotada. Procurando evitar un encuentro con la arpía, que sin duda me reclamaría, bien el pago del hospedaje, bien un trabajo compensatorio, salí a la calle y me dirigí directamente al Templo con la intención de suplicar a Apio Pulcro que me proporcionara los medios necesarios para abandonar cuanto antes una ciudad en la que sólo podía ocasionar quebrantos y cosechar desengaños y a la que no me ataba ninguna obligación ni afecto, pues no habiendo percibido de Jesús los honorarios establecidos por mi cooperación, nada podía serme reclamado en nombre de la moral ni del derecho.

En la puerta del Templo acompañaban a la guardia del Sanedrín cuatro legionarios armados como si se dispusieran a entrar en combate. Pregunté la causa y respondieron:

—Por Marte, Pomponio, debes de ser el único que ignora lo sucedido anoche, bien por estar en brazos de Morfeo, bien en otros brazos, reparadores de ansias más profundas.

Recordé los ruidos que en varias ocasiones me habían despertado y dije:

—Refiéreme, pues, lo ocurrido.

Lo ocurrido era lo siguiente: poco después de ponerse el sol, Apio Pulcro había acudido a la taberna donde la noche anterior había cenado en mi hambrienta compañía. Por imprevisión o por exceso de confianza, sólo le había acompañado un soldado, portador del estandarte. De regreso al Templo, entrada ya la noche, al cruzar una plaza se vieron rodeados por un grupo de individuos que, armados de hoces, azadas, rastrillos y otras herramientas, se pusieron a gritar: ¡Muera el César! ¡Viva el Mesías!, mientras propinaban repetidos golpes al tribuno y al portaestandarte. Luego se retiraron por las tortuosas calles adyacentes sin dejar de proferir su consigna. Magulladas pero íntegras, las víctimas de la agresión regresaron al Templo sin más novedad.

Encontré a Apio Pulcro en su aposento, sumamente nervioso y contrariado. Está convencido de que el incidente de la víspera es el preludio de una revuelta general, de que el Sanedrín carece de suficientes efectivos para sofocarla y de que su vida corre un peligro cierto. Por su gusto, regresaría sin dilación a Cesarea, pero no es posible abandonar la ciudad, ya que en campo abierto se puede caer con facilidad en una emboscada, ora de los insurgentes, ora de los bandidos, porque también corre por la ciudad el rumor de que el temible Teo Balas anda rondando las inmediaciones de Nazaret. Por añadidura, no juzga oportuno abandonar Nazaret sin haber cerrado con todas las garantías legales el negocio inmobiliario que se trae entre manos. Todo esto lo tiene muy enojado.

—Si al menos supiéramos, oh Pomponio, quién es el cabecilla de la secta, podríamos aprehenderlo y ejecutarlo de un modo sumario y ejemplar. Así abortaríamos el levantamiento, antes de que se produzca un baño de sangre. Pero aquí nadie sabe nada, o si sabe, prefiere callar por temor a la venganza o por animadversión a los romanos. Ardua coyuntura, por Hércules.

Recordé las palabras de Zara la samaritana acerca del joven Mateo y su presunta adhesión al movimiento independentista, pero me abstuve de repetírselas al tribuno hasta tanto no se aclarase un poco más la situación. De camino al Templo yo no había percibido nada anómalo en el comportamiento ni en el aspecto de los ciudadanos, y después de conocer lo sucedido me sorprendía la moderación de la violencia sufrida por Apio Pulcro, pues no habría costado nada a los atacantes ora secuestrarle, ora darle muerte y, no obstante la impunidad, no lo habían hecho. Tal vez sólo pretendían crear un clima de alarma o provocar una reacción de las fuerzas vivas, aunque, desconociendo el país, su historia y su idiosincrasia, me resultaba imposible barruntar la causa de esta acción.

Meditando estas cosas me dirigí a casa de Jesús con la intención de comunicarle mi determinación de abandonar nuestras investigaciones, sobre todo en vista de los cambios ocurridos durante la noche.

Encontré al niño ayudando a su padre a terminar la nueva cruz. De su rostro emaciado deduje que José, herido en su orgullo profesional por los comentarios peyorativos de Apio Pulcro, había pasado buena parte de la noche enfrascado en su trabajo. Le pregunté si había oído alboroto en la calle y respondió que no. Al referirle lo sucedido, lamentó el daño causado al tribuno y prometió implorar de Yahvé su pronto y total restablecimiento.

—Una extraña actitud hacia quien te ha condenado a muerte —exclamé.

José se encogió de hombros y dijo:

—No hemos de devolver mal por mal, sino al contrario: perdonar a nuestros enemigos y amarlos como Dios nos ama.

—Por Júpiter, no sé quién te ha metido esa idea en la cabeza, pero venga de donde venga, es una insensatez. Si no distinguimos al amigo del enemigo y al bueno del malo, ¿adónde irán a parar la virtud y la justicia?

Como tenía por costumbre, el estólido carpintero regresó a sus quehaceres sin responder a mis argumentos, lo que me produjo una gran irritación, pues aparte de su hijo, yo era la única persona en todo el Imperio que estaba tratando de hacer algo por él. Al percatarse de mi enojo, María vino directamente a nosotros y con una suavidad donde se conjugaban el amor y el sufrimiento dijo:

—Estoy segura, Pomponio, de que no has comido. Yo acabo de cocer un pan y nos sentiremos muy honrados si quieres compartirlo con nosotros.

Como ciertamente tenía hambre, decidí postergar mis quejas y aceptar la oferta. María sonrió y envió a Jesús a buscar una vasija de leche a una tienda próxima. Cuando el niño se hubo ido, me indicó por señas que la acompañase. Salimos a un patio trasero rodeado de un muro. En el centro había un aljibe y contra el muro se apilaban tablones de distintos tamaños, así como una pila de leños destinados al fuego del hogar. Un burro rumiaba con languidez en un pesebre. María se sentó en un banco de piedra, junto a un macizo de lirios y azucenas, me invitó a sentarme a su lado, cruzó las manos sobre el regazo y dijo:

—No te enojes, Pomponio, con mi pobre esposo. No oye bien y lo que oye lo entiende a medias. Esta merma de percepción se debe, en parte, a una vida entera entre martillazos y serruchazos, y en parte, a una existencia larga y llena de vicisitudes, algunas verdaderamente insólitas. Pero es un hombre bueno y justo y valora tus esfuerzos. Debido a su sordera no oyó los ruidos que anoche alteraron la paz. Yo sí los oí, y este asunto me preocupa por varias razones. La estabilidad del país es precaria. Lo es la de todos los países, pero la de éste, más. Siempre ha habido opositores a la presencia romana, como antes los hubo contra Nabucodonosor. Los actuales consideran a Herodes un títere de Augusto, en lo que llevan razón, y sueñan con recobrar una independencia que sólo existe en dudosas crónicas e incluso con recobrar la gloria legendaria del rey Salomón, su Templo y sus minas. Hasta ahora no ha pasado nada irremediable: son pocos y no tienen medios. Pero las cosas están cambiando. Herodes Antipas no es como su padre, Herodes el Grande, por quien no siento ninguna simpatía, pero a quien reconozco cualidades de hombre de Estado. Gobernó con mano firme, no se detuvo ante nada. Su hijo es lo contrario: débil de carácter, depravado y timorato, cree que sus hermanos conspiran para arrebatarle el reino, vive pendiente de las conjuras de palacio, sólo escucha a los aduladores, a los delatores y a los espías y no desdeña recurrir al asesinato. A su sombra, cortesanos venales rigen el país en beneficio propio. Suben los tributos, suben los precios, cada día hay más pobres, los descontentos ya son legión. Tierra fértil para la semilla de la rebelión. Si estalla, no faltará ayuda externa: siempre hay poderes dispuestos a invertir en la violencia ajena. El resultado sólo es uno: la ruina del pueblo judío. Tal vez exagero en mis temores. Sólo soy una mujer ignorante y, para colmo, la esclava del Señor; dejemos los detalles para otro momento. Pero soy una mujer del pueblo, y sé cómo piensa el pueblo. Voy todos los días al mercado, menos el sábado, claro, y también a lavar al río, y allí oigo hablar a la gente. Como no salen de sus aposentos, ni el Tetrarca, ni el procurador de Judea, ni el Sumo Sacerdote saben ni sospechan lo que la gente piensa. Se pasan el día metidos en el baño, untados de aceite, con sus concubinas.

—¿El Sumo Sacerdote también tiene concubinas? —pregunté.

—No lo sé. No sé lo que es una concubina, ni lo que se puede hacer con ella en el baño. Yo creía que era una esponja. Repito lo que he oído. Mis pensamientos son del todo puros. Sólo ponía este ejemplo para subrayar el divorcio entre gobernantes y gobernados. Perdona si no he sabido explicarme mejor. En mi país las mujeres no hacen política. Lo de Judit y Holofernes fue puro pragmatismo y no cuenta. Además, yo tengo otras cosas en las que pensar. No he hecho esta sinopsis para demostrar mis conocimientos, ni para informar a un romano de las maquinaciones de mis compatriotas. Me preocupa únicamente mi hijo, y si estoy hablando más de lo que he hablado en toda mi vida, con un pagano, y a espaldas de mi marido, es porque he advertido que has cobrado afecto por Jesús y que él también te estima y te respeta.

—En verdad —repuse—, no sería el primer caso de un menor instruido por alguien ajeno a su pueblo, a sus creencias e incluso a su especie, pues es bien sabido que el propio Aquiles aprendió el arte de la caza del centauro Quirón, pero, en mi caso particular, no se me ocurre de qué modo puedo ayudar a tu hijo.

—Siendo paciente, Pomponio. Jesús, aunque pequeño, es muy listo, se da cuenta de todo. Yo me atrevería a llamarlo clarividente para las cosas elevadas. Pero de este mundo sabe poco. Cualquiera puede influenciar sus ideas y sus actos. Jesús tiene un primo llamado Juan. Cuando regresamos a Nazaret, tras una larga ausencia, Juan incluyó a Jesús en un grupo de adolescentes, casi niños, sensibles, piadosos y un poco apasionados. Podrían haberle metido ideas peregrinas en la cabeza.

—Conozco a Juan —atajé—. Es un cavernícola.

—Él no tiene la culpa. Cuando fue engendrado sus padres ya chocheaban. No pudieron encarrilarlo en la buena senda. Siempre anduvo suelto, vestido de cualquier manera…

—Y ahora está metido en el movimiento rebelde.

En vez de corroborar mi aserto, María cortó una azucena y pareció ensimismarse en el aroma intenso de la flor. Luego siguió hablando sin apartar la mirada del blanco cáliz:

—En nosotros Jesús tampoco ha encontrado un hogar como es debido. José es generoso y benévolo. Quizá demasiado. Nadie habría aguantado las cosas que él… A Jesús le conviene salir del círculo cerrado en que vive, conocer a personas distintas de nosotros. Me ha contado dónde estuvisteis ayer; me ha hablado de una niña y un corderito. Nunca lo había visto tan animado, casi feliz. No ignoro… no ignoro la clase de mujer… También en el mercado y en el lavadero se comentan estas cosas. Incluso en el Templo, a la salida de los sacrificios. A las personas les gusta murmurar, con razón o sin ella. Yo misma, hace unos años, fui víctima de las habladurías. A Jesús le conviene tu compañía. Tienes otro modo de pensar, otra cosmogonía, por decirlo de algún modo, no vives aprisionado por una ley tan estricta ni por los mitos atroces de este pueblo encadenado al culto y condenado a la extinción.

Se interrumpió súbitamente, dejó caer la flor, se levantó, se alisó la túnica azul, pisó una sabandija y concluyó diciendo:

—No debería hablar tanto. Mi papel es otro. Cuida de mi hijo y no repitas a nadie este soliloquio.

Volvimos a entrar en el momento en que regresaba Jesús con la jícara. Mientras desayunaba no dejó de preguntarme por los planes del día. Yo no tenía ninguno, pero me faltó valor para comunicarle mi decisión de abandonar el caso.