Capítulo IX

Despierto reclamado al mundo de los vivos por una voz femenina. Con dificultad al principio, luego con paulatina claridad, consigo fijar la vista en la persona que me habla: una mujer joven que arrodillada ante mí me observaba con inquietud. A su lado en el suelo, un cesto rebosante de alimentos, entre los que sobresale un queso cuyo olor suculento trae a mi memoria la onírica revelación. Viéndome despierto, dice la mujer de hermosos cabellos:

—Pasaba por la plaza y te he visto sentado en el banco con la mirada extraviada, la lengua colgando del belfo y una agitación de las extremidades que tanto podía ser signo de vitalidad como de agonía. Mi primer impulso ha sido salir huyendo, por si estabas poseído por Asmodeo u otro demonio malintencionado, pero luego he recordado las normas de nuestro estatuto y he acudido a prestarte socorro.

—Que los dioses —respondo— premien tu piedad y te den todo aquello que ansias, pues tengo por cierto que tu presencia, oh ninfa de hermosos cabellos, ha ahuyentado a los malos espíritus o lamias que me acosaban. Y nada temas: no soy un endemoniado, sino un ciudadano romano del orden ecuestre y un filósofo en un mal trance, de nombre Pomponio Flato. Vencido por el hambre y la fatiga al término de una jornada rica en trabajos y sobresaltos, me había sentado en este banco a recobrar fuerzas, me he quedado dormido inadvertidamente y he tenido un sueño de hermético significado.

Me levanto y al hacer ella lo mismo veo que es alta y delgada, pero no exigua de formas, y que va vestida con elegancia y pintada con discreción. Viéndome titubear quiere brindarme su apoyo, pero la rechazo suavemente diciendo:

—No me toques, venérea desconocida, y no comprometas tu reputación con mi propincuidad, pues a pesar de haber llegado ayer, gozo en Nazaret de una fama tan ruin como infundada. Ya estoy bien y he de proseguir mi camino si no quiero extraviarme, porque no conozco las calles y el cielo se ha oscurecido casi por completo.

—Tal vez —dice ella— yo pueda orientar tus pasos si me dices adónde los diriges.

—Tú no puedes ayudarme, ninfa de hermosos cabellos —respondo—, pues voy a una casa inicua habitada por una hetaira que tiene una hija de muy corta edad y un corderito.

—En tal caso —dice ella animadamente—, no sólo te puedo indicar el camino, sino acompañarte, porque yo soy la mujer que andas buscando y me dirijo a mi casa, ya libre de las ocupaciones que me han tenido ausente largo rato. Y como he aprovechado para comprar vituallas y tú estás famélico, puedo darte de cenar si no te ofende compartir mesa con una pecadora pública. Ya sé que no me puedes pagar, porque te he registrado mientras dormías, pero nadie está excusado del deber de prestar ayuda a un necesitado, y más si es forastero y no puede recurrir sino a los dioses, los cuales, dicho sea entre nosotros, no suelen mostrarse diligentes cuando se les necesita. En cuanto al sueño a que te refieres, tal vez yo te pueda ayudar a desentrañar su significado, pues poseo el don de interpretar los sueños heredado de mi madre, la cual lo heredó de la suya y así sucesivamente hasta llegar a José, el que fue vendido por sus hermanos y llegó a gobernar Egipto tras haber interpretado acertadamente los sueños del Faraón. Mi abuela se jactaba de descender de una hija habida de la unión de José y la mujer de Putifar. Te lo cuento porque eres extranjero, pero no lo repitas. Aunque algunas personas acuden a mí para que interprete sus sueños, no me conviene que se divulgue esta faceta de mi oficio. La otra es más fácil de entender y de aceptar por el vulgo.

Acepto con alacridad y nos ponemos en marcha. Mis desviados pasos no me habían alejado demasiado de nuestro destino y al cabo de poco avistamos la casa. Por el camino, para no corresponder con falsedad a la generosidad de aquella hermosa mujer, le revelo la causa de la anterior visita, así como mi intención de recabar su testimonio acerca del homicidio, la víctima y sus allegados.

—De todo ello hablaremos a su debido tiempo —dice—. Primero comer y luego filosofar. Tú estás a punto de desfallecer y los niños también deben de estar hambrientos.

Los niños habían estado jugando y correteando detrás del corderito y hubo que levantar la voz para obligarles a interrumpir la diversión y el griterío. Sucio, despeinado, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, el niño Jesús parecía haber olvidado el asunto que nos había conducido a aquel lugar y ni siquiera se interesó por el resultado de mi gestión. Cuando le conté lo ocurrido en el Templo y le di noticia de su padre, recobró la seriedad habitual y se mostró muy agradecido por el buen resultado de mi intervención.

—El mérito —dije— no ha sido mío sino de la veleidosa Fortuna. ¿Y tú, has conseguido averiguar algo?

Respondió que no: la niña era demasiado pequeña para saber nada. A decir verdad, se habían puesto a jugar en cuanto se quedaron solos y se les había pasado el tiempo sin sentir. Estaba avergonzado de su negligencia y hube de consolarlo y explicarle que a su edad era natural anteponer el juego al deber.

Mientras tanto, la hermosa mujer, que ha entrado en la casa para guardar las provisiones y empezar a preparar la cena, sale y ordena a los niños encerrar al corderito en un pequeño establo de madera adjunto a la casa y hacer las abluciones antes de sentarse a la mesa. Luego vuelve a entrar y yo la sigo. El interior de la casa consta de una sola pieza, decorada con gusto recargado, pero sin la empalagosa ostentación propia de los orientales. En un extremo hay un lecho amplio, cubierto por una piel curtida, y en el centro, una mesa con cuatro cuencos de barro, cuatro copas de estaño y una hogaza de pan. Suspendido sobre las brasas del hogar humea un caldero. Le reiteré mi hiperbólica gratitud y exclamó:

—Dicen que a cada cual lo ha puesto Yahvé sobre la tierra con algún fin. El mío es satisfacer necesidades ajenas.

Le pregunto si es de Nazaret y responde que no. Pertenece a una familia de cortesanas errantes, como suelen ser esta clase de mujeres, a quienes su oficio a menudo obliga a abandonar precipitadamente el lugar donde viven y a no regresar jamás a él. No está censada en ninguna población, ni paga tributos, ni tiene nombre propio, lo que le permite, llegado el caso, desaparecer sin dejar rastro. Reside en Nazaret desde hace dos años y ha adoptado el pseudónimo de Zara la samaritana. Unos años antes, en Éfeso, cuando ella tenía diecinueve y vivía allí con su madre, conoció a un gladiador y concibió de él a su hija. Luego siguieron caminos distintos y nunca volvió a tener noticia del gladiador. Probablemente ha muerto en algún circo miserable de una remota provincia, porque cuando lo conoció ya había dejado atrás la juventud, y la robustez se iba transformando en una corpulencia que auguraba obesidad. A la niña le ha puesto por nombre Lalita. En Nazaret ha encontrado tolerancia y cierta prosperidad, al menos durante un tiempo. Ahora, sin embargo, a raíz del asesinato del rico Epulón, ya está haciendo planes para cambiar una vez más de residencia.

No relató esta historia con pena, ni siquiera con resignación, lo que incrementó la consideración que sentía por ella, pero no me hizo olvidar el motivo de mi presencia en aquella casa.

—De lo que acabas de decirme —dije—, no me cuesta inferir, oh Zara de hermosos tobillos, tu relación con el difunto.

—En verdad —respondió— en una ciudad de estas dimensiones, donde todo se sabe, y muy en especial las actividades de los ricos, no es un secreto que el rico Epulón me visitó en varias ocasiones. Esto no significa que yo sepa quién lo mató. No sospecho de nadie y, por consiguiente, no excluyo a nadie de mis sospechas, ni siquiera a José el carpintero.

—Y el propio Epulón, con quien tenías frecuente trato, ¿dijo algo digno de mención en los días previos a su muerte?, ¿hizo alusión a algún enemigo?, ¿mencionó alguna inquietud o un cambio repentino en sus planes?, ¿refirió un encuentro o un reencuentro inesperado?

—Son muchas preguntas, Pomponio —rió la samaritana de hermosos tobillos.

—Puedo repetirlas de una en una.

—No es preciso. Epulón solía contarme sus preocupaciones, tanto las relacionadas con los negocios como las relacionadas con las personas, y puedo asegurarte que en los últimos tiempos no hubo variación alguna.

—¿Cuáles eran las preocupaciones habituales? Según tengo entendido, los negocios marchaban a la medida de sus deseos.

—En efecto, sus riquezas aumentaban constantemente y la veleidosa Fortuna nunca se le mostró esquiva.

—Quedan, entonces, las personas.

—Tampoco es un secreto la desavenencia permanente entre Epulón y su hijo, el joven Mateo.

—Todo es un secreto para un extranjero como yo. Dime, oh Zara, en todo semejante a una diosa, la causa de la discordia, si la conoces.

Habían entrado los niños y se habían sentado a la mesa. Zara, junto al fuego, bajó la voz y prosiguió diciendo:

—Mateo gastaba mucho dinero del erario familiar. Como era hijo único, su padre no se lo impedía ni se lo reprochaba. Atribuía la prodigalidad del muchacho a la inconsciencia de la juventud y suponía que derrochaba el dinero en apuestas, ropa, ungüentos, caballos y mujeres.

—Hasta que descubrió que no era así…

—Sí.

—Hace un rato le vi montar con maestría consumada un hermoso caballo. ¿Eran acaso las mujeres lo que no le atraía? ¿Acaso prefería el trato con jovenzuelos de redondas nalgas?

—No, el joven Mateo nunca ha practicado el acto nefando. El dinero que gastaba sin tasa iba destinado a otros fines.

—¿Sabrías decir cuáles eran esos fines, que comparas desfavorablemente con las prácticas a que me he referido antes?

Zara, la de hermosos tobillos, bajó más la voz:

—En Israel no todo el mundo ve con buenos ojos la presencia de Roma. Unos se limitan a manifestar su descontento de palabra. Otros…

—¿El joven Mateo forma parte de una secta subversiva?

—Él lo llama un movimiento de liberación. Epulón se oponía con firmeza a cualquier forma de revuelta. Afirmaba, no sin razón, que este país nunca había gozado de un periodo de paz, libertad y abundancia tan prolongado como el actual y decía que alzarse contra Roma nos conduciría inexorablemente a la ruina.

—¿Y cuál es tu opinión al respecto?

—Ninguna. Las mujeres como yo sólo establecemos vínculos personales y medramos en cualquier coyuntura. Nuestro enemigo es el tiempo, contra el que no cabe insubordinación.

Por primera vez una nube pasajera ensombreció su frente, en todo semejante a la de una diosa. De inmediato, sin embargo, sacudió su hermosa cabellera, también semejante a la de una diosa, emitió una risa chispeante y concluyó diciendo:

—Puedes hacer uso de lo que te he contado, con prudencia y sin revelar la fuente de tus conocimientos. La verdad es que apenas escucho lo que me cuentan los hombres.

—Yo creía que escuchar era parte esencial de tu oficio.

—No lo es —dice—. Los hombres no pagan para que yo les escuche, sino para escucharse a sí mismos en presencia de un testigo paciente. Yo sólo tengo que fingir, y ni siquiera mucho. Esto y lo demás lo hacen ellos solos. El mío es un oficio descansado y no muy distinto del de los sacerdotes. Esto tampoco debes repetirlo. Y ahora, dejemos de lado este infecundo diálogo y hagamos algo realmente útil. La cena está lista.

Los alimentos eran deliciosos, tanto por la maestría con que habían sido cocinados como por la abundancia de especias, y la conversación de nuestra anfitriona, inteligente, alegre y versátil. Contó anécdotas divertidas relacionadas con el ejercicio de su profesión y afirmó que, además de ser una cortesana complaciente, sabía leer y escribir, cantar y bailar, y para demostrarnos esto último, una vez concluido el ágape, sacó del cofre una lira, se puso a tañerla y ejecutó con mucha gracia unos pasos de la danza de los siete velos, que goza de mucha popularidad en esta región, mientras su hija marcaba el ritmo con una pandereta y el niño Jesús aporreaba un tamboril. Cuando iba por el cuarto o quinto velo, Zara la samaritana ordenó a los niños ir a dar forraje al cordero y, apenas hubieron salido, cerró la puerta con llave, me condujo al lecho y en un instante, con gran pericia, alivió mi desasosiego y consoló mis penas. Tras lo cual dijo:

—El sueño que tuviste es fácil de interpretar. La zorra y el cuervo son tu entendimiento y tus pasiones; lo que está arriba y abajo, antes y después de la muerte, soy yo; el queso es el queso. El resto del mensaje, si hay alguno, no está en nuestro poder conocerlo hasta que el tiempo ordene su cumplimiento.

Se levantó, abrió la puerta y dejó entrar a los niños, que regresaban en aquel momento. Por mi gusto nunca me habría ido de allí, pero se había hecho muy tarde y supuse a José y a María inquietos por la prolongada ausencia de su hijo, de modo que deshaciéndome en elogios y expresiones de agradecimiento y prometiendo volver a visitarlas tan pronto como nos fuera posible, abandonamos la casa y emprendimos el camino de regreso.

El niño Jesús estaba rendido de cansancio, pero la excitación le mantenía despierto y locuaz.

—No debería decir esto —me confesó cuando ya habíamos entrado en la ciudad—, pero comparadas con mi madre, Zara y Lalita son mucho más divertidas.

—Si no fuera así —respondí para atemperar su entusiasmo—, pocos clientes tendrían los lupanares. Pero no te dejes engañar por las apariencias ni aconsejar por la vanidad. Los placeres que hemos experimentado son superficiales y pasajeros, y la amabilidad que nos ha sido mostrada, frágil y meretricia. Sólo la sabiduría y la virtud permanecen y su valor se acrecienta con el paso del tiempo. No te olvides nunca de este principio. Dicho lo cual, no niego que lo hemos pasado muy bien, como ocurre siempre cuando todo se pone al servicio de los sentidos: la decoración, los condimentos, la música, el incienso…

Jesús guardó un rato de silencio y luego dijo:

—He estado pensando y he decidido que cuando sea mayor me casaré con Lalita. Ya sé que su madre es una pecadora, pero como ahora yo soy hijo de un criminal, no creo que haya impedimento. También he pensado cambiar de nombre y llamarme Tomás. ¿Tú qué opinas, raboni?

—No sé si es una buena idea. Durante la cena he observado que la madre corregía discretamente los modales de la niña, de lo que deduzco que la está preparando para que siga sus pasos en cuanto alcance la edad núbil, o antes, si hay alguien dispuesto a costearse el capricho. Yo de ti no me preocuparía demasiado por lo que harás en el futuro. Nadie sabe lo que nos tiene preparado el destino y, además, todavía sois muy críos los dos.

Volvió a guardar silencio y caminamos un rato callados y concentrados en las dificultades del camino, porque no había luna y debíamos avanzar por el laberinto de calles y plazas a la escasa luz de las estrellas. Finalmente avistamos la casa de Jesús, en cuya puerta se recortaba una silueta que resultó ser la de su madre, inquieta por nuestra tardanza.

—¿Lo ves? —le dije en voz baja—. Nadie volverá a sentir por ti tanta preocupación. Corre a tranquilizarla, muéstrate cariñoso con ella y no le cuentes los pormenores de nuestras andanzas.