18

La niebla incomoda mucho a Rogelio Tizón. El sombrero y la levita, abotonada hasta el corbatín, gotean humedad, y cuando se pasa una mano por la cara siente mojados el bigote y las patillas. Reprimiendo el deseo de fumar, el policía maldice entre dientes, largo y prolijo, entre bostezo y bostezo. En noches como ésta, Cádiz parece sumergirse a medias en el mar que la rodea, como si no estuviera definida la línea que separa el agua y la tierra firme. En esa penumbra difusa, agrisada por un estrecho halo de luna que marca el contorno de los edificios y los ángulos de las calles, la bruma moja el empedrado y los hierros de rejas y balcones, y la ciudad parece un barco fantasma varado en la punta de su arrecife.

Como de costumbre, Tizón ha preparado la trampa con cuidado. Los fracasos anteriores —se trata del tercer intento en lo que va de mes, y el octavo desde que empezó todo— no le han hecho bajar la guardia. Sólo queda un farol encendido iluminando un trecho del muro encalado del convento de San Francisco, que se prolonga hasta la esquina de la calle de la Cruz de Madera. Allí, la turbiedad de la niebla ligera y baja se espesa en una penumbra indecisa, con rincones en sombras. Desde hace casi media hora, tras pasar un buen rato a este lado de la plaza, el cebo se mueve por aquella parte. Los cazadores están convenientemente distribuidos, cubriendo las inmediaciones: son seis agentes, Cadalso entre ellos, jóvenes casi todos y de buenas piernas, provistos cada uno de pistola cargada y silbato para pedir ayuda en caso de persecución o incidencias. También el comisario lleva la suya: el cachorrillo de dos cañones, listo para disparar, bajo el faldón de la levita.

Hace poco sonaron tres explosiones lejanas por la parte de San Juan de Dios y la Puerta de Tierra; pero ahora el silencio es absoluto. Guarecido en un portal próximo a la esquina del Consulado Viejo, Rogelio Tizón se quita el sombrero y apoya la cabeza en la pared. Estar inmóvil con esta humedad nocturna le roe los huesos, mas no se atreve a moverse por no llamar la atención. Se haría demasiado visible. El halo de luna y el farol encendido en el muro del convento dan una tenue claridad entre rojiza y gris a este lado de la plaza, multiplicándola en los millones de gotitas de agua suspendidas en la atmósfera. Resignado, el comisario cambia el apoyo de su peso de una pierna a la otra. Ya voy estando, piensa con irritación, demasiado viejo para todo esto.

No ha vuelto a haber crímenes desde la noche en que Rogelio Tizón persiguió al asesino hasta perder su rastro. No está seguro de la causa. O aquél se asustó con el incidente, o la intervención posterior del comisario, al actuar en los lugares de caída de las bombas y disponiendo artificialmente las presas —también la de esta noche es una prostituta joven—, puede haber trastornado su manera de actuar. El extraño esquema de sus cálculos y previsiones. A veces se atormenta Tizón pensando que quizás el criminal no vuelva a intentarlo nunca; y esa idea lo sume en una desolación exasperada y furiosa. Pese al tiempo transcurrido, a la inutilidad del esfuerzo, a la suma de noches en vela tendiendo redes que a la madrugada retira vacías, su instinto le repite que está en el buen camino, que la perversa sensibilidad del asesino coincide en cierto modo con la suya, y que uno y otro andan cruzándose constantemente, como líneas inevitables en el extraño mapa de la ciudad que ambos comparten. Enjuto el rostro, enfebrecidos los ojos por las constantes vigilias y litros de café, crispado por la obsesión que se ha convertido en móvil principal de su trabajo y su vida, Tizón vive desde hace tiempo mirando alrededor, desconfiado, agresivo, olfateando el aire a la manera de un sabueso enloquecido, a la busca de señales sutiles cuyo código sólo conocen él y el asesino. Que tal vez ronda por ahí, pese a todo, mirando los cebos de lejos pero sin decidirse a meter la cabeza en el resorte que lo atrape. Taimado y cruel, al acecho. Y tal vez, incluso —puede que esta misma noche—, vigila a los vigilantes y sólo espera a que bajen la guardia. O quizá, concluye otras veces el policía, la partida de ajedrez se esté jugando ya a un nivel distinto, de desafío mental. De inteligencias sutiles, enfermas. Como dos jugadores de ajedrez que no necesitaran mover las piezas sobre el tablero para desarrollar las siguientes jugadas de la partida que los empeña. En tal caso, puede que sea sólo cuestión de tiempo que uno de los adversarios cometa el error. Esa eventualidad, en lo que a él se refiere, asusta a Tizón. Nunca tuvo tanto miedo de fracasar. Sabe que no podrá mantener la situación indefinidamente; que los lugares sensibles de la ciudad son demasiados. Hay un exceso de azar en todo esto, y nada impide al asesino actuar en uno mientras él acecha en otro. Sin contar con que el artillero francés que colabora al otro lado de la bahía puede cansarse del juego y abandonarlo en cualquier momento.

Ruido de pasos en el pavimento húmedo. Rogelio Tizón se aprieta contra el interior del portal, disimulando más su presencia. Dos sujetos con marsellés y montera pasan bajo la luz brumosa del farol del convento y se alejan en dirección al cruce de la calle de la Cruz de Madera con la del Camino. Tienen andares de majos jóvenes y van a cuerpo. Imposible ver sus caras. El comisario los sigue con la vista hasta que desaparecen por el otro lado: allí donde, hace dos semanas, Tizón se quedó inmóvil una noche, mirando en torno, atento a la ausencia de sonido y a la delgada cualidad del aire, en el centro de una de esas imaginarias campanas de vacío donde el comisario penetra con la satisfacción íntima, perversa, de quien ve confirmado el otro espacio secreto de la ciudad. La traza geométrica, invisible para los demás, del plano que comparte con el asesino.

Ahora le parece ver moverse a una mujer entre la niebla. Sin duda se trata del cebo, que camina, siguiendo sus instrucciones, hacia esta parte de la plaza: una joven de diecisiete años reclutada por Cadalso en la Merced, de la que el comisario ni siquiera se ha preocupado de averiguar el nombre. Al cabo de un instante confirma que es ella. Viene despacio, siguiendo el muro del convento para hacerse ver en la luz, como se le dijo que hiciera, antes de volver atrás, a la zona de sombra. Su caminar hastiado, profesional, desazona al policía. Esto no va a funcionar, se dice mientras observa la silueta de la muchacha acentuar sus contornos en la penumbra brumosa. La idea lo hiere como un golpe en la cara. Ya es todo demasiado evidente, maldita sea. Demasiado burdo. A estas alturas, por repetida, la táctica equivale a poner medio queso entero a la vista en una ratonera: a poco que haya rondado por la ciudad en noches anteriores, el asesino sabrá lo suficiente para no picar el anzuelo. De nuevo, piensa Tizón, tengo acorralado mi rey en una esquina del tablero, y las carcajadas del otro resuenan por la ciudad. Ni vórtices, ni bombas. Debería irme a la cama de una vez, y acabar con todo. Estoy cansado. Harto.

Por un momento considera salir del escondite, encender un cigarro, estirar las piernas y sacudirse la niebla perra que araña sus huesos. Sólo la paciencia profesional lo retiene. Hábitos resignados del oficio. La muchacha ha llegado bajo el farol, y tras quedarse allí un rato da la vuelta para desandar camino. De la niebla que espesa al fondo de la plaza se ha destacado una sombra. Tizón, alerta, advierte que se trata de un hombre que camina solo, a lo largo del muro del convento; y que según se aproxima a la mujer se aparta a un lado, cediéndole el paso. Lleva sombrero redondo y un capotillo oscuro, corto. Se cruza con la muchacha sin mirarla ni cambiar palabra y sigue adelante, acercándose al portal donde se encuentra oculto el policía. En ese momento, cuando aún no ha llegado a su altura, suena lejos, hacia la calle de la Cruz de Madera, un grito masculino ronco y violento, en el que el comisario cree reconocer la voz de Cadalso. Un instante después vibra el pitido agudo de un silbato, seguido por otro, y por otro. Estupefacto, Tizón observa a la mujer, que se ha detenido, iluminada todavía por la luz difusa del farol, mirando hacia el sector oscuro. Qué diablos ocurre, se pregunta. Por qué el grito y los silbatos. Al fin, reaccionando, abandona su escondite y sale apresurado, empuñando el bastón. Entonces ocurren dos cosas: cuando lo ve aparecer, la muchacha —que sabe de su presencia a este lado de la plaza— viene hacia él, asustada. Al mismo tiempo, el hombre que estaba a punto de cruzarse con Tizón agacha la cabeza y sale corriendo. Por un brevísimo instante, el comisario se queda perplejo. Es su instinto de policía el que elige de modo automático, centrando la atención en el hombre que corre. Y entonces, en dos o tres zancadas, lo reconoce. Corría igual la noche de la cuesta de la Murga, con Tizón a la zaga: veloz, silencioso y baja la cabeza. El descubrimiento paraliza un momento al comisario: tiempo suficiente para que el otro pase cerca y siga corriendo calle abajo, entre la niebla, calado el sombrero y con el capotillo corto ondeando a su espalda como las alas de una rapaz nocturna. Entonces, olvidándose de los silbatos y de la muchacha, el policía saca el pistolete, echa atrás el doble percutor, apunta con toda urgencia y oprime uno de los dos gatillos.

—¡Al asesino! —grita después del fogonazo—. ¡Al asesino!

O la bala ha dado en carne, o el fugitivo resbala sobre el empedrado húmedo: Tizón lo ve caer y levantarse de nuevo, con asombrosa agilidad, en la esquina misma de la calle de San Francisco. Ahora el policía corre detrás, a pocos pasos. Va cuesta abajo, y eso lo ayuda. De improviso, el fugitivo tuerce a la derecha y se pierde de vista. Lo sigue Tizón a la carrera, pero al doblar la esquina sólo ve la calle vacía, en la penumbra gris de la niebla que lo moja todo. Es imposible, decide, que haya llegado al otro extremo. Deteniéndose, mientras procura recobrar el aliento y serenarse, estudia la situación. Cuando ordena las ideas, comprueba que se encuentra en el tramo alto de la calle del Baluarte, que cruza con la de San Francisco. El silencio es absoluto. Tizón saca del bolsillo el silbato y se lo lleva a los labios; pero tras un titubeo renuncia a usarlo de momento. Con mucho cuidado, procurando apoyar el talón antes que la suela de las botas para no hacer ruido, se mueve por el centro de la calle, cauto como un cazador, mirando a uno y otro lado con el cachorrillo en la mano derecha y el bastón en la izquierda; ensordecido por el batir del pulso que le retumba en los tímpanos. A su paso encuentra puertas cerradas o portales vacíos —muchos vecinos los dejan abiertos en esta época del año—, y durante un trecho, desesperado, amargo hasta blasfemar entre dientes, está seguro de haber perdido la partida. Una de las últimas casas, situada en la parte izquierda y cerca de la esquina, tiene el portal abierto, largo y profundo, en forma de casapuerta cerrada por la habitual verja al fondo. Con cautela, Tizón se apoya en la pared húmeda y asoma la cabeza en la oscuridad, escudriñando el interior. Apenas se recorta en el hueco, una sombra surge con brusquedad, lo aparta de un empujón y se precipita a la calle, no sin que antes el comisario le dispare a bocajarro el segundo tiro de la pistola, con un breve fogonazo que el capotillo del otro oculta, mientras brota de sus labios un gruñido casi animal, desesperado y violento. Tambaleándose por el golpe, cae Tizón al suelo, lastimándose un codo. Se incorpora en cuanto puede y corre tras el fugitivo, que ha doblado la esquina; pero al llegar a ésta ve la calle desierta en la claridad brumosa del halo de la luna. Al perseguido parece, de nuevo, habérselo tragado la niebla. Reprimiendo el impulso de seguir corriendo, el comisario se detiene, respira hondo y reflexiona. Es imposible que el otro haya logrado llegar a la siguiente esquina, concluye. La calle es demasiado larga. Parte de ella, además, está ocupada por la iglesia del Rosario. Esto significa que, en vez de seguir huyendo, el fugitivo ha buscado refugio en otro portal; y éstos no son muchos en ese tramo. El lugar puede ser casual, o tal vez vive allí mismo, en alguna casa próxima. Es probable, además, que vaya herido. Quizá necesite un escondite provisional para mirarse el balazo. Para estar un rato quieto y reponerse. O desfallecer. Sin perder de vista la calle en ningún momento, el policía estudia las casas una por una, mientras procura imaginar qué habría hecho él. Está seguro de que su gente ha oído los tiros y no tardará en acudir. Y esta vez sí, concluye. Ahora el lobo ha mordido la presa y no está dispuesto a soltarla. No, al menos, mientras pueda hacer algo para acorralarla un poco más. Lo primero es rodear el lugar, el tiempo necesario. Cerrar la red. Que nadie salga de allí sin registrarlo bien de arriba abajo.

Parado entre la niebla, Tizón se guarda en el bolsillo la pistola, se lleva el silbato a la boca y emite un largo pitido, tres veces. Después enciende un cigarro y espera a que llegue su gente. Mientras aguarda, intenta ordenar los hechos. Reconstruirlo todo. Entonces se pregunta qué habrá ocurrido antes, en la parte oscura de la plaza. Por qué el grito de Cadalso, si es que de verdad era él, y los primeros toques de silbato.

En la salita de recibir de la planta baja, entre las estampas marineras enmarcadas sobre el friso de madera oscura, el leve tictac del reloj inglés de péndulo llena los silencios. Éstos son muchos y desconcertados. Pausas de asombro y horror. Sentada en la butaca tapizada de vaqueta, Lolita Palma retuerce un pañuelo entre los dedos. Tiene las manos juntas en el regazo del vestido azul oscuro, de mañana, ceñido al talle con botonadura de azabache negro.

—¿Cómo la encontraron? —pregunta, estremeciéndose.

El policía —comisario Tizón, ha dicho al presentarse— está sentado en el borde del sofá, rígido, con el sombrero a un lado y el bastón apoyado en las rodillas. Su levita marrón, de corte vulgar, está tan arrugada como los pantalones. El rostro se ve demacrado: párpados enrojecidos, cercos oscuros en los ojos, mentón sin afeitar bajo las frondosas patillas que se unen con el bigote. Una mala noche, sin duda. Sueño y cansancio. La nariz aguileña, fuerte, recuerda la de un ave rapaz. Un águila cruel, peligrosa y fatigada.

—Por casualidad, en el patio del almacén de leña… Uno de nuestros hombres entró para hacer una necesidad y vio el cadáver en el suelo.

Habla mirándola a los ojos, pero ella nota su incomodidad. De vez en cuando el policía dirige un vistazo rápido al reloj de la pared, como si el pensamiento se le escapara a otra parte. Se diría que está deseando abreviar la charla. El trámite enojoso que lo ocupa allí.

—¿Estaba muy… maltratada?

El otro hace un gesto ambiguo.

—No la violentaron, si es a lo que se refiere. Por lo demás… Bueno… No fue una muerte agradable. Ninguna lo es.

Se calla, dejando a Lolita Palma imaginar el resto. Ella se estremece de nuevo. Incrédula, todavía. Asomada, a su pesar, al borde de un abismo inesperado. Dolor y negro espanto.

—Era sólo una niña —murmura, aturdida.

Sigue retorciendo el pañuelo. No quiere flaquear, y lo ha evitado hasta ahora. No delante de este hombre. Ni de nadie. El primo Toño, que ha venido corriendo al enterarse, sí está arriba con Curra Vilches y otros amigos y vecinos, destrozado. Tirado en un sillón y llorando como un chiquillo.

—¿Han capturado al que lo hizo?

El mismo gesto que antes. La pregunta parece acentuar la incomodidad del comisario.

—Estamos en ello —responde, neutro.

—¿Es el que hizo eso a otras mujeres?… Corría el rumor hace unos meses.

—Es pronto para establecerlo.

—He sabido que al poco rato cayó una bomba casi en el mismo sitio… ¿Es verdad que mató a dos personas y malhirió a tres?

—Eso parece.

—Qué desafortunada casualidad.

—Muy desafortunada. Sí.

Lolita Palma advierte que el policía mira con aire distraído las estampas de las paredes, como queriendo cambiar el rumbo de la conversación.

—¿Por qué salió de casa la muchacha?

Se lo explica en pocas palabras: iba a un recado, a la botica de la Cruz de Madera. El mayordomo, Rosas, está en cama, enfermo. Hacían falta unos remedios, y él mismo pidió a Mari Paz que fuera a buscarlos.

—¿Sola y a esa hora?

—No era muy tarde. Serían las diez, o poco más. Y la botica está ahí mismo, a tres manzanas… Fuera de los bombardeos franceses, éste siempre fue un barrio tranquilo. Muy respetable y seguro.

—¿A nadie le preocupó que no volviera?

—No nos dimos cuenta. Ya se había cenado en casa… El mayordomo estaba dormido en su cuarto, y yo arriba, en mi gabinete. No pensaba bajar y no la necesitaba.

Se interrumpe mientras rememora lo de anoche: ella en la habitación del piso alto, ignorante de lo que en ese momento le ocurría a la infeliz muchacha. Ocupada, hasta muy tarde, en el papeleo oficial ocasionado por la recuperación del Marco Bruto y la pérdida de la Culebra. Moviéndose como una autómata desprovista de alma, reacia a pensar en nada que no fuesen los aspectos prácticos del asunto. Secos los ojos, muy lento el corazón. Y también, pese a todo, asomada a la ventana, a ratos, entre las macetas de helechos, mirando el halo de luna sobre la niebla. Recordando la mirada color de uva mojada de Pepe Lobo. Concédame que es demasiado pedir, había dicho él. En otro lugar del mundo. Yo.

—Es terrible —se lamenta—. Espantoso.

El tono del policía suena rutinario. Con sequedad profesional.

—¿Tenía novio?… ¿Pretendientes?

—No, que yo sepa.

—¿Y familia en Cádiz?

Mueve Lolita la cabeza. La joven, cuenta, era de la isla de León. Gente pobre, honrada. Trabajadores de las salinas. El padre es una buena persona. Felipe Mojarra, se llama. Sirve en la compañía de escopeteros de don Cristóbal Sánchez de la Campa.

—¿Sabe lo que ha pasado?

—Le he mandado aviso con mi cochero, que lleva una carta mía para que sus superiores le permitan venir… ¡Pobre hombre!

Se queda absorta, abatida. Húmedos los ojos, al fin. Imagina el dolor de esa familia. La desgraciada madre. Su chiquilla, muerta de aquel modo atroz. Con diecisiete años.

—Increíble. Espantoso e increíble. ¿Es cierto lo que me han contado?… ¿Que la torturaron antes de matarla?

El policía no dice nada. Sólo la mira inexpresivo. Ella siente ahora, sin remedio, una lágrima resbalar hasta la barbilla.

—Por Dios —gime.

Se avergüenza de mostrar debilidad ante un extraño, pero no puede evitarlo. Su propia imaginación la maltrata. Aquella pobre niña.

—Quién podría…

Se ahogan las palabras. Roto el dique, las lágrimas brotan copiosas, mojándole la cara. Incómodo, el comisario desvía de nuevo la vista, carraspea. Al fin coge bastón y sombrero y se pone en pie.

—En realidad, señora —dice casi con suavidad—, puede cualquiera.

Ella se lo queda mirando desde la butaca, sin comprender. De qué me habla, piensa. A quién se refiere.

—Encontrarán al asesino, espero.

Una mueca casi animal crispa la boca del otro. Reluce allí un diente de oro, esquinado. Un colmillo.

—Si no se tuercen las cosas, estamos a punto de cogerlo.

—¿Y qué harán con ese canalla?

La mirada dura y fría del hombre traspasa a Lolita Palma como si fuese más allá, lejos. A lugares turbios, inexplicables, que sólo él puede ver.

—Justicia —responde en voz muy baja.

Toda la luz del sur en unos pocos pasos, bajo un cielo tan limpio y azul que hiere la vista. La calle del Rosario no parece la misma de anoche: blanco de cal, dorado de piedra marina y macetas con geranios en los balcones. Entre esa claridad, desaliñado, sudoroso, con huellas de insomnio en la cara, el ayudante de Rogelio Tizón agacha la cabeza a la manera de un perrazo enorme y torpe.

—Le juro que hacemos todo lo posible, señor comisario.

—Y yo te juro que os mato, Cadalso… Como se haya escapado, os arranco los ojos y meo en vuestra calavera.

Parpadea el esbirro, fruncido el ceño, considerando seriamente lo que la amenaza tiene de exagerado y de real. No parece ver claro el límite.

—Hemos registrado la calle, casa por casa —dice al fin—. Y ni rastro. Nadie sabe nada. Nadie lo ha visto… Lo único que hemos confirmado es que está herido. Usted le dio lo suyo.

Camina un poco Tizón, balanceando el bastón. Furioso. Hay hombres de guardia a los extremos de la calle y en las puertas de algunas casas: una veintena de agentes y rondines repartidos por el lugar, controlándolo todo bajo la mirada de los vecinos que curiosean desde balcones y ventanas. Cadalso señala un portal próximo a la esquina.

—Cuando puso una mano ahí, dejó una huella de sangre. Y otra más allá.

—¿Habéis comprobado que no sea un vecino?

—Con el padrón municipal y la lista del barrio. Nombre por nombre —Cadalso señala a la gente asomada—. Aquí nadie está herido. Y nadie salió anoche después de las diez.

—Eso no puede ser. Yo mismo lo encajoné en este sitio. Y no me moví hasta que llegaste dando pitidos, con todos esos inútiles.

Ha ido hasta el portal y observa la mancha pardusca en el quicio encalado. Tres dedos y la palma de una mano. Al menos, piensa con retorcida satisfacción, uno de sus dos tiros hizo carne. El pájaro lleva plomo en el ala.

—¿No pudo escapársele entre la niebla, señor comisario?

—Te digo que no, coño. Lo seguí de cerca, y no tuvo tiempo de llegar al final de la calle.

—Pues tenemos acordonadas las dos manzanas de casas, a derecha e izquierda.

—¿También los sótanos?

La duda ofende, expresa el gesto mohíno del esbirro. A estas alturas del oficio.

—Cribados. Hasta la leña y el carbón hemos removido.

—¿Y las terrazas?

—Registradas todas. Una por una. Todavía tenemos gente arriba, por si acaso.

—No puede ser.

—Pues ya me dirá.

Golpea Tizón el suelo con la contera del bastón, impaciente.

—Estoy seguro de que en algo habéis metido la pata.

—Le digo que no. Créame. Todo se hizo como ordenó. Yo mismo me aseguré de eso —se rasca la cabeza el esbirro, desorientado—. Si al menos le hubiera visto usted la cara…

—Habérsela visto tú, cuando te pasó por delante de las narices. Idiota.

Baja la cabeza el otro, dolido. Menos por el insulto que por el escepticismo de su jefe. Desentendiéndose del ayudante, Rogelio Tizón camina calle abajo, mirando a todas partes.

—Alguien se habrá descuidado —murmura—. Seguro.

El otro le ha ido detrás, gachas las orejas. Pegado a sus talones como un chucho fiel tras el amo que le pega.

—Todo podría ser, señor comisario —concede al fin—. Pero le juro que se ha hecho lo mejor posible. Anoche lo rodeamos todo con mucha rapidez. No pudo ir lejos.

Un estampido cercano. Una bomba acaba de caer en el Palillero. Cadalso da un respingo, mirando en esa dirección, y la mayor parte de los curiosos se retiran de balcones y ventanas. Indiferente, concentrado en lo suyo, Rogelio Tizón ha llegado ante la fachada de la iglesia del Rosario. Como muchas de Cádiz, ésta no es un edificio exento de los del resto de la calle, sino integrado bajo la cornisa general de las casas. Sólo las torres destacan sobre el grueso portón de la entrada, abierto de par en par. Anoche estaba cerrado. Tizón se asoma al recinto, observando el pulpito y las naves laterales. Al fondo, bajo el retablo, brilla la lamparilla del sagrario.

—Además —prosigue Cadalso, reuniéndose con él—, si me permite decirlo, yo mismo he tomado esto… Vaya. Un asunto personal. La impresión que me dio entrar a mear en el patio y tropezarme con la pobre chiquilla… Jesús. Ya oyó el grito que di, avisando a la gente. Y menos mal que usted estaba cerca del sujeto. Si no, habría escapado otra vez.

Sacude la cabeza el comisario, incrédulo y furioso. A medida que pasan las horas, todo vuelve a oler a derrota. Una vieja conocida, en este caso. Más de lo que puede soportar.

—Se ha escapado, de todas formas. Conmigo o sin mí.

Alza una mano el esbirro, torpe como suele. Por un momento, Tizón cree que va a ponérsela a él en el hombro. Le abro la cabeza de un bastonazo, piensa. Si lo hace.

—No diga eso, señor comisario —al ver la expresión de su jefe, el otro deja la mano quieta, a medio camino—. Habrá alguna manera. Con un tiro de pistola en el cuerpo, como va, no puede estar lejos… En algún sitio tendrá que curarse. O esconderse.

Ni para blasfemar tengo fuerzas, concluye Tizón. De lo cansado. De lo harto que estoy de todo esto.

—En algún sitio, dices.

—Eso mismo.

Calle abajo, contiguo a la puerta del Rosario, se encuentra el oratorio de la Santa Cueva. Bajo el frontón triangular de la entrada, la puerta está abierta.

—¿Registrasteis esto también?

Otro gesto dolido. De nuevo la duda ofende, dice sin decirlo.

—Naturalmente.

Rogelio Tizón se asoma un momento al zaguán, echa un vistazo distraído y se dispone a seguir camino. De pronto, a punto de retirarse, algo atrae su atención y lo hace mirar otra vez. Se trata de un objeto situado al final de la doble escalera que baja a la cueva, en el tramo izquierdo de ésta. El comisario lo conoce como cualquier gaditano, pues forma parte de la decoración convencional del recinto. Está ahí desde toda la vida, o casi. Sin embargo, las circunstancias hacen que lo vea ahora desde una perspectiva distinta. Asombrosa.

—¿Qué pasa, señor comisario?

Rogelio Tizón no responde. Sigue mirando, paralizado por la sorpresa, la vitrina que está situada al pie de la escalera izquierda, sobre un suelo enlosado en blanco y negro, idéntico a un tablero de ajedrez. En el interior de la vitrina hay un Ecce Homo; un Cristo de los muchos que exhiben las iglesias de la ciudad, como las de Andalucía y de toda España, representado en plena pasión. Entre Herodes y Pilatos. En su género, el de la Santa Cueva es particularmente expresivo: atado a la columna del suplicio, tiene la carne desgarrada por innumerables llagas rojas, surcada de sangrantes desgarrones hechos a latigazos por sus verdugos. La imagen posee un exagerado aspecto agónico, de indefensión y sufrimiento absoluto. Y entonces, como si alguien le rasgase un velo en el pensamiento, cae el comisario en la cuenta de lo que significa aquello. Lo que representa. Fundada hace treinta años por un sacerdote de origen noble, ya fallecido —el padre Santamaría, marqués de Valdeíñigo—, la Santa Cueva es un oratorio subterráneo privado, que se abre a modo de sótano bajo una pequeña iglesia de planta elíptica. La parte de abajo está consagrada a las prácticas ascéticas de una cofradía religiosa conocida en la ciudad: gente de dinero o buena posición social, muy escrupulosa en la observancia de la ortodoxia católica. Tres veces por semana, los cofrades rinden allí culto a los sacramentos y a las devociones tradicionales, con un rigor extremo. Eso incluye penitencia con azotes. Flagelaciones para mortificar la carne. Para domarla.

—¿Qué hay de la cueva? —pregunta.

Un silencio desconcertado. Tres segundos exactos. Tizón no mira a su ayudante, sino el suelo ajedrezado al pie del Cristo.

—¿La cueva?

—Eso he dicho. Hay una capilla arriba y una cueva abajo. Por eso se llama así… ¿Comprendes?… Santa por lo de santo, y cueva porque hay una cueva. No querrás que te lo dibuje.

Se apoya el esbirro sobre un pie y luego sobre el otro. Confuso.

—Creí…

—A ver. Venga. Dime qué carajo creíste.

—Las puertas de abajo están siempre cerradas. Según el vigilante, sólo tienen llave los veintitantos cofrades. Ni siquiera él.

—¿Y…?

—Pues eso —el otro encoge los hombros, evasivo—. Que nadie pudo entrar ahí anoche. Sin llave.

—Excepto un cofrade.

Nuevo silencio. Esta vez es más largo y embarazoso que antes. Cadalso mira a todas partes menos a los ojos de su jefe.

—Claro, señor comisario. Pero son gente respetable. Religiosa. Quiero decir que el sitio es…

—¿Privado?… ¿Santo?… ¿Inviolable?… ¿Fuera de toda sospecha?

Todo el corpachón del ayudante parece a punto de pasar al estado líquido.

—Hombre… Tanto como eso…

Lo interrumpe Tizón, un dedo en alto.

—Oye, Cadalso…

—Diga, señor comisario.

—Me cago en tu puta madre.

Tizón se olvida del esbirro. Lo sacude ahora un largo escalofrío, que se prolonga como un suspiro reprimido y silencioso. Casi placentero. Al inicial gesto de sorpresa, al posterior arranque de ira, los releva ahora una mueca lobuna, concentrada. El ademán de un animal adiestrado que al fin detecta —o recobra— una huella caliente. De pronto, todo es menos intuición que certeza. Bajando por la escalera bajo la mirada dolorida del Cristo azotado, el comisario siente bombear su propia sangre, lenta y fuerte, desvaneciendo la fatiga. Es como si acabara de pasar de nuevo por uno de esos lugares imposibles, o improbables, donde el silencio se torna absoluto y el aire queda en suspenso. La campana de cristal: el vórtice que lleva al siguiente escaque del tablero de la ciudad y su bahía. Acaba de ver la jugada. Y entonces, en lugar de precipitarse, de lanzar una exclamación de júbilo o gruñir satisfecho ante la perspectiva del rastro recuperado, el comisario pisa en diagonal el enlosado blanco y negro sin despegar los labios, muy lentamente, mirándolo todo sin desdeñar un solo indicio, mientras saborea la sensación que le cosquillea en los dedos apretados en torno al bastón. Se acerca así a la puerta cerrada de la cueva. Ojalá, piensa de pronto, este momento de felicidad extrema no se agotara nunca.

—Si quiere, hago abrir —propone Cadalso, que va detrás—. Es cuestión de un momento.

—Calla, joder.

La cerradura es convencional, de llave grande. Como tantas. Tizón saca del bolsillo su juego de ganzúas y descorre el pestillo en menos de un minuto. Cosa de niños. Con un chasquido, el paso queda libre, abierto a una cueva sin luz exterior. Tizón nunca ha estado allí antes.

—Trae una vela de la capilla —le ordena a Cadalso.

De abajo sube olor a humedad y a recinto cerrado: un aire cuya frialdad se intensifica y envuelve a Tizón a medida que entra en la cueva, alumbrado por el ayudante, que va detrás con un grueso cirio encendido y en alto. La sombra del comisario se desliza hacia el interior, proyectándose en las paredes. Cada paso resuena en la oquedad. A diferencia de la capilla superior, la cueva carece de decoración: sus paredes son desnudas y austeras. Es allí donde los disciplinantes de la cofradía ejecutan sus ritos. Sobre uno de los arcos, la luz que sostiene el esbirro ilumina una calavera y dos tibias pintadas en el techo. Debajo hay una mancha seca y parda. Un rastro de sangre.

—Virgen Santa —exclama Cadalso.

El hombre está agazapado al fondo de la cueva, contra un ángulo del muro: un bulto oscuro que resopla y gime entre dientes, como una bestia acosada.

—Con su permiso, mi capitán.

Simón Desfosseux aparta el ojo derecho del ocular del telescopio Dollond, todavía con la imagen de las torres de la iglesia de San Antonio impresas en la retina: 2.870 toesas y sin llegar a ellas, concluye con melancolía. Alcance máximo, 2.828. Ninguna bomba francesa de las caídas sobre Cádiz ha ido más lejos. Ni irá nunca, ya.

—Adelante, Labiche. Recoja.

Con la asistencia de dos soldados, el sargento desmonta el telescopio y pliega las patas del trípode, metiéndolo todo en sus fundas. Los demás instrumentos ópticos de la torre observatorio están cargados en carromatos. El Dollond se dejó hasta el final, para observar los últimos tiros disparados desde la Cabezuela. El postrero lo hizo Fanfán hace veinte minutos. Una bomba de 100 libras con lastre de plomo y carga inerte que quedó corta de alcance y apenas rebasó las murallas. Triste final.

—¿Ordena alguna cosa más, mi capitán?

—No, gracias. Pueden llevárselo.

Saluda el sargento y desaparece escala abajo, con sus hombres y el equipo. Mirando por la tronera vacía, Desfosseux observa el humo que se alza vertical —no hay un soplo de viento— en la luz menguante del atardecer, sobre buena parte de las posiciones francesas. A lo largo de toda la línea, las tropas imperiales desmantelan sus posiciones, queman equipo, clavan la artillería de sitio que no pueden llevarse y la echan al mar. La salida de Madrid del rey José y el rumor de que el general Wellington ha entrado en la capital de España, ponen al ejército de Andalucía en situación difícil. La consigna es ponerse a salvo al otro lado de Despeñaperros. En Sevilla han empezado los preparativos de evacuación, arrojando al río los depósitos de pólvora de la Cartuja y destruyendo cuanto se puede en la fundición, maestranza y fábrica de salitre. Todo el Primer Cuerpo se retira hacia el norte: acémilas, carretas y carros cargados con botín de los últimos saqueos, convoyes de heridos, intendencia y tropas españolas juramentadas, poco fiables para dejarlas en retaguardia. En torno a Cádiz, las órdenes son encubrir ese movimiento con un continuo bombardeo desde las posiciones de los caños de Chiclana y los fuertes costeros que van de El Puerto a Rota. En lo que a la Cabezuela se refiere, sólo una pequeña batería de tres cañones de 8 libras seguirá tirando hasta el último momento sobre Puntales, para mantener al enemigo ocupado. El resto de artillería que no puede evacuarse va al agua, al fango de la orilla, o será abandonado en los reductos.

Raaaas. Bum. Raaaas. Bum. Dos cañonazos españoles rasgan el aire sobre la torre y van a reventar cerca de los barracones donde, a estas horas, el teniente Bertoldi habrá quemado todo documento oficial y papel inútil.

Simón Desfosseux, que agachó la cabeza al oír pasar las granadas, se yergue y echa un último vistazo al castillo enemigo de Puntales. A simple vista —media milla de distancia— puede distinguir la tozuda bandera española que, acribillada de metralla, no ha dejado de ondear allí un solo día. La guarnición está integrada por un batallón de Voluntarios, artilleros veteranos y algunos ingleses que atienden la batería alta. El nombre completo del fuerte es San Lorenzo del Puntal; y hace unos días, durante la celebración del santo patrono, Desfosseux y Maurizio Bertoldi vieron asombrados, a través de la lente del catalejo, a los defensores firmes durante la ceremonia, impávidos en formación pese al fuego que les hacían desde la Cabezuela, vitoreando mientras se izaba la bandera.

Y, al fondo, a la derecha, Cádiz. El capitán contempla la ciudad blanca, recortada en el crepúsculo rojizo: el paisaje que, de tanto estudiarlo a través de una lente o en los trazos de los mapas, conoce mejor que el de su casa y su patria. Simón Desfosseux desea no regresar nunca a este lugar. Como las de miles de hombres, su vida se ha malgastado en la bahía durante los treinta meses y veinte días de asedio: estancada en el tedio y la impotencia, descomponiéndose como en el fango sucio de un pantano. Sin gloria, aunque esa palabra le sea indiferente. Sin éxito, satisfacción ni beneficio.

Raaaas. Bum. Otra vez. Y otra. La batería de 8 libras sigue disparando contra Puntales, y el fuerte español devuelve el fuego. Más tiros enemigos pasan cerca del observatorio; y el capitán, tras agachar de nuevo la cabeza, decide irse de allí. Mejor no tentar el azar, piensa mientras baja por la escala. Tendría poca gracia toparse en el último instante con una bala de cañón. Así que se despide mentalmente del panorama, con 5.574 disparos de artillería de diverso calibre hechos desde la Cabezuela contra la ciudad: es lo que figura en sus registros de operaciones, destinados ahora al polvo de los archivos militares. De esa cifra, sólo 534 bombas han llegado a Cádiz, en su mayor parte con lastre de plomo y sin pólvora. Las otras quedaron cortas y cayeron al mar. Los daños infligidos a la ciudad tampoco harán ganar a Desfosseux la Legión de Honor: algunas casas arruinadas, quince o veinte muertos y un centenar de heridos. La sequedad del mariscal Soult y su estado mayor cuando el capitán fue convocado a hacer balance final de las operaciones, deja poco lugar a dudas. No cree que nadie vuelva a ofrecerle un ascenso, nunca. La Cabezuela es un caos. Todas las retiradas lo son. Aquí y allá hay equipo roto y tirado por tierra, armones y cureñas del tren de batir que arden en piras donde se arroja cuanto podría aprovechar el enemigo. Gastadores provistos de picos, palas y hachas lo destrozan todo, y un pelotón de zapadores minadores, bajo el mando de un oficial de ingenieros, coloca guirnaldas de pólvora y alquitrán para incendiar los barracones, o dispone cargas y mechas. El resto de infantes, artilleros y marinos, con la indisciplina natural del momento, va de un lado a otro: apresurados e insolentes, roban cuanto pueden, cargando en los carromatos sus equipajes y lo que han saqueado en las últimas horas por los pueblos y caseríos próximos, sin que se preste demasiada atención a los merodeadores que violan, roban y matan. El voluminoso equipaje de los generales, con sus queridas españolas instaladas en carricoches requisados en Chiclana y El Puerto, salió hace tiempo para Sevilla con una fuerte escolta de dragones; y el camino de Jerez está atestado de carros, caballerías y tropa mezclada con gente civil: familias de oficiales franceses, juramentados y colaboracionistas que temen verse abandonados a la venganza de sus compatriotas. Nadie quiere ser el último, ni caer en manos de los guerrilleros que ya se concentran y merodean como alimañas crueles, cada vez más atrevidos, venteando el pillaje y la sangre. Ayer mismo, veintiocho heridos y enfermos franceses, abandonados sin escolta entre Conil y Vejer, fueron capturados por los lugareños, envueltos en haces de paja rociada con aceite, y quemados vivos.

Cuando llega al pie de la escala, el capitán observa que cuatro zapadores colocan cargas inflamables alrededor de los puntales de la torre observatorio. Hace mucho calor, y sudan a chorros en las casacas azules de solapas negras mientras disponen guirnaldas de alquitrán y pólvora. Algo más lejos, el oficial de ingenieros, un teniente grueso que se enjuga la frente y el cuello con un pañuelo sucio, mira trabajar a sus hombres.

—¿Queda alguien arriba? —le pregunta a Desfosseux cuando éste pasa por su lado.

—Nadie —responde el artillero—. La torre es toda suya.

Hace el otro un gesto afirmativo, indiferente. Tiene los ojos acuosos e inexpresivos. Ni siquiera ha saludado al observar la graduación de Desfosseux. Después grita una orden. Mientras se aleja de él sin mirar atrás, el capitán oye el resoplido de la pólvora al inflamarse; y, enseguida, el crepitar de las llamas que ascienden por los puntales y la escala. Cuando llega al reducto de los obuses ve allí a Maurizio Bertoldi, que mira hacia la torre.

—Ahí van dos años de nuestras vidas —comenta el piamontés.

Sólo entonces se vuelve el capitán a echar un vistazo. El observatorio es una antorcha que arde entre una humareda negra que sube recta al cielo. Los de la otra orilla, piensa, tendrán qué admirar esta noche. Fuegos artificiales y luminarias de punta a punta de la bahía: toda una fiesta de despedida, con pólvora del emperador.

—¿Cómo van las cosas por aquí? —pregunta.

Su ayudante hace un ademán vago. Se diría que las expresiones ir bien o ir mal no tienen mucho que ver con todo aquello.

—Ya están clavados los veinticinco cañones de a cuatro que abandonamos —informa—. Labiche tirará al agua cuantos pueda… Lo demás está quemado o hecho picadillo.

—¿Qué hay de mi equipaje?

—Listo y cargado, como el mío. Salieron hace rato. Con la escolta.

—Bien. Pero tampoco perderíamos gran cosa, usted y yo.

Se miran los dos oficiales. Doble sonrisa triste. Cómplice. Llevan mucho tiempo juntos y no hacen falta más palabras. Los dos salen de allí tan pobres como vinieron. No ocurre lo mismo con sus jefes: esos generales rapaces que se llevan los vasos sagrados de las iglesias y los cubiertos de plata de las casas elegantes donde se alojaron.

—¿Qué órdenes hay para el oficial que se queda con los cañones de a ocho?

—Seguirá disparando hasta que todos hayamos salido de aquí; no vaya a ser que a Manolo se le ocurra desembarcar antes de tiempo… A medianoche lo clavará todo y se irá.

Suelta el ayudante una risita escéptica.

—Espero que aguante hasta entonces, y no salga por pies antes de tiempo.

—Yo también lo espero. Un estampido enorme en la costa, dos millas al noroeste. Un hongo de humo negro se levanta sobre el castillo de Santa Catalina.

—También ésos se dan prisa —apunta Bertoldi.

Mira Desfosseux el interior del reducto de los obuses. Los gastadores han pasado por allí: las cureñas de madera están rotas a hachazos y desmontadas las de hierro. Los gruesos cilindros de bronce yacen tirados por tierra, semejantes a cadáveres tras un combate sangriento.

—Como usted temía, mi capitán, sólo hemos podido llevarnos tres obuses. No tenemos gente ni transporte… El resto hay que dejarlo.

—¿Cuántos ha echado Labiche al agua?

—Uno. Pero ya no tiene medios para llevar hasta allí los otros. Ahora vendrán los zapadores a ponerles una buena carga dentro y taponar la boca. Por lo menos, intentaremos agrietarlos.

Salta Desfosseux al interior, entre las fajinas y tablones rotos, acercándose a las piezas. Le impresiona verlas de ese modo. El pobre Fanfán está allí, tumbado sobre los restos de su afuste. Su bronce pulido, los casi nueve pies de longitud y uno de diámetro, hacen pensar en un enorme cetáceo oscuro, muerto, varado en tierra.

—Sólo son cañones, mi capitán. Fundiremos más.

—¿Para qué?… ¿Para otro Cádiz?

Turbado por una singular melancolía, Desfosseux acaricia con la punta de los dedos las marcas del metal. Los cuños de fundición, las huellas recientes de martillazos en los muñones. El bronce está intacto: ni una grieta.

—Buenos chicos —murmura—. Leales hasta el final.

Se levanta, sintiéndose como un jefe traidor que abandonara a sus hombres. Continúa el fuego de las piezas de 8 libras en la batería baja. Una granada española, disparada desde Puntales, revienta a treinta pasos, haciéndolo agacharse de nuevo mientras Bertoldi, con reflejos de gato, salta desde el parapeto y le cae encima, entre piedras y cascotes que rebotan muy cerca. Casi al mismo tiempo suenan gritos allí donde cayó la bomba: algunos desgraciados acaban de llevarse lo suyo, deduce Desfosseux mientras el ayudante y él se levantan, sacudiéndose la tierra. También es mala suerte, piensa. A última hora y con los carromatos de sanidad militar en Jerez, por lo menos. Todavía no se ha disipado la polvareda, cuando ve aparecer sobre el parapeto al teniente de ingenieros con varios de sus hombres, que transportan pesados cajones con herramientas y cargas de demolición.

—Parece que disfruten, esos cabrones.

Dejando a Fanfán y sus hermanos a merced de los zapadores, el capitán y su ayudante abandonan el reducto y cruzan la pasarela que lleva a los barracones, donde todo empieza también a arder. El calor del incendio es insoportable, y da la impresión de que las llamas hagan ondular el aire en la distancia, donde filas desordenadas de jinetes, artilleros e infantes que empujan carros y cargan toda clase de bultos convergen en la marea azul, parda y gris que se desplaza lentamente por el camino de El Puerto. Doce mil hombres en retirada.

—Nos queda un paseíto —comenta Bertoldi, resignado—. Hasta Francia.

—Más lejos, me temo. Dicen que ahora toca Rusia.

—Mierda.

Simón Desfosseux mira atrás por última vez, en dirección a la ciudad lejana, inalcanzable, que enrojece despacio en el crepúsculo de la bahía. Ojalá, piensa, aquel extraño policía haya encontrado al fin lo que buscaba.

Noche de levante en calma. Ni una ráfaga de brisa en el aire cálido e inmóvil. No hay ruidos, tampoco. Sólo las voces de dos hombres que conversan en voz baja, en la penumbra de un farol puesto en el suelo, entre los escombros del patio del castillo de Guardiamarinas. Junto al boquete del muro que da a la calle del Silencio.

—No me pida tanto —dice Hipólito Barrull.

A su lado, Rogelio Tizón se calla un instante. No le pido nada, responde al fin. Sólo su versión de los hechos. Su enfoque del asunto. Usted es el único con la lucidez suficiente para darme lo que necesito: el punto racional que aclare el resto. La mirada científica que ordene lo que ya conozco.

—No hay mucho que ordenar, en mi opinión. No siempre es posible… Hay claves que nunca estarán a nuestro alcance. No en este tiempo, desde luego. Harán falta siglos para comprender.

—Jabonero —murmura el comisario entre dientes.

Está decepcionado. Confuso, todavía.

—Un maldito y simple jabonero —repite, tras un instante.

Siente en él la mirada del profesor. Un destello del farol en el doble reflejo de los lentes.

—¿Por qué no?… Eso apenas tiene que ver. Es cuestión de sensibilidades.

—Dígame qué le parece.

Aparta el rostro Barrull. Es evidente su incomodidad por estar allí. Hace rato que ésta supera a su curiosidad inicial. Desde que subió del sótano del castillo, su actitud es distinta. Evasiva.

—Sólo he hablado con él durante media hora.

Tizón no dice nada. Se limita a esperar. Al cabo de un momento ve cómo el otro mira alrededor, a las sombras del viejo edificio oscuro y abandonado.

—Es un hombre obsesionado por la precisión —dice al fin Barrull—. Seguramente la familiaridad de su oficio con la química tiene mucho que ver… Maneja, por decirlo así, un sistema propio de pesos y medidas. En realidad es hijo de nuestro tiempo… De pleno derecho, además. Un espíritu cuantificador, diría yo. Geométrico.

—No está loco, entonces.

—Ésa es palabra de doble filo, comisario. Un cajón de sastre peligroso.

—Descríbamelo mejor, entonces. Defínalo.

Ojalá pudiera, responde el profesor. Él sólo consigue imaginar una pequeña parte, nada más. Cuando dice obsesionado con la precisión, eso significa muy cuidadoso con los detalles. Y más si se tiene una mente matemática. Sin duda es el caso. Ese hombre posee ambas características. Aunque nunca recibió educación científica, es un matemático natural. Capaz de ver las regularidades, las leyes que subyacen detrás de una gran cantidad de datos de todo tipo: aire, olor, viento, ángulos urbanos…

—Usted sabe a qué me refiero —concluye.

—¿Por qué mata?

—Quizá la soberbia tenga algo que ver… Rebelión, también. Y resentimiento.

—Es curioso que diga lo del resentimiento. Ese hombre tuvo una hija… Murió hace doce años, durante la epidemia de fiebre amarilla. A los dieciséis.

Barrull lo mira ahora con interés. Y cautela. Tizón mueve ligeramente la cabeza. Mira a un lado y luego a otro, llenándose los ojos de sombras.

—Como la mía —añade.

Recuerda fríamente el largo interrogatorio, abajo. El estupor de Cadalso cuando le ordenó llevar allí al jabonero, y no a los calabozos de la calle del Mirador. La cura superficial del balazo, alojado en el hueso de la cadera derecha. Las preguntas y los gritos de dolor, al principio. La impresión de Hipólito Barrull cuando Tizón lo hizo bajar al sótano ruinoso del castillo. Su horror y desconcierto iniciales. Usted lleva diez años diciendo que es mi amigo, profesor. Demuéstrelo. Tiene media hora para rascarle el alma a este sujeto, antes de que lo encare con todos sus demonios y los míos.

—Continúe, por favor. Diga lo que piensa.

Tarda Barrull algún tiempo en responder, mientras Rogelio Tizón considera la conversación a la que asistió abajo hace un rato, apoyado en la pared mientras fumaba un cigarro. Observando al profesor que, sentado en una silla desvencijada, a la luz de un candil de aceite, hablaba con el hombre aprisionado con grilletes de hierro en las muñecas y los tobillos, tirado sobre un viejo jergón puesto en el suelo y con un mal vendaje en torno a la cintura. Aquel rumor de palabras en voz baja, susurros casi siempre, mientras la llama aceitosa hacía brillar la piel grasienta del jabonero y relucía en sus pupilas dilatadas por una gota de láudano —una sola— vertida en un vaso de agua. Quiero tenerlo lúcido y sin demasiado dolor, había explicado Tizón. Capaz de razonar. Sólo un rato y para que ustedes charlen. Después dará lo mismo que le duela o no.

—Está claro que ese hombre se rebela ante nuestra visión prosaica del mundo —dice al fin Barrull—. Para él, fabricar jabones no es un simple trabajo, sino alta precisión: requiere combinar con exactitud absoluta los diferentes elementos con los que trabaja. Que toca y huele. Y que van a parar a otras pieles, y carnes. De mujeres jóvenes, sobre todo… Las que entraban cada día en su tienda a pedir esto o aquello.

—El hijo de puta.

—No simplifique, comisario.

—¿Insinúa que además de científico es un artista?

—Así se considera él, probablemente. Puede que esa idea lo redima de ser un simple manipulador de sustancias. Podría tener un fondo sensible. Y en función de esa sensibilidad, mata.

Sensibilidad. La palabra arranca a Tizón una risa agria.

—Ese látigo trenzado de alambre… Lo tenía allí abajo, con él. Lo encontramos en la cueva.

—Supongo que la cofradía de disciplinantes le dio la idea.

—Ni siquiera es miembro numerario. En la Santa Cueva sólo admiten a gente de origen noble… Es el ayudante de ceremonias. Una especie de acólito, o mayordomo.

Mira Tizón el cielo. Sobre los muros mellados y siniestros del castillo en sombras relucen las estrellas. Son frías igual que sus pensamientos, ahora. Nunca se había sentido tan lúcido, piensa. Tan claro respecto al presente y al futuro.

—¿Cómo podía prever lo de las bombas?

—Se adiestró a sí mismo. Fue capaz de intuir que Cádiz es un lugar especial conformado por el mar, los vientos y la estructura urbana que los enfrenta y canaliza.

Para él, éste no es sólo un conjunto de edificios habitados por personas, sino un conglomerado de aire, silencios, sonidos, temperatura, luces, olores…

—No íbamos descaminados, entonces.

—En absoluto. Usted lo demostró. Igual que ese hombre, compuso en su mente un mapa peculiar de la ciudad, hecho de tales elementos. Una ciudad paralela. Oculta.

Sobreviene un largo silencio, que el policía no quiere interrumpir. Al cabo, Barrull se mueve un poco en la penumbra del farol. Inquieto.

—Diablos —dice—. Esto es complicado, comisario… Sólo puedo imaginar. Apenas he hablado con él media hora. No estoy seguro de que mezclarme en esto…

Alza una mano Tizón, descartando excusas. Ademán impaciente. No es tiempo lo que le sobra esta noche.

—Las bombas… Dígame dónde aparecen el después y el antes.

Esta vez el silencio es breve. Reflexivo. Barrull está de nuevo inmóvil. Puedo aventurar una teoría, responde al fin. Una simple idea sin base científica. Cuando los cañones franceses empezaron a tronar, el complejo mundo del químico-jabonero habría ido desarrollándose en direcciones insospechadas. Quizás al principio temió ser víctima de una bala de cañón. Quizás acudía a ver los lugares de los impactos, atraído por la satisfacción de haber escapado indemne. Pudo ser que, al repetirse una y otra vez, ese sentimiento de alivio diera paso a otros.

—¿Al deseo de exponerse? —pregunta Tizón—. ¿De arriesgar?

—Es posible. Tal vez quiso situarse al extremo de la curva de artillería, en la parte peligrosa… Su instinto, su sensibilidad, lo empujaban a influir en ella.

—Matando.

—Sí. ¿Por qué no?… Considérelo: una vida humana en lugares donde habían caído bombas que no mataban. Compensando el error de la ciencia. Colaborando con la técnica imperfecta, gracias a su sentido de la precisión. De ese modo, una vida y el lugar de impacto de una bomba coincidirían con exactitud absoluta.

—¿Y cómo dio el paso para anticiparse?

La luz del farol ilumina, desde abajo, una mueca en el rostro equino de Barrull. Casi parece una sonrisa.

—Como lo dio usted, en cierto modo… La obsesión acompañada de sensibilidades extremas genera monstruos. Y la de ese individuo es una de ellas. Dedujo que el azar no existe, y se encontró ansiando predecir con rigor dónde caerían los siguientes proyectiles. Desafiando al engañoso hijo bastardo de la ignorancia.

—Y entonces empezó a pensar.

Observa el policía que Barrull lo mira con interés, como sorprendido por una apreciación exacta.

—Eso es. O creo que fue así. Que sólo hacía eso: pensar y pensar. Y que su inteligencia enfermiza, su sensibilidad extrema, hicieron el resto con una precisión fría. La suya acabó siendo una crueldad…

—¿Técnica?

Es consciente de que lo ha dicho como quien sabe de qué habla. Pero el otro no parece darle importancia al tono. Sigue atento a su propia idea.

—Eso creo —responde—. Técnica, objetiva… Restituía sus derechos al universo, ¿comprende?

—Comprendo.

El policía comprende de veras. Hace rato. Las distancias se están reduciendo de un modo asombroso, resume. Incluso inquietante. ¿Cuáles fueron las palabras que usó el profesor?… Sí. Ya recuerda: rebelión y resentimiento. Una visión del mundo acorde con la verdad de la Naturaleza. Condición humana y condición del universo. Hormigas bajo la bota de un dios cruel, ajeno a todo. Un brazo ejecutor. Un látigo de acero.

—Ordenaba el caos —está diciendo Barrull— mediante la reducción del sufrimiento a simples leyes naturales. Familiarizado con esta ciudad, el jabonero desplegó en Cádiz su paisaje de nudos sensibles. Puede, incluso, que influyera el sentido del olfato propio de su oficio: aire, aromas. Y entonces se hizo la pregunta… ¿No serían esos puntos destino preferente de las bombas francesas, condicionadas por la dirección y confluencia de, por ejemplo, los vientos?… De modo que estudió, como después hizo usted, los lugares de impacto. Compuso así, en su cabeza, un mapa de los puntos en que habían caído bombas y les atribuyó probabilidades. De ese modo, el mapa mental se coloreó con zonas que representaban probabilidades mayores o menores… Su mente matemática analizó ese territorio y vio cosas, irregularidades, curvas y trayectorias. Identificó huecos que se iban a llenar. En esa fase, ya no pudo volver atrás. Era probabilidad, no azar… Era matemática exacta.

Tizón lo interrumpe con perversa satisfacción.

—No tan exacta —dice—. Se equivocó una vez. En la calle del Laurel no cayó después ninguna bomba.

—Eso hace más razonable nuestra teoría. Le otorga su cuota de error. Su margen… ¿No le parece?

Tampoco ahora responde el policía. Recuerda su desconcierto. La espera inútil y la tentación de replantearlo todo. Y los propios errores sobre el tablero, en cadena. Incluido el último: un gambito de dama.

—El caso —prosigue Barrull— es que, en aquellos huecos que esperaban su bomba, el jabonero asesinó… No se trataba ya de corregir las imprecisiones de la ciencia o la técnica. Ni siquiera de llenar con dolor ajeno el vacío de su hija perdida… Quería confirmar, una y otra vez, que él, humilde artesano, había accedido a los arcanos del conocimiento.

—De ahí el desafío final.

—Así lo creo. Supo que le andaban detrás, y aceptó el juego. Por eso esperó tanto tiempo sin matar de nuevo. Acechando al que acechaba. Y cuando se creyó dispuesto, decidió comerle una pieza distinta de la que usted esperaba. Lo hizo, pero le salió mal por sólo unos minutos.

La carcajada del policía resuena entre los muros negros del castillo. Tan siniestra como el paisaje.

—Las ganas de orinar de Cadalso… ¡El azar!

—Exacto. El jabonero no previo ese cálculo de probabilidades.

Se quedan los dos en silencio. El aire sigue inmóvil, sin un soplo de brisa. El cielo es un telón negro acribillado de alfilerazos.

—Estoy seguro —añade Barrull, tras unos instantes— de que ni siquiera sentía placer cuando mataba.

—Es probable.

Ruido de pasos. Dos sombras se perfilan al otro lado del hueco, viniendo de la calle. Una, grande, maciza, se adelanta un poco, recortándose en la penumbra. Tizón reconoce a Cadalso.

—Está aquí, señor comisario.

—¿Venís solos?

—Sí. Como usted ordenó.

El policía se vuelve hacia Hipólito Barrull.

—Voy a pedirle que se vaya, profesor… Le estoy muy agradecido. Pero ahora debe irse.

Lo mira Barrull preocupado. Inquisitivo. Dos nuevos reflejos del farol en el cristal de los lentes.

—¿Quién es el otro?

Titubea Tizón un instante. Qué más da, concluye. A estas alturas.

—El padre de la última muchacha muerta.

Retrocede Barrull, cual si pretendiera resguardarse de algo en la oscuridad. Interponer distancia. Un caballo en el tablero, piensa el policía. Retirándose con sobresalto de una casilla peligrosa.

—¿Qué pretende hacer?

Es una de esas preguntas que, en el fondo, agradecen no tener respuesta. Y Tizón no se molesta en darla.

Está tan sereno que, pese a la noche cálida, siente las manos frías.

—Váyase —dice—. Usted nunca estuvo aquí. Nada sabe de esto.

Tarda el otro un poco en moverse. Al fin da un paso hacia Tizón, y eso le ilumina el rostro. Sombras de abajo arriba, doble reflejo en el cristal. Grave.

—Tenga cuidado —susurra—. Los tiempos son distintos, ahora. La Constitución… Ya sabe. Nuevas leyes.

—Sí. Nuevas leyes.

Se estrechan la mano: un contacto firme, prolongado por parte de Barrull, que observa a Tizón como si lo hiciera por última vez. Por un momento parece a punto de añadir algo, y al cabo encoge los hombros.

—Fue un honor, comisario. Ayudar.

—Adiós, profesor.

Vuelve el otro la espalda, casi con brusquedad, pasa por el hueco del muro y desaparece en la calle del Silencio. Saca Tizón la petaca de cuero y coge un cigarro mientras se aproximan Cadalso y la otra sombra. La luz del farol puesto en el suelo ilumina, junto al esbirro, a un hombre de mediana estatura y aspecto humilde que da unos pasos y se queda inmóvil, en silencio.

—Puedes irte —le ordena Tizón a su ayudante.

Obedece Cadalso, retirándose por el hueco del muro. Después, el comisario se vuelve hacia el recién llegado. Un brillo de metal, observa, reluce en su faja.

—Está abajo —dice.

La escalera de caracol se hunde en lo profundo como la espiral negra de una pesadilla. Felipe Mojarra baja por ella a tientas, apoyadas las manos en el muro húmedo y frío, sorteando los escombros acumulados en los peldaños. A veces se detiene a escuchar, pero sólo percibe el aire enrarecido de la oquedad donde se interna. El asombro y el dolor —a todo habitúan el paso de las horas y la costumbre de la vida misma— hace rato que cedieron espacio a una desesperación absoluta, irreparable, tranquila como un estero de agua quieta en la noche. Nota la boca seca y la piel acorchada, insensible a todo excepto al estremecimiento periódico del pulso que late, lento y muy fuerte, en las muñecas y en las sienes. A veces ese batir parece detenerse unos instantes, y entonces experimenta un singular vacío dentro del pecho, como si la respiración y el corazón mismo se paralizasen.

Sigue el salinero bajando peldaños. Una imagen permanece nítida ante sus ojos, o dentro de ellos, por más que parpadee y los cierre mientras desciende al vértigo por esta espiral sombría que parece no acabar nunca: carne muerta y desnuda, impersonal, puesta sobre el mármol blanco de una mesa. Aún le roe la garganta su propio gemido de estupor; la queja desesperada, ronca y rebelde, ante lo inexplicable, lo absurdo de todo aquello. Lo injusto. Y luego, como una gota de hielo frío en las entrañas, la desolación de no reconocer, en ese cadáver pálido y desgarrado que olía a vísceras abiertas, lavado con cubos de agua que todavía encharcan el suelo del depósito municipal, el cuerpecito tibio y dormido que en otro tiempo estrechó entre sus brazos. El olor a fiebre suave, a sueño. A la carne menuda y cálida de la niña pequeña a la que ya nunca podrá recordar tal como era.

Una claridad abajo, en los últimos peldaños. Felipe Mojarra se detiene, una mano apoyada en la pared de la escalera, mientras aguarda a que su corazón recobre los latidos y el pulso vuelva a la normalidad. Al fin respira hondo un par de veces y recorre el último tramo. Da éste a una estancia abovedada y vacía, que un velón de sebo muy consumido, puesto en una hornacina del muro, ilumina a medias. La luz indecisa muestra a un hombre, desnudo a excepción de una manta puesta sobre los hombros y un vendaje sucio que rodea su cintura. Está sentado sobre un jergón roto, con la espalda contra la pared; tiene la cabeza baja, recostada en los brazos que cruza encima de las rodillas, como si dormitara, y grilletes de hierro en las manos y los pies. Al verlo, Mojarra siente que le flaquean las piernas y se agacha despacio, sentándose en el último peldaño de la escalera. Permanece así largo rato, inmóvil, mirando al otro. Al principio, éste no da señales de advertir su presencia. Al fin levanta el rostro y mira al salinero, que se enfrenta a un desconocido: mediana edad, pelo rojizo, piel moteada. Verdugones de golpes en todo el cuerpo. Los ojos tienen cercos oscuros, de dolor y falta de sueño. Del labio inferior, partido por una brecha grande, se extiende hasta la barbilla una costra de sangre seca.

Ninguno dice nada. Se miran un momento, y luego el otro inclina la cabeza sobre los brazos, indiferente. Felipe Mojarra espera a que se llene el vacío de su corazón y después se pone en pie, con mucho esfuerzo. Carne menuda y cálida, recuerda. Olor tibio de niña dormida. Cuando abre la navaja y ésta resuena con el chasquido de siete muescas en el silencio del sótano, el hombre encadenado levanta la cabeza.

Rogelio Tizón fuma apoyado en el muro. La luna, que empieza a asomar tras las almenas desmochadas de la torre del castillo de Guardiamarinas, derrama una claridad lechosa que da relieve a los escombros y piedras sueltas del patio. La brasa del cigarro del policía, reanimándose a intervalos, es lo único que parece vivo en él; sin ese punto luminoso, pese al farol cuya última luz se extingue en el suelo, un observador confundiría al comisario con las sombras entre las que se mantiene inmóvil.

Los alaridos cesaron hace rato. Durante casi una hora, Tizón los estuvo escuchando con curiosidad profesional. Llegaban amortiguados por la distancia y los gruesos muros, procedentes de la escalera del sótano cuyo hueco se abre en la oscuridad, a pocos pasos. Unos eran gritos cortos, secos: gemidos rápidos sofocados en el acto. Otros sonaban más prolongados: estertores de agonía que parecían interminables, quebrados al final como si quien los emitía agotase en ellos su energía y su desesperación. Ya no se oye nada, pero el comisario sigue sin moverse. Esperando.

Unos pasos lentos e indecisos. Una presencia próxima. La sombra ha salido del hueco de la escalera y se mueve insegura, acercándose a Tizón. Al fin se detiene a su lado.

—Ya está —dice Felipe Mojarra.

Su voz suena cansada. Sin comentarios, el policía saca un cigarro de la petaca y se lo ofrece, tocándole el hombro para que preste atención. El otro tarda en reaccionar. Repara al fin, y lo coge. Tizón rasca un lucifer en la pared y acerca la llama. A la luz del fósforo estudia la expresión del salinero, que se inclina un poco para encender el habano: las patillas enmarcando sus facciones duras y los ojos que miran al vacío, aún absortos en horrores propios y ajenos. También observa el leve temblor de los dedos húmedos y rojos que manchan de sangre el cigarro.

—No sabía que se pudiera gritar sin lengua —dice al fin Mojarra, echando el humo.

Parece realmente sorprendido. Rogelio Tizón ríe en la oscuridad. Lo hace como suele: lobuno, peligroso, descubriendo el colmillo. Un destello de oro a un lado de la boca.

—Pues ya lo ha visto. Se puede.