17

Se esponja la última luz de la tarde, dilatándose muy despacio ante la noche de tonos morados que se desliza bajo las terrazas, torres y espadañas. Cuando Lolita Palma llega en calesa al Mentidero, acompañada por su doncella Mari Paz y por el teniente de la Culebra, Ricardo Maraña, los cristales de las fachadas orientadas a poniente reflejan el destello rojo que en ese momento se extingue en el mar. Empieza la hora, tan gaditana y amada por ella, de la débil claridad marinera: cuando las voces y los sonidos se oyen amortiguados y lejanos como el martilleo de un calafate en una barca del puerto, los pescadores que vuelven de la muralla pasan bajo las farolas todavía apagadas con sus cañas al hombro, los ociosos regresan de ver ponerse el sol más allá del faro de San Sebastián, y en el interior de las tiendas y portales empiezan a encenderse candelillas, quinqués y candiles que intensifican el efecto de entreluces, salpicando la penumbra indecisa y serena donde la ciudad se recuesta cada día.

Al anochecer, la plaza de la Cruz de la Verdad, conocida por el Mentidero, parece el real de una feria. Ordenando a la doncella y al cochero que esperen en la esquina de la calle del Veedor, Lolita Palma acepta la mano que le ofrece Maraña, baja del coche, se acomoda la mantilla de encaje negro sobre la cabeza y los hombros, y camina en compañía del joven marino entre tiendas de campaña, niños que corretean jugando y familias enteras que, sentadas en el suelo, cocinan en fogones ocasionales y se disponen a pasar la noche al sereno. En las últimas semanas, los bombardeos franceses se intensifican, aumentando su alcance. Ahora las bombas caen con sistemática frecuencia, y aunque el número de víctimas no es excesivo —muchas granadas enemigas siguen sin estallar, y causan pocos daños— los vecinos de las zonas más expuestas aprovechan lo templado de las noches para refugiarse en esta parte de la ciudad, a salvo de la artillería enemiga. Improvisando cobijos con mantas, jergones, lonas y velas de barco, los desplazados ocupan la plaza y parte de la explanada que, contigua, se extiende entre los baluartes de la Candelaria y el Bonete. Cada atardecer convierte así el barrio y la plaza del Mentidero en campamento nómada, donde a las tabernas y colmados tradicionales se añaden ahora los bodegones en plena calle, el vino, la conversación, la música y las canciones con que gaditanos y emigrados sobrellevan hasta la madrugada, entre resignados y festivos, lo incómodo de la situación.

Pepe Lobo está cenando frente al café del Petit Versalles, a la puerta de la pulpería del Negro, situada en la esquina de la calle de Hércules: establecimiento de dudosa fama, especializado en sardinas en espetón, pulpo asado y vino tinto. Cuando llega el buen tiempo, su dueño instala afuera un tablado con tres o cuatro mesas, frecuentadas por marinos y forasteros a los que atraen las mujeres que, al caer la noche, rondan la calle misma y la cercana alamedilla del Perejil. Lolita Palma, que ha visto al corsario, se detiene sin que éste advierta su presencia y deja seguir solo a Ricardo Maraña. Hace más de una hora que busca a Lobo por la ciudad: primero en el despacho de los Sánchez Guinea, donde le contaron que estuvo un rato por la tarde; y después en el puerto, donde se encuentra fondeada la Culebra, lista para levar ancla apenas amaine el fuerte noroeste que desde hace dos días sopla en la bahía. Avisado por un botero, el primer oficial de la balandra desembarcó enseguida —cuestión de vida o muerte, dijo ella sin otras explicaciones—, ofreciéndose cortés, tan frío y correcto como suele, para acompañarla hasta el Mentidero, donde le constaba que cenaría su capitán. Ahora, de lejos, Lolita ve al teniente llegar a la mesa de Pepe Lobo e inclinarse a cambiar unas palabras mientras se vuelve en su dirección. El capitán corsario mira con asombro a la mujer y luego dice algo a Maraña, que se encoge de hombros. Lobo deja la servilleta sobre la mesa, se levanta y viene al encuentro de Lolita, sin sombrero, esquivando a la gente. Ella no le concede tiempo para pronunciar el ¿qué hace usted aquí? que apunta en su boca mientras se aproxima.

—Tengo un problema —dice a bocajarro.

El marino parece desconcertado.

—¿Grave?

—Mucho.

Dirige el otro un vistazo alrededor. Incómodo. Su teniente se ha sentado en la mesa y los observa desde allí mientras se sirve un vaso de vino.

—No sé si éste es lugar adecuado —comenta el corsario.

—Da lo mismo —Lolita habla con una serenidad que a ella misma la sorprende—. Los franceses han capturado el Marco Bruto.

—Vaya… ¿Cuándo fue?

—Ayer, frente a punta Candor. Una cañonera de la Real Armada trajo esta mañana la noticia. Lo vieron al hacer un reconocimiento de la ensenada de Rota. Están fondeados allí, juntos, el Marco Bruto y el falucho corsario que lo apresó… Debía de navegar demasiado cerca de tierra, y el francés le salió al encuentro.

Siente la mirada del hombre, que la estudia preocupado. Ella ha venido resuelta, después de meditar cuanto debe decir. Preparando cada gesto y cada palabra. Su apariencia tranquila, sin embargo, responde sólo a un esfuerzo de voluntad. A una intensa violencia interior.

No es fácil encarar la mirada valorativa de los ojos claros que la interrogan. De la boca entreabierta que tiene delante.

—Lo siento —dice Lobo—. Es una desgracia.

—Es más que sentirlo o no sentirlo. Y más que una desgracia, es un desastre.

Lo que viene a continuación nada tiene que ver con un arrebato de sinceridad. Lolita. Palma lo cuenta todo porque sabe que es el único camino. La conclusión válida, irremediable, a la que ha llegado. Habla así de la valiosa carga de cobre, azúcar, grana y añil que transporta el bergantín, y también de los 20.000 pesos vitales para la supervivencia inmediata de la firma familiar. Sin contar el valor de la embarcación y los efectos menores que hay a bordo.

—Por lo que he podido averiguar —concluye—, la intención de los franceses era llevarse el barco a Sanlúcar y descargarlo allí; pero el temporal los hizo resguardarse tras la punta de Rota… Se supone que en cuanto cambie el viento levarán el ancla. El muellecito es demasiado pequeño para atracar en él.

El marino se ha erguido un momento, después de escuchar ligeramente inclinado hacia Lolita, en silencio. De nuevo mira a un lado y a otro, y al cabo detiene la vista en ella.

—Esta noroestada puede durar un par de días… ¿Por qué no alijan en la playa?

Lolita Palma no lo sabe. Quizá no se atrevan, con las cañoneras españolas e inglesas tan cerca. Además, la base principal del falucho está en Sanlúcar, y pueden querer llevárselo allí. También hay guerrilleros operando cerca del río Salado. En tales casos, los franceses no se fían del transporte por tierra.

—¿De verdad le interesa lo que digo, capitán?

Esa pregunta la formula con un punto de irritación. Una chispa que roza el despecho. Observa que él ha apartado otra vez la mirada, cual si no dedicara toda su atención a lo que le cuenta, y la dirige a las candilejas y lamparillas que siguen encendiéndose entre dos luces, en los portales y las tiendas de los edificios cercanos. Al cabo de un momento lo ve entornar los párpados.

—¿Me ha estado buscando para contármelo?

Por fin la mira de nuevo. Desconfiado. Así es como mira el mar, concluye ella. O la vida. Y es ahora cuando debo decirlo.

—Quiero que recupere el Marco Bruto.

Ha hablado —ha conseguido hacerlo— en voz baja y serena. Después levanta la barbilla y se lo queda mirando con mucha intensidad y fijeza, sin parpadear, mientras intenta disimular el ritmo desordenado de su corazón. Sería ridículo, piensa atropelladamente, casi alarmada, caerme redonda al suelo. Sin frasco de sales.

—Es una broma —dice Pepe Lobo.

—Usted sabe que no.

Ahora no está segura de que no le haya temblado la voz. Los ojos verdes parecen analizar cada pulgada de su piel.

—¿Ha venido aquí por eso?

No es realmente una pregunta, ni hay sorpresa en tales palabras. Por su parte, Lolita Palma no responde. No podría hacerlo. Se siente minada por una extraña lasitud, casi enfermiza, que la debilita por momentos. Los latidos fuertes e irregulares del corazón se espacian desde hace rato, dilatándose demasiado el tiempo entre unos y otros. Ha llegado hasta donde podía llegar, y lo sabe. Sin duda el corsario también lo sabe, pues tras una vacilación mueve una mano, acercándola al brazo izquierdo de la mujer: lo imprescindible para rozarle ligeramente un codo, como si la invitara a caminar un poco. A moverse. Ella se deja llevar, obediente. Sigue la indicación del gesto leve del hombre. Da unos pasos sin rumbo, y él va a su lado. Al cabo de un momento escucha otra vez su voz.

—Imposible meterse en Rota… Habrán fondeado como de costumbre, en tres brazas y media, entre la punta y las piedras. Protegidos por las baterías de la Gallina y la Puntilla.

No se ha echado a reír, piensa ella con alivio. Tampoco dice ninguna inconveniencia, como llegó a temer. Su escepticismo sólo suena grave. Correcto. Parece sinceramente inclinado a explicarle por qué no puede ser. Por qué no puede hacer lo que le pide.

—Se podría intentar de noche —dice Lolita, fríamente—. Si se mantiene el viento del noroeste, bastará cortar el fondeo y largar alguna vela para que él bergantín derive y se aleje de tierra…

Lo deja ahí, callándose para que calen sus palabras. Para que lo vea como ella lo ve; como lleva todo el día viéndolo, después de grabarse en la cabeza la carta náutica de la bahía que tiene desplegada sobre la mesa de su despacho. Ahora advierte que el marino se ha vuelto a mirarla de lado con especial interés. Admiración, quizás. Puede que un punto expectante, o divertido. Pero el tono de sorpresa parece sincero.

—Vaya. Lo ha estudiado bien.

—Me va todo en ello.

La plaza del Mentidero se estrecha en dirección a la explanada, la muralla y el mar, entre el parque de artillería y los pabellones militares de la Candelaria. Bajo las tiendas de campaña donde las familias refugiadas hacen grupos se encienden más fuegos de leña en los que hierven pucheros. Suena griterío de niños, y también las notas sueltas, melancólicas, de alguien que afina una guitarra. Hay una carbonería en la última fila de casas, con paquetes de escobas atadas con junquillos apoyados en la puerta, donde una mujer mayor con pañoleta negra dormita en una silla. Detrás, a su espalda, una mortecina luz de lámpara de aceite ilumina sacos y serones llenos de carbón.

—En cuanto cambie el viento, el Marco Bruto se irá de la ensenada —aventura Pepe Lobo—. Lo que usted pretende sólo sería posible intentado cuando esté en mar abierto, lejos de las baterías.

—Puede ser demasiado tarde. Irán prevenidos, quizá con escolta. Eso nos quita la ventaja de la sorpresa.

Detecta Lolita Palma una sonrisa escéptica en la boca del corsario. Desde la noche de Carnaval, nada de lo que tenga que ver con esa boca le pasa inadvertido.

—Es trabajo para la Real Armada, no para nosotros.

Haciendo acopio de sangre fría, Lolita se encara de nuevo con los ojos verdes. El hombre la mira de tal modo que por un instante no sabe qué decir. Por Dios, piensa. Quizá se trata de cómo lo veo hoy. De lo que le estoy haciendo, o quiero que haga. De lo que me propongo hacerle a él, a su barco y a su gente.

—La Armada no va a ocuparse de asuntos particulares —responde ella al fin, con una calma perfecta—. Como mucho, si lográsemos sacar la balandra de la ensenada, algunas cañoneras de la Caleta se acercarían para cubrir desde fuera la retirada… Pero nadie me garantiza nada.

—¿Ha estado en Capitanía?

—Hablé con Valdés en persona. Y eso es lo que hay.

—Pues la Culebra es un corsario, no un buque de guerra… Ni el barco ni mi gente están preparados para lo que usted pide.

Han salido al viento de la explanada, junto a la glorieta y el jardincillo medio seco contiguo a los polvorines. Un poco más lejos está la muralla, con sus garitas y cañones envueltos en la claridad violeta que se extingue despacio. El mistral húmedo y salino agita el encaje de la mantilla sobre el rostro de Lolita.

—Oiga, capitán. Le he contado lo de los veinte mil pesos que transporta el Marco Bruto, pero hay algo que todavía no he dicho… A las primas habituales que les corresponderían a ustedes por represarlo, añadiré el diez por ciento de esa cantidad.

—¿Cuarenta mil reales?… ¿Habla en serio?

—Completamente. Dos mil pesos limpios. Eso aumentaría en un quinto lo que sus hombres han ganado hasta ahora. Sin contar la parte legal de la represa, como digo.

Silencio valorativo. Prolongado. Ella advierte que Pepe Lobo curva los labios para silbar, pero no lo hace.

—Es importante, por lo que veo —dice el corsario.

—Vital. No creo que Palma e Hijos pueda salir adelante sin reponer esa pérdida.

—¿Tan mala es la situación?

—Angustiosa.

Inesperada, sincera, casi brutal, su propia respuesta la sorprende. Por un instante retiene el aliento, aturdida, sin decidirse a apartar sus ojos del hombre que la mira muy serio. Quizá haya sido un error hablar así, concluye alarmada. Llegar tan lejos. Lo cierto es que ni a don Emilio Sánchez Guinea ni a su hijo Miguel habría hecho nunca semejante confesión. Usado esa palabra. Ni con ellos, ni con nadie. Lolita Palma posee demasiada prudencia y demasiado orgullo. Y conoce su ciudad. En un momento intuye que Pepe Lobo se da cuenta de todo ello, como si estuviera leyendo dentro de su cabeza. Extrañamente, eso la tranquiliza.

—Sería un suicidio meterse ahí —dice el corsario, después de un rato en silencio.

Están parados en el antepecho de la muralla —como la noche de Carnaval, piensa Lolita— y Lobo se ha vuelto a mirar, igual que ella, la enfilación que, por encima del agua que la marea y el viento remueven en la piedra de los Cochinos, apunta en línea recta a las luces aisladas, temblorosas y tenues en la distancia, que empiezan a encenderse tras la punta de Rota, al otro lado de seis millas de agua rizada en borreguillos de espuma.

—Con este viento duro —continúa el marino—, la única maniobra posible sería arrimarse al castillo francés de Santa Catalina y bajar luego muy cerca de la playa… Significa ponerse tres veces a tiro de los cañones.

—No hay luna. Eso da cierta ventaja.

—También inconvenientes. Riesgos. Como tocar a oscuras en las piedras de las Gallinas… Esa orilla es muy sucia.

Apoya el marino ambas manos en el remate de la muralla como si lo hiciera en la tapa de regala de su barco. Está mirando la bahía, observa Lolita, en actitud similar a la que seguramente adopta cuando está a bordo de la Culebra. Su expresión es recelosa y absorta, cual si no diese nada por supuesto ni en el mar ni en la tierra. Como si nunca se fiara de nada, ni de nadie.

—Además —prosigue Lobo—, una vez en el sitio habría que abordar el bergantín y reducir a la gente que tenga… Eso no puede hacerse sin ruido. Descontando que el falucho estará fondeado cerca, y va bien armado: dos carronadas de doce libras y cuatro cañones de a seis… Usted pretende que yo meta la balandra y a mi gente bajo los cañones de las baterías de tierra, aborde el bergantín y quizá me bata con el falucho…

—Exacto. Por el amor de Dios, se dice Lolita escuchándose de nuevo. No sé dónde obtengo la frialdad de juicio, pero bendita sea. Toda esta necesidad que me permite hablarle así. La calma que impide que me arroje contra él, obligándolo a abrazarme de nuevo.

El corsario asiente ahora despacio, inclinando mucho la cabeza. Parece llegar a alguna clase de conclusión desconocida para ella.

—No sé qué opinión tiene de mí. Pero le aseguro…

Se calla, o más bien deja morir la frase en un suspiro vago, insólitamente masculino. A Lolita Palma, la voz y el silencio posterior del hombre le erizan la piel. El suyo es un estremecimiento doble: deseo físico y esperanza egoísta. Como un relámpago, ésta se impone sobre aquél, y al cabo sólo queda la avidez de la pregunta mezquina, inevitable.

—¿Puede hacerse?

Pepe Lobo ríe ahora. Suave, contenido, aunque sin intentar disimularlo. Se diría que alguien invisible acaba de contarle algo gracioso, en voz tan baja que Lolita no llegó a oírlo. Esa risa le da esperanza y la sobrecoge al mismo tiempo. Nadie que no haya oído reír al diablo, piensa de pronto, podría hacerlo así.

—Puede intentarse —murmura el corsario—. El mar tiene esas cosas… Unas salen bien, y otras no.

—Es lo que le pido. Que lo intente.

El baja la mirada hacia el chapoteo del agua, ya casi oscura al pie de la muralla, donde la espuma que el viento bate entre las rocas da a éstas una singular fosforescencia.

—Concédame que es demasiado pedir.

—Se lo concedo.

El corsario sigue mirando las hilachas de espuma luminosa. De todos los hombres del mundo, se dice de pronto Lolita, de todos cuantos conocí y conoceré, es al que mejor conozco. Y sólo me abrazó una vez.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Ella tarda en responder, pues aún sigue asombrada por lo que acaba de descubrir. El poder inaudito del que por primera vez es consciente. Todo tan simple, ahora. Tan obvio que la aterra su propia ingenuidad: haberse estrechado sin reservas aquella noche —vieja ya, imposible hoy— contra el pecho del corsario, sintiendo el olor de su cuerpo y, bajo las manos que tanteaban asombradas y torpes, la espalda recia, masculina. Tan firme y sólida como nunca pudo imaginar. Ajena ella, hasta hoy mismo, a las temibles consecuencias que ese breve instante imponía al hombre que mira el mar con la cabeza baja.

—Porque se lo pido.

Lo dice con firmeza, pero también con economía de palabras y entonación. Consciente de que cualquier paso en falso puede hacer que Lobo levante la vista, la mire de un modo distinto, volviendo en sí del sueño de espuma fosforescente, y todo se pierda sin remedio en la noche violácea que empieza a prolongarse en las sombras bajas de la muralla.

—Pueden matarme —murmura él con sencillez conmovedora—. A mí y a toda mi gente.

—Lo sé.

—No sé si ellos querrían hacerlo… Nadie puede obligarlos. Ni siquiera yo.

—Eso también lo sé.

—Usted…

Ha alzado el rostro y la mira con la postrera luz; pero es demasiado tarde para él. Aunque al escuchar esa última palabra Lolita Palma vacila un segundo en su propósito tenaz, siente de inmediato afianzársele la audacia. Y guarda silencio. Sólo viento y rumor de resaca en las piedras.

—Condenación —susurra Pepe Lobo.

A Lolita le parece asombrosa la precisión seca de la palabra. Por eso sigue callada. No son dulces todas las victorias, está pensando. No las que son como ésta.

—Nunca supo nada de mí —dice el corsario.

No es un lamento, observa ella. Sólo una apreciación técnica. Triste, como mucho. O resignada.

—Se equivoca. Lo sé todo sobre usted.

Ha hablado con mayor dulzura de la que desea. Comprenderlo hace que se detenga un instante. Indecisa. De nuevo el brevísimo flaqueo conmovido, tierno por un momento. Demasiado lejos para oler su cuerpo, esta vez.

—Todo —repite, más seca.

Ahora reflexiona sobre lo que ha dicho ella misma, para concluir que es completamente cierto.

—Por eso he venido —añade enseguida—. Porque sé cuanto necesito saber.

Observa que él aparta la mirada. Evitando su rostro, o tal vez rehúye mostrar el suyo.

—Y yo necesito pensarlo… Hablar con mi tripulación. No puedo decirle nada ahora.

—Lo comprendo. Sí. Pero no hay mucho tiempo.

Un chasquido. Él golpea fuerte con las dos manos sobre el remate de la muralla. La doble palmada resuena en la piedra desnuda.

—Escuche. No puedo prometérselo. Tampoco puede exigir que lo haga.

Lo mira Lolita intensamente, casi con sorpresa. Hombres estúpidos, se dice. Incluso él.

—Ya le he dicho que sí. Que puedo.

Retrocede, al ver que da un paso brusco hacia ella.

—Una vez me besó, capitán.

Lo ha dicho como si el recuerdo bastara para tenerlo a raya. Ríe otra vez el marino, pero de modo distinto a como lo hizo antes. Ahora es más fuerte y amargo. A Lolita le desagrada esa risa.

—Y eso —dice él— le da derecho a disponer de mi vida.

—No. Eso me da derecho a mirarlo como lo miro ahora.

—Maldita sea su mirada, señora. Maldita sea esta ciudad.

Da otro paso en su dirección y ella retrocede de nuevo, desafiante. Se quedan de ese modo, inmóviles, uno frente al otro. Observándose casi en penumbra.

—En otro lugar del mundo, yo…

Pepe Lobo se interrumpe de repente. Como si la luz, al extinguirse, le arrebatara las palabras, derrotando cualquier argumento presente o futuro. Sin duda tiene razón, piensa ella conmovida. Y se lo debo.

—También yo —responde con suavidad.

No hay cálculo en eso. Su voz ha sonado queda, como un gemido sincero que se deslizara mansamente entre ambos. Ya no puede ver los ojos del otro, pero comprueba que mueve la cabeza, descorazonado.

—Cádiz —le oye decir en voz muy baja.

—Sí. Cádiz.

Sólo entonces se atreve y lo toca, con el ademán tímido de una niña que se aventurase cerca de un animal encolerizado. Apoya en el brazo del hombre una mano ligera, como si no pesara. Y nota bajo los dedos, a través del paño de la casaca, estremecerse los músculos tensos del corsario.

Plano del puerto de Cádiz levantado por el brigadier de la Real Armada don Vicente Tofiño de San Miguel. Pepe Lobo se encuentra de pie, inclinado sobre la representación impresa de la bahía, calculando distancias con un compás de puntas abierto en la medida de una milla, tomada de la escala que figura en la parte superior derecha. A la luz de una lámpara de cardán atornillada en el mamparo, la carta náutica está desplegada en la mesa de la estrecha camareta, bajo la lumbrera cuyos cristales cubre una delgada capa de sal. Eso enturbia la visión del cielo estrellado, limpio de nubes, que gira muy despacio sobre el eje de la Polar, más allá de la prolongada botavara con la vela baja, aferrada, y el único palo de la balandra. Crujen suavemente mamparos y baos cada vez que una ráfaga más intensa del viento noroeste que sopla afuera, silbando en la jarcia, tensa el cabo de fondeo y la Culebra se sacude con un estremecimiento vivo, borneando lentamente a babor y estribor, sobre el ancla que reposa en tres brazas de arena y fango, enfilada entre la punta del espigón de San Felipe y las piedras de los Corrales.

—La gente está reunida arriba —dice Ricardo Maraña, que acaba de bajar desde cubierta por la escala del tambucho.

—¿Cuántos faltan?

—Acaba de llegar el contramaestre con ocho hombres más… Sólo quedan en tierra seis.

—Podría ser peor.

—Podría.

Acercándose a la mesa, Maraña echa un vistazo a la carta. Las puntas del compás, girando entre los dedos de Pepe Lobo, recorren sobre el grueso papel la distancia exacta —tres millas— que separa la balandra de la batería francesa situada al extremo oriental de la ensenada de Rota, en el fuerte francés de Santa Catalina. Desde allí, la costa describe hacia poniente un doble arco de cinco millas que forma la ensenada: del fuerte al pequeño cabo de la Puntilla, y de éste a la punta de Rota. El capitán de la Culebra ha trazado un círculo a lápiz sobre cada una de las seis baterías ocupadas por los franceses que defienden esa costa: además de Santa Catalina, con sus piezas de largo alcance, están marcadas en la carta las de Ciudad Vieja, Arenilla, Puntilla, Gallina y los cañones de 16 libras que los imperiales tienen instalados en el muellecito de Rota, delante del pueblo.

—A esa hora nos favorecerán la oscuridad y la marea —explica Lobo—. Podemos hacerlo amurados a babor, ciñendo hasta el bajo de la Galera… A partir de ahí daríamos bordos para arrimarnos a la Puntilla y bajar después pegados a la playa, atentos a la sonda, ganando todo el barlovento posible. La ventaja es que nadie espera enemigos por ese lado… Si alguien nos ve, tardará en darse cuenta de que no somos franceses.

El primer oficial sigue inclinado mirando la carta, inexpresivo. Pepe Lobo advierte que estudia con atención los tres círculos a lápiz que bordean la ensenada en su extremo de la izquierda. El joven no dice nada, pero él sabe lo que está pensando: demasiados cañones y demasiado cerca. Para llegar a su objetivo, la Culebra deberá deslizarse en la oscuridad, pasando por delante de muchas bocas de fuego. Bastará un centinela suspicaz, un cohete luminoso o un bote de ronda para que una de esas baterías les tire a bocajarro. Y los costados de roble de la balandra, rápida y ligera como una muchacha, no son los de un navío de línea. El castigo que puede encajar antes de venirse abajo es limitado.

—¿Qué opinas, piloto?

El joven hace un gesto vago. Pepe Lobo sabe que su actitud sería la misma si le propusieran navegar directamente hasta Santa Catalina y trabarse a cañonazos con las piezas de grueso calibre del fuerte.

—Si allí rola el viento —dice—, aunque sea un par de cuartas, no podremos acercarnos al fondeadero.

Ha hablado indolente, como suele. Con el habitual distanciamiento técnico. Y ni una palabra sobre las baterías. Sin embargo, como su capitán, Maraña sabe que, si no queda todo resuelto antes del amanecer y los cañones franceses los sorprenden con luz, ni la Culebra ni la posible presa saldrán nunca de la ensenada.

—Entonces, mala suerte —dice Lobo—. Pasaremos de largo y adiós muy buenas.

Se incorporan los dos, y Pepe Lobo guarda la carta. Después observa a Ricardo Maraña. Éste no ha hecho ningún comentario desde que su capitán le confió la intención de rescatar al Marco Bruto. Todas sus preguntas han sido profesionales, referentes a la maniobra de hacerse a la mar y la manera en que tripulación y barco deben disponerse para ejecutar lo previsto. Ahora, abotonada hasta el cuello la estrecha y elegante chaqueta de largos faldones, el teniente se conduce con su aire de hastío habitual; como si lo que han de resolver en las próximas horas no fuese más que un trámite común. Una maniobra rutinaria y enojosa.

—¿Qué dice la gente?

Maraña encoge los hombros.

—Hay de todo. Pero los cuarenta mil reales extra y la perspectiva del botín de represa ayudan mucho.

—¿Alguien quiere volver a tierra?

—No, que yo sepa. Brasero los tiene bajo control.

—Lleva tu pistola, piloto. Por si acaso.

Abriendo un armario del mamparo, el capitán coge un arma cargada y se la mete en el cinto, bajo la casaca. No está más preocupado de lo habitual, pero sabe que el momento delicado puede darse ahora, con la seguridad de tierra cerca; cuando todo está por emprender y aún hay tiempo para formularse preguntas y comentarlas con los compañeros. Aunque navegue bajo el escudo del castillo y el león coronados, un barco corsario carece de la disciplina rigurosa de la Real Armada, y la distancia entre descontento y motín resulta más fácil de franquear. Después, una vez hechos a la mar, navegando y en el calor de la acción, cada hombre actuará como suele, atento a la maniobra y al combate. Peleando por el barco y por su vida. Por su interés. Todos han pasado muchos meses a bordo, soportando penurias y peligros. Se les debe dinero, y lo perderían de incumplir el contrato de rol. Demasiado tarde para volverse atrás.

Ricardo Maraña aguarda al pie de la escala, ahogando la tos con un pañuelo. Pepe Lobo admira una vez más la fría imperturbabilidad de su segundo. A la luz de la lámpara de petróleo, sus labios exangües, sobre los que acaba de pasar el lienzo que, como de costumbre, retira con salpicaduras oscuras, parecen todavía más pálidos. La fina línea de éstos se curva en un brevísimo apunte de sonrisa cuando Lobo llega a su lado y adopta el tono formal que usan en cubierta:

—¿Está listo, piloto?

—Lo estoy, capitán.

Pepe Lobo, a punto de subir por el tambucho, se detiene un momento.

—¿Hay algo que decir?

Se acentúa la sonrisa del otro. Es distante y fría, como suele. Idéntica a la que, en tugurios de mala muerte, aflora cuando baraja cartas sobre un tapete cubierto de monedas; dinero del que se desprende con la misma facilidad con que lo gana, sin pestañear, impávido ante el azar como ante la vida con la que sus pulmones deshechos libran una carrera suicida. Para llegar a tan perfecta indiferencia, decide Lobo, se requiere una larga decantación de estirpe. Muchas generaciones de perdedores, o de buena crianza. Posiblemente, de ambas.

—¿Por qué iba a decir nada, capitán?

—Tiene razón. Subamos.

Cuando salen a la cubierta, resbaladiza de humedad bajo el cielo estrellado, la tripulación forma grupos de bultos negros a proa, entre el palo y el grueso arraigo del bauprés. El viento, cuya dirección no ha cambiado, sigue soplando fuerte en la jarcia, que vibra tensa como las cuerdas de un arpa. Algunas luces de la ciudad brillan cercanas, encendidas por la banda de babor, más allá de las siluetas negras de los cañones de 6 libras trincados en sus portas.

—¡Nostramo!

La figura maciza del contramaestre Brasero les viene al encuentro.

—Á la orden, capitán.

—¿Gente?

—Cuarenta y uno sin contarlos a ustedes dos.

Camina Pepe Lobo hasta la bomba de achique, situada tras el molinete del ancla. Los hombres se apartan para dejarle paso mientras se apagan las conversaciones. No puede ver sus rostros, y ellos tampoco ven el suyo. El viento no basta para disipar el olor que se desprende de cuerpos y ropas: sudor, vómito, vino de taberna abandonada hace apenas una hora, humedades de mujer sucia y reciente. El olor que, desde la más remota Antigüedad, acompaña a todos los marinos del mundo cuando regresan a bordo.

—Vamos a traernos un barco —confirma Lobo, alzando la voz.

Después habla durante apenas un minuto. No es hombre de discursos, ni su gente aficionada a ellos. Se trata, además, de corsarios; no de infelices reclutados a la fuerza en un buque de guerra, a los que hay que leer cada semana la ordenanza de la Real Armada para meterles en el cuerpo el temor a Dios y a los oficiales, amenazándolos con penas corporales, incluida la de muerte, y por añadidura con todos los castigos del infierno. A gente como ésta sobra con hablarle de botines, a ser posible detallando cantidades. Y eso hace. Brevemente, con frases cortas y claras, recuerda lo que han ganado hasta ahora, el dinero pendiente del tribunal de presas y los 40.000 reales que, además de la prima habitual de represa, se repartirán entre todos, aumentando en una quinta parte lo que cualquier marinero raso ha ganado desde que se enroló. Al otro lado hay corsarios franceses, concluye, y tal vez la Culebra pase un mal rato cerca de tierra; pero la noche, el viento y la marea echarán una mano. Y en la retirada —aquí aventura la posibilidad como segura, adivinando la mirada silenciosa y escéptica de Ricardo Maraña— las cañoneras aliadas cubrirán el regreso.

—De paso —remata— daremos una andanada a ese falucho cabrón que tienen allí los gabachos.

Risas. Lobo se calla y camina hacia popa sintiendo las palmadas que le dan sus hombres en los brazos y la espalda. Deja el resto del asunto a los viejos reflejos; a los lazos que la prolongada campaña de corso ha tejido entre él y la tripulación. Se trata menos de afectos y disciplina que de obediencia y eficacia práctica. De la certeza de saberse mandados por un capitán prudente, afortunado, que sólo arriesga lo justo, mantiene a salvo presas, barco y gente de a bordo, y gestiona bien, en tierra, cada fruto de la campaña. Confirmando a todos que trabajos y peligros tienen su precio. Esa es la lealtad que Pepe Lobo espera esta noche de sus hombres: la precisa para navegar a oscuras hasta el fondo de la ensenada, maniobrar con diligencia, batirse de modo adecuado y regresar con el Marco Bruto a remolque.

Al llegar a la escala, situada junto al cañón número tres de estribor y a la altura de la lancha estibada en cubierta, Lobo se inclina sobre la regala, hacia la figura que aguarda abajo, en un botecillo abarloado al casco de la balandra: un empleado de la casa Palma, viejo marinero que suele hacer de enlace con tierra cuando fondean en el puerto.

—¡Santos!

Se remueve el otro, abajo. Dormía.

—¡A sus órdenes, señor capitán!

—Zarpamos. Lleve el aviso a su señora.

—¡Como una bala!

Chapotean los remos en el agua mientras el bulto oscuro del botecillo se abre del costado, remando con el viento de través rumbo al espigón del muelle. Pepe Lobo sigue camino hasta popa, donde pasa junto a la barra del timón, trincada al centro, y se apoya en el coronamiento donde reposa la botavara, junto al cofre de instrumentos y señales. La madera está mojada; aunque, pese al viento que se impregna de humedad en la bahía, la temperatura es razonable. Con la chaqueta desabrochada sobre la camisa, Lobo saca la pistola que lleva al cinto y la mete en el cofre. Después se queda mirando la ciudad dormida tras la franja de sus murallas, el doble pináculo en sombras de la Puerta de Mar, más allá del espigón del muelle. Las siluetas de los barcos fondeados y las escasas luces que se reflejan en el agua negra, entre los borreguillos de espuma que riza el mistral.

Quizá ella esté despierta a esta hora, piensa. Tal vez se encuentre sentada con un libro en las manos, alzando en ocasiones la vista para comprobar qué hora es. Para imaginar lo que en este momento hacen él y sus hombres. Tal vez cuenta las horas, inquieta. O puede —lo más probable, por lo que Lobo cree saber de ella— que duerma ajena a todo, indiferente; soñando con aquello, sea lo que sea, que ocupe el sueño de las mujeres dormidas. Por un momento el corsario imagina la tibieza de su cuerpo, la expresión al abrir los ojos por la mañana, la pereza de los primeros movimientos, la luz del sol que entra por la ventana al iluminar su rostro. Ese sol que, posiblemente, algunos de los hombres que ahora están a bordo de la Culebra no verán levantarse nunca.

Lo sé todo sobre usted. Esas fueron las palabras que ella le dirigió en la muralla, entre dos luces, mientras le pedía que metiese su barco y a su gente bajo los cañones de la ensenada de Rota. Sé cuanto necesito saber, dijo, y eso me da derecho a pedir lo que le pido. A mirarlo como lo miro. Apoyado en la teca húmeda, el corsario recuerda ahora cómo esa mirada, bajo los pliegues traslúcidos de la mantilla agitada por el viento, iba velándose en la penumbra violeta mientras asomaban palabras calculadas y frías, precisas como la escala graduada de un sextante. Al tiempo que él, torpe como lo fueron siempre los hombres enfrentados al enigma racional de la carne, la muerte y la vida, veía apagarse su rostro en la noche sin atreverse a besarlo una vez más. Sin llevarse, en el minucioso camino hacia la nada que está a punto de recorrer —que ya empezó, en realidad, inclinado sobre la carta náutica que tiene abajo—, otra cosa que la voz y la certeza física de la mujer, su consistencia cálida e inalcanzable entre las sombras que se adueñaban de sus destinos. En otro lugar del mundo, yo. Eso fue cuanto llegó a decir él antes de interrumpirse; y no añadió apenas nada, pues con esa confesión singular, nunca hecha antes, todo quedaba establecido entre ambos, resignado al curso de lo inevitable. Dispuesto el viaje sin miradas atrás, ni queja alguna. Sólo era ya otro hombre, uno más, alejándose por caminos sin retorno y mares sin vientos de vuelta. Sin miedos ni remordimientos, pues nada quedaría y nada era posible llevarse. Pero ella tuvo que hablar, al fin, en el último instante. Y eso lo alteraba todo. Aquel «también yo», tan desconsolado como la luz violeta extinguiéndose en la bahía, sonaba a estremecimiento ancestral, de siglos. A lamento de mujer sobre las murallas de una ciudad antigua: certeza de regreso imposible que hace más mortal la propia muerte. Y la mano apoyada en su brazo, leve como un suspiro, no hizo más que sentenciarlo sin remedio.

—La gente está lista, capitán.

Olor a humo de tabaco, pronto desvanecido en el viento. La silueta delgada y oscura de Ricardo Maraña se destaca en el coronamiento, con la brasa de un cigarro a la altura del rostro. La cubierta empieza a animarse entre sonido de pies descalzos, voces de hombres, crujidos y chirriar de motones y cuadernales.

—Pues disponga maniobra. Nos vamos.

—A la orden.

Se aviva la brasa del cigarro mientras el primer oficial da media vuelta.

—Ricardo… Eh… Piloto.

Un silencio breve. Desconcertado, tal vez. El teniente se ha detenido.

—Dígame.

Su voz delata asombro. Del mismo modo que jamás se tutean ante la tripulación, nunca, ni siquiera en tierra, Pepe Lobo lo había llamado antes por su nombre de pila.

—Va a ser un viaje corto y duro… Mucho.

Otro silencio. Al fin suena la risa del teniente en la oscuridad, hasta interrumpirse en un golpe de tos. El cigarro describe un arco rojizo sobre la borda y se extingue al caer al mar.

—Métanos en Rota, capitán. Después, que el diablo reconozca a los suyos.

En su barraca, en mangas de camisa zurcida y poco limpia, junto a la escasa luz de un cabo de vela medio consumida, Simón Desfosseux moja la pluma en el tintero y registra cálculos e incidencias en un grueso cuaderno que lleva metódicamente, a modo de diario técnico de campaña. Cada día hace lo mismo al concluir la jornada, minucioso como suele, anotando ecuánime cada éxito y fracaso. En los últimos días, el artillero está satisfecho: ciertas mejoras en la gravedad específica de las bombas, aplicadas tras mucho tira y afloja con el general D’Aboville, aumentan su alcance. Recurriendo a granadas completamente esféricas y pulidas, desprovistas de espoleta y con la carga de pólvora sustituida por 30 libras de arena inerte, los obuses Villantroys-Ruty consiguen desde hace dos semanas llegar a la plaza de San Antonio, corazón de la ciudad. Eso supone un alcance efectivo de 2.820 toesas, gracias al delicadísimo equilibrio entre la arena y el plomo que, cuidadosamente vertido en capas sucesivas en la recámara del proyectil, compensa las 95 libras que pesan las bombas actuales, disparadas con una elevación de cuarenta y cinco grados. Es cierto que, como van sin pólvora ni espoleta, no estallan nunca; pero al menos caen donde deben caer, más o menos, con desviaciones esporádicas —todavía preocupantes para Desfosseux— de hasta medio centenar de toesas, tomando como referencia la enfilación de los campanarios de la iglesia. Tal como andan las cosas, resulta razonable; y justifica que el Monitor, para satisfacción del mariscal Soult, haya publicado, sin mentir demasiado —sólo un tercio de mentira—, que el ejército imperial bombardea todo el perímetro de Cádiz. En lo que se refiere a las otras granadas, las que estallan, una ingeniosa combinación de mixtos, estopines y fulminantes de nueva invención —fruto, también, de interminables cálculos y arduo trabajo con Maurizio Bertoldi—, hace posible que, en condiciones adecuadas de viento, temperatura y humedad, una de cada diez alcance ahora su objetivo, o los alrededores, con la espoleta encendida el tiempo suficiente para estallar como es debido. Los informes que llegan de Cádiz, pese a que mencionan más susto y destrozo que víctimas, bastan para cubrir el expediente y tener tranquilo al mariscal; aunque, para su íntima mortificación, Desfosseux siga convencido de que, si lo dejaran usar morteros de gran calibre en lugar de obuses, y bombas de mayor diámetro con espoletas grandes en vez de granadas, los logros en alcance serían parejos a la eficacia destructora, y sus proyectiles arrasarían la ciudad. Pero, lo mismo que el ausente mariscal Víctor, Soult y su estado mayor, ateniéndose con mucha prudencia a la voluntad del emperador, siguen sin querer oír una palabra de morteros; mucho menos ahora que Fanfán y sus hermanos llegan a donde deben llegar, o casi. El propio duque de Dalmacia —título imperial de Jean Soult— felicitó hace unos días a Desfosseux durante una inspección en el Trocadero. Contra lo que suele ocurrir, el duque estaba de buen humor. Un correo, de los que logran cruzar Despeñaperros sin que los guerrilleros los cuelguen de una encina y les saquen las tripas, había traído periódicos de Madrid y París con la mención al nuevo alcance de los bombardeos; y también la noticia de que el convoy con el último botín de cuadros, tapices y joyas saqueado por Soult en Andalucía había llegado sano y salvo al otro lado de los Pirineos.

—¿De verdad no quiere que lo ascienda, capitán?

—No, mi general —impecable taconazo de circunstancias—. Aunque se lo agradezco mucho. Prefiero seguir con la misma graduación, como saben mis superiores inmediatos.

—Vaya. ¿Le dijo usted eso mismo a Víctor?

—Sí, mi general.

—¿Lo oyen, caballeros?… Vaya tipo raro.

Cierra Desfosseux el cuaderno y se queda pensativo, considerando otro asunto. Al cabo consulta su reloj de bolsillo. Luego abre la caja de munición vacía que usa como escritorio y saca la última comunicación, recibida esta misma tarde, del policía español. Tras un silencio de dos semanas, ese extraño individuo vuelve a pedirle que dentro de cinco días, pasadas las cuatro de la madrugada, haga algunos disparos dirigidos a un lugar concreto de la ciudad. La carta incluye un croquis del área donde deben caer las bombas; y el capitán, que conoce el trazado de Cádiz mejor que sus propias manos, no necesita un plano para determinarlo: está dentro del sector de las granadas que estallan, y puede alcanzarse sin problemas mientras no sople un poniente demasiado fuerte. Se trata de la plazuela de San Francisco, situada junto al convento y la iglesia del mismo nombre. Un objetivo relativamente fácil con carga convencional de pólvora y espoleta, siempre que las bombas —a veces parecen pensar por su cuenta, las malditas— no decidan desviarse a la derecha, a la izquierda, o quedarse cortas y caer en el mar.

Pintoresco sujeto ese comisario, piensa el artillero mientras prende fuego a una esquina del papel y lo deja consumirse en el suelo. Poco simpático, desde luego. Con su cara de águila sombría y los ojos relucientes de violencia contenida, traspasados de determinación y venganza insatisfecha. Desde el encuentro clandestino junto a la playa, Simón Desfosseux no ha respondido por escrito a las comunicaciones del español. Lo considera inútil y arriesgado. No para él, que puede justificarse con la excusa de un confidente que lo ayuda a determinar objetivos, sino por la seguridad del propio individuo. No son tiempos para equívocos, ni matices. Duda el artillero que las autoridades del otro bando aceptaran como natural que uno de sus policías, en connivencia con el enemigo, oriente algunos de los disparos que caen en la ciudad, destrozan bienes y se cobran vidas. Son riesgos que ese Tizón parece asumir con despego; pero Desfosseux no desea aumentarlos con una indiscreción suya. Ni siquiera el fiel Bertoldi, que echó una mano cuando la entrevista, está al corriente de lo que se habló: todavía cree habérselas con un espía o confidente. En lo que al capitán se refiere, éste se ha limitado a cumplir su parte del acuerdo, arreglándoselas para que, en las fechas y horas requeridas, el sargento Labiche y sus hombres dirijan unos cañonazos a los lugares indicados, siempre con granadas provistas de pólvora y espoleta. Se trata de bombardear, a fin de cuentas. Puestos a ello, lo mismo da que los proyectiles caigan en un sitio que en otro. En cuanto a la historia de las muchachas muertas, imagina que, en caso de éxito del comisario, éste le enviará alguna comunicación sobre el particular. De cualquier modo, Desfosseux sigue dispuesto a mantener el compromiso. No indefinidamente, claro. Todo tiene su límite.

Poniéndose en pie, el artillero consulta de nuevo el reloj. Después coge casaca y sombrero, apaga la vela y, tras apartar la manta que cubre la entrada de su barraca, sale afuera, a la oscuridad. El cielo está lleno de estrellas, y el viento noroeste agita las llamas de un vivac próximo, donde varios soldados de guardia calientan un puchero con el habitual brebaje de cebada tostada y molida con pretensiones de café, que ni huele a café, ni sabe a café, ni lleva dentro un solo grano de café. El chisporroteo del fuego ilumina, con su danza rojiza, los cañones de los fusiles y los rostros fantasmales donde bailan sombras y reflejos.

—¿Una taza, mi capitán? —pregunta alguien, cuando pasa junto a ellos.

—Luego, si acaso.

—Para entonces no quedará una gota.

Deteniéndose, Desfosseux acepta el pichel de hojalata que le ofrecen, y con él en la mano camina en la oscuridad, atento a dónde pone los pies, hacia la torre de observación que se alza a pocos pasos. La noche es agradable, pese al viento. El verano llega con grandes calores a orillas de la bahía, marcando el mercurio hasta cuarenta grados centígrados a la sombra, y con millones de mosquitos procedentes de las aguas bajas y estancadas atormentando noche y día al ejército imperial. Por lo menos, se dice Desfosseux mientras moja los labios en el brebaje caliente, el noroeste ha ahuyentado el temible bochorno de días anteriores: el otro viento llamado aquí solano, o siroco, que viene de África trayendo fiebres malignas y noches sofocantes, secando arroyos, matando plantas y enloqueciendo a las personas. Dicen que la mayor parte de los asesinatos cometidos en esta tierra, criminal por naturaleza, ocurren mientras sopla el solano. El último caso escandaloso sucedió hace tres semanas, en Jerez. Un teniente coronel de dragones que vivía amancebado con una española —muchos jefes y oficiales se permiten ese lujo, mientras la tropa se desahoga en los burdeles o violando mujeres por su cuenta y riesgo— fue muerto a puñaladas por el marido de ésta, funcionario municipal y hombre ordinariamente pacífico, juramentado del rey José, sin que pudiera establecerse otra motivación que la personal. Bajo la influencia del viento cálido que hace hervir la sangre y trastorna la cabeza.

Apura Simón Desfosseux el poso del brebaje, deja el pichel vacío en el suelo y sube por la crujiente escala que lleva a la plataforma del observatorio, convertida en blocao merced a gruesos tablones de pino chiclanero. Dentro de cinco minutos, el teniente Bertoldi hará con la batería de Fanfán los últimos disparos previstos hoy contra diversos lugares de la ciudad, entre ellos la plaza de San Antonio, San Felipe Neri y el edificio de la Aduana, cumpliendo lo que desde hace meses se ha convertido en programa fijo: unas cuantas bombas disparadas al límite de alcance con la primera luz de la mañana, y nuevos bombardeos a la hora de comer, a la de cenar y de madrugada. Simple rutina diaria: las bombas hacen más daño que antes, pero nadie espera que cambien nada. Ni siquiera el duque de Dalmacia. Asomándose a una aspillera, Desfosseux observa melancólico el paisaje: la gran extensión de la bahía y las poquísimas luces de la ciudad dormida, con el lejano faro de San Sebastián destellando en la distancia. Hay algunas ventanas iluminadas por la parte de la isla de León, y las fogatas de los dos ejércitos se prolongan a lo lejos en forma de arco, por los caños hasta Sancti Petri, delimitando una línea de frente que no se ha movido un palmo en los últimos catorce meses, desde la batalla de Chiclana. Ni se moverá ya, si no es hacia atrás. Con las malas noticias que llegan del resto de la Península, la derrota del mariscal Marmont ante Wellington en los Arapiles y la entrada de los ingleses en Salamanca, los rumores de un repliegue hacia el norte empiezan a correr por el ejército de Andalucía.

En cualquier caso, Cádiz sigue ahí. Tras quitar la tapa al ocular de un moderno catalejo nocturno Thomas Jones montado en trípode, de tubo grueso y casi un metro de longitud —ha costado medio año y agotador papeleo conseguirlo para la Cabezuela—, Desfosseux recorre con la potente óptica los contornos oscuros de la ciudad, deteniéndose en el edificio de la Aduana, donde reside la Regencia. Además del oratorio de San Felipe, lugar de reunión del parlamento rebelde —más lejos y de difícil alcance—, la Aduana es uno de sus objetivos favoritos. Después de muchos intentos, titubeos y fallos, el artillero ha logrado centrar el tiro sobre el edificio, colocándole encima algunas bombas bien dirigidas. Ésa es también su intención esta noche, si Bertoldi anda fino de pulso y el viento noroeste no complica las trayectorias.

Cuando Simón Desfosseux está a punto de apartarse del ocular, una sombra pasa despacio por el círculo de la lente. Moviendo el catalejo hacia la derecha, el capitán la sigue un trecho, curioso. Al fin comprueba que la sombra, aumentada y aplastada por la potencia del instrumento óptico sobre la superficie inmensa y negra de la bahía, son las velas de un barco que, con todo el trapo izado y ciñendo el viento, navega silencioso en la oscuridad, como un fantasma.

En la torre vigía de la terraza, refrescada por el viento que penetra de frente por la ventana del lado norte, Lolita Palma mira también por un catalejo. La línea de la costa, donde mueren las estrellas que salpican el firmamento, apenas se distingue en la ancha negrura de la bahía. Bajo el horizonte sombrío, entintado por la oscuridad algo más intensa que acompaña a la última hora de la noche, no hay otras luces que el destello periódico del faro de San Sebastián, a la izquierda, y algunos débiles puntos luminosos —las luces de Rota— semejantes a estrellas muy bajas, amortiguadas y temblorosas en la distancia.

—Quiere romper el alba —comenta Santos.

Mira Lolita hacia la derecha, en dirección a levante. Más allá de las alturas sombrías de Chiclana y la eminencia de Medina Sidonia, el horizonte vira hacia una levísima línea azulada donde empiezan a apagarse los astros. Esa claridad naciente tardará más de una hora en alejar las tinieblas de la bahía; allí donde ella mira sin resultado desde hace rato, el alma en vilo, esforzándose por penetrar la oscuridad. Al acecho de cualquier indicio revelador de que la Culebra pueda estar cerca de su objetivo. Pero no hay otra cosa que la noche. El catalejo no muestra nada particular, y todo parece tranquilo. Puede haberlos retrasado el viento, concluye inquieta. La necesidad de dar demasiados bordos para acercarse. O tal vez les haya sido imposible entrar en el saco de la ensenada, viéndose obligados a navegar hacia el mar abierto. Desistiendo del intento.

—Si los hubieran descubierto, lo sabríamos.

Asiente la mujer sin despegar los labios. Sabe que el viejo marinero tiene razón. Toda esa calma indica que, esté donde esté la balandra, nadie la ha localizado todavía. De lo contrario, hace rato que alguna de las baterías francesas situadas entre el fuerte de Santa Catalina y Rota habría hecho fuego, y el viento que viene de esa orilla traería ruido de combate. El silencio, sin embargo, es absoluto, fuera del rumor del mistral que corre libre, aullante a trechos, por la bahía.

—Meterse ahí no es fácil —añade Santos—. Eso lleva su tiempo.

Asiente otra vez, incierta. Desazonada. Cuando las rachas soplan con excesiva violencia a través de la ventana abierta, tiembla de frío a pesar de la toquilla de lana que lleva —cofia de seda recogiéndole el cabello, chinelas de tafilete— encima de la bata. Hace dos horas que no abandona la torre, y casi toda la noche la ha pasado en vela. La última vez subió tras descabezar un sueño breve e inquieto, sin llegar a conciliarlo del todo, mientras el sirviente se quedaba de guardia con instrucciones de comunicarle la menor novedad. Al poco rato subía de nuevo, impaciente, requiriendo el catalejo. Ahora tiene las manos y el rostro ateridos, sigue destemplada por la larga espera, y los ojos le lagrimean de tanto forzar la vista pegados al visor del catalejo. Recorre cuidadosamente la línea negra de la costa, de derecha a izquierda, deteniendo el círculo de visión en el saco sombrío de la ensenada: allí sólo hay oscuridad y silencio. La idea del Marco Bruto y su carga perdidos para siempre, fallida la única ocasión de recobrarlos, la llena de angustia.

—Me temo que no hay nada que hacer —murmura—. Algo les habrá impedido llegar.

La voz de Santos suena paciente, con la antigua flema de la gente de mar hecha a la cara o cruz de su destino.

—No diga eso… El capitán conoce su oficio.

Una pausa. Golpea el viento en fuertes ráfagas que hacen agitarse y gualdrapear la ropa tendida en las terrazas próximas como sudarios de fantasmas enloquecidos.

—¿Me permite fumar, doña Lolita?

—Claro.

—Con su permiso.

A la breve luz del chisquero con que el sirviente enciende un cigarro liado, Lolita Palma observa las duras arrugas que surcan su cara. Pepe Lobo, piensa, estará ahora rodeado de rostros idénticos a éste: hombres curtidos, tallados por el mar. Puede, sin esforzarse en absoluto, imaginar al corsario —si es que no ha renunciado a la empresa y aún sigue adelante— escudriñando la oscuridad ante la proa de la balandra. Atento a cualquier sonido más allá del viento y el crujir de madera y lona, mientras el susurro del sondador encaramado en la serviola cuenta las brazas de agua que hay bajo la quilla y todos aguardan, crispados por la tensión que ata lenguas y seca bocas, el resplandor de una andanada enemiga que barra la cubierta.

Otra racha de mistral húmedo aúlla sobre las terrazas y llega hasta la ventana de la torre vigía. Temblando bajo la toquilla, la mujer siente ahora, preciso y concreto como una herida, el hueco de los gestos que nunca hizo; el silencio de todas las palabras que no pronunció mientras la penumbra del último atardecer —sólo han transcurrido unas horas, y parece goteo de años— velaba las facciones del hombre cuyo recuerdo la estremece: un trazo blanco sobre la piel atezada, doble reflejo de uva mojada en los ojos claros, ausentes, absortos en la noche que se apropiaba implacable de sus sentimientos y sus vidas. Quizá él regrese cuando todo termine, se dice de pronto. Quizá yo pueda, o deba. Aunque no. Tal vez nunca. O sí. Tal vez siempre.

—¡Allí! —exclama Santos.

Sobresaltada, Lolita Palma mira en esa dirección. Entonces contiene el aliento mientras se le eriza la piel. A través de la bahía, el viento arrastra un rumor sordo y monótono, apagado, como truenos muy lejanos. En la ensenada de Rota, sobre la superficie negra del mar, relucen diminutos fogonazos.

Astillas, relampagueo de disparos y hombres que gritan. Cada vez que encaja otra andanada, la Culebra tiembla como si estuviera viva, o muriendo. Desde que la balandra apartó al fin su proa de la aleta del bergantín, cayendo a babor en el lecho del viento, Pepe Lobo no ha tenido tiempo de averiguar cómo le van las cosas a Ricardo Maraña y su trozo de abordaje. Apenas el último de ellos se encaramó al Marco Bruto —fue un milagro no partir el bauprés en la silenciosa aproximación final a oscuras, pese a ir ya contra el viento—, Lobo pasó a ocuparse del barco sin luces que les disparaba por la banda de estribor. No esperaba encontrar a nadie en ese lado, y el súbito aviso de que había algo fondeado a sotavento y a estribor de la presa lo sorprendió en el último instante, cuando ya no podía alterar la maniobra: un barco armado, de pequeño porte. Posiblemente, el místico corsario que rondaba la bahía, y que en las últimas horas también echó el ancla ahí. Su cañonazo único, aislado, delató a los atacantes antes de tiempo; pero a estas alturas da igual. Hay otras cosas de las que ocuparse. El místico, si es que se trata de él, deriva con el fuerte viento, suelto el fondeo, hecho una hoguera desde que la Culebra, apenas Maraña y dieciséis hombres pasaron al abordaje del Marco Bruto, le incendió algo a bordo tras largar por estribor, a bocajarro, una andanada de cuatro cañones de 6 libras.

El problema está a babor del bergantín abordado; o más bien allí donde, tras caer por esa banda a sotavento, Pepe Lobo ve ahora los fogonazos de cañones y fusilería que dispara el falucho corsario, fondeado muy cerca. En la oscuridad, Lobo no puede ver bien su propia arboladura; pero el resplandor del místico incendiado, que sigue derivando con el viento, y los fogonazos intermitentes de los cañonazos de la Culebra, muestran la jarcia cada vez más picada y la lona que traslucha o se tensa arriba, en el fuerte viento: desgarrada en parte la gran vela mayor, trabado el pico a medio palo, y sin otra maniobra útil que la trinqueta. En la cubierta llena de cabuyería enredada y astillas, recortados en el brutal contraluz de los cañonazos, los tripulantes de la balandra intentan ayustar brazas y drizas rotas para mantener la capacidad de maniobra, mientras los artilleros limpian, cargan y asoman de nuevo por estribor las cuatro piezas dispuestas con doble bala. Pepe Lobo recorre la batería empujando a los remisos, ayudando a tirar de los palanquines que trincan las cureñas.

—¡Disparad!… ¡Disparad!

Llora pólvora quemada, y sus gritos se ahogan en el estruendo del combate. Están muy próximos al falucho enemigo, que sigue fondeado y haciéndoles un fuego muy vivo. Tres cañones de 6 libras y una carronada de 12 a cada banda, como sabe Pepe Lobo. La carronada tira con metralla, y a esa distancia sus disparos tienen efectos devastadores en la cubierta de la balandra. A cada impacto que recibe, el casco se estremece con sacudidas que hacen oscilar la arboladura, cuyos obenques bailan rotos y sueltos. Hay demasiados hombres tirados en cubierta: los que caen muertos o heridos y los que se agazapan, aterrados, intentando protegerse de los tiros y astillazos que zumban por todas partes. Lobo se alegra de haber largado al mar la lancha antes de entrar en la ensenada, pues a bordo se habría convertido, bajo los impactos, en astillas mortales para quien estuviese cerca.

—¡Si queréis volver, seguid disparando!

Más fogonazos. Tras cada estampido, los cañones rebrincan retenidos por sus bragueros. Empieza a sentirse la falta de gente. El trozo de abordaje para el Marco Bruto dejó las piezas sin hombres suficientes, incluso antes de empezar el combate. Los que aún pelean, tosen y secan sus ojos lagrimeantes mientras mascullan obscenidades al tirar de los palanquines y poner de nuevo los cañones en batería. Lobo se une a ellos, desollándose las manos en las trincas, tirando con desesperación. Después acude a popa sorteando tablazón rota y cuerpos caídos. Una sensación confusa, de falta de control y desastre inminente, empieza a hacerle perder la serenidad. El viento se lleva la humareda de los disparos con rapidez, y puede distinguir, cada vez más próxima, la esbelta silueta negra del barco fondeado, con su banda de estribor punteada de fogonazos de artillería y relampaguear de mosquetes. Por suerte, piensa atropelladamente, está demasiado cerca, y las baterías de la costa no se deciden a disparar, temiendo darle al falucho.

—¡Caña a la banda! ¡Todo a la banda!… ¡Si nos trabamos con él, no saldremos de aquí!

Uno de los timoneles —o su despojo, troceado como en el tajo de un carnicero— está tirado contra el trancanil de babor. El Escocés empuja la barra hacia el lado opuesto, con todas sus fuerzas. Pepe Lobo intenta ayudarlo, pero resbala en la tablazón cubierta de sangre. Cuando se incorpora, una bala de cañón golpea el casco a la manera de un gigantesco puñetazo, con un crujido seco, tajando en la cubierta una brecha larga, semejante a un hachazo. Lobo, que ha caído de nuevo, cierra los ojos y los abre en pocos segundos, aturdido. Al resplandor de los fogonazos y del místico que deriva incendiado, ve que la caña oscila libremente, de un lado a otro, y que el Escocés gatea debajo con las tripas a rastras, pisándoselas con las rodillas, mientras chilla como un animal. Poniéndose en pie, el capitán lo aparta de un empujón y coge la barra, pero ésta no responde. La Culebra está sin gobierno. En ese momento, simultáneamente, ocurren varias cosas: un cohete con bengala asciende desde la costa, iluminando la ensenada; al mismo tiempo, la vela mayor de la balandra se rifa de arriba abajo, el palo cae con un chasquido largo, de árbol tronchado, y mientras de lo alto llueven cabos, zunchos, motones, lona y astillas, el costado del barco cruje y se inmoviliza contra el del falucho enemigo, trabándose la jarcia rota del uno en el otro.

Ya no hay órdenes que dar. Ni a quien dárselas. Impotente, con la última luz de la bengala que se apaga en el cielo, Pepe Lobo ve morir al contramaestre Brasero cuando intenta retirar los restos de drizas, escotas y vela que han caído sobre los cañones: un tiro de metralla le lleva media cabeza. De barco a barco, borda con borda, la gente se fusila a quemarropa con fuego de mosquete, trabuco y pistola. Dejando la barra del timón, Lobo se vuelve hacia el cofre del coronamiento, saca el arma cargada que tiene allí y empuña un alfanje. Mientras lo hace, oye estampidos lejanos y mira por encima de la borda, en dirección al mar, donde distingue piques de espuma desmoronándose. Las baterías francesas empiezan a disparar desde la playa. Por un momento se pregunta si intentan darle a la Culebra, pese a que sigue aferrada con el falucho. Entonces, en el contraluz cada vez más débil del místico incendiado que sigue alejándose, ve pasar muy despacio y muy cerca de la balandra moribunda la silueta oscura del Marco Bruto, largada al viento la gavia de trinquete y tensas las escotas, con una figura delgada e impasible erguida en la popa, en la que cree reconocer a Ricardo Maraña.

Indiferente, el capitán corsario se vuelve hacia lo que queda de su barco. Lo irreparable del desastre le devuelve la calma. Sólo advierte ya fogonazos, humo y ruido entre un enredo de lona, cabos rotos y cuerpos mutilados, crujido de tablas que se parten, zumbar de balas y metralla, gritos y blasfemias. La entena de mesana del falucho enemigo ha caído también sobre la balandra, aumentando la confusión de la cubierta, donde cada destello del combate reluce sobre un barniz rojo, espeso y brillante. Se diría que un dios borracho acabara de verter allí innumerables cubos de sangre.

Un tiro de carronada con metralla barre la popa, chasquea al pegar en la tablazón del tambucho y levanta una nube de astillas. Entumecido por un frío repentino, Pepe Lobo mira abajo con asombro y palpa sus calzones ensangrentados: el líquido es caliente, pegajoso, y sale a borbotones regulares, igual que si lo echase fuera una bomba de achique. Vaya, se dice. Era eso, entonces. Curiosa forma de vaciarse. Y éste es el modo en que ocurre, concluye mientras le fallan las fuerzas y se apoya en el tambucho destrozado. No se acuerda de Lolita Palma, ni del bergantín que Ricardo Maraña ha puesto a salvo. Sólo piensa, antes de caer, que ni siquiera le queda un palo donde izar bandera blanca.