Claridad de agua y sal. Casas altas y blanquísimas asomadas a los árboles de la Alameda, con macetas llenas de flores entre hierros de balcones y miradores pintados de verde, rojo y azul. Una Cádiz como la de las estampas, comprueba Lolita Palma cuando sale de la iglesia, se acomoda la mantilla blonda que lleva prendida con horquillas en la peineta, y se une a los otros invitados bajo las torres casi mejicanas del Carmen, cubriéndose los ojos con el abanico desplegado y en alto para resguardarlos de la luz. Es un día espléndido, muy apropiado para bautizar al hijo de Miguel Sánchez Guinea. Concluido el ritual, el neonato duerme en brazos de sus padrinos entre rebujo de lienzos y puntillas, rodeado de caricias, parabienes y deseos de una larga y próspera vida que sea tan provechosa para los suyos como para su ciudad. Me lo diste moro y te lo devuelvo cristiano, le está diciendo la madrina al padre de la criatura, como es costumbre. Hasta los cañones franceses parecen celebrar con salvas el acontecimiento, pues empezaron a tirar desde el Trocadero en el momento mismo de acabar la ceremonia. Aunque ahora disparan a diario, el lugar queda fuera del alcance de las bombas; así que apenas se atiende a ese tronar lejano, monótono, al que la ciudad asediada se acostumbró hace tiempo.
—Que no falte la música —comenta el primo Toño, cortando la punta de un habano.
Lolita Palma mira alrededor. Los invitados, que son numerosos —sombreros ligeros de copa ancha y colores claros, peinetas con mantillas de encaje blancas, doradas y negras según edad y estado civil—, se congregan charlando tranquilamente entre la puerta de la iglesia y el baluarte de la Candelaria; y poco a poco, sin recurrir a los coches y calesas que aguardan en la explanada, caminan por la Alameda hacia el lugar del convite. Las señoras van del brazo de maridos o familiares, los niños corretean sobre la tierra de albero, y disfrutan todos, como si fueran suyos —y en cierto modo lo son—, del paseo y la vista espléndida del mar y el cielo luminosos, impecables, que se extienden más allá de la muralla, hacia Rota y El Puerto de Santa María.
—Cuéntanos lo de anoche, Lolita —pide Miguel Sánchez Guinea—. Dicen que fue un exitazo.
—Sí… Un exitazo y un susto de muerte.
Las conversaciones —de los hombres, en su mayor parte— giran en torno a asuntos de negocios y a los últimos sucesos militares, tan desafortunados para las armas españolas como de costumbre: la caída de Alicante en manos francesas y el desastre sufrido por el general Ballesteros en Bornos. También se comenta el rumor de un próximo ataque enemigo contra la Carraca, que dislocaría el sistema defensivo de la isla de León, amenazando la ciudad; pero a esto último nadie da crédito. Cádiz se siente invulnerable tras sus murallas. Más interés suscita entre ambos sexos el verdadero asunto del día: la obra de teatro que algunos de los presentes vieron ayer en el coliseo de la calle de la Novena. Se estrenaba Lo que puede un empleo: juguete cómico de poca importancia pero de cierto ingenio, recién salido de la pluma de Paco Martínez de la Rosa, y muy esperado por estar lleno de alusiones a los serviles antiliberales que, a cambio de prebendas y puestos oficiales, abrazan ahora con sospechoso entusiasmo las ideas constitucionales. Asistió Lolita desde el palco que tiene abonado, en compañía de Curra Vilches, su marido, el primo Toño y Jorge Fernández Cuchillero. No hubo lleno absoluto, pero hervía la luneta de amigos comunes y correligionarios del autor: Argüelles, Pepín Queipo de Llano, Quintana, Mexía Lequerica, Toñete Alcalá Galiano y los otros. No faltaban señoras. Se aplaudieron muchas situaciones graciosas de la obra; pero el momento culminante fue cuando, a media representación, una bomba francesa pasó rozando el techo del teatro para caer en las cercanías. Alborotose todo y huyeron algunos espectadores, despavoridos; pero otros, puestos en pie, exigieron continuar la representación; que siguió adelante con mucha sangre fría de los actores, entre largos aplausos. Lolita Palma fue de quienes se quedaron hasta el final.
—¿Y no tuviste miedo? —se interesa Miguel Sánchez Guinea—. Curra confiesa que se fue corriendo con su marido.
—Como una bala —confirma la interesada.
Lolita se echa a reír.
—Estuve a punto de irme con ella… Hasta salí del palco. Pero al ver que Fernández Cuchillero, Toño y otros no se movían, me quedé allí como una tonta. Y mientras, pensaba: «Una bomba más y salgo escopetada»… Por suerte no hubo otra.
—¿Y la obra es buena?
—Algo forzada, pero te divierte y se puede ver. El personaje de don Melitón tiene gracia… Ya conocéis a Paco de la Rosa. Con su chispa.
—Y con su pluma —apunta Curra Vilches, cargando la suerte.
—No seas mala, bruja… Los que se quedaron aplaudieron mucho.
—Toma, claro. Porque son de su cuerda.
El convite se sirve en la Posada Inglesa, que está en la plaza de los Pozos de la Nieve, junto al café de las Cadenas: propiedad de un británico afincado en Cádiz, con servidumbre de esa nación, es uno de los locales más elegantes de la ciudad. Allí van llegando los invitados para instalarse en el comedor de arriba, grande y espacioso, con vistas a la bahía y a la casa, muy próxima, del infeliz general Solano, todavía arruinada por el saqueo y el incendio de hace tres años. Para las señoras y niños, sobre grandes charolas de plata mejicana traídas de la vajilla particular de los Sánchez Guinea, hay abundancia de bizcochos mallorquines, melindres, cajitas de Saboya y tortas de crema, acompañados de refrescos de limón, naranja, chocolate con leche a la francesa, té a la inglesa y leche con limón y canela, a la española. Los caballeros disponen además de café, licores y cajas de cigarros recién abiertas. Al poco rato, el piso superior de la posada está lleno de amigos y parientes bulliciosos que festejan al bautizado y a su familia entre rumor de conversaciones y humo de tabaco. Sobre las mesas hay bolsos de raso e hilo de plata, abanicos de nácar, petacas de cuero fino. Todo el alto comercio local está allí, celebrando la continuación de la estirpe de uno de los suyos. Se conocen de siempre, compartiendo desde hace generaciones bautizos, comuniones, bodas y entierros. El consulado comercial en pleno cumple hoy consigo mismo, convencido de ser la auténtica sangre de la ciudad, el músculo poderoso del trabajo y la riqueza locales. La docena de familias que llenan el piso alto de la Posada Inglesa representa a la verdadera Cádiz: dinero y negocios, riesgos, fracasos y éxitos que mantienen viva esta ciudad y su memoria atlántica y mediterránea, clásica y moderna a un tiempo, razonablemente culta, razonablemente liberal, razonablemente heroica. Razonablemente inquieta, también, algo menos por la guerra —negocio, a fin de cuentas— que por el futuro. Y mientras las señoras hablan de niños, de tatas, de sirvientas, de patrones de ropa cosida por sus modistas en la calle Juan de Andas, de las novedades llegadas de Inglaterra a las tiendas elegantes de San Antonio, la calle Cobos y la calle Ancha, de las colgaduras y colchas de coco blanco —última moda para poner en las alcobas— y de la bandera que borda la Sociedad Patriótica de Señoras para obsequiar a los artilleros de Puntales, los maridos comentan la llegada de tal o cual barco, la mala situación financiera de un conocido, los trastornos, incertidumbres y esperanzas que para sus negocios suponen la ocupación francesa y la insurrección creciente, desleal, de las colonias americanas, alentadas con descaro por los mismos ingleses que en Cádiz, a través de su embajador, llevan meses saboteando los progresos constitucionales y favoreciendo al bando servil.
—Habrá que mandar más tropas a ultramar, para reprimir esa deslealtad —dice alguien.
—Esa obscena barbarie —apunta otro.
—Lo malo es que, como de costumbre, lo harán a nuestra costa. Con nuestro dinero.
Tercia un tercer invitado, sarcástico.
—¿Con cuál, entonces?… No hay otro al que puedan hincarle el diente en España.
—No tienen vergüenza. Entre la Regencia, la Junta y las Cortes, nos sangran como a puercos.
Don Emilio Sánchez Guinea —sobrio frac gris oscuro, calzón con medias de seda negra— ha hecho momentáneo aparte con Lolita, al extremo de una mesa situada junto a una ventana abierta al espacio de la bahía. También ellos comentan la mala situación financiera. Después de contribuir el año pasado al esfuerzo de guerra con un millón de pesos, Cádiz se ha visto forzada a participar en nuevos empréstitos, como el de seis millones y medio de reales que hace poco financió las inútiles expediciones militares a Cartagena y Alicante. Ahora corre el rumor —y en materia de impuestos, los rumores siempre resultan ciertos— de que se pretende una nueva contribución directa sobre fortunas, basada en la lista pública de éstas. Y Sánchez Guinea está indignado. En su opinión, airear esos detalles perjudicará tanto a los que llevan bien sus negocios como a los que los llevan mal: los primeros, porque se verán más exprimidos todavía; los segundos, porque los negocios se basan en el buen nombre de la empresa, y hacer pública la mala situación de algunas casas comerciales no las ayudará a mantener su crédito. En todo caso, es delicado calcular riquezas en un momento de estancamiento de los géneros coloniales y poco capital.
—Es una locura —concluye el viejo comerciante— imponer la contribución directa en una ciudad mercantil como ésta, donde no existe otra medida fiable que el prestigio de cada cual… Nadie podrá calcular éste sin meter la nariz en nuestros libros de contabilidad. Y eso es un abuso.
—Desde luego, mis libros no los van a ver —dice Lolita, resuelta.
Se queda pensativa. Sombría. Dura la línea de los labios apretados.
—Ya veré cómo arreglármelas —añade.
Tiene ahora la mantilla sobre los hombros, descubierto el cabello recogido en la nuca y rematado con una peineta de carey. Junto a sus manos, que desmigan sobre el mantel una tortita de almendras, están el abanico cerrado, un portamonedas de terciopelo y un vaso con refresco de leche y canela.
—Se comenta que tienes problemas —dice Sánchez Guinea, bajando la voz.
—Que también yo los tengo, querrá decir.
—Claro. Como yo mismo, y mi hijo… Como todos.
Lolita asiente sin decir nada más. Lo mismo que tantos comerciantes gaditanos, es acreedora del erario público con una deuda de cinco millones de reales, de los que hasta hoy no ha recuperado más que la décima parte: 25.000 pesos. De mantenerse la deuda impagada, eso podría llevarla a la quiebra. Al menos, a la suspensión de pagos.
—Sé de buena tinta, hija mía, que el gobierno ha recibido letras sobre Londres y ha dispuesto del dinero tan lindamente, sin pagar un peso a los acreedores… Lo mismo hizo con los últimos caudales llegados de Lima y La Habana.
—No me sorprende. Por eso me ve usted inquieta… Cualquier golpe serio me encontraría sin liquidez para hacerle frente.
Sánchez Guinea mueve la cabeza con desaliento. También a él Lolita lo encuentra cansado, y ni siquiera el bautizo del nieto parece animarlo. Demasiados disgustos y zozobras minan la tranquilidad del que fue íntimo amigo y socio de su padre. Es el final de una época, le oye decir a menudo. Mi Cádiz desaparece, y yo me apago con ella. No os envidio, a los jóvenes. A los que estaréis aquí dentro de quince o veinte años. Cada vez habla más de jubilarse y dejarlo todo a cargo de Miguel.
—¿Y qué hay de nuestro corsario?
Se le anima el rostro veterano con la pregunta, cual si un soplo de aire marino despejase sus pensamientos. Hasta sonríe un poco. Lolita acerca una mano al vaso de refresco, pero no lo toca.
—No lo hace mal —por un instante dirige una mirada a través de la ventana, a la bahía—. Pero el tribunal de presas tramita despacio. Entre Gibraltar, Tarifa y Cádiz todo va lentísimo… Usted sabe tan bien como yo que la Culebra es una ayuda, pero no una solución. Además, cada vez hay menos barcos franceses o del intruso que se arriesguen… Debería ir más allá del cabo de Gata. Haría mejores presas.
Asiente el otro, divertido. Recuerda, sin duda, las reticencias iniciales de Lolita a implicarse en negocios de corso.
—Has acabado tomándotelo en serio, niña.
—Qué remedio —ella sonríe a su vez, irónica consigo misma—. Son tiempos difíciles.
—Pues quizá tengamos nueva caza hecha. Esta mañana señalaron una balandra a este lado de Torregorda, en conserva con otro barco… Podría ser nuestro capitán Lobo, con una presa.
Lolita no se inmuta. También conoce los informes de la torre vigía.
—En cualquier caso —concluye—, debemos procurar que vuelva a salir enseguida.
—A Levante, dices.
—Eso es. Con la caída de Alicante, aumentará allí el tráfico marítimo francés. Y puede usar Cartagena como puerto base.
—No es mala idea… De verdad que no.
Los dos se quedan callados. Ahora es Sánchez Guinea quien mira hacia la ventana, pensativo, y luego pasea la vista por el animado salón. Todo en torno es rumor de conversaciones, parla de señoras, risas y griterío contenido de niños bien educados. El festejo sigue su curso, ajeno a lo inexorable: a la realidad del mundo que se desmorona afuera, y del que apenas llegan hasta aquí, de vez en cuando, los estampidos de los cañones franceses. Miguel Sánchez Guinea, que atiende a los invitados y ha visto a su padre y Lolita Palma conversar aparte, se acerca a la mesa, sonriente, con un cigarro en una mano y una copa de licor en la otra. Pero el padre lo detiene con un gesto. Obediente, Miguel saluda copa en alto y da media vuelta.
—¿Qué hay del Marco Bruto?
Don Emilio ha bajado de nuevo la voz. Su tono es afectuoso, muy solícito. De extrema confidencia. La pregunta ensombrece el rostro de la heredera de los Palma. El nombre de ese otro barco le quita el sueño desde hace tiempo.
—Nada todavía. Viene con retraso… Tendría que haber salido de La Habana el quince del mes pasado.
—¿No sabes dónde está?
Hace ella un ademán ambiguo. Sincero.
—Aún no. Pero lo espero de un día para otro.
Esta vez el silencio es largo y significativo. Los dos son comerciantes avezados y saben que un barco puede perderse: el azar del mar, los corsarios franceses. La mala suerte. Los hay que salvan o arruinan a sus fletadores en un solo viaje. El Marco Bruto, todavía el mejor bergantín de la casa Palma —280 toneladas, forrado en cobre, armado con cuatro cañones de 6 libras—, navega hacia Cádiz con un cargamento de extraordinaria importancia. Emilio Sánchez Guinea sabe que la embarcación transporta un valioso flete de grana, azúcar, añil y 1.200 lingotes de cobre de Veracruz; a su casa comercial, incluso, corresponde una pequeña parte de la carga. Lo que ignora —los afectos son una cosa y los negocios otra— es que, camuflados bajo los lingotes, el bergantín trae 20.000 pesos de plata propiedad de Lolita, destinados a conseguir liquidez y mantener el crédito local. Su pérdida sería un golpe difícil de superar; con el agravante de que esta vez, por lo delicado de la operación, los riesgos marítimos corren a cargo de Palma e Hijos.
—Te juegas mucho en ese barco, hija mía —dice al fin Sánchez Guinea.
Ella permanece distraída, mirando absorta el vacío. Parece no haber oído las últimas palabras del amigo de su padre. Al poco se estremece casi imperceptiblemente y sonríe preocupada. Triste.
—No lo sabe usted bien, don Emilio… Tal como están las cosas, me lo juego todo.
Ahora, vuelto el rostro a un lado, ella contempla de nuevo el mar por donde llegan a Cádiz fortunas y desastres. A lo lejos, próximas una de otra, las velas de dos barcos dan lentos bordos con el viento nordeste al penetrar en la bahía, intentando mantenerse lejos de las baterías francesas mientras pasan las Puercas y el Diamante.
Ojalá llegue pronto ese bergantín, piensa inquieta. Ojalá llegue.
Apoyado en la amura de babor de la Culebra, con el catalejo pegado a la cara, Pepe Lobo observa las velas de la embarcación que se acerca con rapidez desde la punta de Rota: dos palos ligeramente inclinados hacia popa, bauprés con botalón de foque, velas triangulares, latinas, tensas por el viento de través.
—Es un místico —dice—. Un cañón a cada banda y otro de caza. Y no lleva bandera.
—¿Corsario? —pregunta Ricardo Maraña, que está a su lado, mirando en la misma dirección con una mano a modo de visera sobre los ojos.
—Sin duda.
—Al verlo asomar creí que era el falucho de Rota.
—Yo también. Pero la ensenada está vacía… El falucho andará mordisqueando en otros pastos.
Lobo le pasa el largavista a su primer oficial, y éste observa detenidamente la embarcación, cuyas velas ilumina el sol de la tarde.
—No lo habíamos visto antes en estas aguas… ¿Puede ser el de Sanlúcar?
—Puede.
—¿Y qué hace tan a levante?
—Si el falucho anda de caza, éste habrá tomado el relevo por aquí. A ver qué cae.
Maraña sigue mirando por el catalejo. A simple vista puede advertirse ya la maniobra del místico.
—Está probando suerte… Tanteándonos.
Pepe Lobo mira hacia la banda de barlovento, allí donde navega, en conserva de la Culebra y marinada por un trozo de presa, la última captura hecha por la balandra: una goleta napolitana de 90 toneladas, la Cristina Ricotti, capturada sin lucha hace cuatro días frente a punta Cires cuando se dirigía a Málaga desde Tánger con un cargamento de lana, cueros y carne salada. Para la entrada en la bahía, previendo la presencia de corsarios y la amenaza del fuerte francés de Santa Catalina, que siempre dispara contra los barcos que dan bordos cerca de tierra, Lobo ha dispuesto que la goleta se mantenga a estribor de la Culebra, a dos cables de distancia, a fin de protegerla mejor interponiéndose entre ella y cualquier amenaza. Por su parte, la balandra navega prevenida, apuntado su largo bauprés a la ensenada de Rota, ciñendo el viento nordeste con todo el trapo arriba incluido el velacho, sin izar bandera, con media tripulación atenta a brazas y escotas, y el contramaestre Brasero apoyado en el molinete dos pasos detrás del capitán y su segundo: un ojo en la maniobra y otro en los ocho cañones de 6 libras cargados y en batería, con el resto de la gente armada y en zafarrancho desde que la vela enemiga asomó tras la punta de Rota.
—¿Viramos ya o prolongamos el bordo? —pregunta Maraña, cerrando el catalejo.
—Dejémosla así un poco más. El místico no es problema.
Asiente el teniente, que devuelve el catalejo a Lobo y también se gira a echar un vistazo a la goleta que navega a barlovento, manteniendo la distancia convenida y maniobrando con diligencia a cada señal hecha desde la balandra. Maraña sabe, como su capitán, que el corsario enemigo carece de la fuerza suficiente para un combate en regla, pues la desproporción de sus tres cañones frente a los ocho de la Culebra convertiría cualquier intento en un suicidio. Pero en el mar nada está decidido hasta el último instante; y el corsario francés, atrevido como lo exige el oficio, hace lo mismo que harían ellos en su caso: se arrima cuanto puede, rondando la posible presa como un depredador cauto, por si un golpe de suerte —un cambio de viento, una mala maniobra, el fuego de Santa Catalina que desarbolase la balandra— se la pusiera entre los dientes.
—No pasaremos los Cochinos y el Fraile con una sola virada —comenta Maraña—. Habría que meterse mucho en Rota.
Ha hablado con su frialdad habitual, como si contemplara la maniobra desde tierra. El suyo es un simple comentario objetivo, sin propósito de influir en las decisiones de su capitán. Pepe Lobo mira hacia la punta de tierra enemiga tras la que asoma la población. Después se vuelve al otro lado, hacia Cádiz, blanca y extensa en su cinto formidable de murallas. Con un vistazo al mar y a la grímpola que ondea tensa en lo alto del único palo de la balandra, calcula fuerza y dirección del viento, velocidad, rumbo y distancia. Para entrar en la bahía esquivando los escollos que hay en su boca, deberán dar todavía un bordo hacia Cádiz, otro hacia la parte de Rota, y otro más hacia la ciudad. Eso significa ponerse dos veces cerca de las baterías francesas, por lo que no puede permitirse errores. En todo caso, lo mejor será tener en respeto al místico, dándole algo en que pensar. Por si las moscas.
—Preparados para la maniobra, piloto.
Maraña se vuelve hacia el contramaestre Brasero, que sigue apoyado en el molinete.
—¡Nostramo!… ¡Listos para virar por avante!
Mientras Brasero da la vuelta y recorre la cubierta inclinada por la escora, situando a la gente, Pepe Lobo informa de sus intenciones al primer oficial.
—Le largaremos una andanada al místico, para mantenerlo lejos… Vamos a hacerlo a media ceñida, aguantando un poco justo antes de cambiar el bordo.
—¿Un solo tiro por pieza?
—Sí. No creo que lo desarbolemos con una andanada, pero quiero darle un buen susto… ¿Se encarga del primer disparo?
Sonríe apenas el teniente. Fiel a su personaje, Ricardo Maraña mira el mar como si, distraído, pensara en otra cosa; pero Lobo sabe que está combinando mentalmente las condiciones de tiro y el alcance de los cañones. Gozando con la perspectiva.
—Cuente con ello, capitán.
—Pues venga. Viramos en cinco minutos.
Extendido el catalejo, procurando adaptar el círculo de visión al movimiento de la cubierta, Pepe Lobo estudia de nuevo el corsario enemigo. Éste ha modificado ligeramente el rumbo, cerrándose una cuarta a su barlovento. Las velas latinas todavía le permiten ceñir un poco más para acercarse a la derrota que la balandra y la goleta harán en los siguientes bordos. En la lente del largavista, Lobo distingue bien sus dos cañones, uno a cada banda, y el largo de caza a proa, asomando por una porta situada a babor del bauprés de foque. Una pieza de 6 libras, quizás. Tal vez de a 8. No supone demasiada amenaza, pero nunca se sabe. Como afirma un refrán inventado por él mismo, en el mar nunca hay precauciones superfluas: un rizo de más es un mal rato de menos.
—¡Apareja a virar!
Mientras la gente de maniobra prepara brazas y escotas, Lobo camina hacia popa, pasando junto a los artilleros que se inclinan sobre los cañones bajo la supervisión del teniente.
—No me dejéis mal —dice—. Delante de Cádiz.
Le responde un coro de risas y bravatas. Los hombres están de buen humor por la presa capturada y la perspectiva de bajar pronto a tierra. Tienen, además, fogueo y experiencia suficientes para comprender que el corsario enemigo no es adversario de su talla. Junto a la chalupa, estibada en cubierta bajo la larga botavara de la cangreja, los hombres libres de maniobra o de cañones disponen las armas adecuadas para el combate a más corta distancia, por si llegara a entablarse éste: fusiles, pistolas y pedreros de bronce que encajan en los tinteros de la regala, listos para ser cargados con pequeños saquetes de metralla. Lobo mira hacer a su gente, complacido. Después de medio año espumando juntos el Estrecho, la chusma portuaria reclutada en los peores lugares de Santa María, la Merced y el Boquete actúa como una tripulación razonable, experimentada, cada vez que la captura de una presa requiere maniobrar con eficacia o, en caso necesario —dos abordajes y cuatro combates serios, hasta la fecha—, pelear de cerca y sufrir bajas. A bordo de la Culebra, fieles al contrato firmado, todos arriesgan lo imprescindible, siempre con la perspectiva del botín; pero nadie chaquetea ante las dificultades y peligros. En la balandra no hay héroes, sabe muy bien Pepe Lobo. Ni cobardes. Sólo gente que cumple con su oficio: profesionales resignados a la vida dura de un barco, ganándose el difícil salario del corso.
—¡Señal a la goleta!… ¡Preparada para virar!
Un gallardete rojo sube y baja rápidamente, por estribor, hasta el penol de la verga baja del velacho. En popa, el Escocés y el otro timonel mantienen firme la larga barra, al rumbo establecido. El capitán se sitúa junto a ellos, en la parte de sotavento, agarrado con una mano a la caseta del tambucho y mirando por encima de la regala y la fila de cañones cuyas bocas asoman por las portas. El contramaestre Brasero está al pie del palo, entre la gente de maniobra, vuelto hacia popa y esperando órdenes. Lo mismo hace Ricardo Maraña, situado junto al primer cañón de babor, con la driza que acciona la llave de fuego en la mano derecha y la izquierda alzada para indicar que está listo. Los otros tres cabos cañoneros de esa banda hacen lo mismo.
—¡Que vire la goleta!
Asciende ahora al penol una corneta azul, y al instante la Cristina Ricotti se cierra al viento, flameando sus velas. Lobo dirige un último vistazo a la grímpola, al mar y al místico enemigo. Está a menos de tres cables de distancia. Casi a tiro, habida cuenta de que la banda por donde van a disparar es la de sotavento, y queda inclinada por la escora.
—Orza dos cuartas —dice a los timoneles.
Llevan éstos la barra a babor, y el bauprés de la Culebra se aparta de la ensenada, apuntando ahora al fuerte enemigo de Santa Catalina. Brazas y escotas acallan de inmediato el ligero flameo de la lona, que ciñe más el viento. El místico ha pasado de quedar por la amura de babor a situarse más al través, dentro del sector de tiro de los cañones.
—¡Iza bandera!
La enseña mercante de dos franjas rojas y tres amarillas, con el escudo central que a la Culebra autoriza su condición de corsario del rey de España, sube ahora en su driza, desplegándose al viento. Apenas la bandera llega al pico de la cangreja, Lobo mira a su primer oficial.
—¡Es suyo, piloto! —grita.
Sin precipitarse, agachado tras la mira del cañón para calcular la puntería y el balanceo mientras dirige en voz baja a los artilleros que mueven la pieza con la cuña y los espeques, Maraña aguarda unos instantes con la driza de la llave de fuego en la mano, da al fin un tirón de ésta, y el cañón salta retenido por sus trincas con un estampido y un remolino de humo de pólvora que corre a lo largo de la borda. Cinco segundos después retumban los otros tres; y aún está la humareda deshaciéndose en la aleta de la balandra cuando Pepe Lobo da la orden de cambiar el viento de borda.
—¡Orza a la banda!… ¡Salta escotas!
—Allá va con Dios —dice el Escocés, santiguándose antes de meter la barra a sotavento.
Flamean las velas del bauprés, con la proa yéndose a estribor mientras el viento pasa al otro lado. Bajo el palo, los hombres dirigidos por Brasero bracean a rabiar el velacho para que éste ciña en la nueva dirección.
—¡Caza escotas!… ¡Ahí!… ¡Caña a la vía!
Amurada ahora a babor, ajustándose al nuevo rumbo, la Culebra machetea poderosa la marejadilla, en dirección paralela y a un cable de la goleta que navega algo adelantada, a salvo y con sus dos velas cangrejas y el foque tensos, a buena marcha. Ricardo Maraña ya está de vuelta en popa: manos en los bolsillos de su estrecha chaqueta negra y mueca de hastío habitual, como si viniera de dar un aburrido paseo por la playa. Pepe Lobo despliega el catalejo y dirige una mirada al místico enemigo. Éste se queda atrás, atravesado al viento a media maniobra. Con un agujero en la vela de trinquete, que el nordeste desgarra y aumenta de tamaño hasta rifar la lona, rasgándola de arriba abajo.
—Que se joda —comenta Maraña, indiferente.
La partida terminó hace quince minutos, pero las piezas siguen representando la última posición: un rey blanco acorralado por una torre y un caballo negros, y un peón blanco aislado al otro extremo del campo de batalla, a sólo una casilla de coronarse dama. De vez en cuando, Rogelio Tizón dirige una mirada al tablero. Así se siente él, a veces. Acorralado entre escaques desiertos por los que se mueven piezas invisibles.
—A lo mejor un día, en el futuro, la ciencia permite establecer esas cosas —dice Hipólito Barrull—. Pero hoy resulta difícil. Casi imposible.
Entre las piezas comidas hay un cenicero sucio, una cafetera vacía y dos pocillos con posos en el fondo. Es tarde, y en torno a los dos jugadores el café del Correo está desierto. El silencio es inusual. Casi todas las luces del patio están apagadas, y hace rato que lo camareros colocaron las sillas sobre las mesas, vaciaron las escupideras de latón, barrieron y fregaron el suelo. Sólo el rincón de Barrull y el comisario permanece al margen, iluminado por una lámpara que cuelga del techo con las velas casi consumidas. El dueño del local asoma a ratos, en mangas de camisa, para comprobar si continúan allí; pero no los incomoda y se retira discretamente. Si quien vulnera las ordenanzas municipales sobre horario de establecimientos públicos es el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes de Cádiz —conocido además por sus malas pulgas—, no hay nada que decir. Doctores tiene la Iglesia.
—Tres trampas, profesor. Con tres cebos distintos… Y nada, hasta hoy.
Se limpia los lentes Barrull con un pañuelo manchado de estornudos de rapé.
—Tampoco ha vuelto a actuar, según me cuenta. Quizá el susto, al verse sorprendido… Puede que no vuelva a matar.
—Lo dudo. Alguien que llega tan lejos no se detiene por un sobresalto. Estoy seguro de que sigue ahí, esperando la ocasión.
El otro se ha calado los lentes. En su mentón despuntan pelos grises de la barba afeitada por la mañana.
—Todavía estoy asombrado con lo de ese militar francés. Conseguir que colabore… Bueno. Asombroso. De cualquier modo, agradezco que me lo haya contado. La prueba de confianza.
—Lo necesito, profesor. Como a él —Tizón ha cogido un caballo negro de la mesa y le da vueltas entre los dedos—. Uno y otro compensan lo que no tengo. Me ayudan a llegar donde no puedo hacerlo solo. Usted con sus conocimientos e inteligencia, y él con sus bombas.
—Increíble. Si esto se supiera…
Ríe el policía entre dientes, seguro de sí. Desdeñoso respeto a la capacidad de saber de la gente.
—No se sabrá.
—¿Y ese oficial francés sigue cooperando?
—De momento.
—¿Cómo diablos pudo convencerlo?
Tizón lo mira con retranca policial.
—Gracias a mi natural simpatía.
Ha puesto de nuevo la pieza de ébano sobre la mesa, con las otras. Barrull mira a Tizón con interés.
—Es cierto lo que le contó sobre Laplace y la teoría de las probabilidades —comenta al fin—. También otro matemático llamado Condorcet se ocupó del asunto.
—No sé quién es.
—Da igual. Publicó un libro, que esta vez no puedo prestarle, porque no lo tengo, titulado Reflexiones sobre el método de determinar la probabilidad de los acontecimientos futuros… En francés, claro. Y en él se plantean cuestiones como, por ejemplo, si un suceso ha ocurrido un número determinado de veces en el pasado, y otras veces no ha ocurrido, cuál es la probabilidad de que se produzca de nuevo, o no.
El comisario, que acaba de sacar su petaca de piel, se inclina casi confidencial, con un cigarro en la mano.
—Los efectos de la Naturaleza son casi constantes —dice, o más bien recita— cuando se consideran en un número grande… ¿Voy bien por ahí, profesor?
—Vaya —la sonrisa caballuna y amarillenta trasluce admiración—. Era usted un diamante en bruto, comisario.
Tizón, que se ha echado atrás en la silla, sonríe también.
—A fuerza de intentarlo, hasta los tontos aprenden. O aprendemos… ¿Cree que encontraría ese libro en Cádiz?
—Puedo buscárselo, aunque es difícil. Lo leí hace años, en casa de un amigo de Madrid… De todas formas, una cosa es hablar de probabilidades y otra de certidumbres. La distancia entre ambas es grande. Y arriesgada, si la salva la imaginación y no el procedimiento.
Con un gesto negativo, Barrull rechaza la petaca que Tizón le ofrece y saca de un bolsillo del chaleco la cajita de rapé.
—En cualquier caso —prosigue—, comprendo su avidez. Aunque no estoy seguro de que tanta teoría… En fin. Hasta puede ser contraproducente. Ya sabe. Un exceso de erudición asfixia cualquier concepto.
Se calla unos instantes mientras coge una pizca de tabaco molido y lo lleva a la nariz, aspirando fuerte. Después de estornudar y sonarse, mira a Tizón con curiosidad.
—Fue una lástima que se le escapara aquella vez… ¿Cree que sospechó de la trampa?
Niega el policía, convencido.
—No creo. Sucedió de un modo que podía ser casual. Si el asesino actúa en la calle, es normal que tarde o temprano tropiece con alguien que le estorbe un crimen… Era sólo cuestión de tiempo.
—Sin embargo, desde entonces han caído bombas en otros lugares de la ciudad. Con víctimas.
—Ésas no son asunto mío. Quedan fuera de mi jurisdicción, por así decirlo.
Otra mirada pensativa del profesor. Analítica, quizás.
—En cualquier caso, usted no es inocente del todo. Ya no lo es.
—Espero que no se refiera a los crímenes.
—Claro que no. Hablo de esa sensibilidad que lo hace coincidir con el asesino en alguna clase de apreciaciones. De su extraña acercanza.
—¿Afinidad criminal?
—Por Dios, comisario. Qué horrible suena eso.
—Pero es lo que piensa.
Tras considerarlo en silencio, Barrull responde que no. Al menos, precisa enseguida, no de ese modo. Él cree, porque está científicamente demostrado, que entre algunos seres vivos, o entre ellos y la Naturaleza, se establecen lazos que la razón no alcanza a justificar. Se han hecho experimentos notables con animales, y también con personas. Eso podría explicar tanto las actuaciones premonitorias del criminal, asesinando antes de que caigan las bombas, como las intuiciones del comisario respecto a las intenciones de aquél y los lugares donde actúa.
—¿Pensamiento a distancia, quiere decir?… ¿Magnetismo y cosas así?
Asiente Barrull vigorosamente, y al hacerlo agita la melena gris.
—Algo de eso hay.
El dueño del café acaba de asomarse otra vez al patio, para ver si continúan allí. Habría que irse, dice el profesor. Antes de que Celis reúna valor y nos eche. Usted, comisario, debe dar ejemplo. Etcétera. Tizón se levanta con desgana, coge el sombrero de bejuco blanco y el bastón, y se dirigen a la puerta mientras Barrull sigue desarrollando su teoría. Él mismo, cuenta, conoció a unos hermanos cuya mutua sensibilidad era tan absoluta que, si a uno lo aquejaba determinado dolor, el otro mostraba los mismos síntomas. También recuerda el caso de una mujer a la que se le abrieron, el mismo día y a la misma hora, heridas que acababa de sufrir una amiga suya en accidente doméstico, a varias leguas de distancia. Y seguro que el propio Tizón habrá soñado cosas que ocurren más tarde, o vivido situaciones con la certeza de que son repeticiones de hechos anteriores.
—Hay ángulos de la mente —concluye— donde la razón tradicional y la ciencia no han entrado todavía. Yo no digo que usted haya establecido un puente con el cerebro y las intenciones del asesino… Lo que digo es que puede, por razones que ignoro, haber entrado en su territorio. En su campo de sensibilidades. Eso le permitiría percibir cosas que otros no alcanzamos a ver.
Han caminado despacio, hasta la calle del Santo Cristo. Van a oscuras, con la única luz de la luna que ilumina las terrazas y torres encaladas sobre sus cabezas.
—Si eso fuera así, profesor, si mis sentidos hubieran creado ese puente, quizá sea… Bueno. Tal vez mi naturaleza esté inclinada a eso.
—¿Al crimen?… No lo creo.
Da unos pasos Barrull, callado. Parece pensar en ello. Al fin gruñe descartándolo. O queriendo hacerlo.
—Sinceramente, no lo sé. Quizá sea más exacto hablar de capacidad para percibir el horror… Esas cavernas que tenemos dentro los seres humanos… Yo mismo, por ejemplo. Usted me ha hecho notar, y estoy de acuerdo, que cuando juego al ajedrez me convierto en un sujeto desagradable. Cruel, incluso.
—Un desalmado, si me permite la expresión.
Carcajada en la oscuridad.
—Se lo permito.
Más pasos en silencio. Ocupado cada uno en sus consideraciones.
—De ahí a muchachas destrozadas a latigazos hay un largo trecho —dice al fin Tizón.
—Claro. Ninguno de nosotros, supongo, llegaría a eso. Pero usted lleva más de un año obsesionado con este asunto. Tiene razones profesionales, por supuesto. E imagino que también personales, aunque eso no sea cosa mía.
Incómodo, casi irritado, el policía balancea el bastón.
—Algún día quizá le cuente…
—No quiero que me cuente nada —lo interrumpe el otro—. Ya lo sabe. Cada uno es esclavo de lo que dice y dueño de lo que calla… Por otra parte, después de tantos años frente al mismo tablero, he llegado a conocerlo a usted un poco. Lo que busco decirle es que esa prolongada obsesión puede producir ciertos…
—¿Trastornos?
—Secuelas, es la palabra. A mi juicio, un cazador queda marcado por la caza que practica.
Han bajado por la calle Comedias, hasta la taberna de la Manzanilla. Una rendija de luz se filtra por debajo de la puerta cerrada. Barrull señala el local.
—Ya sé que es usted casi abstemio, comisario. Pero me iría bien enjuagar las encías. Tanta hipótesis me da sed… ¿Por qué no abusa un poco más de sus privilegios, ahora en mi beneficio?
Asiente Tizón, que llama con el pomo del bastón en la puerta hasta que asoma el montañés dueño de la taberna, secándose las manos en su blusón gris. Es joven y tiene aspecto cansado.
—Estoy cerrando, señor comisario.
—Pues espérate diez minutos, camarada. Y sirve dos manzanillas.
Se acodan en el mostrador de madera negra por el uso, frente a las grandes barricas oscuras con vinos añejos de Sanlúcar. Al fondo de la tienda, junto a unos jamones y unos toneles de arenques, el padre del dueño cena papas con chocos mientras lee un periódico a la luz de un candil. Barrull levanta su vaso.
—Por la caza, como dije antes.
Tizón lo imita, aunque apenas moja los labios. El profesor bebe a sorbos cortos, alternando los tragos con dos de las cuatro aceitunas que el montañés ha puesto en un platito. A fin de cuentas, sigue diciendo, el del cazador no es un mal ejemplo: alguien que, tras acechar mucho tiempo a un animal, se moviera por el terreno que éste frecuenta, familiarizándose con los lugares donde bebe, duerme y come. Con sus refugios y costumbres. Pasado un tiempo, el cazador imitaría muchos de esos comportamientos, viendo ese espacio como algo personal, también. Se adaptaría al territorio, haciéndolo suyo hasta coincidir irremediablemente con la presa que busca.
—No es un mal ejemplo —admite Tizón.
Barrull, que parece reflexionar sobre cuanto acaba de decir, mira al montañés, que limpia vasos en el fregadero, y luego al padre que sigue leyendo en su rincón. Al hablar de nuevo, baja la voz.
—Alguna vez, conversando sobre esto mismo, usted recurrió al símil del ajedrez. Y posiblemente tenga razón… Esta ciudad es el territorio. El tablero. Un espacio que, le guste o no, ha llegado a compartir con el asesino. Por eso ve Cádiz como no podemos verla los demás.
Mira el plato, aún pensativo, y se come las dos aceitunas de Tizón.
—Y aunque esto acabe alguna vez —añade—, nunca podrá volver a verla como antes.
Saca un monedero para pagar las manzanillas, pero Tizón hace un gesto negativo y llama la atención del montañés. Ponlo a mi cuenta, dice. Salen los dos afuera, caminando despacio en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Los pasos resuenan en las calles vacías. Un farol encendido en la esquina de Juan de Andas alarga sus sombras en el empedrado, ante las puertas cerradas de las tiendas de costura.
—¿Qué piensa hacer ahora, comisario?
—Mantener mi plan, mientras pueda.
—¿Vórtices?… ¿Cálculo de probabilidades?
Hay un asomo de amable ironía en el tono, pero Tizón no se molesta por ello.
—Ojalá calcular me fuera posible —responde con franqueza—. Hay algunos sitios que tengo entre ceja y ceja. Los he explorado y llevo días, semanas, estudiándolos en cada detalle.
—¿Son muchos?
—Tres. Uno queda fuera del alcance de los tiros franceses. Por eso lo descarto, en principio… Los otros son más asequibles.
—¿Para el asesino?
—Claro.
Se calla un momento el policía, mientras levanta el faldón de su levita. A la luz ya lejana del farol, muestra la culata de un cachorrillo Ketland de dos cañones que lleva en el lado derecho de la cintura.
—Esta vez no se escapará —comenta, serio—. Y voy prevenido.
Advierte que Barrull lo mira con atención y evidente desconcierto. Tizón sabe que es la primera vez, desde que se conocen, que el profesor lo ve con un arma de fuego.
—¿Ha pensado que con su intervención puede estar modificando el territorio del asesino?… ¿Perturbándole las ideas, o las intenciones?
Ahora es Tizón el sorprendido. Llegan a la plaza de San Juan de Dios, donde sienten la brisa fresca y salina del mar próximo. Hay una calesa parada, con el cochero dormido en el pescante. A la izquierda, bajo el doble pináculo de la Puerta de Mar, iluminado por el lado de tierra con un farol que da tonalidad amarillenta a las piedras de la muralla, los centinelas cambian el turno de guardia. Destacan en la penumbra, ante las garitas, sus correajes blancos y el brillo de las bayonetas.
—No lo había pensado —murmura el policía.
Se queda un rato callado, considerando la nueva perspectiva. Al fin mueve la cabeza, admitiéndola.
—Quizá por eso lleve tiempo sin matar, quiere usted decir.
—Es posible —confirma Barrull—. Puede que su manipulación en lo de las bombas, al modificar, por decirlo de algún modo, el azar ingenuo con que disparaba el artillero francés, esté cambiando el plano mental del asesino. Y lo desconcierte… Quizá no vuelva a matar.
Inclina la cabeza Tizón, lúgubre, mientras se palmea levemente el costado donde siente la dureza de la pistola.
—O quizá termine aceptando el juego —concluye— y venga donde lo espero.