En Cádiz, algunas ordenanzas reales y municipales se promulgan sólo para no cumplirlas. La que limita el exceso de manifestaciones públicas en Carnaval es una de ellas. Aunque oficialmente no hay bailes, música ni espectáculos públicos autorizados, cada cual despide la carne antes de Cuaresma a su manera. Pese a que en las últimas semanas se han intensificado los bombardeos franceses —muchas bombas, sin embargo, siguen sin estallar o caen al mar—, las calles hormiguean de gente: el pueblo bajo celebrándolo en sus barrios, y la buena sociedad haciendo el recorrido tradicional entre saraos particulares y jolgorio de cafés. Pasada la medianoche, la ciudad abunda en disfraces, máscaras, jeringazos de agua, polvos y papelillos de colores. Las familias y grupos de parientes y amigos van de una casa a otra, cruzándose con cuadrillas de negros esclavos y libres que recorren las calles mientras tocan música de tambores y cañas. En la discusión —larga y áspera, incluidas las Cortes— sobre si la ciudad debe ignorar el Carnaval y mantenerse austera a causa de la guerra, o si conviene demostrar a los franceses que todo sigue su curso normal, se imponen los partidarios de lo último. En las terrazas hay faroles de papel con candelillas, visibles desde el otro lado de la bahía; y algunos barcos fondeados han encendido sus fanales, desafiando las bombas enemigas.
Lolita Palma, Curra Vilches y el primo Toño caminan cogidos del brazo por la plaza de San Antonio, esquivando risueños a los grupos de máscaras que meten bulla. Los tres van disfrazados. Lolita lleva un antifaz ancho de tafetán negro, que sólo deja su boca al descubierto, y viste de arlequín, con un dominó blanco y negro, de capucha, puesto por encima. Curra, fiel a su estilo, luce con desparpajo una casaca militar, una saya con tres andanas de flecos y madroños, un gorro de cantinera de tropa y una careta de cartón con bigotes pintados. El primo Toño lleva una máscara veneciana y va de majo torero: marsellés de alamares, calzón muy apretado y redecilla en el pelo, y lleva embutidos en la faja, en lugar de faca albaceteña, tres cigarros habanos y una petaca de aguardiente. Los tres salen del baile del Consulado Comercial, donde han pasado un buen rato con música y refrescos en compañía de algunos amigos: Miguel Sánchez Guinea y su mujer, Toñete Alcalá Galiano, Paco Martínez de la Rosa, el americano Jorge Fernández Cuchillero y otros diputados liberales jóvenes. Ahora, con la excusa de tomar el aire escoltadas por el primo Toño, las dos amigas aprovechan para dar un paseo, disfrutar del ambiente callejero y ver a otra clase de gente.
—Vamos al café de Apolo —propone Curra Vilches.
Es el único día del año en que las mujeres entran sin obstáculos en los cafés gaditanos; para ellas se reservan las confiterías, menos masculinas de maneras, con sus sorbetes y bebidas frías, sus vitrinas de dulces y sus aguamaniles de caoba.
Protesta el primo Toño. Estáis locas, dice. Yo en la cueva de los leones, con dos mujeres guapas. Dios mío. Os van a comer vivas.
—¿Por qué? —se burla Lolita Palma—. Vamos escoltadas por un majo.
—Por un matador de toros bravos —puntualiza Curra Vilches.
—Además —añade Lolita—, con las máscaras nadie sabe si somos guapas o feas.
Suspira escéptico el primo, resignado a su suerte, mientras toman la dirección del edificio que está en la esquina de la calle Murguía.
—¿Feas?… Sois palomitas sin hiel, niñas. A estas horas, en Cádiz y en Carnaval, ninguna mujer parece fea.
—¡La ocasión de mi vida! —bate palmas Curra Vilches, festiva.
Lolita Palma ríe agarrada al brazo de su primo.
—¡Y de la mía!
Pasan los tres junto a las calesas y carruajes particulares alineados a un lado de la plaza, cuyos cocheros esperan bebiendo en corro de un pellejo de vino, y cruzan el umbral, bajo el tímpano de hierro forjado con la lira que da nombre al establecimiento. El de Apolo es el café habitual del primo Toño; y cuando entran, el encargado lo reconoce pese al disfraz, saludándolo con deferencia mientras se inclina al recibir un duro de plata.
—Una mesa con buena vista, Julito. Donde estén cómodas las señoras.
—No sé si quedará alguna libre, don Antonio.
—Te apuesto otro duro a que no la encuentras… Y lo pierdo.
Reluce una segunda moneda en la palma del encargado, que la hace desaparecer con presteza, vista y no vista, en un bolsillo de su mandil.
—Veremos qué puede hacerse.
Cinco minutos después, rodeados de gente, los tres están sentados bebiendo rosoli de canela, ellas, y una botella de pajarete el primo Toño, en sillas que acaban de disponerles en torno a una mesa de tijera que un mozo del café trajo en alto, colocada junto a las columnas del patio principal. El establecimiento tiene cuatro plantas, dedicadas las dos de arriba, a las que se accede por la calle Murguía, a pensión y alojamiento de viajeros. En las dos de abajo se encuentran el patio principal y el primer piso, con el comedor y varias salas donde suelen hacer tertulia los diputados liberales más exaltados. Hoy, la parte baja hierve de animación. Hay mucha luz, con arañas y candelabros por todas partes que hacen relucir adornos, rasos, bordados y lentejuelas. Desde arriba arrojan papelillos de colores, trompetean matasuegras y vejigas, y una orquesta de cuerda toca alegre música bajo los arcos del fondo. No hay baile, pero mozos con bandejas de bebidas van de un lado a otro mientras se ríe, canta y charla animadamente de mesa a mesa. Las conversaciones, las risas y el humo de cigarros hacen el ambiente achispado y espeso. Lolita Palma lo mira todo, divertida, mientras el primo Toño —se ha subido la máscara a la cabeza para ponerse los lentes— fuma y hace entrechocar los vasos, y Curra Vilches, con su desenfado habitual, apunta picantes comentarios sobre los vestidos, disfraces y personas que hay alrededor.
—No te pierdas aquella de corpiño verde y pelucón blanco. Para mí que es la cuñada de Pancho Zugasti.
—¿Tú crees?
—Lo que yo te diga… Y ese que le come la oreja no es el marido.
—Qué bruta eres, Currita.
Hay muchos hombres, como es usual en el café. Gaditanos, militares de paisano y forasteros. Pero no pocas mujeres comparten las mesas situadas en el patio y en las salas laterales, o se asoman a las barandillas del primer piso. Algunas son señoras respetables con maridos, parientes y amigos. Otras —Curra Vilches las disecciona con gracia y sin piedad— no lo parecen tanto. El Carnaval desmonta barreras, dejando en suspenso buena parte de las convenciones que, durante el resto del año, la ciudad mantiene con rigor extremo. Cádiz sigue abierta a todos, en estos tiempos convulsos que la convierten en una España en miniatura; pero cada cual conoce el lugar que le corresponde. Cuando se ignora o se olvida, no falta quien lo haga saber. Lo mismo con guerra y Cortes que sin ellas, los disfraces y la alegría carnavalesca no bastan para igualar lo imposible. Puede, piensa Lolita Palma, que algún día esos jóvenes filósofos liberales, los de las discusiones de café, los discursos políticos y las tertulias donde se barajan ilustración, pueblo y justicia, lo cambien todo. O puede que no. Al fin y al cabo, en San Felipe Neri se sientan sacerdotes, nobles, eruditos, abogados y militares. No hay allí comerciantes, tenderos ni pueblo bajo, aunque se diga hablar en nombre y representación de todos ellos. El rey sigue prisionero en Francia, y la soberanía nacional, tan debatida, no es más que unos cuantos pliegos de papel con el nombre de futura Constitución. Hasta en la común algarabía del café de Apolo, eso resulta evidente. Gaditanos, españoles, juntos pero no revueltos. O sólo hasta cierto punto.
—¿Otra copita?
—Bueno —Lolita se deja servir más licor—. Pero tú quieres destruir mi reputación, primo.
—Pues mira a Curra… No hace ascos.
—Es que ella tiene poquísima vergüenza.
Sigue lloviendo confeti desde el piso de arriba, con efectos de nevada multicolor entre la luz de las bujías. Quitándose un guante, Lolita Palma retira unos papelillos de su copa y bebe despacio, a sorbos. Son muchas las máscaras que alcanza a ver desde donde está sentada: elegantes o no, delicadas, ingeniosas o vulgares; pero también gente vestida de diario, a cara descubierta. Y mientras pasea la vista por el salón, observando rostros e indumentarias, descubre a Pepe Lobo.
—¿Ése no es tu corsario? —pregunta Curra Vilches, que por casualidad ha seguido la dirección de su mirada.
—Sí, es él.
—¡Oye!… ¿Dónde vas?
Nunca llegará a saber Lolita Palma —aunque se lo preguntará el resto de su vida— qué la llevó esta noche de Carnaval en el café de Apolo a levantarse, para sorpresa del primo Toño y Curra Vilches, y acercarse a la mesa de Pepe Lobo al amparo del antifaz y la capa de dominó.
Puede que sea la tercera copa de rosoli la que le inspira esa audacia; o tal vez la embriaguez por cuya orilla se desliza, tan ligera y serena que afila sus sentidos en vez de embotárselos, provenga de la música, la nevada de papelillos de colores que llena de espacio corpóreo, irreal, entre las voces alegres y el humo de tabaco que flota en el aire, la distancia que los separa. El capitán de la Culebra está solo, aunque Lolita observa al acercarse que sobre el mármol de su mesa hay una botella y dos vasos. Viste la habitual casaca azul con botones dorados, abierta sobre un chaleco blanco y una camisa cuyo cuello rodea un ancho corbatín negro, y observa el ambiente del café con aire divertido, aunque un poco al margen; sin participar demasiado en la alegría que lo rodea. Al percatarse de una presencia cercana, Lobo alza la vista y ve a Lolita, justo en el momento en que ella se detiene. Los ojos verdes del marino, chispeantes a la luz de las bujías, la recorren de abajo arriba, hasta el antifaz y la capucha de seda negra que ella se ha subido mientras se acercaba. Luego vuelve a mirarla de arriba abajo. Es evidente que no la reconoce.
—Buenas noches, máscara —dice sonriendo.
El gesto, súbito, abre una brecha blanca entre las patillas espesas y morenas, en la piel atezada por el mar. Sin levantarse ni dejar de mirarla, Lobo se inclina un poco sobre la mesa, vierte aguardiente en su vaso y se lo ofrece a Lolita; y ésta, excitada por su propio atrevimiento —siente en ella las miradas horrorizadas de Curra Vilches y el primo Toño, que la vigilan de lejos—, lo acepta y lo lleva a los labios, bajo el antifaz, aunque apenas lo prueba: es un aguardiente fuerte, que quema la boca; con vago sabor a anís. Después le devuelve el vaso al marino, que sigue sonriendo.
—¿Eres muda, máscara?
Hay curiosidad en su tono, ahora. O interés. Lolita Palma, que se pregunta a quién pertenecerá el segundo vaso que hay en la mesa, permanece en silencio por miedo a que su voz la delate, con la agradable sensación de libertad, lindante con la osadía, que su disfraz le proporciona; y también con la certeza de que aquello no puede prolongarse mucho. Empieza a ser demasiado inconveniente. Y peligroso. Sin embargo, para su sorpresa, comprueba que está a gusto de esa manera, de pie ante la mesa de Pepe Lobo, mirándolo de cerca con descaro tras la protección del antifaz. Disfrutando de la proximidad de esos ojos que reflejan la luz, su cara de corsario crudo y guapo, la sonrisa paradójicamente seria y tranquila, tan masculina en su boca que ella siente deseos de tocarla. Lástima que no haya baile aquí, se dice atolondrada. No me importaría bailar, y es algo que puede hacerse sin hablar. Sin las incómodas palabras, que tanto atan y a tanto comprometen.
—¿No quieres sentarte?
Niega con la cabeza, a punto ya de volver la espalda. En ese momento ve al teniente de la Culebra, el joven llamado Maraña, que se acerca desde lejos, entre las mesas. De él era el otro vaso. Es hora de irse, confirma. De regresar con Curra Vilches y el primo Toño, al mundo de lo razonable. Sin embargo, iniciado ya el movimiento de retroceso, Lolita Palma hace algo impremeditado, de lo que ella misma se escandaliza. Dejándose llevar por el impulso que la hizo levantarse y venir hasta aquí, rodea despacio la mesa y la silla donde está sentado Pepe Lobo, y mientras pasa a su espalda desliza un dedo de la mano enguantada por los hombros del marino, rozando el paño de su casaca. Después, al irse, tiene ocasión de advertir, de soslayo, la mirada desconcertada que el hombre le dirige.
El camino hasta su mesa se hace interminable. A la mitad, siente una presencia a su lado. Una mano la toma por la muñeca.
—Espera.
Ahora sí que tengo un problema, piensa mientras se detiene y vuelve el rostro, repentinamente serena. Los ojos verdes están a una cuarta de los suyos, mirándola intensamente. Lolita lee en ellos curiosidad, y también asombro.
—No te vayas.
Ella sostiene su presencia próxima sin alterarse. El licor que circula suavemente por sus venas le facilita un arrojo y una sangre fría desconocidos hasta hoy. La mano del hombre, que aún no ha soltado su muñeca, es firme y la sujeta con la presión justa, sin oprimir demasiado. Reteniéndola más con el ademán que con la fuerza. Esa mano, piensa ella fugazmente, disparó contra Lorenzo Virués, dejándolo inválido para el resto de su vida.
—Suélteme, capitán.
Es entonces cuando Pepe Lobo la reconoce. Lolita puede seguir en sus facciones cada una de las fases del proceso: sorpresa, incredulidad, estupor, embarazo. La muñeca ha quedado libre.
—Vaya —murmura él—. Yo…
Por alguna oscura razón, ella disfruta de su momento de triunfo. De la confusión del hombre, cuya sonrisa se ha extinguido igual que si mataran de golpe una luz. Ahora él vuelve el rostro a uno y otro lado, pensativo, como si buscara comprobar cuánta de la gente que los rodea participaba del engaño. Después la mira muy serio. Seco.
—Lo siento —dice.
Se diría un muchacho al que acaban de reprender, decide ella. Vagamente conmovida por cierta ráfaga de inocencia que ha creído advertir, un instante, en la expresión del corsario. Una breve mirada, tal vez. La manera casi infantil de abrir un poco más los ojos, desconcertado. Quizá miraba así de niño, piensa de pronto. Antes de marcharse al mar.
—¿Se divierte, capitán? Ahora es él quien no responde, y Lolita siente una excitación interior, singular. La certeza de un vago poder sobre el hombre que tiene delante. Algo que parece diluido en sus atavismos de mujer, hechos de carne y de siglos. Observa la barba que, tras un afeitado de hace varias horas, empieza a despuntar, oscureciendo el mentón duro, sólido, entre las patillas que llegan casi hasta las comisuras de la boca. Por un instante se pregunta a qué olerá su piel.
—Ha sido una sorpresa encontrarlo aquí.
—Pues imagínese la mía.
Los ojos verdes han recobrado su aplomo. Vuelven a chispear en ellos las bujías de la sala. Curra Vilches, suponiendo que algo no va como es debido, se ha levantado de la mesa y viene hasta ellos. Lolita alza una mano, tranquilizándola.
—Todo está bien, cantinera.
La mirada de Curra va de uno a otro, interrogante, a través de los agujeros de su máscara.
—¿Seguro?
—Completamente. Dile al torero borrachín que voy a tomar un poco el aire… Hay demasiado humo aquí.
Un silencio. Después, la voz de la amiga suena estupefacta.
—¿Sola?
Imagina Lolita su boca abierta bajo la máscara de cartón con el mostacho pintado, y está a punto de echarse a reír. No es corriente embarullarle los papeles a Curra Vilches.
—Tranquilízate. Me escoltará el caballero.
Rogelio Tizón se hace a un lado para esquivar el cubo de agua que le arrojan desde una ventana; y luego, resignado a lo inevitable, se abre paso entre un grupo de mujeres disfrazadas de brujas que le propinan algunos escobazos guasones al pasar por la esquina de la calle de los Tres Hornos. El barrio es popular, artesano y menestral, con casas de vecinos de los que hacen vida en la calle y se conocen todos, y muchas terrazas con cobertizos alquilados a refugiados y a forasteros. Algunas calles están iluminadas a trechos con estopas encendidas que humean espirales oscuras y aceitosas. Pese a la prohibición de bailar afuera —diez pesos para los infractores masculinos y cinco para las mujeres, según el último bando municipal—, la gente se asoma a los balcones a tirar agua y saquetes de polvo a los transeúntes, o se congrega abajo en animados grupos, jaleando con guitarras, bandurrias, trompetillas, matasuegras y carracas. Hay risas y bromas en todas las conversaciones, marcadas por el acento y el buen humor de las clases bajas gaditanas. Un par de veces se cruza el comisario con una cuadrilla de negros libres que van y vienen al ritmo de tambores y cañas, cantando en jerga espesa de cadencias caribeñas:
Mi ma’e no quié
que vaya a la plasa
po’que lo sordao
me dan calabasa
Se abalanza sobre Tizón un muchacho vestido con albornoz moruno y babuchas, armado con una vejiga hinchada al extremo de un palo y dispuesto a golpearlo con ella; pero aquél, harto, le corta el paso con un bastonazo.
—Vete por ahí —dice— o te arranco la cabeza.
Se escabulle cabizbajo el otro, impresionado por el tono y la mirada furibunda del policía, y éste continúa entre la gente, estudiando las máscaras que hay alrededor. A veces, cuando ve a una muchacha, la sigue de lejos un trecho, comprobando quién se acerca o camina detrás. En ocasiones la vigilancia se prolonga varias calles, atento Tizón a cada máscara que se cruza; dispuesto a percibir la actitud sospechosa, el indicio que lo decida a abalanzarse sobre ella, arrancar el antifaz o la careta y descubrir las facciones, mil veces imaginadas en sus pesadillas —cada vez duerme peor, entre sobresaltos que mezclan realidad e imaginación—, del hombre al que anda buscando. Otras veces no son mujeres jóvenes, sino algún disfraz o apariencia extraña lo que llama su atención, y entonces a quien sigue es a esa persona, acechándole cada movimiento. Cada paso.
En la calle del Sol, junto a la capilla, un hombre atrae su interés. Viste largo sayal negro, se cubre con capuchón y una careta blanca, y está inmóvil, mirando a la gente. Algo en su actitud despierta la suspicacia del comisario. Quizá, concluye éste mientras se detiene al amparo de los que pasan, sea su modo de mantenerse aparte: aislado, ajeno al jolgorio callejero. Aquel sujeto mira como desde afuera, o desde lejos. Demasiado distante, concluye el policía, para alguien que se disfraza en Carnaval y sale a divertirse. Ése no parece divertirse en absoluto. No como los demás. La cabeza encapuchada se mueve lentamente de un lado a otro, siguiendo el paso de quienes circulan por la calle. No parece inmutarse cuando tres jovencitas con las caras pintadas de negro, vestidas con colchas de colores y sombreros de paja, se acercan riendo y le echan agua con una jeringa, para escapar después corriendo calle arriba. Sólo las mira alejarse.
Sorteando con disimulo a los transeúntes, Rogelio Tizón se aproxima despacio al enmascarado. Éste sigue inmóvil, y por un momento parece fijarse en el comisario. Entonces aparta el rostro y echa a andar. El movimiento puede ser casual, decide Tizón. Y puede que no. Apretando el paso para no perderlo de vista, lo sigue hasta la calle del Sacramento. Allí, cuando está a punto de acercarse más y acorralarlo, impaciente, dispuesto a arrancarle la careta, el otro se reúne con un grupo de hombres y mujeres disfrazados que lo saludan por el nombre y celebran su aparición. Entre carcajadas, alguien saca una bota de vino, y el recién llegado se echa atrás la capucha y la máscara para beber alzando los brazos, con un largo chorro bien dirigido al gaznate, mientras, con una intensa sensación de ridículo, el policía pasa de largo.
Olores. A pescado frito, aceite de buñuelos y azúcar quemado. Hay farolillos de papel con candelitas encendidas en las casas humildes, chatas y alargadas, del barrio pescador de la Viña. En la calle de la Palma, recta y larga, esos puntos de luz parecen luciérnagas alineadas en la oscuridad. Su tenue resplandor perfila los contornos de grupos de vecinos entre rumor de conversaciones, entrechocar de vasos, risas y cantes. En la esquina de la Consolación, junto a un candil puesto en el suelo que apenas ilumina sus piernas, dos hombres y una mujer disfrazados con sábanas que parecen mortajas canturrean una copla sobre el rey Pepino; que, aseguran con voz ebria, lleva en su equipaje varias botellas para el camino.
—No suelo venir por aquí —dice Lolita Palma, que lo observa todo.
Pepe Lobo se interpone entre ella, y un grupo de muchachos que pasa con estopas encendidas, vejigas y jeringas de agua. Después se vuelve a mirarla.
—Podemos volvernos, si quiere.
—No.
El antifaz de tafetán negro, que la mujer todavía lleva puesto, oscurece por completo su rostro bajo la capucha del dominó. Cuando está mucho tiempo callada, Lobo tiene la impresión de caminar en compañía de una sombra.
—Es agradable… Y hace una noche espléndida para esta época del año.
De vez en cuando, como ahora, la conversación recae en el tiempo, o en detalles insustanciales de lo que ocurre alrededor. Eso pasa cuando los silencios se prolongan demasiado, en el callejón de palabras que ninguno llega —se atreve, es quizá la palabra justa— a pronunciar del todo. Lobo sabe que también Lolita Palma es consciente de eso. Resulta grato, sin embargo, mecerse en tales silencios, como en la indolente lasitud de este paseo nocturno sin prisa ni objeto aparente. En la tregua tácita, cómplice, que la noche de Carnaval despoja de responsabilidades. Es así como el corsario y la mujer pasean desde hace media hora, sin rumbo, por las calles de Cádiz. A veces, el azar de los pasos, la irrupción de un grupo de gente o el sobresalto de una máscara que sopla junto a ellos una trompetilla o un matasuegras, los lleva a acercarse sin proponérselo, rozándose en la oscuridad.
—¿Sabía, capitán, que las danzas de las bailarinas de Gades hacían furor en la antigua Roma?
Están en el cruce con la calle de las Carretas, a la luz de un farol de sebo. Ante la puerta entreabierta de un colmado —dispuesta para meterse dentro si asoman los rondines—, unas mujeres disfrazadas bailan en un corro de majos, marineros y gitanos. El coro de palmas que las jalea mantiene el compás y hace innecesaria otra música.
—No lo sabía —admite Lobo.
—Pues ya ve. Los romanos se las rifaban.
El tono de Lolita Palma es ligero, dueño de sí; como el de una anfitriona que mostrase la ciudad a un visitante forastero. Y sin embargo, piensa Lobo, soy yo quien la escolta. Me pregunto de dónde saca toda esa serenidad.
—En otro tiempo —añade ella al cabo de un momento— también me habría tenido que ocupar de eso, me temo… Palma e Hijos, exportación de bailarinas.
Se interrumpe, riendo suavemente, y hasta entonces el corsario no logra establecer con certeza que ella hablaba en broma.
—Bailarinas —repite Lobo.
—Eso es. Ellas y el atún en escabeche nos daban fama y dinero a los gaditanos… Pero las señoritas tuvieron menos suerte que el atún: el emperador Teodosio prohibió sus danzas por demasiado lascivas. Según san Juan Crisóstomo, nunca les faltaba el diablo por pareja.
Siguen adelante, alejándose del baile. Sobre ellos, en la amplia porción de firmamento que la anchura de la calle deja al descubierto, se agolpan las estrellas. En cada cruce que dejan a la izquierda, Pepe Lobo nota la brisa de poniente suave, ligeramente húmeda: viene de la muralla cercana y del Atlántico, que se encuentra a trescientos pasos, tras la plataforma de Capuchinos.
—¿Le gusta la gente de Cádiz, capitán?
—Alguna.
Unos pasos en silencio. A veces Lobo escucha el roce suave de la seda del dominó. De cerca percibe el aroma del perfume, distinto al que suelen usar las mujeres de su edad. Éste es dulce y agradable, en todo caso. Fresco. Poco intenso. Bergamota, piensa absurdamente. Nunca olió la bergamota.
—Hay quien me gusta, y hay quien no me gusta —añade—. Como en todas partes.
—Sé poco sobre usted.
Suena a lamento. Casi a reproche. El marino, que le da la mano para ayudarla a esquivar un carro con los varales apoyados en el suelo, mueve la cabeza.
—La mía es una historia convencional. El mar como solución.
—Usted vino muy joven de La Habana, ¿verdad?
—Decir que vine es exagerar. Me fui, más bien… Venir es volver de allí con unos miles de reales, un criado negro, un loro y cajones de cigarros.
—¿Y un mantón de seda china para una mujer?
—A veces.
Lolita Palma da unos pasos en silencio.
—¿Nunca compró uno?
—A veces.
Han dejado atrás la calle de la Palma y su doble fila de luciérnagas. Ahora hay menos gente, y ante ellos se extiende la explanada en sombras de San Pedro, con la mole cuadrada y oscura del Hospicio a la derecha. Lobo se detiene, dispuesto a volver sobre sus pasos, pero Lolita Palma sigue adelante, en dirección al mar cercano que recorta la muralla en una penumbra azulada. A intervalos, ésta se vuelve resplandor amarillo con los destellos del faro de San Sebastián.
—Recuerdo —ella parece pensativa— que en cierta ocasión le oí decir que sólo un tonto se embarcaría por gusto. ¿De verdad no ama el mar?
—¿Bromea?… Es el peor lugar del mundo.
—¿Por qué sigue en él, entonces?
—Porque no tengo otro sitio adonde ir. Llegan al baluarte, asomándose a la Caleta. Cerca de ellos se aprecia una garita y el bulto oscuro de un centinela. Hay faroles que iluminan a trechos el semicírculo de arena blanca, y de los colmados de tablas y lona de vela pegados a la muralla sube rumor de música, risas y jaleo. En la penumbra, sobre el fondo negro del agua inmóvil, destacan los trazos claros de los botes varados en el limo de la orilla; y algo más adentro, las siluetas de las lanchas cañoneras fondeadas. En Cádiz, piensa Pepe Lobo, todo termina en el mar.
—Me gustaría poder bajar ahí —dice ella.
Casi se sobresalta el corsario. Incluso en Carnaval y con máscara, los antros de la Caleta, con sus marineros, soldados, mujerzuelas y música, no son adecuados para una señora.
—No es buena idea —dice, embarazado—. Quizá deberíamos…
—Tranquilícese —la oye reír—. Era sólo un deseo, no una intención.
Se quedan en silencio, apoyados en el antepecho de piedra. Respirando, cerca uno del otro, el aire húmedo que huele a limo y a sal. Lobo siente junto a su hombro derecho la presencia física de ella. Casi puede sentir la tibieza del cuerpo. O la imagina.
—¿Espera un golpe de fortuna? —pregunta Lolita Palma, volviendo a la anterior conversación.
Es una forma de definirlo, piensa Lobo. Un golpe de fortuna. Al cabo de un momento asiente, serio.
—Lo busco. Sí. Entonces le daré la espalda al mar para siempre.
—Creía… Vaya —ella parece sinceramente sorprendida—. Que le gustaba vivir así. La aventura.
—Creyó mal.
Otro silencio. De pronto, Lobo siente el impulso de hablar. De explicar lo que siempre le fue indiferente explicar a nadie, antes.
—Vivo así porque no puedo vivir de otra manera —añade al fin—. Y eso que usted llama la aventura… Bueno. Cambiaría todas las aventuras del mundo por unas talegas de onzas de oro… Si un día logro retirarme, compraré una tierra lo más lejos posible del mar, donde éste no se vea… Con una casa y un emparrado bajo el que sentarme por las tardes a ver ponerse el sol, sin la incertidumbre de si garreará el ancla, o de los rizos que debo tomar a las velas para pasar la noche tranquilo.
—¿Y una mujer?
—Sí… Bueno. Quizás. Puede que también una mujer.
Se calla, confuso. La pregunta la ha formulado ella en tono desapasionado. Frío. Como una parte más de la enumeración expuesta por Lobo. Y es precisamente esa neutralidad —¿natural o deliberada?— lo que desconcierta al corsario.
—Parece a punto de conseguir algo de eso —estima Lolita Palma—. Hablo de reunir dinero suficiente. De retirarse tierra adentro.
—Puede que sí. Pero hasta el final nunca se sabe.
El faro situado sobre el castillo, al extremo del arrecife de San Sebastián, los ilumina a intervalos con su luz. El bulto negro del centinela de la garita se mueve despacio, paseando a lo largo de la muralla. Lolita Palma, que conserva subida la capucha del dominó, se ha quitado la máscara. Lobo observa el perfil, iluminado periódicamente por el resplandor lejano.
—¿Sabe lo que me gusta de la gente de mar, capitán?… Que ha viajado mucho y hablado poco. Que sabe lo que vio con los ojos, aprendiendo muchas cosas sin estudiarlas en los libros… Ustedes los marinos no necesitan demasiada compañía, pues siempre han estado solos. Y tienen ese poco de ingenuidad, o inocencia, del que baja a tierra como quien entra en un lugar inseguro, desconocido.
Lobo la escucha con sincera sorpresa. Así lo ven otros, se dice. Así es como lo ve ella.
—Usted tiene una bonita idea de mi oficio, pero inexacta —responde—. Alguna de la peor gentuza que conocí estaba dentro de un barco, y no sólo en el castillo de proa. Y desde luego, si permite que se lo diga, nunca la dejaría a solas con mi tripulación…
Casi un respingo, y de nuevo el viejo tono:
—Sé cuidarme de sobra, señor.
El orgullo de los Palma. Sonríe el corsario entre dos destellos del faro.
—No se trata de lo que usted sepa.
—Trato a marinos desde pequeña, capitán. Mi casa…
Obstinada. Segura de sí. La claridad distante recorta ahora el perfil voluntarioso. Ella mira el mar.
—Nos conoce de visita, señora. Y de lo que ha leído en libros.
—Sé mirar, capitán.
—¿De verdad?… ¿Y qué ve cuando me mira?
Se queda en suspenso, ligeramente entreabierta la boca. Roto el difícil equilibrio en que mantenía la conversación. Ahora parece desconcertada, y eso hace que Lobo se conmueva con un sentimiento extraño, próximo al remordimiento. De cualquier modo, la pregunta no había sido hecha para obtener respuesta.
—Escuche —dice el corsario—… Tengo cuarenta y tres años, y soy incapaz de dormir dos horas seguidas sin despertarme a cada momento intentando averiguar dónde estoy, y si el viento ha rolado. Tengo el estómago hecho polvo de las comidas infames a bordo, y dolores de cabeza que duran varios días… Cuando estoy mucho rato en la misma postura, mis articulaciones crujen como las de un anciano. Los cambios de tiempo hacen que me duelan todos los huesos que me rompí, o me rompieron. Y puede bastar un temporal, el descuido de un piloto o un timonel, un instante de mala suerte, para que lo pierda todo de golpe. Sin contar la posibilidad de…
Se calla. Lo deja ahí. Piensa ahora en la mutilación y la muerte, pero no desea ir más allá. No quiere hablar de eso. De los miedos reales. En realidad se pregunta por qué ha dicho todo lo anterior. Qué desea justificar ante la mujer. O qué pretende desmontar. Destruir, pese a sí mismo. Tal vez el deseo de volverse hacia ella, mandarlo todo al diablo y estrecharla fuerte entre sus brazos.
El centinela ha vuelto a su garita, y por un momento relumbra allí el resplandor de un cigarro al encenderse. El faro lejano ilumina a intervalos la muralla en forma de media estrella de Santa Catalina, descubriendo también la lengua rocosa que se adentra en el mar y el bote de ronda que pasa despacio, vigilando las cañoneras. Lolita Palma mira en esa dirección.
—¿Por qué le hizo aquello a Lorenzo Virués?
Parece que la mención a los huesos rotos le haya hecho recordar el incidente. Pepe Lobo la mira con dureza.
—No le hice nada que él no se buscara.
—Me contaron que no se condujo usted…
—¿Como un caballero?
El corsario ha reído al hablar. Ella se queda un rato en silencio.
—Usted sabía que es amigo mío —dice al fin—. De mi familia.
—Y él sabía que soy capitán de un barco suyo. Vaya una cosa por la otra.
—Lo de Gibraltar…
—Al diablo con Gibraltar. Usted no sabe nada de aquello. No tiene derecho…
Una brevísima pausa. Después ella habla con apenas un murmullo, en voz muy baja.
—Tiene razón. Por Dios que la tiene.
El comentario sorprende a Pepe Lobo. La mujer está inmóvil, el perfil obstinado vuelto hacia el mar y la noche. El centinela, que sin duda los ve desde su garita, rompe a cantar una copla. Lo hace en tono bajo, sin alegría ni pena. Un quejido oscuro, gutural, que parece venir de muy lejos a través del tiempo. Lobo apenas entiende lo que dice.
—Creo que deberíamos irnos —sugiere el corsario.
Ella niega con la cabeza. Casi dulce, otra vez.
—Sólo es Carnaval una vez al año, capitán Lobo.
De pronto parece joven y frágil, de no ser por su mirada, que en ningún momento titubea ni se desvía de los ojos del marino cuando éste se inclina sobre ella y la besa en la boca, muy despacio y sin violencia, como si le diese oportunidad de retirar el rostro. Pero ella no lo retira, y Pepe Lobo siente la suavidad deliciosa de sus labios entreabiertos, y el temblor súbito del cuerpo de la mujer, desvalido y firme a la vez, cuando lo rodea y estrecha entre los brazos. Permanecen así los dos unos instantes, cobijada ella en el dominó, del que ha caído la capucha sobre su espalda, envuelta en el abrazo del hombre, callada y muy quieta, sin cerrar los ojos ni dejar de mirarlo. Después se aparta y le pone una mano en la cara, con suavidad, ni para rechazarlo ni para atraerlo. La mantiene así, con la palma abierta y los dedos extendidos tocando el rostro y los ojos del hombre, igual que una ciega que quisiera retener sus rasgos en la mano tibia. Y cuando la retira al fin, lo hace lentamente. Como si le doliera cada pulgada de distancia interpuesta entre su mano y la piel del corsario.
—Es hora de regresar —dice, serena.
Simón Desfosseux está durmiendo mal. Pasó mucho tiempo en vela antes de acostarse, haciendo cálculos sobre el diseño de una nueva espoleta de combustión lenta en la que trabaja —sin mucho éxito— desde hace semanas, y también sobre el último mensaje recibido del otro lado de la bahía: una comunicación del comisario de policía español proponiendo un nuevo sector de la parte oriental de Cádiz donde dirigir algunos tiros en días y horas concretos. Ahora, con los ojos abiertos en la oscuridad de su barraca, el artillero tiene la sensación de que algo no marcha como es debido. Durante el inquieto sueño le pareció percibir sonidos extraños. De ahí su incertidumbre al despertar.
—¡Guerrilleros!… ¡Guerrilleros!
El grito próximo lo hace incorporarse en el catre, sobresaltado. Era eso, entonces, descubre con un ramalazo de angustia. Los ruidos que oyó mientras dormía corresponden a crepitar de disparos. Ahora distingue nítidamente los fusilazos, mientras busca a tientas los calzones y las botas, se remete la camisa de dormir lo mejor que puede, coge el sable y una pistola y sale afuera, tropezando con todo. Apenas asoma, resuena un estampido y lo ciega el fogonazo de una explosión, cuyo resplandor ilumina los cestones situados sobre las trincheras, los blocaos de madera y los barracones de la tropa: uno de ellos, allí donde surgió la llamarada, empieza a arder con violencia —seguramente han arrojado dentro un artificio de alquitrán y pólvora—, y el contraluz del incendio recorta las siluetas próximas de soldados a medio vestir que corren en todas direcciones.
—¡Están dentro! —grita alguien—. ¡Son guerrilleros y están dentro!
A Desfosseux, que ha creído reconocer la voz del sargento Labiche, se le eriza la piel. El recinto artillero es un pandemónium de carreras, gritos y fogonazos de tiros, de sombras, luces, reflejos y siluetas que se mueven, se agrupan o se enfrentan unas con otras. Resulta imposible distinguir quién es amigo y quién no lo es. Intentando mantener la cabeza fría, el capitán retrocede con la espalda pegada al cobertizo, se asegura de que no tiene enemigos cerca, y mira hacia la posición fortificada donde están Fanfán y sus hermanos: en la trinchera protegida por tablones y fajinas que lleva hasta allí, hay fogonazos de tiros y relucir de sables y bayonetas. Se lucha cuerpo a cuerpo. Entonces comprende al fin lo que ocurre. Nada de guerrilleros: es un golpe de mano desde la playa. Los españoles han desembarcado para destruir los obuses.
—¡Aquí! —aúlla—. ¡Venid conmigo!… ¡Hay que salvar los cañones!
Es por Soult, piensa de pronto. Naturalmente. El mariscal Soult, comandante en jefe del ejército francés de Andalucía, ha relevado personalmente a Víctor al mando del Primer Cuerpo, y se encuentra de inspección oficial en la comarca: Jerez, El Puerto de Santa María, Puerto Real y Chiclana. Hoy duerme a una milla de aquí, y mañana tiene previsto visitar el Trocadero. Así que el enemigo ha decidido madrugar, dándole la bienvenida con una función nocturna. Conociendo a los españoles —a estas alturas, Simón Desfosseux cree conocerlos bien—, es probable que se trate de eso. Lo mismo ocurrió el año pasado, cuando la visita del rey José. Así que maldita sea su estampa: la de ellos y la del mariscal. A juicio del capitán de artillería, nada de aquello debería ser asunto suyo, ni de su gente.
—¡A la batería!… ¡Socorred la batería!
Como respuesta al reclamo, una de las sombras que se mueven cerca descerraja un tiro que le falla por dos palmos y levanta astillas en el cobertizo, a su espalda. Desfosseux se retira de la luz, prudente. No se decide a acometer con sablazos, pues sabe que los españoles son temibles en el cuerpo a cuerpo. Está harto de ver navajas enormes, de esas que hacen clac-clac-clac al abrirse, en sus peores pesadillas. Y tampoco quiere descargar, con resultado incierto, su única pistola. La duda se la resuelven varios soldados que acuden corriendo y la emprenden a tiros y bayonetazos con los enemigos hasta despejar el camino. Buenos chicos, piensa el capitán uniéndose a ellos con alivio. Gruñones y poco de fiar en momentos de inactividad y tedio, pero siempre animosos a la hora de batirse.
—¡Venid! ¡Vamos a los cañones!
Simón Desfosseux es el extremo opuesto de un héroe del Imperio. Su idea de la gloria bélica de Francia es relativa, y ni siquiera se considera un soldado; pero cada cosa tiene su lugar y su momento. La cercanía del combate a sus preciados obuses Villantroys-Ruty, entre los que desde hace algunos días se cuentan otras piezas fundidas en Sevilla sobre las que el artillero alberga sólidas esperanzas —Lulú y Henriette, las ha bautizado la tropa—, lo pone fuera de sí, sólo con imaginar que Manolo ponga las manos en sus bronces inmaculados. De modo que, a la cabeza de media docena de hombres, con el sable por delante en previsión de algún mal encuentro, el capitán corre a la posición atacada, que es un caos de fogonazos, gritos y golpes. Allí se combate cuerpo a cuerpo en una confusión enorme. Al resplandor de otra gran llamarada que se levanta sobre los cobertizos, Desfosseux reconoce al teniente Bertoldi, en camisa, que pelea a culatazos con una carabina cogida por el cañón.
Suenan cerca —demasiado cerca, para espanto del artillero— gritos en español. Vámonos, parece que dicen. Vámonos. Un pequeño grupo de sombras, agazapadas hasta ese momento en la penumbra, se destaca de pronto y corre al encuentro de Simón Desfosseux. Este no tiene ocasión de establecer si se trata de enemigos que atacan o se retiran; lo cierto es que vienen justo en su dirección, y cuando están a cuatro o cinco pasos brillan breves fogonazos y algunas balas pasan zurreando junto al capitán. También reluce acercándose desnudo, rojizo por el incendio distante, metal de bayonetas o navajas. Con una aguda sensación de pánico al ver que le viene todo eso encima, Desfosseux levanta la pistola —una pesada año IX de culata gruesa—, dispara un tiro a bulto, sin apuntar, y se pone a dar sablazos a voleo, con objeto de mantener alejados a los atacantes. La hoja del sable está a punto de alcanzar a uno de ellos, que pasa muy cerca del capitán, agachada la cabeza, tira un rápido navajazo que sólo roza la camisa de dormir de Desfosseux, y se aleja corriendo en la oscuridad.
No es fácil huir casi a ciegas, con la faca abierta en una mano y el fusil descargado en la otra. El largo Charleville francés estorba mucho a Felipe Mojarra mientras corre alejándose de la batería; pero su pundonor salinero le impide dejarlo atrás. Un hombre que se vista por los pies no regresa sin su arma, y él nunca abandonó la suya, por mal que anduvieran las cosas. En este tiempo, los fusiles no sobran. Por lo demás, el ataque a la Cabezuela ha sido un desastre. Algunos de los compañeros que corren cerca, en la oscuridad, intentando ganar la playa y los botes que deben estar allí, esperando —ojalá no se hayan ido, piensa con angustia el salinero—, gritan ¡traición!, como de costumbre cuando las cosas vienen mal dadas, y la incompetencia de los jefes, la falta de organización y la poca vergüenza ponen a la gente a los pies de los caballos. Todo fue torcido desde el principio. El ataque, previsto a las cuatro de la madrugada, tenían que llevarlo a cabo catorce zapadores ingleses, mandados por un teniente, con una partida de veinticinco escopeteros de la Isla, apoyados por cuatro lanchas cañoneras del apostadero de punta Cantera y media compañía de cazadores del regimiento de Guardias Españolas, que se encargarían de proteger en la playa el ataque y el reembarque de la fuerza. Sin embargo, a la hora señalada los cazadores no se habían presentado, y los botes que aguardaban en la oscuridad de la bahía, frente a la Cabezuela, con los remos envueltos en trapos para atenuar el chapoteo, corrían peligro de ser descubiertos. Entre seguir adelante o retirarse, el teniente de los salmonetes decidió no esperar más. Gou ajead, le oyó decir Mojarra. O algo así. Quería, murmuró alguien, su chorrito de gloria. El desembarco empezó bien en la oscuridad, sin luna, con los escopeteros desparramándose en silencio por la playa y los primeros centinelas franceses degollados en sus puestos antes de que dijeran esta boca es mía; pero luego se complicaron las cosas sin saber cómo —un disparo aislado, después otro, y al final, alarma general, incendio, tiroteo y bayonetazos a mansalva—, de manera que al poco rato ingleses y españoles luchaban, ya no por destruir la batería enemiga, sino por salvarse ellos mismos. Es lo que hace en este momento Felipe Mojarra: correr como un gamo hacia la playa, por su vida, a riesgo de tropezar en lo oscuro y romperse la cabeza. Con la navaja empalmada en una mano y la otra sin soltar el fusil. Mientras piensa, resignado por su carácter y por su raza, que algunas veces se gana y con frecuencia se pierde. Aunque esta noche no quisiera perder. Del todo, al menos. El salinero es consciente de que, si resulta capturado, su vida no valdrá una moneda de cobre. Las ropas civiles, para todo español que cae armado en manos gabachas, suponen sentencia automática de muerte. Los mosiús se ensañan especialmente con los prisioneros sin uniforme, a los que tratan de guerrilleros aunque hayan combatido como soldados regulares y lleven la escarapela roja cosida en el gorro o en la ropa junto a las estampas de santos, medallas y escapularios. Fue así como Felipe Mojarra perdió a dos primos suyos hace tres años, después de la batalla de Medellín, cuando el mariscal Víctor —el mismo que hasta hace poco estuvo al mando del asedio de Cádiz— hizo fusilar a cuatrocientos soldados españoles, casi todos heridos, que no vestían otra cosa que sus pobres ropas de campesinos.
Siente el salinero arena bajo los pies, esta vez calzados con alpargatas —de noche nunca se sabe dónde pisas ni qué te clavas—. Suelo blando y claro. La playa está ahí mismo, y la orilla, con la marea alta, a sólo cincuenta pasos. Algo más adentro en la bahía, entre fogonazos que se reflejan en el agua, las cañoneras españolas tiran a intervalos contra Fuerte Luis y la parte oriental de la playa, protegiendo ese flanco a los que se retiran. Mojarra, que conoce los riesgos de mantenerse mucho tiempo al descubierto, lo que siempre expone a recibir un balazo de amigos o de enemigos, corre desviándose un poco a la izquierda, en busca de la protección de los muros desmantelados del fuerte de Matagorda. Los tímpanos le baten por el esfuerzo y empieza a faltarle el resuello. Por la playa, a su alrededor, ve pasar otras sombras veloces: ingleses y españoles mezclados, que también intentan ganar la orilla. Más allá del fuerte relucen, como sartas de triquitraques, fogonazos de fusilería francesa. Algunas balas perdidas pasan zumbando cerca, y uno de los tiros de las cañoneras, que queda corto y pega con mucho estruendo en el caño chico de la playa, levanta un resplandor que recorta en la noche los muros negros y desmochados. Corriendo a su amparo, el salinero da alcance a alguien que avanza delante; pero, antes de llegar a su altura, zurrea otra descarga enemiga y la silueta se desploma. Mojarra pasa velozmente a su lado, sin detenerse ni poner más atención que la de no tropezar con el bulto caído, alcanza el resguardo del muro de Matagorda, recobra el aliento y dirige una ojeada ansiosa a la playa mientras cierra la cachicuerna y se la mete en la faja. Hay una lancha no demasiado lejos: su forma alargada es visible justo en la orilla. A los pocos instantes, un fogonazo de las cañoneras la recorta claramente en el agua negra, con remos en alto, hombres a bordo o chapoteando para encaramarse a ella. Sin pensarlo, Mojarra se cuelga el fusil a la espalda y sale disparado hacia allí. La arena blanda no facilita las cosas, pero logra correr lo bastante rápido para meterse en el agua hasta la cintura, agarrarse a la regala de la lancha e izarse a bordo, ayudado por unas manos que lo cogen por la camisa y los brazos, y tiran de él.
—¡Traición! —siguen gritando algunos.
Llegan más fugitivos que suben como pueden, amontonándose en la embarcación silueteados por el fondo lejano del incendio. Al dejarse caer entre los bancos, Mojarra pisa a un hombre, que emite un alarido de dolor y palabras incomprensibles en inglés. Intentando apartarse de él, mientras se incorpora, el salinero le apoya, sin querer, una mano en el torso, que nota desnudo. Eso arranca al inglés un nuevo grito, más fuerte que el anterior. Al retirar la mano, Mojarra advierte que en la palma se le ha adherido, desprendiéndose del cuerpo del otro, un enorme trozo de piel quemada.
Llueve como si las nubes oscuras y bajas tuvieran espitas abiertas, y por ellas se derramaran torrentes. El violento temporal de agua y viento que azotó Cádiz por la mañana ha dado paso a un aguacero intenso, continuo, que lo empapa todo repiqueteando en los toldos, las fachadas de las casas y los extensos charcos, formando regueros en la arena echada sobre el pavimento para que no resbalen los cascos de los caballos. De los balcones cuelgan banderas mojadas y guirnaldas de flores deshechas por la lluvia. Al resguardo del portal de la iglesia de San Antonio, entre la gente que se protege con hules y paraguas o se agrupa por centenares bajo los toldos y en los balcones, Rogelio Tizón observa la ceremonia que, pese a la lluvia, se desarrolla en el dosel levantado en el centro de la plaza. España, o lo que de ella simboliza Cádiz, ya tiene Constitución. Se presentó de modo solemne esta mañana, sin que el mal tiempo desluciera el festejo. El peligro de las bombas francesas, que desde hace semanas caen con más precisión y frecuencia, desaconsejaba celebrar la procesión de diputados y autoridades, y el tedeum previsto en la catedral. Se temía, con razón, que los enemigos pusieran de su parte para señalar la fecha. De modo que se trasladó el acontecimiento a la iglesia del Carmen, frente a la Alameda, fuera del alcance artillero enemigo, donde el gentío entusiasmado —la ciudad en pleno está en la calle, sin distinción de oficios ni condición— aguantó a pie firme las turbonadas de viento, el agua inclemente y hasta el desgarro repentino de un árbol robusto, que cayó sin causar daños; no haciendo el suceso sino aumentar el alborozo popular, mientras sonaban las campanas de todas las iglesias, atronaba la artillería de la plaza y los navíos fondeados, y la extensa línea de baterías francesas respondía desde el otro lado. Celebrando allí, a su manera, que hoy, 19 de marzo de 1812, es día del santo de José I Bonaparte.
Ahora, entrada la tarde, continúa el protocolo previsto, y Rogelio Tizón está sorprendido del aguante de la gente. Después de pasar la mañana azotados por el temporal, los gaditanos acompañan bajo el aguacero, entusiasmados, la lectura solemne del texto constitucional, que ya se ha hecho dos veces: frente al edificio de la Aduana, donde la Regencia dispuso un retrato de Fernando VII, y en la plaza del Mentidero. Cuando la tercera ceremonia acabe frente a San Antonio, la comitiva oficial, seguida por el público y recorriendo las calles orilladas de gente, se trasladará al último lugar previsto: la puerta de San Felipe Neri, donde aguardan los diputados que esta mañana hicieron entrega a los regentes de un ejemplar de la Constitución recién impreso —La Pepa, como ya la bautizan en honor a la fecha—. Y es curioso, observa Tizón mirando en torno, de qué manera el acontecimiento suscita, al menos por unas horas, unanimidad general y común entusiasmo. Como si hasta los más críticos con la aventura constitucional cedieran al impulso colectivo de alegría y esperanza, todos aceptan con gusto los fastos del día. O parecen hacerlo. Con sorpresa, el policía ha visto hoy a algunos de los monárquicos más reaccionarios, contrarios a cuanto huela a soberanía nacional, participar en la solemnidad, aplaudir con todos, o al menos tener buen semblante y la boca cerrada. Incluso dos diputados rebeldes, un tal Llamas y el representante de Vizcaya, Eguía, que se negaban a acatar el texto aprobado por las Cortes —el primero por declararse contrario a la soberanía de la nación, y escudándose el otro en los fueros de su provincia—, firmaron y juraron esta mañana, como los demás, cuando se les puso en la coyuntura de hacerlo o verse desposeídos del título de españoles y desterrados en el plazo fulminante de veinticuatro horas. Después de todo, concluye con sorna el comisario, también la prudencia y el miedo, y no sólo el contagio del entusiasmo patrio, hacen milagros constitucionales.
Ha acabado la lectura, y la solemne comitiva se pone de nuevo en marcha. Con las tropas formadas a lo largo de la carrera y presentando armas mientras la lluvia arruina los uniformes de los soldados, la comitiva desfila hacia la calle de la Torre, escoltada por un piquete de caballería y a los compases de una banda de música que el agua torrencial desluce y acalla, pero que la gente agolpada a lo largo del recorrido saluda con alegría. Cuando el cortejo pasa cerca de la iglesia, Rogelio Tizón observa al nuevo gobernador de la plaza y jefe de la escuadra del Océano, don Cayetano Valdés: serio, flaco, erguido, con patillas que le llegan al cuello de la casaca, el hombre que mandó el Pelayo en San Vicente y el Neptuno en Trafalgar viste uniforme de teniente general y camina impasible bajo el aguacero, llevando en las manos un ejemplar de la Constitución encuadernado en tafilete rojo, que protege lo mejor que puede. Desde que Villavicencio pasó a la Regencia y Valdés ocupó su despacho de gobernador militar y político de la ciudad, Tizón sólo se ha entrevistado con éste una vez, en compañía del intendente García Pico y con resultados desagradables. A diferencia de su antecesor, Valdés tiene ideas liberales. También resulta individuo de trato directo y seco, impolítico, con las maneras bruscas del marino que durante toda su vida estuvo sobre las armas. Con él no valen tretas ni sobreentendidos. Desde el primer momento, al plantearse el asunto de las muchachas muertas, el nuevo gobernador puso las cosas claras a intendente y comisario: si no hay resultados, exigirá responsabilidades. En cuanto al modo de llevar las investigaciones sobre ése o cualquier otro asunto, también aseguró a Tizón —de cuyo historial parece bien informado— que no tolerará la tortura de presos, ni detenciones arbitrarias, ni abusos que vulneren las nuevas libertades establecidas por las Cortes. España ha cambiado, dijo antes de despedirlos de su despacho. No hay vuelta atrás ni para ustedes ni para mí. Así que más vale que nos vayamos enterando todos.
Observando con ojo crítico la comitiva, el comisario recuerda las palabras del hombre que camina erguido bajo la lluvia y se pregunta, con malsana curiosidad, qué ocurrirá si vuelve el rey prisionero en Francia. Cuando el joven Fernando, tan amado por el pueblo como desconocido en su carácter e intenciones —los informes particulares de que dispone Tizón sobre su conducta en la conjura de El Escorial, el motín de Aranjuez y el cautiverio en Bayona no lo favorecen mucho—, regrese y se encuentre con que, durante su ausencia y en su nombre, un grupo de visionarios influidos por las ideas de la Revolución francesa ha puesto patas arriba el orden tradicional, con el pretexto de que, privado de sus monarcas —o abandonado por ellos— y entregado al enemigo, el pueblo español pelea por sí mismo y dicta sus propias leyes. Por eso, viendo proclamar la Constitución entre el fervor popular, Rogelio Tizón, a quien la política tiene sin cuidado, pero que posee larga experiencia en hurgar dentro del corazón humano, se pregunta si toda esa gente a la que ve aplaudir y dar vivas bajo la lluvia —el mismo pueblo analfabeto y violento que arrastró por las calles al general Solano y haría lo mismo con el general Valdés, llegado el caso—, no aplaudiría con idéntico entusiasmo la moda opuesta. También se pregunta si, cuando vuelva Fernando VII, aceptará éste con resignación el nuevo estado de cosas, o coincidirá con quienes afirman que el pueblo no pelea por una quimérica soberanía nacional, sino por su religión y por su rey, para devolver España a su estado anterior; y que atribuirse y atribuirle tal autoridad no es sino usurpación y atrevimiento. Un disparate que el tiempo acabará poniendo en su sitio.
En la plaza de San Antonio sigue lloviendo a mares. Entre ruido de cascos de caballos y música festiva, el cortejo se aleja despacio bajo las banderas y colgaduras que chorrean agua en los balcones. Recostándose bajo el pórtico de la iglesia, el comisario saca la petaca y enciende un cigarro. Luego mira con mucha tranquilidad el gentío alborozado que lo rodea, las personas de toda condición que aplauden entusiasmadas. Lo hace tomándole medida a cada rostro, como para fijárselos en la memoria. Se trata de un reflejo profesional: simple previsión técnica. A fin de cuentas, liberales o realistas, lo que se debate en Cádiz no es sino un estilo nuevo, diferente, de la eterna lucha por el poder. Rogelio Tizón no ha olvidado que hasta hace poco, siguiendo órdenes superiores y en nombre del viejo Carlos IV, metía en la cárcel a quienes introducían folletos y libros con ideas idénticas a las que hoy pasea el gobernador encuadernadas en tafilete. Y sabe que con franceses o sin ellos, con reyes absolutos, con soberanía nacional o con Pepa la cantaora sentada en San Felipe Neri, cualquiera que mande en España, como en todas partes, seguirá necesitando cárceles y policías.
Al anochecer se intensifica el bombardeo francés. Sentada ante la mesa del gabinete botánico, caldeado por un brasero, Lolita Palma escucha el retumbar cercano entre el temporal de agua y viento. La lluvia sigue cayendo con fuerza, reavivándose en rachas que aúllan arañando la muralla y las fachadas de las casas e intentan abrirse camino por el trazado perpendicular de las calles próximas a San Francisco. Parece que la ciudad entera se balancee al extremo del arrecife que la mantiene anclada a la tierra firme, a punto de ser desarbolada de sus torres por el viento, anegada por la cortina de agua que se funde, en la oscuridad, con las olas que el Atlántico empuja contra la bahía.
Asplenium scolopendrium. La hoja de helecho tiene casi un pie de largo y dos pulgadas de ancho. A la luz de un quinqué, Lolita Palma la estudia con una lupa de mango de marfil y gran aumento, observando las fructificaciones que forman líneas paralelas, oblicuas al nervio principal. Se trata de una planta común y muy hermosa, descrita ya por Linneo y frecuente en los bosques españoles. En la casa de la calle del Baluarte hay dos soberbios ejemplares de esa variedad, puestos en macetas en el mirador acristalado interior que Lolita utiliza como invernadero.
Otra explosión. Retumba todavía más próxima, casi al extremo de la calle de los Doblones, amortiguada por los edificios interpuestos y el ruido de la lluvia y el viento —esta noche son tan intensos el temporal de agua y el bombardeo francés, que la campana de San Francisco que avisa de los fogonazos en la Cabezuela permanece en silencio—. Indiferente, Lolita Palma coloca la muestra de helecho en un herbario de cartón, protegida entre dos grandes hojas de papel fino, deja la lupa y se frota los ojos fatigados —pronto necesitará lentes, sospecha—. Después se pone en pie, pasa junto al armario acristalado donde guarda la colección de hojas secas y toca la campanilla de plata que hay sobre una mesita, junto a la librería. Mari Paz, la doncella, aparece al momento.
—Me voy a acostar.
—Sí, señorita. Ahora mismo lo preparo todo.
Otro estampido lejano, esta vez ciudad adentro. La doncella murmura «Jesús» mientras se santigua saliendo del gabinete —luego irá a dormir a la planta baja, donde la servidumbre se refugia en las noches de bombardeo—, y Lolita se queda inmóvil, absorta en el rumor del viento y la lluvia. Habrá esta noche, piensa, muchas velas y lamparillas encendidas ante las imágenes religiosas, en las casas de los marinos.
A través de la puerta, desde el pasillo, un espejo le devuelve su imagen: cabello recogido en una trenza, vestido sencillo de estar en casa, gris y con el único adorno de un encaje en el cuello redondo y las mangas. Entre la penumbra del pasillo y la luz del quinqué a su espalda, la apariencia de la mujer que se mira en el espejo parece la de un viejo cuadro. Con un impulso que al principio es de vaga coquetería y luego se torna lento y reflexivo hasta congelarse en sí mismo, levanta las manos hasta la nuca y permanece en esa postura, inmóvil, contemplándose mientras considera que podría tratarse de los retratos que el tiempo oscurece en las paredes de la casa, en el claroscuro de muebles, objetos y recuerdos familiares. El rostro de un tiempo pasado, irrecuperable, que se diluyera como un fantasma entre las sombras de la casa dormida.
Bruscamente, Lolita Palma baja las manos y aparta los ojos del espejo. Después, con urgencia súbita, se acerca a la ventana que da a la calle y la abre con violencia, de par en par, dejando que el temporal empape su vestido, mojándole a ráfagas el rostro.
Los relámpagos iluminan la ciudad. Sus latigazos de luz rasgan el cielo negro mientras los truenos se confunden con el tronar de la artillería francesa y la respuesta sistemática, cañonazo a cañonazo, que devuelve imperturbable el fuerte de Puntales. Con carrick encerado y sombrero de hule, Rogelio Tizón recorre las calles de la zona vieja, esquivando los regueros que caen de las azoteas. La fiesta prosigue en las tabernas y colmados de la ciudad, donde la gente que aún no se ha retirado a sus casas celebra la jornada. A su paso, tras portones y ventanas, el comisario oye entrechocar de vasos, cantos, música y vivas a la Constitución.
Un estampido resuena muy cerca, en la plaza de San Juan de Dios. Esta vez la bomba ha estallado al caer, y su onda expansiva estremece el aire húmedo y hace vibrar los vidrios en la ventana. Tizón imagina al capitán de artillería cuyo rostro ahora conoce, orientando sus cañones hacia la ciudad en vano intento de estropear la alegría gaditana. Curioso individuo, ese francés. Por lo demás, Tizón ha cumplido su parte del extraño trato. Hace tres semanas, después de mover hilos difíciles y convencer con el dinero oportuno a la gente adecuada, el comisario consiguió que el taxidermista Fumagal fuese devuelto al otro lado de la bahía, camuflado en un canje de prisioneros. O, para ser exactos, devuelto lo que queda de él —un fantasma demacrado y tambaleante— tras una larga estancia en el sótano sin ventanas de la calle del Mirador. También el francés ha cumplido, y sigue haciéndolo. Como un caballero. Por tres ocasiones, en días y horas convenidos, algunos disparos de sus obuses cayeron más o menos donde Tizón esperaba que cayeran; sin resultado hasta ahora, excepto demoler dos casas, herir a cuatro personas y matar a una. Y cada vez, en las proximidades, rondaba el policía con cebos renovados —merced a la guerra y la necesidad, muchachas jóvenes no faltan en Cádiz—, aunque en ninguna ocasión apareció alguien a quien pudiera tomarse por el asesino. En cualquier caso, las condiciones atmosféricas de los últimos días, con lluvia y vientos que no son de levante, favorecen poco el asunto. Tizón, a quien sus obsesiones no impiden advertir lo cogido con alfileres que tiene todo aquello, no se ilusiona demasiado; pero tampoco abandona la partida. Siempre hay, piensa, más posibilidades de atrapar una presa con la red tendida, aunque la malla sea poco segura, que no usar red ninguna. Por otra parte, a fuerza de patear la ciudad atento a los indicios, comparando las circunstancias conocidas con otras de características semejantes, el policía —o más bien la extraña certeza que guía sus actos en los últimos tiempos— ha ido estableciendo una relación de lugares que supone favorables a lo que espera. Y desea. El método es complejo, casi irracional a veces; y ni el propio Tizón está seguro de su eficacia.
En ello se mezclan experiencias anteriores con íntimas sensaciones: lugares con casas, patios o almacenes abandonados, solares protegidos de miradas indiscretas, calles que permiten resguardarse y desaparecer con facilidad, ángulos callejeros donde el viento se comporta de la misma forma en determinadas condiciones, y donde Tizón ha llegado a advertir el desasosiego —físicamente real o imaginario, en eso sigue sin ponerse de acuerdo con Hipólito Barrull ni consigo mismo— de la repentina ausencia de aire, sonido y olor, semejante a penetrar por un instante en una estrecha campana de vacío. Los endiablados vórtices, o como de veras se llamen, o lo que sean: remolinos de horror ajeno y propio. Es cierto que, con los medios de que dispone, al comisario le es imposible cubrir todos esos lugares al mismo tiempo. Ni siquiera está convencido de que muchos otros, semejantes, no escapen a su cálculo. Pero sí puede, y lo hace, establecer un sistema de controles aleatorios. Algo parecido, por volver al símil del pescador, a calar la red en lugares donde no es seguro que haya pesca, pero donde sabe, o cree saber, que acuden los peces. Y cada día, con cebo o sin él, Tizón visita esos sitios, los estudia en el plano de la ciudad hasta aprenderse cada rincón de memoria, organiza discretas rondas de agentes y recurre a los ojos y oídos de una trama de confidentes que, si antes tuvo siempre a punto, ahora mantiene alerta con experta, y eficaz, combinación de propinas y amenazas.
El arco del Pópulo es uno de esos puntos inquietantes. Pensativo, el policía contempla la bóveda del pasadizo. El lugar, situado a espaldas del Ayuntamiento, es céntrico, transitado y con casas de vecinos y comercios abiertos en las proximidades; aunque esta noche la tormenta no deje ver más que postigos cerrados en la oscuridad y chorros de agua que caen por todas partes. Sin embargo, Rogelio Tizón sabe que ésta es una de esas marcas en el mapa-tablero de ajedrez que le quitan el sueño por las noches y el sosiego durante el día: siete piezas comidas por el adversario y sólo un amago de su parte. Durante dos noches mantuvo aquí la vigilancia con su cebo correspondiente —una joven reclutada en la calle de Hércules—, sin resultado. Y aunque el asesino no acudió a la cita, la bomba sí lo hizo al fin, cayendo la pasada madrugada a pocos pasos, en la plazuela de la calle de la Virreina. Por eso, pese a la lluvia y el cansancio de la jornada, el policía ronda sin decidirse a volver a casa. Aunque las condiciones no son adecuadas, con el aguacero, el viento y los relámpagos, él sigue dando vueltas bajo la lluvia, escudriñando cada rincón y cada sombra, en el permanente esfuerzo por comprender. Por ver el mundo con una mirada idéntica a la del hombre al que busca.
Por un momento, a la parva luz de la lamparilla encendida bajo la imagen sagrada que hay en una de las paredes del pasadizo, bajo las tinieblas del arco, el policía ve una sombra. Hay allí un bulto oscuro que antes no estaba, y eso dispara su instinto y sus sentidos, alertándolo como un perro que presintiera la caza. Con mucho sigilo, procurando no recortarse en la penumbra de la calle, Tizón se acerca a la pared más próxima para disimularse en ella, confiando en el ruido de la lluvia para acallar el sonido de sus botas en los charcos. Permanece así inmóvil, empuñando firme el bastón con pomo de bronce, mientras siente el agua chorrear por su sombrero y su capote impermeable. Pero el bulto —escorzo de silueta masculina cerca de la lamparilla— sigue quieto. Al fin, el policía decide acercarse con cautela, listo el bastón. Está a mitad del pasadizo cuando no puede evitar que sus pasos resuenen en la bóveda. Entonces el bulto se mueve un poco.
—Maldito vino —dice una voz—. No acaba uno de orinarlo nunca.
El timbre es joven y el tono displicente. Tizón se detiene junto a la silueta, que ahora se destaca con más nitidez en la oscuridad: esbelta y negra. De pronto no sabe qué decir. Busca un pretexto para demorarse un poco, en vez de seguir camino.
—No es sitio para hacer necesidades —dice con sequedad.
El otro parece calcular, en silencio, lo pertinente del comentario.
—No me fastidie —concluye.
Acaba en un golpe de tos. Tizón intenta verle la cara, pero la lamparilla del muro sólo alumbra su contorno. Al cabo escucha rumor de paño —el otro se está abrochando la portañuela, supone— y la luz menuda ilumina el rostro flaco, de ojos oscuros y profundos; un hombre de poco más de veinte años, bien parecido, que observa a Tizón con desdén.
—Métase en sus asuntos —dice.
—Soy comisario de policía.
—Me importa un carajo lo que sea.
Está cerca y huele a vino. A Tizón no le gusta su insolencia, y mucho menos el tono despectivo en que se manifiesta. Por un momento, llevado por los impulsos automáticos del oficio y la costumbre, se plantea poner en danza el pomo del bastón y pasar a mayores. Estúpido lechuguino. En ese momento cae en la cuenta de que le resulta conocido. Barcos, tal vez. De pronto cree recordar a un marino. Oficial, seguramente. De ahí el vino y la chulería. Distinta, en todo caso, del desgarro de marineros, jaques, majos y demás guapeza gaditana. Éste huele más a descaro fino, hastiado. De buena familia.
—¿Algún problema?
La nueva voz ha sonado a su espalda y casi sobresalta al comisario. Un segundo hombre se ha acercado. Al volverse, Tizón ve a su lado a un sujeto moreno, de patillas anchas, que viste casaca de botones dorados. La lamparilla ilumina unos ojos tranquilos, de tonos claros.
—¿Están juntos? —pregunta Tizón.
El silencio del recién llegado supone una respuesta afirmativa. Tizón balancea el bastón en su mano derecha. No hay otro problema, comenta, que los que pueda causar su amigo. El otro sigue mirándolo, inquisitivo. Va sin sombrero, con el pelo mojado de lluvia. La lamparilla hace relucir gotas gruesas y recientes en sus hombros. También huele a taberna.
—Policía, le he oído decir —comenta al fin.
—Soy comisario.
—Y su trabajo es vigilar que nadie eche una meada en la calle, en noches como ésta… Lloviendo a cántaros.
Lo ha dicho con sangre fría y mucha sorna. Mal comienzo. Por su parte, Rogelio Tizón acaba de reconocerlos: son los dos corsarios, capitán y teniente, con los que el verano pasado tuvo conversación nocturna en la Caleta. Una charla tan poco agradable como ésta, aunque menos húmeda. Ocurrió cuando investigaba aquella historia de contrabando y viajes por la bahía que acabó llevándolo hasta el Mulato.
—Mi trabajo, camarada, es el que me parece oportuno.
—No somos sus camaradas —replica el más joven.
Reflexiona brevemente Tizón. Con gusto le abriría la cabeza de un bastonazo al petimetre —ahora recuerda que el encuentro anterior le dejó esas mismas ganas—, pero se trata de gente cruda, y el negocio no iba a resolverse con facilidad. De estos casos sale uno, si nada lo remedia, con los pies fríos y la cabeza caliente. Y más allí, solo en el pasadizo, frente a dos hombres cargados de vino pero no lo bastante, todavía en la fase de firmeza agresiva, peligrosa. Y Tizón, sin un rondín cerca. Con la lluvia, se dice con amargura, estarán todos al resguardo de cualquier taberna. Hijos de la grandísima. De manera que, al hablar de nuevo, procura dar a sus palabras el tono adecuado. Más diplomático.
—Voy detrás de alguien —admite con deliberada simpleza— y me confundí en la oscuridad.
Un relámpago exterior ilumina el túnel como un brusco cañonazo a contraluz, recortando las siluetas de los tres hombres. El de las patillas —capitán Lobo, de la Culebra, cae de golpe Tizón— mira al comisario sin decir nada, cual si considerase a fondo lo que acaba de escuchar. Luego hace un breve movimiento afirmativo.
—Ya nos conocemos —dice.
—Tuvimos una conversación —confirma Tizón—. Hace tiempo.
Otro corto silencio. Éste no es de los que amenazan ni parlotean, se dice. Y tampoco el compañero. A poco ve asentir al corsario.
—Estamos en una taberna, ahí mismo, con alguna gente alegre… Mi amigo vino a tomar el aire y aliviarse un poco. Mañana salimos a la mar.
Ahora es Tizón el que asiente.
—Lo tomé por quien no era —admite.
—Todo arreglado, entonces… ¿No?
—Eso parece.
—Entonces, le deseo suerte en su ronda.
—Y yo le deseo suerte en su taberna.
Desde el pasadizo, Tizón ve a los dos marinos, convertidos otra vez en bultos oscuros, salir bajo el aguacero y hundirse en la oscuridad iluminados a trechos por los relámpagos que crujen como disparos y aplastan sus sombras contra el suelo, una junto a otra, bajo la espesa cortina de agua. Entonces el policía acaba de recordar del todo: ese mismo capitán Lobo fue quien hace un par de meses, según cuentan —nadie ha podido probarlo, y los testigos no despegaron los labios—, le pegó un tiro en un duelo a un capitán de ingenieros, en el arrecife de Santa Catalina. El muy correoso cabrón.