12

Dicen —la guerra abunda en dicen y cuentan— que el mariscal Suchet está a punto de entrar en Valencia, y que la toma de Tarifa es sólo cuestión de días; pero a Simón Desfosseux eso lo tiene sin cuidado. Lo que en este momento acapara su atención es conseguir que el viento y las rachas de lluvia que se meten por las rendijas de la barraca no apaguen el fuego donde hierve un puchero con agua y una mezcla de cebada tostada y algún grano suelto de mal café. Sobre la cabeza del capitán de artillería, el temporal arranca gemidos siniestros al techo de tablas y ramas sujetas con clavos y cuerdas. La lluvia, que golpea en ráfagas violentas, penetra por todas partes, salpicando el refugio. Sentado sobre una rudimentaria tarima que no lo pone a salvo del barro y la humedad, Desfosseux tiene el capote sobre los hombros, se cubre con un viejo gorro de lana, y los mitones que le protegen las manos dejan ver los dedos de uñas negras y sucias. La vida de trincheras se torna terrible con el mal tiempo; y más aquí, en la lengua de tierra baja y casi llana del Trocadero, que se adentra en la bahía expuesta al viento y al mar cercano, casi inundada al pie de las baterías francesas por la crecida que las lluvias dan a la boca del río San Pedro y al caño, con el agua rebasando, desbordada, la barra de arena y la línea de la marea alta.

Es inútil pensar en Fanfán y sus hermanos con este tiempo de perros. Desde hace cuatro días no se tira sobre la ciudad. Los obuses están en silencio, cubiertos por lonas alquitranadas; y el sargento Labiche y sus hombres, enterrados hasta media polaina en el barro de su refugio, maldiciendo de todo y de todos. El temporal ha dislocado intendencia, y la Cabezuela no recibe suministros. Ni siquiera el cuarto de ración de carne salada, el vino aguado y áspero y el pan para cuatro días, negro y hecho de salvado en su mitad, que los artilleros han estado recibiendo en las últimas semanas. El hambre, que en este final de 1811 devasta poblaciones enteras y se anuncia terrible en toda la Península, golpea también a las tropas francesas, cuyos servicios de requisa encuentran cada vez más difícil obtener un grano de trigo o una libra de carne en el paisaje hostil de campos yermos y pueblos fantasmas, vaciados por la guerra. Y de todos los ejércitos imperiales, los hombres del Primer Cuerpo, situados en el extremo meridional de Andalucía, son los que más alejados se encuentran de sus centros de abastecimiento; con las comunicaciones, habitualmente inseguras a causa de las partidas de guerrilleros, interrumpidas ahora por la violencia del temporal que bate la costa, desborda los ríos, inunda los caminos y arrastra los puentes.

—¡Esa lona, maldita sea!

El teniente Bertoldi, que acaba de entrar sacudiéndose el agua de un capote lleno de zurcidos y remiendos, se disculpa y asegura la manta que cierra la entrada. Al ver ante sí la cara demacrada y sucia del piamontés, siempre sonriente pese al mundo de agua y barro en que chapotean, Desfosseux siente la necesidad de disculparse por su brusquedad; pero está demasiado abatido hasta para eso. Si cada brote de malhumor de estos días hubiera que repararlo, todos andarían pidiéndose perdón unos a otros, sin tregua. Se limita a asentir con la cabeza, señalando el puchero puesto al fuego.

—En un momento podrá beberse. Aunque no le garantizo el sabor.

—Con que esté caliente me conformo, mi capitán.

El brebaje rompe a hervir. Con mucho cuidado, Desfosseux lo aparta del fuego y vierte un chorro humeante en un pichel de hojalata que le pasa a Bertoldi. Él se sirve en un tazón de porcelana china, azul y desportillado —pieza de la vajilla de una casa rica de Puerto Real, saqueada al principio de la guerra—, y bebe a sorbos cortos, quemándose los labios y la lengua casi con deleite. No hay azúcar, ni miel, ni nada que sirva para endulzarlo. Ni siquiera sabe de verdad a café. Pero, como dice Bertoldi, está caliente. Y es razonablemente amargo. Todo consiste en echarle imaginación al asunto mientras uno se calienta la tripa.

Maurizio Bertoldi acomoda una pierna que le molesta. Hace tres semanas, un rebote de metralla española le hizo una contusión mientras supervisaban la batería de Fuerte Luis. Nada serio, pero todavía cojea. Y esta humedad no ayuda en absoluto.

—Lo de los desertores se resuelve en media hora… Al cambio de guardia, junto al barracón grande.

Desfosseux lo mira por encima del vaho de su taza china. Bertoldi se rasca con un dedo una patilla rubia y encoge los hombros.

—La orden es que oficiales y tropa estén presentes. Sin excusa.

Beben los dos artilleros en silencio mientras las rachas de lluvia golpean afuera e introducen salpicaduras por cada resquicio de la tablazón. Hace una semana, aprovechando la marea baja, cuatro soldados del 9.° de infantería ligera, hartos de hambre y miseria, desertaron de sus puestos de centinela, abandonando fusiles y munición, con intención de pasarse al enemigo. Uno consiguió alcanzar a nado las cañoneras españolas fondeadas junto a la punta de la Cantera, pero los otros fueron capturados por un bote de ronda y devueltos al Trocadero. La ejecución, tras consejo de guerra sumarísimo, estaba prevista para hace dos días en Chiclana; pero el mal tiempo impidió el traslado de los prisioneros. El mariscal Víctor, cansado de esperar, ha ordenado que los tres sean pasados por las armas aquí mismo. Con un tiempo infame como éste, que mina todavía más la moral de la tropa e inspira ideas turbias a los hombres, un escarmiento apropiado pondrá las cosas en su sitio. O eso se espera.

—Vamos, entonces —dice Desfosseux.

Apuran el café, se embozan en los capotes, y el capitán se ciñe el sable y cambia su gorro de lana por el viejo bicornio cubierto con una funda de hule. Apartan la manta y salen al exterior, pisoteando fango. Más allá de las orillas revueltas de la península del Trocadero, la bahía hierve en rociones de agua y espuma gris. La cinta tenebrosa de Cádiz apenas se distingue al fondo del paisaje: largo perfil oscuro silueteado por relámpagos que zigzaguean en el cielo sombrío, dejan oír truenos lejanos y recortan la arboladura de los barcos fondeados que cabecean incómodos aguantándose sobre sus anclas, proa al sudeste.

—Cuidado aquí, mi capitán. El puente tiembla como si estuviera vivo.

El agua amenaza con sumergir y llevarse consigo la pasarela de tablas que salva la zanja de drenaje entre la segunda y la tercera baterías. Simón Desfosseux cruza con aprensión, temiendo verse arrebatado hacia el mar. El camino discurre por una trinchera encharcada, protegida de los tiros españoles por un espaldón de tierra, cestones y fajinas. Cada vez que el artillero hunde las botas en el fango, el agua se le mete por las grietas de las suelas hasta más arriba de los tobillos, empapando los trapos que le envuelven los pies. Bertoldi cojea y chapotea unos pasos delante, encorvado bajo las ráfagas qué aúllan entre los cestones y rizan el agua espesa y marrón por la que arrastra, indiferente, los faldones del capote.

Más allá del barracón general donde se guardan cureñas, armones y otros elementos del tren de artillería, y que a veces sirve como depósito temporal de prisioneros, hay una hondonada que lleva hasta el caño del Trocadero: canal de unas setenta toesas de anchura por donde corre turbulenta el agua fangosa de la riada. En torno a la hondonada, cubiertos por mantas, capotes pardos y grises, sombreros y chacos chorreantes de agua, hay centenar y medio de soldados y oficiales en actitud expectante, silenciosa, formando un semicírculo en la parte alta. Desfosseux comprueba que el sargento Labiche y sus hombres también se encuentran allí, observando hoscamente la escena mientras escupen con desagrado por el colmillo. En realidad todo el mundo debería estar en correcta formación; pero, con el día que hace y toda aquella agua cayendo, a nadie se le ocurre atenerse a los reglamentos.

En la puerta del barracón, Simón Desfosseux ve a dos oficiales españoles que, protegidos del aguacero bajo un toldo de lona y vigilados por un centinela con la bayoneta calada, observan de lejos la escena. Los dos visten uniforme azul de la Armada enemiga. Uno lleva un brazo en cabestrillo y otro luce en su casaca las charreteras de teniente de navío. Desfosseux está al tanto de que el temporal hizo garrear ayer su falucho, arrojándolo contra el Trocadero. Con mucha pericia, y haciendo de la necesidad virtud, el teniente de navío hizo dar vela para conseguir gobierno, eligiendo así un lugar de varada en la playa misma de la Cabezuela, en vez de hacerlo sobre unas piedras peligrosamente próximas. Luego intentó quemar su embarcación, aunque se lo impidió la lluvia, antes de ser capturado con el segundo de a bordo y veinte hombres de tripulación. Ahora, los españoles esperan el primer envío de prisioneros a Jerez, etapa inicial del cautiverio en Francia.

En la parte baja de la hondonada, cerca de la orilla del caño y vigilado cada uno de ellos por dos gendarmes con su característico bicornio —impecables como suelen, pese a la lluvia— y carabinas colgadas a la funerala bajo las capas azules, los tres desertores aguardan el cumplimiento de la sentencia. El capitán Desfosseux se sitúa con Bertoldi entre el grupo de oficiales y echa una ojeada curiosa a los reos. Están de pie bajo el aguacero, sin capotes, descubierta la cabeza y las manos atadas a la espalda; uno en chaleco y mangas de camisa, y los otros con sus guerreras azules empapadas, llenos de barro los pantalones de estameña marrón requisada en los conventos. El que está en mangas de camisa es un caporal, comenta alguien. Un tal Wurtz, de la 2.a compañía. Los otros son muy jóvenes, o lo parecen. Uno de ellos, flaco y pelirrojo, mira espantado alrededor mientras tiembla con violencia —frío o miedo—, hasta el punto de que deben sostenerlo los gendarmes. Un coronel del estado mayor del duque de Bellune —renegará en sus adentros de que lo hayan hecho venir desde Chiclana con este tiempo— se acerca a los prisioneros con un papel en las manos. El suelo fangoso, blando en unos sitios y resbaladizo en otros, le entorpece el paso. Un par de veces está a punto de caerse.

—Empieza la farsa —murmura alguien entre dientes, a espaldas de Desfosseux.

El coronel hace un intento de leer en voz alta la sentencia, pero la lluvia y el viento se lo impiden. A las pocas palabras, desistiendo, dobla la hoja de papel mojado y hace un gesto al suboficial de gendarmes, que cambia unas palabras con sus hombres mientras un piquete de infantería, dispuesto fuera de la vista de los reos, se agrupa de mala gana junto al barracón. Los tres hombres han sido puestos ahora de espaldas, vueltos hacia el caño, mientras les vendan los ojos. El que está en mangas de camisa se debate un poco, resistiéndose. Uno de sus compañeros —un muchacho menudo y moreno— se deja hacer mansamente, como sonámbulo; pero al pelirrojo, apenas se apartan los gendarmes, le fallan las piernas y cae sentado al suelo, en el barro. Sus gemidos se escuchan en toda la hondonada.

—Podían haberlos atado a un poste —comenta el teniente Bertoldi, escandalizado.

—Unos gastadores clavaron unos maderos —apunta un capitán—. Pero los tumbó el agua… El suelo está demasiado blando.

El piquete forma ya detrás de los condenados: doce hombres con fusiles y un teniente del 9.° ligero con capa azul, el sombrero chorreando y el sable desenvainado. Por orden del mariscal Víctor, los verdugos pertenecen al mismo regimiento que los sentenciados. Los infantes tienen el aire hosco y es evidente su poca gana de estar allí: la lluvia hace relucir el hule negro de los chacós y los capotes con cuyos faldones protegen del agua las llaves de fuego de sus armas. El muchacho pelirrojo sigue sentado en el barro, las manos atadas a la espalda y el cuerpo inclinado hacia adelante, gimiendo sin parar. El que está en mangas de camisa vuelve un poco hacia atrás el rostro con los ojos vendados, como si no quisiera pasar por alto el momento en que le disparen. Ahora el oficial del piquete dice algo mientras apoya la hoja del sable en su hombro, luego alza el brazo y los fusiles se ponen más o menos horizontales. No muy rápidos, algunos. En principio, cuatro de ellos deben apuntar a la espalda de cada reo, cuyas figuras destacan sobre la corriente revuelta del caño cercano.

Simón Desfosseux no llega a oír la orden de fuego. Sólo advierte los estampidos irregulares de los fusiles —los tiros suenan sueltos, casi con desgana, en vez de la reglamentaria descarga cerrada, y algún cebo no llega a prender con el chispazo— y la humareda blanquecina de pólvora que se disipa de inmediato en la lluvia.

—Joder, joder —murmura Bertoldi—. Joder.

Una chapuza, piensa Desfosseux, propia del día y las circunstancias. Casi está a punto de vomitar el brebaje bebido hace menos de media hora. El desertor del chaleco ha caído de bruces al barro, inmóvil, y la lluvia le extiende con rapidez una mancha bermeja por las mangas de la camisa mojada. Pero el joven menudo y moreno, tumbado sobre un costado, patalea en el barro por el que intenta arrastrarse pese a las manos atadas a la espalda, dejando un reguero de sangre mientras alza la cara —todavía lleva los ojos vendados— a la manera de un ciego que intentase ver lo que ocurre alrededor. En cuanto al pelirrojo, sigue sentado en el suelo, gimoteando aterrado pero sin un rasguño visible, entre las ráfagas de lluvia que lo acribillan todo.

La bronca del coronel de estado mayor al teniente, y la de éste al huraño piquete, llega nítidamente hasta Simón Desfosseux. Los soldados que rodean la hondonada se miran unos a otros o maldicen sin disimulo mirando a los oficiales. Nadie sabe qué hacer. Tras una vacilación, el teniente saca una pistola de debajo de su capa, y con paso indeciso pasa junto al reo arrodillado, se acerca al que se arrastra, y le dispara; pero la chispa sólo quema algo de pólvora húmeda y el tiro no sale. El teniente estudia y manipula el arma, desconcertado. Luego, vuelto hacia el piquete, ordena que vuelvan a cargar los fusiles; pero todos, incluido Desfosseux, saben que con aquel viento y la lluvia eso no servirá de nada.

—Acabaremos a bayonetazos, ya veréis —murmura uno de los oficiales.

Por el grupo corren algunas risas sarcásticas, contenidas. Abajo, en la hondonada, la situación la resuelve el suboficial de gendarmes, un veterano de mostacho espeso. Con mucha presencia de ánimo, sin esperar órdenes de nadie, coge la carabina de uno de sus hombres, se dirige al herido que se arrastra y lo remata con un disparo a quemarropa. Después cambia el arma por la de otro gendarme, se acerca al pelirrojo sentado en el suelo y le descerraja un tiro en la cabeza. El muchacho cae de boca, encogido como un conejo. Entonces el sargento devuelve la carabina y, chapoteando con indiferencia en el barro, pasa por delante del confuso teniente, sin mirarlo, y se cuadra ante el coronel de estado mayor. Que, no menos confuso, le devuelve el saludo.

Regresan los hombres a sus puestos, despacio. Algunos murmuran en voz baja o echan una última ojeada a los tres cuerpos inmóviles en la orilla del caño. El teniente Bertoldi mira a los dos oficiales de marina españoles, que vigilados por el centinela se retiran al barracón.

—No me gusta que los manolos hayan visto esto —comenta.

Simón Desfosseux, que se sube las solapas empapadas del capote y agacha la cabeza bajo las ráfagas de agua, tranquiliza a su ayudante.

—Pierda cuidado… Ellos hacen lo mismo con los suyos. Y a crueles no les gana nadie.

El capitán echa a andar por la trinchera llena de barro, camino del puente medio anegado. Sueña con un poco de fuego de leña que le quite alguna humedad de la ropa y caliente sus manos ateridas. Lo mismo hay suerte y todavía encuentra tibio el café, añade con risueño optimismo. En cualquier caso, concluye, parece mentira la importancia que en situaciones de necesidad extrema, como la que allí viven, puede tener un sorbo caliente, un trozo de pan o —el colmo del lujo, estos días— una pipa o un cigarro. A veces se pregunta si, después de aquello, logrará adaptarse a los tiempos que quizá conozca, si sobrevive. A ver cada día el rostro de su mujer y sus hijos. A situarse frente a paisajes que pueda contemplar sin encontrarse calculando, automáticamente, parábolas e impactos. A praderas donde poder tumbarse y cerrar los ojos sin la aprensión de que, en el más simple de los casos, un guerrillero se acerque con sigilo y le rebane el cuello.

Mientras sigue adelante, sacando y metiendo las botas en el agua fangosa, a su espalda oye chapotear y refunfuñar a Maurizio Bertoldi:

—¿Sabe lo que pienso, mi capitán?

—No. Y tampoco quiero saberlo.

Más chapoteo. La voz del teniente suena de nuevo al poco rato, cual si hubiera considerado a fondo las palabras de su superior.

—Bueno… Lo diré de todas formas, si no le importa.

Otra ráfaga violenta de lluvia. Simón Desfosseux se sujeta el sombrero y agacha la cabeza, malhumorado.

—Me importa. Cierre el pico.

—Esta guerra es una mierda, mi capitán.

El hombre desnudo, acurrucado en un ángulo del muro, alza una mano para protegerse el rostro cuando Rogelio Tizón se inclina sobre él, echándole un vistazo. En los labios rotos y agrietados, en las marcas producidas por los golpes y en las ojeras profundas, resultado del sufrimiento y la falta de sueño, el individuo que tiene delante se parece muy poco al que detuvo hace cinco días en la casa de la calle de las Escuelas. Con ojo perito, hecho a ello, el comisario evalúa los daños y calcula las posibilidades de la situación. Que son razonablemente elásticas. Hace un rato hizo venir a un médico de relativa confianza: un matasanos borrachín que suele revisar, cuando se tercia, el estado de salud de las mujerzuelas de Santa María y la Merced. El sujeto aún aguanta conversación, fue el diagnóstico facultativo. Bien de pulso y respiración regular, dentro de lo que cabe. En dosis moderadas y con tiento, se le puede seguir dando hilo a la cometa. Creo. Después de aquello, con media onza más de peso en un bolsillo de su raída chupa, el médico —Casimiro Escudillo, más conocido en los antros gaditanos como doctor Sacatrapos— se fue directo al despacho de vino más próximo, a convertir de sólido en líquido la reciente y rápida ganancia. Y aquí sigue Tizón, mientras tanto, asistido por el habitual Cadalso y otro agente ocupados en darle hilo a la cometa. En conversación con Gregorio Fumagal, o con lo que de él va quedando.

—Empezaremos otra vez, camarada —dice Tizón—. Si no te importa.

Gime el taxidermista cuando lo levantan y, haciéndole arrastrar los pies por el suelo, lo llevan de nuevo a la mesa, donde lo tumban boca arriba, el borde a la altura de los riñones. Su piel poco velluda y sucia reluce de sudor frío a la luz del velón de sebo que ilumina a medias el sótano sin ventanas. Mientras el agente lo sujeta por las piernas, sentándose sobre ellas, Rogelio Tizón acerca una silla y se acomoda al revés, con los brazos apoyados en el respaldo, cerca de la cabeza del otro; que cuelga, con medio torso, en el vacío desde el borde de la mesa. La boca del prisionero se abre en un esfuerzo por aspirar aire mientras la sangre afluye y le congestiona el rostro. En estos cinco días ha contado cosas que bastan para darle garrote diez veces por espía, pero ninguna de las que realmente interesan al comisario. Este se acerca más y recita en voz queda, casi confidencial:

—María Luisa Rodríguez, dieciséis años, Puerta de Tierra… Bernarda Garre, catorce años, venta del Cojo… Jacinta Herrero, diecisiete años, calle de Amoladores…

Así hasta completar seis nombres, seis edades que no alcanzan los diecinueve, seis lugares de Cádiz. Con largas pausas entre cada uno, dándole a Fumagal una oportunidad de llenar los huecos. Tizón acaba la relación y se queda inmóvil, todavía con la boca próxima a la oreja derecha del taxidermista.

—Y las putas bombas —añade al fin.

Desde su posición invertida, crispados los rasgos por el dolor, el otro lo mira con ojos turbios.

—Bombas —susurra, débil.

—Eso es. Las marcadas en tu plano, ¿recuerdas?… Puntos de caída. Lugares especiales. Cádiz.

—Ya lo he dicho todo… sobre las bombas…

—De verdad que no. Te lo aseguro. Haz memoria, anda. Estoy cansado, y tú también… Todo esto es perder el tiempo.

Se sobresalta el otro como si aguardase un golpe. Uno más.

—He contado lo que sé —gime—. El Mulato…

—El Mulato está muerto y enterrado. Le dieron garrote, ¿recuerdas?

—Yo… Las bombas…

—Exacto. Bombas que estallan y mujeres muertas. Cuéntamelo.

—No sé nada… de mujeres.

—Mala cosa —Tizón tuerce la boca, sonriendo sin una pizca de humor en el semblante—. Conmigo es mejor saber que no saber.

Mueve a un lado y a otro la cabeza el taxidermista, con desmayo. Al cabo de un momento se estremece y emite un quejido largo y ronco. Con curiosidad técnica, el comisario observa el reguero de saliva que sale por la comisura de la boca, cruza la cara y de allí gotea al suelo.

—¿Dónde escondes el látigo?

Mueve los labios Fumagal, en vano. Cual si no lograra coordinar las palabras.

—¿El… látigo? —articula al fin.

—Ese mismo. Trenzado de alambre. Tu herramienta para desollar.

Agita el otro débilmente la cabeza, negando. Tizón levanta, breve, los ojos hacia Cadalso, que se ha acercado a la mesa empuñando un vergajo. Entonces el ayudante golpea una sola vez, rápido y seco, entre los muslos de Fumagal. El quejido de éste se torna alarido de angustia.

—No vale la pena —apunta Tizón con feroz suavidad—. Te aseguro que no.

Espera un instante, atento al rostro del prisionero. Después mira de nuevo a Cadalso y otro vergajazo restalla, haciendo que el alarido de Fumagal se vuelva más agudo: un chillido de horror y desesperación que el comisario analiza con oído profesional, acechando en él la nota, el punto exacto que busca. Y que, concluye irritado, no encuentra.

—María Luisa Rodríguez, dieciséis años, Puerta de Tierra… —empieza de nuevo, paciente.

Más gemidos. Más vergajazos y gritos. Más pausas cuidadosamente calculadas. Por aquí deberían darse una vuelta esos caballeretes liberales de las Cortes, se dice Tizón en una de ellas. Jugando a mundos ideales con su soberanía nacional, su hábeas corpus y demás sandeces de petimetres.

—No quiero saber por qué las mataste —dice al cabo de un rato—. No por ahora, al menos… Sólo que me confirmes los lugares de cada una… Y también el antes y el después de las bombas… ¿Me sigues?

Los ojos del taxidermista, desorbitados por el dolor, lo miran un instante. Tizón cree advertir en ellos un destello de comprensión. O de quiebra.

—Cuéntamelo y descansarás, por fin. Descansarán estos amigos y descansaremos todos.

—Las bombas… —murmura Fumagal, ronco.

—Eso es, camarada. Las bombas.

Mueve los labios el otro, sin emitir sonidos. Tizón se acerca un poco más, atento.

—Venga. Dímelo de una vez… Seis bombas y seis mujeres muertas. Acabemos con esto.

De tan cerca, el prisionero huele agrio, a sudor y a descomposición corporal. A carne tumefacta. Húmeda. Como huelen todos al cabo de unos días de tratamiento. De darle hilo a la cometa, como dice el doctor Sacatrapos.

—No sé… nada… de mujeres.

El susurro brota como un soplo de último aliento. Le sigue una arcada de vómito. El comisario, que había acercado una oreja a la boca del taxidermista para averiguar lo que decía, se aparta con disgusto.

—Lástima que no lo sepas.

Brutal, desprovisto de imaginación y sin otra iniciativa que la de su jefe y superior, el ayudante aguarda vergajo en mano, esperando instrucciones para golpear de nuevo. Tizón lo disuade con una mirada.

—Relájate, Cadalso. Esto va para largo.

Un rayo de sol rompe el velo de nubes bajas que todavía se mantiene espeso más allá de las alturas de Chiclana, al otro lado del caño Saporito, el de Sancti Petri y el laberinto de esteros y salinas. Cuando Felipe Mojarra sale de su casa, la luz del amanecer penetra la bruma y empieza a reflejarse en las láminas de agua inmóvil y gris, crecida por las recientes lluvias y la marea alta. Dejando atrás el breve emparrado de ramas nudosas y desnudas por el invierno, el salinero camina despacio, mirando los montones enmarañados de barro, broza y cañas que arrastró el temporal, acumulados junto al talud del dique cercano y al pie de los muros del chozo, donde quedó arrasado el pequeño huerto familiar.

Hace un frío húmedo y perro que araña los huesos. Cubierto con calañés sobre el pañuelo que le envuelve la cabeza, manta puesta a manera de capote de monte y atadas las alpargatas por las cintas y colgadas del cuello, Mojarra inclina la cabeza y, golpeando el eslabón y la piedra junto a la yesca, enciende, masculino y serio, un cigarro de picadura. Después se descuelga del hombro el largo fusil francés y fuma apoyado en él mientras espera a su hija. Demasiadas mujeres en casa, piensa. Aunque, si hubiera tenido un hijo varón —a veces mira con envidia al hormiguilla de su compadre Curro Panizo—, lo mismo a estas alturas se lo habrían matado ya en la guerra, como a tantos. Nunca se sabe dónde puede saltar la suerte o la desgracia, y más con los gabachos cerca. El caso, resumiendo, es que a Mojarra le desagradan las despedidas familiares; y esta mañana ha querido ahorrarse el llanto y los abrazos de su hija Mari Paz con la madre, abuela y hermanillas. La muchacha regresa a Cádiz después de pasar la Nochebuena en la Isla. Gracias habría que dar por que la dueña de la casa donde sirve diera permiso, dijo el salinero, irritado, dejando brusco sobre la mesa el mendrugo de pan desmigado en vino del desayuno para irse afuera antes de tiempo. Y tampoco es que la chica regrese al fin del mundo. Con guerra o sin ella, ni en la Isla ni en España están los tiempos para blanduras de familia, ni despedidas de mujeres. Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz, o en el infierno. Donde sea. Donde se pueda.

—Cuando quiera, padre.

Mira el salinero a su hija, que viene por la senda: hatillo anudado en una mano, saya y mantilla de paño pardo, cubierta la cabeza y mostrando los ojos oscuros, grandes y dulces. Fina como lo era su madre a esa edad, antes de que la molieran las fatigas de los partos y los trabajos. A pique de los diecisiete, que hace pronto. Edad ya de pensar en casarla como Dios manda si aparece un hombre a propósito, serio y decente, capaz de hacerse cargo de ella. Lo antes posible, si no fuera por la necesidad y las circunstancias. Que Mari Paz sirva con las señoras Palma permite sostener la casa familiar, allí donde no alcanza lo poco que Mojarra percibe por seguir alistado en la compañía de escopeteros locales: algo de carne para el puchero y algunas monedas sueltas, cuando hay paga. Porque del premio por la cañonera del molino de Santa Cruz sigue sin haber noticias. Las reclamaciones suyas y de Curro Panizo no han servido de nada hasta la fecha, y el cuñado Cárdenas murió hace dos semanas en el hospital, tirado como un perro, o casi, con los vecinos de cama robándole el tabaco, y sin ver un cuarto. Al menos ése, piensa el salinero a modo de consuelo, no tenía familia de la que ocuparse. Ni huérfanos ni viuda. A veces concluye que un hombre cabal no debería dejar nada detrás. Libre de esa inquietud, lo haría todo con más decisión. Con menos tiento y menos miedo.

—Ten cuidado cuando paréis en el ventorrillo del Chato —el salinero habla con adusta gravedad, entre chupada y chupada a su cigarro—. No hables con nadie, y la mantilla por encima y bien puesta. ¿Me oyes?

—Sí, padre.

—Al llegar te vas derecha a casa de tus señoras, antes de que se haga de noche. Y sin pararte en ningún sitio… Que no me gustan esas historias que corren.

—Descuide usted.

Echa Mojarra humo de tabaco, exagerando lo severo del semblante.

—Eso quisiera yo. Descuidarme… El carretero es de confianza, pero él tiene que ocuparse también de lo suyo. Las bestias y demás.

Protesta la muchacha, medio burlona.

—Viene también Perico el tonelero, padre. Acuérdese… Ni soy tonta ni voy sola.

Qué mayor se ha hecho, piensa Mojarra. Todo este tiempo allá, en Cádiz. Ya casi me discute.

—Aun así —gruñe.

Caminan padre e hija internándose en la población de la Isla, hacia la plaza de la Villa, por calles orilladas de viviendas cuyas rejas se meten en las estrechas aceras. Hay mujeres arrodilladas con bayetas y cubos en los portales, o salpicando con agua de fregaza el suelo de tierra frente a sus casas.

—Tú haz lo que digo. Y no te fíes de nadie.

En la calle principal, entre el convento del Carmen y la iglesia parroquial, tenderos y taberneros empiezan a abrir sus puertas, formándose ya las primeras colas en los despachos de pan, vino y aceite. Frente a la Imprenta Real de Marina, un ciego de voz estridente pregona que hay disponibles ejemplares de la Gazeta de la Regencia. Carreteros y arrieros van y vienen descargando mercancías, y entre los sobrios tonos de las ropas civiles destaca el animado color de los uniformes: milicianos locales de sombrero redondo y chaquetilla corta, de guardia junto al Ayuntamiento, militares regulares de pantalones ceñidos, casacas de alamares y vueltas de diversos colores, sombreros de picos, cascos de cuero o morriones con escarapelas rojas. Desde que asomaron los franceses, la Isla parece más que nunca un cuartel. Al paso, sin detenerse, Mojarra saluda a algún vecino o conocido. Junto a la casa de los Zimbrelo hay una buñolera con su puesto humeando aceite.

—¿Desayunaste algo?

—No. Con el llanto de mis hermanillas se me pasó el rato.

Tras una breve indecisión, el salinero se cambia de hombro el fusil, mete mano en la menguada faltriquera, saca un cuarto de cobre, compra dos buñuelos de a ochavo envueltos en papel grasiento y se los da a su hija. Uno para ahora y otro para el camino, dice cuando ella protesta. Después le manda que se ponga más cerrada la mantilla y la coge del brazo, apartándola del puesto tras dirigir una mirada sombría a dos cadetes de ingenieros que, pavoneándose con sus casacas color de pasa y cascos con cimera de piel de oso, esperan turno para los buñuelos mientras observan con descaro a la muchacha.

—Dice mi señorita que debería aprender a leer y a escribir, y las cuentas… Que tengo despejo suficiente.

—Eso cuesta dinero, hija.

—Lo pagaría ella, si quiero y aprovecho. Hay una señora viuda en la calle del Sacramento, encima de la botica, persona decente, que enseña las letras y las cuatro reglas por cinco duros al mes.

—¿Cinco duros? —Mojarra tuerce el gesto, escandalizado—. Eso es un costal de cuartos.

—Ya digo que ella se ofrece a pagarlo. Me dejaría ir por las tardes, una hora cada día, si usted lo permite. Y el primo Toño también dice que debo aprovechar la oportunidad.

—Dile a tu señorita que se meta en sus asuntos. Y a ese primo, que se ande con mucho ojo… Que un navajazo en la ingle, bien dado de abajo arriba, lo mismo despacha a un pobre que a un señorito con reloj de oro en el chaleco…

—Por Dios, padre. Ya sabe usted que don Toño es un caballero formal, aunque siempre esté de broma. Y bien simpático.

Mira el salinero, hosco, el suelo delante de sus pies descalzos.

—Yo sé lo que me digo.

Dejando atrás la plaza consistorial, padre e hija han llegado a la alameda que baja desde el convento de San Francisco. Allí, en el abrevadero de un chamizo de herrero que hay entre el Observatorio de Marina y el matadero municipal, suelen parar los carruajes que van a Cádiz. En tartana o calesa, el viaje no pasa de tres horas; pero eso cuesta más dinero. Mari Paz tardará de seis a ocho, a paso lento de carreta, con paradas previstas en el retén de Torregorda, el ventorrillo del Chato y el retén de la Cortadura. Dos leguas y media de camino por el arrecife, entre el mar y el saco de la bahía, con algunos trechos a tiro de cañón del enemigo. La simple idea de que los franceses puedan disparar sobre su hija inspira a Felipe Mojarra ansias homicidas. Ganas de deslizarse ahora mismo por los caños y tajarle la garganta al primer gabacho que se tope.

—Una muchacha honrada no necesita leer, ni saber de cuentas para vivir —comenta tras unos pasos, luego de meditarlo despacio—. A ti te basta con coser, planchar y guisar un puchero.

—Hay otras cosas, padre. La educación…

—Con lo que te enseñó tu madre, lo que aprendes en esa casa y las maneras que ves a los señores, tienes educación de sobra para cuando te cases y vivas en la tuya.

Ríe Mari Paz, argentina. Suave. Esa risa le devuelve un aire de frescura infantil. El de la niña pequeña que Felipe Mojarra casi ha olvidado.

—¿Casarme yo? Venga, padre. Ni se le ocurra —ahora adopta un tono entre ingenuo, ofendido y vanidoso—. A ver quién me va a querer a mí… Además, no siempre hay por qué. Fíjese en la señorita, que a pesar de todo sigue soltera. Y eso ella, que es tan elegante y seria. Tan… No sé… Tan señora.

El tono y la risa de la muchacha remueven por dentro al salinero, aunque a su pesar. No deberíamos dejar nada atrás, se repite en los adentros, súbitamente preso de una vaga angustia. Después mira a su hija, dudando entre darle una reprimenda o darle un beso, y al final no se decide ni por lo uno ni por lo otro. Se limita a tirar al suelo la punta del cigarro y a cambiarse otra vez de hombro el fusil.

—Acaba de comerte el buñuelo, anda.

Apoyado en el antepecho de la muralla sur de la ciudad, junto al edificio de la Cárcel Real, Rogelio Tizón mira el mar. A su izquierda, más allá de la Puerta de Tierra, se extiende la prolongada línea baja, hoy amarillenta y brumosa, del arrecife que lleva a tierra firme, Chiclana y la Isla. Por la derecha el cielo está despejado y el aire más limpio, aunque una franja oscura parece ensombrecer de nuevo, aproximándose despacio, la raya del horizonte. En esa dirección, la perspectiva blanca de la ciudad se escalona con la obra inconclusa de la catedral nueva, las torres vigía sobre los edificios, el convento de Capuchinos, las casas bajas y achatadas del barrio de la Viña, y la punta ocre, lejana, del castillo de San Sebastián, con su faro adentrándose en la boca de la bahía.

—¿Una corvinita guapa, señor comisario?

Cerca de Tizón, repartidos por la muralla sobre el mar que bate abajo, hay una docena de los habituales sujetos que se buscan la vida con caña, cebo y sedal, sacando lo que luego venderán de puerta en puerta por las fondas y posadas. Uno de ellos, fulano agitanado del Boquete —es confidente habitual suyo, y también uno de los caribes que arrastraron al general Solano por las calles en la revuelta del año ocho—, ha venido a ofrecerle, solícito, una de las tres piezas de buen tamaño que colean dando boqueadas en el cubo.

—Tengo mucho gusto en obsequiársela, don Rogelio. A su casa se la llevo luego, si quiere.

—Quítate de mi vista, Caramillo. Aire.

Se aleja el otro, sumiso, cojeando levemente. No parece guardarle rencor a Tizón, al menos en apariencia, por la paliza con la que éste, hace siete u ocho años, le dejó una pierna media pulgada más corta que la otra. En cualquier caso, el comisario no está de humor para pescado, ni para carne, ni para tratar con gentuza. No esta mañana, desde luego, tras la charla que mantuvo hace poco más de una hora en Capitanía con el gobernador Villavicencio y el intendente general García Pico. El día había empezado bien, sin embargo. Después de hojear El Censor General y El Conciso —uno servil y otro liberal, para ver cómo respiran hoy tirios y troyanos— bebiendo un pocillo en el café del Correo, y de afeitarse con un barbero de la calle Comedias sin pagar un cobre, como de costumbre, el comisario hizo un recorrido fructífero por los pastos habituales. Visitando, con su mejor sonrisa de escualo madrugador, un par de sitios donde la conciencia poco tranquila y la necesidad de estar a buenas con la autoridad competente aflojaron las bolsas sin mucha resistencia. La bonita cifra de 30 pesos de sobresueldo extra no resulta mal botín para una sola mañana: 100 reales de un quincallero de la calle de la Pelota por alojar y emplear —para todo, aseguran maliciosos los vecinos— a una sirvienta viuda y emigrada sin papeles en regla, y otros 500 de un platero de la calle de la Novena, receptador contumaz de objetos robados, al que Tizón dio a elegir, sin rodeos, entre esa cantidad puesta directamente en su bolsillo y la ingrata alternativa de 9.000 reales de multa o seis años de presidio en Ceuta.

Pero todo se nubló después. Bastaron veinte minutos en el despacho del gobernador militar y político de Cádiz para que a Rogelio Tizón se le cortara la leche. Acudió a media mañana con García Pico, a informar al gobernador de un asunto que, por razones de elemental prudencia, ni el intendente ni el comisario se atreven a poner por escrito. No está el ambiente para riesgos, ni resbalones.

—Todavía no podemos dar nada por seguro —explicaba Tizón, incómodo, sentado ante la mesa imponente del gobernador—. Lo del espionaje está fuera de duda, por supuesto… Pero necesito más tiempo para lo otro.

Juntaba las yemas de los dedos de ambas manos el teniente general don Juan María de Villavicencio, en ademán casi piadoso. Escuchando. Sus lentes de oro colgaban del ojal de la casaca, y mantenía inclinada sobre el corbatín negro la augusta cabeza de pelo cano. Al fin despegó los labios.

—Si es un espía probado —dijo con sequedad—, debería remitirse a la autoridad militar.

Respetuosa y prudentemente, Tizón respondió que no se trataba sólo de eso. Espías o sospechosos de serlo había muchos en Cádiz. Uno más o menos cambiaba poco las cosas. Sin embargo, se daban indicios serios relacionando al detenido con la muerte de las muchachas. Cosa, ya, de otro calibre.

—¿Eso es seguro?

El titubeo del comisario apenas fue perceptible.

—Muy probable, al menos —respondió, impávido.

—¿Y a qué espera para obtener una confesión en regla?

—En eso estamos —el policía se permitió una sonrisa lobuna, de contenida suficiencia—. Pero las nuevas modas políticas nos imponen ciertas limitaciones…

Cuando se volvió a medias hacia García Pico, esperando algún apoyo por su parte, la sonrisa tizonesca se diluyó en el vacío. Serio, deliberadamente al margen, el intendente mantenía la boca cerrada, sin comprometerse. No allí, desde luego. Con el gobernador. Lo que sí traslucía su expresión eran serias dudas de que Rogelio Tizón se sintiera limitado por modas políticas, ni por ninguna otra maldita cosa.

—¿Qué posibilidades hay de que ese detenido sea el asesino? —preguntó Villavicencio.

—Razonables —respondió Tizón—. Pero quedan puntos oscuros.

Mirada recelosa del gobernador. De perro viejo. Perro de aguas, se dijo Tizón, regocijado de su propio chiste malo.

—¿Ha admitido algo?

Otra vez la sonrisa de lobo. Ambigua, ahora. Adobando el farol.

—Algo, sí… Pero no mucho.

—¿Suficiente para remitirlo a un juez?

Una pausa cauta. Sintiendo en él la mirada inquieta de García Pico, Rogelio Tizón hizo otro ademán vago y dijo no todavía, mi general. Quizá en un par de días. O poco más. Después se recostó en la silla, de la que hasta ese momento sólo había estado sentado en el borde.

Empezaba a tener calor, y celebró haberse quitado el redingote antes de entrar.

—Espero, por su bien, que sepa lo que hace.

Silencio. La frialdad del gobernador contrastaba con la temperatura extrema del despacho. Se diría que toda una vida en el mar había enfriado los huesos de Villavicencio. El fuego excesivo que ardía en la chimenea, bajo un cuadro enorme con una batalla naval de resultado indeciso, despedía un calor infernal; pero él permanecía seco y exageradamente cómodo con la gruesa casaca de anchos galones en las bocamangas, por las que asomaban sus manos pálidas y finas. Manos de relojero, pensó Tizón. En la izquierda, por coquetería o desafío de casta y clase, continuaba luciendo la esmeralda regalada por Napoleón en Brest. Tras una breve duda, el policía descartó la idea de sacar un pañuelo y secarse el sudor de la frente. Aquellos dos podrían malinterpretar la cosa.

—En cualquier caso —apuntó—, necesitábamos algo que ofrecer a la opinión pública. Y lo tenemos: un espía confeso, sospechoso de… En fin. Todo puede orientarse como es debido. Conozco a la gente de los periódicos.

El gobernador agitó débilmente una mano despectiva.

—Yo también los conozco. Más de lo que desearía… Pero imagine que no es él. Que se difunde la noticia y que mañana el asesino vuelve a matar de nuevo.

—Por eso no he echado las campanas al vuelo, mi general. Todo se conduce con mucha discreción. Ni lo del espionaje ha salido a la luz, todavía… Ese individuo ha desaparecido de la vida pública, de momento… Nada más.

Asentía Villavicencio, el aire distraído. Toda Cádiz está al corriente de que le queda poco tiempo en el cargo: es uno de los más conspicuos candidatos a formar parte de la nueva Regencia, a elegir en las próximas semanas. Seguramente lo sustituirá como gobernador don Cayetano Valdés, que ahora dirige con mano de hierro las fuerzas sutiles que defienden la bahía: un marino curtido y duro, veterano de los combates navales de San Vicente y de Trafalgar, con fama de seco y directo. Así que ojalá todo quede resuelto antes, pensó Tizón. Con Valdés en Capitanía, menos político y relamido que Villavicencio, no valdrán sobreentendidos, ambigüedades ni paños calientes.

—Imagino que todo irá como es debido —dijo de pronto el gobernador—. Me refiero a la pesquisa.

—¿La pesquisa?

—El interrogatorio. Que se estará haciendo sin excesos ni, ejem… Violencia innecesaria.

El intendente general García Pico abrió la boca, por fin. Casi escandalizado, o procurando parecerlo.

—Por supuesto, señor gobernador. Es impensable…

Villavicencio no le hizo mucho caso. Miraba directamente a Tizón, a los ojos.

—En cierto modo es oportuno que sea usted, comisario, quien se haga cargo de esta parte del procedimiento… La jurisdicción militar es más rígida. Menos…

—¿Práctica?

No lo he podido evitar, se lamentó Tizón para su capote. Maldita sea mi cochina boca. Los otros lo miraban con censura. A ninguno de ellos le había pasado inadvertido el sarcasmo.

—Las nuevas leyes —dijo el gobernador tras un instante— obligan a limitar el tiempo de detención y a suavizar los métodos de interrogatorio. Todo eso figurará negro sobre blanco en la Constitución del reino… Pero el asunto de ese detenido no será oficial mientras ustedes no lo comuniquen como tal.

Aquel plural no le gustó nada a García Pico. Por el rabillo del ojo, Tizón veía al intendente removerse molesto en su silla. En cualquier caso, prosiguió el gobernador, a él nadie le había comunicado nada, aún. Oficialmente, por supuesto. Y tampoco había por qué dar tres cuartos al pregonero. Hacerlo público los colocaría a todos en posición difícil. Sin marcha atrás posible.

—Ahí puedo tranquilizar a usía —se apresuró a decir García Pico—. Técnicamente, esa detención todavía no ha ocurrido.

Un silencio patricio, aprobatorio. Villavicencio separó las yemas de los dedos, asintió lentamente y volvió a juntarlas con la misma delicadeza que si estuviera manejando el micrómetro de un sextante.

—No están los tiempos para quebraderos de cabeza con las Cortes. Esos señores liberales…

Se calló enseguida, cual si no hubiera más que añadir, y Tizón supo que no era una confidencia ni un descuido. Villavicencio no comete deslices de esa clase, ni es dado a confianzas políticas con subalternos. Se trataba, sólo, de recordarles su posición respecto a cuanto se debate en San Felipe Neri. Aunque el gobernador de Cádiz guarda escrupulosamente las formas, no es ningún secreto que simpatiza con el bando de los ultrarrealistas y confía como ellos en que, a su regreso, el rey Fernando devuelva las cosas a su sitio y la cordura a la nación.

—Por supuesto —apuntó García Pico, siempre al quite—. Puede usía estar tranquilo.

—Lo hago responsable, intendente —la mirada poco amistosa no se dirigía a García Pico, sino a Tizón—. A usted y, naturalmente, al comisario… Ninguna comunicación pública antes de tener resultados. Y ni una línea en los periódicos antes de que dispongamos de una confesión en regla.

En ese punto, sin moverse del asiento, Villavicencio hizo un ademán negligente con la mano de la esmeralda. Una vaga despedida, que el intendente general y el comisario interpretaron de modo correcto, poniéndose en pie. La orden de alguien acostumbrado a darlas sin necesidad de abrir la boca.

—Por supuesto —comentó el gobernador mientras se levantaban—, esta conversación nunca tuvo lugar.

Ya iban camino de la puerta cuando habló de nuevo, inesperadamente.

—¿Es usted hombre devoto, comisario?

Aquello hizo volverse a Tizón, desconcertado. Una pregunta así no era banal en boca de alguien como don Juan María de Villavicencio, marino de ilustre carrera, hombre de misa y comunión diaria.

—Bueno… Eh… Lo corriente, mi general… Poco más o menos.

El gobernador lo observaba desde su asiento, tras la formidable mesa de despacho. Casi con curiosidad.

—En su lugar, yo rezaría para que ese espía detenido sea también el asesino de las muchachas —juntó otra vez las yemas de los dedos—. Para que nadie vuelva a matar a ninguna… ¿Se hace cargo de lo que digo?

Viejo cabrón, pensaba Tizón tras su rostro impasible.

—Perfectamente —respondió—. Pero usía dijo que convenía tener a alguien disponible de cualquier modo… Como reserva.

El otro enarcó las cejas con extrema distinción. Parecía hacer memoria recurriendo a su mejor voluntad.

—¿Eso dije? ¿De veras? —miraba al intendente como apelando a su memoria, y García Pico hizo un ademán evasivo—… En cualquier caso, no recuerdo haberme expresado exactamente así.

Ahora, en la muralla y frente al mar, el recuerdo de la conversación con Villavicencio desazona a Rogelio Tizón. Las certezas de los últimos días han dado paso a las dudas de las últimas horas. Eso, cruzado con las palabras del gobernador y la actitud, pasiva y lógica, del intendente general, lo hacen sentirse vulnerable; como un rey que, en el tablero, viera desaparecer las piezas que hasta ahora le proporcionaban la posibilidad de un enroque seguro. Y sin embargo, esas cosas llevan tiempo. Establecer seguridades requiere su procedimiento cuidadoso. Su método. Y el peor enemigo de todo son las prisas. Objetivamente, una dracma de más o de menos rompe el equilibrio de las cosas —el límite entre lo posible y lo imposible, la certeza y el error— lo mismo que un quintal.

Una explosión lejana, en el centro de la ciudad. La segunda, hoy. Con el cielo despejado y el cambio de viento, los franceses vuelven a tirar desde la Cabezuela. El estampido, amortiguado por los edificios interpuestos, desazona a Tizón. No por las bombas ni sus efectos, a los que se acostumbró hace tiempo, sino porque son recuerdo constante de lo endeble que puede ser —que tal vez es, piensa inquieto— la jugada que lo ocupa; el castillo de naipes que, a cada momento, puede verse desbaratado con la noticia que teme. Una noticia que, en cierto extraño modo, espera con sentimientos contradictorios: curiosidad y desasosiego. Una certeza de error que aliviaría, al fin, la agonía de su incertidumbre.

Apartándose del repecho, el comisario se aleja de la muralla, camino de lo que en los últimos días hace casi a diario, hasta el punto de convertirse en rutina: un recorrido por los seis lugares de la ciudad donde murieron las muchachas, despacio, observando cada detalle, atento al aire, la luz, la temperatura, los olores, las sensaciones que experimenta paso a paso. Calculando, una y otra vez, sutiles jugadas de ajedrez de un adversario invisible cuya mente compleja, inaprensible como la idea última de Dios, se funde con el mapa de esta Cádiz singular, rodeada de mar y surcada de vientos. Una ciudad de la que Rogelio Tizón ya no es capaz de ver la estructura física convencional hecha de calles, plazas y edificios, sino un paisaje enigmático, siniestro y abstracto como una red de latigazos: el mismo mapa inquietante que adivinó trazado en la espalda de las muchachas muertas, y que pudo —o sólo creyó, tal vez— confirmar después en el plano que Gregorio Fumagal dice haber quemado en la estufa de su gabinete. El diseño oculto de un espacio urbano que parece corresponder, en cada línea y parábola, con la mente de un asesino.

Mientras el comisario Tizón reflexiona en Cádiz sobre trayectorias y parábolas de bombas, cuarenta y cinco millas al sudeste de la ciudad, frente a la playa de los Lances de Tarifa, Pepe Lobo observa la columna de agua y espuma que una bomba francesa de 12 libras acaba de levantar a menos de un cable de distancia del bauprés de la Culebra.

—¡No pasa nada! —tranquiliza a su gente—. Es un tiro perdido.

En la cubierta de la balandra corsaria, que está fondeada en cuatro brazas de agua con las velas aferradas y pabellón de la Armada arriba, los tripulantes observan la humareda que se extiende por las barrancas al otro lado de los muros de la ciudad. Desde las nueve de la mañana, bajo un cielo pesado, indeciso y gris, la infantería francesa da el asalto a la brecha del lado norte. EL fragor de fusilería y cañonazos llega nítido y continuo desde una milla de distancia, favorecido por el viento terral que mantiene a la Culebra con la playa por la amura de estribor, la ciudad por el través y la isla de Tarifa a popa. Cerca de la balandra, acoderadas sobre sus anclas para orientar mejor las baterías, dos fragatas inglesas, una corbeta española y varias lanchas cañoneras y obuseras arrimadas a tierra disparan a intervalos sobre las posiciones francesas, y el humo blanco de su pólvora quemada, deshaciéndose sobre el mar, llega hasta los corsarios que observan el combate. Hay otra docena de barcos menores, faluchos y tartanas, fondeados en las proximidades, a la espera de lo que ocurra. Si el enemigo quiebra la dura resistencia que se le opone en la muralla, esas embarcaciones deberán evacuar a cuantos puedan entre la población local y los supervivientes de los 3.000 soldados españoles e ingleses que, aferrados con tenacidad al terreno, defienden la ciudad.

—Los franceses siguen en la brecha —comenta Ricardo Maraña.

El segundo de a bordo, que ha estado mirando a través del catalejo, se lo pasa a Pepe Lobo. Los dos se encuentran a popa, junto a la caña del timón. Maraña, sin sombrero, vestido de negro como suele, se pasa un pañuelo por las comisuras de la boca, y sin echarle siquiera un vistazo lo guarda en la manga izquierda de la chaqueta. Guiñando un ojo y pegado el otro a la lente, Pepe Lobo recorre el perfil de la costa desde el fuerte de Santa Catalina, casi enfilado con el castillo de los Guzmanes, hasta la muralla envuelta en humo y el suburbio extramuros arrasado por los bombardeos. Al otro lado se distinguen las alturas desde las que ataca el enemigo, cubiertas de pitas y chumberas entre las que puntean, rojizos, los fogonazos de su artillería.

—Los nuestros baten el cobre —dice Lobo.

Su teniente encoge los hombros con frialdad.

—Espero que aguanten como caballeros. Estoy harto de evacuaciones y prisas de última hora… De viejas con hatillos de ropa sucia, críos llorando y mujeres preguntando dónde se puede mear.

Una pausa, sin otro sonido que el fragor lejano del combate. Ricardo Maraña alza la cabeza y mira con ojo crítico la bandera de dos franjas rojas y una amarilla que ondea arriba, con su escudo coronado del castillo y el león. El terral, advierte mientras tanto Pepe Lobo, se está convirtiendo en un nornoroeste fresquito. Ese viento irá de perlas si llega de Tarifa la orden de levar el ancla que esperan desde hace rato.

—También estoy harto de esto —añade Maraña en tono displicente—. Si hubiera querido servir a la patria dolorida, me habría quedado en la Armada, zurciéndome los uniformes y acumulando retrasos de pagas, como todo el mundo.

—No se puede ganar siempre —apunta Pepe Lobo, sonriendo.

Una leve tos, ronca y húmeda. De nuevo el pañuelo.

—Ya.

Fija Lobo el círculo de la lente en la muralla, sobre la que pueden distinguirse, entre remolinos de pólvora, diminutas figurillas de los hombres que combaten allí, encarnizados, arrojando a los franceses cuanto tienen. Hace media hora, un alférez de infantería de marina que vino en un bote desde la ciudad, trayendo un paquete de despachos oficiales para entregar en Cádiz, ha contado que los franceses reconocieron anoche la brecha, y creyéndola practicable dieron el asalto a las nueve de la mañana desde las trincheras y aproches abiertos en los días anteriores por las barrancas. Según el alférez, cuatro batallones de granaderos y cazadores enemigos avanzaron casi en columna; pero la tierra fangosa de las últimas lluvias, en la que se hundían hasta media pierna, y el fuego cerrado de los defensores, les fueron desordenando el ataque, de manera que al llegar al pie de la muralla habían perdido mucho fuelle. Y ahí siguen hora y media después, empeñados los franceses en subir y los defensores en impedírselo, a falta de una artillería que no tienen —las embarcaciones fondeadas no pueden batir las inmediaciones mismas de la brecha—, con sólo fusilería y bayonetazos.

Comentan los tripulantes las incidencias de la mañana, señalándose unos a otros los lugares donde los disparos y la humareda son más intensos. Encaramado sobre la regala, apoyada la espalda en un obenque y con otro catalejo en las manos, el contramaestre Brasero les cuenta lo que ve. Pepe Lobo los deja tranquilos. Sabe que todos a bordo comparten la opinión del primer oficial Maraña. En buena parte son contrabandistas y chusma portuaria de la que firma con una cruz en el rol o en la confesión ante la policía, reclutados en tabernas grasientas de la calle de los Negros, la de Sopranis y el Boquete, y fugitivo quien más y quien menos de la leva forzosa. Ninguno de sus cuarenta y ocho hombres, contando al primer oficial y al escribano de presas, se enroló en la Culebra con intención de servir una temporada bajo disciplina militar, renunciando a la libertad del corso y la caza de botines a cambio del miserable sueldo de la Real Armada, que por otra parte ni siquiera saben si cobrarán. Y todo eso, cuando la campaña hecha, con siete capturas declaradas buena presa y seis en trámite, ha metido ya a cada tripulante un mínimo de 250 pesos en la faltriquera —más de tres veces esa suma para Pepe Lobo—, sin contar el anticipo de 150 reales al mes que percibe cada marinero desde el momento de enrolarse. Por eso, aunque no despega los labios sobre el particular, el capitán comprende perfectamente que a sus hombres, como a él mismo, se les hagan cuesta arriba los veintidós días perdidos transportando despachos y militares de un lado a otro como barco correo bajo disciplina naval, lejos de las aguas de caza y haciendo de auxiliares de una marina de guerra a la que, como a los aduaneros del Real Resguardo —casi nadie a bordo tiene la conciencia tranquila ni el pescuezo a salvo de una soga—, todos prefieren ver lo más lejos posible.

—Señal en la torre —advierte Ricardo Maraña.

Pepe Lobo mueve el catalejo en dirección al faro de la isla, donde acaban de izarse unas banderas.

—Nuestro número —dice—. Disponga a la gente.

Maraña se aparta del coronamiento, vuelto hacia la tripulación.

—¡Silencio todo el mundo!… ¡Atentos a la maniobra!

Más banderas. Dos. A simple vista, sin catalejo, Lobo las distingue bien. Una blanca y roja, seguida de un gallardete azul. No necesita consultar el cuaderno de señales secretas que tiene en el cajón de la bitácora, sobre el tambucho. Ésa es de las fáciles: Hágase a la vela inmediatamente.

—Nos vamos, piloto.

Maraña asiente y recorre a zancadas la cubierta, dando órdenes bajo la larga botavara de la mayor, mientras el golpeteo de pies descalzos, repentinamente en movimiento, estremece la tablazón. El contramaestre Brasero ha bajado de los obenques, toca el silbato y dispone a la gente en las drizas y el molinete, que ya tiene las barras puestas.

—¡Vira el ancla! —vocea el teniente—… ¡Larga foque!

Pepe Lobo se aparta para dejar sitio al Escocés y a otro timonel, que se hacen cargo de la caña, y echa un vistazo precavido por encima del coronamiento, en dirección a las piedras que están semiocultas por el mar a menos de un cable de la popa, al pie de la muralla de la isla. Cuando mira de nuevo hacia proa, el ancla está a pique.

—Abate a babor —ordena a los timoneles.

El largo bauprés de la balandra se abre lentamente de tierra y del viento mientras la gente, encaramada encima, suelta los tomadores que aferraban el foque y la trinqueta. Un momento después sube la primera vela triangular sobre la punta del bauprés, en banda las escotas hasta que desde cubierta las cobran y amarran. Como un caballo purasangre retenido por la rienda, la Culebra arriba un poco, muy despacio, mientras tensa su jarcia piafando impaciente, lista para salir de ceñida.

—¡Amolla escota de mayor!… ¡Larga!

Sueltan los marineros las candalizas de la vela, y ésta se despliega entre crujidos de madera y cáñamo, gualdrapeando en el nornoroeste fresquito. Dirige Lobo otra ojeada rápida a las piedras de la isla, que ahora están un poco más cerca. Luego echa un vistazo a la aguja del compás y traza con la mirada el rumbo a seguir para mantener lejos, con ese viento y dejándolos por estribor, los peligrosos bajos de los Cabezos, que están cuatro millas al oeste-noroeste, frente a la torre de la Peña. La vela mayor empieza a ser cazada y su enorme lona toma viento. El ancla ya está siendo trincada en la amura, y la embarcación se inclina con garbo sobre su banda de babor, deslizándose limpiamente por el agua del fondeadero.

—¡Larga trinqueta!… ¡Caza!

Otro disparo perdido francés —o tal vez un tiro a propósito, al ver la balandra hacerse a la vela— levanta un pique de agua y espuma por estribor, lejos, mientras los barcos fondeados siguen cañoneando al enemigo en tierra. Con toda la lona necesaria desplegada en torno a su único palo, la Culebra navega ahora libremente, de bolina, macheteando poderosa la marejadilla de una mar casi llana gracias al sotavento de la tierra próxima. Abiertas las piernas para compensar la escora, las manos a la espalda, Lobo dirige una última mirada a Tarifa, cuya muralla norte sigue envuelta en humo y fogonazos. No lamenta alejarse de allí. En absoluto.

—A Cádiz —comenta Maraña.

Ha terminado sus tareas en cubierta, de momento, y regresa junto al capitán, el aire hastiado e indiferente, las manos en los bolsillos. Pero a Lobo no le pasa inadvertido el tono de satisfacción de su segundo: coincide con las sonrisas que advierte en algunos tripulantes, incluido el contramaestre Brasero. Quizá puedan quedarse un día o dos en el puerto, y bajar a tierra. Estaría bien, después de tres semanas de mar, con la gente gruñendo en voz baja y sin pisar nada que no se mueva. O tal vez las gestiones de los armadores hayan tenido éxito, y la Culebra pueda recuperar su patente de corso, libre al fin de dar tumbos de un lado a otro como mensajera de la Real Armada.

—Sí —comenta Lobo, que piensa en Lolita Palma—. A Cádiz.

El nombre del lugar —calle del Silencio— parece un sarcasmo. Se diría que es la ciudad misma, agazapada en las calles y recodos de su compleja estructura urbana, la que se burla de Rogelio Tizón. Es lo que piensa el comisario mientras, a la luz de un farol, agacha la cabeza sosteniéndose el sombrero cuando pasa por el hueco abierto en el muro del castillo de Guardiamarinas: un viejo edificio de piedra, oscuro y ruinoso, deshabitado hace quince años. Tizón sabe que no se trata de un lugar cualquiera; por aquí pasaba el antiguo meridiano de Cádiz. En otro tiempo, la torre cuadrada que todavía se alza en la parte sur albergó las instalaciones del Observatorio de Marina, y en el cuerpo norte estuvo la academia de alumnos de la Real Armada hasta que observatorio y guardiamarinas fueron trasladados a la isla de León. Convertido luego en cuartel, y tras un intento fallido de instalar allí la nueva cárcel, el castillo fue adquirido por un particular, y abandonado. Su ruina es tal que ni siquiera los emigrados que buscan alojamiento en la ciudad pueden instalarse en él, a causa de los desprendimientos de piedras, los techos derribados y el mal estado de sus vigas carcomidas.

—La encontraron unos críos de la calle del Mesón Nuevo —informa el ayudante Cadalso—. Dos hermanos.

Hasta ahora mismo, Tizón ha deseado que se trate de un error. De una coincidencia casual que no altere el inestable equilibrio de las cosas. Pero a medida que penetra en el antiguo patio de armas y avanza mientras Cadalso le alumbra el camino, solícito, entre los escombros y la basura que cubren el suelo, su esperanza se desvanece. Al fondo del patio, bajo el torreón próximo al rastrillo de la entrada principal, tapiada con piedras y tablones, la llama de un reverbero puesto en el suelo crea en torno un semicírculo de luz. Y dentro de ese semicírculo yace, boca abajo, el cuerpo de una mujer joven con la espalda descubierta y destrozada a latigazos.

—Me cago en Dios y en la puta que lo parió.

La brutal blasfemia sobresalta a Cadalso. Que no es, ni de lejos, un hombre piadoso. Al ayudante no debe de gustarle lo que ve en la cara del comisario. Gracias a la linterna sorda que el esbirro sostiene en alto, Tizón observa que se le demuda el rostro cuando se vuelve a mirarlo.

—¿Quién sabe esto?

—Los niños… Y sus padres, claro.

—¿Quién más?

Señala el ayudante dos bultos oscuros, envueltos en capas, que aguardan en pie cerca del cadáver, en el límite de la otra luz.

—El cabo y un rondín. Los críos los avisaron a ellos.

—Déjales claro que, si alguien cuenta esto, le arranco los ojos y se los meto por el culo… ¿Está claro?

—Clarísimo, señor comisario.

Una pausa breve. Amenazadora. Un leve balanceo del bastón.

—Eso te incluye a ti, Cadalso.

—Descuide.

—No. Yo no me descuido, ni tú tampoco. Por la cuenta que te trae.

Tizón hace un esfuerzo por contenerse, mantener la calma y no ceder a las ráfagas de pánico que lo estremecen por dentro. Se encuentra a cinco pasos del cadáver. El cabo y el rondín se adelantan a saludar. Lo han revisado todo, cuenta el cabo, apoyado en su chuzo. No hay nadie escondido en el edificio, que ellos sepan. Y ningún vecino, excepto los niños, ha visto nada sospechoso. La muchacha es muy joven, cosa de quince años. Creen haberla identificado como una criadita de la posada cercana que llaman de la Academia, pero con esa poca luz y el destrozo no están seguros. Calculan que pudieron matarla poco después del anochecer, pues los críos estuvieron jugando en el patio por la tarde, y no había nada.

—¿A qué volvieron aquí, tan de noche?

—Viven cerca; a cincuenta pasos. Después de cenar se les escapó el perro de casa, y lo andaban buscando. Como acostumbran a jugar por aquí, pensaron que podía haberse metido dentro… Al toparse con el cuerpo, avisaron a su padre, y él a nosotros.

—¿Sabéis quién es el padre?

—Un zapatero de viejo. Se le tiene por hombre honrado.

Tizón los despacha con un movimiento de cabeza. Id a la puerta, añade. Que no pase nadie: ni vecinos, ni curiosos, ni el rey Fernando que asomara. ¿Está claro? Pues venga. Luego respira hondo, reflexiona un momento, mete dos dedos en el bolsillo del chaleco y le entrega media onza de oro a Cadalso, encargándole que vaya a casa del zapatero y se la entregue tras leerle la cartilla. Por la colaboración y las molestias.

—Dile que, si tiene la boca cerrada y no entorpece la investigación, habrá otra media en un par de días.

Rondines y ayudante desaparecen en la oscuridad. Cuando se queda solo, el comisario rodea el cuerpo de la muchacha, manteniéndose fuera del sector de luz del farol puesto en el suelo. Observando, antes de acercarse, cada posibilidad y cada indicio mientras lo incomodan dos sentimientos paralelos: la frustración y el despecho por la delicada situación en que este nuevo cadáver —decir inesperado sería excesivo, admite con retorcida honradez— lo pone frente a sus superiores; y la cólera íntima, feroz, desaforada, que lo estremece con la evidencia del equívoco y del fracaso. La certeza de su derrota frente al aspecto maligno, cruel hasta la obscenidad, de esta ciudad a la que empieza a odiar con toda su alma.

No cabe duda, concluye aproximándose al cadáver. Ha cogido el reverbero por el asa de alambre y lo sostiene en alto, alumbrando de más cerca el espectáculo. Nadie podría imitar aquello aunque se lo propusiera. Las manos atadas delante, bajo el cuerpo, y la mordaza en torno a la boca. La espalda desnuda, surcada por brechas que se entrecruzan en un laberinto de sangre coagulada y huesos de la columna vertebral puestos al descubierto. Y aquel olor característico a carne rota y muerta, a tajo de matarife, que Tizón conoce bien y que nunca, por muchos años que pasen, cree posible borrar de su olfato y su memoria. La chica no lleva zapatos, y el comisario los busca inútilmente, iluminando el suelo sin dar con ellos. Sólo encuentra una mantilla de bayeta tirada cerca del hueco del muro. Seguramente los zapatos quedaron en la calle, allí donde la atraparon antes de arrastrarla aquí. Vendría aturdida por un golpe, quizás, o consciente y debatiéndose hasta el final. La mordaza y las manos atadas pueden significar esto último, aunque tal vez sólo fueran una precaución suplementaria del asesino, por si los latigazos la hacían volver en sí antes de tiempo. Ojalá haya ocurrido de ese modo, con la chica inconsciente todo el rato. Quince años, confirma arrimando más la luz mientras estudia arrodillado el rostro de ojos entreabiertos y vidriosos, absortos en el vacío de la muerte. Azotada sin piedad, como un animal, hasta el fin.

Incorporándose, el comisario levanta el rostro y observa el cielo negro sobre el patio del castillo. Hay zonas oscuras de nubes que tapan la luna y la mayor parte de las estrellas, pero algún astro solitario brilla con un parpadeo helado que parece registrar allá arriba el frío de la noche. Poniéndose un cigarro en la boca, sin encenderlo, Rogelio Tizón permanece un rato inmóvil, la vista fija en lo alto. Después camina alumbrándose con el reverbero hasta el boquete del muro y entrega la luz a los rondines.

—Que alguien busque los zapatos de esa infeliz. No estarán lejos.

Parpadea el cabo, confuso.

—¿Los zapatos, señor comisario?

—Sí, coño. Zapatos. Ni que hablara en chino… Moveos de una vez.

Sale a la calle del Silencio y mira a uno y otro lado antes de ir hacia la derecha. Hay un farol municipal encendido frente al Mesón Nuevo, y su luz amarillenta permite distinguir, al final de la calle de los Blancos, el ruinoso arco de los Guardiamarinas que, apoyado en el muro norte del castillo, comunica con la calle San Juan de Dios. Tizón cruza el arco y se asoma, observando lo poco que puede ver entre las sombras. A lo lejos, a su izquierda, hay otros dos faroles públicos encendidos en la plaza del Ayuntamiento. La brisa húmeda del mar —el Atlántico está a pocos pasos, al extremo opuesto de la calle— le hace calarse más el sombrero y subir el cuello del redingote.

Tras un rato sin moverse, el comisario retrocede bajo la protección del arco, rasca un lucifer en la pared y se dispone a encender el cigarro que mantiene en la boca. De pronto, con la llama protegida en el hueco de la mano y a medio camino, lo piensa mejor y apaga el fósforo. Para lo que busca, si es que de veras existe, necesita el olfato libre de humo y los sentidos alerta. De modo que guarda el cigarro en la petaca y camina despacio por la calle del Silencio, muy atento, con maneras de cazador cauto, acechando sensaciones o sonidos agazapados en las oquedades sombrías de la ciudad, entre el ruido seco de sus pasos. No está seguro de lo que busca. Un vacío, quizás. O un olor. Tal vez un soplo de brisa, o la ausencia súbita de ésta.

Intenta calcular dónde y cuándo caerá la próxima bomba.