8

Falta poco para el alba. El viento de levante corre violento, sin obstáculos, por el paisaje bajo de las salinas, arrastrando torbellinos de polvo y arena que ocultan las estrellas. Eso clava miles de alfilerazos invisibles en los cuatro hombres —tres adultos y un muchacho— que desde hace varias horas se mueven en la oscuridad, chapoteando en el fango. Van armados con sables, hachuelas, navajas y cuchillos, y avanzan despacio, cubierto el rostro con trapos o pañuelos para protegerse de las picaduras despiadadas del viento. Sopla tan fuerte que, cada vez que caminan un trecho a pie enjuto fuera de un caño o un canalizo, el aire seca en un momento el agua salitrosa y el barro sobre sus ropas.

—Ahí está el caño grande —susurra Felipe Mojarra.

Se ha detenido agachado, aguzando el oído, entre las ramas de sapina que le azotan la cara. Sólo se escucha el rumor del viento en los matorrales y el agua agitada en la marea decreciente del canal cercano: franja oscura en el paisaje negro, con reflejos mate que hacen posible distinguirla en las tinieblas.

—Toca mojarse otra vez.

Treinta varas, recuerda el salinero. Tal es la anchura aproximada del caño en esa parte. Por suerte, hechos desde niños a la vida en estos humedales, él y sus compañeros saben mantenerse a flote. Uno tras otro se agrupan en la orilla: Curro Panizo, su hijo Currito, el cuñado Cárdenas. Bultos silenciosos y resueltos. Salieron juntos de la Isla al atardecer, y camuflados entre los remolinos de polvo cruzaron las líneas españolas por el sur de la isla del Vicario, deslizándose a rastras bajo los cañones de la batería de San Pedro. Desde allí, poco antes de la medianoche, pasaron a nado el caño del Camarón para internarse casi media legua en la tierra de nadie, siguiendo en la oscuridad el dédalo de esteros y canalizos.

—¿Dónde estamos? —pregunta el cuñado Cárdenas, en voz muy baja.

Felipe Mojarra no está seguro. Lo despista la turbiedad del levante. Teme haber contado mal los canalizos que dejaron atrás, pasar de largo y darse de boca con las trincheras francesas. Así que se incorpora, aparta los matojos negros y escudriña la oscuridad con los párpados entrecerrados, intentando protegerse del viento saturado de arena. Al fin, a pocos pasos, sus ojos de cazador furtivo, habituados a ver de noche, reconocen la forma sombría de algo que parece el costillar de un esqueleto enorme: las cuadernas podridas de una embarcación medio enterrada en el fango.

—Éste es el sitio —dice.

—¿Y no hay gabachos enfrente? —pregunta el cuñado.

—Los más próximos están en la boca del caño del molino. Por aquí podemos pasar.

Baja agachado por la corta pendiente que lleva a la orilla, seguido por los otros. Cuando pisa fango se detiene y comprueba que el sable corto que lleva atado con una cuerda a la espalda sigue bien sujeto, y que la navaja —cerrada mide palmo y medio— metida en su faja no estorba para nadar. Después se interna despacio en el agua negra, tan fría que le corta el aliento. Cuando pierde pie empieza a mover brazos y piernas manteniendo la cabeza fuera, impulsándose hacia la otra orilla. La distancia a recorrer no plantea dificultad; pero el viento fuerte que riza el agua, y la vaciante, que empieza a notarse, tiran hacia un lado. Es preciso echarle resuello. Detrás siente el chapoteo de Cárdenas, que es el más torpe de los cuatro, pues Panizo y su hijo nadan como robalos; pero el cufiado ha tenido la precaución de atarse dos calabazas huecas con las que se ayuda cuando tiene que zambullir el pescuezo. En otras circunstancias habría que ocuparse de él para que el ruido que hace, plas, plas, plas, plas, no delatara su presencia a los franceses. Esta noche, por fortuna, el levante se lo come todo.

Felipe Mojarra y sus compañeros han elegido bien el día. Mucho arrecia en las salinas el viento del este cuando sopla fuerte, llegando a cubrir la vista. Hace tiempo, al regreso de uno de sus primeros reconocimientos con el capitán Virués, el salinero asistió a una discusión entre éste y un oficial inglés sobre la inconveniencia de rodear la batería de San Pedro con fajinas tradicionales, como pretendía el inglés. Virués insistió en que era mejor hacerlo con las pitas que en Andalucía se usan para los vallados de las huertas. Se mantuvo el salmonete en sus trece, fortificó el puesto con fajinas, según la ordenanza, y a los cinco días de soplar levante tenía el foso cegado de arena y cubierto el parapeto. Convencido al fin el inglés de la bondad de las pitas —más sabe el diablo por salinero que por diablo, dijo el capitán Virués guiñándole un ojo a Mojarra—, ahora el perímetro exterior de San Pedro parece menos un baluarte que una huerta.

Sale Mojarra del caño, tiritando mientras se arrastra como una serpiente embarrada por el fango de la orilla. Cuando los otros se reagrupan a su lado, una débil claridad azul empieza a recortar, seiscientas varas a lo lejos, las alturas y los pinares oscuros de Chiclana. El pueblo, fortificado por los franceses, queda siguiendo la ribera del caño, a poco más de media legua.

—De uno en uno —susurra el salinero—. Y muy despacio.

Avanza él primero, remontando el breve caballón de tierra, gateando luego por el agua fría del estero abandonado que hay detrás. Un poco más allá, cuando están seguros de no recortarse en la claridad del alba, los cuatro se incorporan y avanzan sumergidos hasta la cintura. El suelo fangoso dificulta el camino, y a veces un chapoteo inesperado, una maldición dicha en voz baja, hacen que deban ayudarse unos a otros para esquivar la trampa viscosa donde se hunden los pies. Por fortuna el levante sopla de cara, llevándose cualquier ruido a sotavento, lejos de oídos inoportunos. El fluir de la vaciante hacia el caño y la bahía se hace notar con mayor intensidad, desnudando el lecho del estero cuya sal nadie labra desde que llegaron los franceses. Mojarra comprende que van con retraso. Entre las turbonadas de arena y polvo que el viento sigue levantando a ráfagas, la luz naciente tras los pinares chiclaneros se extiende ya en una franja estrecha que vira despacio del azul sucio al ocre. Vamos a llegar justos, se dice. Pero con suerte, llegamos.

—Están ahí —apunta Curro Panizo en voz muy baja—. En la boca del caño chico, junto al muellecito de tablas.

Mojarra se asoma con precaución al lomo de tierra, apartando las ramas de sapinas y esparragueras que lo cubren. Hay un reflejo de claridad que define el caño Alcornocal y sus canalizos adyacentes como regueros de plomo recién fundido, ensanchándose en la parte cercana al molino de Santa Cruz, que se adivina cerca, todavía en sombras. Y a la izquierda, en la confluencia con el caño que llega hasta Chiclana, junto a un pequeño muelle de tablas y un cobertizo que el salinero conoce bien —estaban allí antes de la guerra—, ve la sombra negra, larga y chata, de una lancha cañonera que destaca en el contraluz plomizo del agua.

—¿Dónde se pone el centinela? —le pregunta a Panizo.

—En el pico del muelle… Podemos acercarnos por los tajos de la nave, de muro en muro. Los otros duermen en el cobertizo.

—Pues vamos. Se hace tarde.

Los pinares próximos empiezan a tomar forma cuando los cuatro hombres vadean el último tajo y se tumban en la gorriña viscosa. Una claridad gris y ocre descubre ya, entre las turbonadas de viento sucio, el cobertizo de tablas, el pequeño muelle y la silueta de la cañonera amarrada a él. Mojarra respira aliviado al ver que ésta no se encuentra varada en el fango sino a flote, con el palo un poco inclinado hacia proa y la vela latina aferrada a la entena baja. Eso ayudará a irse con el levante, caño grande abajo, en vez de echar el alma en los remos, con los gabachos en el cogote.

—No veo al centinela.

Se asoma Panizo a echar un vistazo. Al cabo retrocede a rastras.

—Está a la derecha, al lado del muelle. Al socaire del viento.

Mojarra, que identifica al fin el bulto negro e inmóvil —ojalá esté roncando, piensa—, se ha soltado el sable que lleva a la espalda y escucha el manipular de los otros haciendo lo mismo: hachuela marinera de abordaje, Panizo. Alfanjes afilados, el cuñado Cárdenas y el hormiguilla Currito. Un cosquilleo incómodo le sube desde las ingles. Con armas de filo siempre le pasa.

—¿Listos?

Tres susurros lo confirman. Mojarra respira hondo. Tres veces.

—Pues vamos con Dios.

Los cuatro se ponen en pie, se santiguan y avanzan con cautela entre las rachas de polvo y arena, un poco agachados para no recortarse en el contraluz, sintiendo crujir bajo sus pies descalzos las marmotas de sal seca que tapizan la orilla. Veinte mil reales, piensa otra vez Mojarra, si esa cañonera llega a las líneas españolas. Cinco mil para cada uno, si todos volvemos vivos. O para las familias. El rostro de su mujer y sus hijas le cruza el pensamiento antes de perderse entre el latido fuerte del corazón, con el pulso que ahora martillea ensordecedor en los oídos, por encima del aullido del viento que enfría la ropa mojada.

Tunc. El centinela ni siquiera grita. Dormía. Sin pararse a pensar en el bulto oscuro sobre el que acaba de descargar un sablazo, Mojarra sigue camino hasta el cobertizo, busca la puerta, la abre de una patada. Ninguno de los cuatro dice una palabra. Casi empujándose unos a otros se precipitan en el interior, donde la débil claridad que se filtra de afuera sólo permite distinguir cinco o seis formas oscuras tendidas en el suelo. Huele a cerrado, sudor, tabaco rancio, ropa húmeda y sucia. Tunc, chas. Tunc, chas. Sistemáticamente, como si estuvieran podando ramas de árbol, los salineros empiezan a dar tajos y hachazos. A los últimos bultos, ya despiertos, les da tiempo a gritar. Uno llega a revolverse con violencia, intentando escapar a gatas hacia la puerta mientras emite un alarido de terror desesperado que suena a protesta. Tunc, tunc, tunc. Chas, chas, chas. Mojarra y sus compañeros se ceban en él, deseando acabar pronto. No saben quién estará cerca. Quién puede haber oído los gritos. Luego salen al exterior, respirando con avidez el aire del viento sucio que les clava agujas de arena. Limpiándose en la ropa húmeda la sangre que les pringa las manos y les salpica la cara.

Corren hacia el muellecito de tablas sin mirar atrás. La lancha francesa se mece en el viento, todavía a flote. La vaciante fluye ahora con más fuerza, descubriendo márgenes fangosas de caños y canalizos en la luz casi franca del amanecer. Si las cosas no se tuercen, queda tiempo. Justo, se repite Mojarra, pero queda.

—¡Tráete las armas que encuentres, hormiguilla!

Currito Panizo sale disparado como una bala, de regreso al cobertizo, mientras su padre, el cuñado Cárdenas y Mojarra saltan del muelle a la cañonera, destrincan la entena y tiran de la ostaga para levantar aquélla después de tomarle rizos al tercerol de la lona. Se despliega ésta en el viento con un crujido, haciendo escorar la embarcación hacia el lado del caño, justo en el momento en que Currito regresa cargado con cuatro fusiles y dos correajes con sus cartucheras, bayonetas y sables.

—¡Deprisa, niño!… ¡Que nos vamos!

Un sablazo a proa y otro a popa mientras el chico salta a bordo, con estrépito de su carga al dar sobre los bancos de la embarcación. Ésta es larga, ancha y de poco calado, perfecta para la guerra de cañoneras en el laberinto de canales que circunda la Isla. La eslora debe de andar por los cuarenta pies, confirma Mojarra. Es una hermosa barca. Monta un cañón a proa —parece de a 6 libras, muy buena pieza— sobre cureña corrediza, y dos pequeños pedreros de bronce a popa, uno en cada banda. Eso garantiza los veinte mil reales del premio, puestos uno encima de otro. Por lo menos. Y tal vez más. Siempre y cuando, claro, lleguen para cobrarlos.

Libre de amarras, impulsada por el viento y con la vela henchida por el lado bueno, la embarcación se aparta del muelle, derivando primero despacio y luego con inquietante rapidez por el centro del caño Alcornocal. A popa, gobernando la barra del timón para mantenerse en la parte honda del cauce cada vez más estrecho —varar sería la perdición de todos—, Mojarra calcula la intensidad de la vaciante y la forma en que debe tomar el recodo en la embocadura con el caño grande, buscando siempre el agua profunda. Currito y el cuñado Cárdenas se ocupan de la escota y el davante de la vela mientras Panizo, a proa, orienta la maniobra. Ya hay luz para verse las caras: sin afeitar, ojeras de insomnio, pieles grasientas con rastros de barro y de sangre gabacha. Crispados por lo que han hecho, pero sin tiempo para pensar en ello, todavía.

—¡La tenemos! —exclama Cárdenas, exultante, como si acabara de darse cuenta.

—¡Una jartá de lana! —corea Panizo desde la proa.

Abre Mojarra la boca para decir no vendáis huevos antes de que ponga la gallina, cuando los enemigos le ahorran el trámite. Una voz grita en francés entre las sombras que todavía cubren el ribazo próximo, e inmediatamente relucen dos fogonazos casi seguidos. Pam, pam, hacen. Las balas no llegan hasta la embarcación, que alcanza la embocadura del caño de Chiclana. Suenan más tiros, ahora también desde la orilla opuesta —algunas balas sueltas, sin tino, levantan piques en el agua—, mientras Mojarra, ayudándose con el peso del cuerpo, mete la caña a una banda y hace que la lancha se dirija a poniente al entrar en el cauce del caño grande. El lastre del cañón delante del palo ayuda a mantener un rumbo fijo, pero estorba en las maniobras. Viento y vaciante coinciden al fin, y la embarcación se desliza rápida corriente abajo, a orza larga, con el viento de popa y la entena casi horizontal. Mojarra observa preocupado el paisaje llano y los caballones bajos de las orillas. Sabe que hay un puesto avanzado francés en la próxima boca; y que, cuando pasen frente a él, la claridad cenicienta que se filtra entre la polvareda ayudará a los tiradores enemigos a afinar la puntería. Pero eso no tiene otra solución que afrontarlo, confiando en que la turbiedad del levante moleste a los gabachos.

—Preparad los remos. Habrá que ayudarse con ellos al llegar al caño de San Pedro.

—No harán falta —objeta Panizo.

—Por si hacen. Allí tendremos mucho fango descubierto en las isletas. No quiero exponernos con la vela, la corriente y este viento. A lo mejor hay que pasar esa parte bogando… ¿Y la bandera?

Mientras Panizo padre y el cuñado Cárdenas colocan los remos en sus escálamos, Currito Panizo saca de la faja un trapo doblado, se lo muestra a Mojarra con un guiño y lo deja entre los bragueros y trincas del cañón. Lo cosió su madre hace dos noches, a la luz de un velón de sebo. Como no pudieron encontrar tela amarilla, la franja central es blanca, hecha con el retal de una sábana. Las dos bandas rojas proceden del forro grana de una capa vieja del cuñado Cárdenas. Mide cuatro palmos por tres. Izada en el palo de la lancha, esa bandera semejante a la que usan las cañoneras de la Real Armada impedirá que los españoles o los ingleses tiren sobre ellos al verlos asomar por el caño de Chiclana. De momento, lo mejor es mantener el trapo donde está, pues quienes tiran son los franceses. Y lo que van a tirar, se dice Mojarra, aprensivo, mientras observa cómo la boca del caño donde está la posición avanzada enemiga se acerca con rapidez por la banda izquierda. Después todavía quedarán quinientas varas de tierra de nadie antes de salir al caño principal, junto a las líneas españolas: la batería de San Pedro y la isla del Vicario. Pero eso, después. Antes, de aquí a nada, habrá que pasar un trecho por el quemadero. A estas horas, prevenidos por los tiros, los franceses del puesto avanzado estarán listos para fusilarlos a treinta pasos. Casi a bocajarro.

—¡Agachaos!… ¡Ahí vamos!

La posición francesa apenas es visible desde esta parte del caño; pero en la luz gris que ya lo desvela todo, entre los remolinos de arena que corren por los lomos de la ribera izquierda, Mojarra advierte siluetas de mal agüero que se asoman a mirar. Apoyándose en la caña, el salinero procura mantener la lancha alejada de la orilla, llevándola hacia el otro lado del caño, con un ojo puesto en el lecho fangoso que la vaciante pone cada vez más al descubierto.

Los franceses ya están tirando. Las balas altas hacen ziaaang al pasar por encima de la lancha, y las cortas levantan nuevos piques en la corriente del caño. Pluc. Pluc. Chasquidos líquidos que parecen inofensivos, como cuando se tiran piedras al agua. Agarrado a la barra del timón, Mojarra agacha cuando puede la cabeza, procurando no perder de vista el fango negro de la orilla. En el puesto gabacho, que él sepa, hay una veintena de soldados. Eso significa que, en el minuto largo que va a estar la lancha a tiro de fusil —si no embarranca y se queda allí hasta que los acribillen—, los franceses pueden hacerles medio centenar de disparos. Que ya es. Demasiado tiroteo, concluye el salinero, lúgubre. Así debe de sentirse, piensa, un pato azulón aleteando desesperado en plena partida de caza. Acojonado hasta para decir cuac.

—¡Cuidado! —grita Curro Panizo.

Ahora sí, confirma Mojarra. La lancha está justo enfrente del puesto, allí ajustan el tiro, y los balazos crepitan como granizo mientras el viento se lleva rápido en la orilla el humo blanco de los disparos. Menudean los ziaaang y los pluc, y a ellos se suma una sucesión de chasquidos aún más siniestros: impactos en la tablazón de la lancha. Un balazo levanta astillas en la regala, a tres palmos de Mojarra. Otros atraviesan la vela o pegan en el palo, encima de los cuerpos acurrucados de Panizo, Cárdenas y Currito. Pendiente de gobernar la embarcación e impedir que las rachas de viento la desvíen de la ruta segura, el salinero no puede hacer otra cosa que apretar los dientes, encogerse cuanto puede —los músculos de todo el cuerpo le duelen, contraídos a la espera de un balazo— y confiar en que ninguna de esas pesetas de plomo lleve su nombre escrito.

Clac, clac, clac, clac. Los tiros gabachos llegan ahora casi en descarga cerrada. Bien espesos. Mojarra se asoma un momento para comprobar la distancia a la margen derecha y la altura del agua, corrige un poco el rumbo, y cuando vuelve a mirar dentro de la cañonera ve al cuñado Cárdenas sosteniéndose la cabeza entre las manos mientras un chorro de sangre corre entre los dedos y gotea por sus brazos, hasta los codos. Ha soltado la escota de la vela, ésta se atraviesa con una racha de viento, y la lancha da una guiñada que está a punto de llevarla hasta la orilla misma.

—¡La escota!… ¡Por Dios y su madre!… ¡Coged la escota!

Repiquetean balazos por todas partes. Saltando por encima del herido, Currito intenta atrapar el cabo suelto, que azota el aire entre los zapatazos de la lona. Mojarra apoya todo el peso del cuerpo en la caña, primero hacia un lado y luego al otro, en intento desesperado por mantenerse lejos de los bancos de fango. Al fin, desde la proa, Curro Panizo logra sujetar la escota, la trae a popa, y la vela —que tiene ya ocho o diez agujeros de tiros— toma viento de nuevo.

Los últimos disparos llegan por la aleta y quedan atrás, con la embarcación alejándose del puesto francés y a punto de internarse en la suave y doble curva que lleva al caño de San Pedro. Un postrer balazo pega en la contrarroda, sobre la caña del timón, y arroja astillas que golpean el cuello y la nuca de Mojarra, sin consecuencias. Aunque el susto es tremendo. Con Napoleón y todos sus muertos, masculla el salinero sin soltar el timón. Mosiús cabrones. De pronto le viene a la memoria el chasquido de sables y hachas en el cobertizo, el olor de la carne abierta a tajos, la sangre que todavía lleva en costras secas en las manos y entre las uñas. Decide pensar en otra cosa. En los veinte mil reales para los cuatro. Porque al final, si nada se tuerce ya, serán cuatro: los Panizo atienden al cuñado Cárdenas, tumbado boca arriba en la cureña del cañón, blanca la piel y la cara cubierta de sangre. Un refilón, informa Panizo padre. No parece muy grave. La lancha se desliza ahora por el centro del caño, cogiendo de nuevo velocidad, y se divisan a lo lejos las isletas de fango que la marea baja empieza a descubrir en la desembocadura. En cosa de cien varas más, la embarcación será visible desde la batería inglesa que hay al otro lado, así que Mojarra le dice a Currito que prepare la bandera. No nos vayan ahora, añade, a achicharrar los salmonetes de San Pedro.

Las isletas todavía dejan paso ancho, observa de lejos. Todavía no harán falta los remos. De manera que mueve la caña para apuntar la proa al espacio de agua libre rizada por el viento y la corriente entre las dos superficies planas de barro negro que emergen pulgada a pulgada a medida que baja la marea. Con un último vistazo, el salinero observa entre las turbonadas de polvo y arena el paisaje llano, las bocas de los caños y canalizos que van quedando atrás, por una y otra banda. Varias avocetas —este año tardan en irse al norte, como si también ellas recelaran de los gabachos— agitan las franjas negras de sus alas paseándose por la orilla enfangada, al socaire de un caballón cubierto de arbustos, con sus zancudas y finas patas.

—Arriba esa bandera, hormiguilla… Que la vean los salmonetes.

A estas alturas, calcula, la vela tiene que distinguirse desde la batería, donde también habrán oído los tiros. Pero más vale prevenir. En un santiamén, Currito Panizo, que ya tenía amarrado el trapo bicolor a una driza, lo sube por encima de la entena, al extremo del palo. Un instante después, con movimiento firme del timón, Mojarra hace pasar la lancha entre las isletas y mete luego a una banda embocando el ancho caño grande hacia el norte.

—¡Arriad!… ¡A los remos!

Apoyado en la cureña, taponándose la herida con una mano, el cuñado Cárdenas se queja a ratos. Ay, madre, gime. Ay, ay, ay. Curro y Currito Panizo sueltan la escota, hacen bajar la entena y aferran la vela de cualquier manera, con parte de la lona gualdrapeando en el viento y el agua. Después cogen un remo cada uno, se sientan mirando a popa y empiezan a bogar desesperadamente, apoyados los pies en los bancos. Entre sus cabezas, a lo lejos, Mojarra distingue ya, en el gris sucio del paisaje, los parapetos de pitas, los muros bajos y las troneras artilladas del baluarte inglés. En ese momento, una racha de levante descorre la bruma polvorienta; y un primer rayo de sol horizontal, rojizo, ilumina el trapo rojo y blanco que flamea con violencia en el palo de la cañonera capturada.

El sexo masculino o fluido espermático debía existir dentro del mismo útero femenino en contacto con los embriones para fecundarlos clandestinamente; porque de otro modo es imposible explicar la fecundidad de las semillas, que supone siempre el concurso de los dos sexos…

Permanece inmóvil Lolita Palma, releyendo esas líneas. Luego cierra la Descripción de las plantas de Cavanilles y se queda mirando las cubiertas de piel oscura del libro, puesto sobre la mesa de trabajo del gabinete botánico. Muy quieta y pensativa. Al cabo se levanta, devuelve el volumen a su estante y baja del todo la persiana de la ventana abierta por la que entraba la luz de la calle. Sólo viste la ligera bata doméstica de seda china, larga hasta las sandalias sin tacón, y lleva recogido el pelo con horquillas. No hay manera de concentrarse con este calor, y la claridad necesaria para trabajar o leer deja paso, también, al aire cálido y húmedo del exterior. Es la hora de la siesta; que, a diferencia de casi toda Cádiz, ella no duerme nunca. Prefiere dedicar el rato a las plantas, o a la lectura, aprovechando la paz de la casa silenciosa. Su madre reposa entre almohadones y vapores de láudano. Hasta los criados descansan. Éste es, junto con la noche, el momento que Lolita reserva para sí misma, en una jornada que desde que gobierna Palma e Hijos viene regulada por los usos locales del comercio: despacho de ocho a dos y media, comida, aseo de dientes con polvo de coral y agua de mirra, cepillado de pelo y peinado a cargo de la doncella Mari Paz, vuelta al despacho de seis a ocho, paseo antes de la cena por la calle Ancha, plaza de San Antonio y Alameda, con algunas compras y refresco incluido en la confitería de Cosí o en la de Burnel. A veces, pocas, una reunión en casa conocida, o en el patio o el salón de la suya. La guerra y la ocupación francesa terminaron con los veraneos en la casa familiar de Chiclana, cuyo paisaje añora Lolita con mucha melancolía: los pinares, la playa cercana, los huertos y los árboles bajo los que pasear al atardecer, las meriendas en la ermita de Santa Ana y las excursiones en calesa a Medina Sidonia. Los tranquilos paseos por el campo, identificando y recogiendo plantas con el anciano magistral Cabrera, que fue su profesor de Botánica. Y al llegar la noche, la luna inundándolo todo por las ventanas abiertas, tan clara y plateada que casi se podía leer o escribir a su luz, mientras sonaban el trino incesante de grillos en el jardín y el croar de ranas en las acequias próximas. Pero aquel mundo entrañable, con sus largos veranos de infancia y juventud, desapareció hace tiempo. Quienes han estado en Chiclana cuentan que la casa y sus alrededores se ven hoy devastados de manera terrible, convertido en cuarteles y baluartes cuanto no está en ruinas, y que los franceses lo han saqueado todo a conciencia. Sabe Dios qué quedará de ese viejo mundo feliz, tan distante ya, cuando este tiempo incierto acabe.

Se insinúa en la penumbra el dorado de los libros y herbarios que contienen plantas secas. Al otro lado de la habitación, en la pared opuesta a la ventana que da a la calle, los helechos empañan con gotitas minúsculas los cristales del mirador cerrado que, a modo de invernadero, da al patio interior. Y sigue en silencio la ciudad, afuera. Ni siquiera el estampido más o menos lejano de una bomba francesa —los tiros desde el Trocadero se acercan cada vez más al barrio— rompe la calma cálida de la tarde. Hace cuatro días que los sitiadores no disparan; y sin bombas, la guerra parece de nuevo demasiado remota. Ajena, casi, al pulso cotidiano y pausado de la Cádiz de siempre. El último atisbo bélico se dio ayer por la mañana, cuando la gente subió a las terrazas y miradores con telescopios y catalejos para presenciar el combate de un bergantín francés y un falucho corsario de esa bandera, salidos de la ensenada de Rota, con un pequeño convoy de tartanas que venía de Algeciras escoltado por dos cañoneras españolas y una goleta inglesa. El azul del mar se llenó de humo y estampidos; y durante casi dos horas, con la brisa de poniente que movía despacio las velas en la distancia, la multitud pudo gozar del espectáculo, aplaudiendo o mostrando su desolación cuando las cosas pintaban mal para los aliados. También ella, acompañada por la mirada sagaz del viejo Santos —«La tartana de barlovento está perdida, doña Lolita; se la van a llevar como a una oveja del rebaño»—, siguió desde su torre vigía las evoluciones de los barcos, el estrépito distante y la humareda del cañoneo; hasta que los franceses, favorecidos por el poniente que sotaventaba a la goleta inglesa e impedía acercarse a una corbeta española que levó ancla del fondeadero, pudieron retirarse con dos presas tomadas bajo los cañones mismos del castillo de San Sebastián.

Tres semanas atrás, desde la misma torre, con el catalejo inglés apoyado en el portillo y sola en esa ocasión, había visto Lolita Palma abandonar la bahía a la Culebra, que empezaba nueva campaña. Ahora, en la penumbra del gabinete, recuerda muy bien el viento estenordeste que rizaba la pleamar hacia afuera mientras la balandra corsaria, pegada a las piedras de las Puercas y al bajo del Fraile para mantenerse lejos de las baterías francesas, navegaba primero a un largo y luego con viento de través, rodeando las murallas de la ciudad hasta el arrecife de San Sebastián. Y una vez allí, largando más lona —parecía llevar la escandalosa arriba y el tercer foque sobre el largo bauprés—, la vio poner proa al sur, alejándose en la distancia inmensa y azul: una mota blanca de velas diminutas empequeñeciéndose hasta desaparecer en la lente del catalejo. Algo después, la caída de la tarde con sus tonos violetas en el cielo remoto de levante había encontrado a Lolita todavía en la torre, contemplando el horizonte vacío. Inmóvil como lo está ahora en su gabinete. Absorta en la última imagen de la balandra alejándose, y sorprendida ella misma de seguir allí. Sólo recuerda haber estado así otra vez en su vida, mirando de ese modo el mar vacío: la tarde del 20 de octubre del año cinco, cuando los últimos navíos de la escuadra de Villeneuve y Gravina abandonaron el puerto tras una penosa, lentísima salida de infinitos bordos y falta de viento, mientras una multitud de padres, hijos, hermanos, esposas y parientes, agrupada en las terrazas, las torres y las murallas, permanecía silenciosa con los ojos fijos en el mar, incluso después de que se perdiera de vista la última vela de las que navegaban rumbo a la cita funesta del cabo Trafalgar.

Sigue recordando Lolita Palma, apoyada en la pared del gabinete. La torre vigía, el mar. El mismo latón forrado de cuero del catalejo entre sus dedos. El arañazo de una vaga ausencia, por completo inexplicable, y la desolación insólita de extraños presentimientos. Luego, al instante, molesta consigo misma, se pregunta qué tiene que ver todo eso con la Culebra. Y de golpe, como el destello de un disparo, la sonrisa cauta y reflexiva de Pepe Lobo la sacude hasta el sobresalto. Sus ojos de gato cauteloso estudiándola serenos, como pensamientos. Acostumbrados a mirar el mar, y también a las mujeres. Hay quien dice que no es usted un caballero, capitán Lobo. Eso fue lo que dijo ella, aquel día; y nunca olvidará la respuesta sencilla, tranquila, sin apartar la mirada. No lo soy. Ni pretendo serlo.

Lolita abre la boca como un pez que diese una boqueada, y aspira el aire tibio. Una, dos, tres veces. Introduciendo una mano por el escote húmedo de la bata hasta posarla sobre su pecho desnudo, reconoce el mismo latir en las venas de sus muñecas que aquel día, durante el encuentro en la plaza de San Francisco. La conversación sobre el árbol drago del abanico y las palabras propias, que en su memoria parecen pronunciadas por boca ajena. Por una desconocida. Tiene que contarme todo eso, capitán. Cualquier otro día. Quizás. Cuando regrese del mar. Lolita no olvida las manos morenas y fuertes, el mentón donde, pese al afeitado reciente, despuntaba ya de mañana la barba negra y cerrada. El pelo de apariencia dura, las patillas bajas, espesas y bien cortadas. Masculinas. La sonrisa como un trazo blanco en la piel atezada. Lo imagina de nuevo, ahora, en este preciso instante, de pie en la cubierta escorada de la balandra corsaria, revuelto el pelo por el viento, entornados los ojos bajo el resplandor del sol. Buscando presas en el horizonte.

Sigue la mujer junto a la ventana, escuchando el silencio de la ciudad. Incluso con la persiana baja, el aire cálido de afuera se filtra por las rendijas. Los días de levante fuerte han terminado, y Cádiz parece un navío adormecido en el agua tibia y quieta, recalmado en su propio mar de los Sargazos. Un barco fantasma donde Lolita Palma fuese única tripulación. O última superviviente. Así se siente ahora, en el silencio y el calor que la rodean, apoyada la espalda en la pared, pensando en Pepe Lobo. Tiene el cuerpo empapado, húmeda la piel de la nuca. Minúsculas gotas de sudor se deslizan por el arranque de sus muslos desnudos, bajo la seda.

La mole alta y maciza de la Puerta de Tierra se destaca en la noche, bajo espesa bóveda de estrellas. Siguiendo los muros encalados del convento de Santo Domingo, Rogelio Tizón tuerce a la izquierda. Un farol de aceite alumbra la esquina de la calle de la Goleta, cuyo ángulo interior está sumido en sombras. Cuando los pasos del policía resuenan en el lugar, un bulto asoma entre ellas.

—Buenas noches, señor comisario —dice la tía Perejil.

Tizón no responde al saludo. La partera acaba de abrir una puerta, mostrando la claridad de una candelilla encendida que arde al otro lado. Entra, seguida por Tizón, coge la candelilla e ilumina un corredor estrecho, de paredes desconchadas, que huele a humedad sucia y a pelo de gato. Pese al calor de la calle, la sensación es de frío. Como si el pasillo penetrase en otra estación del año.

—Mi comadre dice que hará lo que pueda.

—Eso espero.

La vieja descorre una cortina. Hay al otro lado un cuartucho cuyas paredes están cubiertas por mantas jerezanas de las que penden imágenes religiosas, estampas de santos, exvotos de cera y hojalata. Sobre un aparador de madera tallada, insólitamente elegante, hay un altarcito con una reproducción del Cristo de la Humildad y la Paciencia, metido en una urna de cristal e iluminado por mariposas de luz que flotan en un plato de aceite. El centro del cuarto está ocupado por una mesa camilla sobre la que hay una palmatoria de azófar, con una vela cuyo pábilo encendido traza luces y sombras en las facciones de la mujer que aguarda sentada, las manos sobre la mesa.

—Aquí la tiene, señor comisario. La Caracola.

Tizón no se quita el sombrero. Ocupa sin ceremonias una silla vacía frente a la mesa, el bastón entre las rodillas, mirando a la mujer. Ésta, a su vez, lo observa inmóvil. Inexpresiva. Tiene una edad indefinida entre los cuarenta y los sesenta años: pelo teñido en rojo cobrizo, rostro agitanado, piel tersa. Uno de los brazos que apoya en la mesa, desnudos y regordetes, está cubierto de pulseras de oro. Una docena larga, calcula el policía. Sobre el pecho luce un enorme crucifijo, un relicario y un escapulario con una Virgen bordada que no logra identificar.

—Ya le he contado a mi comadre lo que le preocupa, señor comisario —dice la tía Perejil—. Así que los dejo solos.

Asiente Tizón y permanece callado, ocupado en encender un cigarro, mientras el rumor de pasos de la partera se aleja por el pasillo. Después mira a la otra mujer entre un aro de humo que se deshace en la llama de la vela.

—¿Qué puedes decirme?

Un silencio. Tizón ha oído hablar de la Caracola —su trabajo consiste en oír hablar de todo el mundo—, pero nunca la había visto hasta hoy. Sabe que se instaló en la ciudad hace seis o siete años y que fue buñolera en Huelva. En Cádiz tiene fama de beata y de adivina. La gente humilde suele acudir a pedirle consejos o remedios. De eso vive.

La mujer ha cerrado los ojos y musita algo inaudible. Una oración, quizás. Mal empezamos, se dice Tizón. Con el número de la cabra.

—Volverá a matar —susurra la vidente al cabo de un momento—… Ese hombre volverá a hacerlo.

Tiene una voz extraña, comprueba Tizón. Torturada y algo chirriante, que desasosiega. Recuerda el gemido de un animal enfermo.

—¿Cómo sabes que es un hombre?

—Lo sé.

Tizón chupa el cigarro, pensativo.

—Para eso no necesito venir a verte —concluye—. Lo averiguo yo solo.

—Mi comadre me ha dicho…

—Oye, Caracola —el policía ha levantado una mano, imperativo—. Déjate de cuentos. Estoy aquí porque toco todos los palos que puedo… Porque nunca se sabe. Y no pierdo nada con probar.

Es cierto. A fuerza de darle vueltas a la cabeza, se le ocurrió consultar a la vidente. Sin grandes esperanzas por supuesto. Es perro viejo, de rabo pelado, y ésta no es la primera cuentista que se echa a la cara en su vida. Pero acaba de decirlo: no pierde nada con probar. De razón a razón, la misma lógica tiene que el asesino haya matado la última vez antes de que caiga la bomba. Después de eso, Tizón no está dispuesto a pasar por alto ninguna posibilidad. Ninguna idea, por absurda que sea. Lo de la Caracola es sólo un tiro a ciegas. Uno más de los muchos que ha dado —y dará, se teme— desde el último asesinato.

—¿Usted cree en mi gracia de Dios?

—¿Yo?… ¿Que yo creo qué?

La mujer lo observa recelosa. Sin responder. Tizón hace brillar la brasa del cigarro con una larga chupada.

—Yo no creo en tu gracia ni en la de nadie.

—Entonces, ¿por qué viene?

Ésa es una buena pregunta, se dice el policía.

—Trabajo —resume—. Intento averiguar cosas difíciles… Pero ojo. Como te habrá dicho tu comadre, conmigo no se juega.

Un gato negro sale de la oscuridad, rodea las patas de la mesa y se acerca a sus botas, frotándose en ellas. Sucio bicho.

—Sólo dime si de verdad ves algo que pueda ayudarme. Si no es así, tampoco pasa nada. Me levanto y me voy… Lo único que pido es que no me hagas perder el tiempo.

Fija la Caracola su mirada en algún punto del espacio a espaldas del policía y permanece inmóvil, sin pestañear. Al cabo cierra los párpados —Tizón aprovecha para apartar al gato de una patada— y un poco después los abre de nuevo. Mira con aire ausente al gato, que se queja lastimero a su lado, y luego al policía.

—Veo a un hombre.

Se inclina el comisario con los codos sobre la mesa, malhumorado. El cigarro humeando a un lado de la boca.

—Eso ya lo has dicho. Lo que interesa es la relación con los sitios donde tiran los franceses.

—No entiendo lo que quiere decir.

—¿Hay algo relacionado con ellos?… ¿Entre las muchachas muertas y las bombas?

—¿Qué bombas?

—Las que caen en Cádiz, coño.

La mujer parece estudiarlo de arriba abajo. Desconcertada primero, y después critica. Usted es un espíritu duro, dice tras un instante. Demasiado incrédulo. Así es difícil que la gracia de Dios me ilumine.

—Esfuérzate, anda. Algo debo de creer, si estoy aquí.

Vuelve a perderse la mirada de la vidente a espaldas de Tizón. Ahora ha cruzado las manos sobre la cruz y el escapulario que lleva al pecho. El tiempo de dos avemarías, más o menos. Al cabo, la mujer parpadea y mueve la cabeza.

—Imposible. No puedo concentrarme.

Se quita el sombrero Tizón, rascándose la cabeza. Desalentado y reprimiendo las ganas de largarse. Luego vuelve a cubrirse. El gato pasa por su lado con extrema precaución, describiendo un semicírculo que lo mantiene alejado de sus botas.

—Prueba un poco más, Caracola.

Suspira la mujer y se gira un poco hacia la imagen del Cristo que está sobre la cómoda, como poniéndolo por testigo de su buena fe. Después vuelve a contemplar el vacío. Tres avemarías, calcula ahora Tizón.

—Algo veo. Espere.

Una breve pausa. Ha entornado los párpados y alza una mano, la de las pulseras, con breve tintineo de oro.

—Una cueva —dice—… Un lugar oscuro.

Se inclina más el policía sobre la mesa. Se ha quitado el cigarro de la boca y mira a la Caracola, fijamente.

—¿Dónde?… ¿Aquí, en la ciudad?

La mujer sigue con los ojos cerrados y la mano en alto. Ahora la mueve a un lado, como indicando una dirección.

—Sí. Una cueva. Un lugar santo.

Arruga Tizón el ceño. Acabáramos, piensa.

—¿Hablas de la Santa Cueva?

Se refiere a una iglesia subterránea que está junto al Rosario. La conoce de sobra, como toda Cádiz: oratorio consagrado al culto. Respetable hasta decir basta. Como la Caracola se refiera a ese sitio, concluye el policía, le arranco de un bastonazo la cabeza. Y luego quemo esta perra covacha.

—¿Me tomas el pelo, o qué?

Suspira la otra, desalentada. Se echa hacia atrás en su silla y mira con reproche al policía.

—No puedo. Usted no tiene fe. No puedo ayudarlo.

—Bruja farsante… ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

El recio bastonazo que descarga sobre la mesa hace saltar la palmatoria, que cae al suelo y se apaga.

—¡Te voy a meter en la cárcel, vieja puerca!

La mujer se ha puesto en pie, asustada, y retrocede con las manos en alto, temiendo un segundo golpe destinado a ella. Son las mariposas de aceite del aparador las que iluminan ahora, apenas, sus facciones desencajadas por el miedo.

—¡Como hables de esto con alguien, juro que te mato!

Refrenando el impulso de molerla a palos, el policía da media vuelta, avanza casi a tientas por el pasillo —tropieza con el gato, al que aparta con una patada salvaje— y sale a la calle de la Goleta, aturdido por el despecho. A los pocos pasos rompe a blasfemar entre dientes, con sistemática ferocidad, más furioso y avergonzado con él mismo que con la vidente. Crédulo y supersticioso imbécil, se repite una y otra vez mientras avanza con paso rápido por las callejas oscuras del barrio de Santa María, cual si la prisa ayudara a dejarlo todo atrás. Cómo pudiste imaginarlo ni por un momento. Cómo pudiste. Qué forma más absurda, estúpida, grotesca, infame, de hacer el ridículo.

No se tranquiliza hasta la esquina de la calle de la Higuera, donde se detiene en la oscuridad. Música confusa de guitarras sale de los tugurios próximos. Hay sombras que se mueven cerca o aguardan en los portales y las esquinas, y rumor de voces masculinas, risas de mujeres, conversaciones en voz baja. Huele a vómitos y a vino. Tizón ha tirado el cigarro que fumaba, o lo ha perdido por el camino. No lo recuerda. Saca otro de la petaca de piel de Rusia, rasca un lucifer en la pared y lo enciende haciendo pantalla a la llama con las manos. «A los mortales les es dado averiguar muchas cosas al experimentarlas, pero nadie adivina cómo serán las cosas futuras»… El fragmento de Ayante —casi se sabe de memoria la traducción del profesor Barrull— le repiquetea en la cabeza al caminar por las calles estrechas y oscuras del barrio marinero, dando fuertes chupadas al cigarro mientras intenta calmarse. Nunca se había visto tan desconcertado, incapaz de encontrar una señal que lo guíe. Nunca, tampoco, había sentido esta agria impotencia que paraliza el pensamiento, suscitando el ansia de mugir como un toro furioso y atormentado, buscando un enemigo invisible —imposible, quizás— en el que vengar su frustración y su cólera. Aquello es darse contra una pared; un muro de misterio, de silencio, con el que nada pueden su experiencia, su razón, sus viejas mafias de policía. Desde que empezó todo, Cádiz ya no es para Rogelio Tizón terreno familiar, feudo conocido por donde siempre se movió con soltura, impunidad y desvergüenza. La ciudad se ha convertido en un tablero de ajedrez hostil, lleno de escaques extraños, de ángulos en sombra nunca vistos. Una madeja de trazos geométricos en clave desconocida, con multitud de piezas irreconocibles que se deslizan ante sus ojos como un desafío o un insulto. Cuatro piezas comidas, hasta ahora. Y ni un solo indicio. Eso significa una bofetada diaria, a medida que pasa el tiempo y él sigue estancado, perplejo. Esperando un relámpago de lucidez, una señal, una visión de la jugada que nunca llega. Que él nunca ve.

Camina un buen trecho, balanceando el bastón. En una plazuela frente a la torre de la Merced hay un farolito de cartón y papel verde, y a su luz se pasea una mujer: lleva la cabeza descubierta y un mantoncillo sobre los hombros. Al pasar el policía por su lado se detiene, provocativa, con un movimiento para reacomodarse el mantón tras mostrar un momento el corpiño escotado y la cintura. La luz verde ilumina sus facciones. Es joven. Mucho. Dieciséis o diecisiete años. Tizón no la conoce; sin duda se trata de una chica que ha llegado a la ciudad entre el flujo de refugiados, empujada por el hambre y la guerra. Lo útil de ser mujer en tiempos como éstos, se dice cínico, es que siempre hay con qué comer.

—¿Quiere pasar un buen rato, señor?

—¿Tienes papeles?

Cambia la expresión de la muchacha: en el tono y las maneras intuye al policía. Con gesto fatigado mete una mano entre la ropa y saca una carta de seguridad con tampón oficial, mostrándola a la luz del farolito. Tizón ni la mira. La observa a ella: tez clara, más bien rubia, formas agradables. Cercos de cansancio bajo los ojos. Lo más probable es que él mismo, o uno de sus subordinados, haya sellado el documento, previa percepción de la tarifa adecuada o en pago de algún servicio de su alcahueta o su chulo. Vive, cobra y deja vivir, es la norma. La muchacha guarda el papel y mira a un lado de la calle esperando que el policía se quite de en medio. Éste la mira con calma. Parece todavía más joven, de cerca. Y frágil. Posiblemente no tenga más de quince años.

—¿Dónde te ocupas?

Un gesto de resignación. Hastiado. La muchacha sigue mirando al extremo de la calle. Señala con desgana un portal próximo.

—Ahí.

—Vamos.

Rogelio Tizón no paga a putas. Se acuesta con ellas cuando le parece. Gratis. Ese es uno de los privilegios de su posición en la ciudad: la impunidad oficial. A veces se deja caer por la mancebía de la viuda Madrazo —una casa elegante de la calle Cobos—, por la de doña Rosa o por la de una inglesa madura que tiene abierto local a espaldas del Mentidero. También hace incursiones esporádicas, según su humor, por lugares más sórdidos de la ciudad, Santa María y alguna calle oscura frente a la Puerta de la Caleta. El comisario no es, en absoluto, hombre gentil con esa clase de hembras. Ni con ninguna otra. Toda la carne de alquiler disponible en Cádiz sabe que Rogelio Tizón está lejos de contarse entre los que dejan buen sabor de boca. Cuantas mujeres tienen trato con él, sean putas o no, lo miran suspicaces cuando se cruza en su camino. Pero maldito lo que le importa. Las putas están para serlo, piensa. O para descubrir que lo son, las que no lo saben. También hay diversos modos de imponer respeto. El temor suele ser uno de ellos. A menudo, buen aliado de la eficacia.

Un cuarto sórdido, en planta baja. Una vieja enlutada en la puerta, que desaparece como un trasgo cuando reconoce —ella sí, en el acto— al policía. Un jergón, almohada y sábanas, una palangana con jarro de agua, un mal candelabro con una sola vela encendida. También un obsceno olor a lugar cerrado. A cuerpos desnudos que precedieron a esta visita.

—¿Qué quiere que haga, señor?

Tizón está de pie, inmóvil, estudiándola. Sigue con el sombrero puesto y el bastón en la mano, fumando el chicote del cigarro que se consume entre sus dedos. Una vez más intenta comprender, sin conseguirlo. Su actitud recuerda la de un músico atento a captar una nota ajena y disonante, fuera de lugar. Un cazador mirando el paisaje donde intuye un aleteo cercano, o el agitarse de un matorral. Permanece así el comisario sin apartar los ojos de la joven. Intentando leer en ella claves y horrores a los que ni siquiera él mismo es capaz de asomarse. Apoyado una vez más, impotente, en el muro de misterio y de silencio.

Ella se quita la ropa, desenvuelta. Mecánica. Salta a la vista que su juventud extrema no está reñida con la práctica. Lazos del corpiño, saya, medias, camisa larga que se prolonga en lugar de las enaguas que no lleva. Permanece al fin inmóvil, desnuda a la luz de la vela que ilumina lateralmente su cuerpo menudo y bien formado, el volumen gemelo de los senos pequeños y blancos, la curva de una cadera y las piernas delgadas. Más frágil, todavía. Mira al policía cual si esperase instrucciones. Como si tanta pasividad y silencio la desconcertaran. Tizón advierte sospecha y alarma en sus ojos. Un tipo raro, válgame Dios, parecen concluir. Uno de ésos.

—Túmbate en la cama. Boca abajo.

Casi es audible el suspiro que ella emite. De imaginar, o saber, lo que le espera. Obediente, va hasta el jergón y se tumba encima, las piernas juntas y los brazos extendidos a uno y otro lado. Hundiendo la cara en la almohada. No es la primera vez que la hacen gritar, deduce Tizón. Y no de placer. Cuando tira la colilla del cigarro y se aproxima, observa que hay huellas violáceas, magulladuras en un muslo y una cadera. Algún cliente ardoroso, sin duda. O su rufián poniendo las cosas en su sitio.

«Sujeta con una correa de atar caballos, golpea con un látigo doble, con insultos que el diablo, y no los hombres, pone en su boca»… Las palabras de Ayante discurren con precisión siniestra por la mente del policía. Así es como ocurre, se dice, mirando el cuerpo desnudo de la muchacha. Así las tiene cuando las azota hasta descarnar los huesos, y las mata. Ha levantado el bastón, y con su contera recorre la espalda de la puta desde la nuca. Lo hace muy despacio, atento a cada pulgada de piel. Intentando comprender, salvando el abismo del horror, lo que mueve el pensamiento del hombre al que pretende dar caza.

—Abre las piernas.

Obedece la joven, estremeciéndose. El bastón sigue su lento recorrido. Hasta las nalgas. La madera transmite al puño de bronce la vibración cada vez más violenta que sacude el cuerpo de la muchacha. Ésta sigue con el rostro hundido en la almohada. Tiene crispadas las manos, que arrugan la sábana entre los dedos. Ahora tiembla de miedo.

—No, por favor —gime al fin suplicante, sofocada la voz—… ¡Por favor!…

Una extraña sacudida de horror alcanza a Tizón, erizándole la piel, y lo conmueve de la cabeza a los pies como si acabara de asomarse al borde de un abismo. Es algo semejante a recibir un golpe que lo aturdiese; una visión de negrura insondable, aterradora, que lo trastorna y hace retroceder, tambaleándose. Tropieza con la palangana y el jarro, y ruedan éstos por el suelo, salpicando agua con estrépito. El ruido lo vuelve en sí. Por un instante permanece inmóvil, el bastón en la mano, mirando con estupor el cuerpo desnudo a la luz de la vela. Al cabo, saca del bolsillo del chaleco un doblón de dos escudos —tiene los dedos más fríos que el oro de la moneda— y lo arroja sobre las sábanas, junto a la muchacha. Después, moviéndose casi con sigilo, da media vuelta, sale de la casa y se aleja despacio en la noche.

Columnas de humo negro se alzan desde el Trocadero hasta Puntales, circunvalando el saco de la bahía Hace treinta y dos horas que Simón Desfosseux apenas levanta la cabeza por encima de los parapetos, pues se combate en toda la línea. No se trata esta vez de bombarderos precisos sobre Cádiz o posiciones avanzadas como Puntales, la Carraca y el puente de Zuazo, sino de un duelo artillero de todos los calibres que enfrenta las baterías y baluartes españoles y franceses. Un furioso intercambio donde tanto recibe el que da como el que toma. Empezó ayer muy temprano, cuando, para rematar una semana de rumores adversos que incluyen un desembarco español en Algeciras y la actuación de partidas irregulares entre la costa y Ronda, las guerrillas cruzaron en varios puntos el caño grande de la isla de León, atacando las posiciones avanzadas francesas próximas a Chiclana. La acción, dirigida sobre todo a la venta del Olivar y la casa de la Soledad, fue apoyada por las lanchas cañoneras de Zurraque, Gallineras y Sancti Petri, que se internaron por los caños haciendo un fuego muy vivo. Corriose éste por la línea a medida que uno y otro lado tiraban de contrabatería sobre las posiciones enemigas, y acabó todo en bombardeo generalizado, incluso después del repliegue de los españoles; que, tras destrozar y matar cuanto pudieron, se llevaron consigo armamento y prisioneros, clavando cañones y volando depósitos de material y munición. Las guerrillas, según cuentan los batidores que van y vienen con órdenes a lo largo del frente, han vuelto a pasar el caño grande esta madrugada, atacando los parapetos avanzados de la salina de la Polvera y los molinos de Almansa y Montecorto; y allí combaten aún mientras toda la parte oriental de la bahía arde a cañonazos. Tan cruda es la situación que el propio capitán Desfosseux, siguiendo órdenes superiores, ha tenido que ocuparse de dirigir los fuegos de las baterías convencionales de la Cabezuela y Fuerte Luis hacia el castillo español de Puntales, que se encuentra a menos de mil toesas de distancia, en el espigón de arrecife que cierra la bahía en su parte más angosta, frente al Trocadero.

Los estampidos estremecen el suelo y hacen temblar los parapetos de tablas, cestones y fajinas. Acurrucado en uno de ellos, mirando con un catalejo de mano a través de una tronera, Desfosseux mantiene la lente del visor a razonable distancia de su ojo derecho, desde que un impacto de artillería, que lo hizo temblar todo, estuvo a punto de incrustársela en el globo ocular. Lleva día y medio sin dormir, sin comer otra cosa que pan de munición duro y seco, ni beber más que agua turbia; pues con el bombardeo, que ha puesto a varios soldados con las tripas al aire, no hay vivandero que se atreva a moverse al descubierto. El capitán está sucio, sudoroso, y una capa del polvo levantado por las explosiones le cubre el pelo, la cara y la ropa. No puede verse, pero basta echar un vistazo a cualquiera de los que andan cerca para adivinar que tiene el mismo aspecto demacrado, hambriento y miserable, con esos ojos enrojecidos lagrimeando polvo líquido que deja surcos en los rostros convertidos en máscaras de tierra.

El capitán dirige el catalejo hacia Puntales, pequeño y compacto tras sus muros asentados en las rocas negras del arrecife que empieza a descubrir la bajamar. Visto desde este lado de la franja de agua, flanqueado milla y media a la derecha por la inmensa fortificación de la Puerta de Tierra y a la izquierda por la no menos sólida y aparatosa de la Cortadura, el fuerte español parece la proa de un barco obstinado e inmóvil, con las seis troneras artilladas de la parte frontal orientadas hacia el lugar desde el que observa Desfosseux. A intervalos, con metódica regularidad, una de esas troneras se ilumina con un fogonazo; y tras el estampido, a los pocos instantes, llega el reventar de un proyectil enemigo, granada o bomba de hierro macizo, golpeando sobre la batería francesa. Tampoco los artilleros imperiales están mano sobre mano, y el fuego regular de los cañones de asedio de 24 y 18 libras y los obuses de 8 pulgadas levanta polvaredas en cada impacto sobre el fuerte español, velando a ratos la desafiante bandera —los defensores izan una nueva cada cuatro o cinco días, hecha jirones la anterior por la metralla— que puede verse ondear en lo alto. Hace tiempo que el capitán admira, de profesional a profesional, el sólido talante de los artilleros del otro lado. Curtidos por dieciocho meses de bombardeo propio y ajeno, allí han desarrollado una pericia y una tenacidad a toda prueba. Eso le parece a Desfosseux natural en los españoles: perezosos, indisciplinados y poco firmes en campo abierto, son muy audaces cuando la soberbia o la pasión de matar los arrebatan, y su carácter sufrido y orgulloso los hace temibles en la defensa. Oscilan así, continuamente, entre sus reveses militares, sus absurdos políticos y sus desvaríos religiosos, de una parte, y el patriotismo ciego y salvaje, la constancia casi suicida y el odio al enemigo, de la otra. El fuerte de Puntales es un ejemplo evidente. Su guarnición vive enterrada bajo continuo cañoneo francés, pero no deja de devolver, implacable, bomba por bomba.

Una de ellas cae en este momento en el baluarte contiguo, cerca de los cañones de 18 libras. Es una granada negra —casi se ha visto venir por el aire— que golpea en el borde del parapeto superior, rebota y cae rodando junto a un espaldón de tierra y cestones, dejando el rastro humeante de su espoleta a punto de estallar. El capitán, que se ha incorporado ligeramente para ver dónde caía, escucha los gritos de los artilleros de la pieza más próxima, que se tiran a la tablazón que soporta las cureñas o se resguardan donde pueden. Luego, mientras Desfosseux agacha la cabeza y se encoge junto a su tronera, el reventar de la carga explosiva estremece el baluarte, y una paletada de tierra, astillas y cascotes cae por todas partes. Todavía llueve tierra cuando empieza a oírse un alarido desgarrado y largo. Cuando el capitán levanta de nuevo la cabeza, ve cómo entre varios hombres se llevan al que grita: un artillero cuyo muñón en un muslo —el resto de la pierna ha desaparecido— va dejando un rastro de sangre.

—¡Duro con esos bandidos! —grita el teniente Bertoldi, que se incorpora entre los artilleros, animándolos—. ¡Ojo por ojo!… ¡Venguemos al compañero!

Buenos chicos, se dice Desfosseux, viendo a los soldados agruparse en torno a los cañones, cargar, apuntar y disparar de nuevo. Con lo que llevan pasado aquí, y lo que les espera, y todavía son capaces de alentarse unos a otros, haciendo gala de la valerosa resignación ante lo inevitable que caracteriza al soldado francés. Incluso después de año y medio atascados en el pudridero de vidas y esperanzas que es Cádiz, culo de Europa y úlcera del Imperio, con la maldita España rebelde reducida a una isla inconquistable.

El cañoneo se vuelve ahora furioso en el baluarte, incrementando su cadencia —es necesario abrir mucho la boca para que no revienten los tímpanos—, y Puntales apenas puede verse entre la polvareda que levantan los impactos que recibe, uno tras otro, acallando sus fuegos durante un rato.

—Se hace lo que se puede, mi capitán.

Sacudiéndose tierra de la casaca, descubierta la cabeza y con una sonrisa escéptica encajada entre las patillas rubias y sucias, el teniente Bertoldi ha venido a detenerse junto a la tronera donde está Desfosseux con su catalejo. Se empina un poco para observar las posiciones enemigas, luego apoya la espalda en el parapeto y mira a uno y otro lado.

—Esto es idiota… Ruido y pólvora para nada.

—La orden es batir a Manolo en toda la línea —responde Desfosseux, fatalista.

—Y en eso estamos, mi capitán. Pero perdemos el tiempo.

—Un día lo van a detener los gendarmes, Bertoldi. Por derrotismo.

Se miran los dos militares, cambiando una mueca desesperada y cómplice. Después Desfosseux pregunta cómo van las cosas, y el teniente, que acaba de regresar de una inspección jugándose el tipo entre estruendo y bombazos —la anterior la hizo el capitán con la primera luz del día—, presenta su informe: un muerto y tres heridos en la Cabezuela. En Fuerte Luis, cinco heridos, dos de ellos en las últimas, y un cañón de a 16 desmontado. En cuanto a la situación en las posiciones enemigas, ni la menor idea.

—Haciéndonos —concluye— numerosos cortes de mangas. Supongo.

Desfosseux ha vuelto a utilizar el catalejo. Por el camino del arrecife, entre Puntales y la ciudad, advierte movimiento de carros y gente a pie. Seguramente se trata de suministros para la Isla, con escolta numerosa. O refuerzos. Le pasa el instrumento a Bertoldi, indicándole la dirección, y éste guiña un ojo y pega el otro a la lente.

—Que tiren sobre ellos —le dice el capitán—. Hágame el favor.

—A la orden.

Bertoldi devuelve el catalejo y se aleja camino de los cañones de 24 libras. Deliberadamente, Simón Desfosseux deja fuera de toda esta vorágine ruidosa —y absurda, le parece, igual que a su ayudante— los preciados Villantroys-Ruty. Como un progenitor atento que apartase a sus niños de los peligros y asechanzas del mundo, el capitán mantiene al margen del duelo artillero a Fanfán y los otros obuses de 10 pulgadas que usa para tirar sobre Cádiz. Esas piezas soberbias y delicadísimas, especializadas en la función concreta de ganar alcance, toesa a toesa, hacia el corazón de la ciudad, no pueden malgastar su bien fundido bronce, sus condiciones ni su vida operativa —en ingenios de tal calibre es limitada, expuesta siempre a una grieta imperceptible o fallo mínimo de aleación— en esfuerzos ajenos a la misión para la que fueron creadas. Por eso, apenas empezó el bombardeo general, el sargento La-biche y sus hombres se ocuparon, ante todo, de cumplir las instrucciones de Desfosseux para esta clase de situaciones: apilar más cestones con tierra y fajinas en torno a los obuses y cubrirlos con lonas gruesas para protegerlos del polvo, las piedras y los rebotes. Y cada vez que cae una bomba cerca, amenazando dar de lleno en el reducto y desmontar las piezas de sus afustes, el capitán siente encogérsele de ansiedad el corazón, desazonado ante la idea de que una de ellas quede fuera de servicio. Desea que acabe este bombardeo caótico y absurdo, la vida de sitiados y sitiadores vuelva a discurrir al ritmo habitual, y él pueda seguir ocupándose de lo único que le importa: ganar las doscientas toesas que, en el plano que tiene en su barracón, separan todavía los puntos de alcance máximo de las bombas caídas en Cádiz —torre Tavira y calle de San Francisco, hasta ahora— del campanario de la iglesia de la plaza de San Antonio.