7

Ite, missa est. Termina la misa de ocho en San Francisco. A esta hora no hay muchos feligreses: algunos hombres de pie o en los bancos laterales y una veintena de mujeres en la nave central, arrodilladas en almohadones o sobre mantillas puestas en el suelo. Con las últimas palabras y la bendición del sacerdote, Lolita Palma cierra el misal, se santigua, camina hacia la puerta, humedece los dedos en agua bendita de la pila adosada al muro cubierto por milagros de cera y latón, se santigua de nuevo y sale de la iglesia. No es de misa diaria, pero hoy habría sido el cumpleaños de su padre: hombre devoto, aunque sin excesos, que asistía a esta misa antes de empezar la jornada de trabajo. Lolita sabe que a Tomás Palma le habría gustado verla allí, recordándolo de este modo en su aniversario. Por lo demás, ella cumple razonablemente los preceptos básicos de su educación católica: misa dominical y comunión de vez en cuando, tras confesarse con un viejo sacerdote amigo de la familia, que no hace preguntas impertinentes y aplica penitencias llevaderas. Nada más. Habituada a amplias lecturas desde niña, fruto de una educación moderna como otras mujeres de la burguesía gaditana, la heredera de los Palma tiene una visión liberal del mundo, los negocios y la vida. Eso resulta compatible con la práctica formal —sincera, en su caso— de la religión católica, pero templa sus extremos, alejándola de las beaterías habituales de su sexo y de su tiempo.

La plaza se ve animada de gente. El sol todavía no está muy alto, y la temperatura veraniega es agradable.

Algunos forasteros de una posada vecina —la de París, rebautizada de la Patria— desayunan sentados en torno a mesas puestas en la calle, mirando a los transeúntes. Los tenderos de los comercios próximos abren las puertas y quitan los cuarteles de madera de las vitrinas, exhibiendo sus mercancías. Hay mujeres arrodilladas en el suelo, fregando portales y aceras frente a las casas. Otras salpican con agua el empedrado o riegan macetas en los balcones. Retirándose la mantilla de la cabeza para dejarla caer sobre los hombros —lleva el pelo peinado hacia atrás, tenso, recogido en una trenza enrollada y prieta en la nuca con una peineta corta de nácar—, Lolita guarda el misal en el bolso de raso negro, deja colgar el abanico del cordón que lo une a la muñeca derecha y camina hacia las tiendas situadas entre la esquina de la calle de San Francisco y la del Consulado Viejo, donde hay librerías de lance y puestos de grabados y estampas. Antes de ir a casa tiene intención de bajar hasta la plaza de San Agustín para retirar unos libros y encargar periódicos extranjeros. Después volverá al despacho, como cada día.

No ve a Pepe Lobo hasta que lo tiene delante, saliendo de una librería con un paquete bajo el brazo. El corsario viste casaca con botones dorados, pantalón de mahón largo hasta los tobillos y zapatos de hebilla. Al verla se para en seco, quitándose el sombrero marino de dos picos.

—Señora —dice.

Lolita Palma devuelve el saludo, algo desconcertada.

—Buenos días, capitán.

No esperaba el encuentro. Tampoco el, por lo visto. Parece indeciso, sombrero en mano, como si dudara entre volver a cubrirse o no, seguir camino adelante o cambiar unas palabras de cortesía. A ella le pasa lo mismo. Incómoda.

—¿De paseo?

—De misa.

—Ah.

La mira con interés, como si hubiera esperado otra respuesta. Ojalá no me tome por una beata, piensa Lolita fugazmente. Un momento después la irrita haberlo pensado. Qué me importa a mí, concluye. Lo que este individuo crea o no.

—¿Frecuenta librerías? —pregunta, con deliberación.

El corsario no parece advertir la impertinencia. Se vuelve a mirar atrás, hacia la tienda de la que ha salido. Luego señala el paquete que lleva bajo el brazo. Sonríe quitándole importancia al asunto. Una brecha blanca, marfileña, en la cara atezada.

—No mucho, fuera de mi oficio —responde con sencillez—. Éste es el Naval Gazetteer, en dos tomos. Un capitán inglés murió de calenturas y subastaron sus cosas. Supe que algunos libros fueron a parar aquí.

Asiente Lolita. Tales subastas son frecuentes en el mercadillo próximo a la Puerta de Mar cuando llegan barcos de viajes largos e insalubres. Escuetos resúmenes de vidas expuestos sobre lonas, en el suelo, semejantes a restos de un naufragio: una talla de hueso de ballena, algo de ropa, un reloj de bolsillo, una navaja de mango ennegrecido, un pichel de estaño con iniciales grabadas, un retrato en miniatura de mujer y algún libro, a veces. Es poco lo que cabe en el cofre de un marino.

—Qué triste —dice.

—Para el inglés, desde luego —Lobo da unos golpecitos sobre el paquete—. Para mí ha sido una suerte. Es un buen libro para tenerlo a bordo…

Se calla el corsario, dejando morir la última palabra. Parece que dude entre concluir ahí las cosas o conversar un poco más. Intentando establecer la justa medida de la cortesía y de lo oportuno. También Lolita duda. Y empieza a divertirse vagamente con la situación.

—Cúbrase, capitán. Por favor.

Permanece destocado el otro, como si considerase hacerlo o no, y al cabo se pone el sombrero. Lleva la misma casaca de siempre, rozada en las mangas, pero la camisa es nueva y limpia, de batista fina, con un corbatín blanco anudado en dos puntas. Ahora es ella quien sonríe para sus adentros. La incomodidad que adivina en él llega a enternecerla un poco, casi. Esa difusa torpeza, tan masculina, junto a la mirada tranquila que a veces la intriga. Y no veo la razón, se dice al fin. O en realidad sí la veo. Un sujeto de su oficio, hecho a mujeres de otra clase. Supongo que no acostumbra a tratarnos como jefas o asociadas. A que seamos nosotras quienes le demos empleo, o se lo quitemos.

—¿Conoce usted la lengua inglesa?

—Me defiendo, señora.

—¿La aprendió en Gibraltar?

Lo ha dicho sin pensarlo. O apenas. De cualquier modo, se pregunta por qué. Él la observa pensativo. Curioso, tal vez. Los ojos verdes, tan parecidos a los de un gato, sostienen ahora los suyos. Alerta. Un gato cauto.

—Ya hablaba inglés antes. Un poco, al menos. Pero sí. En Gibraltar mejoré el uso.

—Claro.

Todavía se miran un momento, de nuevo en silencio. Estudiándose. En el caso de Lolita, más a sí mismo que al hombre que tiene delante. Es la suya una singular sensación de curiosidad mezclada con recelo, fastidios y grata al mismo tiempo. La última vez que se vio frente al corsario, el tono de la conversación era distinto. Profesional y ante terceros. Ocurrió hace una semana, durante una reunión de trabajo en el despacho de ella. Asistían los Sánchez Guinea, y se trataba de firmar la liquidación del místico francés Madonna Diolet, que tras dos meses de trámites en el Tribunal de Marina —dejando algún dinero entre las uñas codiciosas de los funcionarios judiciales— había sido declarado, al fin, buena presa con su carga de cueros, trigo y aguardiente. Satisfecha la parte del rey a la Real Hacienda, Pepe Lobo se hizo cargo del tercio correspondiente a la tripulación; del que, además de los 25 pesos que cobra al mes como anticipo de presas, le tocan a él siete partes. También se encargó de las sumas debidas a las familias de los tripulantes muertos o inválidos durante las capturas: dos partes por cada uno, además de una cantidad del monte común destinado a mutilados, viudas y huérfanos. En el despacho, la actitud del capitán corsario fue rápida y eficiente, muy atento al estado de las cuentas: ni una sola cifra debida a sus hombres pasó por alto. Lo revisaba todo, metódico, antes de estampar su firma hoja por hoja. No era la suya, advirtió Lolita Palma, la actitud de un hombre receloso de que los armadores defraudaran su confianza. Se limitaba a comprobar minuciosamente el resultado; la suma por la que él y su gente se jugaban la vida hacinados en los estrechos límites de la balandra: viento, olas y enemigos fuera, promiscuidad, olores y humedad dentro, con una pequeña cabina a popa para el capitán, una camareta con literas separadas por una cortina para teniente, contramaestre y escribano, coys de lona compartidos por el resto de la tripulación según los cuartos de guardia, nula protección del viento y el mar en la cubierta rasa y oscilante, fortuna de mar y guerra sin poder descuidarse nunca, según el viejo dicho marino: «Una mano para ti y otra para el rey». Así, observando al corsario mientras leía y firmaba papeles en el despacho, Lolita confirmó que un buen capitán no lo es sólo en el mar, sino también en tierra. Comprendió también por qué los Sánchez Guinea estiman tanto a Pepe Lobo, y por qué, en tiempos de escasez de tripulaciones, como son éstos, nunca faltan marineros apuntados en el rol de la Culebra. «Es de esa clase de hombres —eso dijo hace tiempo Miguel Sánchez Guinea— por los que las mujerzuelas de los puertos se vuelven locas y los hombres dan hasta la camisa».

Siguen parados en la calle, junto a la librería de lance. Mirándose. El corsario se toca el sombrero, haciendo ademán de seguir su camino. De pronto, Lolita se descubre a sí misma deseando que no lo haga. No todavía, al menos. Desea prolongar esta sensación extraña. El desusado cosquilleo de temor, o de prevención, que excita suavemente su curiosidad.

—¿Podría acompañarme, capitán?… Tengo que recoger unos paquetes. Son libros, precisamente.

Lo ha dicho con un aplomo que a ella misma la sorprende. Serena, o al menos eso es lo que confía en parecer. Pero una leve pulsación se intensifica en sus muñecas. Tump. Tump. Tump. El hombre la observa un instante con ligero desconcierto, y sonríe de nuevo. Una sonrisa súbita, franca. O que lo parece. Lolita se fija en la línea angulosa y firme de su mandíbula, donde la barba oscura, aunque rasurada sin duda muy temprano, empieza a despuntar. Las patillas bajas a la moda, que llegan hasta media mejilla, son de color castaño oscuro, espesas. Pepe Lobo no es un hombre fino, en absoluto. No del tipo capitán Virués o chico de buena familia que frecuenta cafés gaditanos y pasea por la Alameda. Ni de lejos. Hay algo en él de rústico, acentuado por la insólita claridad de los ojos felinos. Algo de tipo elemental, o quizá peligroso. Espalda ancha, manos fuertes, presencia sólida. Un hombre, en suma. Y sí. Peligroso, es la palabra. No es difícil imaginarlo con el pelo revuelto, en mangas de camisa, sucio de sudor y salitre. Gritando órdenes y blasfemias entre humo de cañonazos y viento que silba entre la jarcia, en la cubierta de la balandra con la que se gana la vida. Tampoco es difícil imaginarlo arrugando sábanas bajó el cuerpo de una mujer.

El último giro de sus pensamientos turba a Lolita Palma. Busca algo que decir para velar su estado de ánimo. Ella y el corsario caminan calle de San Francisco abajo, sin mirarse y sin hablar. A dos cuartas uno del otro.

—¿Cuándo vuelve al mar?

—Dentro de once días. Si la Armada nos entrega los repuestos necesarios.

Ella sostiene el bolso entre las manos, ante el regazo. Pasan la esquina de la calle del Baluarte y la dejan atrás. Despacio.

—Sus hombres estarán contentos. El místico francés ha resultado negocio rentable. Y tenemos otra captura pendiente de resolución.

—Sí. Lo que pasa es que algunos vendieron por anticipado su parte de presa a comerciantes de la ciudad. Prefieren tener dinero en el acto, aunque sea menos, que esperar al juez de Marina… Ya se lo han gastado, naturalmente.

Sin esfuerzo, Lolita imagina a los marineros de la Culebra gastándose el dinero en las callejuelas del Boquete y en los tugurios de la Caleta. No es difícil imaginar a Pepe Lobo gastándose el suyo.

—Supongo que eso no es malo para la empresa —opina—. Estarán deseando volver al mar, para hacerse con más.

—Unos sí, y otros menos. No es una vida cómoda, allá afuera.

Hay macetas en cada balcón y rejas de hierro volado sobre sus cabezas. Como un jardín superior que se extendiera calle abajo. Delante de una juguetería, unos pilluelos sucios, cubiertos con cachuchas deshilachadas, miran codiciosos las figurillas y caballos de pasta, los tambores, peonzas y carricoches colgados en las jambas de la puerta.

—Temo haberlo distraído de sus ocupaciones, capitán.

—No se preocupe. Iba camino del puerto. Al barco.

—¿No tiene casa en la ciudad?

Niega el corsario. Cuando estaba en tierra necesitaba dónde vivir, cuenta. Pero ya no. Y menos, con los precios de Cádiz. Mantener una casa o una habitación fija cuesta mucho dinero, y cuanto él posee cabe en su camarote. A bordo.

—Bueno. Ahora es usted solvente.

De nuevo la brecha blanca en el rostro tostado por el sol.

—Un poco, sí. Como dice… Pero nunca se sabe. El mar y la vida son muy perros —se toca maquinalmente un pico del sombrero—. Si me disculpa la mala palabra.

—Me dice don Emilio que le ha dejado usted todo su dinero en depósito.

—Sí. Él y su hijo son decentes. Dan buen interés.

—¿Me permite una pregunta personal?

—Claro.

—¿Qué lo llevó al mar?

Pepe Lobo tarda un instante en responder. Como si lo pensara.

—La necesidad, señora. Como a casi todos los marinos que conozco… Sólo un tonto estaría allí por gusto.

—Quizá yo habría sido uno de esos tontos, de haber nacido hombre.

Lo ha dicho mientras camina, mirando al frente. Y advierte que Pepe Lobo la contempla con fijeza. Cuando ella le devuelve la mirada, comprueba que los ojos del marino muestran todavía rastros de asombro.

—Es usted una mujer extraña, señora. Si me permite decirlo.

—¿Por qué no iba a permitírselo?

En la esquina de la calle de la Carne con la iglesia del Rosario, un grupo de vecinos y transeúntes discute junto a un pasquín pegado en el muro del convento. Se trata de un parte de la Regencia sobre las últimas operaciones militares, incluido el fracaso de la expedición del general Blake al condado de Niebla y la noticia de la rendición de Tarragona a los franceses. Junto al cartel oficial hay pegado otro, anónimo, detallando en términos ácidos cómo la pérdida de la ciudad catalana se debió al desinterés del general inglés Graham por socorrer a la guarnición española. Excepto en Cádiz, que sigue a salvo tras sus fortificaciones y cañones, en el resto de la Península menudean las malas noticias: incompetencia de generales, indisciplina militar, los británicos operando a su conveniencia, y límites poco claros entre guerrillas y bandas de salteadores y asesinos. De derrota en derrota, como dice guasón el primo Toño, hacia la victoria final. Muy al fondo y a mano izquierda.

—¿Sabe que no tiene usted buena fama, capitán?… Y no me refiero a su competencia como marino, naturalmente.

Un silencio prolongado. Recorren así veinte pasos, uno junto al otro, hasta la plazuela de San Agustín. En nombre de qué me atrevo a decirle eso, se pregunta Lolita, confusa. Con qué derecho. No reconozco a esta estúpida que se atreve a hablar por mí. Irritada e insolente con un hombre que nada me ha hecho, y al que he visto media docena de veces en mi vida. Un momento después, al llegar junto a la librería de Salcedo, se detiene bruscamente y mira al corsario de frente, a los ojos. Segura y resuelta.

—Hay quien dice que no es un caballero.

Le intriga no observar embarazo ni disgusto por el comentario. Pepe Lobo está inmóvil, el paquete con el Naval Gazetteer bajo el brazo. Su expresión es serena, pero esta vez no sonríe.

—Lo diga quien lo diga, tiene razón… No lo soy. Ni pretendo serlo.

Ni excusa ni jactancia. Lo ha dicho con naturalidad. Sin desviar la mirada. Lolita inclina suavemente la cabeza a un lado. Valorativa.

—Es raro que diga eso. Todos lo pretenden.

—Pues ya ve. No todos.

—Me choca su cinismo… ¿Debo llamarlo así?

Un parpadeo rápido. Ahora sí parece sorprendido por la palabra. Cinismo. Quizá ni siquiera lo sabe, se dice ella. Quizá todo es natural en su condición. En su vida, tan diferente a la mía. A la boca del corsario asoma ahora una sonrisa suave. Pensativa.

—Se llame como se llame, tiene ciertas ventajas —dice Pepe Lobo—. No son tiempos para el dispare usted primero. Con eso no se come… Aunque sea la galleta agusanada, el tocino rancio y el vino aguado de un barco.

Se calla y mira alrededor: la puerta de la iglesia bajo la estatua del santo, el suelo de tierra de la plaza donde picotean palomas, las tiendas abiertas, la vitrina y los cajones de la librería de Salcedo y las cercanas de Hortal, Murguía y Navarro, con sus libros expuestos. Lo contempla todo como quien se encuentra de paso y mira de lejos, o desde afuera.

—Resulta agradable hablar con usted, señora.

No hay sarcasmo en el comentario. Eso asombra a Lolita.

—¿Por qué?… No será por lo que digo. Me temo que…

—No se trata de lo que dice.

Ella reprime el impulso de abrir el abanico y abanicarse. Intensamente.

—Quisiera…

Eso empieza a decir el corsario. Pero se calla. Sobreviene un nuevo silencio. Breve, esta vez.

—Creo que ya es hora de que siga su camino, capitán.

Asiente el otro, el aire distraído. O absorto.

—Claro.

Después se toca un pico del sombrero, murmura «con su permiso» y hace ademán de retirarse. Lolita despliega el abanico y se da aire unos instantes. A punto de irse, Pepe Lobo se fija en el país pintado a mano. Ella advierte la dirección de su mirada.

—Es un drago —dice—. Un árbol exótico… ¿Lo ha visto alguna vez?

El otro se queda inmóvil, un poco ladeado el rostro. Como si no hubiera oído bien.

—En Cádiz —añade ella— hay un par de ejemplares extraordinarios. Dracaena draco, se llama.

Me toma el pelo, dicen los ojos del corsario. Analizando su expresión —desconcierto, curiosidad— Lolita confirma el placer secreto de arrojar a un hombre a un mundo de improbabilidades.

—Uno está en el patio de San Francisco, cerca de casa… Voy a admirarlo de vez en cuando, como quien visita a un viejo amigo.

—¿Y qué hace allí?

—Me siento en un banco que hay enfrente y lo miro. Y pienso.

Pepe Lobo se cambia el paquete de brazo, sin dejar de observarla. Lleva unos instantes haciéndolo como si contemplara un enigma, y ella siente que le agrada mucho que la mire así. Le devuelve cierto control de sus actos y palabras. Tranquilizándola. Siente deseos de sonreír, pero no lo hace. Todo discurre mejor de este modo.

—¿También entiende de árboles? —pregunta él, al fin.

—Un poco. Me interesa la botánica.

—La botánica —repite el corsario, en murmullo casi inaudible.

—Eso es.

Intrigados, los ojos felinos siguen estudiando los suyos.

—Una vez —aventura al fin Pepe Lobo, con precaución— participé en una expedición botánica…

—No me diga.

Asiente el otro, visiblemente satisfecho de la sorpresa que trasluce el rostro de ella. Sonríe suave, apenas, el aire divertido.

—El año ochenta y ocho, yo era segundo piloto en el barco que trajo a esa gente de vuelta, con sus macetas, plantas, semillas y todo lo demás —en este punto hace una pausa deliberada—. ¿Y sabe lo más curioso?… ¿Imagina cómo se llamaba el navío?

El entusiasmo de Lolita es sincero. Casi bate palmas.

—¿En el ochenta y ocho? ¡Claro que lo sé: Dragón!… ¡Como el árbol!

—Ya ve —se ensancha la sonrisa del corsario—. El mundo cabe en un pañuelo.

Ella no sale de su asombro. Dragos y dragones. Extraños encajes, se dice. Los de la vida.

—No puedo creerlo… ¡Hace veintitrés años acompañó a España a don Hipólito Ruiz, desde El Callao!

—Vaya. No recuerdo cómo se llamaban aquellos señores. Pero sin duda sabe usted de lo que habla.

—Claro que lo sé… La expedición de Chile y Perú fue importantísima: esas plantas están ahora en el Jardín Botánico de Madrid. Y en mi casa tengo varios libros publicados por don Hipólito y su compañero Pavón… ¡Hasta se menciona el nombre del barco!

Se estudian mutuamente, otra vez en silencio. Es ella quien lo rompe, al fin.

—Qué interesante —ahora su tono es más sereno—. Tiene que contarme todo eso, capitán. Me gustaría mucho.

Una nueva pausa. Levísima. Un brillo fugaz en la mirada del corsario.

—¿Ahora?

—No, ahora no —ella niega dulce, con la cabeza—. Cualquier otro día, quizás… Cuando regrese del mar.

Serios, rudos, masculinos, tres hombres están sentados en sillas de paja bajo la sombra del emparrado. Lían picadura de la bolsa que pasa de mano en mano, sacan chispas con la piedra y el eslabón, humean la yesca y el tabaco. El porrón de vidrio, mediado de vino, lleva cuatro rondas.

—Son dos mil duros —dice Curro Panizo—. A repartir.

Panizo es un salinero vecino y compadre de Felipe Mojarra, que lo mira pensativo. Tentado por la idea. Hace un rato que discuten los pormenores del asunto.

—Las noches son cortas, pero da tiempo —insiste Panizo—. Podemos acercarnos nadando por el caño sin hacer ruido, como mi hijo y yo la otra noche.

—¿Hasta dónde llegasteis?

—A la Matilla, cerca del muelle. Ahí vimos otras dos lanchas, pero más lejos. Más difíciles de trincar.

Mojarra coge el porrón, echa la cabeza atrás y bebe un largo trago de vino tinto. Luego se lo pasa a su cuñado Bartolo Cárdenas —muy flaco, nudoso, manos como sarmientos—, que bebe a su vez y lo pasa a Panizo. El sol se refleja en el agua inmóvil de las salinas próximas y difumina en la distancia los pinares y los contornos suaves de las alturas de Chiclana. El chozo de Mojarra —una vivienda humilde de dos cuartos y un patio con parras, geranios y un minúsculo huerto— se encuentra en las afueras de la población de la isla de León, entre ésta y el cercano caño Saporito, al final de la calle larga que viene de la plaza de las Tres Cruces.

—Cuéntamelo otra vez —dice Mojarra—. Con detalle.

Una lancha cañonera, repite paciente Panizo. Como de cuarenta pies de eslora. Amarrada en el caño Alcornocal, cerca del molino de Santa Cruz. Vigilada por un cabo y cinco soldados que matan el tiempo durmiendo, porque por esa parte los gabachos están tranquilos. Él y su hijo dieron con la lancha cuando hacían un reconocimiento para ver si allí siguen sacando arena para las fortificaciones.

Estuvieron todo el día escondidos entre los matojos, estudiando el sitio mientras planeaban el golpe. Y no es difícil. Más allá del caño del Camarón, por los esteros y canalizos hasta el caño grande, procurando que no los vean desde la batería inglesa de San Pedro. Luego, hasta el Alcornocal despacito y a nado. La vaciante y los remos ayudarán a la vuelta. Y si encima sopla viento bueno, ni te digo.

—A nuestros militares no les va a gustar —objeta Mojarra.

—Ellos no se atreven a meterse tan adentro. Y si lo hicieran, se quedarían con el premio sin astillarnos un real… Es mucho dinero, Felipe.

Curro Panizo tiene razón, sabe Mojarra. Toda. Las autoridades españolas pagan 20.000 reales de plata como gratificación por la captura de una lancha cañonera, obusera o bombardera enemiga, o por una falúa o bote armado con cañón. También dan 10.000 reales por una embarcación armada menor y 200 por cada marinero o soldado enemigo prisionero. Y lo que es más importante: para alentar esta clase de capturas, pagan pronto y al contado. O eso dicen. En estos tiempos de penuria, cuando a casi todos los marinos y a muchos militares les adeudan veinte pagas atrasadas y a sus reclamaciones se responde con un escueto «no hay arbitrios para socorrer», embolsarse dos mil duros en buena moneda, de la noche a la mañana, sería hacer fortuna. Sobre todo entre gente pobre como ellos: ex cazadores furtivos y salineros de la Isla, en el caso de Mojarra y su compadre Panizo; cordelero en la fábrica de jarcia de la Carraca, el cuñado Bartolo Cárdenas.

—Si nos cogen los mosiús, estamos listos.

Sonríe Panizo, codicioso. Es calvo, fuerte, de cráneo tostado por el sol y barba con mechones grises. Navaja cabritera metida en la faja —que fue negra, y ahora de un gris descolorido— y camisa zurcida y llena de remiendos. Calzones de loneta marinera hasta las corvas y pies descalzos, tan encallecidos como los de Mojarra.

—Por esa guita los dejo intentarlo —dice.

—Y yo —apunta el cuñado Cárdenas.

—El que quiera higos de Lepe, que trepe.

Sonríen los tres, imaginando. Con deleite. Ninguno de ellos ha visto esa cantidad junta en su vida. Ni junta, ni separada.

—¿Cuándo sería? —pregunta Mojarra.

Suena a lo lejos un estampido y los tres miran más allá del Saporito, hacia levante y los caños que se meten hasta Chiclana. A esas horas no suelen bombardear los franceses, pero nunca se sabe. Por lo general tiran sobre la Isla cuando hay combate duro en algún punto de la línea, o con frecuencia de noche. Mucha gente vive enterrada en las bodegas o sótanos de las casas que disponen de ellos. La de los Mojarra no es de ésas: cuando caen bombas cerca no hay otra seguridad que refugiarse en el Carmen, San Francisco o la iglesia parroquial, que tiene muros fuertes de piedra. Eso, cuando da tiempo. Si las bombas llegan de improviso, no hay otra que pegarse a una pared con los chiquillos abrazados, y rezar.

La mujer de Mojarra —moño negro mal sujeto, piel ajada, pechos caídos bajo la camisa de tela basta— también ha oído el trueno lejano. Se asoma a la puerta secándose las manos en el delantal y mira hacia el lado de Chiclana. No muestra temor, sino resignación y fatiga. Su marido la hace volver adentro con una ojeada.

—Podríamos ir en cinco días —dice Curro Panizo, bajando la voz—. Cuando no haya luna y tengamos el oscuro.

—Igual la han cambiado de sitio para entonces.

—Está fija allí, amarrada al muelle pequeño. Es la que usan para enfilar el caño y tirar contra la batería inglesa de San Pedro… Nos lo contó un desertor que cogimos a la vuelta: uno que se había escondido en la albina de la Pelona, esperando a que se hiciera de noche para pasarse nadando a este lado.

—¿Y dices que la lancha tiene un cañón?

—Se lo vimos. Grande… El gabacho dijo que de seis a ocho libras.

Humo de picadura liada, otra ronda del porrón. Se observan unos a otros, graves. Todos saben de lo que hablan.

—Tres somos pocos.

—Vendría mi chico —dice Panizo.

El mozo tiene catorce años. Se llama Francisco, igual que él: Curro y Currito. Listo y vivo como una ardilla de los pinares. Demasiado joven para alistarse en los escopeteros, acompaña a su padre de vez en cuando en el reconocimiento de los caños. Ahora está sentado a treinta pasos, a la orilla del Saporito y sedal en mano, intentando pescar algo. Panizo le ha dicho que se quede allí y no moleste hasta que lo llamen. Aunque tiene edad para rifarse la vida, no la tiene para asistir a conversaciones de hombres. Tampoco para el porrón ni el tabaco.

—Más, haríamos mucho bulto —opina el cuñado Cárdenas—. Podrían tirarnos los ingleses desde la batería de San Pedro, o los nuestros desde Maseda… O a la vuelta, si nos toman por gabachos.

—Cuatro está bien —concluye Mojarra—. Nosotros y el hormiguilla.

Panizo hace cuentas con los dedos.

—Y además —apunta— sale redondo: quinientos duros para cada uno.

El cuñado Cárdenas mira a Mojarra, inquisitivo, pero éste permanece impasible. El chico arriesgará lo que todos, y así debe ser. Entre Curro Panizo y él, la palabra compadre es más que una palabra.

—A lo mejor puede hacerse —dice.

El porrón se ha vaciado con la última vuelta. El salinero se levanta, lo coge por el gollete y entra en la casa para llenarlo de nuevo. Es vino malo, áspero; pero es el que hay. Aviva la tripa y las intenciones. Junto al fogón apagado que hay bajo la campana de la chimenea, Manuela Cárdenas, la mujer, prepara la comida ayudada por una hija de once años: sobrio gazpacho con un diente de ajo, tiras de pimiento seco machacado con aceite, vinagre y un poco de agua y pan. Hay dos crías más —una de ocho años y otra de cinco— jugando en el suelo con unos trozos de madera y un ovillo de cordel, junto a la suegra de Mojarra, anciana y medio inválida, que dormita en una silla junto a la tinaja del agua. La hija mayor, Mari Paz, sigue de doncella en Cádiz, en casa de las señoras Palma. Con lo que ella trae y lo que el padre consigue de ración en la compañía de escopeteros, se come y se bebe en esta casa.

—Son cinco mil reales —susurra Mojarra cuando está junto a su mujer.

Sabe que lo ha oído todo. Ella lo mira en silencio, con ojos fatigados. Su piel marchita y las arrugas prematuras en torno a los ojos y la boca muestran los estragos del tiempo, las fatigas domésticas, la continua pobreza, siete partos de los que tres se malograron con pocos años. Mientras llena el porrón con vino de una damajuana forrada de mimbre, el salinero adivina en esa mirada lo que no dicen las palabras. Es irse muy lejos, marido, con los gabachos ahí, casi hasta el fin del mundo, y nadie nos pagará si te matan. Nadie traerá comida a casa si te quedas para siempre en los caños. Demasiado te juegas ya, cada día, como para andar tentando la suerte de esa manera.

—Cinco mil reales —insiste él.

Aparta la vista la mujer, inexpresiva. Tan fatalista como su tiempo, su condición, su asendereada raza. El cuñado Cárdenas, que sabe escribir y hacer cuentas, lo ha calculado hace rato: tres mil panes candeales de dos libras, doscientos cincuenta pares de zapatos, trescientas libras de carne, ochocientas de café molido, dos mil quinientos cuartillos de vino… Esas son algunas de las cosas, entre muchas, que podrían comprarse si Felipe Mojarra trae a remolque, a remo o como Dios lo socorra, esa lancha cañonera francesa desde el molino de Santa Cruz a través de media legua de caños, esteros y tierra de nadie. Comida, aceite para el candil, leña para cocinar y calentar la casa en invierno, ropa para las chiquillas medio desnudas, un tejado para la casa, mantas nuevas para el jergón del cuarto de paredes ahumadas donde duermen todos juntos, padres e hijas. Un desahogo para aquella miseria que sólo distraen un pez atrapado en los canalizos o un ave de las salinas abatida a escopetazos, cada vez con más dificultad: hasta la caza furtiva, que antes permitía ir tirando, se ha ido al diablo a causa de la guerra, con todo un ejército atrincherado en la Isla.

Vuelve el salinero al exterior, entornados los ojos ante el resplandor del sol en las láminas de agua quieta de los caños y esteros. Pasa el porrón al compadre y al cuñado, que echan atrás la cabeza mientras se dirigen el chorro de vino a la garganta. Chasquean las lenguas, satisfechas. Las facas abiertas pican tabaco en las palmas callosas de las manos. Lían más cigarros. Sobre el contraluz, en larga fila por el camino que discurre junto al caño Saporito y lleva al arsenal de la Carraca, se mueven lentamente las siluetas de los presidiarios que vuelven de trabajar en las fortificaciones de Gallineras, escoltados por infantes de marina.

—Iremos de aquí a cinco días —dice Mojarra—. Con el oscuro.

Desde el muelle de la Jarcia de Puerto Real, Simón Desfosseux observa la cercana costa enemiga. Su ojo profesional, habituado a calcular distancias reales o en la escala de los mapas, actúa con la precisión minuciosa de un telémetro: tres millas justas a la punta de la Cantera, una y seis décimos a la punta de la Clica, una y media a la Carraca y a la imponente batería que defiende el ángulo noroeste del arsenal, la de Santa Lucía, situada en torno al antiguo cuartel de presidiarios, bien artillada por los españoles con veinte bocas de fuego, incluidos cañones de 24 libras y obuses de 9 pulgadas. Todo ese despliegue, que se prolonga cruzando ángulos de tiro con otras baterías, hace inexpugnable la línea enemiga en aquel sector, pues enfila los caños por los que podrían navegar las fuerzas de ataque francesas y permite, además, apoyar las incursiones de las cañoneras que hostigan periódicamente a las tropas imperiales. Es lo que ocurrió hace tres días, cuando una flotilla de embarcaciones fondeadas ante Puerto Real, muy cerca del muelle, fue atacada por lanchas que se habían arrimado durante la noche desde la costa enemiga. El amanecer descubrió diez cañoneras, cuatro obuseras y tres bombillos españoles desplegados en línea de combate; y mientras duró la marea favorable, antes de replegarse a sus bases, éstos dispararon más de veinte granadas y doscientas balas rasas, haciendo mucho daño en barcas, tripulaciones y edificios próximos a la marina. Sólo la llamada casa Grande o de los Rosa, inmediata al muelle y destinada a almacén de pertrechos y cuerpo de guardia, recibió once impactos. Un pequeño desastre, en suma. Con muertos y heridos. Esa es la razón de que el mariscal Víctor, furioso hasta los rizos de las patillas, haya abroncado en su recio estilo cuartelero al general Menier, jefe actual de la división responsable de Puerto Real, poniéndolo de inútil para arriba, y haya hecho venir a Simón Desfosseux a toda prisa desde el Trocadero, con plenos poderes y orden de estudiar la situación y prevenir que algo así no vuelva a repetirse —son palabras literales del mariscal, transmitidas verbalmente— en la puta vida.

Se acerca el sargento Labiche, a quien Desfosseux ha traído consigo para que eche una mano. El suboficial no resulta un prodigio de eficacia ni de espíritu combativo, pero es el único de quien el capitán puede disponer en este momento. Labiche, al menos, cubre las apariencias. Como si el cambio de aires le hubiese insuflado energía —o tal vez desahoga en subordinados ajenos el tedio y el malhumor acumulados en el Trocadero—, el auvernés lleva desde ayer dando órdenes a gritos como un capataz de obra, blasfemando de la guarnición local y de la madre que la engendró.

—Ya están aquí los cañones, mi capitán.

—Despeje entonces, por favor. Que vayan preparando las cureñas.

Huele a bajamar. Las manchas blancas de gaviotas posadas junto a las embarcaciones varadas en el fango —de alguna sólo quedan cuadernas quemadas— salpican la lengua de limo y verdín descubierta por la marea baja, frente al muelle por donde pasea Desfosseux entre un hormigueo de soldados que van y vienen con carros y carretones. El capitán hizo su estudio de situación ayer por la mañana, recién llegado al pueblo; por la tarde puso a la gente a trabajar, y ha continuado haciéndolo toda la noche y el día de hoy, sin descanso. Ahora pasan de las cuatro de la tarde, y una sección de zapadores, asistidos —muy a regañadientes, con este calor— por infantes y artilleros de marina, acaba de situar los últimos cestones rellenos de fango y arena para proteger el nuevo baluarte: una media luna desde la que seis cañones de 8 libras podrán cubrir todo el frente marino del pueblo. En principio.

Desfosseux se acerca a echar un vistazo a los tubos de hierro que aguardan en la plaza, sobre carros tirados por mulas. Son viejas piezas de artillería de seis pies de longitud y más de media tonelada de peso, traídas desde El Puerto de Santa María y destinadas a encajarse sobre las cureñas de sistema Gribeauval que están siendo colocadas y trincadas en sus emplazamientos. Las prisas del duque de Bellune obligan a colocar los cañones a barbeta, sin troneras ni otra protección para los artilleros que el muro de cestones y fango estribado por tablas y puntales clavados en tierra, de tres a cinco pies de altura, que forma el baluarte. Eso bastará para mantener alejadas las cañoneras españolas, estima Desfosseux, por lo menos a la luz del día; aunque le preocupan, y así lo ha manifestado a sus superiores, algunas novedades en las disposiciones artilleras del enemigo. Un oficial inglés, que a resultas de un duelo acaba de pasarse a las líneas francesas, ha puesto al día los informes: cañones de mayor alcance en la batería del Lazareto, refuerzo de los reductos británicos de Sancti Petri y Gallineras Altas, más portugueses en Torregorda y artillado de esta posición con piezas de 24 libras y carronadas de a 36, inglesas. Todo eso queda fuera del territorio de Desfosseux y no lo inquieta demasiado; pero sí una nueva amenaza directa sobre el Trocadero: el proyecto de usar el pontón del navío Terrible como batería flotante para tirar por elevación contra Fuerte Luis y la Cabezuela, a fin de acallar los fuegos de Fanfán sobre Cádiz. O intentarlo. En esta combinación de juego de las cuatro esquinas, castillo de naipes y fichas de dominó que es el asedio de la bahía, cada novedad o movimiento, por mínimo que sea, puede arrastrar consecuencias complicadas. Y la artillería imperial, con Simón Desfosseux en el centro de la madeja, hace el triste papel de quien debe afrontar un incendio con un solo balde de agua, acudiendo aquí y allá, sin dar abasto.

Quitándose la casaca del uniforme, sin remilgos de graduación, el capitán echa una mano a los hombres que, dirigidos por el sargento Labiche, descargan los cañones entre chirridos de maromas y poleas, colocándolos sobre las cureñas de madera pintada de verde olivo. Éstas tienen la base en forma de plano inclinado, con una estructura de ruedas sobre plataforma de carriles que limita el retroceso del disparo. El peso de cada uno de los largos tubos de hierro hace la instalación lenta y penosa, agravada por la falta de experiencia de los hombres: torpes, comprueba Desfosseux, como para pasarlos allí mismo a baqueta. Pero no los culpa por ello. En los seis regimientos que cubren el frente desde el Trocadero a Sancti Petri, mermados por la penuria y las bajas naturales de la guerra, hay una alarmante escasez de artilleros. Con ese panorama, hasta el desganado Labiche resulta un lujo: al menos él conoce su oficio. En las baterías que tiran sobre el recinto urbano de Cádiz, Desfosseux se ha visto obligado a completar dotaciones con infantería de línea. Y aquí mismo, en el muelle de Puerto Real, salvo dos caporales de artillería, cinco soldados de esa arma y tres artilleros de marina que han venido con los cañones desde El Puerto de Santa María —los ribetes rojos de sus casacas azules los distinguen entre los petos blancos de los infantes—, el resto de los que servirán las piezas pertenece también a regimientos de línea. Cric, croc, cruje la cureña. El capitán se echa atrás de un salto, evitando por escasas pulgadas que una rueda le aplaste un pie. Maldita sea su sombra, piensa. La suya propia, la de las cañoneras españolas, la del mariscal Víctor y sus incómodas ocurrencias. De artillar Puerto Real podía haberse ocupado cualquier oficial; pero en los últimos meses no hay bomba que cruce el aire, en una u otra dirección, que el duque de Bellune y su estado mayor no la consideren asunto exclusivo de Simón Desfosseux. Le doy cuanto me pide, capitancito, dijo Víctor la última vez. O cuanto puedo. Así que organícese la vida y no me incomode si no es con buenas noticias. Todo eso tiene como consecuencia que hasta el último de los oficiales artilleros y jefes superiores del Primer Cuerpo, incluido el comandante general del arma, D’Aboville —que ha relevado a Lesueur—, distingan a Desfosseux con un odio salvaje, apenas disimulado por las maneras y las ordenanzas: ojito derecho del mariscal, lo llaman. Genio de la balística, portento de Metz, etcétera. Lo corriente. El capitán sabe que cualquiera de sus jefes y colegas daría un mes de paga por que reventase uno de los Villantroys-Ruty en su cara, o una bomba española y afortunada lo dejase listo de papeles. Le cambiara de hombro el fusil, como se dice —con limpio eufemismo— en el ejército imperial.

Sacando su reloj del bolsillo del chaleco, Desfosseux mira la hora: faltan cinco minutos para las cinco de la tarde. Se deshace en ganas de terminar aquello y volver al reducto de la Cabezuela, junto a Fanfán y sus hermanos, que dejó a cargo del teniente Bertoldi. Aunque están en buenas manos, le preocupa que todavía no haya sonado cañonazo alguno por esa parte. Estaba previsto que antes de la puesta de sol, si el viento no era adverso, se hicieran ocho disparos sobre Cádiz: cuatro bombas inertes rellenas con plomo y arena, y cuatro provistas de carga explosiva.

En los últimos tiempos, el capitán está satisfecho. El arco que sobre el mapa de la ciudad establece el radio de alcance de los impactos, se mueve poco a poco hacia la parte occidental del recinto urbano, cubriendo más de un tercio de éste. Según los informes recibidos, tres de las últimas bombas lastradas con plomo han caído cerca de la torre Tavira, cuya altura la convierte en conspicua referencia para orientar el tiro. Eso significa que los impactos distan ya sólo 190 toesas de la plaza principal de la ciudad, la de San Antonio, y 140 del oratorio de San Felipe Neri, donde se reúnen las Cortes insurgentes. Con esos datos, Desfosseux se siente optimista sobre el futuro: tiene la certeza de que pronto, en condiciones climatológicas favorables, sus bombas rebasarán las 2.700 toesas de alcance. De momento, un ajuste del tiro hacia la parte de la bahía contigua a la ciudad donde fondeaban los buques de guerra ingleses y españoles ha permitido hacer blanco en alguno de ellos. Con poca precisión y sin grandes daños, es cierto; pero obligando a los navíos a levar anclas y fondear algo más lejos, frente a los baluartes de la Candelaria y Santa Catalina.

Casi todos los cañones de 8 libras se encuentran ya en sus cureñas. Tiran de las sogas y empujan los soldados, sudorosos y sucios. Los corpulentos zapadores trabajan a conciencia, silenciosos como suelen. Los artilleros les dejan lo más duro del trabajo y procuran hacer lo justo. Por su parte, los de infantería remolonean cuanto pueden. Labiche abofetea a uno de ellos, con sistemática crueldad. Luego le patea el culo.

—¡Te voy a arrancar el hígado, sinvergüenza!

Desfosseux llama aparte al suboficial. No les pegue delante de mí, le dice en voz baja para no desautorizarlo ante los hombres. Labiche se encoge de hombros, escupe al suelo, vuelve a lo suyo, y cinco minutos después reparte dos nuevas bofetadas.

—¡Os voy a matar!… ¡Vagos perezosos! ¡Cabrones!

La ausencia de brisa espesa el calor. Desfosseux se enjuga el sudor de la frente. Después coge su casaca y se aleja del muelle, encaminándose a una tinaja de agua puesta a la sombra en la esquina de la calle de la Cruz Verde, junto a la garita del centinela. Casi todas las casas de Puerto Real han sido abandonadas por sus moradores españoles, de grado o a la fuerza. El pueblo es un inmenso campamento militar. Las grandes rejas de hierro de las casas, que llegan hasta el suelo en las fachadas de la calle, muestran interiores de habitaciones despojadas, cristales rotos, puertas y muebles hechos astillas, jergones y mantas por el suelo. Hay montones de cenizas de hogueras de vivac por todas partes. Los patios convertidos en establos apestan a cagajones de caballerías, y zumban molestos enjambres de moscas.

Bebe el capitán un cazo de agua, y sentándose a la sombra saca de un bolsillo una carta de su mujer —la primera en seis meses— que recibió ayer por la mañana, antes de dejar la batería de la Cabezuela. Es la quinta vez que la lee, y tampoco ahora suscita en él sentimientos significativos. Querido esposo, empieza. Elevo a Dios mis oraciones para que te conserve la salud y la vida. La carta fue escrita hace cuatro meses, y contiene una relación minuciosa y monótona de noticias familiares, nacimientos, bodas y entierros, pequeños incidentes domésticos, ecos de una ciudad y unas vidas lejanas que Simón Desfosseux repasa con indiferencia. Ni siquiera atrae su interés un par de líneas sobre el rumor de que 20.000 rusos se han acercado a las fronteras de Polonia y que el emperador prepara una guerra contra el zar: Polonia, Rusia, Francia, Metz, quedan demasiado lejos. En otro tiempo ese desapego lo inquietaba, y mucho. Aparejaba, incluso, su dosis de remordimiento. Le ocurría sobre todo al principio, mientras bajaba con el ejército hacia el sur por un paisaje desconocido e incierto, alejándose del mundo en apariencia equilibrado que iba quedando atrás. Pero ya no es así. Instalado hace mucho en la certeza rutinaria y geométrica del espacio limitado que ahora habita, esa indiferencia hacia cuanto ocurre más allá de las 3.000 toesas de alcance resulta extremadamente útil. Casi cómoda. Lo exonera de melancolías y nostalgias.

Desfosseux dobla la carta y la devuelve al bolsillo. Después observa un momento los trabajos en la media luna del muelle y mira en dirección al Trocadero. Sigue preocupándolo no escuchar a Fanfán y sus hermanos. Por un momento se abisma en cálculos, trayectorias y parábolas, dejándose llevar como quien se adentra en vapores de opio. La torre Tavira, recuerda complacido, al fin casi dentro del radio fijo. Magnífica noticia. El centro de Cádiz al alcance de la mano. La última paloma mensajera que cruzó la bahía trajo un minúsculo plano de esa parte de la ciudad, con los puntos exactos de los impactos: dos en la calle de Recaño, uno en la del Vestuario. El teniente Bertoldi daba brincos de alegría. Como le ocurre a menudo, Desfosseux piensa en el agente que envía toda esa información: el individuo cuyo trabajo arriesgado ayuda a marcar con puntos triunfales el plano de la ciudad. Lo supone español de origen, o francés naturalizado hace tiempo. Desconoce su aspecto, su nombre y a qué se dedica. Ignora si es militar o civil, entusiasta abnegado o simple mercenario, traidor a su patria o héroe de una causa noble. Ni siquiera le paga él: de todo eso se ocupa el estado mayor. Su único vínculo directo son las palomas mensajeras y los viajes secretos que un contrabandista español, a quien llaman el Mulato, hace entre las dos orillas. Pero ese Mulato no cuenta más que lo imprescindible. Debe de tratarse, en cualquier caso, de un agente con razones poderosas. Muy valiente y templado, en vista de lo que hace. Vivir a la sombra del patíbulo destrozaría los nervios a cualquier ser común. Desfosseux sabe que él mismo sería incapaz de permanecer de ese modo, aislado en territorio hostil, sin poder confiar en nadie, temiendo a cada instante los pasos de soldados o policías en la escalera, expuesto siempre a la sospecha, la delación, la tortura y la muerte ignominiosa reservada a los espías.

Los cañones ya están instalados en sus cureñas y apuntan a la bahía por encima del parapeto. El capitán se incorpora, abandona la protección de la sombra y regresa al muelle para supervisar los ajustes finales. De camino escucha un estampido que viene de poniente. Se trata de un puum-ba poderoso, que conoce muy bien. Su oído adiestrado no lo engaña sobre la distancia: ha sonado a dos millas y media. Se detiene a mirar en esa dirección, más allá de la orilla cercana del Trocadero, y medio minuto después escucha otro estampido semejante, seguido por un tercero. De pie en la explanada del muelle, haciendo visera con una mano sobre los ojos, Desfosseux sonríe, complacido. Los disparos de los Villantroys-Ruty de 10 pulgadas son inconfundibles: perfectos, compactos, limpios en el estallido de su carga, rotundos en el eco subsiguiente. Puum-ba. Allá va otro, el cuarto. Buen chico, Maurizio Bertoldi. Sabe cumplir con su deber.

Puum-ba. El quinto estampido llena de orgullo al capitán, confirmándole un calorcillo grato, satisfecho. Es la primera vez que oye disparar desde lejos los obuses de la Cabezuela sin que él esté presente en la batería, atento a cada detalle. Pero todo suena como debe. Maravillosamente bien. El último disparo ha sido de Fanfán: se diferencia en cierto matiz en la fase inicial del estampido, más grave y seco que los otros. Reconocerlo desde tan lejos estremece a Simón Desfosseux con un impulso de extraña ternura. Como un padre que viera a su hijo caminar por primera vez.

—¿Que desapareció?… ¿Me toma el pelo?

—En absoluto, señor. Líbreme Dios.

Silencio tenso. Prolongado. Rogelio Tizón sostiene, imperturbable, la mirada furiosa del intendente general y juez del Crimen y Policía Eusebio García Pico.

—Ese hombre estaba preso, Tizón. Era su responsabilidad.

—Se fugó, como le digo. Son cosas que pasan.

Se encuentran en el despacho de García Pico, sentado éste tras su mesa reluciente —no hay un solo papel en ella—, junto a una ventana por la que se ve el patio de la Cárcel Real. Tizón está de pie, con un cartapacio de documentos en las manos. Deseando estar en cualquier otra parte.

—Fugado en extrañas circunstancias —murmura García Pico al fin, como para sí mismo.

—Así es, señor intendente. Lo estamos investigando bien.

—Hum… ¿Cómo de bien?

—Ya le digo. Bien.

Es una forma de resumirlo tan apropiada como cualquier otra. En realidad, el individuo al que se refieren —el que espiaba a las jóvenes costureras de la calle Juan de Andas— lleva una semana en el fondo del mar, envuelto en un trozo de lona con dos balas viejas de cañón y un anclote como lastre. Urgido por la necesidad de obtener una confesión preventiva, Tizón cometió el error de confiar la faena a su ayudante Cadalso y a un par de esbirros poco sutiles en materia de dimes y diretes. El detenido no debía de andar bien de salud, y a los interrogadores se les fue la mano.

—No es tan grave, señor. Nadie sabe nada… O saben poco.

García Pico lo invita a sentarse, con gesto malhumorado.

—Eso quisiera usted —dice mientras Tizón ocupa una silla y pone el cartapacio sobre la mesa—. El asesinato de la última muchacha no pasó inadvertido.

—En forma de rumor sin confirmar —precisa el comisario.

—Pero se pidieron explicaciones. Hasta un par de diputados de las Cortes se interesaron por el asunto.

Sólo durante unos días, objeta Tizón. Y como una muerte más, aislada. Después se olvidó todo. Hay demasiadas cosas revueltas en la ciudad. Otras desgracias, sin contar las bombas. Con tanto forastero y militar, no faltan incidentes. Ayer mismo hubo un marinero inglés apuñalado y un soldado que estranguló a una prostituta en el Boquete. Siete muertos por violencia en lo que va de mes, tres de ellos mujeres. Por suerte, casi nadie relaciona a la última muchacha con las anteriores.

—Hemos podido —concluye— tapar las bocas adecuadas.

García Pico mira el cartapacio como si estuviera repleto de responsabilidades ajenas.

—Maldito sea. Dijo que tenía un sospechoso. A punto de caramelo, fueron sus palabras exactas.

—Y así era —admite Tizón—. Pero se fugó, como digo. Andábamos soltándolo bajo vigilancia y deteniéndolo de nuevo, para no incumplir las nuevas leyes…

Alza el otro una mano, evasivo. Su mirada resbala sobre el comisario, hacia el infinito: un lugar indeterminado entre la puerta cerrada y el inevitable retrato donde Su Majestad Fernando VII —tierno mártir de la patria en el cautiverio francés— los observa con ojos abotargados y poco de fiar.

—Ahórreme detalles.

Tizón se encoge de hombros.

—Dos de mis hombres lo llevaron a practicar una diligencia en el escenario del último crimen, y se les escapó. Lamentablemente.

—En un descuido, ¿no? —el intendente sigue mirando a la nada, lo más lejos posible—. Se escapó en un descuido… Visto y no visto.

—Exacto, señor. Los agentes han sido sancionados.

—Con extrema dureza, imagino.

Tizón decide pasar por alto el sarcasmo.

—Todavía estamos buscándolo —apunta impasible—. Prioridad absoluta.

—¿Absoluta?… ¿Muy absoluta?

—O por ahí.

—De eso tampoco me cabe duda.

García Pico trae de regreso su mirada perdida y la posa perezosamente en el comisario. Ahora su gesto es de fatiga. Parece que todo lo abrumara mucho: Tizón, las circunstancias, el calor que sale hasta de las paredes, Cádiz, España. El estampido de la bomba que en este momento resuena en las inmediaciones de la Puerta de Tierra, haciéndoles volver un momento la cabeza en dirección a la ventana abierta.

—Déjeme que le lea algo.

Abre un cajón de la mesa, saca un documento impreso y lee en voz alta las primeras líneas: «Queda abolido para siempre el tormento en todos los dominios de la Monarquía española y la práctica introducida de afligir y molestar a los reos por los que ilegal y abusivamente llamaron apremios, sin que ningún juez, tribunal ni juzgado pueda mandar ni imponer la tortura».

Al llegar a ese punto, se detiene, alza la vista y mira de nuevo a Tizón.

—¿Qué le parece?

Éste ni parpadea siquiera. A mí me vas a venir con lecturas de media tarde, murmura en los adentros. A Rogelio Tizón Peñasco, comisario de policía en una ciudad donde el pobre sale absuelto con ochenta reales, el artesano con doscientos y el rico con dos mil.

—Conozco la disposición, señor intendente. Se publicó hace cinco meses.

El otro ha dejado el papel sobre la mesa y lo estudia buscando algo que añadir a la lectura. Por fin parece pensarlo mejor y lo devuelve al cajón. Luego apunta a Tizón con el dedo índice de su mano derecha.

—Oiga. Si resbala otra vez, nos puede caer todo encima. Incluidos los periódicos, con el hábeas corpus y todo lo demás… Hay mucha sensibilidad sobre el asunto. Hasta los diputados más respetables y conservadores tragan con las nuevas ideas. O fingen que. Nadie se atreve a discrepar.

Es evidente que García Pico añora tiempos mejores. Más claros y contundentes. Tizón hace un cauto gesto afirmativo. También él los añora. A su manera.

—No creo que eso nos afecte mucho, señor. Fíjese en El Jacobino Ilustrado… defiende la actuación del Comisariado de Barrios. Impecable rigor humanista, decía la semana pasada. Policía moderna y demás. Ejemplo de las naciones.

—¿Está de broma?

—No.

El intendente mira en torno como si algo oliese mal. Al cabo fija la vista en Tizón. Gélido.

—No sé cómo se las arregla con ese gusano de Zafra, pero el Jacobino es basura. Me preocupan más los periódicos serios, el Diario Mercantil y los otros… Y el gobernador anda mirándonos con lupa.

—Me hago cargo, señor.

—¿Se lo hace?… ¿De veras?… Escuche lo que le digo. Si los periódicos exigen responsabilidades, lo echaré a usted a los perros.

Los periódicos tienen otros asuntos de que ocuparse, lo tranquiliza con flema el comisario. Los últimos casos de calenturas pútridas han alarmado a la población, que teme ver repetirse la epidemia de fiebre amarilla. Hasta en las Cortes se habla de un posible traslado fuera de la ciudad, que el hacinamiento de gente y los calores del verano hacen insalubre. También las noticias de la guerra distraen a la opinión pública. Entre el descalabro del general Blake en Niebla, la rendición de Tarragona, el miedo a la pérdida de todo Levante y la subida de precio del tabaco habano, en los cafés y corrillos de la calle Ancha hay materia de sobra para mantener ocupadas las lenguas. Además, está lo de la próxima expedición contra los franceses, bajo el mando del general Ballesteros.

—¿Cómo sabe eso? —García Pico casi ha dado un salto en la silla—. Es altísimo secreto militar.

El comisario mira a su jefe con genuina sorpresa. Por el respingo.

—Lo sabe usted, señor intendente. Lo sé yo. Es normal. Pero además lo sabe todo el mundo… Esto es Cádiz.

Se quedan callados, mirándose. García Pico no es un mal tipo, reflexiona ecuánime el comisario. O no peor que otros, incluido él mismo. El intendente sólo pretende seguir donde está y adaptarse a los nuevos tiempos. Sobrevivir a esos lechuguinos y filósofos visionarios de San Felipe Neri, que sin ningún sentido de lo posible pretenden poner el mundo patas arriba. Lo malo de esta guerra no es la guerra en sí. Es el desmadre.

—Dejando a esas pobres muchachas aparte —dice García Pico—, hay otra cosa que me preocupa. Demasiada gente yendo y viniendo entre Cádiz y la costa enemiga… Demasiado contrabando y de lo otro.

—¿Lo otro?

—Ya sabe. Espionaje.

Encoge los hombros el comisario, entre resignado y seguro de sí.

—Eso es normal en una situación de guerra. Y aquí, más.

Abre el intendente de nuevo un cajón del escritorio, pero no llega a sacar nada. Lo cierra despacio, pensativo.

—Tengo un informe del general Valdés… Sus fuerzas sutiles de la bahía han capturado a dos espías en las últimas tres semanas.

—También nosotros, señor. No sólo los marinos y los militares se ocupan de eso.

García Pico hace un ademán impaciente.

—Lo sé. Pero hay un detalle curioso en el informe. Por dos veces se habla de un negro, o mulato, que se mueve demasiado entre las dos orillas.

Rogelio Tizón no necesita recurrir a la memoria: tiene presente al Mulato. Es otro de los asuntos que lleva entre manos desde que el montañés de la calle de la Verónica lo puso sobre la pista. Nada en limpio hasta ahora: sus hombres sólo han podido confirmar que pasa a gente de un lado a otro. La palabra espionaje es nueva en la historia, pero no es Tizón quien va a admitirlo ante su superior.

—Puede referirse a un botero que vigilamos desde hace tiempo —responde con cautela—. Ha sido mencionado alguna vez por confidentes nuestros como poco de fiar… Que contrabandea es seguro. Lo de espiar, estamos en ello.

—Pues no descuide al sospechoso. Y téngame informado… Lo mismo que cuanto se refiera a las muchachas muertas, claro.

—Por supuesto, señor intendente. A todo le dedicamos nuestro arte.

Lo estudia el otro como si buscara alguna sorna oculta en la última palabra, y Tizón sostiene el análisis con impávida inocencia. Al cabo, García Pico parece relajarse un poco. Conoce bien al hombre que tiene delante. O cree conocerlo. Él mismo lo confirmó en el cargo cuando accedió hace dos años a la intendencia general, y nunca lo ha lamentado. Hasta hoy, al menos. Los métodos del comisario constituyen un dique que mantiene a los superiores a salvo de situaciones incómodas. Eficaz, discreto, sin que la política figure entre sus ambiciones, Rogelio Tizón resulta hombre útil en tiempos difíciles. Y en España todos los tiempos lo son. Difíciles.

—En lo que respecta al problema de esas jóvenes, debo reconocer que lo mantiene a buen recaudo, comisario. Bajo control… Es verdad que nadie relaciona todavía las cuatro muertes entre sí.

Se permite Tizón una sonrisa suave, respetuosa. Con la dosis de complicidad justa.

—Y quien las relaciona, se calla. O se le tiene callado.

El intendente se endereza en su silla, de nuevo próximo al sobresalto.

—Ahórreme el método.

Tras un titubeo dirige una mirada al reloj de pared que hay junto a la ventana. Interpretando el gesto, Tizón coge su cartapacio y se pone de pie. El superior se mira las manos.

—Recuerde lo que nos dijo el gobernador —apunta—. Si estalla un escándalo con las muertes, necesitaremos un culpable.

Se inclina ligeramente Tizón: un leve movimiento de cabeza y ni una pulgada más de lo justo. Cada cual es cada cual.

—En eso estamos, señor. En dar con él… Tengo a todos los cabos de barrio y rondines cribando padrones y matrículas; y a cuanta gente puedo movilizar, pateando la calle.

—Me refiero a un verdadero culpable. No sé si me explico.

Tizón ni siquiera parpadea. Parece un gato apacible, sentado junto a una jaula vacía. Limpiándose plumas de los bigotes.

—Por supuesto, señor. Un culpable de verdad. Está clarísimo.

—Que esta vez no se le fugue, ¿comprende?… Recuerde lo que acabo de leerle, maldita sea. Que no sea necesario que se fugue.

Hay hachones clavados en la arena, bajo la muralla, que iluminan a trechos la Caleta y permiten adivinar las formas próximas de los botes y embarcaciones menores que flotan en la marea alta, cerca de la orilla silenciosa lamida por el agua negra y tranquila. La noche es limpia. Todavía no ha salido la poca luna que dentro de un rato despuntará en la bóveda celeste, llena de estrellas. No hay un soplo de brisa ni una onda en el mar. Las llamas verticales de las antorchas alumbran con su resplandor rojizo los colmados y tablaos adosados al muro de piedra ostionera, que en esta época del año son figones de pescado y marisco durante el día y lugares de música y baile por las noches. En la media luna de arena firme y llana, abierta al Atlántico en la parte occidental de la ciudad entre el arrecife de San Sebastián y el castillo de Santa Catalina, las ordenanzas de policía se aplican con relajo. Al quedar la Caleta fuera del recinto amurallado, no rigen aquí las restricciones nocturnas: la puerta de la ciudad que da al arrecife y la playa es un trasiego continuo de gente con pasavante o dinero para contentar a los centinelas. En los cobertizos hay cachirulo, fandango y bolero, repicar de palillos, voces de cantaores y tonadilleras, marineros, militares, forasteros con bolsa que gastar o en busca de alguien que pague una botella, señoritos encanallados de la ciudad, ingleses, boteros que van y vienen. La proximidad de los navíos de guerra, fondeados cerca para protegerse de las bombas francesas, anima el lugar con grupos de oficiales y tripulaciones. Alborotan por todas partes conversaciones ruidosas, risa de hembras fáciles, bulla de guitarras, cante, murga de borrachos, rumor de peleas. En las noches de la Caleta se solaza, este segundo verano de asedio francés, la Cádiz noctámbula y canalla.

—Buenas noches… ¿Me conceden un momento de conversación?

Pepe Lobo, sentado ante una mesa hecha con simples tablas clavadas, cambia un vistazo rápido con Ricardo Maraña y luego mira al desconocido de facciones aguileñas que, sombrero redondo de bejuco blanco y bastón en mano, se ha parado junto a ellos, recortado a intervalos en los destellos lejanos del faro de San Sebastián. Viste levitón gris abierto sobre el chaleco, y pantalón arrugado que lleva sin elegancia y con desaliño. Patillas largas, espesas, unidas al bigote. Ojos que la noche torna muy oscuros. Quizá peligrosos. Como el puño del bastón, que no pasa inadvertido: una gruesa bola de bronce en forma de nuez, muy apropiada para abrir cabezas.

—¿Qué desea? —pregunta el marino, sin levantarse.

Sonríe el otro un poco. Breve, cortés y sólo con la boca. Tal vez una cortesía fatigada. A la luz de los hachones clavados en la arena, el gesto descubre el relumbrón rápido de un diente de oro.

—Soy comisario de policía. Me llamo Tizón.

Cruzan nueva mirada los corsarios: intrigado, el capitán de la Culebra; indiferente Maraña, como suele. Pálido, flaco, elegante, vestido de negro desde el corbatín a las botas, estirada la pierna donde acusa una leve cojera, el joven está recostado en el respaldo de la silla. Tiene un vaso de aguardiente sobre la mesa —la media botella que lleva en el estómago no le altera en absoluto el porte— y un cigarro humeando a un lado de la boca, y se vuelve despacio, con desgana, hacia el recién llegado. Pepe Lobo sabe que, como en su caso, al primer oficial no le gustan los policías. Ni los aduaneros. Ni los marinos de guerra. Ni quien interrumpe conversaciones ajenas en la Caleta a las once de la noche, cuando el alcohol entorpece las lenguas y las ideas.

—No hemos preguntado quién es, sino qué desea —precisa Maraña con sequedad.

El intruso encaja tranquilo el desaire, observa Pepe Lobo, a quien la palabra policía ha despejado los vapores de aguardiente de la cabeza. Y parece de piel dura. Otra corta sonrisa hace brillar de nuevo el diente de oro. Se trata, decide el corsario, de una mueca mecánica, de oficio. Tan potencialmente peligrosa como el pomo macizo del bastón o los ojos oscuros e inmóviles, tan alejados del gesto de la boca como si estuvieran a veinte pasos de ella.

—Es un asunto de trabajo… Pensé que tal vez podrían ayudarme.

—¿Nos conoce? —pregunta Lobo.

—Sí, capitán. A usted y a su teniente. Eso es normal en mi profesión.

—¿Y para qué nos necesita?

El otro parece dudar un instante, quizá sobre la manera de abordar el asunto. Se decide, al fin.

—Con quien necesito conversar es con el teniente… Quizá no sea momento adecuado, pero tengo noticia de que pronto salen a la mar. Al verlo aquí, pensé que podría evitar incomodarlo mañana…

Espero, piensa Pepe Lobo, que el piloto no esté metido en problemas. Ojalá que no, a dos días de levar el ancla. En todo caso, no parece asunto suyo. En principio. Reprimiendo la curiosidad, hace ademán de levantarse.

—Los dejo solos, entonces.

Interrumpe el movimiento, apenas iniciado. Maraña le ha puesto una mano en el brazo, reteniéndolo.

—El capitán tiene mi confianza —le dice al policía—. Puede hablar delante de él.

Duda el otro, que sigue de pie. O quizá sólo finge dudar.

—No sé si debo…

Los observa alternativamente, como si reflexionara. A la espera de una palabra o un gesto, tal vez. Pero ninguno de los corsarios dice ni hace nada. Pepe Lobo permanece sentado, a la expectativa, estudiando de reojo a su primer oficial. Maraña continúa impasible, mirando al policía con la misma calma que cuando espera carta a la derecha o la izquierda de una sota. Lobo sabe que eso es la vida apresurada de su primer oficial: un ávido juego donde el joven apuesta a diario con liberalidad suicida.

—El asunto es delicado, caballeros —comenta el policía—. No quisiera…

—Sáltese el prólogo —sugiere Maraña.

El otro señala una silla libre.

—¿Puedo sentarme?

No obtiene respuesta afirmativa. Tampoco en contra. Así que coge la silla sosteniéndola por el respaldo y se sienta en ella, un poco alejado de la mesa, bastón y sombrero en el regazo.

—Resumiré el asunto, entonces. Tengo noticias de que, cuando está en Cádiz, usted hace viajes al otro lado…

Maraña sigue mirándolo sin pestañear. Serenos los ojos con cercos oscuros que la fiebre hace brillar a veces de modo intenso. No sé a qué viajes se refiere, dice desabrido. El policía se queda callado un instante, inclina el rostro y luego se vuelve a medias hacia el mar, como indicando una dirección. A El Puerto de Santa María, dice al fin. De noche y en botes de contrabandistas.

—Anoche —concluye— estuvo allí. Ida y vuelta.

Una leve tos, rápidamente sofocada. El joven se ríe en su cara, con impecable insolencia.

—No sé de qué habla. En cualquier caso, no sería asunto suyo.

Pepe Lobo ve relucir otra vez el diente de oro a la luz rojiza de las antorchas.

—No, en realidad. Desde luego. O no demasiado… La cuestión es otra. Tengo razones para creer que fue usted en el bote de un hombre que me interesa… Un contrabandista mulato.

Inexpresivo, Maraña cruza las piernas, da una larga chupada al cigarro y exhala el humo lenta y deliberadamente. Después encoge los hombros con displicencia.

—Bien. Ya basta. Buenas noches.

La mano que sostiene el cigarro señala el camino de la playa y la puerta de la ciudad. Pero el otro sigue sentado. Un hombre paciente, decide Lobo. Sin duda, ésa, la paciencia, es virtud útil en su puerco oficio. Resulta fácil imaginar —los ojos negros y duros que tiene delante no dan lugar a equívocos— que el policía se desquitará de tanta mansedumbre técnica a la hora de pasar facturas. En estos tiempos nadie está seguro de no verse al otro lado de la reja y las leyes. El capitán corsario confía en que Maraña, pese a su juventud y su insolencia, y al aguardiente que le afila el desdén, lo advierta con tanta claridad como lo advierte él, acostumbrado a conocer a los hombres por cómo miran y callan, y al pájaro por la cagada.

—Me interpreta mal, señor… No vengo a sonsacarle asuntos de contrabando.

Un clamor de risas hace volver la cabeza a Pepe Lobo hacia el colmado cercano, donde una bailaora descalza, acompañada por un guitarrista, pisotea con vigoroso compás el suelo de tablas, recogido el ruedo de la falda sobre las piernas desnudas. Un grupo de oficiales españoles e ingleses acaba de llegar, sumándose al jaleo. Viéndolos acomodarse, el corsario tuerce el gesto. Entre los españoles hay un rostro conocido: el capitán de ingenieros Lorenzo Virués. Desagradables recuerdos del pasado y antipatía del presente. La imagen de Lolita Palma pasa un instante por sus ojos, agudizándole un rencor vivo, preciso, hacia el militar. Eso contribuye a amargar el cariz incómodo que ha tomado la noche.

—La cosa es más grave —está diciéndole el policía a Maraña—. Hay razones para creer que algunos boteros y contrabandistas pasan información a los franceses.

Al escuchar aquello, a Pepe Lobo se le olvidan de golpe Lolita Palma y Lorenzo Virués. Espero que no, se dice sobresaltado en los adentros. Malditos sean todos: Ricardo Maraña, la mujer a la que visita en El Puerto y este perro que mete el hocico. El capitán corsario confía en que las aventuras nocturnas de su teniente no terminen complicándoles la vida. Dentro de dos días, si el viento es favorable para dejar la bahía de Cádiz, la Culebra debe estar fuera de puntas, dotación completa, cañones listos y toda la lona arriba, empezando la caza.

—No sé nada de eso —responde Maraña, seco.

El pulso del joven, observa Pepe Lobo, es el de costumbre: inalterable como el de una serpiente que durmiera la siesta. Ha bebido un largo trago y coloca el vaso vacío justo sobre el círculo de humedad que dejó al cogerlo de la mesa. Sereno como cuando se juega el botín de presas al rentoy, desafía a un hombre a batirse o salta a la cubierta de otro barco entre crujir de madera y humo de mosquetazos. Siempre con esa mueca desdeñosa dirigida a la vida. Y a sí mismo.

—A veces uno sabe cosas sin saber que las sabe —apunta el policía.

—No puedo ayudarlo.

Sigue un silencio embarazoso. Al cabo, el otro se pone en pie. Con desgana.

—Esto es Cádiz —recalca—. Y el contrabando, una forma de vida. Pero el espionaje es otra… Ayudar a combatirlo es servir a la patria.

Ríe entre dientes Maraña, con descaro. La luz de las antorchas y los fusilazos distantes del faro acentúan las ojeras bajo sus párpados, en la palidez del rostro. La risa termina en una tos húmeda, desgarrada, que disimula con presteza, llevándose a la boca el pañuelo que saca de una manga de la chaqueta mientras deja caer el cigarro al suelo. Después guarda el lienzo con indiferencia, sin echarle siquiera un vistazo.

—Tendré eso en cuenta. Sobre todo lo de la patria.

El policía lo observa con interés, y Pepe Lobo tiene la desagradable impresión de que se está grabando a su teniente en la memoria. Mocito insolente de mierda, puede leerse en sus labios prietos. Ojalá algún día tengamos ocasión de ajustar cuentas. De cualquier modo, el tal Tizón parece hombre templado, frío como un pez. Y espero, concluye el capitán corsario, no jugar nunca a las cartas con estos dos. Imposible adivinar una mano mirándoles la cara.

—Si alguna vez tiene algo que contar, estoy a su disposición —zanja el policía—. Lo mismo le digo a usted, señor capitán… Tengo el despacho en la calle del Mirador, enfrente de la cárcel nueva.

Se pone el sombrero y balancea el bastón, a punto de irse; pero todavía se demora un instante.

—Una cosa más —añade, dirigiéndose a Maraña—. Yo tendría cuidado con los paseos nocturnos… Exponen a malos encuentros. A consecuencias.

El joven le mira los ojos con manifiesta pereza. Al cabo asiente levemente, por dos veces, y echándose un poco atrás en la silla levanta el faldón izquierdo de su chaqueta. Reluce allí el latón en la culata de madera barnizada de una pistola corta de marina.

—Desde que se inventó esto, las consecuencias van en dos direcciones.

Inclinando ligeramente la cabeza, el policía parece meditar sobre pistolas, direcciones y consecuencias mientras escarba la arena con la contera del bastón. Al fin, tras un breve suspiro, hace ademán de escribir en el aire.

—Tomo nota —dice con equívoca suavidad—. Y le recuerdo, de paso, que el uso de armas de fuego está prohibido en Cádiz a los particulares.

Sonríe Maraña casi pensativo, sosteniéndole la mirada. Las antorchas y el rasgueo de guitarras hacen bailar sombras en su rostro.

—No soy un particular, señor. Soy un oficial corsario con patente del rey… Estamos fuera de las murallas de la ciudad, y su competencia no llega hasta aquí.

Asiente el policía, exageradamente formal.

—También tomo nota de eso.

—Pues cuando haya terminado de tomarla, váyase al infierno.

El diente de oro reluce por última vez. Es toda una promesa de incomodidades futuras, estima Pepe Lobo, si alguna vez su teniente se cruza en el camino de la ley y el orden. Sin más comentarios, los dos marinos observan cómo el comisario vuelve la espalda y se aleja por la arena de la playa hacia el arrecife y la puerta de la muralla. Maraña contempla melancólico su vaso vacío.

—Voy a pedir otra botella.

—Déjalo. Iré yo —Lobo aún sigue con la vista al policía—… ¿De verdad fuiste a El Puerto con el Mulato?

—Podría ser.

—¿Sabías que es sospechoso?

—Bobadas —el joven tuerce la boca, con desdén—. En todo caso, no es asunto mío.

—Pues ese cabrón parecía bien informado. Es su trabajo, imagino. Informarse.

Los dos corsarios se quedan callados un momento. Hasta ellos sigue llegando el jaleo de los tablaos. El policía ha desaparecido en las sombras, bajo el arco de la Puerta de la Caleta.

—Si hay asuntos de espionaje de por medio —comenta Pepe Lobo—, puedes tener problemas.

—No empieces tú también, capitán. Basta por hoy.

—¿Piensas ir esta noche?

Maraña no responde. Ha cogido el vaso vacío y le da vueltas entre los dedos.

—Esto cambia las cosas —insiste Lobo—. No puedo arriesgarme a que te detengan en vísperas de salir a la mar.

—No te preocupes… No pienso moverme de Cádiz.

—Dame tu palabra.

—Ni hablar. Mi vida privada es cosa mía.

—No es tu vida privada. Es tu compromiso. No puedo perder a mi piloto dos días antes de zarpar.

Taciturno, Maraña mira la luz del faro en la distancia. Su propia palabra de honor es de las pocas cosas que respeta, sabe Pepe Lobo. El piloto de la Culebra tiene a gala lo que para otros —y ahí se incluye sin reparos el capitán corsario— es sólo fórmula táctica o recurso que a nada obliga. Sostener a todo trance la palabra dada resulta una consecuencia más de su naturaleza sombría y desafiante. Una forma de desesperación como otra cualquiera.

—Tienes mi palabra.

Pepe Lobo apura lo que queda en su vaso, y se levanta.

—Voy por aguardiente. De paso echaré una meada.

Camina por la arena hasta el piso de tablas del colmado cercano y pide que lleven otra botella a la mesa. Al hacerlo pasa cerca del grupo de oficiales con los que está sentado el capitán Virués, y comprueba que éste lo mira, reconociéndolo. El corsario sigue adelante, encaminándose a un rincón oscuro de la muralla, bajo la plataforma de San Pedro, que huele a orines y suciedad. Desabotonándose, se alivia apoyado con una mano en el muro, abrocha de nuevo el calzón y vuelve sobre sus pasos. Cuando pisa otra vez las tablas del colmado, algunos acompañantes de Virués lo observan con curiosidad.

Es probable que éste haya hecho algún apunte particular, y la presencia en el grupo de dos casacas rojas hace sospechar a Pepe Lobo que Gibraltar ha salido a relucir. No sería la primera vez, y eso incluye a Lolita Palma. El recuerdo lo enfurece. Difícil pasar por alto el «hay quien dice que no es usted un caballero» de la última conversación. Nunca pretendió ser tal cosa, pero no le gusta que Virués lo certifique en tertulias y saraos. Ni que induzca las sonrisas disimuladas que advierte al pasar junto a los oficiales.

Sigue adelante el corsario mientras rememora a ráfagas la noche de Gibraltar, la oscuridad del puerto y la tensión de la espera, el peligro y los susurros, el centinela apuñalado en tierra, el agua fría antes de abordar la tartana, la lucha sorda con el marinero de guardia, el chapoteo del cuerpo al caer al agua, la vela desplegada tras picar el fondeo y la embarcación derivando en el agua negra de la bahía, hacia poniente y la libertad. Todo eso, mientras Virués y sus iguales dormían a pierna suelta esperando el canje que los devolviera a España con el honor intacto, el uniforme bien planchado y las cejas enarcadas con aire de superioridad, cual suelen. Todos de la misma casta, como aquel pisaverde jovencito que pretendió batirse en duelo tras el canje, en Algeciras, y al que Pepe Lobo envió a paseo riéndosele en la cara. Ahora siente que las cosas son distintas, o al menos lo parecen. El aguardiente, quizás. Las guitarras. Tal vez todo habría sido de otra manera si hubiese sido Virués, y no un lechuguino imberbe, quien lo invitara a batirse en Algeciras. Estúpido y estirado hijo de mala madre.

Antes de reflexionar sobre sus actos, o sobre las consecuencias de éstos, el corsario da media vuelta y regresa junto a la mesa de los oficiales. Qué estoy haciendo, se dice de camino. Pero ya es tarde para cambiar de bordo. Virués está acompañado por tres españoles y dos ingleses. Los últimos, capitán y teniente, llevan las casacas de la infantería de marina británica. Los españoles son tres capitanes: uno viste uniforme de artillero, y dos el azul claro con solapas amarillas del regimiento de Irlanda. Todos levantan el rostro, sorprendidos, al verlo llegar.

—¿Nos conocemos, señor?

Le pregunta a Virués, que lo mira desconcertado. Queda el grupo en silencio. Expectante. Sólo se oye la música del colmado. Es evidente que el capitán de ingenieros no esperaba esto. Tampoco Pepe Lobo. Qué diablos hago, se dice de nuevo. Aquí. Liándola como un borracho.

—Creo que sí —responde el interpelado.

Pepe Lobo admira, ecuánime, el mentón bien rasurado a tales horas de la noche, el bigote trigueño y las patillas a la moda. Un chico de buena planta, concluye una vez más. Capitán de ingenieros, nada menos. Alguien con instrucción y futuro en la guerra y fuera de ella, de los que van por el mundo con la mitad del camino hecho. Un caballero, que diría Lolita Palma. O que dijo. Perfecto para ofrecer un pañuelo perfumado y limpio a una señora, o agua bendita a la salida de misa.

—Eso me pareció. Usted era de los que estaban en Gibraltar, mano sobre mano, esperando un cómodo canje…

Lo deja en el aire. Parpadea ligeramente el otro, irguiéndose un poco en la silla. Como era de esperar, entre los demás oficiales ya no sonríe nadie. Bocas abiertas, los españoles. Los ingleses, de momento, no se enteran de nada. What.

—Me encontraba allí bajo palabra, señor. Como usted.

Virués recalca las dos últimas palabras, altanero. El corsario sonríe con descaro.

—Sí. Bajo palabra y en buena compañía de estos señores ingleses… A los que observo sigue teniendo afición.

Arruga ceño el militar. Su desconcierto inicial empieza a transformarse en irritación. A Pepe Lobo no se le despista la breve mirada que dirige a su sable, apoyado en la silla. Pero él no lleva armas. Nunca en tierra, y menos cuando bebe. Ni siquiera su cuchillo marinero. Aprendió esa lección muy joven, de puerto en puerto, viendo ahorcar a gente.

—¿Me está buscando querella, señor?

Medita un momento el corsario, casi poniéndole buena voluntad. Una pregunta interesante, de cualquier modo. Oportuna, dadas las circunstancias. Al cabo, tras considerarla en serio, encoge los hombros.

—No lo sé —responde, sincero—. Lo que sé es que no me gusta cómo me mira. Ni lo que dice, o insinúa, cuando no estoy presente.

—Nunca he dicho a sus espaldas nada que no pueda decirle a la cara.

—¿Por ejemplo?

—Que en Gibraltar no se comportó como es debido… Que su fuga, quebrantando las reglas, nos puso a todos en situación vergonzosa.

—Se refiere, supongo, a usted y a los tontos como usted.

Rumor indignado en torno a la mesa. Un golpe de sangre sofoca el rostro de Virués. Al instante se pone en pie como el hombre educado que es: despacio, sereno, aparentando calma. Pero Lobo observa sus manos crispadas. Eso le causa un gozo interno feroz. Los otros oficiales siguen sentados y se miran entre ellos. En especial los ingleses: es obvio que no entienden una palabra de español, pero no lo necesitan. Ahora la escena es internacional. Se traduce sola.

Virués se toca el corbatín negro que lleva en torno al cuello inmaculado de la camisa, como para ajustarlo. Es patente su esfuerzo por controlarse. Estira los faldones de la casaca, apoya una mano en la cadera y mira desde arriba al corsario. Le lleva por lo menos seis pulgadas.

—Eso es una bellaquería —dice.

Pepe Lobo no abre la boca. Las palabras ofenden según y cómo, y él es perro de aguas, viejo. Se limita a estudiar al otro de abajo arriba con ojo atento —como si llevara encima el cuchillo que no lleva—, calculando dónde pegar en cuanto Virués mueva un dedo, si es que lo hace. Como si adivinara la intención, el militar permanece inmóvil, mirándolo inquisitivo. Mundanamente amenazador. Lo que significa sólo hasta cierto punto.

—Exijo una solución honorable, señor.

Lo de honorable hace torcer el gesto al corsario. Casi se ríe. Con el honor militar hemos dado, piensa. Venga y tóqueme la flor, corneta.

—Déjese de cuentos y posturitas. Esto no es la Corte, ni una sala de banderas.

En la mesa, los oficiales no se pierden palabra. Pepe Lobo tiene desabotonada la casaca y los brazos separados del cuerpo, como los luchadores. Es lo que parece en este momento: recio de hombros, manos fuertes. Su instinto de marino, combinado con larga experiencia de antros portuarios e incidentes asociados, lo mantiene alerta previendo movimientos probables e improbables. Calculando riesgos. Ese mismo hábito le hace advertir a su espalda la presencia silenciosa de Ricardo Maraña. El Marquesito, olfateando problemas, se ha acercado y se mantiene en facha y a punto, por si hay refriega. Peligroso como suele. Y ojalá, piensa Lobo, no se le ocurra meter mano a lo que carga al costado izquierdo, bajo el faldón de la chaqueta. Porque el aguardiente gasta bromas pesadas. Como la que me está gastando a mí, por ejemplo. El impulso idiota que ahora me tiene ante este fulano, incapaz de ir hacia adelante si él no da el paso, ni hacia atrás sin envainármela, infringiendo una norma básica: nunca tocar zafarrancho a deshoras, ni en el sitio equivocado.

—Quiero una satisfacción —insiste Virués.

Mira el corsario hacia el arrecife que se prolonga más allá del castillo de Santa Catalina. Es el único lugar próximo que ofrece discreción razonable, pero por suerte faltan dos horas para que la marea baja lo descubra por completo. Siente unas ganas enormes de tumbar al capitán a puñetazos, pero no de batirse de modo formal, con padrinos y todo cristo jugando a protocolos ridículos. La idea es absurda. El duelo está prohibido por la ley. En el mejor de los casos, podría perder la patente de corso y el mando de la Culebra. Descontando lo mal que iban a tomárselo los Sánchez Guinea. Y Lolita Palma.

—Salgo a la mar dentro de dos días —comenta, neutro.

Lo ha dicho en el tono adecuado, alzada la cara. Como si lo pensara en voz alta. Nadie puede decir que se echa atrás. El otro mira a sus compañeros. Uno de ellos, capitán de artillería con bigote gris y aspecto respetable, niega ligeramente con la cabeza. Ahora Virués vacila, y el corsario lo advierte. Lo mismo hay suerte, se dice. Igual lo dejamos para otro día. Más discreto.

—Don Lorenzo entra de servicio mañana temprano —confirma Bigote Gris—. Esta madrugada volvemos a la isla de León. Él, yo mismo y también estos caballeros.

Imperturbable en apariencia, Pepe Lobo sigue mirando fijo a Virués.

—Difícil lo tenemos, entonces.

—Eso parece.

Indecisión por ambos lados, ahora. Desahogo disimulado por parte del corsario. Tiempo al tiempo, concluye, y luego ya veremos. Se pregunta si el adversario estará tan aliviado como él. Aunque su olfato le dice que sí. Que lo está.

—Aplazamos la conversación, en tal caso.

—Confío en vernos pronto, señor —señala Virués.

—Ahórrese lo de señor. Le traba la lengua… Y yo también confío en eso, amigo. Para borrarle esa sonrisa de la boca.

Otro golpe de calor en el rostro del militar. Por un instante, Lobo cree que se le va a echar encima. Si intenta abofetearme, piensa, rompo una botella y le abro la cara. Y que salga el sol por donde se tercie.

—Nunca fui su amigo —responde Virués, indignado—. Y si esta noche no fuera…

—Ya. Si no fuera.

Ríe el corsario, grosero. Desvergonzado. Mientras lo hace, mete los dedos en un bolsillo del chaleco, saca dos monedas de plata que arroja al dueño del colmado y da la espalda a Virués, alejándose de allí. Detrás suenan los pasos irregulares de Ricardo Maraña, primero sobre las tablas del suelo y después sobre la arena.

—Increíble… Me sermoneas predicando prudencia, y a los cinco minutos te buscas un duelo.

Pepe Lobo se echa a reír otra vez. De sí mismo, sobre todo.

—Es el aguardiente, supongo.

Caminan por el chirrasco rojizo de la orilla, hacia los botes varados junto a la pasarela del arrecife de San Sebastián. Maraña ha alcanzado a su capitán y cojea a su lado, observándolo a la luz imprecisa de las antorchas clavadas en la arena. Lo hace con curiosidad, como si esta noche lo viera por primera vez.

—Será eso —insiste Lobo, al rato—. El aguardiente.