Como cada día después de su ronda de los cafés, Rogelio Tizón se hace lustrar el calzado. Pimporro, se llama el betunero. O lo llaman. Es día de levante en calma, y la mañana traza las primeras franjas de sol entre los toldos y velas de barco tendidas de balcón a balcón que dan sombra a la calle de la Carne, frente al puesto de grabados y estampas. Hay bochorno, y puede recorrerse la ciudad entera sin dar con un soplo de aire. Cada vez que una gota de sudor se desliza por la nariz inclinada de Pimporro y cae sobre el cuero reluciente de las botas, el betunero —negro como el nombre de su oficio— la quita con un movimiento rápido de los dedos y sigue a lo suyo, golpeando de vez en cuando con chasquidos sonoros, no exentos de virtuosismo exhibicionista y caribeño, el mango del cepillo contra las palmas de las manos. Clac, clac, hace. Clac, clac. Como de costumbre, el limpiabotas procura quedar bien con Tizón, aun sabiendo que éste no va a pagar el servicio. Nunca lo paga.
—Ponga el otro pie, señor comisario.
Tizón, obediente, retira la bota lustrada y coloca la otra sobre la caja de madera del betunero, que frota arrodillado en el suelo. De pie y apoyada la espalda en la pared, inclinado hacia adelante el sombrero veraniego de bejuco blanco con cinta negra y algo sobado, pulgar colgado del bolsillo izquierdo del chaleco y bastón de puño de bronce en la otra mano, el policía observa a los que pasan por la calle. Aunque continúan los enfrentamientos militares a lo largo del caño que separa la isla de León de la tierra firme, hace tres semanas que no cae una bomba en Cádiz. Eso se manifiesta en la actitud relajada de la gente: mujeres charlando con cestas de la compra al brazo, criadas que friegan los portales, tenderos que, desde la puerta de sus comercios, miran con avidez a los forasteros ociosos que pasean arriba y abajo o curiosean en el puesto de estampas, donde se venden grabados de héroes y batallas, ganadas o presuntas, contra los franceses, con profusión de retratos del rey Fernando, a pie, a caballo, de medio cuerpo y de cuerpo entero, sujetos alrededor de la puerta con pinzas de tender la ropa: todo un despliegue patriótico. Tizón sigue con la mirada a una mujer joven de mantilla y saya de flecos que le resaltan el vaivén cuando pasa taconeando con garbo de maja. Desde una taberna cercana, un muchacho trae un vaso de limonada fresca que el policía, irreverente, coloca entre dos velas consumidas y apagadas, en un nicho de la pared donde hay un azulejo con la imagen sangrante, agobiada por la corona de espinas y el calor que hace en la calle, de Jesús Nazareno.
—Así que no hay nada nuevo, camarada —comenta.
—Ya le digo, señor comisario —el negro se besa el pulgar y el índice de una mano, puestos en forma de cruz—. Nada de nada.
Bebe Tizón un sorbo de limonada. Sin azúcar. El limpiabotas es uno de sus confidentes, parte minúscula pero útil —betunea por el centro de la ciudad— de la vasta red de soplones que mantiene el policía: rufianes, prostitutas, mendigos, aljameles, mozos de taberna, criados, cargadores del puerto, marineros, caleseros y algunos delincuentes de poco peligro como descuideros de café y calle, desvalijadores de coches y sillas de posta, ladrones de relojes y hurones de faltriquera. Gente bien situada para sorprender secretos, escuchar conversaciones, presenciar escenas interesantes, identificar nombres y rostros que luego el policía clasifica y archiva a fin de utilizarlos en el momento adecuado, lo mismo en interés del servicio que en el suyo propio: intereses no siempre coincidentes, pero con frecuencia rentables. A algunos de tales confidentes, Tizón les paga. A otros, no. La mayoría coopera por las mismas razones que el betunero Pimporro. En una ciudad y un tiempo como éstos, donde a menudo es necesario buscarse la vida con la mano izquierda, alguna benevolencia policial supone el más eficaz de los amparos. Sin contar cierto grado de intimidación, que también influye. Rogelio Tizón pertenece a esa clase de agentes de la autoridad que, por experiencia del oficio, consideran práctico no bajar la guardia ni aflojar nunca la presión. Sabe que el suyo es un trabajo que no puede hacerse con afectos y palmaditas en la espalda. Nunca lo fue, desde que hay policías en el mundo. Él mismo procura confirmarlo cuanto puede, sosteniendo sin destemplarse incluso los aspectos más siniestros de su fama, en esta Cádiz donde tantos reniegan a su paso, pero siempre —por la cuenta que les trae— en voz baja. Como debe ser. Aquel emperador romano que prefirió ser temido a ser querido tenía razón. Toda la del mundo y alguna más. Hay eficacias que sólo se alcanzan con el miedo.
Cada mañana, entre las ocho y media y las diez, el comisario hace una ronda por los cafés para echar un vistazo a las caras nuevas y comprobar si las conocidas siguen allí: el del Correo, el Apolo, el del Ángel, el de las Cadenas, el León de Oro, la confitería de Burnel, la de Cosí y algún otro establecimiento, son los hitos de ese recorrido, con numerosas escalas intermedias. Podría confiar la ronda a algún subordinado, pero hay asuntos que no deben asignarse a ojos ni oídos ajenos. Policía por instinto además de por oficio, Tizón refresca en esos paseos cotidianos la visión de la ciudad que es su terreno de trabajo, tomándole el pulso allí donde mejor late. Es el momento de confidencias hechas al paso, de conversaciones breves, de miradas significativas, de indicios en apariencia banales que luego, combinados en la reflexión del despacho con la lista de viajeros registrados en posadas y casas de vecindad, orientan la actividad rutinaria. La caza de cada día.
—Ya está, señor comisario —el limpiabotas se seca el sudor con el dorso de la mano—. Como dos jaspes.
—¿Qué te debo?
La pregunta es tan ritual como la respuesta:
—Está usted cumplido.
Tizón le da dos golpecitos con el bastón en el hombro, apura el resto de la limonada y sigue camino calle abajo, fijándose según acostumbra en los transeúntes que por su ropa y aspecto identifica como forasteros. En el Palillero ve a varios diputados que se dirigen a San Felipe Neri. Casi todos son jóvenes, vestidos con fracs que descubren los chalecos, sombreros ligeros de junco o abacá filipino, corbatines de tonos claros, pantalones ajustados o a la jineta con botas de borla, a la moda de los que se llaman liberales por oposición a los parlamentarios partidarios a ultranza del poder absoluto del rey, que visten más formales y suelen inclinarse por las levitas y casacas redondas. A estos últimos, los gaditanos guasones empiezan a llamarlos serviles, apuntando así por dónde van los tiros del gusto popular en el debate, cada vez más agrio, sobre si la soberanía pertenece al monarca o a la nación. Un debate que, por otra parte, al comisario lo trae al fresco. Liberales o serviles, reyes, regencias, juntas nacionales, comités de salvación pública o archipámpanos del Gran Tamerlán, quien mande en España siempre necesitará policías para hacerse obedecer. Para devolver al pueblo, después de haber rentabilizado a conveniencia su aplauso o su cólera, la realidad de las cosas.
Al cruzarse con los diputados, por simple instinto profesional ante cualquier autoridad, Tizón saluda quitándose el sombrero con la misma diligencia que emplearía —nunca se sabe cuándo esos casos llegan— si le ordenaran meterlos a todos en la cárcel. Reconoce entre ellos los ojos claros y acuosos, semejantes a ostras crudas, del jovencísimo conde de Toreno; también al zanquilargo e influyente Agustín Argüelles y a los americanos Mexía Lequerica y Fernández Cuchillero. Tizón saca el reloj del bolsillo del chaleco y comprueba que son más de las diez de la mañana. Pese a que las reuniones diarias de las Cortes empiezan de modo oficial a las nueve en punto, raro es el día que hay quórum antes de las diez y media. A sus señorías —en esto no hay diferencia entre liberales y serviles— les gusta poco madrugar.
Torciendo a la derecha por la calle de la Verónica, el comisario se mete en el colmado de un montañés, que es también despacho de vinos. El dueño trabaja detrás del mostrador llenando frascas mientras su mujer friega vasos en la pila, entre embutidos colgados de una viga y sardinas saladas de bota.
—Tengo un problema, camarada.
Lo mira el otro, suspicaz, el palillo en la boca. Salta a la vista que conoce a Tizón lo suficiente para saber que un problema del policía no tardará en ser problema suyo.
—Usted dirá.
Sale del mostrador y Tizón se lo lleva al fondo, cerca de unos sacos de garbanzos y una pila de cajas de bacalao seco. La mujer los mira suspicaz, oído atento y cara de vinagre. También ella conoce al comisario.
—Anoche te encontraron aquí gente a deshoras. Y jugando a los naipes.
Protesta el otro. Fue un malentendido, dice escupiendo el palillo. Unos forasteros se equivocaron de sitio, y él no hizo ascos a un par de monedas. Eso es todo. En cuanto a lo de los naipes, es una calumnia. Falso testimonio de algún vecino cabrón.
—Mi problema —prosigue Tizón, impasible— es que tengo que ponerte una multa. Ochenta y ocho reales, para ser exactos.
—Eso es injusto, señor comisario.
Tizón mira al montañés hasta que éste baja los ojos. Es un santanderino de la sierra de Bárcena: un tipo alto y fuerte, con bigotazo, que lleva en Cádiz toda la vida. Razonablemente apacible, que él sepa. Del tipo vive y deja vivir. Su única debilidad, como la de todo el mundo, es querer embolsarse algunas monedas más. El policía sabe que en el colmado, cerrada la puerta de la calle, se juega a las cartas contraviniendo las ordenanzas municipales.
—Lo de injusto —responde con frialdad— acaba de subirte la multa veinte reales.
Palidece el otro, balbuciendo excusas, y mira de reojo a su mujer. No es verdad que anoche se jugara aquí, protesta. Éste es un comercio decente. Usted se extralimita.
—Ya son ciento veintiocho reales. Cuidado con esa boca.
Reniega el montañés, indignado, pegando un puñetazo sobre un saco de garbanzos que hace saltar varios por el suelo. Ese cagarte en Dios quedará entre nosotros, apunta Tizón sin alterarse. Me hago cargo de los nervios, y no te lo cuento como blasfemia pública. Aunque debería. Tampoco tengo prisa. Podemos pasar así la mañana, si quieres. Entreteniendo a tu mujer y a los clientes que entren: tú protestando, y yo subiéndote la multa. Y al final te cerraré la tienda. Así que déjalo como está, hombre. Que vas servido.
—¿Hay arreglo posible?
El policía compone un gesto ambiguo, deliberado. De los que a nada comprometen.
—Me cuentan que los tres que estuvieron aquí anoche son gente de afuera. Un poquito rara… ¿Los conocías de antes?
De vista, admite el otro. Uno se aloja en la posada de Paco Peña, en Amoladores. Un tal Taibilla. Lleva un parche en el ojo izquierdo y dicen que fue militar. Se hace llamar teniente, pero el montañés no sabe si lo es.
—¿Maneja dinero?
—Algo.
—¿De qué hablaron?
—Ese Taibilla conoce a gente que mete y saca a forasteros. O a lo mejor lo trajina él mismo… Eso tampoco lo sé.
—¿Por ejemplo?
—Un esclavo negro joven. Fugado. Le están buscando un barco inglés.
—¿Gratis?… Me extraña.
—Por lo visto se llevó la vajilla de plata de su amo.
—Acabáramos. Tanto trabajo por un negro.
Tizón toma nota mental de todo. Está al corriente del asunto —el marqués de Torre Pacheco denunció hace una semana la fuga del esclavo y el robo de la plata—, y el dato puede serle útil. También rentable. Una de sus maneras de hacer las cosas es no mostrar excesivo interés por lo que le cuentan. Eso encarece la mercancía, y a él le gusta comprar barato.
—Dame algo mejor. Anda.
Mira el montañés a su mujer, que aparenta seguir atareada en el fregadero. También, dice bajando la voz, trataron sobre una familia que está en El Puerto de Santa María y quiere entrar en Cádiz: un funcionario de Madrid con mujer y cinco hijos, dispuesto a pagar por el viaje y las cartas de residencia, si se las consiguen.
—¿Cuánto?
—Mil y pico reales, creí oírles.
Sonríe el comisario en los adentros. Él se lo habría arreglado al madrileño por la mitad de esa suma. Quizá todavía lo haga, si le echa el guante. Una de sus innumerables ventajas frente a advenedizos como el del parche en el ojo es que, comparados con los precios que maneja esa chusma, los suyos son una ganga. Avalados, además, por su diáfana respetabilidad oficial, con tampón auténtico y limpios de polvo y paja. No en vano, en última instancia, es el propio Tizón quien tiene que dar por buenos esos documentos.
—¿De qué más hablaron?
—Poco más. Mencionaron a un mulato.
—Vaya. Fue noche de morenos, por lo que veo… ¿Qué hay de ese mulato?
—Otro que va y viene. Por lo visto anda mucho de aquí a El Puerto.
Registra Tizón el detalle mientras se quita el sombrero para secarse el sudor. Otras veces ha oído hablar de un mulato, patrón de barca propia, que contrabandea de orilla a orilla, como tantos; pero no que pase gente. Habrá que averiguar sobre ese sujeto, concluye. Con quién habla y por dónde se mueve.
—¿De qué iba el asunto?
El montañés hace un ademán vago.
—Alguien quiere reunirse con su familia, en el otro lado… Me pareció entender que es un militar.
—¿Desde Cádiz?
—Así lo entendí.
—¿Soldado u oficial?
—Oficial, parece.
—Eso ya es más gordo… ¿Oíste él nombre?
—Ahí me pilla usted.
Tizón se rasca el bigote. Un oficial dispuesto a pasarse al enemigo siempre es peligroso. Llega allí, cuenta cosas para congraciarse, y de la deserción a la traición hay un paso muy corto. Y aunque los desertores son competencia de la jurisdicción castrense, cuanto tiene que ver con información o espionaje también pasa por su departamento. Especialmente ahora, cuando se cree ver espías por todas partes. En Cádiz y la Isla hay establecidas duras penas para los patrones y boteros que transporten a desertores, y prohibición de desembarcar a todo emigrado que no pase antes por el barco aduana fondeado en la bahía. En tierra, todo dueño de fonda, posada o casa particular está obligado a informar sobre nuevos huéspedes; y quien se mueva por la ciudad debe ir provisto de una carta de seguridad que lo acredite. Tizón sabe que el gobernador Villavicencio tiene listo un bando de policía aún más enérgico, con pena de muerte para las infracciones graves, aunque de momento retrasa su publicación. En las presentes circunstancias, un extremo rigor significaría ejecutar a media ciudad y encarcelar a la otra media.
—Bueno, camarada. Si volvieran por aquí, tiendes la oreja y me cuentas. ¿Entendido?… Mientras tanto, cierra a la hora en que tengas que cerrar. Dedícate a lo tuyo, y nada de naipes.
—¿Y qué pasa con la multa?
—Hoy es tu día de suerte. Lo dejaremos en cuarenta y ocho reales.
El bochorno gaditano se siente lo mismo al sol que a la sombra cuando el comisario sale a la calle y cruza por San Juan de Dios, camino de su despacho en la Comisaría de Barrios: un viejo edificio con rejas de hierro pegado al convento de Santa María, cerca de la Cárcel Real. Aunque ya media la mañana, los puestos de fruta, verduras y pescado hormiguean de gente bajo los toldos que se extienden desde el edificio consistorial hasta el Boquete y las puertas del muelle. Atraídas por las mercancías expuestas al calor, las moscas asaltan por enjambres. Tizón se afloja el corbatín que le ciñe el cuello y se abanica con el sombrero. Con mucho alivio se quitaría la chaqueta para quedarse en chaleco y mangas de camisa —pese a ser lienzo fino, la tiene empapada de sudor—, pero hay cosas que un caballero y un comisario de policía no pueden hacer. El dista de ser lo primero, y tampoco lo pretende; pero lo segundo impone cierta compostura. No todo son ventajas en su oficio y posición.
Cuando dobla la esquina frente al pórtico de piedra de Santa María, Rogelio Tizón distingue de lejos a Cadalso, su ayudante, acompañado del secretario. Deben de estar esperándolo un buen rato, pues acuden a su encuentro con aspecto de traer noticias importantes. Y tendrán que serlo, supone el comisario, para que el secretario, ratón de despacho y enemigo declarado de la luz del sol, salga a la calle con la que está cayendo.
—¿Qué pasa? —pregunta cuando llegan a su altura.
Con toda urgencia, los otros lo ponen al corriente. Una muchacha ha aparecido muerta. A Tizón se le evapora el calor de golpe. Cuando al fin consigue articular palabra, siente los labios helados.
—¿Muerta, cómo?
—Amordazada, señor comisario. Y con la espalda abierta a latigazos.
Los mira desconcertado, intentando digerir aquello. No puede ser. Intenta pensar a toda prisa, pero no lo consigue. Las ideas se le atropellan.
—¿Dónde ha sido?
—Muy cerca de aquí. En el patio de una casa arruinada que hay al final de la calle del Viento, junto al recodo… La encontraron unos críos, jugando.
—Imposible.
El secretario y el ayudante miran a su jefe con desacostumbrada curiosidad. Uno se endereza los lentes sobre la nariz y el otro arruga la obtusa frente.
—Pues no hay duda —dice Cadalso—. Tiene dieciséis años y es vecina del barrio… Su familia la buscaba desde ayer por la noche.
Tizón mueve la cabeza, negando, aunque ignora exactamente qué. El rumor del mar que bate al pie de la muralla cercana llega ahora ensordecedor hasta sus oídos, como si lo tuviera debajo de las botas recién lustradas por Pimporro. Aturdiéndolo todavía más. El insólito frío se le extiende por todo el cuerpo, hasta la médula de los huesos.
—Os digo que es imposible.
Se ha estremecido, y advierte que sus subordinados lo notan. De pronto siente la necesidad de sentarse en alguna parte. De pensar despacio. Con tiempo y a solas.
—¿La han matado como a las otras? ¿Seguro?
—Exactamente igual —confirma Cadalso—. Acabo de ver el cadáver. Llevo un buen rato intentando localizarlo a usted… He dicho que no dejen acercarse a la gente y que nadie toque nada.
Tizón no escucha. Imposible, vuelve a decir entre dientes. Completamente imposible. El otro lo observa, confuso.
—¿Por qué repite eso, señor comisario?
Tizón mira a su ayudante como si éste fuera imbécil.
—Allí no ha caído nunca nada.
Lo dice sin poderlo remediar, como si formulara una protesta. Y suena absurdo, desde luego. A él mismo se lo parece, expresado en voz alta. Por eso no le extraña advertir que Cadalso y el secretario intercambian una mirada inquieta.
—Tampoco —añade— ha caído una bomba en la ciudad desde hace semanas.
El pequeño convoy, cuatro carros grises tirados por mulas, cruza traqueteando el segundo puente de barcas y avanza por la margen izquierda del río San Pedro, en dirección al Trocadero. Sentado en la trasera del último carro —el único que lleva un toldo que protege del sol—, con las piernas colgando, el sable entre ellas y un pañuelo en la cara para no respirar el polvo que levantan las mulas, el capitán Desfosseux pierde de vista las últimas casas blancas de El Puerto de Santa María. El camino describe un arco siguiendo el trazado de la costa, entre el páramo próximo al río y la marea baja que descubre, estrechando la desembocadura de aquél, un ancho brazo de fango y verdín, con la barra de San Pedro en segundo término, y al fondo, atrincherada en el azul del agua inmóvil, Cádiz detrás de sus murallas.
Simón Desfosseux está razonablemente satisfecho. La carga de los carros es la que esperaba, y él acaba de pasar, además, dos plácidos días en El Puerto, disfrutando algunas comodidades de retaguardia —una buena cama y comida decente en vez del pan negro, la media libra de carne dura y el cuartillo de vino agrio de la ración diaria— mientras aguardaba la llegada del convoy que venía despacio desde Sevilla, escoltado por un destacamento de dragones e infantería. Eso no ha librado al convoy de sufrir dos ataques de las guerrillas: uno en la venta del Vizcaíno, al pie de la sierra de Gibalbín, y otro cerca de Jerez, vadeando el río Valadejo. Al fin, los carros y su carga llegaron ayer sin otra pérdida que un muerto y dos heridos; con la triste circunstancia de que el muerto era un corneta joven, desaparecido mientras iba a llenar cantimploras a un arroyo, que amaneció desnudo y amarrado a un árbol, con aspecto de haber tardado en morir un rato demasiado largo.
El teniente Bertoldi, que iba en el carro de cabeza del convoy, aparece a un lado del camino, cerrándose la bragueta después de aliviarse entre unos matorrales. Va sin sombrero ni sable, con la casaca abierta y el chaleco desabrochado sobre la tripa, boqueando a causa del tremendo calor. La piel la tiene roja como un indio de las praderas americanas.
—Hágame compañía —le dice Desfosseux.
Tiende una mano y lo ayuda a sentarse a su lado en la trasera del carro, a la sombra. Después de dar las gracias, Bertoldi se cubre la nariz y la boca con el pañuelo sucio que lleva anudado al cuello.
—Parecemos salteadores de caminos —apunta el capitán, sofocada la voz bajo el suyo.
El otro suelta una carcajada.
—En España —conviene— todo el mundo lo parece.
Dirige miradas de añoranza a retaguardia, pues ha disfrutado sin recato los dos días de ocio. Su presencia no era necesaria, pero Desfosseux lo reclamó a su lado, seguro de que al ayudante le iría bien un descanso lejos del fuego de contrabatería español, sin otra preocupación que mantener la línea recta al caminar con el contenido de varias botellas en el cuerpo. Y según sus noticias, así ha sido. De las dos noches, una la ha pasado Bertoldi en una bodega y otra en un burdel: el que hay abierto para oficiales en la plaza del Embarcadero.
—Esas españolas —comenta, evocador—. Gabacho cabrón, dicen mientras se desnudan, como si fueran a sacarte los ojos. Tan raciales, ¿verdad? Tan primitivas con sus abanicos y sus rosarios. Parecen gitanas, pero te cobran como si fueran marquesas… Las muy putas.
Desfosseux mira distraído el paisaje. Pensando en sus cosas. De vez en cuando, con el gesto amoroso que una gallina responsable dedicaría a sus polluelos predilectos, se vuelve a medias para contemplar la carga que viaja en el carro, cubierta con lonas y cuidadosamente estibada entre paja y cuñas de madera. Su ayudante echa un vistazo y entorna los ojos, sonriendo bajo el pañuelo.
—Todo llega en la vida —dice.
Asiente el capitán de artillería. La espera ha merecido la pena, o al menos confía en que la merezca. Con destino al Trocadero, el convoy transporta cincuenta y dos bombas especiales de la Fundición de Sevilla, expresamente fabricadas para Fanfán: proyectiles esféricos de obús Villantroys-Ruty de 10 pulgadas, sin asas ni cáncamos, perfectamente calibrados y pulidos en dos modelos distintos, denominados Alfa y Beta. Los carros transportan dieciocho piezas del primero, y treinta y cuatro del segundo. El modelo Alfa es una bomba convencional de tipo granada, de 72 libras de peso, con orificio para espoleta, cargada con lastre de plomo cuidadosamente equilibrado y pólvora. La Beta, por completo esférica y sin espoleta ni carga explosiva, sólo lleva en su interior una masa inerte de plomo con los intersticios rellenos de arena —eso facilita que se trocee en el impacto—, que eleva su peso a 80 libras. Estas nuevas bombas son resultado final de los trabajos y ensayos que durante los últimos meses ha llevado a cabo Desfosseux en la batería de la Cabezuela; fruto de largas observaciones, desvelos, fracasos y éxitos parciales que ahora se materializan en lo que transporta el convoy. Además de cinco nuevos obuses de 10 pulgadas que, a semejanza de Fanfán y con algunas mejoras técnicas, se están fundiendo en Sevilla.
—Usaremos pólvora ligeramente húmeda —dice de pronto el capitán.
Bertoldi lo mira, sorprendido.
—¿Es que su cabeza no descansa nunca?
Desfosseux señala el polvo del camino. De ahí acaba de venir la idea. Se ha bajado el pañuelo de la cara y sonríe de oreja a oreja.
—Soy un estúpido por no haberlo pensado antes.
Su ayudante frunce las cejas, considerando seriamente el asunto.
—Tiene sentido —concluye.
Claro que sí, responde el capitán. Se trata de aumentar la conmoción inicial de la pólvora en los ocho pies de longitud que tiene el ánima del obús. Si ésta fuera más corta, habría poca diferencia: mejor, en todo caso, la pólvora muy seca. Pero con obuses largos de bronce y grueso calibre, como es el caso de Fanfán y sus futuros hermanos, la combustión menos violenta de la pólvora un poco húmeda puede incrementar la impulsión del proyectil.
—Es cuestión de probarlo, ¿no?… A falta de morteros, pólvora mojada.
Ríen como colegiales a espaldas del maestro. Nadie convencerá nunca a Simón Desfosseux de que, con morteros en vez de obuses, no podrían conseguirse mejores resultados y alcanzar todo el recinto de Cádiz. Pero la palabra mortero sigue proscrita en el estado mayor del mariscal Víctor. Sin embargo, el capitán sabe que, para cumplir cuanto se le exige, necesitaría mayor diámetro de boca de fuego del que proporcionan los obuses. Le duelen los dientes de repetir que con una docena de morteros de 14 pulgadas y recámara cilíndrica, combinados con igual número de cañones de 40 libras, podría arruinar Cádiz, aterrorizar a su población y obligar al gobierno insurgente a buscar refugio en otra parte. Con esos medios está dispuesto a firmar cualquier garantía de desbandada general, en sólo un mes de operaciones que sembrarían de bombas la ciudad. Y con granadas como Dios manda, provistas de espoleta y de las que estallan al llegar al objetivo. Bombas de toda la vida. Pero siguen sin hacerle caso. Víctor, por instrucciones directas del emperador y de los zánganos del cuartel general imperial, incapaces de discutir a Napoleón la menor idea o capricho, exige utilizar obuses contra Cádiz. Y eso, como insiste el mariscal en cada reunión donde se trata el asunto, significa proyectiles que lleguen de cualquier modo a la ciudad, estallen o no estallen. A cambio de una reseña conveniente en las páginas de los periódicos de Madrid y París —«Nuestros cañones tienen el centro de Cádiz bajo continuo bombardeo», o algo así—, el duque de Bellune sigue prefiriendo mucho ruido y pocas nueces. Pero Simón Desfosseux, a quien lo único que importa en esta vida es trazar parábolas de artillería, tiene la sospecha de que ni siquiera el ruido está garantizado. Tampoco está convencido de que Fanfán y sus hermanos, incluso cargados con el alfabeto griego de cabo a rabo, basten para satisfacer a sus jefes. Hasta con el nuevo material sevillano, el alcance ideal de 3.000 toesas es difícil de conseguir. El capitán calcula que, con fuerte viento de levante, temperatura adecuada y otras condiciones favorables, podría cubrir los cuatro quintos de esa distancia. Alcanzar el centro de Cádiz sería ya extraordinario. El emplazamiento de Fanfán dista del campanario de la plaza de San Antonio 2.870 toesas exactas, que Desfosseux tiene calculadas al punto sobre el plano de la ciudad y grabadas como una obsesión en el cerebro.
A Rogelio Tizón se lo llevan los diablos. Camina hace rato de un lado a otro, deteniéndose para volver sobre sus pasos. Observa cada portal, cada esquina, cada tramo de la calle que recorre desde hace varias horas. La suya es la aparente indecisión de alguien que ha perdido algo y mira por todas partes, rebuscando sin cesar en bolsillos y cajones, de vuelta al mismo sitio una y otra vez, confiando en dar con un indicio de lo perdido, o en recordar cómo lo perdió. Falta poco para que se ponga el sol, y los rincones más bajos y estrechos de la calle del Viento empiezan a llenarse de sombras. Media docena de gatos descansa en un montón de escombros y desperdicios, ante una casa donde un escudo nobiliario, roído por la intemperie, asoma bajo la ropa tendida que cuelga de las ventanas superiores. El barrio es marinero y pobre. Situado en la parte alta y vieja de la ciudad, cerca de la Puerta de Tierra, conoció en otro tiempo un esplendor del que apenas se advierte hoy rastro: algunos pequeños comerciantes y unas pocas casas solariegas convertidas en viviendas de vecindad donde se hacinan familias humildes cargadas de hijos; y también, desde que empezó el asedio francés, soldados y emigrados de pocos recursos.
El edificio donde apareció la chica muerta está un poco más allá del recodo de la calle, casi en la esquina de una placita que se ensancha cuesta abajo al extremo de ésta, cerca de la calle de Santa María y los muros del convento de ese nombre. Tizón vuelve atrás y deambula despacio, mirando de nuevo a izquierda y derecha. Todas sus certezas acaban de irse abajo de modo lamentable, y ahora le resulta imposible ordenar de nuevo las ideas. Ha pasado media tarde confirmando la desoladora realidad: allí no ha caído ninguna bomba, nunca. Los lugares más cercanos están a trescientas varas, en la calle del Torno y junto a la iglesia de la Merced. Esta vez no es posible sospechar, ni forzando mucho las cosas, una relación entre la muerte de una muchacha y el lugar de impacto de las bombas francesas. Nada sorprendente, se recrimina amargo. Al fin y al cabo, nunca hubo indicios sólidos de que existiera esa relación. Sólo huellas en la arena, como todo lo demás. Piruetas de la imaginación, que gasta bromas pesadas. Disparates. Tizón piensa en Hipólito Barrull y eso le agrava el malhumor. Su contrincante del café del Correo va a retorcerse de risa cuando se lo cuente todo.
El policía entra en la casa, que huele a abandono y suciedad. La luz de la tarde se retira con rapidez, y el pasillo de la entrada ya está oscuro. Queda un rectángulo de claridad en el patio, bajo dos pisos de ventanas sin cristales y galerías de las que hace tiempo arrancaron las barandillas de hierro. Allí, sobre el enlosado roto del patio, unas manchas pardas, de sangre seca, indican el lugar donde apareció la muchacha. Se la llevaron a mediodía, después de que Tizón reconociese el cuerpo e hiciera las indagaciones pertinentes. Estaba como las tres anteriores: manos atadas delante, amordazada la boca, desnuda la espalda y destrozada a latigazos que la descarnaban, dejando al descubierto los huesos de la columna vertebral desde la cintura hasta las cervicales, los omoplatos y el arranque de las costillas. En esta ocasión el asesino se ensañó de forma especial; parecía que un animal salvaje hubiese devorado la piel y la carne de la espalda. La chica debió de sufrir mucho. Al quitarle la mordaza comprobaron que ella misma se había roto los dientes, apretándolos en las convulsiones de su agonía. Todo un espectáculo. Junto a la costra seca del suelo hay una mancha amarilla que todavía apesta. Uno de los hombres de Tizón —individuos curtidos, sin embargo, en atrocidades habituales— vomitó allí mismo al ver aquello, hasta la primera papilla.
Virgen, ha confirmado la tía Perejil. Como las otras. Tampoco esta vez era eso lo que el criminal buscaba. Según ha establecido Tizón, la muchacha desapareció a primera hora de la noche de ayer, cuando regresaba a su casa en la calle de la Higuera, después de atender a un pariente enfermo que vive en la calle Sopranis y comprar una garrafa de vino para su padre. El crimen no parece improvisado: la muchacha dejaba la casa del pariente todos los días a la misma hora. El asesino debió de vigilarla durante cierto tiempo, y ayer decidió seguirla un corto trecho, abordarla a la altura de la casa abandonada y meterla a la fuerza en el patio —la garrafa la encontraron rota en el portal—. Sin duda conocía el lugar y lo tenía estudiado para su propósito. Aunque el recodo de la calle del Viento no es lugar muy transitado, hay gente que entra y sale. La acción del asesino demuestra no poca audacia, expuesta siempre al azar de un transeúnte o la curiosidad de un vecino. Y sobrada sangre fría. Atar y amordazar a la víctima y luego destrozarla de ese modo, latigazo a latigazo, requirió al menos diez o quince minutos.
Hay algo en el aire que intriga al policía, aunque tarda en advertirlo de forma consciente. Se trata de la atmósfera, o más bien de la ausencia de ésta, o su alteración. Es como si hubiese un punto del espacio donde la temperatura, el sonido y hasta los olores quedaran en suspenso, haciéndose el vacío. Algo parecido a pasar inesperadamente de un lugar a otro, cruzando por un punto donde el aire quedara inmóvil. Extraña sensación, de cualquier modo, en un lugar que se llama, y no por casualidad —la parte de muralla que da al mar y a los vendavales está próxima—, calle del Viento. Los gatos, que han seguido a Tizón hasta el interior de la casa, vienen a distraerlo de tales reflexiones. Se acercan silenciosos y cautos, con atentas ojeadas de cazadores. Aquél es su territorio, y en el lugar abundan las ratas; el cadáver de la chica mostraba huellas de mordiscos que lo indican. Uno de los gatos intenta restregarse contra las botas del policía, y éste lo ahuyenta de un bastonazo. El animal se une a sus compañeros, que lamen la mancha de sangre seca. Tizón se sienta en los peldaños desportillados de una ruinosa escalera de mármol y enciende un cigarro. Cuando vuelve a pensar en ella, la sensación extraña ha desaparecido.
Cuatro muertes y ni un solo indicio que valga la pena. Además, las cosas tienen trazas de complicarse. Aunque se consiga tapar la boca a la familia de la muchacha —en otros casos, Tizón lo arregló con dinero—, esta vez son varios los vecinos que han visto el cuerpo. La voz habrá corrido por el barrio. Y para enredarlo todo, acaba de entrar en escena un personaje indeseable: Mariano Zafra, propietario, editor y redactor único de uno de los muchos periódicos aparecidos en Cádiz desde la proclamación —nefasta, a juicio del comisario— de la libertad de imprenta. El tal Zafra es un publicista de ideas radicales, cuya actividad sólo se explica en el espeso clima político que vive la ciudad. Su periódico El Jacobino Ilustrado tiene cuatro páginas, sale una vez a la semana y combina información sobre las sesiones de las Cortes con noticias y rumores recogidos, sin el menor rigor, en una sección llamada Calle Ancha, que es tan zascandil, entrometida y correveidile como su autor. Partidario en otro tiempo de Godoy, fernandista exaltado tras la caída del ministro, defensor del trono y la Iglesia hasta hace poco, liberal acérrimo a medida que los diputados de esa tendencia ganan apoyo entre la población gaditana, Zafra es de los que evolucionan sin rubor del oportunismo a la desfachatez. Sus panfletos no tienen peso en la opinión pública, más allá de un par de tabernas de la zona de mala nota donde vive junto al Boquete, de algunos cafés donde se lee de todo, y de los delegados constituyentes, que devoran cuanto se escribe sobre ellos, dispuestos a aplaudir o indignarse según los traten correligionarios o adversarios. Pero la del Jacobino, aunque en las antípodas de publicaciones serias como el Diario Mercantil, El Conciso o El Semanario Patriótico, es también letra impresa y tinta fresca, al fin y al cabo. Prosa periodística: la flamante diosa del siglo nuevo. Y las autoridades —el gobernador Villavicencio y el intendente general García Pico, por ejemplo— se tientan la ropa en esa materia, incluso cuando se trata de burdos libelos como el que redacta ese Zafra. A quien, a causa de su extremismo furibundo —ahora es rara la semana en que no exige nobleza guillotinada, generales ajusticiados y asambleas del pueblo soberano—, los guasones de los cafés, que le tomaron hace tiempo el pulso al personaje, apodan El Robespierre del Boquete.
El caso es que a primera hora de la tarde, cuando todavía estaba el cuerpo de la muchacha en el patio y Tizón buscaba alguna pista útil en las cercanías, su ayudante Cadalso vino a decirle que Mariano Zafra estaba en la puerta, preguntando qué pasaba. Salió el comisario, hizo retroceder a los curiosos, llevó aparte al publicista y le dijo sin rodeos que se metiera en sus asuntos.
—Hay una muchacha asesinada —opuso el otro, impávido—. Y no es la única. Recuerdo al menos una o dos, antes.
—Ésta no tiene nada que ver.
Tizón lo había tomado por el brazo de modo casi amistoso, haciéndolo caminar calle abajo para alejarlo de la gente agrupada cerca del portal. Una aparente deferencia, la del brazo, que no engañaba a nadie. Desde luego, a Zafra no lo engañaba en absoluto. Tras un par de intentos consiguió soltarse y se encaró con el policía.
—Pues fíjese que yo creo lo contrario. Que sí tiene que ver.
Lo miró Tizón desde arriba: bajo de estatura, medias zurcidas, zapatos sucios con hebillas de latón. Un topacio —seguramente falso— como alfiler de corbata. Sombrero arrugado puesto de través, tinta en las uñas y papeles asomando de los bolsillos de la levita verde botella. Ojos descoloridos. Quizás inteligentes.
—¿Y en qué se basa para ese disparate?
—Me lo ha dicho un pajarito.
Ecuánime como suele, Tizón consideró con sangre fría el problema. Las distintas opciones del tablero. Alguien se había ido de la lengua, sin duda. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Por otra parte, Mariano Zafra no resulta especialmente peligroso —su crédito como periodista es mínimo—, pero sí pueden serlo las consecuencias de lo que publique. Lo único que le falta a Cádiz es la confirmación de que un asesino de muchachas lleva tiempo actuando impunemente, y saber de qué manera lo hace. Cundiría el pánico, y algún desgraciado, sospechoso de esto o aquello, acabaría acogotado por la gente furiosa. Sin contar una previsible exigencia de responsabilidades: quién ha mantenido aquello oculto, quién es incapaz de descubrir al asesino, y algunos etcéteras más. Los periódicos serios no tardarían en ocuparse de la historia.
—Vamos a intentar ser responsables, amigo Zafra. Y discretos.
No era el tono, se dijo en el acto, observando la expresión altanera del interlocutor. Un error táctico por su parte. El Robespierre del Boquete era de los que se crecían con la flojera del adversario. Casi un palmo.
—No me tome el pelo, comisario. El pueblo de Cádiz tiene derecho a saber la verdad.
—Déjese de derechos y tonterías. Seamos prácticos.
—¿Con qué autoridad me dice eso?
Miró Tizón a un lado y otro de la calle, como si esperase que alguien le trajese un certificado de su autoridad. O para comprobar que la conversación seguía desarrollándose sin testigos.
—Con la de quien puede romperle la cabeza. O convertir su vida en una pesadilla.
Un respingo. Medio paso atrás. Una mirada inquieta, rápida, a un lado y a otro, hacia donde Tizón había dirigido antes las suyas. Y un silencio.
—Me está amenazando, comisario.
—No me diga.
—Lo denunciaré.
Ahí se permitió Tizón una risita. Corta, seca. Tan simpática como el relucir de su colmillo de oro.
—¿A quién? ¿A la policía?… La policía soy yo, hombre.
—Hablo de la Justicia.
—A menudo también soy la Justicia. No me fastidie.
Esta vez el silencio fue más largo. Expectante por parte del comisario, reflexivo por parte del publicista. Unos quince segundos.
—Vamos a razonar, camarada —dijo al fin Tizón—. Usted me conoce de sobra. Y yo a usted.
El tono era conciliador. Un arriero ofreciendo una zanahoria a la mula a la que ha molido a palos. O a la que va a moler. Así parecía interpretarlo Zafra, al menos.
—Hay libertad de imprenta —dijo—. Supongo que eso lo sabe.
El tono no estaba exento de firmeza. Aquella rata, se dijo Tizón, no era cobarde. Después de todo, concluyó, hay ratas que no lo son. Capaces de zamparse a un hombre vivo.
—Déjese de historias. Esto es Cádiz. Su periódico tiene el amparo del gobierno y las Cortes, como todos…
Yo no puedo impedir que publique lo que quiera. Pero puedo hacerle sentir las consecuencias.
Alzó el otro un dedo manchado de tinta.
—Usted no me da miedo. Otros antes quisieron silenciar la voz del pueblo, y ya ve. Día vendrá en que…
Casi se empinaba sobre la punta de sus zapatos sin lustrar. Tizón lo interrumpió con un ademán hastiado. No me haga gastar saliva para nada, dijo. Y no la gaste usted. Quiero proponerle un trato. Al escuchar la última palabra, lo miró el publicista como si no diera crédito. Luego se llevó una mano al pecho.
—Yo no hago tratos con instrumentos ciegos del poder.
—No me toque los huevos, oiga. Lo que ofrezco es razonable.
En pocas palabras, el comisario expuso lo que tenía en la cabeza. En caso necesario, estaba dispuesto a proporcionar al editor de El Jacobino Ilustrado la información conveniente. Sólo a él. Le contaría puntualmente cuanto estuviese en su mano contar, reservándose detalles que entorpecerían la investigación, de hacerse públicos.
—A cambio, usted me cuidará. Un poquito.
Lo estudiaba el otro, receloso.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Ponerme por las nubes: nuestro comisario de Barrios es sagaz, necesario para la paz ciudadana, etcétera. La investigación va por buen camino y pronto habrá sorpresas… Qué sé yo. Quien escribe es usted. La policía vigila día y noche, Cádiz está en buenas manos y cosas así. Lo corriente.
—Me toma el pelo.
—Para nada. Le digo cómo vamos a hacer las cosas.
—Prefiero mi libertad de imprenta. Mi libertad ciudadana.
—Con su libertad de imprenta no pienso meterme. Pero si no llegamos a un acuerdo, la otra va a pasar un mal rato.
—Explíquese.
Miraba el policía, pensativo, el puño de bronce de su bastón: una bola redonda, en forma de gruesa nuez. Suficiente para abrir un cráneo de un solo golpe. El publicista seguía la dirección de esa mirada, impasible. Un sujeto duro, concedió mentalmente Tizón. Había que reconocerle que, si bien cambiaba de principios según las necesidades del mercado, mientras sostenía unos u otros era capaz de defenderlos como gato panza arriba. Casi parecía respetable, para quien no lo conociera. La ventaja de Tizón era que él sí lo conocía.
—¿Se lo digo con rodeos, o mato por derecho?
—Por derecho, si no le importa.
Una pausa breve. La justa. Después, Tizón movió su alfil.
—El morito de catorce años, criado de su casa, al que usted le rompe el ojete de vez en cuando, puede costarle un disgusto. O dos.
Parecía que un émbolo hubiese extraído, de golpe, toda la sangre del cuerpo del publicista. Blanco como una hoja de papel antes de meterla bajo el tórculo de la imprenta. En los ojos descoloridos, las pupilas se empequeñecieron hasta casi desaparecer. Eran dos puntos negros diminutos.
—La Inquisición está suspendida —murmuró al fin, con esfuerzo—. Y a punto de abolirse.
Pero ya no había firmeza de por medio. Rogelio Tizón sabía mucho de eso. El tono de su interlocutor era el de quien no ha desayunado, ni comido nada sólido, y está a punto de quedarse sin cenar. Alguien con el estómago vacío y la cabeza repentinamente llena. Rozando el desmayo. En ese punto, el diente lobuno emitió otro destello. A mí la Inquisición me importa una mierda, dijo Tizón. Pero hay varias opciones, figúrese. Una es expulsar de Cádiz al muchacho, que tiene menos papeles que un conejo de monte. Otra es detenerlo con cualquier pretexto, y procurar que en la Cárcel Real los presos veteranos le ensanchen un poquito el horizonte. También se me ocurre una tercera posibilidad: hacerle un reconocimiento médico ante un juez de confianza y forzarlo luego a que lo acuse a usted de sodomía. Pecado nefando, ya sabe. Así lo llamábamos antes de toda esta murga de las Cortes y la Constitución. En los buenos tiempos.
Ahora el publicista balbuceaba. Directamente y sin disimulos.
—¿Desde cuándo…? Es inaudito… ¿Desde cuándo sabe todo eso?
—¿Lo del morito? Hace tiempo. Pero cada uno lleva su vida; y yo, fíjese, en la casa de cada cual no me meto… Otra cosa, camarada, es tener que limpiarme el culo con el periódico que usted publica.
Sentado en la escalera de la casa desierta, Tizón tira el cigarro antes de acabarlo. Quizá sea el olor de aquel sitio, pero el humo le sabe amargo. Sobre el cielo desnudo del patio decrece la última luz poniente, y el rectángulo de claridad se apaga en el suelo, donde los gatos todavía lamen la mancha de sangre seca. Allí no hay nada más que hacer. Nada que poner en claro. Todas sus previsiones se han ido al diablo, dejando un vacío tan desolado como las ruinas de la casa. El comisario piensa en el trozo de plomo retorcido que guarda en el cajón de su mesa de despacho y mueve la cabeza. Durante meses ha esperado el indicio insólito, la inspiración clave que permitiese abarcar la extensión de la jugada. Lo posible y lo imposible. Ahora sabe que esa idea le ha hecho perder demasiado tiempo, reteniéndolo en una pasividad peligrosa de la que otra muchacha muerta es triste consecuencia. Rogelio Tizón no tiene remordimientos; pero la imagen de la chica de dieciséis años con la espalda desgarrada, sus ojos abiertos por el horror y los dientes rotos de rechinar en la prolongada agonía, lo desazona con intensidad casi física. Se superpone al recuerdo de las anteriores muchachas asesinadas. Eso lo enfrenta a fantasmas que acechan en la penumbra permanente de su propia casa. En la mujer silenciosa que se mueve por ella como una sombra y en el piano que nadie toca.
Apenas queda un poco de luz. El comisario se incorpora, echa un último vistazo a los gatos que lamen el suelo y se aleja por el corredor oscuro, camino de la calle. Después de todo, el gobernador Villavicencio tenía razón. Va siendo hora de prevenir una nómina de sujetos indeseables, como primera provisión para cuando Cádiz empiece a reclamar un rostro de asesino. De momento, un par de confesiones calculadamente ambiguas pueden mantener las cosas bajo control, en espera de un golpe de suerte o del fruto del trabajo paciente. Sin descartar nuevos y oportunos acontecimientos relacionados con la guerra y la política: agitaciones que, al cabo, todo lo ordenan en su desorden. Tales pensamientos no atenúan, sin embargo, la sensación de derrota. La impotencia ante la puerta que acaba de cerrarse: oscura, incierta, apenas una rendija; pero que hasta hoy alentó la esperanza de vislumbrar un relámpago de luz al fondo. De intuir la combinación maestra que permite, al jugador paciente, clavar las piezas en lo más profundo del tablero.
El sonido del aire, que inesperadamente parece rasgarse como tela rota, sobresalta al policía cuando llega a la calle en sombras. Se vuelve para ver de dónde procede, y en ese momento el corredor de la casa proyecta hacia afuera un fogonazo de color naranja que ilumina un instante el portal y la calle, arrastrando consigo una lluvia de polvo y cascotes. El estampido resuena inmediato, estremeciéndolo todo. Conmocionado por la onda expansiva —los oídos le duelen como si estuvieran rotos—, Tizón se tambalea mientras alza los brazos, intentando protegerse de los fragmentos de yeso y vidrio que rebotan por todas partes. Al fin da unos pasos y cae de rodillas entre la polvareda espesa que lo sofoca. Mientras recobra la lucidez, advierte que tiene algo caliente y viscoso pegado al cuello, y lo aparta de un manotazo, con la aprensión súbita, en el último instante, de que puede tratarse de un jirón de su propio cuerpo. Pero lo que palpa es un trozo de tripas pegado a la cola de un gato.
Hay puntitos rojos dispersos por el suelo, alrededor: fragmentos retorcidos e incandescentes que se apagan con rapidez, enfriándose. Tirabuzones de plomo. Todavía aturdido, Tizón se inclina maquinalmente a coger uno, y al momento lo suelta, pues el metal aún está caliente y le quema la mano. Cuando los oídos dejan de zumbarle y mira en torno, a la oscuridad, lo que más impresiona es el silencio.
Al día siguiente, en mangas de camisa, con delantal de hule y sujetando una paloma entre las manos, Gregorio Fumagal se acerca a la parte de la terraza que da a levante y dirige una cauta ojeada alrededor. Con el buen tiempo y el exceso de población forastera, la parte superior de muchas casas se ha convertido en lugar de acampada donde, bajo tiendas hechas con lonas y velas de barco, viven familias enteras a manera de nómadas. Eso ocurre también en la calle de las Escuelas, donde Fumagal habita la casa de cuyo piso superior es propietario. Por elementales razones de discreción, el taxidermista no alquila su terraza; pero en algunas de las vecinas viven emigrados, y es usual ver a gente ociosa curioseando a todas horas. Eso obliga a ir con tiento; el mismo que, desde que empezó a mantener correspondencia clandestina con la otra orilla, le hizo prescindir de todo servicio doméstico, despidiendo a la criada que atendía la casa. Ahora realiza él las tareas de limpieza, desayuna un tazón de leche con migas de pan y come siempre solo en la fonda de la Perdiz, en la calle Descalzos, o en la de la Terraza, entre la esquina de la calle Pelota y el arco de la Rosa.
No hay moros en la costa. Resguardándose de miradas indiscretas entre la ropa tendida, y previa comprobación de que el tubito del mensaje se encuentra bien sujeto con torzal a una pluma de la cola, Fumagal suelta a la paloma, que revolotea un momento ganando altura y se aleja entre las torres de la ciudad, en dirección a la bahía. Dentro de unos minutos, el mensaje que detalla los lugares de impacto de las últimas cinco bombas lanzadas desde la Cabezuela estará en manos francesas. Esos mismos puntos se encuentran ya inscritos en el plano de Cádiz donde cada día se espesa un poco más la trama de líneas trazadas a lápiz que, en forma de abanico con la base orientada al este, se despliega sobre la ciudad. En el plano, los puntos de alcance máximo de las bombas han avanzado una pulgada hacia el oeste: hay uno en la cuesta de la Murga y otro en la esquina de las calles San Francisco y Aduana Vieja. Eso, sin vientos fuertes que alarguen las trayectorias. Las cosas pueden mejorar cuando entren los levantes recios. Quizás.
Gregorio Fumagal da de comer a las palomas, vierte agua en un recipiente y cierra con cuidado el palomar. Después cruza la puerta vidriera de la terraza, dejándola abierta, baja los peldaños de la corta escalera y regresa al gabinete de trabajo. Allí, entre las miradas inmóviles de los animales disecados puestos en perchas y vitrinas, su nueva pieza, el macaco de las Indias Orientales, empieza a tomar forma sobre la mesa de mármol: una apariencia espléndida, cuya visión complace al taxidermista. Tras desollar al animal, descarnar y limpiar sus huesos, tuvo varios días la piel sumergida en una solución de alumbre, sal marina y crémor de tártaro comprado en la jabonería de Frasquito Sanlúcar —también adquirió una tintura nueva para el pelo, que ya no destiñe con el sudor—, antes de empezar el armado interno combinando alambre grueso, corcho y relleno de estopa con la estructura ósea cuidadosamente reconstruida y devuelta, paso a paso, al interior de la piel preparada.
Discurre calurosa la mañana. La luz que entra por la puerta de la terraza e ilumina los peldaños y el gabinete se vuelve más cenital e intensa, haciendo brillar los ojos de vidrio de los animales disecados. Repica cerca el bronce de la iglesia de Santiago —hora del Ángelus— y responde enseguida, con doce campanadas, el reloj que hay sobre la cómoda. Vuelve después el silencio, alterado sólo por el roce de los instrumentos que maneja Fumagal. Trabaja hábil con agujas, punzones y bramantes, rellenando y ligando cavidades mientras consulta la documentación dispuesta junto a la mesa. Se trata de estudios previos de la postura que pretende dar al simio: incorporado sobre una rama de árbol seca y barnizada, la cola caída y enroscada al extremo, la cara ligeramente vuelta sobre el hombro izquierdo, mirando al futuro espectador. Para fijar el cuerpo del macaco en actitud propia, el taxidermista recurre a estampas de historia natural, a grabados de su colección y a dibujos hechos por él mismo. No descuida detalle, pues se encuentra en un momento delicado del proceso: la búsqueda de una postura que realce el cuerpo del animal, con toques complementarios de fino acabado en párpados, orejas, boca o textura del pelo. De eso depende en gran medida el apresto final, el punto exacto que dará o quitará credibilidad al trabajo, subrayando su perfección o destruyéndola. Es consciente Fumagal de que una deformación pasada por alto, un rasguño en la piel, una sutura mal hecha, un insecto minúsculo descuidado en el relleno, desfigurarán la pieza hasta el extremo de arruinarla con los años. Después de casi treinta de oficio, sabe que todo animal disecado sigue de alguna forma vivo, envejeciendo a su manera con los efectos de la luz, el polvo, el paso del tiempo y los sutiles procesos físicos y químicos desarrollados en él. Peligros de los que debe precaverse, recurriendo a los extremos del arte, la destreza de un buen taxidermista.
Un estampido sordo, amortiguado por la distancia y las casas interpuestas, llega hasta el gabinete un instante después de que una leve ondulación del aire haga vibrar los cristales de la puerta abierta a la terraza. Interrumpe Fumagal la tarea de coser con punto de espada la base de la cola del macaco y permanece atento, inmóvil, en alto la mano que empuña la aguja enhebrada con bramante. Ésa sí estalló, concluye mientras reanuda la tarea. Y no demasiado lejos: hacia la iglesia del Pópulo, seguramente. A quinientos pasos de distancia. La posibilidad de que una bomba acabe alcanzando la casa, y a él mismo, le pasa a veces por la cabeza. Cualquiera de sus palomas puede traer un día, de vuelta, un mensaje peligroso, o letal. Entre los planes que el taxidermista tiene para su vejez —probable o improbable—, no cuenta inmolarse como Sansón en el templo de los filisteos; pero todo juego tiene normas, y éste no es una excepción. De cualquier modo, no le importaría que alguna bomba cayese más cerca: exactamente sobre la vecina iglesia de Santiago, acallando la campana que, día a día, con especial insistencia los domingos y fiestas de guardar, acompaña sus horas domésticas. Si algo sobra en Cádiz —España en miniatura, con lo peor de sí misma—, son conventos e iglesias.
Pese a sus afinidades con quienes asedian la ciudad —o más bien con la tradición ilustrada del siglo viejo francés, que la Revolución y el Imperio heredaron—, hay detalles que Gregorio Fumagal encaja con dificultad: la restauración napoleónica del culto religioso es uno de ellos. El taxidermista sólo es un comerciante y artesano modesto, que ha leído libros y estudiado a seres vivos y muertos. Pero estima que, a falta de conocer la Naturaleza y de coraje para aceptar sus leyes, el hombre renunció a la experiencia a cambio de sistemas imaginarios, inventando dioses, sacerdotes y reyes ungidos por éstos. Sometiéndose sin reservas a seres iguales a él, que aprovecharon para convertirlo en esclavo desprovisto de razón y ajeno al hecho clave: todo está en el orden natural, e incluso el desorden es tan corriente como su opuesto. Después de leer sobre esto a la luz de los filósofos y estudiar la muerte de cerca, Fumagal opina que la Naturaleza no puede actuar de forma distinta. Es ella, y no un Dios imposible, la que distribuye orden y desorden, placer y dolor. La que extiende el bien y el mal por un mundo donde ni gritos ni plegarias alteran las leyes inmutables de la vida y la destrucción. Las necesidades terribles. Está en el orden de las cosas que el fuego queme, pues tal es su propiedad. Está en ese mismo orden que el hombre mate y devore a otros animales cuya sustancia necesita. Y también que el hombre haga el mal, pues su condición incluye el daño. No hay ejemplo más edificante que la muerte acompañada de sufrimiento, bajo un cielo incapaz de ahorrar un gramo de éste. Nada resulta más educativo sobre el carácter del mundo; nada más reconfortante ante la idea de una inteligencia superior cuyos propósitos, de existir, serían injustos hasta la desesperación. Por eso el taxidermista opina que hay una certeza moral consolatoria, casi jacobina, incluso en los mayores desastres y atrocidades: terremotos, epidemias, guerras, matanzas. En los grandes crímenes que, poniendo las cosas en su sitio, devuelven al hombre a la realidad fría del Universo.
—Es a la física y la experiencia donde hay que acudir —dice Hipólito Barrull—. Buscar lo sobrenatural es absurdo, en nuestro tiempo.
Rogelio Tizón escucha atento mientras camina despacio, baja la cabeza, mirando el empedrado de la plaza de San Antonio. Sostiene bastón y sombrero entre las manos cruzadas a la espalda. El paseo le despeja la cabeza después de tres partidas de ajedrez en el café del Correo: dos ganadas por el profesor, y la tercera en tablas.
—Interrogar a la razón —resume Barrull.
—La razón se parte de risa cuando la interrogo.
—Analice el mundo visible, entonces. Cualquier cosa antes que creer en abracadabras.
Mira el comisario alrededor. El sol se ha puesto ya, y la temperatura es más agradable a medida que oscurece el cielo sobre las torres vigía y las terrazas de los edificios. Hay algunos coches y sillas de manos estacionados frente a la confitería de Burnel y el café de Apolo, y mucha gente pasea por el lugar y la cercana calle Ancha con la última luz del día: familias acomodadas de las casas cercanas, vecinos de los barrios populares próximos, niños que corren y juegan al aro, clérigos, militares, refugiados sin recursos que buscan con disimulo puntas de cigarro en el pavimento. Se solaza la ciudad, tranquila y confiada, entre las medias columnas, los naranjos y los bancos de mármol de su plaza principal, disfrutando del lento anochecer de verano. Como de costumbre, la guerra parece muy lejana. Casi irreal.
—El mundo visible —protesta Tizón— me dice que cuanto le acabo de contar a usted es cierto.
—Así será, entonces. A menos que el mundo visible lo engañe, cosa que también puede ocurrir. Tenga en cuenta que a veces se dan coincidencias fortuitas. Efectos con causas aparentes que en realidad les son ajenas.
—Son ya cuatro casos concretos, profesor. O tres y uno. Los vínculos están a la vista y la relación es evidente. Pero no alcanzo a descifrar la clave.
—Pues tiene que haberla. No hay movimientos espontáneos en el orden de las cosas. Los cuerpos actúan unos sobre los otros. Cada alteración se debe a razones visibles u ocultas… Nada existe sin ellas.
Dejan atrás la plaza, siempre despacio, camino del Mentidero. Empiezan a encenderse luces tras las celosías de las ventanas y dentro de algunas tiendas que siguen abiertas. A Barrull, que vive solo y cena poco, se le antoja un bocado de tortilla de berenjena en el colmado de la calle del Veedor. Entran y se acodan un rato en el mostrador, junto a un candil encendido que humea aceite sucio, entre las cajas de productos ultramarinos y las botas de vino. El profesor con una chiquita de pajarete y el policía con una jarra de agua fresca.
—En términos generales, su asesino no es un hecho aislado —continúa Barrull mientras espera que le sirvan su plato—. Cada ser humano se mueve según la propia energía y la procedente de los cuerpos de los que recibe impulsos. Siempre hay una causa que mueve a otra. Eslabones.
Llega la tortilla, jugosa y humeante. El profesor le ofrece a Tizón, que niega con la cabeza.
—Piense en los hombres antiguos —añade Barrull—. Veían planetas y estrellas moviéndose en el cielo, y no sabían por qué. Hasta que Newton habló de la gravitación que los cuerpos celestes ejercen unos sobre otros.
—Gravitación…
—Sí. Atracciones o causas que durante siglos pueden escapar a nuestro entendimiento. Como la relación entre esas bombas y el asesino. Su gravitación criminal.
Mastica el profesor un trozo de tortilla con aire de reflexionar sobre sus propias palabras. Al cabo mueve vigorosamente la cabeza, afirmativo.
—Si un cuerpo tiene masa, cae —prosigue—. Si cae, golpea a otros cuerpos y les comunica movimiento. Si tiene analogía, actúa con ellos. Todo son leyes físicas. Incluyen a hombres y bombas.
Un sorbo de vino. Al trasluz del candil, Barrull estudia satisfecho el contenido de su copa y bebe otra vez. Al retirarla de los labios, su rostro caballuno sonríe a medias.
—Materia y movimiento, como pedía Descartes. Y constituiré el mundo… O lo destruiré.
—Ahora se produce el hecho —apunta Tizón— adelantándose a la bomba.
—Eso sólo ha ocurrido una vez. Y no sabemos por qué.
—Escuche. El asesino ha matado por cuarta vez. De manera idéntica. Y resulta que, al poco rato, la bomba llega al punto exacto. ¿De verdad cree que la casualidad tiene algo que ver?… Justamente es la razón la que me dice que la conexión existe.
—Tendrá que esperar a una segunda comprobación.
Después de aquello, los dos guardan silencio. Tizón se ha puesto de lado, mirando hacia la puerta de la calle. Cuando se vuelve de nuevo hacia Barrull, ve que éste lo observa pensativo. Tras el reflejo del candil en los cristales de sus lentes, los ojos entornados brillan con extremo interés.
—Dígame una cosa, comisario… Si en este momento pudiera elegir entre capturar al asesino o darle otra oportunidad para confirmar su teoría, ¿qué haría usted?
Tizón no le responde. Sosteniendo su mirada, mete la mano en el bolsillo interior de la levita, saca un cigarro habano de la petaca de piel de Rusia y se lo pone entre los dientes. Luego ofrece otro al profesor, que niega con la cabeza.
—En el fondo es usted un hombre de ciencia —concluye Barrull, divertido.
Deja unas monedas sobre el mostrador y salen a la calle, donde se desvanece la última luz. Otras sombras caminan sin prisas, como ellos. Ninguno de los dos despega los labios hasta llegar al Mentidero.
—El problema —dice Tizón por fin— es que ahora se reduce mucho la posibilidad de una captura directa… Antes podíamos confiar en atraparlo vigilando los puntos de caída de las bombas. Ahora es imposible prever nada.
Seamos lógicos, argumenta Barrull tras pensarlo un poco. El asesino ha matado cuatro veces, y en tres ocasiones la bomba cayó antes. La última, sin embargo, llegó después. Es imposible establecer si hay una falsa asociación desde el principio, error o simple azar, que lo invalidaría todo. Una segunda posibilidad es que se trate de una constante real: una serie interrumpida o alterada por el azar o las circunstancias. La tercera es que se haya producido un cambio de norma, signifique lo que signifique eso. Una nueva fase del asunto cuyo origen escapa de momento al análisis, pero que en alguna parte tendría su explicación lógica. O al menos, que no repugne al sistema natural del mundo en que policía y asesino viven.
—Ojo con la palabra azar, profesor —advierte Tizón—. Usted mismo suele decir que es una excusa común.
—Sí, es cierto. La que requiere menos esfuerzo. A menudo, o quizá siempre, recurrimos a ella para camuflar nuestro desconocimiento de las causas naturales. De la ley inmutable cuya estrategia oculta mueve peones en el tablero… Para justificar efectos visibles en los que somos incapaces de advertir orden o sistemas.
Tizón se ha detenido para rascar un lucifer en una pared. Ahora aplica la llama a la punta del cigarro.
—Todo puede suceder si lo maquina un dios —murmura, soplando humo para apagar el fósforo.
En la oscuridad no distingue la expresión de Barrull, pero escucha su risa.
—Vaya, comisario. Sigue dándole vueltas a Sófocles, por lo que veo.
Recorren el Mentidero a lo largo, en dirección a la muralla y el mar, entre más bultos oscuros de gente que forma corros sentada en los bancos, sillas y mantas extendidas en el suelo, a la luz de candiles, farolillos y velones puestos en vasijas de cerámica o vidrio. Desde que llegó el buen tiempo, algunas familias de los barrios más expuestos a los bombardeos vienen a pasar las noches al raso por esta zona, en la plaza y en el cercano campo del Balón, sin que falten vino, guitarras ni conversación hasta las tantas.
—Veamos, entonces —considera Barrull—. Como la razón rechaza que alguien sea capaz de predecir de forma consciente y con exactitud el lugar donde caerá una bomba, y arreglárselas para matar allí, sólo queda una posibilidad: el asesino intuyó el punto de la explosión… O, dicho en términos científicos, actuó impulsado por fuerzas de atracción y probabilidades cuya formulación se nos escapa.
—¿Quiere decir que él no sería más que elemento de una combinación?
Podría ser, responde el otro. El mundo está lleno de ingredientes sueltos, en apariencia sin relación entre sí. Pero cuando ciertas mezclas se acercan a otras, la fuerza resultante puede producir efectos sorprendentes. O terribles. Combinaciones de las que no se ha descubierto la clave. Seguramente el hombre prehistórico quedaría pasmado al ver surgir fuego donde hoy basta mezclar limadura de hierro con azufre y agua. Los movimientos compuestos no son más que el resultado de una combinación de movimientos simples.
—Su asesino —concluye Barrull— sería en este caso un factor físico, geométrico, matemático… Qué sé yo. Un elemento en relación con otros: víctimas, localización topográfica, trayectoria de las bombas, quizá contenido de éstas. Pólvora, plomo. Unas estallan y otras no, y él sólo actúa cuando estallan, o van a estallar.
—Pero sólo cuando las bombas no matan.
—Y eso nos complica las preguntas. ¿Por qué en unas sí y otras no? ¿Elige, o no lo hace? ¿Qué lo lleva a actuar en los casos en que lo ha hecho?… Sería instructivo interrogarlo, desde luego. Estoy seguro de que ni él mismo podría responder a esas preguntas. Quizá a alguna, pero no a todas. Nadie podría hacerlo, supongo.
—Hace tiempo me dijo que no podemos descartar a un hombre de ciencia.
—¿Lo dije?… Bueno. Con esto de la muerte anticipada no estoy seguro. Podría ser cualquiera. Incluso un monstruo estúpido y analfabeto reaccionaría ante determinados estímulos complejos; aunque algo debe de haber en su cabeza que actúe de modo científico.
Una leve claridad crepuscular recorta el espacio entre el parque de artillería y el cuartel de la Candelaria, al final de la plaza. Ya se perciben los destellos lejanos del faro de San Sebastián, que acaba de encenderse. El policía y el profesor llegan hasta la pequeña glorieta del paseo del Perejil, cerca de la noria, y tuercen a la derecha. Hay gente inmóvil junto a la muralla, mirando desaparecer la sutilísima franja rojiza que aún perfila la línea costera al otro lado de la bahía.
—Sería interesante estudiar lo que contiene esa cabeza —dice Barrull.
Brilla la brasa del cigarro en el rostro del policía.
—Lo haré tarde o temprano. Se lo aseguro.
—Confío en que no se equivoque de persona. En caso contrario, preveo malos ratos para algún infeliz.
Siguen camino en silencio, más allá del baluarte, adentrándose por los árboles de la Alameda. La iglesia del Carmen está a oscuras, con las puertas cerradas y sus dos espadañas elevándose sobre la imponente fachada envuelta en sombras.
—Recuerde, de todas formas —añade el profesor, sarcástico—, que el tormento acaba de ser abolido por las Cortes.
Eso dicen, está a punto de replicar Tizón. Pero se calla. Esta misma tarde acaba de interrogar, a la manera de toda la vida —la única eficaz—, a un forastero que fue sorprendido ayer espiando a las costureras jóvenes que salían de los talleres de ropa de la calle Juan de Andas. Han sido necesarias varias horas de aplicación rigurosa, copioso sudor del ayudante Cadalso y muchos gritos del sujeto paciente, sofocados por los muros del calabozo, para establecer que son pocas las posibilidades de que el individuo sea responsable de los asesinatos. Sin embargo, Tizón pretende conservarlo algún tiempo en la fresquera por si las cosas se complican y es preciso mostrar a alguien en el balcón de Pilatos. Culpable en el fondo o en la forma es lo de menos, cuando de tener algo a mano se trata. Y una confesión ante escribano, sordo a otra cosa que no sea el tintinear del dinero que cobra, siempre será una confesión. El comisario todavía no ha llegado a ese extremo con el preso —un empleado sevillano de mediana edad, soltero y refugiado en Cádiz—, pero nunca se sabe. Le da igual que los diputados de San Felipe Neri hayan pasado meses debatiendo sobre la conveniencia de imitar la ley de hábeas corpus de Inglaterra o renovar la de Aragón, que impiden prender a nadie sin diligencias previas que prueben la sospecha de un delito. En su opinión, de la que no lo apean debates de tribuna ni otras zarandajas liberales a la moda, una cosa son las buenas intenciones y otra hacer frente a la realidad práctica de las cosas. Con nuevas leyes o sin ellas, la experiencia prueba que a los hombres sólo se les arranca la verdad de una manera, vieja como el mundo; o tanto, al menos, como el oficio de policía. Y que el margen de error, inevitable en esa clase de cosas, va anejo al porcentaje de éxitos. Ni en el colmado del Veedor ni en ninguna otra parte, calabozos incluidos, pueden hacerse tortillas sin romper algunos huevos. De ésos, Tizón ha roto unos cuantos en su vida. Y tiene intención de seguir rompiéndolos.
—Con Cortes o sin ellas, entraré en esa cabeza, profesor. Se lo aseguro.
—Antes tendrá que apresarlo.
—Lo haré —Tizón mira alrededor, desconfiado y agrio—. Cádiz es una ciudad pequeña.
—Y llena de gente. Me temo que la suya es una afirmación arriesgada. Un voluntarismo comprensible incluso en su oficio y situación, pero poco riguroso… No hay ninguna razón concreta que le permita afirmar que acabará atrapándolo. No es un problema de olfato. La solución, si existe, vendrá por medios más complejos. Más científicos.
—El manuscrito de Ayante…
—Oiga, querido amigo. No vuelva a las andadas. Ese texto lo traduje yo. Lo conozco bien. Se trata de poética, no de ciencia. Usted no puede analizar este asunto basándose en un texto escrito en el siglo quinto antes de Cristo… Todo eso resulta interesante para calentarse la cabeza con imágenes y tropos, o para adornar una de esas novelitas fantásticas que ahora leen las señoras. Pero no lleva a ninguna parte.
Se han parado cerca de la casa de Tizón, apoyados en un repecho de la muralla situado entre dos garitas. Junto a la más próxima se mueve a veces el bulto de un centinela, coronado por el suave destello de una bayoneta de fusil. Enfrente se entrevén las siluetas negras, cascos y palos, de los navíos españoles e ingleses fondeados a poca distancia. La noche se extiende tan serena que ni el mar está agitado. La masa oscura y líquida permanece silenciosa, inmensa en su olor a rocas desnudas, arena y algas de la marea baja.
—A veces —prosigue Barrull—, cuando nuestros sentidos no alcanzan a penetrar ciertas causas y sus efectos, recurrimos a la imaginación, que es el más sospechoso de los guías. Pero nada hay en el mundo que salga del orden natural. Cada movimiento, insisto, responde a leyes constantes y necesarias… Asumamos, por tanto, el hecho racional: el universo tiene claves que ignoramos.
Tizón arroja el chicote de su cigarro al mar.
—Los mortales —murmura— pueden conocer muchas cosas al verlas, pero nadie adivina cómo serán las cosas futuras…
Barrull emite un bufido de reprobación. O de fastidio.
—Usted y Sófocles empiezan a aburrirme. Incluso en el caso poco probable, aunque no imposible, de que el asesino conociese el texto y éste le hubiese dado ideas, esa cuarta chica asesinada antes de la bomba lo convertiría en detalle secundario. En la calderilla de esta tragedia… Si yo fuera usted y estuviera tan seguro de lo que afirma, dedicaría mi tiempo a establecer dónde y cuándo caerán las próximas bombas.
—Sí, pero ¿cómo?
—Pues no sé —la risa de Barrull suena en la oscuridad—… Tal vez preguntando a los franceses.