5

La reina blanca retrocede humillada, en busca del cobijo de un caballo cuya situación —dos peones negros lo rondan con malas intenciones— tampoco es óptima. Estúpido juego. Hay días en los que Rogelio Tizón detesta el ajedrez, y hoy es uno de ellos. Con el rey acorralado, el enroque imposible y una desventaja de torre y dos peones respecto al contrincante, prosigue la partida sólo por deferencia hacia Hipólito Barrull, que parece hallarse a sus anchas, disfrutando mucho. Como suele. La carnicería se desencadenó en el flanco izquierdo después de un error estúpido cometido por Tizón: un peón movido irreflexivamente, un hueco tentador y un alfil enemigo clavado como una daga en mitad de las filas propias, desbaratando en dos jugadas una defensa siciliana construida con mucho esfuerzo y ningún resultado práctico.

—Lo voy a despellejar, comisario —ríe Barrull, feliz. Inmisericorde.

Su táctica ha sido la de siempre: acechar paciente, como una araña en el centro de su red, hasta que el adversario comete el error, y lanzarse entonces a dentelladas, refocilándose con el hocico lleno de sangre. Tizón, consciente de lo que le aguarda, se defiende desganado, sin esperanza. La posibilidad de que el profesor baje la guardia a estas alturas de la partida es remota. Siempre preciso y cruel en sus finales. Verdugo nato.

—Chúpese ésa.

Un peón negro termina de estrechar el cerco. Relincha el caballo, acosado, buscando por donde saltar la cerca y escapar. El rostro despiadado de Barrull, surcado por innumerables horas de ceño fruncido ante cientos de libros, se alarga tras los lentes, en una sonrisa de maligna chulería. Como ocurre siempre ante el tablero, su habitual cortesía deja paso a una vulgaridad agresiva, insolente. Casi homicida. Tizón mira las telas pintadas que decoran las paredes del café del Correo: ninfas, flores y pajaritos. Ninguna ayuda va a llegarle de allí. Resignado, come un peón aceptando perder el caballo, ejecutado en el acto por el adversario con un gruñido de júbilo.

—Dejémoslo aquí —pide el policía.

—¿No juega otra? —Barrull parece decepcionado, insatisfecha su sed de sangre—. ¿No quiere una revancha?

—Hoy tengo de sobra.

Recogen las piezas, guardándolas en la caja. Tras la escabechina, Barrull retorna a la normalidad. Su cara equina es casi afable, de nuevo. Un minuto más y será el hombre afectuoso y cortés de siempre.

—El jugador más atento vence al más hábil —apunta, ofreciéndole consuelo al vencido—. Todo es cuestión de estar al acecho. Prudencia y paciencia… ¿No es cierto?

Asiente Tizón, distraído. Estiradas las piernas bajo la mesa, con el respaldo de la silla puesto contra la pared, mira a la gente alrededor. Es media tarde. El sol en declive dora los vidrios de la montera de cristal que cubre el patio. Conversaciones, periódicos abiertos, camareros que hienden el humo de cigarros y pipas yendo y viniendo con chocolateras, cafeteras y vasos de agua fresca. Comerciantes, diputados en Cortes, militares, emigrados con recursos o sin ellos, sablistas a la caza de una invitación o un préstamo, ocupan mesas y veladores de mármol, entran y salen del salón de billar y del de lectura. El sector masculino de la ciudad se encuentra en pleno ocio vespertino, rematando la jornada. Colmena bulliciosa, aquélla, donde no faltan zánganos y parásitos que el ojo experto del policía identifica con mirada metódica, rutinaria.

—¿Cómo van sus huellas en la arena?

Barrull, que ha sacado la tabaquera para aspirar una pulgarada de rapé, sigue la mirada de Tizón. Lejos ya el fragor del combate entre piezas blancas y negras, su expresión es benevolente. Serena.

—Hace tiempo que no menciona el asunto —añade.

Asiente otra vez el policía, sin apartar la vista de la gente. Por un rato no dice nada. Al cabo se rasca una patilla, sombrío.

—El criminal lleva demasiado tiempo tranquilo.

—Quizá ya no mate más —aventura Barrull.

Se remueve Tizón. Dubitativo. Realmente no lo sabe.

—Realmente no lo sé —confiesa.

Un silencio largo. El otro lo observa con extrema atención.

—Diablos, comisario. Parece lamentar que eso no ocurra.

Ahora Tizón sostiene la mirada de Barrull. Este curva los labios como si fuera a silbar, admirado.

—Vaya por Dios. Se trata de eso, ¿verdad?… Si no vuelve a matar, no habrá nuevas pistas. Usted teme que el asesino de esas pobres muchachas se haya asustado de sus propios actos, o saciado de ellos… Que permanezca en la oscuridad y nunca vuelva a ponerse a tiro.

Tizón sigue mirándolo inexpresivo, sin decir nada. Su interlocutor se sacude de encima los restos de polvo de tabaco, con golpecitos del pañuelo arrugado que saca de un bolsillo. Luego alza el dedo índice y lo apunta al botón superior del chaleco del comisario, como una pistola.

—Se diría que teme que no mate de nuevo… Que el azar lo mantenga lejos.

—Hay algo en él de riguroso —argumenta grave el policía, mirando el dedo que le apunta—. De exacto. No creo que se trate de azar.

Barrull parece reflexionar sobre eso.

—Interesante —concluye, recostándose en la silla—. Y es cierto que puede hablarse de precisión. Quizá se trata de un fanático.

Mira Tizón el tablero de ajedrez vacío. Las piezas dentro de su caja.

—¿Podría estar jugando?

La pregunta suena ingenua en boca de un hombre como él. De pronto es consciente de ello y se siente un poco ridículo. Embarazado. Por su parte, Barrull esgrime una sonrisa cauta. Alza ligeramente una mano, eludiendo responsabilidades.

—Puede. No sabría decirle. A todos nos motivan los juegos. Los desafíos. Pero matar de esa forma va más allá… Hay gente a la que, como en el caso de los animales, se le despierta el instinto por algo: ruido de bombas, sensaciones… Cualquiera sabe. Diría que el caso roza la locura, si no supiéramos de sobra que los límites de ésta no siempre están claros.

Llaman a un mozo, que llena sus pocillos con dos onzas morenas y su dedito de espuma. El café es bueno, muy caliente y aromático. El mejor de Cádiz. Mientras bebe, Rogelio Tizón observa a un grupo que hace tertulia al otro lado del patio. En él figuran un emigrado sospechoso —su padre sirve en Madrid al rey intruso— y un miembro de las Cortes cuyo correo hace abrir el comisario secretamente; precaución ésta que, por instrucciones reservadas del intendente general, se extiende a casi todos los diputados, sin distinción entre civiles y eclesiásticos. Tizón tiene a varios agentes trabajando en ello.

—El asesino puede estar desafiando a todo el mundo —comenta el policía—. A la ciudad. A la vida. A mí.

Otra mirada atenta de Barrull. El policía advierte que éste lo estudia como si descubriese en él ángulos insospechados.

—Me preocupa ese toque personal, comisario. Usted… Vaya.

Deja la frase en el aire, meneando la cabeza de pelo abundante y gris. Ahora juguetea con la cajita de rapé. Al fin la pone sobre un escaque negro del tablero, cual si se tratara de una pieza.

—Desafío, ha dicho —continúa, un momento después—. Y desde su punto de vista, quizás lo sea. Pero ésas son conjeturas. Estamos construyendo en el aire… Esto es pura conversación.

Rogelio Tizón sigue observando a la clientela del café. En la ciudad no faltan espías que mantienen correspondencia con los franceses; a uno se le dio ayer garrote en el castillo de San Sebastián. Por eso tiene orden de endurecer el control de emigrados, incluso cuando se presentan como fugados de zona enemiga, y detener a quienes llegan sin documentos legales. Aunque supone más trabajo y preocupaciones, a Tizón le viene de perlas: familias recién llegadas, vecinos y posaderos que las acogen, han visto subir las tarifas oficiales, y en consecuencia las que él cobra bajo cuerda. El dueño de una posada de la calle Flamencos Borrachos, que hospeda a forasteros sin licencia en regla, pagó esta mañana 400 reales para evitar una multa de tres veces esa cantidad; y un emigrado, cuyo pasaporte estaba falsificado con ácido muriático oxigenado, acaba de eludir la cárcel y la expulsión poniendo 200 reales uno encima de otro. Lo que suma hoy un beneficio, para el comisario, de 30 pesos como treinta soles. Una jornada redonda.

—Ayante —dice en voz alta.

Hipólito Barrull lo observa sorprendido, por encima de su café.

—Hablo de semejanzas con el manuscrito que usted me prestó —prosigue Tizón—. El otro día, leyéndolo de nuevo, encontré, casi juntos, dos párrafos que me dejaron incómodo. Mujer, el silencio es el adorno de las mujeres, dice uno. Y el otro: Se quejaba sordamente, sin proferir gritos, como cuando un animal muge.

Barrull, que ha dejado el pocillo sobre la mesa, sigue mirándolo atento.

—¿Y bien?

—Esas chicas amordazadas mientras las torturaban… ¿No ve la relación?

Mueve el otro la cabeza, el aire desalentado. Lo que veo, responde, es que tal vez vaya usted demasiado lejos. Acabará obsesionado. El Ayante es sólo un texto. Una coincidencia.

—Pasmosa, en todo caso.

—Creo que exagera. Mezcla demasiadas ideas personales. Lo creía con más conchas… Empiezo a lamentar haberle prestado el manuscrito.

Una pausa, mientras Barrull le pone voluntad al asunto. Es evidente que medita en serio.

—Ha de ser casual —concluye—. No creo que el asesino lo haya leído. En España no está impreso en traducción, todavía… Sería alguien muy culto, en tal caso. Y aquí no abundan las personas así. Incluso con todos estos emigrados y gente de paso. Lo conoceríamos.

—Quizá lo conozcamos.

No puede descartarse, reconoce el profesor. Pero lo más seguro es que se trate de azar. Otra cosa es que Tizón lo relacione. Que anude en su imaginación cabos reales o supuestos. A veces, el individuo imaginativo resulta ser el más incapaz de analizar correctamente. Como en el ajedrez. Su fantasía puede llevar al buen camino, pero a menudo despista. De todas formas, es bueno desconfiar del propio exceso de conocimientos: tiende a volcar demasiadas cosas sobre los hechos, enmascarándolos. Y a menudo, lo simple es lo más derecho.

—Lo singular del asunto —prosigue— no es que ese monstruo mate muchachas, o que lo haga a latigazos, o que sea en lugares donde han caído bombas… Lo interesante, comisario, es que se dan todas esas circunstancias al mismo tiempo. ¿Comprende?… Juntas. Volviendo al tablero, es como un paisaje donde la posición de las diversas piezas construye la situación general. Si miramos sólo pieza a pieza, no seremos capaces de analizar el conjunto. Demasiada proximidad dificulta el análisis de lo observado.

Tizón señala en torno, a la ruidosa concurrencia que llena el recinto.

—Ésta es una ciudad complicada, ahora.

—No sólo eso. Cádiz es un conglomerado de personas, objetos y posiciones. Y tal vez el asesino vea la ciudad como un lugar con trama particular. Un plano que nosotros no vemos… Quizá si usted lo hiciera podría anticipar sus movimientos.

—¿Como el ajedrez, quiere decir?

—Puede.

Pensativo, el profesor recupera su cajita de rapé y se la mete en un bolsillo del chaleco. Después coloca un dedo de uña amarillenta sobre la casilla vacía.

—Quizá debería usted —añade— hacer vigilar los lugares donde caen bombas que estallan.

—Lo hago —protesta Tizón—. Siempre que puedo, pongo agentes en los sitios que parecen adecuados. Sin éxito. No ha vuelto a intentarlo, que sepamos.

—A lo mejor porque esa vigilancia lo disuade.

—No sé. Tal vez.

—De acuerdo —Barrull se ajusta mejor los lentes—. Planteemos una teoría, comisario. Una hipótesis.

Despacio, deteniéndose de vez en cuando a ordenar mejor sus pensamientos, el profesor refiere la idea. Cuando las bombas francesas empezaron a caer en la ciudad, el complejo mundo mental del asesino pudo desarrollarse en una dirección insospechada. Quizá lo fascinara el poder de la técnica moderna, capaz de enviar bombas a lugares alejados.

—Eso exigiría cierta cultura —insiste Tizón.

—En absoluto. No es imprescindible para determinadas intuiciones, o sentimientos. Están a mano de cualquiera. Su asesino podría ser un hombre refinado o un perfecto analfabeto… Imagine que se trata de alguien que, en vista de que algunas bombas no matan, decide hacerlo él… A eso puede llegarse mediante refinados procesos intelectuales o por simple estupidez, con idéntico resultado.

La expresión de Barrull parece animarse con la charla. Tizón lo ve inclinarse apoyando las manos en la mesa, a uno y otro lado del tablero. La misma cara que cuando juega al ajedrez.

—Si el impulso criminal fuera, por decirlo de algún modo, primario —continúa el profesor—, resolver un asunto así dependería más de la suerte que del análisis; de que el asesino vuelva a matar, cometa un error, haya testigos o se dé una casualidad que permita atraparlo in flagranti… ¿Me sigue, comisario?

—Eso creo. Insinúa que cuanto más inteligente sea el culpable, más vulnerable resultará.

—Es una posibilidad. Tal variante ofrece más agarres a su pesquisa. La trama, por complicada y perversa que sea, tendrá siempre una motivación razonable, incluso tratándose de una mente alucinada. Un cabo de la madeja por donde empezar a deshacerla.

—¿A más irracionalidad, menos pistas?

—Eso es.

A Tizón le reluce el colmillo de oro. Empieza a comprender.

—Se refiere a una lógica del horror.

—Exacto. Imagine, por ejemplo, que el asesino quiera, por cálculo o impulso irresistible, dejar algún testimonio vinculado a la caída de las bombas. Honrar la técnica, por ejemplo. Matando. ¿Comprende?… Fíjese que no es descabellado: precisión, técnica, bombas, y los crímenes que las relacionan —Barrull se echa atrás, satisfecho—. ¿Qué le parece?

—Interesante. Pero improbable. Olvida que habla con un estúpido y elemental policía. En mi mundo, uno y uno siempre suman dos. Sin esos dos unos, no hay suma que valga.

—Sólo estamos fantaseando, comisario. Por sugerencia suya. Son palabras, nada más. Teorías de café. Ésta no es más que una de ellas: el criminal mataría donde han caído bombas que estallan, pero no matan. Imaginemos que lo hiciera con intención de restituir a la técnica lo que ésta tiene de defectuoso o impreciso. ¡Sería fascinante! ¿No cree?… Llegar a donde la ciencia no llega. De ese modo haría coincidir el impacto de la bomba y la vida humana… ¿Le gusta la hipótesis? Podríamos plantear media docena. Unas parecidas y otras opuestas. Y ninguna vale un pimiento.

Tizón, que escucha atento, reprime el comentario que le acude a la boca. Esas pobres chicas desolladas a latigazos eran reales, se dice. Su carne abierta sangraba y sus vísceras olían. Nada que ver con arabescos del intelecto. Con filosofías de salón.

—¿Cree que no debo descartar a la gente culta?… ¿Gente de ciencia?

Barrull hace un movimiento vago. Incómodo. Demasiado concreto para mí, indica el ademán. No pretendía ir tan lejos. Pero un momento después parece pensarlo mejor.

—No siempre cultura y ciencia van de la mano —argumenta, mirando el tablero vacío—. La Historia demuestra que ambas pueden caminar también en sentidos opuestos… Pero sí. Podría haber cierto tufillo técnico en nuestro asesino. ¿Y quién sabe?… Quizá también juegue al ajedrez —con una mano hace un gesto amplio, abarcando el recinto del café—. Quizá esté aquí, ahora. Cerca. Rindiendo tributo al método.

Calor. Mucha luz. Bullicio de gente descalza o en alpargatas que se conoce de toda la vida y cuya intimidad no existe. Ojos oscuros, casi árabes. Pieles atezadas de océano y sol. Voces jóvenes y alegres, con el acento cerrado, hermético, de las clases gaditanas más humildes. Hay casas de vecindad de poca altura, gritos de mujeres de balcón a balcón, ropa tendida, jaulas con canarios, niños sucios que juegan en la tierra de las calles estrechas y rectas sin empedrar. Cruces, Cristos, Vírgenes y santos en hornacinas y azulejos, en cada esquina. Olor a mar cercano, a humazo de aceite y a pescado en todas sus variantes: crudo, frito, asado, seco, en salazón, podrido, cabezas y raspas entre las que hurgan gatos con cola pelada de sarna y bigotes pringosos. La Viña.

Torciendo a la izquierda desde la calle de la Palma, Gregorio Fumagal toma la de San Félix, adentrándose en el barrio pescador y marinero. Avanza esquivando y guiándose por el olfato, la vista y el oído a través de los espacios que aquel mundo abigarrado y hormigueante de vida deja libres. Parece un insecto cauteloso moviendo las antenas. Más allá, donde terminan las casas, semejante a una puerta abierta o al cuello de una botella sin corcho, el taxidermista alcanza a ver parte de la explanada de Capuchinos y la muralla de Vendaval guarnecida de troneras y cañones que apuntan al mediodía, sobre el Atlántico. Tras detenerse un momento para quitarse el sombrero y enjugar el sudor, Fumagal sigue camino pegado a las fachadas blancas, azules y ocres, buscando la sombra. Lo del sudor resulta especialmente incómodo, pues un nuevo tinte inglés que ayer compró en la jabonería de Frasquito Sanlúcar destiñe y se lo mancha con un desagradable color oscuro. También le pesa la levita demasiado gruesa, y el pañuelo de seda anudado como corbata que cierra el cuello de su camisa aprieta más de lo corriente. El sol empieza a estar alto y se hace sentir, la brisa es levísima en esta parte de la ciudad, y el comienzo del verano ronda cerca, anunciándose riguroso. En un sitio rodeado de agua como Cádiz, donde muchas calles están trazadas en perpendicular unas a otras para cortar la travesía de los vientos, el calor húmedo al socaire puede ser demoledor.

El Mulato está donde debe estar, llegando al lugar de la cita al mismo tiempo que Fumagal. Más que andar se diría que baila con pasos suaves, muy calculados y despaciosos, al ritmo de una melopea primitiva que sólo él pudiera oír. Lleva alpargatas, sin medias ni sombrero. El calzón es corto, suelto de boquillas, y la camisa abierta, despechugada, está ceñida con una faja encarnada bajo el chaleco corto y deslucido. Su indumento es común entre pescadores y contrabandistas del barrio: nieto de esclavos, libre de nacimiento, propietario de una pequeña barca con la que frecuenta orillas amigas y enemigas, el Mulato es más contrabandista que otra cosa. Su porción de sangre africana —evidente en los rasgos antes que en la piel, razonablemente clara bajo el tostado del sol— es la que da esa cadencia lánguida y flexible a sus movimientos. Alto, atlético, chato de nariz, con labios gruesos, patillas y pelo ensortijados que se agrisan entre los rizos.

—Un mono —dice el Mulato—. Media vara de alto. Buen ejemplar.

—¿Vivo?

—Todavía.

Me interesa, responde Fumagal. Los dos hombres se han detenido ante una tabernuela típica de la Viña: despacho de vino en portal estrecho y sombrío, con dos grandes barricas de madera negra al fondo, serrín en el suelo, un mostrador y dos mesas bajas. Huele fuerte, a vino y al lebrillo de aceitunas partidas que está cerca, sobre un tonel. La conversación se desarrolla en voz alta mientras el Mulato pide dos vasos de tinto y se acomodan de pie junto al corto mostrador —tabla pegajosa, una fuentecilla de mármol, una estampa del guerrillero llamado Empecinado puesta en la pared—. El mono, explica el Mulato en tono lo bastante elevado como para que el tabernero lo oiga todo, llegó hace cuatro días en un barco americano. Es de cola larga, y feo como la madre que lo parió. Un ejemplar raro, dijo el marinero que se lo vendió. Macaco de las Indias Orientales. Y más bien triste: quizá se había acostumbrado al barco y al mar. Come fruta, apenas bebe agua, y se pasa el día en la jaula, sentado patiabierto, frotándose la verga.

—Lo quiero ya muerto —dice Fumagal—. Sin complicaciones.

—Descuide, señor. Yo lo avío.

Establecida ante el tabernero la razón de su cita, los dos hombres apuran sus vasos y salen a la calle, caminando hacia la explanada contigua a la muralla y el océano, lejos de oídos indiscretos. El Mulato lleva en la mano, encallecida por el roce de remos, sedales y cabos, un puñado de aceitunas. Cada diez o doce pasos alza un poco el rostro y escupe un hueso, lejos, con fuerte chasquido de labios y lengua. Al llegar a la explanada, canturrea entre dos aceitunas una coplilla que desde marzo corre con mucho éxito por Cádiz:

Murieron tres mil gabachos

en la batalla del Cerro,

y consiguieron a cambio

que una bomba mate a un perro.

El tono es zumbón como la letra misma. Y aunque el Mulato la ha dicho mirando hacia el baluarte de los Mártires y el mar cercano, el aire distraído como de pensar en otra cosa, Gregorio Fumagal se siente irritado.

—Ahórreme esa estupidez —dice.

Lo mira el otro, con las cejas enarcadas y un falso aire de sorpresa que apenas disimula la insolencia.

—No es su culpa —responde con mucha calma.

—Ahórreme también eso. Mis culpas no son asunto suyo.

—Hay que ir a lo práctico, entonces. Al mollete.

—Si no le importa. Demasiado riesgo corremos ya, como para perder el tiempo.

Mira el contrabandista alrededor con natural disimulo. No hay nadie cerca. Los más próximos son unos presidiarios que a cincuenta pasos reparan la muralla, minada por el mar.

—Me encargan sus amigos que le cuente…

—También son amigos suyos —matiza Fumagal, seco.

—Bueno —el Mulato compone un gesto ambiguo—. A mí me pagan, señor, si de eso habla. Me dan sebo a la ostaga. Los amigos de verdad los tengo en otros sitios.

—Abrevie. Diga lo que tenga que decir.

Se vuelve el otro a medias, señalando la calle que han dejado atrás y el interior de la ciudad.

—Desde la Cabezuela quieren tirar más lejos. A la plaza de San Francisco, por lo menos.

—Hasta ahora no han podido llegar.

Ése no es problema mío, apunta indiferente el contrabandista. Pero la intención la tienen. Luego describe el plan previsto: los nuevos bombardeos empezarán en una semana, y la artillería francesa necesita un plano de los lugares exactos donde caigan las bombas. Información diaria, horarios y distancias, detallando las que estallan y las que no; aunque la mayor parte vendrá sin pólvora. Como referencia para establecer las distancias, quieren que Fumagal use el campanario de la iglesia.

—Necesitaré más palomas.

—He traído de vuelta unas cuantas. Belgas, de un año. Las cestas están donde siempre.

Los dos hombres caminan a lo largo de la plataforma de Capuchinos. Detrás del baluarte se ve el mar al otro lado de las troneras de los cañones, con la línea de costa ligeramente curva, marcada por la muralla hasta la Puerta de Tierra y la cúpula sin terminar de la catedral nueva; y más allá, ondulante en la reverberación del aire cálido y la distancia, la franja de arena blanca del arrecife.

—¿Cuándo vuelve al otro lado? —pregunta Fumagal.

—No sé. La verdad es que se me enreda la driza. Rara es la semana que las rondas de mar no trincan a alguno que cruza la bahía sin pasavante en regla. La emigración y el espionaje tienen alerta a las autoridades… Ya ni aceitando manos se libra uno.

Siguen un trecho en silencio, cerca de los presidiarios que trabajan con trapos anudados en la cabeza y torsos desnudos, relucientes del sudor que barniza cicatrices y tatuajes. Bayonetas caladas en los fusiles, algunos soldados con la casaca corta y el sombrero redondo de los Voluntarios gallegos los vigilan sin excesivo rigor.

—Hace unos días le dieron garrote a otro espía —dice de improviso el Mulato—. Un tal Pizarro.

Asiente el taxidermista. Está al corriente, aunque no con detalle.

—¿Lo conocía?

—No, por suerte —risa cínica—. En ese caso no estaríamos paseando tan tranquilos.

—¿Habló?

—Vaya pregunta, señor. Todos hablan.

—Imagino que usted también me delataría, llegado el caso.

Un silencio breve y significativo. De reojo, Fumagal advierte una sonrisa de burla en los gruesos labios de su acompañante.

—¿Y usted?

El taxidermista se quita el sombrero para enjugarse otra vez el sudor que moja la badana. Maldito tinte, se dice, mirándose la punta de los dedos.

—Es más difícil que yo caiga —responde—. Mi vida es discreta. Pero usted se arriesga con su barca, yendo y viniendo.

—Soy contrabandista conocido: nada grave en Cádiz, donde camarón y cangrejo corren parejo. Aquí no dan garrote por eso… De ahí a sospecharte espía y que te jalen por la punta hay un rato largo. Por eso nunca llevo papeles encima —el Mulato se palmea la frente—. Todo lo tengo aquí.

Y por cierto, prosigue, hay más asuntos. Los amigos de la otra orilla quieren información sobre una plataforma flotante que podría estar preparándose para contrabatería del Trocadero. También sobre los trabajos ingleses en los reductos de Sancti Petri, Gallineras Altas y Torregorda.

—Eso me pilla lejos —responde Fumagal.

—Usted verá, señor. Yo me limito a contarle. También les interesa mucho cualquier noticia sobre casos de calenturas pútridas o fiebres en Cádiz… Supongo que hacen votos por que vuelva la fiebre amarilla, con muertos a pijotá.

—No parece probable.

Suena otra vez la risa burlona del contrabandista.

—La esperanza es lo último que se pierde. Y a lo mejor ayudan los calores del verano… Con epidemia, los barcos dejarían de venir con abastecimientos y esto se pondría feo.

—No confío en eso. El brote del año pasado inmunizó a mucha gente. Dudo que la solución venga por ahí.

Hay gaviotas planeando entre chillidos sobre la extensa explanada, atraídas por los pescadores. Provistos de cañas, vecinos de las casas próximas se asoman al mar por las troneras de los cañones, sin que los aburridos centinelas que recorren la muralla hagan nada por impedirlo. Bocinegros, chapetones y mojarras colean en el aire, enganchados a los anzuelos, o boquean agonizantes, salpicando agua dentro de capachas de esparto y baldes de madera. Fusil al hombro, los soldados se acercan a mirar si pican o no pican, mientras intercambian lumbre y tabaco con los pescadores. Pese a la guerra, Cádiz sigue siendo un vive y deja vivir.

—Nuestros amigos preguntan por la gente —dice el Mulato—: cómo está la gente, qué dice la gente. Si anda descontenta y todo eso… Imagino que siguen confiando en que haya zafacoca, pero está difícil. Aquí no hay hambre. Y en la Isla, donde sí andan peor con los bombardeos y el frente tan cerca, los militares lo tienen todo bien sujeto.

Gregorio Fumagal no hace comentarios. A veces se pregunta en qué nube irreal viven los del otro lado de la bahía. Esperar disturbios populares que beneficien la causa imperial es no conocer Cádiz. La gente humilde profesa un patriotismo exaltado, está a favor de la guerra a ultranza y apoya al sector liberal de las Cortes. Todos en la ciudad, desde el capitán general hasta el modesto comerciante, temen al pueblo y lo adulan. Nadie movió un dedo cuando arrastraron al suplicio al gobernador Solano. Y hace pocos días, cuando un diputado del grupo realista se opuso a la enajenación de señoríos propiedad de la nobleza, varios amotinados y mujerzuelas quisieron hacerse con él y ajustarle cuentas, siendo necesario escoltarlo hasta un buque de la Real Armada para proteger su vida. Una de las razones por las que se prohíbe la entrada con capas o capotes a las sesiones de San Felipe Neri es evitar que el público lleve armas debajo.

—Estoy pensando en ese pobre hombre —comenta el Mulato—. El ajusticiado.

Dan una veintena de pasos en silencio lúgubre, con esas palabras en el aire. El contrabandista se balancea al extremo de sus largas piernas, con la danza suave que es su forma de andar. Cerca, pero manteniendo la distancia, Gregorio Fumagal avanza con pasos cortos y prudentes, cual suele. En él, cada movimiento parece responder a un acto deliberado y consciente, nunca mecánico.

—No me gusta imaginarme —añade el Mulato— con un dogal al cuello, tres vueltas en el pescuezo y la lengua fuera… ¿Y a usted?

—No diga tonterías.

A la altura de los Descalzos se cruzan con unas mujeres que vienen por la explanada con cántaros de agua y desenvuelto andar. Una de ellas es muy joven. Incómodo, Fumagal se toca el pelo para comprobar si destiñe todavía. Al retirar los dedos, confirma que sí. Eso le hace sentirse aún más sucio. Y grotesco.

—Me parece que no seguiré mucho más en esto —dice de pronto el Mulato—. Igual dejo la almadraba antes de que la levanten conmigo dentro… Demasiado va el cántaro a la fuente.

Se calla otra vez, da unos pasos y observa a Fumagal.

—¿De verdad corre estos riesgos por gusto?… ¿Gratis?

Sigue adelante el taxidermista, sin responder. Cuando se quita otra vez el sombrero y enjuga el sudor con un pañuelo, comprueba que éste queda empapado y sucio. El que llega va a ser un verano difícil, concluye. En todos los sentidos.

—No olvide el mono.

—¿Qué?

—Mi macaco de las Indias Orientales.

—Ah, sí —el contrabandista lo estudia, un poco desconcertado—. El mono.

—Mandaré a recogerlo esta tarde. Muerto, como convinimos… ¿De qué manera piensa hacerlo?

El Mulato encoge los hombros.

—Ah, pues no sé… Con veneno, supongo. O asfixiándolo.

—Prefiero lo último —dice con frialdad el taxidermista—. Ciertas sustancias perjudican la conservación del cuerpo. En cualquier caso, cuide que la piel no sufra desperfectos.

—Claro —responde el otro, mirando la gota de sudor oscuro que a Fumagal se le desliza por la frente.

Viernes por la tarde. Una lona tendida a la altura del piso superior filtra la luz sobre el patio de la casa, donde las grandes macetas con helechos, los geranios, las mecedoras y sillas de rejilla dispuestas junto al brocal del aljibe crean un ambiente fresco y grato. Lolita Palma bebe un sorbo de marrasquino de guindas, deja la copita sobre el mantel de ganchillo de la pequeña mesa, junto al servicio de plata y los frascos de licor, y se inclina hacia su madre para arreglarle los almohadones de la butaca. Seca, vestida de negro, con una cofia de encaje recogiéndole el cabello y su rosario sobre el chal que le cubre el regazo, Manuela Ugarte, viuda de Tomás Palma, preside como cada tarde, cuando está de humor para levantarse de la cama, la pequeña tertulia familiar. En la casa de la calle del Baluarte es hora de visitas. Está allí Cari Palma, hermana de Lolita, con su marido, Alfonso Solé. También Amparo Pimentel —una vecina viuda y entrada en años que es como de la familia—, Curra Vilches y el primo Toño, habitual de cada día a estas horas, y a todas.

—No os lo vais a creer —dice éste—. Traigo la última.

—De Cádiz te lo creo todo —replica Curra Vilches.

Con su desenfado habitual, el primo Toño cuenta su episodio. El más reciente llamamiento militar, que prevé la incorporación al Ejército de varios centenares de vecinos contemplados en la primera clase a reclutar —solteros y casados o viudos sin hijos—, se ha visto desatendido, presentándose apenas cinco de cada diez. El resto anda emboscado en sus casas, buscándose certificados y exenciones o alistándose en las milicias locales para escurrir el bulto. La reciente batalla de La Albuera, en Extremadura, ganada a los franceses a costa de terribles pérdidas —millar y medio de españoles y tres mil quinientos ingleses muertos o heridos—, no anima a los nuevos reclutas. De manera que las Cortes han ideado un truco para resolver el problema: extender la conscripción a la segunda y tercera clase, a fin de que estos últimos, para librarse ellos, delaten ante las autoridades a los remolones de la clase anterior.

—¿Y te afecta la norma, primo? —pregunta Cari Palma, abanicándose guasona.

—Nunca. Lejos de mi intención disputar a nadie los laureles y la gloria. Yo me libro por hijo de viuda, y por haber pagado los quince mil reales que eximen del glorioso ejercicio de las armas.

—Por pagar, pase. Pero por lo otro… ¡Si la tía Carmela murió hace ocho años!

—Eso no quita que muriese viuda —con un catavinos en una mano y una botella de manzanilla en la otra, el primo Toño contempla al trasluz el contenido menguante de ésta—. Además, sólo hay una campaña bélica a la que yo iría voluntario: reconquistar Jerez y Sanlúcar para la patria.

—Seguro que ahí lucharías como un tigre —apunta divertida Lolita.

—Y que lo digas, niña. A la bayoneta o como fuera. Palmo a palmo, bodega a bodega… Por cierto. ¿Sabéis la historieta del rey Pepe que está allí de visita y se cae a una cuba?… Todos los franceses empiezan a gritar: «Echadle una cuerda, echadle una cuerda». Y el fulano, asomando la cabeza, responde: «¡Noooo!… ¡Echadme jamón y queso!».

Ríe Lolita, como todos, aunque el cuñado Alfonso ríe lo justo. La única que permanece seria y seca es la madre. Una mueca condescendiente, lejana, donde se traslucen las cinco gotas de láudano que, disueltas tres veces al día en un vaso de agua de azahar, alivian las molestias del tumor escirroso que la mina muy despacio. Manuela Ugarte tiene sesenta y dos años y desconoce la malignidad de su dolencia; sólo la hija mayor está al corriente, tras haber impuesto silencio al médico que la diagnosticó. Sabe que nada se adelantaría de otro modo. La evolución de la enfermedad se anuncia lenta, sin final previsible a corto plazo; su madre la acusa paulatinamente, de modo todavía tolerable, sin dolores extremos. Hipocondríaca por naturaleza, no pisa la calle desde mucho antes de existir el mal que todavía ignora: pasa el día en la cama, en su habitación, y sólo por la tarde baja un rato, apoyada en el brazo de su hija mayor, a sentarse en el patio, en verano, o en el salón, en invierno, a recibir visitas. Su existencia discurre por márgenes estrechos, entre caprichos domésticos que nadie regatea, extracto de opio e ignorancia sobre su estado real. El estrago de la enfermedad secreta es fácilmente atribuible a achaques de los años, a fatiga, al cada día estancado en la rutina roma de una vida sin objeto. Manuela Ugarte dejó de ser esposa hace tiempo, y de madre ejerció lo justo, encomendándoselo todo a amas de cría, tatas y maestras. Lolita no recuerda haber recibido espontáneamente un beso suyo, jamás. Sólo su hermano mayor, el hijo varón desaparecido, iluminaba esos ojos enjutos. Desenvuelto, buen mozo, viajero, formado en casa de corresponsales de Buenos Aires, La Habana, Liverpool y Burdeos, Francisco de Paula Palma estaba destinado a dirigir la empresa familiar, reforzándola mediante una alianza matrimonial ventajosa con la hija de otro comerciante local llamado Carlos Power. La invasión francesa obligó a aplazar la boda. Alistado desde el primer momento en el batallón de Tiradores de Cádiz, Francisco de Paula murió el 16 de julio de 1808 combatiendo en los olivares de Andújar, durante la batalla de Bailén.

—Acordaos de lo que pasó cuando las obras para fortificar la Cortadura —dice Curra Vilches—: Cádiz al completo en plan albañil, acarreando piedra, hombro con hombro. Fiesta popular con música y merienda. Todos juntos: el noble, el comerciante, el fraile y el individuo del pueblo llano… El caso es que a los pocos días algunos ya pagaban a otros para que fueran en su lugar. Y al final se presentaban a trabajar cuatro gatos.

—Lástima de rejas —apunta Cari Palma.

Asiente su madre sin despegar los labios, avinagrado el semblante. Lo de las rejas de la Cortadura se lleva mal en esta casa. Para las obras de defensa del año diez, con los franceses a las puertas, la Regencia, además de imponer a la ciudad una contribución de un millón de pesos, hizo demoler todas las fincas de recreo que había por la parte del arrecife —incluida una perteneciente a la familia, que ya había perdido la casa de verano con la llegada de los franceses a Chiclana—, pidiendo además a los vecinos de Cádiz el hierro de sus cancelas y ventanas. A ello atendieron los Palma enviando las suyas, con una bella verja que cerraba la entrada al patio: ofrenda inútil, pues el hierro acabó mal empleado cuando la estabilización de la línea de frente en la isla de León hizo innecesaria la obra de la Cortadura. Si algo incomoda el espíritu comercial de los Palma no son los sacrificios impuestos por la guerra —por encima de todos, la pérdida del hijo y hermano muerto—, sino los gastos sin sentido, las contribuciones abusivas y el despilfarro oficial. Sobre todo cuando es la clase comerciante la que en todo tiempo, con guerra como sin ella, mantiene viva esta ciudad.

—Nos tienen exprimidos como limones —apunta el cufiado Alfonso, malhumorado cual suele.

—De paella —puntualiza el primo Toño.

Alfonso Solé se mantiene distante, sentado rígido en el filo de su butaca de mimbre, sin relajarse nunca. Para él, acudir a la casa de la calle del Baluarte supone un deber social. Se le nota, y procura que así sea. En el caso de un negociante de su posición, visitar cada viernes a suegra y cuñada es algo tan rutinario como despachar correspondencia. Se trata de cumplir las normas no escritas del qué dirán gaditano. En esta ciudad, los lazos de familia obligan a ciertos usos de clase. Además, con Palma e Hijos de por medio, nunca se sabe. Cuidar las formas es también un modo de mantener el crédito financiero. Si llegan apuros —la guerra y el comercio están llenos de accidentes inoportunos—, todo el mundo sabe que no será su cuñada quien le niegue respaldo para salir a flote. No por él, naturalmente. Por su hermana. Pero todo queda en casa.

Continúa la conversación en torno al dinero. Expresa Alfonso Solé entre sorbos a su taza de té —le gusta poner en evidencia el tiempo que pasó formándose en Londres— el temor de que, tal como están las cosas, las Cortes impongan una nueva contribución al comercio gaditano. Eso sería lamentable, dice, habiendo como hay retenidos en la Aduana más de cincuenta mil pesos pertenecientes a individuos que se hallan en país ocupado. Una suma que podría pasar directamente a la tesorería de la nación.

—Sería un expolio inicuo —opone Lolita.

—Llámalo como quieras. Pero mejor ellos que nosotros.

Asiente Cari Palma a cada frase, abriendo y cerrando el abanico. Visiblemente satisfecha de la firmeza de su esposo, desafía con la mirada a formular objeciones. Desde luego, mi amor, apunta cada gesto. Faltaría más. Naturalmente, cariño. Con ojo crítico, hecha hace tiempo a ello, Lolita observa a su hermana. Muy parecidas en el aspecto físico —Cari es más agraciada, merced a sus ojos claros y a una nariz pequeña y armoniosa—, las dos tenían ya caracteres opuestos cuando niñas. Ligera e inconstante, más parecida a su madre que al padre, la menor de las Palma vio colmadas pronto sus aspiraciones mediante un matrimonio adecuado, sin hijos hasta ahora, y una posición social conveniente. Enamorada de su marido, o segura de estarlo, Cari no ve más que por los ojos de Alfonso ni habla más que por su boca. Lolita está acostumbrada a ello; y hoy advierte los indicios con la sensación habitual de remoto rencor, no por el presente —la vida doméstica de su hermana la trae sin cuidado— sino por el pasado: infancia, juventud, soledad, melancolía, cristales empañados con gotas de lluvia. Áridas tardes de estudio inclinada sobre libros de comercio o cuadernos de contabilidad, aprendiendo inglés, aritmética, cálculo mercantil, leyendo sobre viajes o costumbres extranjeras, mientras Cari, siempre desahogada y superficial, se arreglaba los rizos ante un espejo o jugaba con casitas de muñecas. Luego, con el tiempo, vinieron la ausencia del hermano, la responsabilidad, el peso a veces insoportable de la carga familiar, la madre siempre seca y excesiva. El resquemor displicente y apenas disimulado —visitas semanales incluidas— del cuñado Alfonso y de Cari, la princesita guapa reina del baile. Toda molesta, ella, arrugando su naricilla porque es Lolita quien, tras renunciar a tantas cosas, dirige ahora el patrimonio de los Palma y trabaja por mantenerlo a flote, ganándose el respeto de Cádiz. Sin permitir al cuñado mojar en la salsa.

Suena la campana de la verja, y Rosas, el mayordomo, cruza el patio y reaparece anunciando dos nuevas visitas. Un momento después se presenta el capitán Virués, de uniforme, sombrero galoneado y sable bajo el brazo, en compañía de Jorge Fernández Cuchillero, el criollo que se encuentra en Cádiz como delegado de la ciudad de Buenos Aires en las Cortes: veintisiete años, rubio, elegante, de buena traza, vestido con frac gris ceniza, corbata de dos puntas a la americana, calzón de cinta y botas altas. Una cicatriz en la cara. Es un chico fino, amable, habitual de la casa Palma por descender de comerciantes de origen asturiano con los que hace años existe relación estrecha, perturbada ahora por los disturbios en el Río de la Plata. Como en el caso de otros diputados que representan a provincias americanas insurgentes, la situación política de Fernández Cuchillero es delicada, propia de los confusos tiempos que vive la monarquía hispana: delegado en el congreso de Cádiz de una Junta que se encuentra en rebeldía armada contra la metrópoli.

—Habrá que traer repuesto de manzanilla —sugiere el primo Toño.

Descorcha Rosas una nueva botella refrescada en el aljibe y se acomodan los recién llegados, comentando el excesivo alquiler de cuarenta reales diarios que su casera pide al diputado criollo; hasta el punto de que éste acaba de pedir amparo a las Cortes.

—Ni en Sierra Morena —concluye.

Discurre luego la conversación por los sucesos en el Río de la Plata, la actuación contra los rebeldes desde el apostadero de Montevideo y la oferta inglesa para mediar en la pacificación de las provincias disidentes de América. Según cuenta Fernández Cuchillero, en San Felipe Neri se debate estos días la posibilidad de conceder a Inglaterra, a cambio de su intervención diplomática, ocho meses para comerciar libremente con los puertos americanos. Medida de la que él, como otros diputados de ultramar, se declara partidario.

—Eso es ridículo —argumenta desabrido el cuñado Alfonso—. Si los británicos encuentran francos esos puertos, ya no se irán nunca… ¡Buenos son ellos!

—Pues el asunto está maduro —confirma el criollo con mucha flema—. Se dice incluso que, si ven desairada su propuesta, podrían retirarse de Portugal, abandonando el sitio de Badajoz y los planes de la nueva batalla que se proyecta para batir al mariscal Soult…

—Eso es puro chantaje.

—Sin duda, señor mío. Pero en Londres lo llaman diplomacia.

—En tal caso, Cádiz tiene que hacerse oír. Una medida así supondría el fin de nuestro comercio con América. La ruina de la ciudad.

Lolita juguetea con el abanico —negro, chinesco, país pintado con flores de azahar— que tiene cerrado en el regazo. Le fastidia estar de acuerdo en algo con su cufiado. Pero lo está. Y no le importa decirlo en voz alta.

—Ocurrirá tarde o temprano —opina—. Con mediación o sin ella, América revuelta es demasiado tentadora para Inglaterra. Todo ese mercado enorme ahí, a su disposición… Tan mal llevado por nosotros. Y tan lejos. Tan sometido a impuestos, tasas, restricciones y burocracia… Así que los ingleses harán lo de siempre: por un lado jugarán a mediadores, y por otro atizarán la hoguera, como hacen en Buenos Aires. Son finísimos pescando en río revuelto.

—No deberías hablar así de nuestros aliados, Lolita.

Calla la madre, cabeza baja y aire ausente. Lo mismo puede estar oyendo la conversación, que absorta en sus vapores de láudano. La reconvención ha venido de Amparo Pimentel. Con su copita de anís en la mano —la vecina anda por la tercera, como si compitiese con el manzanillero primo Toño—, ésta se muestra escandalizada. De lo que no está segura Lolita Palma es de si el apunte responde a su juicio desfavorable sobre la nación inglesa, o al hecho de que, siendo mujer, se exprese con tanta desenvoltura sobre asuntos de política y comercio.

Su párroco predilecto, que es el de San Francisco, critica a veces suavemente, en su sermón dominical, ciertos excesos en el ejercicio de tales libertades por parte de señoras de la buena sociedad gaditana. A Lolita eso la tiene sin cuidado —mucho se guardaría cualquier párroco de ir más allá en Cádiz—; pero la vecina Pimentel, aunque habitual de la casa Palma, siempre fue estrecha de miras y conciencia. Elementalmente clásica. Sin duda, Cari Palma es su modelo de mujer: casada, prudente, sólo atenta a su aderezo personal y a la felicidad doméstica de su marido. No un marimacho con los dedos manchados de tinta y las macetas llenas de helechos y plantas raras en vez de flores como Dios manda.

—¿Aliados? —Lolita la mira con blanda censura—… ¿Usted ha visto la cara de vinagre del embajador Wellesley?

—¿Y la de su hermano Güelintón? —contribuye festiva Curra Vilches.

—Ésos sólo son aliados de sí mismos —continúa Lolita—. Si están en la Península es para desgastar aquí a Napoleón… Los españoles no les importamos nada, y nuestras Cortes les parecen focos de subversión republicana. Ponerlos a mediar en América es meter a la zorra en el gallinero.

—Jesús, María y José —se persigna la Pimentel.

A Lolita no le pasan inadvertidas las miradas pensativas y discretas que le dirige Lorenzo Virués. No es la primera vez que el militar se presenta en la casa de la calle del Baluarte. Nunca solo ni de modo impertinente, por supuesto, como cumplido oficial que es. Tres veces hasta hoy, desde la recepción del embajador inglés: dos con Fernández Cuchillero y otra después de encontrarse, casualmente, con el primo Toño en la plaza de San Francisco.

—¿Se ven ustedes muy afectados por la insurgencia americana? —pregunta Virués.

Lo ha dicho dirigiéndose a Lolita con interés que parece sincero, más allá de la simple cortesía propia de la conversación. Afecta lo suficiente, responde ésta. Más de lo deseable. El cautiverio del rey y los excesos autoritarios han complicado las cosas: la capitanía general de Venezuela y los virreinatos del Río de la Plata y Nueva Granada están en abierta rebeldía, la interrupción del comercio y la falta de caudales procedentes de allí dan a Cádiz problemas de liquidez, y la guerra con Francia, la falta de mercado español y el contrabando estorban el comercio tradicional. Algunas firmas gaditanas, como la casa Palma, intentan resarcirse con actividad local, entrepot y especulación inmobiliaria y financiera, volviendo al viejo recurso en tiempos de crisis: más comisionistas que propietarios.

—Pero todo eso es un parche temporal —concluye—. A largo plazo, la riqueza de la ciudad está condenada.

Asiente el cuñado Alfonso casi a regañadientes. Por su expresión agria, cualquiera diría que Lolita le roba argumentos. Y dinero.

—La situación es intolerable. Por eso no puede hacerse la mínima concesión, ni a los ingleses ni a nadie.

—Al contrario —apunta Fernández Cuchillero, barriendo para casa—. Hay que negociar antes de que sea demasiado tarde.

—Jorge tiene razón —responde Lolita—. Un comerciante encaja sus reveses cuando puede recuperarse con nuevas operaciones… Si América se independiza y sus puertos caen en manos inglesas y norteamericanas, no nos quedará ese consuelo. Las pérdidas serán irreparables.

—Por eso no hay que ceder un palmo —opina el cuñado Alfonso—. Fijaos en Chile: sigue fiel a la Corona. Como México, pese a la revuelta de ese cura loco, español para más infamia… Y en Montevideo, el general Elío lo está haciendo bien. Con mano dura.

Las últimas palabras son acompañadas con un aprobatorio golpe de abanico de Cari Palma. Lolita mueve la cabeza, disconforme.

—Eso es lo que me preocupa. En América, la mano dura no lleva a ninguna parte —apoya, afectuosa, una mano sobre un brazo de Fernández Cuchillero—. Nuestro amigo es un buen ejemplo… No oculta que es partidario de reformas radicales en su tierra, pero sigue en las Cortes. Sabe que se trata de una ocasión para combatir la arbitrariedad y el despotismo que lo han envenenado todo.

—Así es —confirma el criollo—. Una oportunidad histórica, de la que sería imperdonable hallarme ausente… Se lo dice a ustedes alguien que luchó en Buenos Aires junto al general Liniers y bajo la bandera de España.

Lolita conoce el episodio, y sabe que el rioplatense es modesto limitándose a esa referencia. En 1806 y 1807, durante las invasiones inglesas del Río de la Plata, Fernández Cuchillero se batió contra las tropas británicas, como otros jóvenes patricios, hasta la capitulación enemiga, en una dura y doble campaña que costó a Gran Bretaña más de tres mil bajas entre muertos y heridos. Lo atestigua la cicatriz de su mejilla derecha, roce de un balazo recibido en la defensa de la casa O’Gorman, en la calle de la Paz de la ciudad porteña.

—Cuando esto acabe, habrá que afrontar un mundo nuevo —dice Lolita—. Quizá más justo, eso no lo sé. Pero diferente… Perdamos o no América, se salve Cádiz o se arruine, con ingleses o sin ellos, nuestro vínculo con América serán los hombres como Jorge.

—Y el comercio —apostilla hosco el cuñado Alfonso.

Sonríe Lolita, tristemente irónica.

—Claro. El comercio.

Los ojos del capitán Virués siguen posados en ella, y no puede evitar sentirse halagada. El militar es hombre apuesto; y la casaca azul con solapas y cuello morados le da aspecto distinguido. El sentimiento de Lolita Palma es íntimo y grato: una vaga caricia en su orgullo de mujer, que ni va más allá, ni ella estaría dispuesta a tolerarlo. No es la primera vez que un hombre la mira así, por supuesto. En algún momento fue una muchacha razonablemente linda, y a su edad aún puede considerarse agraciada: la piel todavía es blanca y tersa; los ojos, oscuros y vivos; las formas, agradables. Manos finas y pies pequeños, de buena casta. Aunque viste sobria, siempre de oscuro desde la muerte de su padre —un color que favorece su apariencia a la hora de los negocios—, lo hace con gusto de mujer bien educada, vestidos y zapatos a la moda. Todavía se halla dentro de la categoría que en Cádiz se define como niña con posibilidades, aunque el espejo demuestre que tales posibilidades disminuyen día a día. Pero también es consciente de ser partido apetecible para un cazador de fortunas ajenas. Como suele decir el primo Toño, más de un lobo ha rondado a la oveja; y en tal sentido, Lolita no se hace ilusiones. No es de las que se aturden ante un porte elegante, unas manos finas, un frac a la última o un bizarro uniforme. Fue educada por su padre para vivir con la conciencia de lo que es; y esto le permite adoptar siempre, ante cualquier homenaje masculino, una actitud cortés, algo ausente. Una indiferencia afectada que disimula su desconfianza. Como el duelista consumado que, sin aspavientos, se sitúa de perfil ante el adversario para acortar las posibilidades de recibir un balazo.

—Cuentan que has perdido un barco —comenta Alfonso Solé.

Lolita mira a su cuñado, incómoda. Engreído inoportuno, piensa. Molesto por el giro de la conversación, pretende desquitarse ahora con rencor casi infantil. Torpe como sólo él puede serlo. Cada día que pasa, ella agradece más a su padre, que en gloria esté, no haberlo aceptado como socio.

—Sí. Con el flete.

Es una forma de resumirlo. El disgusto. Hace cuatro días, la Tlaxcala, una goleta procedente de Veracruz y cargada con 1.200 lingotes de cobre, 300 cajas de zapatos y 550 tercios de azúcar consignados a la casa Palma, fue capturada por los franceses cuando venía de arribada, tras un viaje de sesenta y un días. El autor del apresamiento fue el falucho corsario que opera habitualmente desde la ensenada de Rota, al que unos pescadores vieron marinando la goleta dos millas al oeste de punta Candor.

—Por lo menos, las pólizas de seguros han bajado desde la paz con Inglaterra —apunta el cuñado, malévolo—. Y lo mismo te recuperas pronto, con tu corsario.

Lolita, que en ese momento mira a Lorenzo Virués, ve pasar una sombra por el rostro del militar cuanto éste oye la palabra corsario. Desde la conversación que mantuvieron el día de la recepción del embajador inglés, ninguno de los dos ha vuelto a nombrar a Pepe Lobo; pero ella supone a Virués al corriente de las andanzas del marino. Desde su armamento por las firmas Sánchez Guinea y Palma, la balandra corsaria ha sido mencionada varias veces en los periódicos gaditanos. Entre las primeras capturas figuraron una polacra cargada con 3.000 fanegas de trigo y la afortunada represa de un bergantín procedente de Puerto Rico con carga de cacao, azúcar y palo de tinte, suficiente por sí sola para amortizar la inversión inicial. El último informe lo registraba El Vigía de Cádiz hace exactamente una semana: «Entró un místico francés con tripulación de presa del corsario Culebra. Hacía ruta de Barbate a Chipiona con aguardiente, trigo, cueros y correspondencia»… Lo que no detallaba el periódico era que el místico llevaba seis cañones y había opuesto resistencia durante su captura, que al echar el ancla traía a bordo a dos tripulantes de la Culebra gravemente mutilados, y que otros dos hombres de Pepe Lobo quedaban sepultados en el mar.

La enorme vela cangreja gualdrapea dando bandazos en la marejada, con fuertes tirones que estremecen el palo y el casco negro de la balandra. A popa, al lado de los dos timoneles que manejan la caña de hierro forrado de cuero, Pepe Lobo mantiene la embarcación en facha, con el viento de proa haciendo flamear el foque suelto y la larga botavara oscilando sobre su cabeza. Hasta él llega el olor de los botafuegos que humean en el costado de estribor, junto a los cuatro cañones de 6 libras que, por esa banda y bajo la supervisión del contramaestre Brasero, apuntan a la tartana inmovilizada muy cerca, a tiro de pistola, con sus dos velas triangulares flameando y las escotas sueltas. Lobo sabe que, a estas alturas, los cañones apuntando a bocajarro al casco de su presa tienen más efecto de imponer respeto que otra cosa. Sería imposible dispararlos sin alcanzar también a la gente propia; al vociferante trozo de abordaje que, armado con chuzos, hachas, pistolas y alfanjes, y dirigido por Ricardo Maraña, acorrala hacia popa a la tripulación de la tartana: docena y media de hombres desconcertados que retroceden en grupo, retirándose por la cubierta ante la amenaza de los que acaban de saltar a bordo. En la banda de estribor, bajo el arraigo de los obenques del palo mayor, la tablazón del casco y parte de la regala están astillados, señalando el lugar donde, tras la caza y la maniobra de abordaje —la tartana intentaba escapar, haciendo caso omiso a las señales—, la balandra corsaria se abarloó con su presa, el tiempo necesario para que los veinte hombres armados saltasen de un barco a otro.

Maraña lo hace muy bien. Como nadie. En situaciones como ésta, al adversario no hay que dejarlo pensar, y se aplica a ello con la fría eficiencia de siempre. Apoyadas las manos en la regala de la balandra, sin perder de vista la posición de velas y escotas propias respecto al viento que permite mantener a la tartana por el través, Pepe Lobo observa a su primer oficial moviéndose por la cubierta de la presa. Pálido, sin sombrero, vestido de negro de arriba abajo, el teniente de la Culebra lleva un sable en la mano derecha, una pistola en la izquierda y otra al cinto. Desde que pasó a bordo, ni él ni sus hombres han necesitado disparar un tiro ni dar una cuchillada. Abrumados por la violencia del asalto, por el griterío y el aspecto de los corsarios, los de la tartana no se deciden a oponer resistencia. Algunos hacen amago, pero al cabo se echan atrás y dudan. La actitud agresiva de los asaltantes, sus voces y amenazas, el aire intrépido del joven que los dirige y su modo insolente, despreocupado, de señalarlos uno por uno con la punta del sable mientras exige que arrojen las armas, los intimida. Reculan los asaltados hasta la caña, que da bandazos sin nadie que la gobierne. La bandera de dos franjas rojas y tres amarillas, usada tanto por los mercantes josefinos como por los patriotas, ondea al extremo de un corto mástil en el coronamiento de popa. Bajo ella, alguien que parece el patrón de la tartana mueve los brazos como alentando a sus hombres a resistir, o quizá los disuada de ello. Desde la Culebra puede verse a un individuo fornido, que empuña un cuchillo grande o un machete, encararse con Maraña; pero éste lo aparta de un empujón, camina abriéndose paso con mucha sangre fría entre los tripulantes, llega hasta el patrón, y sin descomponer el gesto le apoya el cañón de la pistola en el pecho, mientras con la otra mano corta de un sablazo la driza de la bandera, que cae al mar.

Suicida hijo de puta, murmura entre dientes Pepe Lobo. Empeñado siempre en llevar demasiado trapo arriba, camino del infierno. El Marquesito. Aún sonríe cuando se vuelve hacia el contramaestre Brasero.

—Fuera zafarrancho —ordena—. Trincad cañones y chalupa al agua.

Sopla en su silbato el contramaestre y recorre luego los sesenta y cinco pies de eslora y dieciocho de manga de la balandra, dando las voces oportunas. En la tartana, mientras la gente del trozo de abordaje desarma a los adversarios y los mete bajo cubierta, Maraña se acerca a la regala y hace desde allí la señal de barco rendido y bajo control: los brazos en alto, cruzadas las muñecas. Después baja por el tambucho y desaparece. Lobo saca el reloj del bolsillo del chaleco, consulta la hora —9.48 de la mañana— y le dice al escribano de a bordo que tome nota en el libro de presas. Luego mira por la banda de babor, hacia una vaga forma oscura que se adivina entre la bruma grisácea que oculta la línea de costa: están a levante del bajo de la Aceitera, unas dos millas al sur del cabo Trafalgar. Acaba así la caza iniciada con la primera luz del día, cuando desde la Culebra avistaron una vela navegando hacia el norte, a punto de terminar el cruce del Estrecho. Aunque se acercaron sin bandera, la tartana entró en sospechas, forzando vela con viento de levante, en demanda del refugio barbateño. Pero la Culebra, de mayor andar, casco forrado de cobre y el palo cubierto de lona, velacho y escandalosa incluidos, le dio caza en hora y media. Izó el corsario pabellón francés, respondió la tartana con el suyo sin aflojar la marcha —en el embustero mar, Jesucristo dijo hermanos, pero no primos—, y ordenó al fin el capitán Lobo arriar la bandera francesa e izar la corsaria española, asegurándola con un cañonazo. Puso entonces escotas en banda la tartana, gobernó la Culebra borda con borda para meterle a Maraña y sus hombres dentro, y fin de la historia. De momento.

—¡Nostramo!

Acude el contramaestre Brasero. Moreno, recio, gris de pelo y bigote. Pies descalzos, como casi todos a bordo. Su cara, tallada de surcos iguales a navajazos, se ve risueña por la captura. La de la balandra corsaria es ahora una tripulación feliz: mientras los hombres se afanan en echar al agua la chalupa y alistar la dotación de presa que llevará la tartana a Cádiz o a Tarifa, hacen cábalas sobre la carga que ésta pueda llevar en sus bodegas y lo que la parte de cada cual supondrá convertida en dinero, una vez se venda en tierra.

—Ponga dos hombres arriba con un catalejo, atentos a cualquier vela. Sobre todo por el lado de barlovento… No vaya a pillarnos con la guardia baja el bergantín de Barbate.

—Como usted mande.

Pepe Lobo es marino precavido, y no desea sorpresas. Los franceses tienen, alternando fondeadero entre el río Barbate y la broa de Sanlúcar, un bergantín de doce cañones bastante rápido, de muy mala leche, que emplean como guardacostas. En el juego marino del gato y el ratón, a veces los dados se vuelven contra uno, y el cazador llega a convertirse en cazado. Todo es cuestión de suerte, y también de buen ojo e instinto marinero, en este oficio donde una saludable incertidumbre y una perpetua desconfianza i del tiempo, del mar, del viento, de las velas, del enemigo y hasta de la propia gente, son virtudes que ayudan a mantenerse libre y vivo. Hace una semana, la Culebra abandonó a regañadientes una presa que ya había arriado bandera —goleta pequeña, acorralada en la ensenada de Bolonia—, al divisar las velas del bergantín francés acercándose con rapidez desde poniente; lo que, además, forzó al corsario a un incómodo bordo adentrándose en el Estrecho, en busca de la protección de las baterías españolas de Tarifa.

La chalupa llevando al escribano, al cabo de presa y a la dotación que marinará el barco capturado se abre ya del costado de la Culebra, remando con vigor en la marejada. Sigue la embarcación a tiro de pistola, a la distancia de la voz. Ricardo Maraña reaparece en la cubierta con una bocina de latón en la mano, y a gritos informa a Lobo del nombre, carga y destino de la presa. Se trata de la Teresa del Palo, armada con dos cañones de 4 libras, matrícula de Málaga, en ruta de Tánger a la boca del Barbate con cueros, aceite, botijuelas de aceitunas, pasas y almendras. Pepe Lobo asiente, satisfecho. Con esa carga y destino, cualquier tribunal naval la declarará buena presa. Observa la grímpola que señala la dirección del viento, y luego el estado del mar y las nubes que corren altas en el cielo gris. El levante saltó anoche y se mantendrá firme, así que no hay problema en llevar la tartana a Cádiz, con la Culebra escoltándola. Hace tres semanas que corren el mar entre Gibraltar y el cabo Santa María. Unos días en puerto vendrán bien a todos —el barómetro cada vez más bajo también invita a ello—, y tal vez ya esté resuelto el dictamen sobre alguna presa anterior, con lo que oficiales y tripulantes podrían cobrar lo que se les adeuda según la Ordenanza de Corso y el contrato con los armadores: un tercio para la tripulación, dividido en siete partes para el capitán, cinco para el primer oficial, tres para el contramaestre y el escribano, dos para cada marinero y una para los grumetes o pajes, sin contar ocho partes reservadas para heridos graves, entierros, huérfanos y viudas.

—Cañones trincados y con tapabocas puestos, capitán. Ninguna vela a la vista.

—Gracias, nostramo. En cuanto vuelvan el señor Maraña y el trozo de abordaje, cazamos escotas.

—¿Rumbo?

—Cádiz.

Se ensancha la sonrisa en el rostro del contramaestre, y también en el del primer timonel —un individuo fuerte y rubio apodado el Escocés, aunque se apellida Machuca y es de San Roque—, que los ha oído. Después, mientras Brasero se dirige a proa comprobando que todo está arranchado en cubierta, las escotas y drizas claras para la maniobra, los botafuegos apagados, los cartuchos de pólvora devueltos a la santabárbara y las balas de cañón trincadas en sus chilleras y cubiertas con lona, la sonrisa se contagia al resto de la tripulación. No es la peor gente, dentro de lo disponible, habida cuenta de que el Ejército y la Real Armada procuran echar el guante a cuantos pueden sostener un fusil o tirar de un cabo. Con los tiempos que corren, tampoco fue fácil enrolarlos. De los cuarenta y nueve hombres a bordo —eso incluye a un pajecillo de doce años y a un grumete de catorce—, la tercera parte son gente de mar, pescadores y marineros atraídos por la perspectiva de buenas presas y la paga fija de 130 reales por mes —Lobo cobra 500, y 350 su teniente— a cuenta de futuros botines. El resto es chusma portuaria, ex presidiarios sin delitos de sangre que han esquivado la leva ordinaria sobornando a los funcionarios de tierra con su prima de enganche, y algunos extranjeros enrolados a última hora en Cádiz, Algeciras y Gibraltar para completar el rol o cubrir bajas: dos irlandeses, dos marroquíes, tres napolitanos, un artillero inglés y un judío maltés. La Culebra lleva cuatro meses operando; y siete capturas hechas en ese tiempo, a falta de lo que decidan los tribunales sobre si son buenas presas, suponen una óptima campaña. Suficiente para dejarlos satisfechos a todos, además de curtir en el mar y foguear en combate —por suerte sólo se ha derramado sangre en dos capturas— a los hombres que van a bordo.

Se quita Pepe Lobo el sombrero y levanta el rostro hacia la cofa, más allá del pico de la vela que sigue dando gualdrapazos, chirriando la retenida de la botavara a causa de la marejada, que aumenta.

—¿Hay algo por la parte de Barbate?

De arriba responden que no, que todo claro. La chalupa viene ya de regreso desde la tartana, trayendo a Ricardo Maraña, a sus hombres y al escribano, que lleva el libro de presas apretado contra el pecho. Lobo saca el chisquero de un bolsillo, y yéndose a sotavento, pegado al coronamiento de popa, enciende un cigarro. Un barco es madera, brea, pólvora y otras sustancias inflamables, y el capitán y el primer oficial son los únicos que pueden fumar a bordo a cualquier hora y sin permiso, aunque él procura usar de ese privilegio lo menos posible. No es muy aficionado, a diferencia de Ricardo Maraña; que, pese a sus pulmones enfermos y a los pañuelos manchados de sangre, despacha cigarros por atados completos. De doce en doce.

Cádiz. La perspectiva de fondear allí tampoco disgusta al corsario. La balandra necesita algunos arreglos y repuestos, y a él le conviene darse una vuelta por el tribunal de presas, a engrasar voluntades que aceleren el papeleo; aunque confía en que los Sánchez Guinea, por la parte que les toca, se estén encargando de eso. Jueces y funcionarios aparte, al capitán de la Culebra no le vendrá mal estirar las piernas en tierra firme. En eso piensa mientras deja escapar humo entre los dientes. Porque va siendo hora. Callejear por Santa María y los colmados de la Caleta. Sí. También él necesita una mujer. O varias.

Lolita Palma. El recuerdo le dibuja en la boca una mueca burlona y pensativa, pues la dirige a sí mismo. Apoyado en la tapa de regala, con el cabo Trafalgar perfilándose en la distancia mientras se levanta la bruma costera, Pepe Lobo reflexiona y hace memoria. Hay algo en esa mujer —nada tiene que ver con el dinero, cosa insólita— que le inspira sentimientos desacostumbrados. No es hombre inclinado a la introspección, sino cazador resuelto en busca del medro, el golpe de suerte soñado por todo marino, la fortuna que el mar hace posible, a veces, para quien se arriesga y lo intenta. El capitán Lobo es corsario por necesidad y como consecuencia, no de una vocación, sino de cierta forma de vida. Del tiempo en que le toca vivir. Desde que embarcó a la edad de once años ha visto demasiados despojos humanos que fueron lo que él es. No quiere terminar en una taberna, contando su vida a marineros jóvenes, o inventándola, a cambio de un vaso de vino. Por eso persigue, tenaz y paciente, un futuro lejos de este paisaje incierto al que no volverá nunca si logra dejarlo atrás: una pequeña renta, una tierra propia, un porche donde sentarse al sol sin más frío y humedades que la lluvia y los inviernos. Con una mujer que caliente la cama y el estómago, sin que oír aullar el viento suponga un presagio sombrío y una mirada inquieta al barómetro.

Respecto a Lolita Palma, cuando piensa en ella le rondan la cabeza algunas ideas complejas. Demasiado, para lo que acostumbra. Aunque su jefa y asociada sigue siendo una desconocida con la que ha cambiado pocas palabras, el corsario percibe en ella una extraña afinidad; una corriente de simpatía que incluye cierta tibieza o calidez de índole física. Pepe Lobo ha echado el ancla en puertos suficientes como para no engañarse. En el caso de Lolita Palma, eso lo sorprende. También lo inquieta, por mezclarse unas cosas con otras. Él tiene acceso a mujeres jóvenes o hermosas, aunque a menudo sea previo pago de su importe: lo que, incluso, resulta tranquilizador. Cómodo. La heredera de los Palma, sin embargo, está lejos de ser hermosa. De encajar, al menos, en tal canon femenino. Pero tampoco está mal. En absoluto. Sus facciones son regulares y agradables, los ojos inteligentes, el cuerpo se adivina bien formado bajo la ropa que lo oculta. Hay en ella, sobre todo, en su modo de hablar y de callarse, en su continente sereno, una insólita calma, un aplomo que intriga y en cierto modo —el corsario no tiene claro ese aspecto crucial del asunto— atrae. Esto es lo que no deja de causarle sorpresa. E inquietud.

Lo advirtió por primera vez durante la visita que a finales de marzo hizo Lolita Palma a la Culebra, cuando la embarcación corsaria estuvo lista para hacerse a la mar. Pepe Lobo había planteado esa posibilidad; y para su asombro, ella —aunque no inmediatamente— acabó presentándose a bordo con los Sánchez Guinea. Llegó de improviso en un bote del puerto, con una sombrilla en la mano, acompañada por don Emilio y su hijo Miguel, que avisaron con el tiempo justo para dejar la balandra en estado de echarle un vistazo, aunque todavía con parte del equipamiento sin estibar y una de las dos anclas de diez quintales sobre cubierta, la botavara y el resto de la arboladura al pie del palo desnudo y una barcaza abarloada con lastre suplementario de hierro. Pero cada cabo se veía adujado en su sitio, la jarcia firme recién embreada, el casco acababa de recibir una mano doble de pintura negra por encima de la línea de flotación, la regala y los pasamanos olían a aceite de teca, y la cubierta estaba recién fregada con lampazos y piedra arenisca. El día era soleado y agradable, el agua parecía un espejo, y cuando Lolita Palma subió a bordo —no quiso que la izaran en una guindola, y ascendió resuelta por los travesaños de madera de la banda de estribor, recogiéndose un poco la falda— la balandra se veía hermosa, inmóvil sobre un ancla frente a la punta de La Vaca y la batería de los Corrales, aproada a la brisa ligera que soplaba a lo largo del arrecife.

Fue una situación extraña. Tras los primeros saludos, Ricardo Maraña, con una chaqueta negra y un corbatín anudado a toda prisa, hizo los honores con su elegante aplomo de perdulario tronado y de buena familia. Los hombres que trabajaban en cubierta se apartaban rígidos y sonrientes, el aire bobalicón, descubriéndose con esa torpe timidez que la gente humilde de mar, hecha a mujerzuelas de puerto, suele mostrar ante la que es, o parece, una señora. Pepe Lobo, en segundo término junto a los Sánchez Guinea, observaba a la visitante moverse con desenvoltura por el barco, agradeciéndolo todo con una sonrisa suave, una inclinación de cabeza, una pregunta oportuna sobre esto y aquello. Vestía de gris oscuro, chal de casimir sobre los hombros y sombrero inglés de paja con alas, ligeramente vueltas hacia abajo, que enmarcaba el rostro resaltando sus ojos inteligentes. Y se fijó en todo: los ocho cañones de 6 libras, cuatro a cada banda, con dos portas libres a proa, dispuestas para usarlas en caso de caza; los tinteros para instalar trabucos y pedreros de menor calibre; los listones en abanico clavados bajo la caña para dar apoyo al timonel en las escoras fuertes; la bomba de achique situada tras la lumbrera de la camareta; las fogonaduras detrás del palo para enviar abajo los cabos de las anclas, y el largo bauprés casi horizontal, alineado a babor de la crujía. Todo característico, le explicaba atento el primer oficial, de esta clase de embarcaciones rápidas y ligeras, capaces de desplegar mucha lona sobre un solo palo y perfectas para el corso, el correo y el contrabando, que los ingleses llaman cutter, los franceses cotre y nosotros balandra. Contra lo que esperaba, Pepe Lobo encontró a la propietaria de la casa Palma muy suelta en asuntos de mar y barcos; hasta el punto de que la oyó interesarse, además, por el aparejo y la maniobra, la ausencia de tablas de jarcia exteriores que ofrecieran resistencia al mar, y sobre todo por la magnífica pieza del palo, con su pronunciada inclinación hacia popa: madera de Riga flexible y resistente, sin nudos, procedente de la verga mayor de uno de los navíos franceses de setenta y cuatro cañones que pertenecieron a la escuadra del almirante Rosily.

Tuvieron un aparte —el segundo, desde que Pepe Lobo y ella se conocen— cuando Lolita Palma declinó visitar el entrepuente. Prefiero seguir aquí, dijo. Hace un día espléndido, y el interior de los barcos me incomoda un poco: el aire es demasiado irrespirable. Así que discúlpenme, caballeros. Ricardo Maraña bajó con los Sánchez Guinea, dispuesto a ofrecerles una copa de oporto en la camareta, y ella se quedó apoyada en el ángulo entre el espejo de popa y la regala, protegiéndose del sol con la sombrilla abierta mientras contemplaba a poca distancia, entre la reverberación de luz en el agua, la imponente mole fortificada de la Puerta de Tierra, las velas de grandes y pequeñas embarcaciones yendo y viniendo por todas partes. Fue allí donde Pepe Lobo y la heredera de la casa Palma hablaron durante un cuarto de hora; y al término de la conversación, que no versó sobre nada extraordinario ni profundo, sino sobre los barcos, la guerra, la ciudad y el tráfico marítimo, confirmó el corsario que esa mujer todavía joven, insólitamente educada y culta —lo sorprendió su dominio de la terminología náutica inglesa y francesa—, no es como las que conoció antes. Que en ella hay algo distinto: una tranquila resolución interior que incluye disciplinadas renuncias, algunas certezas e intuición natural para juzgar a los hombres en sus hechos y palabras. Además de un encanto singular, indefinible —sereno, es el término que acude una y otra vez al pensamiento de Pepe Lobo—, relacionado con la cualidad agradable de su piel femenina y blanca, las tenues venas azuladas de las muñecas entre los puños de encaje y los guantes de raso que usaba aquel día, la boca agradable, entreabierta en el acto de escuchar incluso a quien, como el capitán corsario, no parecía gozar de sus más vivas simpatías —al menos eso dedujo de la forma cortés y un poco altiva con que ella se condujo todo el tiempo—. Se diría que, merced a una curiosidad al mismo tiempo calculada y espontánea por cuanto la rodea, Lolita Palma no ha perdido la facultad de sorprenderse ante lo inesperado, en un mundo poblado por seres que, en última instancia, no la sorprenden en absoluto.

—Todo en orden, capitán —se presenta Ricardo Maraña—. Confirmados carga y destino, sin más novedad. He hecho clavar y sellar las escotillas.

Nunca tutea a su capitán delante de la tripulación, y éste responde con el mismo tratamiento. Todo el trozo de abordaje está de vuelta de la tartana. Los hombres dejan las armas en las cestas de mimbre que hay al pie del palo y se desperdigan por cubierta, ruidosos y satisfechos, refiriendo a sus compañeros las circunstancias de la captura. Con chirriar de candalizas, seis marineros izan la chalupa y la trincan en cubierta, chorreando agua. Pepe Lobo tira la colilla del cigarro y se aparta del coronamiento.

—¿Buena presa, entonces?

Tose Maraña, llevándose a los labios el pañuelo que saca de la manga de la casaca, y lo guarda tras mirar indiferente las salpicaduras de saliva roja.

—Las hice peores.

Cambian una sonrisa cómplice los dos marinos. Detrás del escribano, que trae también la patente, el rol y el conocimiento de carga de la presa, sube a cubierta el patrón de la tartana: un sujeto grueso, de patillas blancas, tez rojiza y cierta edad, con cara de habérsele hundido el mundo bajo los pies. Es español como la mayor parte de sus tripulantes, entre los que no hay ningún francés. Maraña le permitió meter sus cosas en un pequeño cofre de camarote que han traído los del trozo de abordaje, y que ahora, abandonado en la cubierta, acentúa su estampa patética.

—Lamento verme obligado a retener su barco —le dice Pepe Lobo, tocándose el sombrero—. Será conducido con su carga y documentación, pues lo considero buena presa.

Mientras habla, saca la petaca del bolsillo y le ofrece un cigarro al otro, que lo rechaza casi de un manotazo.

—Es un atropello —balbucea indignado—. No tiene derecho.

El capitán de la Culebra se guarda la petaca.

—Llevo una patente de corso en regla, como le habrá dicho mi teniente. Se dirige con carga consignada a un puerto enemigo, y eso es contrabando de guerra. Además, no se detuvo al asegurar yo mi pabellón con un cañonazo. Resistiéndose.

—No diga estupideces. Soy español, como usted. Me gano la vida.

—Todos nos la ganamos.

—El apresamiento es ilegal… Además, se me acercó con bandera francesa.

Pepe Lobo se encoge de hombros.

—Antes de abrir fuego icé la española, así que todo está en regla… De cualquier modo, cuando lleguemos a puerto podrá hacer su protesta de mar. Tiene a mi escribano a su disposición —mientras se llevan abajo al patrón de la tartana, Lobo se vuelve al primer oficial, que asistió al diálogo sin abrir la boca, divertido—. Haga cazar escotas, piloto. Rumbo oeste cuarta al sudoeste para darle resguardo a la Aceitera. Luego, arriba.

—¿A Cádiz, entonces?

—A Cádiz.

Asiente Maraña, impasible. Con cara de pensar en otra cosa. Es el único a bordo que no muestra satisfacción ante la perspectiva de bajar a tierra; pero eso también forma parte del personaje. Pepe Lobo sabe que, en su fuero interno, al teniente le agrada poder reanudar los arriesgados viajes nocturnos a El Puerto de Santa María. El problema, jugándosela como suele, vendrá si lo sorprenden unos u otros a medio camino. Si, fiel a sí mismo hasta el aburrimiento, el Marquesito no se deja atrapar vivo —bang, bang y luego el sable, por ejemplo—, llevándose por delante cuanto pueda. Todo muy a su manera. Y la Culebra, sin primer oficial.

—Iremos en conserva con la tartana, escoltándola. No me fío del falucho de Rota.

Maraña asiente de nuevo. Tampoco él se fía del corsario francés que desde principios de año apresa a todo barco incauto, español o extranjero, que se acerca demasiado a la costa entre punta Camarón y punta Candor. Ni la marina de guerra inglesa ni la española, ocupadas en acciones de más envergadura, han logrado poner fin a sus correrías. La audacia del francés crece con la impunidad: cuatro semanas atrás, en una noche de poca luna, llegó al extremo de hacerse, bajo los cañones mismos del castillo de San Sebastián, con una goleta turca que traía carga de avellanas, trigo y cebada. El propio capitán de la Culebra tiene experiencia directa de lo peligroso que es el falucho, cuyo mando, según le han contado en Cádiz —la bahía es un patio de vecinos—, lo ejerce un antiguo teniente de navío de la armada imperial que navega con tripulación francesa y española. Fue ese mismo corsario, rápido en barloventear con sus velas latinas, peligrosamente armado con seis cañones de 6 libras y dos carronadas de a 12, el que estuvo a punto de arruinarle —de arruinárselo un poco más— el último viaje que a finales de febrero hizo de Lisboa a Cádiz como capitán de la polacra mercante Risueña, justo antes de quedarse sin empleo. Quizá por esto el recuerdo es doblemente ingrato. Los ocho cañones de 6 libras que ahora lleva a bordo cambian las cosas. Pero no se trata sólo de eso. Pese al tiempo transcurrido, Lobo no olvida el mal rato que el falucho le hizo pasar dándole caza frente a Cádiz. En su lista de asuntos personales hay una línea subrayada, gruesa, relativa a ese barco y su capitán. Por grande que sea el mar, en algunos de sus parajes todos acaban coincidiendo tarde o temprano. Barcos y hombres. Si llega el momento, a Pepe Lobo no le desagradará ajustar cuentas.