Arde el pinar por la parte de Chiclana. La humareda de color gris pardo, punteada de vez en cuando por fogonazos de artillería, se extiende suspendida entre cielo y tierra mientras el crepitar de fusiles llega lejano, amortiguado por la distancia. El camino que sube de la costa en dirección a Chiclana y Puerto Real está lleno de tropas francesas que se retiran, en un torrente de fugitivos, carruajes cargados de heridos e impedimenta, y soldados que intentan ponerse a salvo. El caos es absoluto; las noticias, inexactas o contradictorias. Según cuentan, se combate con dureza en el cerro del Puerco, donde las divisiones Leval y Ruffin están en aprietos o han sido batidas ya, a estas horas, por una fuerza angloespañola que, tras desembarcar en Tarifa, avanza hacia Sancti Petri y Cádiz para romper el cerco de la ciudad. También se afirma que los caseríos de Vejer y Casas Viejas han caído en manos enemigas, y que Medina Sidonia está amenazada. Eso significa que todo el arco sur del frente francés en torno a la isla de León puede irse abajo en cuestión de horas. El temor a quedar atrapadas en la costa, cortadas del interior, hace que las fuerzas imperiales situadas entre el mar y el caño Alcornocal se retiren hacia el norte.
Simón Desfosseux camina con la riada de fugitivos, carros y bestias que se extiende hasta perderse de vista. Ha extraviado el sombrero y va en chaleco y mangas de camisa, la casaca al brazo y el sable en una mano, con la correa enrollada en torno a la empuñadura y la vaina. Como centenares de hombres desorientados, el capitán de artillería acaba de vadear, mojándose hasta la cintura, los caños que forman la isleta del molino de Almansa. Su calzón y la casaca están sucios del agua fangosa que le chapotea a cada paso dentro de las botas. El camino es muy estrecho, con marismas y salinas a la izquierda y una pendiente que asciende, por la derecha, hacia un cerro cubierto por lentiscos y matorrales que anuncian el pinar cercano. Hay disparos próximos, tras el cerro, y todos miran en esa dirección, inquietos, esperando ver aparecer de un momento a otro al enemigo. La idea de caer en manos de los vengativos españoles los inquieta a todos. Y si piensan en las feroces guerrillas, esa aprensión se torna espanto.
Desfosseux ha tenido mala suerte. El ataque enemigo lo sorprendió esta madrugada a cuatro leguas de su destino habitual: en el campamento de Torre Bermeja, donde pernoctaba junto al comandante de la artillería del Primer Cuerpo, general Lesueur, y una escolta de seis dragones. El general, descontento con el fuego ineficaz de la batería de las Flechas contra el fortín español situado en la desembocadura del caño de Sancti Petri, lo había traído consigo para resolver el problema. O para endosárselo. Pese a la agitación registrada en la última semana a lo largo del frente, al desembarco en Tarifa y al intento enemigo de tender hace dos días un puente de barcas en la parte baja del caño, Lesueur decidió no moverse de allí. Todos tranquilos, dijo durante la cena, quizás un poco alumbrado con manzanilla. Los españoles han retirado el puente, envainándosela como ratas. Y un poco de acción refuerza la moral de la tropa. ¿No les parece, señores? Esos labriegos insurrectos pusieron anoche pies en polvorosa ante tres de nuestros regimientos de línea, que aprovechando el fondo oscuro de las dunas avanzaron por la playa y llegaron a pisar la otra orilla, dándoles lo suyo. Excelentes soldados, los del general Villatte. Sí. Bravos muchachos. Nada que temer, por tanto. Y hágame el favor, Desfosseux. Páseme un poco más de vino, si es tan amable. Gracias. Mañana seguiremos con lo nuestro. Que descanse.
El descanso fue corto. Las cosas cambiaron de madrugada, cuando la vanguardia enemiga asomó por la retaguardia francesa, sobre el cerro del Puerco, viniendo hasta Torre Bermeja por el camino de Conil y por la arena dura de la playa que la bajamar dejaba al descubierto, mientras al otro lado de las Flechas los españoles volvían a tender el puente de barcas sobre el caño y empezaban a cruzarlo. Al mediodía, cogidos entre dos fuegos, cuatro mil hombres de la división Villatte se retiraban con mucho desorden hacia Chiclana, el general Lesueur había picado espuelas y partido al galope, llevándose a los dragones de la escolta, y el capitán Desfosseux, a quien algún desaprensivo había robado el caballo —no estaba en las caballerizas vacías cuando corrió a buscarlo—, se encontró gastando suela de botas, entre los fugitivos.
Menudean cerca disparos de fusil, casi en el cerro que linda con el pinar. Algunos hombres gritan que los enemigos están al otro lado, y el torrente en retirada se apresura, zarandea a los que se retrasan o entorpecen la marcha. Un carro con una rueda rota es empujado fuera del camino, y sus ocupantes cabalgan las mulas y las avivan a correazos, atropellando a quienes marchan a pie. El pánico se propaga con rapidez mientras Simón Desfosseux aprieta el paso con los demás. Camina desencajado, mirando como todos el amenazador cerrillo de la derecha. Malditas las ganas que tiene de conocer de cerca el filo de esas navajas largas españolas. O las disciplinadas bayonetas inglesas.
Suenan detonaciones entre los matorrales y un par de balas pasan zurreando alto, sobre la columna. Todos se ponen a gritar. Algunos hombres salen de la fila y se tumban en tierra o se agachan, arrodillados, apuntando los fusiles ladera arriba.
—¡Guerrilleros!… ¡Guerrilleros!
Otros dicen que no, que se trata de británicos. Que el camino está a punto de cortarse delante, en el puentecillo de madera que permite franquear el caño próximo.
Eso parece volver locos a algunos. Se empujan en la angostura del camino, y cuantos pueden echan a correr. Ahora suenan más tiros alrededor, pero nadie ve nada, ni nadie cae herido.
—¡Daos prisa! ¡Quieren cortarnos el paso hacia Chiclana!
Varios soldados intentan atajar por los matorrales, campo a través, pero los canalillos fangosos y el barro de los saleros entorpece la marcha. Un teniente, al que por la placa del chacó identifica Desfosseux como perteneciente al 94.° de línea, pretende organizar un destacamento para asegurar el cerro y proteger el flanco de los fugitivos, pero nadie le hace caso. Hay quien llega a amenazarlo con su arma cuando lo agarra del brazo e intenta llevárselo con él. Al cabo, desistiendo del intento, el oficial se incorpora a la riada de hombres y se deja llevar por ella.
—Hay gente en el pinar —dice alguien.
Desfosseux mira en esa dirección y se le eriza la piel. Una docena de jinetes ha aparecido a un lado del cerro, por la linde del bosque de pinos que humea detrás. Un estremecimiento de pavor recorre la desordenada columna, pues podría tratarse de una avanzadilla de caballería enemiga. Se disparan algunos tiros sueltos, y el propio Desfosseux, angustiado, llega a imaginarse huyendo bajo un diluvio de sablazos. A poco cesa el fuego, al identificar a los jinetes como cazadores a caballo de la división Dessagne, que se retiran hacia la batería de Santa Ana escoltando un tren de artillería ligera.
Si ésta no es una derrota, piensa el capitán, se parece mucho. Quizá sea una palabra demasiado cruda para aplicarla al ejército imperial; pero no sería la primera vez. Todavía escuece el recuerdo de Bailen, con otros episodios menores de la guerra de España. La Francia napoleónica no es imbatible. De cualquier modo, se trata de la primera incursión de Desfosseux por los abismos negros de la gloria militar: hombres fuera de control, pánico colectivo, todo un mundo hasta ayer establecido por la disciplina y la ordenanza, en el límite del sálvese quien pueda. Aun así, pese a la incertidumbre, al caminar torpe y apresurado, al afán de ponerse a salvo en Chiclana o más allá, el capitán experimenta una curiosa sensación de desdoblamiento interior; como si hubiese otro Simón Desfosseux gemelo, capaz de observar cuanto ocurre con mirada serena. Científica. Su espíritu técnico está fascinado por el espectáculo, nuevo para él y muy instructivo, del ser humano abandonado a sí mismo, deshecha la jerarquía social y militar que le proporciona seguridad, y con el funesto runrún de la desgracia o la muerte rondando cerca. Pero tampoco el instinto natural, su forma peculiar de ver el mundo, lo abandona en estas circunstancias. Como diría el teniente Bertoldi si estuviera aquí —por suerte para él, estará contemplando el paisaje confortablemente lejos, desde el Trocadero—, Desfosseux es genio y figura. Hábito automático. Cada disparo que suena en las cercanías, cada estremecimiento del tropel de hombres despavoridos que intentan resguardarse unos en otros, le hace pensar en impactos y probabilidades, sistemas aleatorios, rectas de tiro tenso y curvas de objetos móviles, onzas de plomo impulsadas por energía al límite de su alcance. Nuevas ideas, enfoques hasta ahora desconocidos del asunto. Por eso puede afirmarse que son dos hombres los que caminan con él en dirección a Chiclana. Uno que, alterado por el miedo, anda, corre y respira inquieto como parte del humano rebaño en fuga. Otro, sereno, impasible, observador minucioso de un mundo fascinante, regido por complejas reglas universales.
—¡Los tenemos detrás! —gritan los soldados.
Nueva alarma injustificada. Los hombres se empujan. Corre ahora la voz de que el general Ruffin está muerto o ha sido capturado. Desfosseux empieza a estar harto de rumores y estallidos de pánico. En el nombre de Dios, se dice aflojando el paso mientras resiste el impulso de salir del camino y sentarse. Si algo rebasa la desolación de una retirada como aquélla es la sensación atroz de ridículo e indignidad personal. El profesor de Física de la escuela de artillería de Metz, en mangas de camisa y sin sombrero, arrastrado por centenares de hombres tan temerosos como él.
—No se quede atrás, mi capitán —le aconseja un caporal bigotudo que camina a su lado.
—Déjeme en paz.
Hay una casita cerca. Se trata de un molino de harina de los que mueven las muelas de piedra gracias al flujo y reflujo de la marea, con su pequeña vivienda adosada. Al aproximarse, el capitán advierte que acaba de ser saqueado. La puerta está hecha astillas, y el suelo cubierto de enseres rotos y despojos recientes. Cuando llega más cerca, alcanza a ver cuatro cuerpos inmóviles en el suelo, junto a un perro atado que ladra furioso, enloquecido, a los soldados que pasan por el camino.
—Guerrilleros —comenta el caporal, indiferente.
No es ésa la impresión del capitán. Se trata de tres hombres y una mujer, y por su aspecto parecen el molinero y su familia. Los cadáveres están picados de bayonetazos y hay regueros de sangre parda, apenas coagulada, tiñendo la tierra arenosa. Es evidente que algunos franceses en retirada han desahogado aquí su frustración y su ira. Una represalia más, concluye incómodo, apartando la vista. Una de tantas.
El perro sigue ladrando a los soldados que pasan, con violentos tirones de la cadena que lo mantiene atado a la pared. Sin apenas detenerse, el caporal que va junto a Desfosseux se descuelga el fusil del hombro, apunta y mata al perro de un disparo.
Gregorio Fumagal se oscurece el pelo y las patillas con el tinte comprado en la jabonería de Frasquito Sanlúcar. El preparado proporciona un color oscuro, ligeramente rojizo, que disimula las canas del taxidermista a medida que éste lo aplica con una pequeña brocha, muy despacio, procurando teñirlo todo bien. Al terminar, se seca la cara y observa el resultado en un espejo. Satisfecho. Sale después a la terraza, a contemplar el dilatado paisaje de la ciudad y la bahía; y durante un rato permanece inmóvil al sol, escuchando el rumor de cañonazos que todavía suena al extremo del arrecife, entre Sancti Petri y las alturas de Chiclana. Según oyó contar mientras compraba pan en la tahona de Empedradores, los generales Lapeña y Graham rompieron ayer, por unas horas, el frente francés con un sangriento combate entre el cerro del Puerco y la playa de la Barrosa; pero por malentendidos entre ellos, celos y cuestiones de coordinación y competencias, todo ha vuelto a quedar como estaba. Estabilizada de nuevo, la línea del frente se limita ahora a un prolongado duelo de artillería que deja Cádiz al margen.
Cuando se le seca el pelo, Gregorio Fumagal baja y se mira al espejo. La suya es una coquetería peculiar, que nada tiene que ver con su inexistente vida social. En realidad todo nace y muere en él, discretamente: en su rutina diaria, palomar incluido, y en los cuerpos de animales muertos que vacía y reconstruye con paciente destreza. En su caso, ni el pelo teñido ni el resto del cuidado personal responden, como ocurre con hombres coquetos o petimetres, al deseo de aparentar juventud o lozanía. Es más bien cuestión de normas. De disciplina útil. El taxidermista es hombre en extremo atento a sí mismo, con rígida exigencia que incluye desde el afeitado diario hasta la higiene de las uñas, o la ropa que él mismo plancha o hace blanquear por una lavandera de la calle del Campillo. Tampoco considera otra opción. En hombres de su clase, sin familia ni amigos, lejos del tribunal de ojos ajenos que juzga virtudes y flaquezas, la norma personal íntima, insoslayable, se convirtió hace tiempo en un sistema de supervivencia.
A falta de fe en lo inmediato o de bandera propia —la del otro lado de la bahía no es más que una alianza circunstancial—, las rutinas, los hábitos personales, los códigos rigurosos que nada tienen que ver con las leyes venales e inútiles de los hombres, son la trinchera donde Fumagal se refugia para sobrevivir, en un territorio hostil donde el reposo no existe, las perspectivas de futuro son escasas, y el único consuelo consiste en rehacer la Naturaleza con relleno de paja, aguja de ensalmar y ojos hechos con pasta y vidrio.
De él, y no de otro, sigo el rastro, pues ha cometido durante la noche un acto espantoso. Nada sabemos con exactitud, porque todo son conjeturas. Yo me he lanzado en su busca y algunas huellas sí las identifico; pero otras me tienen perplejo y no puedo averiguar de quién son.
El párrafo obsesiona a Rogelio Tizón. Se diría que, hace veintitantos siglos, Sófocles escribió esas palabras pensando exactamente en él. En lo que ahora siente. Con mucho cuidado, el policía hojea de nuevo las páginas del manuscrito cubierto por la letra grande y limpia, casi de amanuense, del profesor Barrull. Al cabo se detiene en otro lugar de los varios que tiene marcados, como el anterior, con crucecitas de lápiz al margen:
Y ahora, sin comer ni beber, ese hombre está sentado inmóvil entre las reses muertas por su espada. Es evidente que algo maligno maquina.
Incómodo, Tizón deja el manuscrito sobre la mesa. Lo de las reses muertas encaja bien con imágenes que recuerda: muchachas con la espalda abierta a latigazos hasta dejar al descubierto los huesos. Ha pasado tiempo desde la última vez, pero no puede pensar en otra cosa. Un cirujano de la Real Armada, viejo conocido, en cuya discreción confía más que en la de quienes suelen colaborar con la policía, confirmó sus sospechas: el látigo utilizado no es uno común de cuerda o cuero; ni siquiera un vergajo fino, más sólido y contundente. Se trata de un látigo especial, hecho seguramente con alambre trenzado. Artesanía del mal. Un instrumento fabricado para hacer daño. Para desollar a muerte, arrancando la carne a cada golpe. Eso significa que los crímenes de quien lo utiliza no pueden atribuirse a un arrebato súbito, a un acto improvisado de cualquier modo en la calle. Sea quien sea, el asesino está lejos de actuar a impulsos del momento. Sale en busca de presas de forma deliberada, tras prepararlo todo minuciosamente. Disfrutándolo. Equipado para infligir mucho dolor mientras mata.
Demasiado difícil, se dice Tizón. Al menos, con el material de que dispone. Lo suyo es buscar una aguja en un pajar, en una ciudad que, con el aluvión de gente ocasionado por la guerra y el asedio francés, casi ha doblado su población y supera los 100.000 habitantes. Para cribarla no sirve la vasta red de confidentes que, con tiempo y paciencia, teje desde hace años: putas, mendigos y toda clase de agentes e informadores. Hasta a un párroco, confesor frecuentado en San Antonio, tiene en nómina, al precio de pasar por alto ciertas maneras —descubiertas por Tizón con mucho sigilo— de entender el apostolado entre mujeres pecadoras. A cambio, en fin, unos, de dinero, impunidad o privilegios; deseosos, otros, de ajustar cuentas con sus semejantes, con la política, con el mundo que ambicionan o detestan. A su edad y en su oficio, Rogelio Tizón sabe ya cuanto hay que saber —o al menos cree saberlo— sobre los ángulos oscuros de la condición humana, el punto exacto en que los hombres se quiebran, derrumban, colaboran o se pierden para siempre, la capacidad infinita de vileza a la que cualquiera puede acceder si encuentra, o se le proporcionan, las oportunidades adecuadas.
El comisario se levanta, malhumorado, y camina por la sala de estar, contemplando con mirada distraída los lomos de los libros alineados en los estantes del canterano. Sabe que en ellos se encuentran algunas respuestas, pero no todas. Ni siquiera en el manuscrito de tinta un poco desvaída que está sobre la mesa, con sus crucecitas a lápiz marcando párrafos más inquietantes que reveladores. Preguntas que conducen a nuevas preguntas, incertidumbre e impotencia. Con esa última palabra en la mente, Tizón pasa los dedos por la tapa, cerrada hace años, del piano que ya nadie toca en la casa. Lo que él pueda saber, las respuestas y las preguntas que carecen de ella, es sin duda utilísimo en el trabajo de un comisario de policía; pero no cubre todos los frentes necesarios en esta Cádiz llena de emigrados, tropas y población civil. En principio, todo recién llegado se somete a proceso de información en la Audiencia Territorial, a fin de que acredite su conducta y obtenga, si procede, el permiso de residencia. Para quien no tiene dinero suficiente —el soborno no está al alcance de cualquier bolsillo, y un perito calígrafo que avale documentos falsos no se encuentra por menos de 150 duros—, las dificultades son enormes. Por eso el tráfico de personas, con sus aspectos burocráticos, se ha convertido en negocio donde participan por igual capitanes de barco, funcionarios, militares y contrabandistas. El propio Tizón, en su calidad de comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, no es ajeno al asunto. La tarifa oficial por indultos a delitos de entrada ilegal asciende a un millar de reales para un matrimonio con hijos, y un par de cientos más si los acompaña una sirvienta. Asuntos, éstos, que él tramita por la cuarta parte de la suma. O por la mitad —a veces llega a embolsarse el total—, cuando se trata de aplazar o dejar sin efecto un decreto de expulsión firmado por la Regencia. A fin de cuentas, los negocios son los negocios. Y la vida es la vida.
Se acerca a la puerta que conduce a las otras habitaciones, el oído atento. El silencio es absoluto, pero sabe que su mujer está allí, en el cuarto de costumbre, prietos los labios y la mirada baja, bordando o mirando la calle tras la celosía del balcón. Inmóvil como suele: impasible igual que una esfinge, y callada como el reproche de un fantasma. Con el rosario, del que en otro tiempo no apartaba los dedos, olvidado en el cajón del costurero. Tampoco hay lamparillas encendidas ante la imagen del Nazareno puesta en una urna de cristal, en el pasillo. Hace tiempo que nadie reza en esta casa.
Va el comisario hasta la ventana, abierta sobre la Alameda y la amplia vista de la bahía. Lejos, a un par de millas de Cádiz y frente a El Puerto de Santa María, dos buques ingleses escoltados por cañoneras españolas baten el fuerte enemigo de Santa Catalina. A simple vista se alcanza a distinguir las andanadas de humo arrastradas por la brisa, las minúsculas pirámides blancas de las velas desplegadas de los navíos y las lanchas, cruzándose unas con otras en los diferentes bordos de las maniobras. También se divisan velas frente a Rota. Con el oído atento, a ratos escucha Tizón el retumbar distante de los cañones y la respuesta de las baterías francesas en tierra. Desde la ventana no puede ver el paisaje hacia el sudeste de la ciudad, por la parte de tierra firme. Excepto lo que sabe todo el mundo —hace días hubo una sangrienta batalla en el cerro del Puerco—, ignora cómo van las cosas por allí. Se dice que continúan los combates en toda la línea, y que hay desembarcos de guerrillas españolas en varios puntos de la costa para destruir posiciones enemigas. Esta mañana, viniendo de entregar unos presos en la Cárcel Real, el comisario pudo asomarse al baluarte de los Mártires y comprobar que más allá del arrecife y la isla de León siguen ardiendo los pinares de Chiclana.
Aquélla no es su batalla, sin embargo. O no siente que lo sea. Rogelio Tizón nunca intentó engañarse a sí mismo. Sabe que, en diferentes circunstancias, su oficio lo habría puesto con absoluta naturalidad al servicio del rey intruso de Madrid, como es el caso de otros colegas suyos en zona ocupada por los franceses. No por razones ideológicas, sino por simple curso de las cosas. Él es un funcionario, y su única ideología se corresponde con la jerarquía establecida. Un policía siempre es un policía; todo poder constituido necesita sus servicios y experiencia. No hay sistema capaz de sostenerse de otra manera. Se trata, por tanto, de aplicar idénticos métodos bajo cualquier idea o bandera. Además, a Tizón le gusta su oficio. Está dotado para él. Posee, y es consciente de ello, la dosis exacta de falta de escrúpulos y desapego mercenario, de lealtad técnica que requiere esa tarea. Nació policía, y como tal recorrió la escala habitual: de humilde esbirro a comisario con poder sobre vidas, haciendas y libertades. Tampoco es que haya sido fácil. Ni gratuito. Pero está satisfecho. Su campo de brega es la ciudad que siente alrededor, antigua y taimada, llena de seres humanos. Ellos son su materia de trabajo. Su campo de experimentación y medro. Su fuente de poder.
Se aparta de la ventana, acercándose de nuevo a la mesa. Desasosegado. Paseándose, concluye, como un animal en una jaula. Y eso no le gusta. No es lo suyo. Hay una cólera tenue y precisa, fina como un puñal, que en los últimos tiempos le horada las intenciones. El manuscrito del profesor Barrull sigue en la mesa, como una burla. «Algunas huellas sí las identifico; pero otras me tienen perplejo», lee de nuevo. Esa línea es una astilla incómoda, clavada en el egoísmo de Tizón. En la paz profesional de su espíritu. Tres muchachas en medio año, asesinadas de forma idéntica. Afortunadamente, como apuntó hace unas semanas el gobernador Villavicencio, la guerra y el asedio francés mantienen los crímenes en un cómodo segundo o tercer plano. Pero eso no templa la desazón que siente el comisario: la insólita vergüenza que le roe los adentros cada vez que piensa en ello. Cuando contempla el piano silencioso de la habitación y calcula que la edad de las muchachas muertas se corresponde, casi, con la que habría tenido hoy la niña que en otro tiempo hizo sonar sus teclas.
Siente latir una cólera sorda. Impotencia, es la palabra. Un rencor antes desconocido, odio íntimo que cuaja día tras día, contradiciendo su forma desapasionada, impersonal, de entender el oficio. Cerca, entre la multitud sin rostro, o con miles de ellos —sentado inmóvil entre las reses muertas—, está el hombre que ha torturado, hasta matarlas, a tres infelices. Cada vez que sale a la calle, el comisario mira a uno y otro lado, sigue con la vista a individuos elegidos al azar que se mueven en la multitud, y concluye siempre, derrotado, que puede ser cualquiera. También ha visitado los lugares donde cayeron bombas francesas, inspeccionando cada detalle, interrogando a los vecinos en un intento inútil por conseguir que la vaga sensación, la sospecha descabellada de la que no consigue librarse, fragüe en un indicio o una idea; en algo que permita relacionar intuición, hechos y personas concretas. Rostros donde se insinúe el crimen, aunque su experiencia le hace concluir que no hay rasgo exterior que distinga a un malvado; puesto que la atrocidad, la cometida en las muchachas o cualquier otra, se encuentra a mano del primero que pase. No se trata de que el mundo esté lleno de inocentes, sino de lo contrario: está poblado por individuos capaces, todos ellos, de lo peor. El problema básico de todo buen policía es atribuir a sus semejantes el grado exacto de maldad, o de responsabilidad en el mal causado, o causable, que les corresponde. Esa, y no otra, es la justicia. La que Rogelio Tizón entiende como tal. Cargar a cada ser humano con su cuota específica de culpa y hacérsela pagar, si es posible. Despiadadamente.
—¡Nos vamos!… ¡Para atrás, despacio!… ¡Espabilad, que nos vamos!
Al oír la voz, Felipe Mojarra termina de cargar el fusil, mete la baqueta en su sitio, por debajo y a lo largo del cañón, y mira a derecha e izquierda. Es hora de largarse, confirma. Los salineros e infantes de marina desplegados en guerrilla alrededor del molino de Montecorto empiezan a retroceder agachados, deteniéndose un instante para hacer puntería y tirar hacia los pequeños penachos de humo de mosquetería que brotan en la cercana línea francesa.
—¡Retiraos hacia los botes, sin prisas!… ¡Poco a poco!
Pac. Un balazo levanta arena en el talud, entre las esparragueras. Mojarra no se detiene a ver desde dónde le han disparado, pero calcula que los primeros tiradores enemigos están a menos de cincuenta pasos. Para mantenerlos con la cabeza baja, se incorpora a medias, apunta y aprieta el gatillo. Después busca otro cartucho en su canana, muerde el papel encerado, mete bala y pólvora y ataca de nuevo con la baqueta mientras se va para atrás, chapoteando en el fango que se desliza entre los dedos de sus pies desnudos. Otra bala, más imprecisa esta vez, hace ziaaang sobre su cabeza. El sol ya está alto, y brillan como diamantes minúsculos los charcos de costra blanca, los crujientes cristales de sal que cubren los lucios y las márgenes de esteros, canalizos y zumajos. En uno de ellos, tirados en el barro de la orilla, siguen los cadáveres franceses que vio con la primera luz del alba, poco después del desembarco. Son dos. Pasó cerca cuando le ordenaron, con sus compañeros, desplegarse en tiradores alrededor de la posición recién tomada y quedarse allí, molestando el contraataque enemigo, mientras los zapadores demolían los parapetos de fango y las chozas de Montecorto, clavaban los cañones franceses y le pegaban fuego a todo.
El de hoy es el tercer golpe de mano en que interviene Felipe Mojarra desde que se dio la batalla en torno a Chiclana. Por lo que él sabe, después de que los franceses recobrasen sus posiciones se han sucedido las incursiones españolas e inglesas a lo largo de la línea. Eso incluye continuos desembarcos y hostigamientos en los caños y la costa, desde Sancti Petri hasta el Trocadero y Rota, tomada hace tres días por fuerzas españolas que, antes de reembarcar sin daño, destruyeron los parapetos, echaron al agua la artillería enemiga y arengaron a la población a favor de Fernando VII. Se rumorea, de todas formas, que el combate del cerro del Puerco no fue tan afortunado como cuentan, aunque los ingleses se batieron con mucha firmeza y decencia, como suelen; y que el general Graham, molesto con su colega Lapeña por el comportamiento de éste durante la acción, tiene con los españoles sus más y sus menos, y rechaza el título de conde, de duque o de marqués —en materia de títulos, Mojarra no anda muy seguro— del Puerco que las Cortes pretenden darle; unos dicen que a causa de su desacuerdo con Lapeña, y otros que por haberle traducido lo de puerco al inglés. De cualquier modo, los roces militares entre unos y otros son frecuentes: los españoles reprochan a los aliados su arrogancia, éstos a aquéllos su indisciplina, y a ninguno falta razón. Felipe Mojarra lo comprobó hace una semana, en carne propia. Durante una de las incursiones, prevista a las nueve de la mañana para atacar la batería francesa del Coto, media compañía de infantes de marina ingleses con ocho guías salineros desembarcó y estuvo casi tres horas peleando sola, pues la fuerza española —setenta hombres del regimiento de Málaga— no se presentó hasta el mediodía, cuando ya los incursores reembarcaban. El propio Mojarra regresó a los botes jurando y renegando de sus compatriotas, cargado con un oficial inglés al que una bala de cañón le había llevado medio brazo. Lo salvó jugándose la vida porque, antes de empezar la acción, el salmonete —en la Isla los llaman así por sus casacas rojas— había tratado con mucho desprecio a los guías salineros, en su lengua pero entendiéndosele todo. Y quería Mojarra que en el futuro, cada vez que el inglés se mirase el muñón, si sobrevivía, se acordase de él. Del sucio spaniard al que debía su rubio pellejo.
Los dos cadáveres franceses están muy juntos, uno casi encima del otro, y su sangre ha vuelto rojizos los bordes salitrosos del zumajo. Mojarra ignora quién los mató, pero supone que son centinelas caídos en el primer momento de la incursión, cuando cincuenta y cuatro marineros e infantes de marina españoles, doce zapadores del Ejército y veintidós salineros voluntarios avanzaron en botes por el caño Borriquera, adentrándose en la orilla enemiga al amparo de la oscuridad. Uno de los muertos es entrecano y tiene media cara hundida en el fango, y el otro, moreno y mostachudo a la francesa, está apoyado de espaldas en él, abiertos los ojos, la boca, y también media frente por el impacto de la bala que lo mató. El salinero observa que alguien se ha llevado los fusiles y los correajes con cartucheras y sables, pero no los aretes de oro con que los gabachos suelen adornarse las orejas. Felipe Mojarra es de los que respetan a los difuntos, dentro de lo que cabe. En otras circunstancias habría desenganchado los aretes cuidando no desgarrar los lóbulos o recurrir a la navaja, como hacen otros. No es un desaprensivo, sino un cristiano. Pero el momento, con la gente retirándose hacia el caño grande y los gabachos cerca, no es de andarse con finuras. Así que, solucionando el asunto con recios tirones, envuelve los aretes en su pañuelo y se lo mete todo en la faja, justo cuando un sudoroso granadero de infantería de marina, que viene corriendo agachado y se detiene a cobrar aliento, lo ve rematar la operación.
—Maldita sea —dice el marino—. Te has adelantado, compañero.
Sin responder, Mojarra coge su fusil y se aleja, dejando al otro ocupado en registrar con mucha urgencia las casacas de los muertos y mirarles la boca, por si hay dientes de oro que sacarles a culatazos. Entre los matorrales que forman la vegetación baja de las salinas, el resto de españoles se retira siguiendo los canalillos y caños estrechos que confluyen en el caño grande, por el horcajo de esteros y tierra anegadiza que forma los alrededores de Montecorto. Cerca de la orilla, el salinero observa que humean los cobertizos y chozas del molino, puestos en llamas, y que buena parte de la fuerza española ha embarcado ya en los botes, protegida por el fuego de dos lanchas del apostadero de Gallineras, que tiran a intervalos sobre las posiciones francesas. La onda de los cañonazos llega hasta Mojarra como un golpe de aire en los tímpanos y el pecho. Por parte española no parece haber otras bajas que algunos heridos que caminan por su pie. Con ellos van dos prisioneros franceses.
—¡Cuidado! —grita alguien.
Una granada francesa hace raaas y estalla en el aire, salpicando metralla sobre el caño. Muchos hombres —también Mojarra— se agachan en los botes y en la orilla al oír el estampido; pero un pequeño grupo de oficiales que está junto al murete de piedra y barro de una compuerta permanece en pie por decoro militar. El salinero reconoce entre ellos a don Lorenzo Virués, con su casaca azul de cuello morado, sombrero con escarapela roja y la inseparable cartera de cuero colgada a la espalda. El capitán de ingenieros desembarcó temprano con la fuerza de incursión para echar un vistazo a las fortificaciones enemigas —Mojarra imagina que también tomó unos cuantos apuntes— antes de que los zapadores las hicieran sémola.
—¡Hombre, Felipe! —Virués parece alegrarse de ver al salinero—. Celebro encontrarte sano. ¿Qué tal por ahí cerca?
Mojarra se hurga entre los dientes. Ha estado masticando hinojos para calmar la sed —los hicieron desembarcar sin agua ni comida— y tiene un fragmento incrustado en la encía.
—Nada de particular, don Lorenzo. Vuelven los mosiús, pero despacio. Los nuestros se retiran con orden… ¿Manda usted alguna cosa?
—No. Me marcho enseguida, con estos señores. Ve con tus compañeros. Aquí está todo hecho.
Sonríe candoroso Mojarra.
—¿Llevamos dibujitos buenos, mi capitán?
—Alguno, sí —Virués corresponde a la sonrisa—. Alguno he podido hacer.
El salinero se lleva un dedo a la ceja derecha, a modo de informal saludo que remeda con respeto lo castrense. Luego escupe el fragmento de hinojo y se encamina sereno a los botes. Misión cumplida: otra más al buche. Su Majestad el rey, ande preso en Francia o por donde sea, estará contento de él. Por su parte, que no quede. En ese momento alguien pasa corriendo cerca. Se trata de un suboficial de la Armada con dos pistolas en el cinto y una vieja casaca remendada en los codos. Y trae prisa.
—¡Avivarse!… ¡Nos vamos!… ¡Va a estallar!
Antes de que el salinero pueda adivinar a qué se refiere, un estampido formidable resuena detrás, y la onda expansiva de una explosión lo alcanza como si le hubiesen dado una palmada brutal en la espalda. Entonces se vuelve a mirar, confuso y espantado, y ve que tierra adentro se eleva un enorme hongo de humo negro del que se desprenden, cayendo por todas partes, fragmentos de tablones y fajinas incendiadas. Los zapadores acaban de volar el polvorín francés de Montecorto.
El levante, que refresca, deshace la humareda trayéndola hacia el caño y cubre el embarque de los últimos hombres. En uno de los botes, estrechado entre sus compañeros, Mojarra siente que el aire huele a azufre como para vomitar. Pero él hace mucho tiempo que no vomita.
Es domingo, y la campana rajada de San Antonio anuncia el final de la misa de doce. Sentado a una mesa en la puerta de la confitería de Burnel, bajo los hierros de los balcones pintados de verde, el taxidermista Gregorio Fumagal bebe un vaso de leche tibia mientras observa a los feligreses que salen de la iglesia, se dispersan alrededor de los bancos de mármol y los naranjos plantados en jardineras, o se dirigen al espacio ancho que bordea la plaza, donde aguardan algunas calesas y sillas de mano. Éstas se reservan a señoras y personas de edad, porque el día es agradable y la gente emprende el acostumbrado paseo a pie, en dirección a la calle Ancha o la Alameda. Como cada domingo a esta hora, toda la ciudad que cuenta, o que lo pretende, está presente: nobleza, alto comercio y buena sociedad, emigrados de postín, oficiales del Ejército, la Real Armada y la milicia local. La plaza es un desfilar continuo de uniformes bordados, estrellas, cintas y galones, medias de seda, levitas y fracs, sombreros redondos de copa alta o ancha, y también casacas tradicionales, capas, bicornios y algún sombrero de tres picos, pues entre la gente mayor no falta quien viste a la antigua. Hasta los niños varones van uniformados y en fila, siguiendo los tiempos que corren, con equipo completo de oficial según la profesión o el capricho de sus padres, incluidas casacas, espadines y sombreros con escarapelas rojas que, a la última moda, lucen el monograma FVII, por el rey Fernando.
El taxidermista tiene ideas propias sobre el espectáculo que presencia. Es hombre de ciencia y libros, o se estima como tal. Eso le despoja la mirada —analítica, fría como los animales inmóviles de su gabinete— de cualquier benevolencia. Las palomas que desde su terraza tejen, o ayudan a ello, una red de rectas y curvas sobre el mapa de la ciudad, se contraponen a todos aquellos faisanes y pavos reales que despliegan la cola, recreados en la vileza de su mundo corrupto, caduco, condenado por el curso inexorable de la Naturaleza y la Historia. Gregorio Fumagal tiene la certeza de que ni siquiera las Cortes reunidas en San Felipe Neri cambiarán las cosas. No es de una futura carta magna, hecha en buena parte por clérigos —la mitad de los diputados lo son— y por nobles adictos al antiguo régimen o salidos de él, de donde vendrá la mano que lo barra todo. Por ese camino, con Constitución o sin ella, lo disfracen como lo disfracen, el español seguirá siendo un cautivo degradado, desprovisto de alma, razón y virtud, a quien sus inhumanos carceleros jamás permiten ver la luz. Un infeliz sometido sin reservas a hombres iguales a él, que su estupidez, indolencia o superstición le presentan ungidos por un orden superior: dioses sobre la tierra, armiño, púrpura, negro de mantos y sotanas, que siempre aprovecharon el error del hombre, bajo todos los soles y latitudes, para esclavizarlo, volverlo vicioso y miserable, corromper su heroísmo y su coraje. Fumagal, hombre de lecturas extranjeras y comprometidas —el barón Holbach, alias Mirabaud, es su mentor desde que hace veinte años cayó en sus manos una edición francesa del Sistema de la Naturaleza—, opina que España perdió la ocasión de una guillotina en el momento adecuado: un río de sangre que limpiase, acorde con las leyes universales, los establos pestilentes de esta tierra inculta y desgraciada, siempre sujeta a curas fanáticos, aristócratas corruptos y reyes degenerados e incapaces. Pero también cree que todavía es posible abrir las ventanas para que lleguen el aire y la luz. Esa oportunidad está a media legua de distancia, al otro lado de la bahía; en las águilas imperiales que, entre sus garras soberbias, destrozan a los ejércitos negros que aún encadenan a parte de Europa.
Fumagal moja los labios, distraído, en el vaso de leche de cabra. Algunas mujeres acompañadas de sus maridos, todas con rosarios y misalitos encuadernados con nácar o piel fina, se detienen frente a la confitería. Mientras los caballeros se quedan de pie, encienden cigarros, dan tormento a la cuerda del reloj, saludan a conocidos y miran a otras señoras que pasan, ellas ocupan una mesa libre, piden refrescos con pastelillos y charlan de sus cosas: bodas, partos, bautizos, entierros. Asuntos domésticos, todos. O de sociedad. Ni una mención directa a la guerra, aparte algunos lamentos sobre el precio de tal o cual género y la falta de nieve —antes de la ocupación francesa la traían en carros de Ronda— para enfriar bebidas. Fumagal las observa de reojo, con íntimo desagrado. Es el suyo un viejo desdén que lo aparta, irremediablemente, de la vida común de los hombres: un malestar físico que lo hace removerse en la silla. Casi todas van de negro o tonos oscuros, reservando los colores vivos para guantes, bolsos y abanicos, bajo las ligeras mantillas de encaje que cubren moños, rodetes, bucles y tirabuzones. Alguna lleva, siguiendo la moda, hileras de botones que van desde el codo a la muñeca. En las mujeres de clase baja son de latón dorado; pero los de éstas son de oro y de brillantes, como los que lucen sus señores esposos en los chalecos. Cada uno de esos botones, calcula Fumagal, valdrá no menos de doscientos pesos.
—¿Qué es eso? —pregunta una de las señoras, pidiendo silencio a sus amigas.
—No oigo nada, Piedita —dice otra.
—Calla y escucha. A lo lejos.
Un rumor recio y sordo, muy distante, llega hasta los veladores de la confitería. Las señoras y los maridos, como el resto de transeúntes, miran con inquietud más allá de la esquina con la calle Murguía, donde está el café de Apolo. Por un momento quedan en suspenso las conversaciones, intentando establecer si se trata de un cañoneo de rutina, de los que a diario intercambian Puntales y el Trocadero, o si los artilleros franceses —restablecida la situación tras lo de Chiclana, apuntan otra vez al casco urbano de Cádiz— envían más bombas de las que intentan alcanzar el centro.
—No pasa nada —se desentiende doña Piedita, volviendo a sus pasteles.
Con helado rencor, el taxidermista mira hacia el lado de levante. De esa dirección, piensa, vendrá un día el viento abrasador que ponga las cosas en su sitio: la espada flamígera de la ciencia que avanza poco a poco, espesándose, salpicando de puntos rojos la traza de aquella ciudad que se obstina en permanecer al margen de la Historia. Esa espada llegará a esta plaza. De ello está seguro y para eso trabaja, con riesgo de su vida. En la llave del mundo futuro. Llegará incluso más allá, tarde o temprano, hasta cubrir la totalidad de este espacio irreal poblado por seres hace tiempo irreales. De este absceso de pus que pide a gritos el tajo de un cirujano. De esta cuña obcecada, suicida, que entorpece la rueda de la razón y el progreso.
Las señoras siguen su parloteo, cubriéndose la frente, a modo de quitasol, con los abanicos abiertos. Observándolas de reojo, Fumagal esboza una sonrisa impremeditada, feroz. Al instante, dándose cuenta, la disimula con otro sorbo de su vaso de leche. Caerán bombas sobre esos botones de oro y diamantes, se regocija. Sobre los chales de seda, los abanicos, los zapatos de raso. Los tirabuzones.
Estúpidos animales, se dice. Escoria gratuita y enferma del mundo, sujeta desde su nacimiento al contagio del error. Le gustaría llevar a cualquiera de ellas a su casa, trofeo singular entre las otras piezas convencionales que la decoran; incluido el perro callejero, su último trabajo, satisfactoriamente erguido ahora sobre las cuatro patas, mirando al vacío con flamantes ojos de cristal. Y allí, en la penumbra acogedora y tibia del gabinete, disecar desnuda a esa mujer sobre la mesa de mármol.
Pensando en ello, el taxidermista experimenta una inoportuna erección —lleva pantalón de punto, con levita abierta y sombrero redondo— que lo obliga, para disimular, a cruzar las piernas cambiando de postura. Después de todo, concluye, la libertad del hombre no es sino la necesidad contenida en su interior.
Rumor de conversaciones. Sin música, porque es Cuaresma. Por lo demás, el palacete alquilado por el embajador inglés para su fiesta —recepción, es el discreto término utilizado en atención a las fechas— reluce de candelabros, plata y cristal fino entre ramos de flores, bajo las arañas bien iluminadas del techo. Se festeja el éxito angloespañol del cerro del Puerco, aunque dicen que se trata de una maniobra diplomática para suavizar tensiones entre aliados después del rifirrafe entre los generales Graham y Lapeña. Esa es la razón, quizá, de que esta vez la recepción del embajador Wellesley no se celebre en su residencia de la calle de la Amargura sino en terreno neutral, al costo —esos detalles interesan mucho en Cádiz— de 15.000 reales de alquiler que acaba de embolsarse la Regencia; pues el edificio es propiedad del marqués de Mazatlán, y está incautado por jurar su antiguo dueño al intruso José Bonaparte. En cuanto al refrigerio, no es gran cosa: vinos españoles y portugueses, un ponche inglés que nadie prueba excepto los británicos, hojaldritos de pescado, fruta y refrescos. Todo el gasto se ha ido en luminarias de cera y aceite, pues la casa está deslumbrante desde la escalera a los salones. En la calle, donde reciben criados de librea, hay faroles y hachones encendidos, y también en la terraza, cuya balaustrada, iluminada con candiles, da al paseo que circunda las murallas y la oscuridad de la bahía, con algunas luces a lo lejos, hacia El Puerto de Santa María, Puerto Real y el Trocadero.
—Ahí entra la viuda del coronel Ortega.
—Pues más que viuda de coronel, parece coima de sargento.
Ríe el grupo, sofocando ellas el gesto con los abanicos. La broma ha salido, como siempre, del primo Toño. Este ocupa el centro de un sofá rodeado de sillones y taburetes, próximo a la gran vidriera de la terraza, con Lolita Palma y otras gaditanas casadas y solteras. Media docena de señoras y señoritas, en total. Las acompañan algunos caballeros que están de pie, copas y cigarros en mano, fracs oscuros, corbatas blancas o chorreras de encaje y chalecos muy a la vista, según la moda. Hay también un par de militares españoles con uniforme de gala y un joven diputado en Cortes llamado Jorge Fernández Cuchillero, delegado por Buenos Aires, amigo de la familia Palma.
—No seas malo —reprende afectuosa Lolita, agarrando al primo Toño por una manga.
—Para eso os sentáis conmigo —responde el otro con bonachón desenfado—. Para que lo sea.
El primo Toño —Antonio Cardenal Ugarte— es un pariente solterón que siempre mantuvo excelente relación doméstica con los Palma, y que cumple desde hace años el ritual casi diario de la visita de media tarde en casa de Lolita y su madre, donde es perejil de todas las salsas y deja bajo la línea de flotación el nivel de cuanta botella de manzanilla le ponen a tiro. Habitual de los cafés gaditanos, muy alto y desgarbado, algo miope y un poco tripón con los años, viste con simpático desaliño: suele llevar los lentes torcidos sobre la nariz, la corbata compuesta de cualquier manera y el chaleco manchado de ceniza de cigarro habano. Su posición económica es desahogada pese a no haber trabajado en la vida: nunca se levanta antes del mediodía y vive de rentas que le producen unos títulos que tiene en La Habana, cuyo flujo de caudales no ha cortado la guerra. Por lo demás, ajeno a la política, el primo Toño es amigo de todo el mundo. Siempre ingenioso y chispeante, su inalterable buen humor lo convierte en animador de cada tertulia por la que se deja caer. Posee extraordinaria facilidad para congregar en torno a los más jóvenes, a las mujeres más bonitas y a las señoras más divertidas; y no hay reunión, por formal que sea, donde el grupo en que se encuentra no destaque por su bullicio y alegría.
—Ni se te ocurra probar lo de esas bandejas, niña. Son infames. Nuestro aliado Wellesley se lo ha gastado todo en luz de velas: mucho brillo y pocas nueces.
Escandalizada, Lolita Palma le pone los dedos en la boca, mirando de soslayo al embajador inglés. Vestido con una casaca de terciopelo morado, medias de seda negra y zapatos con grandes hebillas de plata, el hermano del general Wellington recibe a los invitados junto a la puerta del salón. Lo acompañan algunos oficiales con chaqueta roja y otros con el uniforme azul galoneado de la marina británica. Entre ellos, altivo y con semblante adusto, colorado como una gamba cocida, se encuentra el general Graham. El héroe del cerro del Puerco.
—No hables tan alto, que te van a oír.
—Que me oigan, diantre. Nos matan de hambre.
—Pero ¿ésos no eran los franceses? —pregunta divertido uno de los caballeros. Es un militar de muy buena planta, destacado en la isla de León. Lolita lo conoce de una de las pocas tertulias gaditanas a las que acude a veces, la de su madrina doña Conchita Solís. El oficial es sobrino de ésta. Lorenzo Virués, se llama. De Huesca. Capitán de ingenieros.
—Qué franceses ni qué niño muerto —chirigotea el primo Toño—. Ante estos hojaldres infames no hay duda: tenemos al enemigo dentro.
Más risas. El primo Toño enlaza un chascarrillo tras otro y sus carcajadas —sonoras como las de los niños— atruenan aquel ángulo del salón. Después de él, la que más ríe y agita los tirabuzones es Curra Vilches, la mejor amiga de Lolita Palma: menuda, guapa, regordeta aunque de buena figura, que esta noche refuerza con un chal turco ceñido al busto de su túnica de crepé. Casada con un comerciante gaditano de buena posición, que viaja mucho y le concede una razonable libertad social, su desparpajo y carácter alegre son inagotables, y hace buenas migas con el primo Toño. Ella y Lolita se conocen desde niñas: estudios en la academia para señoritas de doña Rita Norris y veraneos en Chiclana entre los pinares y el mar. También confidencias mutuas, lealtad e infinita ternura.
—¿Otro refresco, Lolita? —sugiere el capitán Virués.
—Sí. Limonada, hágame el favor.
Se aleja el militar en busca de un camarero, mientras el primo Toño ilustra a las damas sobre cómo el Santo Oficio —cuya abolición debaten estos días en San Felipe Neri— se opone a la bragueta de los calzones masculinos, por inmoral, en favor de la más decente portañuela con dos botonaduras.
—Precepto que yo mismo cumplo a rajatabla. Vean, señoras mías. No es cosa de condenarse por cuatro botones más o menos.
La glosa, hecha con la chispa habitual, arranca nuevas risas y golpes de abanico. Sonriendo, Lolita Palma pasea la vista por el lugar. Hay algunas sotanas eclesiásticas. Un grupo de caballeros, sin señoras, charla de pie en torno a una mesa. Lolita los conoce a casi todos. En su mayor parte son jóvenes, del grupo reformista que empieza a ser conocido como libre o liberal, y entre ellos hay algunos diputados de las Cortes: el famoso Argüelles, jefe del clan y José María Queipo de Llano, conde de Toreno; que, pese a ser todavía un muchacho, es delegado por Asturias. Los acompañan el literato Quintana, el poeta Francisco Martínez de la Rosa —guapo, agitanado y de ojos grandes—, el joven Antoñete Alcalá Galiano, hijo del brigadier muerto en Trafalgar, a quien Lolita conoce desde niña, y Ángel Saavedra, duque de Rivas: un capitán que atrae las miradas de las señoras no sólo por sus gallardos veinte años, los cordones de estado mayor que adornan su casaca y las elegantes botas rusas a la Suvarov, sino porque ya fue herido de gravedad en la batalla de Ocaña y lleva la frente vendada por un bayonetazo recibido en el combate de Chiclana. En otro grupo, rodeados de oficiales y ayudantes, están el gobernador Villavicencio, el teniente general don Cayetano Valdés, comandante de las fuerzas sutiles de la bahía, y los generales Blake y Castellanos; sin que al general Lapeña, que anda quemadísimo con los ingleses, se le vea por ninguna parte. Entre el resto de uniformes destaca la nota colorida de los oficiales de Voluntarios, recargados de bordados y cordones en proporción inversa a su proximidad al frente de batalla. En cuanto a mujeres, es fácil distinguir a las gaditanas de las forasteras aristócratas o adineradas: éstas visten aún a la manera francesa, con cinturas altas, y aquéllas a la inglesa, con escotes más velados y tonos sobrios. Alguna de las emigradas de más edad lleva todavía el pelo con rizos en la frente y cortado en la nuca, a la moda que llaman guillotinada, y que hace tiempo aquí nadie usa.
Por su parte, Lolita viste discreta, como suele. Esta noche prescinde del negro o el gris habituales en favor de un vestido azul de corpiño ceñido y talle bajo, con una mantilla de encaje dorado sobre los hombros y el pelo recogido con dos peinetas pequeñas de plata. Como única joya lleva al cuello un camafeo de familia en un junquillo de oro. Casi nunca asiste a esta clase de recepciones, a menos que haya de por medio interés comercial. Y tal es el caso. La invitación del embajador inglés ha llegado en un momento en el que Palma e Hijos aspira a hacerse con un contrato de carne de vacuno marroquí destinado a las tropas británicas. Lo aconsejable en tales circunstancias es dejarse ver un rato, aunque tenga previsto retirarse temprano.
Regresa el capitán Virués, seguido por un criado que trae limonada sobre una bandeja. Fernández Cuchillero, que acaba de recibir carta familiar de Buenos Aires, cuenta cómo andan las cosas en el Río de la Plata, cuya Junta insurrecta se niega a acatar la autoridad de la Regencia. Mientras coge el vaso y agradece al militar su gentileza, Lolita, sorprendida, ve entrar en el salón a don Emilio Sánchez Guinea, acompañado por su hijo Miguel y por el marino llamado Lobo: de frac oscuro los dos comerciantes, casaca de paño azul con botones dorados y calzón blanco.
El corsario. La presencia de este último la incomoda vagamente, y no es la primera vez. Ignora por qué los Sánchez Guinea lo traen esta noche. A fin de cuentas, no es más que un asociado minoritario, subalterno. Un empleado de todos ellos. O casi.
—Vaya —comenta el capitán Virués, que ha seguido la dirección de su mirada—. A quién tenemos ahí… El hombre de Gibraltar.
Se vuelve Lolita hacia el militar, asombrada.
—¿Lo conoce?
—Un poco.
—¿Por qué Gibraltar?
Virués tarda unos instantes en responder. Cuando al fin lo hace, sonríe de forma extraña.
—Estuvimos allí prisioneros los dos, en mil ochocientos seis.
—¿Juntos?
—Aunque no revueltos.
A Lolita Palma no le pasa inadvertido el tono despectivo del comentario; pero no quiere ser indiscreta, ni aparentar demasiado interés. Virués se ha sumado a la conversación general. Desde el sofá, Lolita ve cómo Sánchez Guinea saluda al embajador y a algunos invitados, y luego, al verla, se acerca cruzando el salón. Su hijo Miguel y el corsario lo siguen unos pasos detrás. Por impulso que ella misma tarda en comprender, se levanta y va al encuentro del viejo comerciante. No le apetece recibir su saludo con el resto del grupo, concluye, junto a Virués y su peculiar sonrisa.
—Estás guapísima, Lolita. Si tu padre te viera.
Intercambio de cortesías afectuosas. Se suma al saludo Miguel Sánchez Guinea, correcto y apuesto aunque algo bajo de estatura, de rasgos muy parecidos a los de su padre. El capitán Lobo se ha quedado atrás, observando la escena; y cuando Lolita lo mira al fin, aquél hace una breve inclinación de cabeza, sin moverse del sitio ni despegar los labios. Ella se coge del brazo de don Emilio y lo lleva aparte, bajando la voz.
—¿Cómo se le ha ocurrido traerlo aquí?
Se justifica el viejo comerciante. Pepe Lobo trabaja para él, y también para ella. La ocasión es óptima para presentarle a algunas personas, inglesas y españolas, de conocimiento útil para la tarea que lleva entre manos. No está de más engrasar los goznes de ciertas puertas, para que no chirríen. Aquello es Cádiz.
—Por amor de Dios, don Emilio. Es un corsario.
—Claro que sí. Y en su empresa has invertido el mismo dinero que yo. El interés del negocio es tan tuyo como mío.
—Pero esta fiesta… Hágase cargo. Cada cosa tiene su sitio. Su momento.
Mira alrededor, incómoda, mientras pronuncia esas palabras. Sánchez Guinea la mira a ella.
—¿Te refieres al qué dirán?
—Por supuesto.
—No entiendo esa reticencia. Es un marino como tantos. Dispuesto, eso sí, a arriesgar más de lo común.
—Por dinero.
—Como tú misma, hija mía. Y como yo. Ese móvil tiene en esta ciudad una tradición tan honrada como cualquier otra.
Lolita Palma mira más allá del hombro de su interlocutor. A unos pasos, junto a Miguel Sánchez Guinea, el capitán corsario estudia la bandeja con bebidas que le ofrece un sirviente vestido de librea. Al cabo de un instante, tras lo que parece una corta reflexión, niega con la cabeza. Cuando alza la vista, su mirada se cruza con la de la mujer, que aparta la suya.
—A usted le gusta ese hombre. Me lo dijo.
—Pues sí. Y a Miguel también le gusta. Es competente y formal. El suyo es un trabajo de confianza. Así deberías verlo tú.
—Pues a mí no me gusta nada.
El comerciante le dirige una ojeada inquisitiva.
—¿De verdad?… ¿Nada?
—Como lo oye.
—Sin embargo, te has asociado con nosotros.
—Eso es distinto. Me he asociado con usted, como otras veces.
—Entonces confía en mí, como las otras veces. Nunca te fue mal por hacerlo —Sánchez Guinea le ha cogido una mano y se la palmea con afecto—. Tampoco estoy pidiendo que lo invites a tomar chocolate.
Sin brusquedad, Lolita libera su mano.
—Eso es una impertinencia, don Emilio.
—No, hija mía. Es el cariño que te tengo. Por eso no comprendo lo que te pasa.
Cambian de asunto, pues Miguel Sánchez Guinea viene a mezclarse en la conversación. El corsario se mantiene aparte, y a ratos Lolita Palma lo sigue con la vista mientras éste se mueve despacio por el salón, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, el aire tranquilo y un poco ausente. Algo fuera de lugar, quizás; aunque Lolita decide que eso es pura imaginación suya, pues al poco rato, cuando mira de nuevo, lo ve charlando desenfadado con personas a las que antes no parecía conocer en absoluto.
—Vuestro capitán Lobo se relaciona rápido —le comenta a Miguel Sánchez Guinea.
Sonríe el otro mientras enciende un cigarro.
—Para eso ha venido. No es de los que se pierden en sitios como éste, ni en ningún otro. Si se cayera al mar, le saldrían branquias y aletas.
—Dice tu padre que te tiene sorbido el seso.
Miguel expulsa humo con una risa divertida. Lolita y él se conocen desde niños. Jugaban juntos en los alrededores de las casas de campo de sus respectivas familias, bajo los pinos chiclaneros. Ella es madrina de su hijo mayor.
—Un hombre de arriba abajo —resume—. Como los de antes.
—Y buen marino, decís.
—El mejor que conozco —Miguel interrumpe las chupadas al cigarro para apuntar con él en dirección al corsario, que charla ahora con un ayudante del general Valdés—. Es de esos fulanos tranquilos, que no se alteran aunque tengan un temporal con la costa a sotavento y se estén yendo los palos por la borda… Hará buenas presas, si lo acompaña la suerte.
—Estuvo en Gibraltar, creo.
—Ha estado muchas veces. Una de ellas, prisionero de los ingleses. Hace años.
—¿Y qué ocurrió allí?
—Se largó. Así, por la cara. Robó un barco.
Va y viene la gente, se saluda, hace corros, comenta el curso de la guerra y el de los negocios, que a menudo discurren juntos. Lolita Palma es de las mujeres —eso siempre intriga a los forasteros— que intervienen en esta clase de conversaciones; aunque prudente como suele, escucha atenta y reserva sus opiniones, incluso cuando se las piden. Durante un largo rato, a ella y a los Sánchez Guinea se acercan conocidos que comentan asuntos comerciales y expresan su preocupación por las tierras americanas insurrectas, la rebeldía y el bloqueo de Buenos Aires, la lealtad cubana, el caos en que la situación española lo está sumiendo todo al otro lado del Atlántico, donde oportunistas y aventureros pescan en río revuelto. El precio que los ingleses, tarde o temprano, acabarán cobrándose por su ayuda en la guerra de España.
—Discúlpenme, caballeros. Estoy cansada y voy a ir pensando en despedirme.
Se retira unos minutos al tocador, donde se refresca un poco. Al regresar encuentra al capitán Lobo de pie en mitad del recorrido que ella debe hacer para reunirse con el grupo donde resuenan las carcajadas del primo Toño. Asociando ideas, Lolita piensa que el corsario ha hecho un movimiento —no hay casualidades en tales maniobras— parecido al rumbo de estima que traza un barco para interceptar a otro: calculando posición en un momento determinado y puesto a la espera en un punto del océano, con cautela y paciencia. Parece hábil en esa clase de cálculos.
—Quería darle las gracias.
—¿Por qué?
—Por participar en la empresa.
Es la primera vez que lo observa de cerca, conversando. Un mes atrás, en el despacho de la calle del Baluarte, sólo se vieron un momento. Y estaba allí Sánchez Guinea. Suspicaz, Lolita Palma se pregunta si el viejo comerciante o su hijo han aconsejado este encuentro al marino.
—No sé si está al corriente —añade él—. Salimos de caza en una semana.
—Lo sé. Me lo ha contado don Emilio.
—Y a mí me ha dicho que a usted no le agradan los corsarios.
Directo, con una sonrisa suave. El descaro justo para no ser incorrecto, o descortés. Branquias, ha comentado Miguel hace un rato. Se cae al mar y le salen branquias.
—El señor Sánchez Guinea habla demasiado, a veces. Pero no veo en qué puede eso afectar a sus responsabilidades.
—No las afecta. Pero quizá sea conveniente explicarle en qué consisten.
De cerca su rostro no es desagradable, pero está desprovisto de finura. Nariz grande, tosco él perfil. Lolita advierte que, medio oculta por las patillas y el cuello de la casaca, hay una cicatriz en diagonal tras la oreja izquierda que penetra en el nacimiento del pelo, hacia la nuca. El color claro de sus ojos es verde, semejante al de uva recién lavada.
—Sé perfectamente en qué consisten —responde—. Me crié entre barcos y fletes, y más de una vez los intereses de mi familia fueron perjudicados por gente de su oficio.
—No españoles, supongo.
—Españoles o ingleses, da lo mismo. En mi opinión, un corsario no es más que un pirata con patente del rey.
Ningún acuse de recibo, comprueba. Nada. Los ojos claros siguen mirándola, tranquilos. Mira como un gato según la luz, concluye ella.
—Pero usted —una sonrisa suaviza la objeción— se asocia porque puede ser rentable.
El tono del marino es más prudente que educado. Denota alguna instrucción, sin llegar a extremos. Sin mucha filigrana. Lolita Palma detecta un origen familiar humilde en el fondo de esa voz y en los rasgos duros, marcadamente masculinos, del hombre que tiene delante. Y la palabra hombre, concluye, no es allí casual. Podría tratarse de un campesino sano y fuerte, de los que cada día doblan los riñones sobre las mieses, o un jaque de taberna entre humo de cigarros, sudor y navaja. Eso último, piensa inquieta, tal vez lo sea. No resulta difícil imaginarlo en los tugurios de mala nota situados entre la Puerta de Tierra y la de Mar, o en los colmados de jaleo y mujeres fáciles de la Caleta. Sobre eso, al menos, sí la previno don Emilio Sánchez Guinea. Ni su mirada directa es la de un caballero, ni parece de los que pretenden hacerse pasar como tales.
—Mis motivos son cosa mía, capitán. Prefiero no comentarlos con usted.
El corsario se queda callado un momento, sin apartar los ojos de ella. Muy serio.
—Mire, señora… ¿O prefiere que la llame señorita?
—Señora. Hágame el favor.
—Escuche. En nuestra balandra, usted y don Emilio invierten dinero que podrían poner en otro sitio. Yo pongo cuanto tengo. Si algo sale mal, sólo pierden la inversión.
—Olvida nuestro crédito como armadores…
—Puede. Pero ese crédito se recupera. Tienen con qué. Mientras que yo me pierdo con el barco.
Mueve Lolita la cabeza, muy despacio. Sosteniendo sin pestañear la mirada del hombre.
—Sigo sin entender qué tiene que ver eso con esta conversación. Con su necesidad de explicarme cosas.
Por primera vez el otro parece incómodo. Sólo un instante. Un ligero atisbo, que desentona en él como un traje mal cortado. O en su caso, piensa Lolita con maldad, bien cortado. Pepe Lobo se contempla las manos —anchas, fuertes, con uñas romas— y después desvía la mirada, paseándola brevemente por el salón. Ella repara ahora en que lleva la misma casaca de mangas rozadas que vestía en el despacho de la calle del Baluarte: bien cepillada y planchadas las solapas, pero la misma. También la camisa, limpia y almidonada, se deshilacha ligeramente en los filos del cuello, sobre el corbatín de tafetán negro. Por alguna inexplicable razón, eso la enternece un poco. Aunque quizá enternecerse sea excesivo, en su caso. Tal vez peligroso. Por eso busca en sus adentros un término adecuado. La suaviza, tal vez —ése puede valer—. O la relaja.
—Pues no estoy seguro, la verdad —responde el marino—. Nunca fui hombre de muchas palabras… Sin embargo, por alguna causa que no comprendo del todo, siento necesidad de explicárselas.
—¿A mí?
—A usted.
Lolita, que todavía digiere la incomodidad anterior, acoge la nueva irritación casi con alivio.
—¿Siente necesidad? ¿Conmigo?… Oiga, capitán. Me temo que se da demasiada importancia.
Otro silencio. Ahora el corsario la mira pensativo.
Quizás haya matado hombres, piensa ella de pronto. Mirándolos con aquellos ojos felinos e impasibles.
—No la molesto más —dice de pronto—. Lamento importunarla, doña Dolores… ¿O la llamo señora Palma?
Ella se mantiene erguida y golpetea suavemente con el abanico cerrado sobre la otra mano, intentando disimular su turbación. Turbada por sentirse turbada. A sus años. Propietaria de la firma Palma e Hijos.
—Llámeme como quiera, mientras lo haga con respeto.
El hombre asiente ligeramente y hace ademán de retirarse. Se detiene un instante de lado, vuelto a medias. Todavía parece reflexionar. Al fin alza apenas una mano, como solicitando una tregua.
—Zarpamos la noche del martes próximo, si todo va bien —dice casi en voz baja—. Tal vez le interese hacer antes una visita a la Culebra. Con don Emilio y Miguel, por supuesto.
Impasible, Lolita Palma le sostiene la mirada. Sin pestañear.
—¿Por qué habría de interesarme? Ya he estado a bordo de una balandra, antes.
—Porque también es su barco. Y a mi tripulación le iría bien comprobar que uno de sus jefes, por decirlo de algún modo, es una mujer.
—¿De qué serviría eso?
—Bueno. Es algo difícil de razonar… Digamos que nunca se sabe cuándo puede ser útil cierta clase de cosas.
—Prefiero no conocer a su tripulación.
Parece que aquel su dé que pensar al corsario. Un momento después se encoge de hombros. Ahora sonríe distraído, como si estuviera en otro sitio. O camino de él.
—También lo es suya. Y podrían hacerla rica.
—Se confunde mucho, señor Lobo. Yo ya soy rica. Buenas noches.
Dejando atrás al corsario, se despide de los Sánchez Guinea, de Fernández Cuchillero, de Curra Vilches y del primo Toño. Este quiere escoltarla a casa, pero ella no lo permite. Estás a gusto con estos amigos, dice, y vivo cerquísima. En el vestíbulo, mientras recupera su capa, coincide con Lorenzo Virués. El militar también se marcha, pues, según cuenta, debe estar en la isla de León a primera hora de la mañana. Bajan juntos las escaleras iluminadas y salen a la calle, pasando entre los vecinos curiosos que se agrupan junto a las calesas, a la luz de las velas y hachones. Lolita se ha puesto sobre la cabeza la holgada capucha de su capa de terciopelo negro. El militar camina cortés a su izquierda, bicornio puesto, capote sobre los hombros y sable bajo el brazo. Siguen el mismo camino, y Virués se muestra sorprendido de que ella regrese sola.
—Vivo a tres manzanas de aquí —responde Lolita—. Y ésta es mi ciudad.
La noche discurre agradable, serena. Un poco fría. Los pasos resuenan en las calles rectas y bien empedradas. Algunas palomillas de aceite iluminan la Virgen de la esquina del Consulado Viejo, donde un vigilante nocturno con chuzo y farol, que reconoce a Lolita y advierte el uniforme de su acompañante, se quita la gorra.
—Buenas noches, doña Lolita.
—Gracias, Pedro. Lo mismo le digo.
Desde las terrazas de Cádiz, apunta el capitán Virués, podrá verse hoy el cometa que estos días cruza el cielo de Andalucía, y del que todo el mundo habla. Grandes males y cambios en España y Europa, pronostican los que dicen conocer tales cosas. Como si para esas previsiones fuera menester mucha ciencia. Con la que está cayendo.
—¿Qué ocurrió en Gibraltar?
—¿Perdón?
Sigue un breve silencio. Sólo ruido de pasos. La casa de Lolita Palma ya está cerca, y ella sabe que no dispone de mucho tiempo.
—El capitán Lobo —apunta.
—Ah.
Un trecho más, sin otro comentario. Ahora Lolita camina despacio y Virués ajusta su paso al de ella.
—Estuvieron juntos, dijo antes. Usted y él. Prisioneros.
—Así es —admite Virués—. A mí me capturaron en una salida que hicieron los ingleses contra una línea de trincheras que intentábamos abrir entre la torre del Diablo y el fortín de Santa Bárbara. Fui herido y llevado al hospital militar del Peñón.
—Dios mío… ¿Grave?
—No demasiado —Virués alza horizontal el brazo izquierdo y gira a medias la muñeca—. Como puede ver, me repararon razonablemente. No hubo destrozos grandes, ni infección, ni necesidad de amputar. A las tres semanas estaba paseándome por Gibraltar bajo palabra, en espera de un canje de prisioneros.
—Y allí conoció al capitán Lobo.
—Sí. Allí lo conocí.
El relato del militar es conciso: oficiales aburridos que mataban el tiempo y comían de la caridad inglesa o de los pocos recursos que recibían del lado español, a la espera del fin de la guerra o el acuerdo que les permitiera regresar con los suyos. Clase privilegiada, pese a todo, si se comparaba su suerte con la de los simples soldados y marineros encerrados en cárceles y pontones, para quienes la posibilidad de un canje era remota. Entre la veintena de oficiales españoles que gozaban de libertad de movimientos por haber comprometido su palabra de honor en no escapar, se encontraba gente del Ejército y la Armada, y también capitanes de barcos corsarios capturados. A este último grupo no podía acogerse cualquiera, sino sólo marinos con patente de capitán que hubieran mandado embarcaciones de cierto porte y tonelaje. De ésos había dos o tres, y uno era Pepe Lobo. Iba a su aire, y no frecuentaba a los oficiales. Parecía más a sus anchas entre la gentuza del puerto.
—¿Mujerzuelas y demás? —se interesa Lolita, en tono ligero.
—Más o menos. Ambientes poco recomendables, desde luego.
—Pero usted no lo detesta por eso.
—Yo nunca he dicho que lo deteste.
—Es cierto. No lo ha dicho. Pongamos que no simpatiza con él. O que lo desprecia.
—Tengo motivos.
Los dos embocan la calle del Baluarte. Cerca de la casa de los Palma, Lolita apoya una mano en el brazo del militar. Está decidida a dejarse de rodeos.
—No se le ocurra irse sin contarme qué pasó en Gibraltar, entre usted y el capitán Lobo.
—¿Por qué le interesa ese hombre?
—Trabaja con asociados míos… Para mí, en cierto modo.
—Ya veo.
Virués da unos pasos, pensativo, mirando el suelo ante sus botas. Luego alza la cabeza.
—Allí no hubo nada entre nosotros —dice—. En realidad, apenas nos veíamos… Ya le he dicho que él evitaba la compañía de los oficiales españoles… Propiamente dicho, no era uno de los nuestros.
—Se fugó, ¿no es cierto?
Calla el militar. Sólo hace un ademán ambiguo. Incómodo. Lolita concluye que Lorenzo Virués no es hombre inclinado a hablar de otros a sus espaldas. No en exceso, al menos.
—Pese a haber dado su palabra —añade ella, pensativa.
Tras otro corto silencio, Virués lo confirma. Lobo había dado su palabra, en efecto. Eso le permitía moverse con libertad por el Peñón, como todos. Y lo aprovechó. Una noche sin luna, él y otros dos hombres suyos que trabajaban entre los forzados del puerto, y a quienes puso en libertad sobornando a los guardianes —uno de éstos, maltes de origen, desertó con ellos—, se acercaron nadando a una tartana fondeada, y aprovechando el levante fuerte, picaron el ancla, izaron la vela y se dejaron ir hasta la costa española.
—Feo asunto —concede Lolita—. Con palabra de honor por medio, imagino que no gustó demasiado.
—No fue sólo eso. En la fuga mataron a un hombre e hirieron a otro. Uno, el centinela compañero del maltés, fue apuñalado. Y al marinero que estaba de guardia en la tartana cuando Lobo y los suyos la abordaron, lo encontraron luego en el agua, con la cabeza destrozada… Eso dio lugar a que a cuantos estábamos libres bajo palabra se nos retirase el privilegio, encerrándonos en Moorish Castle. Yo mismo estuve allí siete semanas, hasta que me canjearon.
Lolita Palma deja caer atrás la capucha de la capa. Están parados ante el portal de su casa, iluminado con dos faroles dispuestos por Rosas, el mayordomo, en espera del regreso de su señora. Virués se quita el sombrero, despidiéndose con un taconazo. Ha sido un placer acompañarla, dice. Pido su permiso para visitarla de vez en cuando. El militar es hombre agradable, piensa de nuevo Lolita. Inspira confianza. Y crédito. Si fuese comerciante, haría negocios con él.
—¿Habían vuelto a verse, desde entonces?
Virués, que iba a ponerse de nuevo el sombrero, se detiene a medias.
—No. Pero un compañero joven, teniente de artillería, lo encontró en Algeciras al poco tiempo y quiso desafiarlo a duelo… Con mucho desahogo, Lobo se rió en su cara y lo mandó a paseo. No quiso batirse.
A su pesar, casi divertida en los adentros, Lolita imagina perfectamente la escena. El sainete.
—Pues no parece un hombre cobarde.
No ha podido evitar que la sonrisa interior le venga a la boca. El militar se da cuenta de ello, pues frunce el ceño y se inclina un poco mientras junta de nuevo los talones, excesivamente formal. Rígido ante la mujer, despectivo hacia el hombre del que hablan.
—No creo que lo sea. En mi opinión, que no se batiera tiene poco que ver con el valor. Es más bien una cuestión de desvergüenza… A individuos como él, la palabra honor los trae sin cuidado. Son gente de ahora, me temo… Muy de este tiempo. Y de los tiempos que están por venir.
A dos millas y tres décimos de distancia, con un capote sobre los hombros y el ojo derecho pegado al ocular de un telescopio acromático Dollond, el capitán Simón Desfosseux observa las luces lejanas del palacete donde el embajador inglés da su recepción. Gracias a las palomas mensajeras y a las informaciones que van y vienen en boca de marineros y contrabandistas, el artillero está al corriente de que Wellesley, los mandos angloespañoles y la alta sociedad gaditana celebran esta noche el descalabro francés de Chiclana. Las poderosas lentes del instrumento óptico permiten a Desfosseux situar fácilmente el edificio, iluminado como un desafío sobre la línea oscura de los muros que circunda el mar, donde algunas siluetas negras de navíos fondeados se insinúan borrosas, en el contraluz de un ápice de luna.
—Tres punto cinco para compensar estará bien. Elevación, cuarenta y cuatro… Intente colocármelo ahí, Bertoldi. Sea buen chico.
A su lado, sentado en un cajón y con las tablas de tiro iluminadas por una pequeña linterna sorda, el teniente Bertoldi completa los cálculos, se pone en pie y baja por la escala de tablones encaminándose hacia el reducto donde, en el resplandor de unos hachones que arden al otro lado del talud de protección, asoma la boca cilíndrica, enorme y negra, de Fanfán. El obús de 10 pulgadas está orientado hacia su objetivo, en espera de las últimas correcciones que Bertoldi lleva a los sirvientes de la pieza. Apartándose del anteojo, Desfosseux levanta la cabeza y dirige un vistazo a la mancha blanca que destaca en el cielo negro: la manga de tela puesta en un mástil sobre el puesto de observación. Flop, flop, hace. El viento sopla relativamente flojo. La última medición lo situaba en un sursudeste fresquito. De ahí la corrección estimada de tres puntos y medio a la izquierda, para compensar el efecto del viento lateral. Siempre puede ser peor, por supuesto; pero esta noche convendría algo más suave; o, puestos a desear condiciones óptimas, de las que hacen frotarse las manos con placer pirotécnico anticipado, un estesudeste favorable, fuerte, limpio y constante. Un verdadero regalo del dios Marte, cuando sopla, haciendo posibles rectas y parábolas perfectas, o casi, y correcciones de apenas cero punto algo. Felicidad artillera, borrachera de pólvora y fogonazo. Pura gloria. Eso supondría unas preciosas toesas adicionales para asegurar el alcance y la dirección del tiro a través de la bahía. Factores que Desfosseux, artillero pundonoroso, desea siempre lo más adecuados posible; pero que hoy, en especial, favorecerían su intención de sumarse a la fiesta del embajador inglés. Pues en eso anda, despiertos él y su gente, a las diez de la noche y sin cenar. Ajustando el tiro.
Tras echar un último vistazo por el telescopio, Desfosseux baja de la atalaya y se dirige al reducto. Allí, detrás del talud de tierra que protege las piezas de artillería situadas en la batería, el obús Villantroys-Ruty de 10 pulgadas tiene su espacio propio: un atrincheramiento cuadrado y espacioso en cuyo centro está instalada la pieza, con su amenazador tubo oscuro elevado en ángulo sobre la enorme cureña de ruedas herradas que sostiene 7.371 libras de bronce, apuntando a Cádiz según las indicaciones que el teniente Bertoldi acaba de dar a los artilleros. A la luz de los hachones se les ve con la piel grasienta y cara de sueño. Se trata de un sargento, dos caporales y ocho soldados ojerosos, desaseados, sin afeitar. Los chicos de Fanfán. Todos, incluido el suboficial —un auvernés mostachudo y gruñón llamado Labiche—, visten con desorden: gorros cuarteleros, capotes desabotonados y sucios, polainas manchadas de barro seco. A diferencia de los oficiales, que pueden dormir fuera del recinto o solazarse en Puerto Real y El Puerto de Santa María, la suya es vida de topos, siempre entre espaldones, barbetas y trincheras, durmiendo bajo cobertizos de tablas guarnecidas con tierra para protegerse del fuego de contrabatería que los españoles hacen desde su fuerte avanzado de Puntales, en el arrecife.
—Sólo un momento más, mi capitán —dice Bertoldi—. Y a sus órdenes.
Desfosseux observa el trabajo de los artilleros. Han hecho esa misma operación innumerables veces, ahora con Fanfán y antes con los morteros Dedòn de 12 pulgadas y los obuses Villantroys de a 8. Para ellos es rutina de espeque, atacador y botafuego, paso atrás y boca abierta para que el estampido no deje los tímpanos a la funerala. Que a la larga siempre ocurre. A Labiche y su mugrienta tropa les importa un rábano crudo que esta noche se trate de apuntar a la fiesta del embajador inglés o a las enaguas de la madre que lo alumbró. Dentro de un rato, alcancen o no el objetivo, suboficial y soldados volverán a sus mantas infestadas de chinches, y mañana comerán idéntica ración escasa, con vino malo y aguado. Su único consuelo reside en que ésta es una guarnición donde al enemigo se le tiene tomada la medida. Los riesgos son conocidos y hasta cierto punto razonables, a diferencia de otros lugares de España donde el movimiento de las tropas expone a combates azarosos o a terribles encuentros con partidas de guerrilleros; aunque también es cierto que allí los peligros quedan compensados, en ocasiones, por la oportunidad de buenos botines, llenando la mochila en asaltos, marchas y alojamientos; mientras que en torno a Cádiz, con miles de franceses, italianos, polacos y alemanes desplegados como plaga de langosta por la región —los alemanes, como suelen, son especialmente brutales con la población civil—, no queda nada por saquear. Otra cosa sería que la ciudad cercada, rica donde las haya, cayese al fin. Pero sobre eso nadie se hace ilusiones.
—¿Treinta libras justas, Labiche?
El sargento, que se ha cuadrado con poco entusiasmo al ver aparecer a Desfosseux, arroja al suelo un escupitajo de tabaco mascado, se hurga a fondo la nariz y asiente. Las treinta libras de pólvora están en la recámara, y el tubo a cuarenta y cuatro grados de inclinación según las correcciones que acaba de aplicar el teniente Bertoldi. La bomba de hierro hueco de 80 libras se encuentra cargada con plomo, arena y sólo un tercio de pólvora esta vez, con una espoleta especial de madera y hojalata cuyo estopín arde —o debe hacerlo— durante treinta y cinco segundos. Tiempo suficiente para que la mecha interna siga encendida hasta el impacto.
—¿Resolvió el problema del grano del fogón?
Se manosea Labiche el bigote, tardo en responder. El cilindro de cobre por donde se inflama la carga del obús tiende a desatornillarse con cada disparo, a causa de la enorme fuerza de la explosión que impulsa la granada fuera del tubo. Eso termina agrandando el oído del fogón y disminuyendo el alcance.
—Creo que sí, mi capitán —dice al fin, como pensándoselo—. Lo hemos vuelto a enroscar en frío con mucha precaución. Supongo que irá bien, pero no garantizo nada.
Desfosseux sonríe, paseando la mirada por los artilleros.
—Espero que así sea. Esta noche, Manolo tiene fiesta en Cádiz. Debemos animársela… ¿No os parece?
La broma sólo suscita alguna mueca vaga, cansada. Resbala sobre las pieles grasientas y los ojos fatigados. Está claro que Labiche y sus resabiados muchachos dejan el entusiasmo para los oficiales. A ellos les da lo mismo que la granada llegue a su destino o no. Que mate mucho, poco o nada. Lo que quieren es terminar por esta noche, masticar algo e irse a su barraca, a roncar.
El capitán ha sacado el reloj de un bolsillo del chaleco y lo consulta.
—Fuego en tres minutos.
Bertoldi, que se ha acercado a él, mira la hora en su propio reloj. Luego asiente, dice a la orden y se vuelve a los artilleros.
—Coja el botafuego, Labiche. Todos a sus puestos. Ya.
Simón Desfosseux cierra la tapa del reloj, se lo mete en el bolsillo y regresa a la atalaya con mucho tiento, procurando no tropezar en la oscuridad y romperse una pierna. Que tendría poca gracia. Llegado arriba, se echa el capote sobre los hombros, pega el ojo derecho al ocular del telescopio y echa un vistazo al edificio iluminado en la distancia. Luego levanta la cabeza y aguarda. Cómo le gustaría, piensa mientras tamborilea suavemente con las uñas en el cobre del tubo, que Fanfán diera esta noche una buena nota musical, un do de pecho en condiciones, metiéndole al embajador inglés y a sus invitados, por las ventanas, ochenta libras de hierro, plomo, pólvora y simpatía. Con los saludos del duque de Bellune, del emperador y del propio Simón Desfosseux, por la parte que le toca.
Puuum-ba. El estampido estremece la estructura de madera de la atalaya, ensordeciendo al capitán. Con un ojo abierto —el otro lo ha cerrado para no quedar deslumbrado por el fogonazo— ve cómo la llamarada grande y fugaz del disparo lo ilumina todo alrededor, recortando entre luz cruda y sombras los perfiles del baluarte, las barracas cercanas, el puesto de observación y la orilla del agua negra de la bahía. Todo dura sólo un segundo, antes de que retorne la oscuridad; y para entonces Desfosseux ya está mirando con el otro ojo por el telescopio mientras lo ajusta al punto que desea observar. Siete, ocho, nueve, diez, cuenta sin mover los labios. En el círculo de la lente, con una levísima oscilación debida al efecto de la distancia, relucen las luminarias del edificio al que apuntó Fanfán, haciendo contraluz a las siluetas desenfocadas de palos de navíos fondeados cerca. La cuenta va por diecisiete. Dieciocho. Diecinueve. Veinte. Veintiuno.
Un penacho negro, columna de agua y espuma, se levanta en el centro de la lente a media altura de los palos de los navíos, ocultando un momento el edificio iluminado en tierra. Tiro demasiado corto, comprueba desolado el capitán, con la irritación de quien apuesta a una carta y ve salir otra. La bomba, bien alineada en cuanto a puntería, ha caído al mar sin alcanzar más allá de 2.000 toesas, lo que a esas alturas de cálculos y trabajos supone una distancia ridícula. Quizá el viento sea distinto sobre el objetivo; o tal vez, como ocurrió en otras ocasiones, el proyectil haya salido del tubo demasiado al principio de la deflagración, sin que la pólvora estuviera inflamada por completo. O el grano del fogón se ha ido de nuevo al diablo. El resto de reflexiones decide dejarlo Desfosseux para más tarde, pues una sucesión de fogonazos en las troneras del fuerte de Puntales indica que los artilleros españoles devuelven el saludo nocturno con fuego de contrabatería sobre el Trocadero. Así que, a toda prisa, baja por la escala de madera y se apresura camino de la casamata más próxima —esta vez con menos precauciones que a la venida—, justo en el momento en que el raaaaca de la primera granada española rasga la noche sobre su cabeza y revienta cincuenta toesas a la derecha, entre la Cabezuela y el fuerte de Matagorda. Treinta segundos después, amontonado con Bertoldi, Labiche y los otros artilleros en el interior del refugio, a la luz aceitosa de un candil, Desfosseux siente temblar el suelo y la tablazón que estiba muros y techo, bajo los disparos españoles, mientras retumban como respuesta, cercanos, los cañones imperiales de Fuerte Luis, en intenso duelo artillero de orilla a orilla.
De soslayo, el capitán ve al sargento Labiche lanzar un escupitajo de tabaco al suelo, entre sus polainas mal remendadas.
—Igual no valía la pena —gruñe el suboficial, guiñándole un ojo a un compañero—. Despertarlos a estas horas.