Buenos días. Cómo está usted. Buenos días. Salude a su esposa de mi parte. Buenos días. Adiós, mucho gusto. Recuerdos a su familia. Innumerables diálogos rápidos y amables, sonrisas de conocidos, alguna conversación breve interesándose por la salud de una esposa, los estudios de un hijo o los negocios de un yerno. Lolita Palma camina entre los corrillos de gente que charla o mira los escaparates de los comercios. Calle Ancha de Cádiz, a media mañana. El corazón social de la ciudad, en todo lo suyo. Oficinas, agencias, cónsules, consignatarios. Es fácil distinguir a los gaditanos de los forasteros emigrados observando su actitud y conversación: éstos, inquilinos temporales de posadas de la calle Nueva, alojamientos de la calle Flamencos Borrachos y casas del barrio del Avemaría, pasean ante las vitrinas de las tiendas caras y las puertas de los cafés; mientras los otros, ocupados en comisiones y negocios, van y vienen atareados con carteras, papeles y periódicos. Unos hablan de campañas militares, movimientos estratégicos, derrotas e improbables victorias, y otros comentan el precio del paño de Nankín, el añil o el cacao, y la posibilidad de que los cigarros habanos suban más allá de 48 reales la libra. En cuanto a los diputados de las Cortes, a estas horas no pisan la calle. Están reunidos en el oratorio de San Felipe, a pocos pasos de aquí, atestada la galería de pueblo ocioso —el asedio francés tiene a muchos de brazos cruzados en la ciudad— y cuerpo diplomático inquieto por lo que allí se cuece, con el embajador inglés mandando informes a Londres en cada barco. No será hasta pasadas las dos de la tarde cuando los constituyentes salgan y se dispersen por fondas y cafés comentando las incidencias de la sesión de hoy, despellejándose mutuamente de paso, como suelen, según ideologías, filias y fobias: clérigos, seglares, conservadores, liberales, realistas, coriáceos carcamales, airados jóvenes radicales y demás especies, cada uno con su tertulia y periódico favoritos. España y sus provincias de ultramar, en miniatura. Varias de ellas insurrectas, por cierto, aprovechando la guerra.
Lolita Palma acaba de salir del comercio de modas de la plaza de San Antonio, frente al café de Apolo. Es aquélla la tienda más elegante de la ciudad —antes llamada La Moda de París y ahora, coyunturalmente, La Moda Española—, cuyos géneros y figurines son codiciados por señoras y señoritas de la mejor sociedad gaditana. Pese a ello, la propietaria de la firma Palma e Hijos no encarga allí sus vestidos, pues una costurera y una bordadora trabajan sobre patrones sencillos que dibuja ella misma, tomando ideas de revistas francesas e inglesas. Pasa por la tienda para estar al día y adquirir telas o complementos: la doncella que la sigue tres pasos atrás lleva dos cajas de cartón muy bien envueltas con seis pares de guantes, otros tantos de medias y unos encajes para ropa blanca.
—Vaya con Dios, Lolita.
—Buenos días. Salude a su señora esposa.
La vía principal es un vaivén de rostros a menudo conocidos, de cabezas masculinas que se destocan a su paso. Calle Ancha, a fin de cuentas. Pocas mujeres a esta hora. Eso atrae más las miradas masculinas. Cortesías y sombrerazos, amables inclinaciones de cabeza. Todos los que allí importan conocen a la mujer que gestiona con prudencia y buena mano, pese a su sexo más o menos débil, la empresa del abuelo y el padre difuntos. Cádiz de toda la vida: comercio indiano, barcos, inversiones, riesgos marítimos. No como otras señoras del comercio, en su mayor parte viudas, que se limitan a ejercer de prestamistas cobrando comisiones e intereses. Ella se arriesga, juega, pierde o gana. Da trabajo y hace ganar dinero. Capital desahogado y vida intachable. Decente. Solvencia, crédito y prestigio. Millón y medio de pesos como capital, calculado a ojo. Por lo menos. Una de los nuestros, sin duda. De las doce o quince familias que cuentan. Buena cabeza situada sobre unos hombros que, según dicen, son bonitos; sin que nadie pueda alardear de saberlo a tiro fijo. Todavía casadera a los treinta y dos, aunque ya se le pase el arroz.
—Adiós. Buenos días.
Camina por el centro, erguida la barbilla. Taconeando serena. Es su calle y su ciudad. Viste de gris muy oscuro, con la simple nota de color de una mantilla de franela guarnecida con cinta de tablero azul. Bolso pequeño a juego. La mantilla, el cabello recogido en la nuca y peinado en los rizos de las sienes, además de unos zapatos de lino pasados de plata, son la única concesión que hace al paseo; el vestido es uno sencillo, cómodo, en extremo correcto, que usa para trabajar y recibir en el despacho. A estas horas suele estar allí, pero ha salido para una gestión financiera delicada: letras de cambio dudosas, adquiridas tres semanas atrás, que hace una hora negoció felizmente en la caja de San Carlos, con la comisión adecuada. Los guantes, las medias y los encajes de La Moda Española, antigua Moda de París, son una forma de celebrarlo. Discreta. Como todo cuanto piensa y hace.
—Enhorabuena por el Marco Bruto. He leído en el Vigía que llegó sin novedad.
Es su cuñado Alfonso. De la casa Solé y Asociados: paño inglés y mercancías de Gibraltar. Altanero y frío como de costumbre, levita color nuez y chaleco malva, medias de seda, bastón de caña de Indias. Sombrero que no se quita, limitándose a tocar el ala con dos dedos y levantarlo una pulgada. A Lolita Palma se le antoja tan poco simpático ahora como hace seis años, cuando se casó con su hermana Caridad. Entre ellos, las relaciones familiares sólo son llevaderas. Visitas a la madre una vez por semana, y poco más. La dote de 90.000 pesos que le concedió su difunto suegro nunca satisfizo del todo a Alfonso Solé; y tampoco agradó a los Palma el modo en que ese dinero fue invertido, con torpe criterio y escaso beneficio. Aparte algún otro desacuerdo comercial, los distancia también un contencioso sobre una finca en Puerto Real a la que Alfonso cree tener derecho por matrimonio. El asunto se planteó sobre el testamento de Tomás Palma, y anda en manos de notarios y abogados, pleitos tengas, aunque la guerra lo deje todo en suspenso.
—Llegó, gracias a Dios. Dábamos por perdida la carga.
Sabe que a Alfonso le importa poco la suerte del Marco Bruto: vería con indiferencia que el barco estuviese en el fondo del mar o en un puerto francés. Pero se trata de Cádiz, y las maneras cuentan. De algo hay que hablar, aunque sea brevemente, cuando dos cuñados se encuentran en la calle Ancha, a la vista de toda la ciudad. Ningún negocio se sostiene aquí sin confianza y respeto social; y también ésos los dan las formas, o los quitan.
—¿Cómo está Cari?
—Bien, gracias. Te veremos el viernes.
Se toca de nuevo Alfonso el sombrero y camina calle abajo, tras despedirse. Seco y tieso hasta la punta del bastón. Tampoco con su hermana Caridad tiene Lolita Palma relaciones cordiales. Nunca las tuvo, ni cuando eran niñas. La considera perezosa y egoísta, aficionada en exceso a vivir del esfuerzo ajeno. Ni siquiera las muertes del padre y de Francisco de Paula, el hermano, lograron acercarlas: duelo, luto y cada una por su lado. Ahora la madre es el único vínculo, aunque éste sea más formal, o social, que otra cosa; visita semanal a la casa de la calle del Baluarte, chocolate, café y merienda, sin otra conversación que una insípida charla sobre el estado del tiempo, las bombas de los franceses y las macetas de los balcones. Sólo cuando llega el primo Toño, un solterón jovial y simpático, se anima el ambiente. El matrimonio con Alfonso Solé —ambicioso y de relativos escrúpulos, padre importador de paño para los cuerpos de voluntarios locales, madre altanera y estúpida— acentúa las distancias. Ni Caridad ni su marido perdonaron nunca a Tomás Palma la negativa a permitir que el yerno interviniese en la empresa familiar, ni tampoco que zanjase los derechos de su hija menor con una simple dote y la casa de la calle Guanteros donde ahora viven los Solé: espléndida vivienda de tres plantas tasada en 350.000 reales. Con eso van que arden, decía el padre. En cuanto a mi hija Lolita, ésa tiene todo lo necesario para salir adelante. Mírenla. Lista y tenaz. Se basta sola y me fío de ella como de nadie; sabe cómo ganar dinero y sabe cómo no perderlo. Desde niña. Si un día decide casarse, no pasará el día leyendo novelas, o de cháchara en las confiterías mientras se desloma su marido. Creedme. Ella es de otra pasta.
—Siempre tan guapa, Lolita. Me alegro de verte… ¿Cómo sigue tu madre?
Emilio Sánchez Guinea tiene el sombrero en una mano y un grueso paquete de correspondencia y documentos en la otra: sexagenario, rechoncho, pelo blanco y escaso. Mirada sagaz. Viste a la inglesa, con doble cadena de reloj entre los botones y los bolsillos del chaleco, y tiene el punto apenas perceptible, un tanto fatigado, habitual entre los comerciantes de cierta edad y posición. En Cádiz, donde no existe peor inconveniencia social que el ocio injustificado, es de buen tono un levísimo toque de desaliño —corbata o corbatín ligeramente flojos, algunas arrugas en la ropa de buen corte y excelente calidad— que revela una intensa y honorable jornada laboral.
—Ya sé que ese barco llegó al fin. Un alivio para todos.
Se trata de un viejo y querido amigo, de toda confianza. Compañero de estudios del difunto Tomás Palma, asociado a la firma familiar en numerosas operaciones comerciales, también con Lolita comparte riesgos y negocios. Incluso aspiró hace algún tiempo a tenerla de nuera, casándola con su hijo Miguel, hoy asociado con él y esposo feliz de otra joven gaditana. La falta de alianza familiar nunca alteró las buenas relaciones entre las casas Palma y Sánchez Guinea. Fue don Emilio quien aconsejó a la joven en sus primeros pasos comerciales, a la muerte del padre. Todavía lo hace, cuando ésta se acoge a su opinión y experiencia.
—¿Vas a tu casa?
—A la librería de Salcedo. Quiero ver si han llegado unos encargos.
—Te acompaño.
—Tendrá cosas más importantes que hacer.
Ríe jovial el viejo comerciante.
—Cuando te veo las olvido todas. Vamos.
Le da el brazo. De camino comentan la situación general, el estado de algún asunto cuyo interés comparten. La insurrección americana complica mucho las cosas. Más, incluso, que el asedio francés. La exportación de géneros al otro lado del Atlántico ha disminuido de modo alarmante, la llegada de caudales es mínima, falta metálico, y algunos caen en la trampa de invertir en vales reales que luego resulta difícil convertir en dinero. Sin embargo, Lolita Palma logra compensar la falta de liquidez con nuevos mercados: harina y algodón de Estados Unidos, recientes exportaciones a Rusia y la buena situación de la ciudad como depósito de mercancías en tránsito se completan con prudentes inversiones en letras de cambio y riesgos marítimos; especialidad esta última de la casa Sánchez Guinea, a cuyas operaciones suele asociarse la firma Palma e Hijos mediante anticipos de capital para viajes comerciales por mar, con reembolso que incluye interés, premio o prima.
Un instrumento financiero, éste, que la experiencia y sentido común de don Emilio hacen muy rentable, en una ciudad siempre necesitada de dinero en efectivo.
—Hay que hacerse a la idea, Lolita: algún día acabará la guerra, y entonces surgirán los verdaderos problemas. Cuando los mares se despejen será demasiado tarde. Nuestros compatriotas americanos se han acostumbrado a comerciar directamente con yanquis e ingleses. Y nosotros aquí, mientras tanto, regateándoles lo que pueden coger con su propia mano… El desbarajuste de España les permite comprender que no nos necesitan.
Lolita Palma camina cogida de su brazo, calle Ancha adelante. Se suceden portales amplios, buenas tiendas, casas de comercio. La platería de Bonalto tiene, como de costumbre, mucha clientela en el interior. Más corros de gente, nuevos saludos de transeúntes y conocidos. La doncella camina detrás, con los paquetes. Es la joven Mari Paz; la que canta coplas con linda voz mientras riega las macetas.
—Podremos recuperarnos, don Emilio… América es muy grande, y el idioma y la cultura no se rompen con facilidad. Siempre seguiremos allí. Y también hay nuevos mercados. Fíjese en los rusos… Si el zar declara la guerra a Francia, necesitarán de todo.
Mueve la cabeza el otro, escéptico. Son muchos años, dice. Y muchas canas. Esta ciudad ha perdido su fuerza, añade. Su razón de ser. Cuando en 1778 pusieron fin al monopolio del comercio con ultramar, se firmó la sentencia. Digan lo que digan, la autonomía de los puertos americanos es irreversible. A esos criollos ya no los sujeta nadie. Para Cádiz, las crisis sucesivas y la guerra son clavos en la tapa del ataúd.
—No sea cenizo, don Emilio.
—¿Cenizo? ¿Cuántos desastres ha vivido la ciudad?… La guerra colonial de Inglaterra acabó perjudicándonos mucho. Luego vino la nuestra con la Francia revolucionaria, seguida por la guerra con Inglaterra… Ahí fue donde nos hundimos de verdad. La paz de Amiens trajo más especulación que negocio real: acuérdate de aquellas casas francesas de toda la vida, yéndose aquí al diablo… Después tuvimos la otra guerra con los ingleses, el bloqueo y la guerra con Francia… ¿Cenizo dices, hija mía?… Hace veinticinco años que vamos de la sartén a las brasas.
Sonríe Lolita Palma, oprimiéndole dulcemente el brazo.
—No quería ofenderlo, amigo mío.
—Tú no ofendes nunca, hija. Faltaría más.
En la esquina con la calle de la Amargura, junto a la embajada británica, hay una oficina comercial y un pequeño café frecuentado por extranjeros y oficiales de marina. El barrio está lejos de la muralla oriental, donde caen las bombas, y ninguna ha llegado nunca hasta aquí. Relajados, aprovechando el buen tiempo, algunos ingleses están en la puerta, leyendo periódicos viejos en su idioma: patillas rubias, chalecos atrevidos. Un par de casacas rojas de militares.
—Fíjate en nuestros aliados —Sánchez Guinea baja la voz—. Acosando a la Regencia y a las Cortes para que levanten todas las restricciones a su libre comercio con América. Buscando su avío, como suelen, y fieles a su política de no consentir nunca un buen gobierno en ningún lugar de Europa… Con Wellington en la Península matan tres pájaros de un tiro: se aseguran Portugal, desgastan a Napoleón y de paso nos ponen en deuda para cobrársela luego. Esta alianza va a costarnos un ojo de la cara.
Lolita Palma indica el bullicio que los rodea: corrillos, paseantes, tiendas abiertas. Acaba de llegar un paquete del Diario Mercantil al puesto de periódicos que está a mitad de la calle, y los compradores se arremolinan quitándoselos de las manos al vendedor.
—Quizás. Pero vea la ciudad… Hierve de vida, de negocios.
—Todo humo, hija mía. Forasteros que se irán en cuanto acabe el bloqueo y volvamos a ser los sesenta mil de siempre. ¿Qué harán entonces los que ahora suben los alquileres y triplican el precio de un bistec?… ¿Los que han hecho su negocio de la penuria ajena?… Esto que vemos son migajas para hoy, y hambre para mañana.
—Pero las Cortes trabajan.
Las Cortes, gruñe sin disimulo el viejo comerciante, están en otro mundo. Constitución, monarquía, Fernando VII. Nada de ello tiene que ver con el asunto. En Cádiz se anhela la libertad, por supuesto. Y el progreso de los pueblos. A fin de cuentas, el comercio se basa en eso. Pero con nuevas leyes o sin ellas, establecido si el derecho de los reyes tiene origen divino o son depositarios de una soberanía nacional, la situación será la misma: los puertos americanos en manos de otros y Cádiz en la ruina. Cuando pase el sarampión constituyente, mugirán las vacas flacas.
Ríe Lolita Palma, afectuosa. Es la suya una risa grave, sonora. Una risa joven. Sana.
—Siempre lo tuve a usted por liberal…
Sin soltarla del brazo, Sánchez Guinea se para en mitad de la calle.
—Y por Dios que lo soy —dirige furibundas miradas alrededor, cual si buscase a alguien que lo ponga en duda—. Pero de los que ofrecen trabajo y prosperidad… La simple euforia política no da de comer. Ni a mi familia, ni a nadie. Estas Cortes son todo pedir y poco dar. Fíjate en el millón de pesos que nos exigen a los comerciantes de la ciudad para el esfuerzo de guerra. ¡Después de lo que nos han sacado ya!… Mientras tanto, un consejero de Estado se embolsa cuarenta mil reales al mes, y un ministro ochenta mil.
Prosiguen camino. La librería de Salcedo está cerca, entre las varias que hay en las plazuelas de San Agustín y del Correo. Allí se demoran un poco ante los cajones y vitrinas. En la tienda de libros de Navarro hay expuestos algunos en rústica, intonsos, y dos volúmenes grandes, bellamente encuadernados, abierto uno por la página del título: Historia de la conquista de México, de Antonio de Solís.
—Con este panorama —prosigue Sánchez Guinea— más vale reunir dinero e invertirlo en valores seguros. Me refiero a casas, bienes inmuebles, tierras… Reservar efectivo para lo que siga estable cuando la guerra pase. El comercio como se entendía en tiempos de tu abuelo, o de tu padre y yo, no volverá nunca… Sin América, Cádiz no tiene sentido.
Lolita Palma mira el escaparate. Demasiada conversación, se dice. De todo aquello han hablado antes cien veces, y su interlocutor no es hombre que pierda el tiempo en horas de trabajo. Para don Emilio, cinco minutos sin ganancia son cinco minutos perdidos. Y llevan quince de charla.
—Usted le está dando vueltas a algo.
Por un momento teme una propuesta sobre contrabando, de las que ha rechazado tres en los últimos meses. Nada espectacular, sabe de sobra. Ni grave. El contrabando es aquí una forma de vida usual desde los primeros galeones de Indias. Otra cosa es lo que ciertos negociantes sin escrúpulos hacen desde que empezó el bloqueo, mercadeando con las zonas ocupadas por los franceses. La casa Sánchez Guinea está lejos de ensuciar su reputación con tales mañas; pero a veces, en el margen difuso que dejan la guerra y las leyes vigentes, algunas de sus mercaderías pasan por la Puerta de Mar sin pagar derechos aduaneros. A eso lo llaman en Cádiz, entre gente respetable, trabajar con la mano izquierda.
—Sea bueno y dígamelo de una vez.
El comerciante mira la vitrina, aunque ella sabe que la historia de la conquista de México lo tiene sin cuidado. Y se toma su tiempo. Creo que estás haciéndolo muy bien, apunta al cabo de un instante. Reduces gastos y lujo, Lolita. Eso es inteligente. Sabes que la prosperidad no durará siempre. Has conseguido mantener lo más difícil en esta ciudad: el crédito. Tu abuelo y tu padre estarían orgullosos. Qué digo. Lo estarán, viéndote desde el cielo. Etcétera.
—No me dore la píldora, don Emilio —ella ríe de nuevo, sin soltar su brazo—. Le ruego que vaya al grano.
Mirada del otro al suelo, entre las puntas de los zapatos bien lustrados. Nueva ojeada a los libros. Al fin la encara, resuelto.
—Estoy armando un corsario… He comprado una patente en blanco.
Al decirlo guiña un ojo con aire cómico, como si esperase un golpe. Luego la observa, inquisitivo. Ella mueve la cabeza. También lo veía venir, pues el asunto es antiguo entre ambos, muy hablado. Y sobre la patente había oído rumores. El viejo zorro. Sabe usted de sobra, apunta el gesto, que no me gusta esa clase de inversiones. No quiero mezclarme según en qué. La guerra y esa gente.
Sánchez Guinea alza una mano objetora, a medio camino entre la disculpa y la protesta amistosa.
—Son negocios, hija mía. Esa gente es la misma con la que tratas cada día en los barcos mercantes… Y la guerra te afecta como a todos.
—Detesto el pirateo —le ha soltado el brazo y sostiene el bolso con ambas manos, a la defensiva—. Hemos tenido que sufrirlo muchas veces, a nuestra costa.
Razona el otro, con argumentos. Calor sincero. De buen consejo. Un corsario no es un pirata, Lolita. Sabes que se rige por ordenanzas estrictas. Recuerda que tu querido padre pensaba de otra manera. El año seis armamos uno a medias, y nos fue de perlas. Ahora es el momento. Hay primas de captura, incentivos. Cargas enemigas a las que echar el guante. Todo legal, transparente como el cristal. Sólo es cuestión de poner capital, como haré yo. Simples negocios. Un riesgo marítimo más.
Lolita Palma observa el reflejo de ambos en la vitrina. Sabe que su interlocutor no la necesita. No de manera urgente, al menos. Es una oferta amistosa. Oportunidad casi familiar para un asunto rentable. No falta en Cádiz quien podría invertir en la empresa; pero entre otros asociados posibles, Sánchez Guinea la prefiere a ella. Chica lista, seria. Respeto y confianza. Crédito. La hija de su amigo Tomás.
—Déjeme pensarlo, don Emilio.
—Claro. Piénsatelo.
El capitán Simón Desfosseux está incómodo. Los generales no son su compañía favorita, y hoy tiene a varios cerca. O encima. Todos pendientes de sus palabras, lo que no contribuye a relajarle el ánimo: el mariscal Víctor, el jefe de estado mayor Semellé, los generales de división Ruffin, Villatte y Leval, y el jefe superior de Desfosseux, comandante de la artillería del Primer Cuerpo, general Lesueur, sucesor del difunto barón de Senarmont. Le cayeron todos a media mañana, cuando al duque de Bellune se le ocurrió darse una vuelta de inspección por el Trocadero desde su puesto de mando de Chiclana, bien escoltado de húsares del 4.° regimiento.
—La idea es cubrir la totalidad del recinto urbano —está explicando Desfosseux—. Hasta el momento ha sido imposible, pues trabajamos en el límite, haciendo frente a varios problemas. El alcance, por una parte, y la combustión de las mechas por la otra… Este es un inconveniente serio, pues mis órdenes son poner en la ciudad bombas que estallen, de tipo granada. Para eso hace falta la espoleta de retardo; y es tanta la distancia a cubrir, que muchas bombas revientan antes de alcanzar el objetivo…
Hemos diseñado una nueva espoleta cuya mecha arde más despacio y no se apaga durante el recorrido.
—¿Ya está disponible? —se interesa el general Leval, jefe de la 2.a división, acantonada en Puerto Real.
—Lo estará en pocos días. Teóricamente supera los treinta segundos, pero no siempre es exacta. A veces la misma fricción del aire acelera la combustión de la espoleta… O la apaga.
Pausa. Los generales, cuajados de bordados hasta el cuello de las casacas, lo miran atentos, aguardando. El mariscal sentado, los otros de pie, como Desfosseux. En un caballete, un gran plano de la ciudad y otro de la bahía. A través de las ventanas abiertas del barracón se oyen las voces de los zapadores que trabajan en la explanada de la nueva batería. Hay moscas revoloteando en un rectángulo de sol sobre las tablas del suelo, en torno a una cucaracha aplastada. En los barracones y trincheras del Trocadero las hay a miles: cucarachas y moscas. También ratas, chinches, piojos y mosquitos para equipar a todo el ejército imperial.
—Eso nos lleva a otro problema: el alcance. Se me exige una cobertura de tres mil toesas, que bastaría para cubrir casi toda el área urbana, cruzando la ciudad de parte a parte. Con los medios de que dispongo no puedo garantizar este alcance en más de dos mil trescientas toesas; teniendo en cuenta, además, que los vientos de la bahía influyen mucho en distancia y trayectoria… Eso nos permite cubrir un área que va de aquí a aquí.
Señala lugares en la zona oriental de la ciudad: la Puerta de Mar, las proximidades de la Aduana. No cita nombres porque sabe que todos conocen el mapa: llevan un año estudiándolo y mirándolo con catalejos. Su dedo índice recorre la línea exterior de las murallas sin adentrarse mucho en el trazado urbano: sólo algunas calles del barrio del Pópulo, junto a la Puerta de Tierra. Es lo que hay, confirma el dedo que se mueve despacio sobre el papel. Luego, Desfosseux retira la mano y se queda mirando a su jefe directo, el general Lesueur. Sugiriendo que el resto es cosa suya, mi general, mientras pide sin palabras permiso para irse de allí. Quitarse de en medio y volver a la regla de cálculo, el telescopio y las palomas mensajeras. A lo suyo. Pero no se va, por supuesto. Sabe que el mal rato empieza precisamente ahora.
—Los barcos enemigos fondeados en el puerto están dentro de ese alcance —pregunta el general Ruffin—. ¿Por qué no se les bate también?
François Amable Ruffin, comandante de la 1.a división, es un individuo flaco y serio, de mirada ausente. Veterano de Austerlitz y Friedland, entre otras. Un tipo sensato, con buena fama entre la tropa. Joven para su grado, cuarenta años justos. Bravo. De los que mueren pronto y lo llevan escrito en alguna parte. A los barcos no se les bate, responde Desfosseux, porque se encuentran demasiado lejos: los ingleses un poco hacia fuera y los españoles un poco hacia dentro. Unos y otros pegados a la ciudad, por así decirlo. Nada fácil acertar a esa distancia. Son tiros de fortuna, sin precisión. A la buena de Dios. Una cosa es que las bombas caigan en la ciudad a voleo, aquí o allá, y otra alcanzar un punto preciso. Eso es imposible de garantizar. Observen el edificio de la Aduana, por ejemplo. Aquí. Donde está la Regencia insurrecta. Ni un impacto.
—Con los medios de que disponemos —concluye—, alcance extremo y precisión resultan imposibles.
Está a punto de añadir algo. Duda en hacerlo, y el general Lesueur, que ha estado escuchando en silencio con los demás, adivina la intención y enarca una ceja a modo de advertencia. No te metas en jardines, dice el aviso del comandante de la artillería. No te compliques la vida ni me la compliques a mí. Esto es una inspección de rutina. Diles lo que quieren oír, que del resto me encargo yo. Punto.
—Descartada la precisión y centrándonos en el alcance, creo que podríamos obtener mejores resultados con morteros, y no con obuses.
Lo ha dicho. Y no se arrepiente, aunque ahora Lesueur lo fulmina con la mirada.
—Eso está fuera de lugar —replica éste en tono seco—. La prueba que se hizo en noviembre con el mortero Dedòn de doce pulgadas fundido en Sevilla fue un desastre… Los proyectiles ni siquiera alcanzaron las dos mil toesas.
El mariscal Víctor se ha echado atrás en el respaldo de la silla y mira a Lesueur con autoridad. Este es un viejo artillero que se las sabe todas: minucioso y ordenancista, de los que sólo entran cuando saben por dónde irse. El mariscal y él se conocen desde el sitio de Tolón, cuando Víctor aún se llamaba Claude Perrin y ambos bombardeaban reductos realistas y barcos españoles e ingleses en compañía de su colega el capitán Bonaparte. Dejemos explicarse al artista, dice el gesto sin palabras. A ti te tengo cerca todos los días y éste es el que sabe, o al menos así me lo venden. Para eso hemos venido. Para que me cuente. De modo que Lesueur cierra la boca y el duque de Bellune se vuelve hacia Desfosseux, invitándolo a continuar.
—Advertí en su momento que el Dedòn no era la pieza adecuada —prosigue el capitán—. Era de plancha y recámara esférica. Muy incierto en la dirección y peligroso de manejo. Las treinta libras de pólvora que necesitaba calzar eran demasiadas: no se inflamaba toda a la vez, y la menor potencia de salida reducía el alcance… Hasta los cañones convencionales lo superaban en eso.
—Una chapuza típica de Dedòn —dice el mariscal.
Ríen todos, falderos, menos Desfosseux y Ruffin, que mira absorto por la ventana como si buscara presagios particulares afuera. El general Dedòn es hombre odiado en el ejército imperial. Inteligente teórico y artillero consumado, su origen noble y sus maneras irritan a los correosos soldados salidos de la tropa con la Revolución, como es el caso del propio Víctor, que empezó de tambor hace treinta años en Grenoble, ganó el sable de honor en Marengo y reemplazó a Bernadotte en Friedland. Todos procuran desacreditar los proyectos de Dedòn y sepultar sus morteros en el olvido.
—Sin embargo, la idea básica era correcta —apunta Desfosseux, con aplomo profesional.
El silencio que viene a continuación es tan espeso que hasta el general Ruffin se vuelve a mirar al capitán, vagamente interesado. Por su parte, Lesueur ya no enarca sólo una ceja admonitoria a su subordinado. Ahora alza las dos, y los ojos lo taladran, furiosos. Prometedores.
—El problema de la combustión parcial de grandes cargas de pólvora también lo tienen otras piezas —prosigue impertérrito Desfosseux—. Por ejemplo, los obuses Villantroys, o los Ruty.
Más silencio. El duque de Bellune estudia a Desfosseux mientras entrelaza unos dedos, pensativo, en el abundante pelo gris de su cabeza leonina, que le cuida un peluquero español de Chiclana. El capitán sabe que mencionar con poco respeto esos obuses es mentar la madre a los cañoncitos mimados del asedio. Su superior, Lesueur, lleva tiempo pregonando las bondades técnicas de esas piezas. Alentando de forma estúpida, en el estado mayor, esperanzas que Desfosseux considera injustificadas.
—Hay una diferencia fundamental —dice el mariscal—. El emperador opina que el arma adecuada para batir Cádiz son los obuses… Fue él personalmente quien nos envió los diseños del coronel Villantroys.
Zumbido de moscas. Todas las miradas se clavan en Desfosseux, que traga saliva. Qué hago aquí, se pregunta. Embutido en este uniforme de cuello incómodo y manteniendo conversaciones absurdas, en vez de estar en Metz enseñando Física. Maldita sea mi estampa. En el más lejano rincón de España, jugando a soldaditos con espadones cuajados de galones que sólo esperan oír lo que les conviene. O lo que creen les conviene. Con ese cochino de Lesueur, que lo sabe tan bien como yo, pero me deja a los pies de los caballos.
—Con todo el respeto hacia el criterio del emperador, creo que Cádiz debe batirse con morteros, y no con obuses.
—Con todo el respeto —repite el mariscal, sonriente.
Su sonrisa pensativa daría escalofríos a cualquier militar. Pero el capitán Desfosseux es un civil de uniforme. Soldado accidental, mientras dure el campo de experiencias. Cádiz, de momento. Le han puesto un uniforme y hecho venir de Francia para eso. Su reino no es de este mundo.
—Excelencia, hasta los fallos en las espoletas de retardo guardan relación… Las granadas que tiran los obuses obligan a unas mechas inadecuadas. La bomba de mayor diámetro que dispara el mortero, sin embargo, permite incorporar espoletas de mayores dimensiones. Además, por su mayor gravedad, permitiría que toda la pólvora se inflamase en la recámara en el momento del tiro, mejorando el alcance.
El mariscal jefe del Primer Cuerpo sigue sonriendo. Ahora su gesto, sin embargo, trasluce curiosidad. Peligrosa cuando se da en mariscales, generales y gente así.
—El emperador opina de modo diferente. No olvide que es artillero, y tiene a gala serlo… Yo también lo soy.
Asiente Desfosseux, pero no hay quien lo contenga. Siente un calor incómodo bajo la casaca, y una urgente necesidad de desabrocharse el cuello alto y rígido. En todo caso, de perdidos al río: tal vez nunca se le ofrezca otra ocasión de poner las cosas claras. No, desde luego, en un calabozo militar o ante un piquete de fusilamiento. De manera que, tras respirar un par de veces, responde que no pone en duda los méritos artilleros de Su Majestad Imperial, ni los de Su Excelencia el duque de Bellune. Precisamente por eso se atreve a decir lo que dice, sin otro amparo que su ciencia y su conciencia. Lealtad al arma de Artillería y demás. Francia sobre todo y todos. Su patria, etcétera. En cuanto a los obuses, el propio mariscal Víctor estaba presente en el Trocadero cuando se hicieron las pruebas. Y se acordará. Ninguna de las ocho piezas, disparadas a cuarenta y cuatro grados de elevación, alcanzó más de dos mil toesas. Muchos proyectiles estallaron en el aire.
—Por insuficiencia de los mixtos de las espoletas —precisa el general Lesueur, con mala intención.
—Tampoco habrían llegado a la ciudad, de cualquier modo. A cada disparo se aminoraba el alcance… Tampoco ayudaron mucho los granos del fogón.
—¿Y qué pasa con eso? —inquiere el mariscal Víctor.
—Se aflojaban con cada tiro. Eso hacía disminuir la fuerza de impulsión.
Esta vez el silencio es más largo que los anteriores. El mariscal mira con atención el mapa durante un rato. Por la ventana, hacia la que se ha vuelto de nuevo el general Ruffin, sigue oyéndose el ruido de los zapadores que trabajan afuera. Sus golpes de pico y pala. Al cabo, el mariscal aparta la vista de Cádiz.
—Se lo voy a decir de otra manera, capitán… ¿Cómo se llama? Recuérdeme su nombre, por favor.
Glups, suena. La ingestión forzada de saliva parece un pistoletazo. Una mosca —española, cojonera— revolotea por la estancia y va de general en general.
—Simón Desfosseux, Excelencia.
—Pues mire, Desfosseux… Tengo trescientas bocas de fuego de gran calibre apuntando a Cádiz, y la Fundición de Sevilla trabajando veinticuatro horas al día. Tengo mi estado mayor de artillería y lo tengo a usted; que según me aseguró el pobre Senarmont, que en paz descanse, es un genio de la teórica. He puesto a su disposición medios técnicos y autoridad… ¿Qué más necesita para meterle bombas a Manolo por el mismísimo ojete?
—Morteros, Excelencia.
La mosca se le acaba de posar en la nariz al duque de Bellune.
—Morteros, dice.
—Eso es. De mayor calibre que el modelo Dedòn: catorce pulgadas.
Víctor aparta la mosca de un manotazo. Con el gesto apunta el brusco cuartelero, vulgar bajo los alamares y entorchados del uniforme.
—Olvídese de los putos morteros. ¿Me oye?
—Perfectamente, Excelencia.
—Si el emperador dice que usemos obuses, se usan obuses y no hay más que hablar.
Alza el capitán Desfosseux una mano, pidiendo cuartel. Un minuto más, tan sólo. Porque en tal caso, argumenta, debe hacer una pregunta al señor mariscal. ¿Quiere Su Excelencia que las bombas estallen en Cádiz, o basta con que caigan allí?… Dice eso y se queda callado, esperando. Tras una breve vacilación y cambiando un vistazo con sus generales, Víctor responde que no entiende a dónde quiere llegar el capitán. Entonces éste señala de nuevo el mapa del caballete y responde que necesita saber si lo que se busca es causar daños reales en la ciudad, o minar la moral de la gente con la caída de bombas. Si da igual que éstas exploten o no. Si bastaría con daños relativos.
El desconcierto del mariscal es evidente. Se rasca la nariz, allí donde se detuvo la mosca.
—¿Qué entiende por daños relativos?
—El impacto de una bomba maciza o inerte de ochenta libras, que rompiera cosas e hiciera ruido.
—Mire, capitán —Víctor ya no parece irritado—. Lo que yo quiero es arrasar esa maldita península y luego tomarla a la bayoneta con mis granaderos… Pero ya que resulta imposible, pretendo al menos que el Monitor publique en París, sin mentir, que le estamos sacudiendo a toda la ciudad de Cádiz. De punta a punta.
Ahora es Desfosseux quien sonríe al fin. Por primera vez. Tampoco es una mueca descarada, impropia de su rango y situación. Se trata sólo de un esbozo discreto. Prometedor.
—He hecho unas pruebas con un obús de diez pulgadas que dispara balas especiales. O en realidad muy simples: sin pólvora para estallar. Ni espoleta, ni carga. Unas de hierro macizo y otras rellenas con plomo. Parecen interesantes en cuanto al alcance, si logro resolver algún problema secundario.
—¿Y eso qué daño hace al caer?
—Rompe cosas. Con suerte, acierta en algún edificio. A veces mata o lisia a alguien. Hace mucho ruido. Y quizá logre cien o doscientas toesas más de alcance.
—¿Eficacia táctica?
—Ninguna.
Víctor cambia un vistazo con el general Lesueur, que lo confirma todo con un gesto, muy sobrado, aunque Desfosseux sabe que no tiene ni idea de lo que hablan. El carácter real de las últimas pruebas con Fanfán lo conocen sólo el teniente Bertoldi y él.
—Bueno. Algo es algo. Suficiente para el Monitor, de momento. Pero no abandone a los clásicos. Siga trabajando en los obuses con bombas convencionales, las espoletas y demás. Nunca está de sobra ponerle una vela a Cristo y otra al diablo.
Se levanta el duque. Por reflejo automático, se estiran todos. Al oír el ruido de la silla, el general Ruffin deja de mirar por la ventana.
—Y otra cosa, capitán. Estalle o no estalle: si logra colocar una bomba encima de la iglesia de San Felipe Neri, donde se reúne ese consejo de bandoleros que allí llaman Cortes, lo asciendo a comandante. ¿Me oye?… Tiene mi palabra.
Tuerce el gesto el general Lesueur, y Víctor lo advierte.
—¿Qué pasa? —lo interpela altanero—. ¿No le parece bien?
—No es eso, mi general —se excusa el otro—. El capitán Desfosseux ya ha rechazado dos veces un ascenso como el que Su Excelencia le ofrece.
Dice eso y mira al interesado con transparente mezcla de sentimientos: algo de celos y un resquemor suspicaz. En su mundo de militar profesional, cualquier individuo que se niega a ascender resulta sospechoso. Se trata de una contradicción manifiesta con el espíritu al uso entre los veteranos del Imperio: ascender en grado y honores desde soldado raso hasta que uno pueda, como el duque de Bellune y el propio general Lesueur, saquear tierras, pueblos y ciudades bajo su mando y enviar el botín a su residencia en Francia. Tres décadas de gloria republicana, consular e imperial, tragando fuego sin poner mala cara, son perfectamente compatibles con morir rico y, si es posible, en la cama. Una razón más, en fin, para desconfiar de quien, como Desfosseux, pretende desfilar con música propia. De no ser por su reconocida destreza técnica, Lesueur lo habría mandado hace tiempo a pudrirse en un reducto, en los insalubres caños que rodean la isla de León. Pisoteando fango.
—Vaya —comenta Víctor—. Un individualista, por lo que veo. Tal vez nos mira por encima del hombro a los que sí ascendemos.
Otro silencio tenso. Lógico, por otra parte. Roto por una carcajada del mariscal. El toque Víctor.
—Bien, capitán. Haga su trabajo y recuerde lo de la bomba en San Felipe. Mi oferta de recompensa sigue en pie… ¿Ha pensado en otra que le cuadre más?
—Un mortero de catorce pulgadas, Excelencia.
—Fuera de aquí —el héroe de Marengo señala la puerta—. Quítese de mi vista, maldito cabrón.
El taxidermista entra temprano en la jabonería de Frasquito Sanlúcar. Ésta se encuentra en la calle Bendición de Dios, junto al Mentidero. Tienda oscura y fresca, estrecha, con ventana a un patio interior y mostrador al fondo, ante una cortina que lleva al almacén. Cajas apiladas, cajones con tapas de cristal mostrando las mercancías. Frascos para los productos finos. Colores y aromas, olor a jabones y esencias. En la pared, una estampa coloreada del rey Fernando VII y un viejo barómetro de barco largo y estrecho, de columna.
—Buenos días, Frasquito.
El jabonero viste guardapolvo gris. Es pelirrojo, con aspecto más inglés que español, pese a su apellido. Lleva lentes. Las manchas pecosas de la cara le ascienden por las entradas del pelo ensortijado y escaso.
—Buenos días, don Gregorio. ¿Qué se le ofrece?
Gregorio Fumagal —tal es el nombre del taxidermista— le sonríe al jabonero. Es cliente asiduo, pues los géneros de Frasquito Sanlúcar son los mejores y más variados de Cádiz: desde pomadas y jabones transparentes y finos de tocador, traídos del extranjero, hasta los españoles ordinarios de lavar.
—Quiero tinte para el pelo. Y dos libras del jabón blanco que me llevé el otro día.
—¿Le pareció bueno?
—Estupendo. Y tenía usted razón. Limpia perfectamente la piel de los animales.
—Se lo dije. Sale mejor que el que le servía antes. Y más económico.
Dos mujeres jóvenes entran en la tienda. No tengo prisa, dice el taxidermista, y se aparta del mostrador mientras Sanlúcar las atiende. Son vecinas del barrio, clase popular: mantoncillos de lana basta sobre sayas de anascote, pelo recogido con horquillas, cestas de la compra al brazo. Desenvueltas como suelen ser las gaditanas. Una es menuda y bonita, de piel clara y manos finas. Gregorio Fumagal las observa mientras curiosean en las cajas y sacos de género.
—Ponme media libra de ese amarillo, Frasquito.
—Ni hablar. Ése no es para ti. Demasiado sebo, niña.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Que es de mucha grasa. Algo cochinillo. Al poco de lavarse queda una poquita de olor… Te voy a poner de este otro, que es de sebo fino y aceite de sésamo. Un lujo.
—Seguro que también es más caro. Que te conozco.
Frasquito Sanlúcar pone cara de inocencia resignada.
—Una miaja más caro sí es. Pero tú mereces un jabón de reina mora. Alta calidad. Tronío. Por guapa. Este mismo, sin ir más lejos, es el que usa la emperatriz Josefina.
—¿De verdad?… Pues para ella. Yo no quiero jabón de gabacha.
—Quieta ahí, niña. Que no he terminado. También lo usa la reina de Inglaterra. Y la infanta Carlota de Portugal. Y la condesa de…
—Tampoco tienes cuento ni nada, Frasquito.
El jabonero ha cogido una caja y se dispone a envolverla con papel de color. Cuando los clientes son mujeres, suele empaquetar los géneros en cajas vistosas con bonitos papeles y etiquetas. Un reclamo para la tienda.
—¿Cuántas libras has dicho que te ponga, mi alma?
Al despedirse las dos jóvenes, Gregorio Fumagal se aparta para dejarles paso y se las queda mirando mientras salen.
—Disculpe, don Gregorio —lo atiende el jabonero—. Gracias por su paciencia.
—Veo que sigue teniendo buen surtido, a pesar de la guerra.
—No me quejo. Con el puerto libre no falta de nada. Hasta género francés llega. Y menos mal, porque Cádiz es una ciudad hecha a lo de afuera, y el jabón español tiene mala fama… Se dice que lo adulteramos mucho.
—¿También adultera usted?
Sanlúcar compone una mueca digna. Hay mezclas buenas y malas, responde. Y fíjese, añade señalando una caja de pastillas de un blanco inmaculado. Jabón alemán. Lleva mucha grasa porque allí no tienen aceite, pero la purifican hasta hacerla inodora. En cambio, nadie quiere jabones de tocador españoles. Ha habido mucha chapuza, y la gente no se fía. Al final siempre pagan —pagamos, se incluye el jabonero tras una pausa— justos por pecadores.
Suena un trueno sordo, distante. Bum. Apenas una vibración leve en el suelo de madera y el vidrio de la ventana. Los dos escuchan un instante, atentos.
—¿Preocupan las bombas por aquí?
—No mucho —con aire indiferente, Sanlúcar envuelve en papel de estraza las dos libras de jabón y el frasco de tinte para el pelo—. Este barrio queda lejos. Ni siquiera llegan a San Agustín, las que más.
—¿Cuánto le debo?
—Siete reales.
El taxidermista pone sobre el mostrador un duro de plata y espera el cambio, vuelto a medias en la dirección de la que vino el estampido.
—De todas formas, se acercan poco a poco.
—No demasiado, gracias a Dios. Esta mañana pegó una en la calle del Rosario. Es la que más próxima ha caído, y ya ve: a mil varas. Por eso mucha gente de ese lado, la que no tiene casas de parientes donde ir, empieza a pasar la noche en esta parte de la ciudad.
—¿Al raso?… Menudo espectáculo.
—Y que lo diga. Vienen cada vez más, con colchones, mantas y gorros de dormir, y se meten en los portales que les dejan, y en donde pueden… Dicen que las autoridades pondrán barracas en el campo de Santa Catalina, para alojarlos. Detrás de los cuarteles.
Cuando Gregorio Fumagal sale de la jabonería con su paquete bajo el brazo, las dos mujeres jóvenes caminan delante de él, mirando las puertas de las tiendas. El taxidermista las observa de reojo, y dejando atrás el Mentidero se dirige a la parte oriental de la ciudad por las calles rectas y bien trazadas —de forma que corten el paso a vientos levantes y ponientes— próximas a la plaza de San Antonio. De camino se detiene en la botica de la calle del Tinte, donde compra tres granos de solimán, seis onzas de alcanfor y ocho de arsénico blanco. Después sigue hasta la esquina de Amoladores con el Rosario, donde varios parroquianos, sentados a la puerta de una tienda de montañés, despachan una botella de vino mientras contemplan el edificio alcanzado a las nueve de la mañana por una bomba. La casa ha perdido parte de su fachada. Desde la calle pueden verse tres plantas abiertas de arriba abajo, mostrando un destrozo vertical de vigas rotas, puertas que dan al vacío, alguna estampa o cuadro torcido en la pared, una cama y otros muebles milagrosamente en equilibrio sobre el desastre. Un paisaje de intimidad doméstica puesto al desnudo de forma casi obscena. Vecinos, soldados y rondines apuntalan los pisos y remueven escombros.
—¿Ha habido víctimas? —pregunta Fumagal al montañés.
—Ninguna grave, gracias a Dios. No había nadie en la parte que se vino abajo. Sólo la dueña y una criada están heridas… La bomba cayó rompiéndolo todo, pero sin más desgracias.
El taxidermista se acerca al lugar donde un grupo de curiosos observa los restos del artefacto: fragmentos de hierro y de plomo entre los cascotes. El plomo son piezas finas de medio palmo, enroscadas como tirabuzones. Se trata, oye contar Fumagal, del domicilio de un comerciante francés, internado hace tres años en los pontones de la bahía. Los nuevos dueños lo convirtieron en casa de huéspedes. La patrona se encuentra en el hospital con las dos piernas rotas, después de ser rescatada entre los escombros. La criada escapó con algunas contusiones.
—Han vuelto a nacer —apunta una vecina, santiguándose.
Los ojos atentos del taxidermista se fijan en todo. La dirección de la que vino la bomba, el ángulo de incidencia, los daños. Viento de levante, hoy. Moderado. Procurando no llamar la atención, camina desde el lugar donde cayó el proyectil hasta la esquina de la iglesia del Rosario mientras cuenta los pasos y calcula la distancia: unas veinticinco toesas. Discretamente lo anota con un lápiz de plomo en un cuadernito con tapas de cartón que saca del bolsillo del sobretodo; de allí lo trasladará más tarde al mapa que tiene dispuesto en la mesa de su gabinete. Rectas y curvas. Puntos de impacto en la trama en forma de telaraña que crece lentamente sobre el trazado de la ciudad. Estando en ello ve pasar a las dos mujeres jóvenes que vio en la tienda del jabonero, que acuden a curiosear los estragos de la bomba. Mientras las observa de lejos, el taxidermista tropieza con un hombre tostado de tez que viene en dirección contraria, vestido con sombrero negro de puntas y casaca de paño azul con botones dorados. Tras breve disculpa por parte de Fumagal, cada uno sigue su camino.
Pepe Lobo no presta atención al hombre vestido de oscuro que se aleja despacio, con dos paquetes en las manos largas y pálidas. El marino tiene otras cosas en que pensar. Una de ellas es el modo en que se acumula su mala suerte. Bajo los escombros de la pensión donde vive —o ha vivido hasta hoy— está sepultado su baúl de camarote con el equipaje. No es que dentro haya gran cosa, pero allí quedan tres camisas y otra ropa blanca, una casaca, calzones, un catalejo y un sextante ingleses, un reloj de longitud, cartas náuticas, dos pistolas y algunos objetos necesarios, entre ellos su patente de capitán. Dinero, ninguno; el que posee es tan escaso que puede llevarlo encima. Apenas hace ruido en el bolsillo. El resto, lo que le adeudan del último viaje, ignora cuándo lo cobrará. Su última visita al armador de la Risueña acaba de efectuarla hace media hora con resultados poco alentadores. Pásese en unos días, capitán. Cuando hayamos hecho balance de ese viaje desastroso y todo esté resuelto. Primero tenemos que pagar a los acreedores con los que nos comprometió el retraso del barco. Su retraso, señor. Espero que se haga cargo del problema. ¿Perdone? Ah, sí. Lo lamento. No tenemos ningún otro mando disponible. Por supuesto que le avisaremos llegado el caso. Descuide. Y ahora, si me permite. Que usted lo pase bien.
Cruzando la calle, el marino se acerca a la gente reunida ante la casa. Comentarios indignados, insultos a los franceses. Nada nuevo. Se abre paso entre los curiosos hasta que un sargento de Voluntarios le dice, con malos modos, que no puede ir más allá.
—Vivo en la casa. Soy el capitán Lobo.
Mirada de arriba abajo.
—¿Capitán?
—Eso es.
El título no parece impresionar al otro, que viste el uniforme azul y blanco de las milicias urbanas; pero como gaditano que es, olfatea al marino mercante y suaviza la actitud. Cuando Lobo explica lo del baúl, el sargento ofrece que un soldado ayude a buscarlo, desescombrando, a ver qué puede rescatarse de aquella ruina. De manera que Lobo da las gracias, se quita la casaca, y en mangas de camisa se pone a la faena. No va a ser fácil, piensa inquieto mientras remueve piedras, ladrillos y maderos rotos, encontrar otro alojamiento decente. La afluencia de forasteros lleva al extremo la escasez de vivienda. Cádiz ha duplicado su número de habitantes: pensiones y posadas están llenas, e incluso cuartos y terrazas de casas particulares se alquilan o subarriendan a precios extravagantes. Es imposible encontrar nada por menos de 25 reales diarios, y el alquiler anual de una vivienda modesta supera ya los 10.000. Cantidades, ésas, que no todos pueden pagar. Algunos refugiados pertenecen a la nobleza, disponen de recursos, reciben dinero de América o alcanzan rentas de sus tierras, situadas en zona enemiga, a través de casas de comercio de París y Londres; pero la mayor parte son propietarios arruinados, patriotas que se negaron a jurar al rey intruso, empleados cesantes, funcionarios de la antigua administración traídos por el flujo y reflujo de la guerra, siguiendo con sus familias a la Regencia fugitiva desde la entrada de los franceses en Madrid y Sevilla. Innumerables emigrados se hacinan en la ciudad sin medios para vivir con decoro, y el número crece con los que a diario huyen de la España ocupada o en peligro de serlo. Por fortuna no faltan alimentos, y la gente se avía como puede.
—¿Es éste su baúl, señor?
—Maldita sea… Lo era.
Dos horas más tarde, un sucio, sudoroso, resignado Pepe Lobo —no es la primera vez que lo dejan con poco más de lo puesto— camina cerca de la Puerta de Mar, cargado con un talego de lona donde lleva los restos de su particular naufragio: las pocas pertenencias que pudo rescatar del baúl aplastado. Ni el sextante, ni el catalejo, ni las cartas náuticas han sobrevivido al desplome. El resto, a duras penas. En todo caso, de no haber ido temprano a visitar al armador de la Risueña, podría haber sido peor. Él mismo bajo los escombros, quizás. Un bombazo y angelitos al cielo, o a donde le toque ir cuando piquen las ocho campanadas. Situación incómoda, en resumen. Delicada. De todas formas, una ciudad como Cádiz siempre deja margen de maniobra: la idea lo conforta un poco mientras se interna por las callejas y tabernas cercanas al Boquete y la Merced, entre marineros, pescadores, mujerzuelas, chusma portuaria, extranjeros y refugiados de la más baja condición. Allí, en lugares que tienen nombres elocuentes como calle del Ataúd, o de la Sarna, conoce antros donde todavía un marino puede encontrar un jergón para pasar la noche a cambio de pocas monedas; aunque sea preciso dormir con una mujer, un ojo abierto y un cuchillo bajo la casaca doblada que haga las veces de almohada.
El tiempo parece suspendido en el silencio de las criaturas inmóviles que ocupan las paredes del gabinete. La luz que entra por la puerta acristalada de la terraza se refleja en los ojos de vidrio de las aves y mamíferos disecados, en el barniz que cubre la piel de los reptiles, en los grandes frascos de cristal cuya ingravidez química preserva, en posturas fetales, criaturas inmóviles de piel amarillenta. En la habitación sólo se oye el rasgueo apresurado de un lápiz. En el centro de ese mundo singular, Gregorio Fumagal escribe con letra apretada, diminuta, en una pequeña hoja de papel muy fino. Vestido con bata y bonete de lana, el taxidermista está de pie, un poco inclinado sobre un atril alto, de escritorio. De vez en cuando desvía la vista para mirar el plano de Cádiz desplegado sobre la mesa de despacho, y en dos ocasiones coge una lupa y se aproxima a éste para estudiarlo de cerca, antes de volver al atril y continuar escribiendo.
Suenan las campanas de la iglesia de Santiago. Fumagal dirige una mirada al reloj de bronce dorado puesto sobre la cómoda, se apresura en las últimas líneas de escritura, y sin releer el papel lo enrolla hasta hacer con él un cilindro corto, muy fino, que introduce en un cañón de pluma de ave que saca de un cajón y sella con cera por ambos extremos. Después abre la puerta acristalada y asciende los pocos escalones que llevan a la terraza. En contraste con la luz moderada del gabinete, la brutal claridad hiere allí la vista. A menos de doscientos pasos de distancia, la cúpula inacabada y el arranque de los campanarios de la catedral nueva, todavía con andamios alrededor, se recortan en el cielo de la ciudad sobre el amplio paisaje del mar y la línea de arena, blanca de sol y ondulante de reverberación, que a lo largo del arrecife se aleja y curva hacia Sancti Petri y las alturas de Chiclana, como un dique que estuviese a punto de verse desbordado por el azul oscuro del Atlántico.
Fumagal suelta la gaza de cordel que cierra la puerta del palomar, y se mete dentro. Su presencia allí es habitual; los animales apenas se alteran. Un breve agitar de alas. El zureo de las aves sueltas o enjauladas y el olor familiar a cañamones y arvejas secas, aire tibio, plumas y excrementos, envuelven al taxidermista mientras elige, entre las palomas que están encerradas en jaulas, el ejemplar adecuado: un macho fuerte de plumaje gris azulado, pechuga blanca y reflejos verdes y violetas en el cuello, protagonista ya de varias idas y venidas entre uno y otro lado de la bahía. Se trata de un buen ejemplar, cuyo extraordinario sentido de la orientación lo convierte en fiel mensajero del emperador, veterano superviviente de lances bajo sol, lluvia o viento, inmune hasta ahora a garras de rapaces y escopetazos suspicaces de bípedos implumes. Otros hermanos de palomar no regresaron de sus arriesgadas misiones; pero éste llegó siempre a su destino: viaje de ida de dos a cinco minutos de duración, según el viento y el clima, volando en valerosa línea recta sobre la bahía, con feliz retorno clandestino en jaula disimulada y embarcación de contrabandista pagadas con oro francés. Librando el ave tan particular combate —su propia y minúscula guerra de España— a trescientos pies de altura.
Tras hacerse con el palomo y sostenerlo con cuidado buche arriba, Fumagal comprueba que está sano y tiene las plumas remeras y timoneras completas. Después ata con torzal de seda encerado el tubito del mensaje a una pluma fuerte de la cola, cierra el palomar y se acerca al pretil de la terraza que da a levante; allí donde las torres de vigía que se alzan sobre la ciudad ocultan la bahía y la tierra firme. Con mucha precaución, tras asegurarse de que nadie lo observa desde las terrazas próximas, el taxidermista da suelta al ave, que emite un gozoso chasquido de libertad y revolotea medio minuto alrededor, cada vez a más altura, orientándose. Al fin, detectado por su fino instinto el lugar exacto al que debe dirigirse, se aleja veloz, batiendo acompasadamente las alas en dirección a las líneas francesas del Trocadero: una mota cada vez más pequeña en el cielo, casi inapreciable enseguida, que termina perdiéndose de vista.
Inmóvil en la terraza, las manos en los bolsillos de su bata gris, Gregorio Fumagal mira durante largo rato los tejados y torres de la ciudad. Al fin da media vuelta, baja por la escalera y regresa al gabinete, que tras la fuerte luz exterior parece ahora intensamente oscuro. Como cada vez que envía una paloma a levante, el taxidermista siente una extraña euforia interior. Sensación de poder extremo, conexión espiritual con energías inexplicables, casi magnéticas, desencadenadas desde el otro lado de la bahía por su personal orientación y voluntad. Nada menos banal ni inocente, concluye, que esa paloma ahora lejos, conduciendo ciegamente la clave, el catalizador de complejas relaciones entre los seres vivos, su vida y su muerte.
La última palabra del razonamiento gravita sobre los animales inmóviles. El perro a medio disecar sigue sobre la mesa de mármol, cubierto por un lienzo blanco. Es aquélla una labor paciente, como la otra. Propia de gente tranquila. Algunas partes del cuerpo ya están armadas con alambre que refuerza los huesos y articulaciones, y ciertas cavidades naturales rellenas de borra. Las cuencas vacías de los ojos siguen obstruidas por bolas de algodón. El animal huele fuerte, a sustancias que lo preservan de la descomposición. Tras picar y mezclar en un mortero el jabón de Frasquito Sanlúcar junto con arsénico, solimán y espíritu de vino, el taxidermista empieza a extenderlo cuidadosamente con una brocha de crin sobre la piel del perro, siguiendo con suavidad el sentido del pelo mientras seca la espuma con una esponja.
Cuando el reloj de la cómoda da una campanada, Fumagal le dirige otra mirada rápida, sin interrumpir su trabajo. El palomo habrá llegado a su destino, piensa. Con el mensaje. Eso significa nuevas rectas y curvas, impactos y estallidos. Fuerzas poderosas volverán a ponerse hoy mismo en marcha, espesando la telaraña sobre el mapa, donde la última bomba caída figura ya con una marca en forma de cruz.
Al oscurecer, decide, saldrá a dar un paseo. Largo. En esta época del año, las noches en Cádiz, son deliciosas.
Rogelio Tizón apenas prueba el vino; a lo más que llega es a un panecillo empapado en él a media mañana. Hoy despacha la cena con agua, como suele. Sopa, un muslo de pollo cocido. Algo de pan. Todavía monda el hueso cuando llaman a la puerta. La criada —una mujer mayor, pequeña y cetrina— acude a abrir y anuncia a Hipólito Barrull, que trae un cartapacio con papeles.
—No sé si hago bien incomodándolo a estas horas, comisario. Pero se mostró muy interesado. ¿Recuerda?… Huellas en la arena.
—Claro que sí —Tizón se ha levantado, limpiándose boca y manos con la servilleta—. Y usted no incomoda nunca, profesor. ¿Quiere tomar alguna cosa?
—No, gracias. Cené hace rato.
El policía dirige una mirada a su mujer, sentada al otro lado de la mesa: en extremo delgada, ojos oscuros, apagados, con cercos de fatiga que acentúan su aspecto marchito. La boca, de labios apretados, es adusta. Todos saben en la ciudad que esa mujer seca y triste fue hermosa una vez. Y feliz también, quizás, en otro tiempo. Antes de perder a su única hija, dicen unos. Antes de casarse, dicen otros con gesto revelador. Qué le voy a contar, vecina. Esto es Cádiz. Menuda cadena perpetua, ser mujer del comisario Tizón. ¿Que si es cierto lo que cuentan, que le pega? Eso sería lo de menos, compadre. Digo. Que sólo le pegara.
—Nos vamos a la salita, Amparo.
La mujer no responde. Se limita a dirigir una sonrisa ausente al profesor y permanece inmóvil, los dedos de la mano izquierda, donde lleva el anillo de matrimonio, haciendo una torpe bolita de pan sobre el mantel. Frente a su plato intacto.
—Acomódese, profesor —Tizón ha cogido un quinqué encendido y gira la ruedecilla de la mecha para aumentar la llama—. ¿Quiere café?
—No, gracias. No dormiría en toda la noche.
—A mí me da igual: con café o sin él, últimamente no pego ojo. Pero un cigarro sí fumará conmigo. Olvide el rapé por un rato.
—A eso no le digo que no.
La salita de estar es cómoda, con ventanas —ahora cerradas— a la Alameda, sillones y sillas de damasco y madera tallada, mesa camilla con brasero, mesita baja y piano arrimado a la pared, que nadie toca desde hace once años. Hay cuadros de torpe factura y algunas estampas sobre el empapelado de las paredes, y también un canterano de nogal con tres docenas de libros en la parte superior: algo de historia de España, un par de tratados sobre higiene urbana, cuadernillos de ordenanzas reales en rústica, un diccionario de la lengua castellana, un Quijote del editor Sancha en cinco volúmenes, los Romances de Germanías y Vocabulario de Juan Hidalgo, y los dos tomos dedicados a Cádiz y Andalucía en los Anales de España y Portugal de Juan Álvarez de Colmenar.
—Pruebe éste —Tizón abre una cigarrera—. Llegó hace dos días de La Habana.
Tabaco gratis, dicho sea de paso. Sin reparos. El comisario acaba de hacerse con ocho buenas cajas de excelentes cigarros como parte del pago —el resto, 200 reales en duros de plata— por validar el pasaporte dudoso de una familia emigrada. Fuman los dos hombres en torno a un cenicero de metal con la figura de un perro de caza. Dejando allí el habano recién encendido, Hipólito Barrull se ajusta los lentes, abre el cartapacio y coloca ante Tizón unas páginas manuscritas. Luego recupera el cigarro, le da una chupada y se recuesta en el sillón mientras sonríe a medias, el aire satisfecho.
—Huellas en la arena —repite, echando despacio el humo—. Creo que era esto a lo que se refería.
Tizón mira los papeles. Le son vagamente familiares, y reconoce en ellos la letra del propio Barrull:
Siempre te encuentro, hijo de Laertes, en busca de alguna treta para apoderarte de tus enemigos…
Ha leído eso antes, confirma. Hace mucho. Las páginas están numeradas pero no tienen título ni encabezamiento. El texto viene en forma de diálogo: Atenea, Odiseo. «El paso te conduce certero por tu buen olfato, propio de una perra laconia». Con el cigarro entre los dientes, alza la vista en demanda de una explicación.
—¿No lo recuerda? —pregunta Barrull.
—Vagamente.
—Le di a leer unas páginas hace tiempo. Es mi pésima traducción del Ayante de Sófocles.
Con pocas palabras más, el profesor le refresca la memoria. En su juventud, Barrull se aplicó durante algún tiempo a la tarea —nunca rematada— de traducir a la lengua castellana las tragedias de Sófocles recogidas en la primera edición impresa de estas obras, hecha en Italia en el siglo XVI. Y hace cosa de tres años, antes de la guerra con los franceses, comentando el asunto con Tizón mientras jugaban al ajedrez en el café del Correo, mostró éste curiosidad por el Ayante, al contarle el profesor que el primer acto empezaba con una pesquisa casi policial por parte de Odiseo. Más conocido por Ulises entre los amigos.
—Naturalmente. Qué estúpido soy.
Rogelio Tizón golpea las hojas con un dedo y chupa el cigarro. Al fin lo recuerda todo. Barrull le prestó entonces el manuscrito de la tragedia sofoclea, y él lo leyó con interés, aunque la historia no le pareció gran cosa. Sin embargo, de su lectura retuvo la imagen de Ulises cuando, en pleno asedio de Troya, investiga la matanza hecha por el guerrero Ayante, o Ayax, entre las ovejas y bueyes del campamento griego. Ayante ha enloquecido por una ofensa de sus compañeros, relacionada con las armas del difunto Aquiles. Y ante la imposibilidad de vengarse, desahoga su cólera en los animales, a los que tortura y mata en su tienda.
—Tenía usted razón con lo de la playa y las huellas en la arena… Lea, por favor.
Tizón lo está haciendo. Y no pierde palabra:
Te veo junto a la tienda marina de Ayante en el lugar extremo de la playa, siguiendo desde hace rato la pista y midiendo las huellas recién impresas en la arena…
Así que era ése el recuerdo, se dice desconcertado. Unos cuantos papeles leídos tres años atrás. Una tragedia griega.
Hipólito Barrull parece advertir la decepción del policía.
—Es menos de lo que esperaba, ¿verdad?
—No, profesor. Será útil, sin duda… Lo que necesito es averiguar qué relación puede haber entre lo que recuerdo de su Ayante y los sucesos actuales.
—No me aclaró nada el otro día sobre la naturaleza exacta de tales sucesos… ¿Se refiere al asedio francés o a la muerte de esas pobres muchachas?
Tizón mira la brasa del cigarro, buscando una respuesta. Al cabo encoge los hombros. Ahí está el problema, responde. Me siento como si una cosa y otra tuvieran que ver.
Sacude Barrull la cabeza, alargando el rostro equino en una mueca escéptica.
—¿Se refiere a su olfato policial, comisario? ¿El de, con perdón, pues sólo cito a los clásicos, perra laconia?… Si disculpa mi franqueza, eso parece absurdo.
Mueca de fastidio. Ya lo sé, murmura Tizón mientras manosea las páginas leyendo líneas sueltas. Ninguna luz, todavía. Barrull lo estudia en silencio, con visible interés, soltando aros de humo.
—Diablos, don Rogelio —dice al fin—. Es una caja de sorpresas.
—¿Por qué dice eso?
—Nunca imaginé que alguien como usted metería a Sófocles en esto.
—¿Y qué es alguien como yo?
—Ya sabe… Más bien crudo.
Nuevos aros de humo. Silencio. Es comisario de policía, añade Barrull al cabo de unos instantes. Está acostumbrado a tragedias no escritas sino reales. Y lo conozco: es un tipo racional. Sensato. Así que me pregunto si de verdad puede establecer relaciones razonables. De una parte tiene a un asesino, o a varios. De la otra, la situación que los franceses imponen. Pero es cuanto tiene.
Emite el comisario una risita sesgada, por el lado de la boca que el cigarro deja libre. Reluce allí el colmillo de oro.
—También tengo a su amigo Ayante, para complicar las cosas. Asedio de Troya, asedio de Cádiz.
—Con Ulises de investigador —Barrull descubre los dientes amarillos—. De colega. Aunque juzgando por su cara, tampoco esos papeles aclaran nada.
Tizón hace un gesto vago.
—Tendría que leerlos otra vez, despacio.
La llama del quinqué se refleja en los lentes del profesor.
—Disponga de ellos con toda confianza… A cambio, lo espero mañana en el café, delante del tablero. Dispuesto a destrozarlo sin piedad.
—Como suele.
—Como suelo. Si no tiene otras ocupaciones, naturalmente.
La mujer está en la puerta de la salita. No la han oído entrar. Rogelio Tizón advierte su presencia y se vuelve a mirarla irritado, pues cree que ha estado escuchando. No es la primera vez. Pero ella da un paso adelante, y cuando la luz ilumina sus facciones sombrías, el comisario comprende que trae alguna noticia, y ésta no es buena.
—Viene a buscarte un rondín. Han encontrado muerta a otra muchacha.