Vivenna, hija primogénita de Dedelin, rey de Idris, contempló la grandiosa ciudad de T’Telir. Era el lugar más feo que había visto en su vida.
La gente se abría paso entre las calles, envuelta en fragantes olores, chillando, hablando, apestando, tosiendo, chocando unos contra otros. El pelo de Vivenna pasó a hacerse gris y ella se arrebujó en su chal mientras mantenía su imitación, pues de eso se trataba, de una mujer mayor. Había temido destacar. No tendría que haberse preocupado. ¿Quién podría destacar en semejante confusión?
Sin embargo, era mejor cubrirse las espaldas. Había llegado a T’Telir hacía apenas unas horas, con la intención de rescatar a su hermana, no de dejarse secuestrar.
Era un plan osado. Apenas podía creer que lo hubiera logrado. Con todo, de las muchas cosas que sus tutores le habían enseñado, una destacaba en su mente: un líder era alguien que actuaba. Nadie más iba a ayudar a Siri, y por eso era cosa de Vivenna.
Sabía que carecía de experiencia. Esperaba que su conciencia de ello la ayudara a no ser demasiado temeraria, pero tenía la mejor educación y el mejor conocimiento político que su reino podía proporcionar, y gran parte de su formación se había centrado en la vida en Hallandren. Como devota seguidora de Austre, había practicado toda la vida para evitar destacar. Así pues, lograría conservar el anonimato en una ciudad tan vasta y desorganizada como T’Telir.
Y desde luego que era vasta. Vivenna había memorizado mapas, pero no la habían preparado para las vistas, los sonidos, los olores y colores de la ciudad un día de mercado. Incluso el ganado llevaba lazos brillantes. Vivenna se encontraba a un lado de la calle, encorvada junto a un edificio envuelto en ondeantes estandartes. Delante de ella, un pastor conducía a un pequeño rebaño de ovejas hacia la plaza del mercado. Todas habían sido teñidas de un color distinto. «Pero ¿no estropeará eso la lana?», pensó Vivenna agriamente. Los diferentes colores en los animales le chirriaban tanto que tuvo que apartar la mirada.
«Pobre Siri. Atrapada en mitad de todo esto, encerrada en la Corte de los Dioses, probablemente tan obnubilada que apenas podrá pensar». Vivenna había sido entrenada para tratar con los terrores de Hallandren. ¿Cómo se las apañaría la pequeña Siri?
Dio una patadita contra el suelo mientras esperaba a la sombra de una gran estatua de piedra. «¿Dónde está ese hombre?», se preguntó. Parlin todavía no había regresado de su exploración.
No había nada que hacer sino esperar. Contempló la estatua: estaba dedicada al famoso D’Denir Celabrin. La mayoría de las estatuas representaban a guerreros. Se alzaban en todas las poses imaginables por toda la ciudad, armados y a menudo ataviados con ropajes de colores. Según sus lecciones, al pueblo de T’Telir le parecía un pasatiempo divertido vestir a las estatuas. Se decía que las primeras habían sido encargadas por Dalapaz el Bendito, el retornado que se había hecho con el control de Hallandren al final de la Multiguerra. El número de estatuas había ido en aumento cada año a medida que los Retornados las iban pagando con un dinero, naturalmente, que procedía del mismo pueblo.
«Exceso y despilfarro», pensó Vivenna, sacudiendo la cabeza. Finalmente, advirtió que Parlin regresaba. Frunció el ceño al ver que llevaba un ridículo tocado en la cabeza: parecía un calcetín, aunque mucho más grande. El brillante sombrero verde caía a un lado de su rostro cuadrado, y parecía fuera de lugar en contraste con sus ropas de viaje marrón oscuro. Alto pero no desgarbado, Parlin era sólo unos años mayor que Vivenna. Lo conocía de toda la vida: el hijo del general Yarda había vivido prácticamente en palacio. Recientemente había estado en los bosques, vigilando la frontera con Hallandren o protegiendo uno de los pasos del norte.
—¿Parlin? —dijo ella mientras se acercaba, cuidando de mantener su malestar apartado de su voz y su cabello—. ¿Qué diablos llevas en la cabeza?
—Un sombrero —dijo él, conciso como siempre. No es que fuera rudo: sólo parecía que apenas tenía algo que decir.
—Ya veo que es un sombrero, Parlin. ¿De dónde lo has sacado?
—El hombre del mercado dijo que eran muy populares.
Vivenna suspiró. Había dudado en traer a Parlin a la ciudad. Era un buen hombre, más fiable que nadie, pero la existencia que conocía era la de vivir en los bosques y proteger puestos aislados. Aquella ciudad probablemente le resultaba abrumadora.
—Pues es ridículo, Parlin —dijo Vivenna, el pelo controlado para mantener a raya el rojo—. Y te hace destacar.
Parlin se quitó el sombrero y se lo guardó en el bolsillo. No dijo nada más, pero se dio la vuelta y contempló las multitudes pasar. Parecían ponerlo tan nervioso como a Vivenna. Tal vez aún más. Sin embargo, ella se alegraba de tenerlo. Era una de las pocas personas que no se chivarían a su padre: sabía que le gustaba a Parlin. Durante su juventud, a menudo le traía regalos del bosque. Normalmente, algún animal que había matado.
Para Parlin, nada mostraba mejor el afecto que un trozo de algo muerto y sangrante en la mesa.
—Este lugar es extraño —dijo—. Aquí la gente se mueve como rebaños.
Sus ojos siguieron a una bonita chica hallandrense. Como la mayoría de las mujeres de T’Telir, la muy pelandusca prácticamente no llevaba nada encima. Blusas abiertas por debajo del cuello, faldas por encima de la rodilla… algunas mujeres incluso llevaban pantalones, como los hombres.
—¿Qué has descubierto en el mercado? —preguntó Vivenna, recuperando su atención.
—Hay un montón de idrianos aquí.
—¿Qué? —dijo Vivenna, olvidando su recato y mostrando sorpresa.
—Idrianos —repitió Parlin—. En el mercado. Algunos intercambiaban mercancías; muchos parecían trabajadores corrientes. Los observé.
Ella frunció el ceño y cruzó los brazos.
—¿Y el restaurante? ¿Has explorado como te pedí?
Él asintió.
—Parece limpio. Me parece extraño que la gente coma comida preparada por desconocidos.
—¿Has visto a alguien sospechoso allí?
—¿Qué sería «sospechoso» en esta ciudad?
—No lo sé. Eres tú quien insistió en adelantarse a explorar.
—Siempre es buena idea cuando se va de caza. Así es menos probable que se espante a los animales.
—Por desgracia, Parlin, las personas no son animales.
—Soy consciente de ello. Los animales tienen sentido.
Vivenna suspiró. Sin embargo, advirtió que Parlin tenía razón al menos en una cosa. Divisó a un grupo de idrianos que caminaban por la calle, uno tirando de un carro que probablemente contenía productos. Eran fáciles de distinguir por sus vestidos apagados y el leve acento de sus voces. Le sorprendió que vinieran tan lejos a comerciar. Pero, claro, el comercio no estaba muy boyante en Idris últimamente.
Reacia, cerró los ojos y, usando el chal para ocultar la transformación, cambió su pelo de gris a marrón. Si había otros idrianos en la ciudad, era improbable que ella destacara. Tratar de actuar como una anciana sería más sospechoso.
Le seguía pareciendo peligroso estar así de expuesta. En Bevalis, la habrían reconocido al instante. Naturalmente, Bevalis sólo tenía unos pocos miles de habitantes. La escala enormemente superior de T’Telir requeriría un ajuste consciente.
Le hizo un gesto a Parlin y, apretando los dientes, se unió a la multitud y en dirección a la plaza del mercado.
El mar Interior era la causa de todo aquello. T’Telir era un puerto de importancia, y los tintes que vendía (hechos con las Lágrimas de Edgli, una flor local) lo convertían en un centro de comercio. Podía ver las pruebas a su alrededor. Sedas y ropas exóticas. Mercaderes de piel bronceada de Tedradel con sus largas barbas negras sujetas en forma de cilindro con cordeles de cuero. Alimentos frescos de las ciudades costeras. En Idris, la población se repartía por las granjas y montañas. En Hallandren, un país que controlaba un buen tercio de la costa del mar interior, las cosas eran distintas. Podían florecer. Crecer.
Volverse extravagantes.
En la distancia, pudo ver la llanura donde estaba la Corte de los Dioses, el lugar más profano a ojos de Austre. Dentro de sus muros, dentro del terrible palacio del rey-dios, Siri estaba cautiva, prisionera del propio Susebron. Lógicamente, Vivenna comprendía la decisión de su padre. En crudos términos políticos, Vivenna era más valiosa para Idris. Si la guerra era segura, tenía sentido enviar a la hija menos útil como táctica dilatoria.
Pero a Vivenna le resultaba difícil pensar en Siri como «menos útil». Era gregaria, pero también la que sonreía cuando los demás estaban deprimidos, la que traía regalos cuando nadie los esperaba. Era enloquecedora pero también inocente. Y era la hermana pequeña de Vivenna, y alguien tenía que cuidar de ella.
El rey-dios exigía un heredero. Ese tendría que haber sido el deber de Vivenna: su sacrificio por su pueblo. Estaba preparada y dispuesta. Le parecía mal que Siri tuviera que pasar por algo tan terrible.
Su padre había tomado la mejor decisión para Idris. Vivenna había tomado la suya. Si iba a haber guerras, entonces ella quería estar preparada para sacar a su hermana de la ciudad cuando se volviera peligrosa. De hecho, pensaba que tenía que haber un modo de rescatar a Siri antes de que estallara la guerra, una manera de engañar a los de Hallandren, haciéndoles creer que Siri había muerto. Algo que salvara a su hermana sin provocar más hostilidades.
No era algo que su padre pudiera aceptar. Así que no se lo había dicho. Era mejor que negara estar implicado si las cosas salían mal.
Avanzó calle abajo, cuidando de no llamar la atención. Salir de Idris había sido sorprendentemente fácil. ¿Quién sospecharía un movimiento tan osado por parte de Vivenna, que siempre había sido perfecta? Nadie le preguntó nada cuando pidió comida y suministros, explicando que quería disponer de raciones de emergencia. Nadie cuestionó que propusiera una expedición a los picos más altos para recoger unas valiosas raíces, una excusa para disfrazar las primeras semanas de su desaparición.
Había sido muy fácil persuadir a Parlin. Confiaba en ella, quizá demasiado, y conocía a la perfección los caminos y senderos que conducían a Hallandren. Había llegado hasta las murallas de la ciudad en una expedición exploratoria hacía un año. Con su ayuda, ella había podido reclutar a unos cuantos amigos suyos, también hombres del bosque, para que la protegieran y fueran parte de su «expedición». Había enviado al resto de vuelta esa misma mañana. Serían de poca utilidad en la ciudad, donde ya había localizado a otros aliados para que fueran su protección. Los amigos de Parlin llevarían la noticia a su padre, quien ya se habría enterado. Antes de marcharse, había encargado a su criada que le entregara una carta. Al descontar los días, se dio cuenta de que la carta sería entregada esa misma noche.
No sabía cómo reaccionaría su padre. Tal vez enviaría en secreto una partida de soldados para recuperarla. Tal vez le dejaría hacer lo que quería. En la carta le había advertido que si veía a soldados de Idris buscándola, simplemente iría a la Corte de los Dioses y explicaría que se había producido un error, y se cambiaría por su hermana.
Esperaba no tener que hacer eso. El rey-dios no era de fiar: podía hacer cautiva a Vivenna y quedarse con Siri, ganando así dos princesas para proporcionarle placer en vez de una.
«No pienses en eso», se dijo, arrebujándose más en su chal a pesar del calor.
Era mejor encontrar otro modo. El primer paso era hallar a Lemex, el jefe de los espías de su padre en Hallandren. Vivenna se había carteado con él en varias ocasiones. Su padre quería que estuviera familiarizada con su mejor agente de inteligencia en T’Telir, y ahora su previsión actuaría en su contra. Lemex conocía a Vivenna, y le habían dicho que obedeciera sus órdenes. El día que partió de Idris le había enviado una misiva al espía, entregada a través de mensajero con recambio de caballos para que llegara rápido. Suponiendo que el mensaje hubiera llegado a salvo, el espía se reuniría con ella en el restaurante acordado.
Su plan parecía bueno. Estaba preparada. ¿Por qué, entonces, se sentía tan aterrada cuando entró en el mercado?
Se detuvo en medio del trasiego humano que inundaba la calle. Era una expansión enorme, cubierta de tenderetes, corrales, edificios, y gente. El suelo no estaba empedrado: sólo había arena y tierra con islas de hierba, y no parecía haber mucho fundamento en la disposición de los edificios. Se habían trazado calles de manera arbitraria donde iba la gente. Los mercaderes vendían a voz en grito, los estandartes ondeaban al viento, y los titiriteros llamaban la atención. Era una orgía de color y movimiento.
—Vaya —dijo Parlin en voz baja.
Vivenna se volvió, sacudiéndose su estupor.
—¿No estuviste aquí?
—Sí —dijo Parlin, los ojos un poco nublosos—. Vaya otra vez.
Ella sacudió la cabeza.
—Vayamos al restaurante.
Él asintió.
—Por aquí.
Vivenna lo siguió, molesta. Esto era Hallandren: no debería sentirse admirada, sino molesta. Sin embargo, estaba tan abrumada que le resultaba difícil sentir algo más allá de una leve sensación de fastidio. Nunca se había dado cuenta de cómo daba por normal la hermosa simpleza de Idris.
Agradeció la presencia familiar de Parlin a medida que la potente oleada de olores, sonidos e imágenes trató de ahogarla. En algunos lugares había tanta gente que tuvieron que abrirse paso a empujones. En ocasiones, Vivenna se encontró al borde del pánico, apretujada por cuerpos sucios y repulsivamente coloridos. Por fortuna, el restaurante no estaba demasiado lejos, y llegaron justo cuando pensaba que el puro exceso del lugar la iba a hacer gritar. El cartel de la entrada tenía la imagen de un barco navegando alegremente. Si los olores que procedían del interior eran algún indicativo, entonces el barco representaba la cocina del restaurante: pescado. Vivenna apenas fue capaz de controlar el asco. Había comido pescado varias veces, mientras se preparaba para su vida en Hallandren. Nunca había llegado a gustarle. Parlin entró, se hizo a un lado y se agazapó, casi como un lobo, mientras dejaba que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz. Vivenna le dio al encargado el nombre falso por el que Lemex debía llamarla. El hombre miró a Parlin, luego se encogió de hombros y los condujo a una de las mesas situadas al otro lado de la habitación. Vivenna se sentó; a pesar de su formación, no estaba muy segura de qué se hacía en un restaurante. Parecía significativo que esa clase de lugares pudieran existir en Hallandren, lugares donde se daba de comer no a los viajeros, sino a los locales que no se molestaban en preparar su propia comida y cenar en sus propias casas.
Parlin no se sentó, sino que permaneció de pie junto a su silla, vigilando la sala. Parecía tan tenso como ella.
—Vivenna —dijo en voz baja, inclinándose—. Tu pelo.
Ella se sobresaltó al advertir que se le había aclarado tras la conmoción de abrirse paso entre la multitud. No se había vuelto completamente blanco (estaba demasiado bien entrenada para eso), pero se había hecho más claro, como si hubiera sido despojado de poder.
Sintiendo un escalofrío de paranoia, volvió a colocarse el pañuelo sobre la cabeza, y apartó el rostro cuando el mesonero se acercó para tomarles el pedido. En la mesa había garabateada una corta lista de comidas, y Parlin finalmente se sentó.
«Eres mejor que esto —se dijo ella severamente—. Has estudiado Hallandren la mayor parte de tu vida». Su pelo se oscureció, volviendo al castaño. El cambio fue tan sutil que se habría dicho que se trataba de un efecto de la luz. Se dejó el pañuelo puesto, sintiéndose avergonzada. Un paseo por el mercado, y ¿perdía el control?
«Piensa en Siri», se ordenó. Eso le dio fuerzas, su intrépida misión era fruto de un impulso, pero era importante. Calmada una vez más, volvió a quitarse el pañuelo y esperó mientras Parlin escogía un plato (un guiso de marisco) y el mesonero se alejaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó Parlin.
—Esperaremos. En mi carta, le dije a Lemex que comprobara el restaurante día y noche. Nos quedaremos aquí hasta que llegue.
Parlin asintió, algo nervioso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vivenna con calma.
Él miró hacia la puerta.
—No me fío de este sitio. Sólo huelo cuerpos y especias, sólo oigo el parloteo de la gente. No hay viento, ni árboles, ni ríos, sólo… gente.
—Lo sé.
—Quiero volver a salir.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Si no estás familiarizado con un sitio —explicó él torpemente—, hay que familiarizarse con él.
Vivenna sintió un aguijonazo de miedo ante la idea de quedarse sola. Sin embargo, no era adecuado obligar a Parlin a quedarse y asistirla.
—¿Prometes que estarás cerca?
Él asintió.
—Entonces ve.
Parlin se marchó de la sala. No se movía como uno de los hallandrenses: sus movimientos eran demasiado fluidos, parecidos a los de una bestia al acecho. «Tal vez debería haberlo enviado de vuelta con los demás». Pero la idea de quedarse completamente sola fue demasiado fuerte. Necesitaba a alguien que la ayudara a encontrar a Lemex. Tal como estaban las cosas, ya le parecía que corría un riesgo demasiado grande al entrar en la ciudad con un solo guardia, aunque fuera tan dotado como Parlin.
Pero estaba hecho. No tenía sentido preocuparse ahora. Se quedó allí sentada, los brazos cruzados sobre la mesa, pensando.
Allá en Idris, su plan para salvar a Siri había parecido más sencillo. De algún modo, tenía que entrar en la Corte de los Dioses y sacar de allí a su hermana. ¿Cómo podía conseguirse una cosa tan audaz? Sin duda la Corte de los Dioses estaría bien guardada.
«Lemex tendrá ideas —supuso—. No tenemos que hacer nada todavía. Me…».
Un hombre se sentó a su mesa. Vestido de manera menos colorida que la mayoría de los hallandrenses, llevaba un atuendo de cuero marrón en su mayor parte, con un chaleco de seda roja encima. No era Lemex. El espía era un hombre mayor, de unos cincuenta años. Este desconocido tenía un rostro alargado y el pelo bien cuidado, y no más de treinta y cinco años.
—Odio ser mercenario —dijo el hombre—. ¿Sabes por qué?
Aturdida, Vivenna se quedó con la boca entreabierta.
—Los prejuicios —continuó el hombre—. Todos los demás trabajan, buscan recompensas y son respetados por ello. Los mercenarios no. Tenemos mala fama sólo por hacer nuestro trabajo. ¿A cuántos trovadores les escupen por aceptar dinero del mayor postor? ¿Cuántos panaderos se sienten culpables por vender más pasteles a un tipo que a otro? —La miró—. No. Sólo el mercenario. Injusto, ¿no?
—¿Quién… quién eres? —consiguió preguntar Vivenna por fin. Dio un respingo cuando otro hombre se sentó al otro lado. Rechoncho, éste llevaba una porra a la espalda. Un pintoresco pájaro estaba encaramado en ella.
—Me llamo Denth —dijo el primer hombre, cogiendo la mano de ella para estrecharla—. Y éste es Tonk Fah.
—Encantado —dijo Tonk, cogiendo su mano cuando Denth la soltó.
—Lamentablemente, princesa —añadió Denth—, estamos aquí para matarte.