—Hay combate en las puertas delanteras, excelencia —dijo un soldado ensangrentado—. Los insurgentes luchan entre sí allí. Tal vez… tal vez podamos pasar.
Siri sintió una punzada de alivio. Por fin algo salía bien.
Treledees se volvió hacia ella.
—Si podemos llegar a la ciudad, la gente apoyará a su rey-dios. Deberíamos estar a salvo allí.
—¿De dónde han sacado tantos sinvida? —preguntó Siri.
Treledees sacudió la cabeza. Se habían detenido en una sala casi al final del palacio, desesperados e inseguros. Atravesar las fortificaciones Pahn Kahl de la Corte de los Dioses iba a resultar difícil.
Siri miró a Susebron. Sus sacerdotes lo trataban como a un niño: le ofrecían respeto, pero ni se les ocurría consultar su opinión. Por su parte, él permanecía de pie, la mano apoyada en su hombro. Ella veía pensamientos e ideas detrás de sus ojos, pero no tenía nada con que escribir para comunicárselo.
—Receptáculo —dijo Treledees—. Tienes que saber una cosa.
Ella lo miró.
—Dudo en mencionar esto, ya que no eres sacerdote. Pero… si tú sobrevives y nosotros no…
—Habla —ordenó ella.
—No puedes engendrar un hijo del rey-dios. Como todos los Retornados, es incapaz de tener hijos. Aún no hemos descubierto cómo consiguió el Primer Retornado tener un hijo hace tantísimos años. De hecho…
—Ni siquiera creéis que lo hiciera —repuso ella—. Creéis que el linaje real es una invención.
«Pues claro que los sacerdotes discuten que el linaje real venga del Primer Retornado —pensó—. No querrían dar ninguna credibilidad a la reclamación de Idris al trono».
Treledees se ruborizó.
—Lo que importa es lo que la gente cree. De cualquier forma, nosotros… tenemos un niño.
—Ya —repuso Siri—. Un niño retornado al que vais a convertir en el próximo rey-dios.
Él la miró, sorprendido.
—¿Lo sabes?
—Planeáis matarlo, ¿no? —susurró ella—. ¡Quitarle el aliento a Susebron y dejarlo para que muera!
—¡Colores, no! —dijo Treledees, escandalizado—. ¿Cómo… cómo puedes pensar eso? ¡No, nunca haríamos una cosa así! Receptáculo, el rey-dios sólo tiene que entregar el tesoro de aliento que contiene, invistiéndolo en el siguiente rey-dios, y luego puede vivir el resto de su vida, tanto como desee, en paz. Cambiamos de reyes-dioses cada vez que retorna un niño. Es nuestra señal de que el vigente rey-dios ha cumplido con su deber, y debe permitírsele vivir el resto de su vida sin soportar sus terribles cargas.
Ella lo miró, escéptica.
—Eso es una tontería, Treledees. Si el rey-dios entrega su aliento, morirá.
—No; hay un modo.
—Se supone que eso es imposible.
—En absoluto. Piénsalo. El rey-dios tiene dos fuentes de aliento. Una es innata, su aliento divino, lo que lo convierte en retornado. La otra es el aliento que se le entrega como el Tesoro de Dalaz, cincuenta mil alientos. Ésos puede usarlos como haría cualquier despertador, siempre que tenga cuidado con las órdenes que utiliza. También podría sobrevivir fácilmente como retornado sin eso. Cualquier dios podría hacer lo mismo, si ganaran aliento más allá del aliento semanal que los mantiene. Los consumirían al ritmo de uno por semana, por supuesto, pero podrían acumularlos y usar los extras mientras tanto.
—Pero les impedís saberlo —dijo Siri.
—No de manera específica —contestó el sacerdote, desviando la mirada—. ¿Por qué debían los Retornados preocuparse por el despertar? Tienen todo lo que necesitan.
—Excepto conocimiento. Los mantenéis en la ignorancia. No me sorprende que les hayáis cortado a todos la lengua para ocultar vuestros preciosos secretos.
Treledees la miró con expresión dura.
—Sigues juzgándonos. Hacemos lo que hacemos porque es lo que tenemos que hacer, Receptáculo. El poder que él detenta con ese Tesoro, cincuenta mil alientos, podría destruir reinos. Es un arma demasiado grande: se nos encargó como única misión divina mantenerlo a salvo y no permitir que se utilizara. Si el ejército de Kalad regresa alguna vez de donde fue exiliado, nosotros…
Escucharon ruido en la habitación de al lado. Treledees se volvió, preocupado, y la presión de Susebron sobre el hombro de Siri aumentó.
Ella urgió al sacerdote.
—Treledees, necesito saberlo. ¿Cómo? ¿Cómo puede Susebron entregar su aliento? ¡No puede pronunciar ninguna orden!
—Yo…
Treledees fue interrumpido por un grupo de sinvidas que irrumpieron por una puerta. Le gritó que huyera, pero otro grupo de criaturas llegó por el otro lado. Siri maldijo, agarró a Susebron de la mano, tiró de él hacia otra puerta. La abrió.
Dedos Azules estaba al otro lado. La miró a los ojos, el rostro sombrío. Los sinvida lo acompañaban.
Siri sintió una punzada de terror y retrocedió. Los sonidos de lucha llegaban de detrás, pero estaba demasiado concentrada en los sinvida que avanzaban hacia ellos. El rey-dios dejó escapar un aullido de ira, sin lengua y sin palabras.
Y entonces los sacerdotes aparecieron. Se arrojaron contra los sinvida, tratando de repelerlos, intentando desesperadamente proteger a su rey-dios. Siri se agarró a su marido en la habitación rojiza, viendo cómo los sacerdotes eran masacrados por aquellos guerreros de caras grises carentes de emociones. Un sacerdote tras otro se interpuso en su camino, algunos con armas, otros simplemente agitando los brazos en un intento sin esperanza. Vio a Treledees apretar los dientes, el terror en los ojos mientras echaba a correr, intentando derribar a un sinvida. Murió como los otros. Sus secretos murieron con él.
Los sinvida pasaron por encima de los cadáveres. Susebron empujó a Siri tras él, los brazos temblando mientras retrocedían contra una pared, enfrentados a los ensangrentados monstruos. Los sinvida finalmente se detuvieron, y Dedos Azules se abrió paso hasta ella.
—Y ahora, Receptáculo, creo que íbamos a alguna parte.
* * *
—Lo siento, señorita —dijo el guardia, alzando una mano—. El acceso a la Corte de los Dioses está prohibido.
Vivenna apretó los dientes.
—Esto es inaceptable —replicó—. ¡Tengo que presentarme ante la diosa Madretodos de inmediato! ¿Es que no ves cuántos alientos tengo? ¡No soy alguien a quien puedas rechazar!
Los guardias permanecieron firmes. Había dos docenas en las puertas, deteniendo a todos los que querían entrar. Vivenna se dio media vuelta. Fuera lo que fuese que Vasher había hecho la noche anterior, al parecer había causado bastante revuelo. La gente se apiñaba ante las puertas, exigiendo respuestas, preguntando si algo iba mal. Vivenna se abrió paso entre ellos, alejándose de las puertas.
«Ve por el lado —aconsejó la espada—. Vasher nunca pregunta si puede entrar. Simplemente, entra».
Vivenna miró hacia el lado de la llanura. Había un breve saliente rocoso que rodeaba la muralla externa. Con los guardias tan distraídos con la gente que quería entrar…
Se dirigió hacia allí. Todavía era temprano, y el sol aún no había rebasado la cima de las montañas orientales. Había guardias arriba en la muralla, podía notarlos con su sentido vital, pero estaba por debajo de su ángulo de visión, ya que miraban a lo lejos. Tal vez podría burlarlos.
Esperó a que pasara una patrulla y luego despertó uno de los tapices que colgaban de la muralla.
—Levántame —dijo, dejando caer un pañuelo sin color. El tapiz se retorció en el aire, envolviéndose a su alrededor, la parte superior sujeta todavía a la muralla. Como un musculoso brazo, la elevó, se retorció y la depositó en lo alto. Vivenna miró alrededor, recuperando su aliento. A un lado, a cierta distancia, varios soldados la señalaban.
«No eres mejor que Vasher —le recriminó Sangre Nocturna—. ¡No sabéis ser sibilinos! Yesteel se sentiría muy decepcionado con vosotros».
Vivenna maldijo, despertó de nuevo el tapiz e hizo que la bajara al patio. Recuperó su aliento, y luego echó a correr en dirección a los jardines. Había poca gente, pero eso sólo la hacía destacar aún más.
«El palacio —dijo la espada—. Ve allí».
Allí era adonde iba a ir. Sin embargo, cuanto más tiempo empuñaba la espada, más comprendía que decía lo que se le ocurría a su mente de acero, fueran o no relevantes sus comentarios. Era como un niño, que habla o hace preguntas sin inhibición.
La fachada del palacio estaba bien protegida por un grupo de hombres de paisano.
«Él está ahí dentro —dijo Sangre Nocturna—. Puedo sentirlo. Segunda planta. Donde estuvimos antes».
Vivenna vio en su mente una imagen de la sala. Frunció el ceño. «Muy útil —pensó—, para ser un arma maligna de destrucción».
«Yo no soy maligna —respondió Sangre Nocturna, no con tono defensivo, sino simplemente informativo. Como recordándole algo que ella hubiera olvidado—. Yo destruyo el mal. Creo que tal vez deberíamos destruir a esos hombres de ahí delante. Parecen malos. Deberías desenvainarme».
Por algún motivo, ella dudó que eso fuera una buena idea.
«Vamos», la instó la espada.
Los soldados la señalaban. Vivenna miró hacia atrás, y vio a más soldados cruzando el césped a la carrera. «Austre, perdóname», pensó. Entonces, rechinando los dientes, lanzó a Sangre Nocturna, con manta y todo hacia los guardias delante del edificio.
Ellos se detuvieron. Como un solo hombre, miraron la espada que salía de la manta, la vaina plateada brillando sobre la hierba.
«Bueno, supongo que esto también funciona», comentó Sangre Nocturna, la voz ahora lejana.
Uno de los soldados la recogió. Vivenna pasó corriendo de largo, ignorando a los soldados, que empezaron a pelearse, hechizados por el arma.
«No puedo ir por ahí», pensó, mirando la entrada principal, pues no quería arriesgarse a abrirse paso entre hombres enzarzados en combate. Así que corrió hacia un lado del enorme palacio. Los niveles inferiores estaban hechos de bloques de piedra negra, como escalones, que daban al palacio su aspecto piramidal. Encima de éstos se alzaba una fortaleza más tradicional, con muros altos. Había ventanas, pero casi inalcanzables.
Agitó los dedos, haciendo que las borlas de sus mangas se abrieran y se cerraran. Entonces dio un salto, sus calzas despertadas impulsándola unos metros de más. Extendió los brazos e hizo que las borlas se agarraran al filo de uno de los grandes bloques negros. Las borlas aguantaron, asiendo la piedra con dedos de un palmo de largo. Con dificultad, Vivenna se aupó sobre el bloque.
Los hombres gritaban y gemían debajo, y les dirigió una mirada. El guardia que había cogido a Sangre Nocturna luchaba contra los otros, envuelto en un pequeño reguero de humo negro. El hombre retrocedió hasta entrar en el palacio, seguido por los demás.
«Tanto peor para ellos», dijo Sangre Nocturna.
Vivenna se dio media vuelta, sintiéndose levemente culpable por entregar la espada a aquellos hombres. Saltó y se aupó al siguiente bloque, continuando su camino mientras llegaban los soldados que la habían visto desde las murallas. Llevaban los colores de la guardia ciudadana, y aunque un par de ellos se enzarzaron en la lucha de Sangre Nocturna, la mayoría la ignoraron.
Vivenna continuó subiendo.
«A la derecha —indicó Sangre Nocturna desde lejos—. Esa ventana de la segunda planta. Dos más allá. Él está ahí dentro…».
Mientras la voz se apagaba, Vivenna miró la ventana indicada. Todavía le quedaban varios bloques por escalar, y luego llegar de algún modo a una ventana que estaba un piso por encima de una pared cortada a pico. Había algunos elementos decorativos que podrían servirle de asidero, pero la mareaba sólo pensar en tener que escalarlos.
Una flecha rebotó en la piedra junto a ella, haciéndole dar un respingo. Abajo había varios guardias con arcos.
«¡Colores!», pensó, aupándose al siguiente bloque. Oyó silbar algo tras ella y se encogió, sintiéndose como si hubiera sido alcanzada, pero no sucedió nada. Se aupó sobre el bloque y se dio la vuelta.
Apenas pudo ver un extremo de su capa, que sostenía una flecha. Dio un respingo, agradecida de haberla despertado. La capa soltó la flecha y volvió a la normalidad.
«Qué útil», pensó ella, escalando el último bloque. Llegó a lo alto con los brazos doloridos. Por fortuna, sus dedos despertados aún la agarraban tan bien como siempre. Inspiró profundamente y empezó a escalar la pared de la negra fortaleza, utilizando los adornos como asideros.
Y decidió, por su propia cordura, que sería mejor no mirar hacia abajo.
* * *
Sondeluz miraba al frente. Demasiada información. Demasiadas cosas sucediendo. El asesinato de Encendedora, luego la revelación de Llarimar, la traición de los sacerdotes del rey-dios, todo en tan rápida sucesión.
Estaba sentado en su celda, abrazándose, las túnicas rojas y doradas sucias por haberse arrastrado por el túnel. Le dolía el muslo por la herida de la espada, aunque la herida no era mala y apenas sangraba ya. Ignoró el dolor. Era insignificante comparado con el otro dolor, el interior.
Los sacerdotes hablaban en voz baja al otro lado de la sala. Extrañamente, al mirarlos, algo le llamó la atención. Dejó que su mente se entretuviera con la comprensión, y finalmente captó lo que le molestaba de ellos. Tenía que ver con el color: no el color de sus ropajes, sino el de sus rostros. Era ligeramente desviado. En un solo hombre, esa desviación habría sido fácil de ignorar. Pero en todos juntos marcaba una pauta.
Ninguna persona normal se habría dado cuenta. Para un hombre con sus sentidos ampliados, resultó obvio una vez supo qué buscar.
Esos hombres no eran de Hallandren.
«Cualquiera puede ponerse una túnica —advirtió—, pero eso no significa que sea sacerdote». De hecho, a juzgar por los rostros, esos hombres debían de ser de Pahn Kahl.
Y entonces todo tuvo sentido para él: los habían engañado.
* * *
—Dedos Azules —exigió Siri—. Háblame. ¿Qué vais a hacer con nosotros?
El laberinto del palacio del rey-dios era complejo, y a veces le resultaba difícil incluso a ella orientarse. Habían bajado una escalera pero ahora subían por otra.
El escriba no respondió. Caminaba con su nerviosismo acostumbrado, retorciéndose las manos. El combate en los pasillos parecía haber menguado. De hecho, cuando dejaron la escalera, el nuevo pasillo parecía terriblemente silencioso.
Siri caminaba con la nerviosa mano de Susebron alrededor de su cintura. No sabía qué estaba pensando él: no habían podido detenerse lo suficiente para que escribiera nada. Le dirigió una sonrisa de ánimo, pero ella sabía que todo tenía que resultarle tan aterrador como a ella. Probablemente aún más.
—No puedes hacer esto, Dedos Azules —dijo, dirigiéndose al pequeño hombre calvo.
—Es el único modo de ser libres —replicó Dedos Azules, sin volverse.
—¡Pero no podéis! ¡Los idrianos son inocentes!
Él sacudió la cabeza.
—¿A cuántos de mi pueblo sacrificarías si eso significara la libertad del tuyo?
—¡A ninguno!
—Me gustaría verte decir eso si nuestras posiciones estuvieran cambiadas —repuso él, siempre sin mirarla a los ojos—. Yo… lamento tu dolor. Pero tu pueblo no es inocente. Son igual que los hallandrenses. En la Multiguerra nos arrollasteis, nos convertisteis en vuestros obreros y esclavos. Sólo al final, cuando la familia real huyó, se separaron Idris y Hallandren.
—Por favor —rogó Siri.
De pronto, Susebron le dio un puñetazo a un sinvida.
El rey-dios rugió, debatiéndose mientras daba una patada a otro. Entonces aparecieron docenas. Él la miró, agitando una mano, indicándole que huyera. Siri no pretendía dejarlo. En cambio, trató de agarrar a Dedos Azules, pero un sinvida fue demasiado rápido. La cogió del brazo, sujetándola con firmeza. Un par de hombres ataviados con las túnicas del clero de Susebron salieron de una escalera ante ellos, portando faroles. Siri, al mirar con atención, reconoció que eran gente de Pahn Kahl. Eran más bajos y el color de su piel era ligeramente desvaído.
«He sido una idiota», se dijo.
Dedos Azules había jugado muy bien sus cartas. Había abierto una brecha entre los sacerdotes y ella desde el principio. La mayoría de sus temores y preocupaciones se las había inculcado él, y todo había quedado reforzado por la arrogancia de los sacerdotes. Todo formaba parte del plan del escriba para usarla algún día para conseguir la libertad de su pueblo.
—Tenemos la frase de seguridad de Sondeluz —le comunicó a Dedos Azules uno de los recién llegados—. Lo hemos comprobado y funciona. La hemos cambiado por una nueva. El resto de los sinvida son nuestros.
Siri se volvió. Los sinvida habían derribado a Susebron, que gritaba, aunque sólo conseguía emitir gemidos. Ella se debatió, intentando zafarse del sinvida que la sujetaba y ayudarlo. Rompió a llorar.
Dedos Azules asintió a sus cómplices. Parecía fatigado.
—Muy bien. Dad la orden. Que los sinvida marchen sobre Idris.
—Así se hará —dijo el hombre, colocando una mano sobre el hombro del escriba.
Éste asintió, con aspecto meditabundo, mientras los otros se marchaban.
—¿Por qué estás tan triste ahora? —espetó Siri.
Dedos Azules se volvió hacia ella.
—Mis amigos son ahora los únicos que conocen las frases de mando del ejército de sinvidas de Hallandren. Cuando esos sinvidas marchen hacia Idris, con órdenes de destruir todo lo que encuentren, mis amigos se matarán con veneno. No habrá nadie que pueda detener a esas criaturas.
«Austre… —pensó Siri, aturdida—. Dios de los Colores…».
—Llevad al rey-dios abajo —ordenó Dedos Azules, señalando a varios sinvida—. Retenedlo hasta que sea la hora.
Mientras empujaban a Susebron hacia la escalera, un escriba de Pahn Kahl se unió a ellos, vestido con los hábitos falsos de sacerdote. Siri intentó alcanzarlo. Susebron continuaba debatiéndose, pero los sinvida eran demasiado fuertes. Ella oyó sus gritos inarticulados resonar por la escalera.
—¿Qué vais a hacer con él? —preguntó, las lágrimas resbalando por sus mejillas.
Dedos Azules sonrió, pero una vez más no quiso mirarla a los ojos.
—Habrá muchos en el gobierno de Hallandren que considerarán el ataque de los sinvida un error político, y pueden intentar detener la guerra. A menos que Hallandren se comprometa con esta lucha, nuestro sacrificio será inútil.
—No comprendo.
—Cogeremos los cuerpos de Sondeluz y Encendedora, los dos dioses que tienen las frases de mando, y los dejaremos en los barracones de los sinvida, rodeados de idrianos muertos que cogimos de la ciudad. Entonces dejaremos el cadáver del rey-dios para que lo encuentren en las mazmorras del palacio. Los que investiguen supondrán que asesinos idrianos lo mataron: hemos contratado a suficientes mercenarios en los suburbios idrianos para que no resulte difícil de creer. Mis escribas que sobrevivan a esta noche confirmarán la historia.
Siri parpadeó, disipando las lágrimas. «Todo el mundo creerá que Encendedora y Sondeluz enviaron los ejércitos en venganza por la muerte del rey-dios. Y con el rey muerto, el pueblo se sentirá furioso».
—Ojalá no te hubieras implicado en todo esto —dijo Dedos Azules, indicando a sus captores sinvida que avanzaran—. Habría sido más fácil para ti si no te hubieras quedado embarazada.
—¡No lo estoy! —exclamó ella.
—La gente cree que lo estás —dijo Dedos Azules con un suspiro mientras se dirigían a la escalera—. Y eso es suficiente. Tenemos que derribar este gobierno e irritar lo suficiente a los idrianos para que quieran destruir a los hallandrenses. Creo que tu pueblo saldrá mejor de esta guerra de lo que dice todo el mundo, sobre todo si los sinvida marchan sin liderazgo. Tu pueblo los emboscará, asegurándose de que no sea una guerra fácil para ningún bando.
La miró.
—Pero para que esta guerra salga bien, los idrianos tienen que querer luchar. De lo contrario, huirán y desaparecerán en las montañas. Ambos bandos tienen que odiarse mutuamente, arrastrar a la batalla a tantos aliados como sea posible, para que todo el mundo esté demasiado distraído…
«¿Y qué mejor forma de lograr que Idris esté dispuesta a luchar que matarme? —pensó Siri con horror—. Ambos bandos verán la muerte de mi supuesto hijo como un acto de guerra. Esto no será simplemente una lucha por el dominio. Será una guerra de odio total. La lucha podría durar décadas… Y nadie se dará cuenta de que nuestro verdadero enemigo, el que lo empezó todo, es la pacífica y tranquila provincia situada al sur de Hallandren».