Capítulo 50

—Y así cada uno tenemos veinte mil —dijo Encendedora, caminando junto a Sondeluz por el sendero de piedra que rodeaba el anfiteatro.

—Sí —respondió él.

Sus sacerdotes, ayudantes y sirvientes los seguían como un santo rebaño, aunque los dioses habían rechazado palanquines o quitasoles. Caminaban solos, el uno al lado del otro. Sondeluz de rojo y dorado. Encendedora, por una vez, con una túnica que la cubría decentemente.

«Es sorprendente lo atractiva que está vestida así, cuando se toma su tiempo para respetarse a sí misma», pensó él. No estaba seguro de por qué no le gustaban sus provocadores atuendos. Tal vez había sido un mojigato en su vida anterior.

O tal vez lo era ahora. Sonrió tristemente para sí. «¿Cómo puedo echarle la culpa a mi antiguo yo? Ese hombre está muerto. No fue él quien se implicó en la política del reino».

El anfiteatro se estaba llenando y, curiosamente, todos los dioses estaban presentes. Sólo Amaclima llegaba tarde, pero era a menudo impredecible.

«Se avecinan acontecimientos importantes —pensó Sondeluz—. Llevan años preparándose. ¿Por qué debería estar yo en el centro?».

Sus sueños de la noche anterior habían sido muy extraños. Finalmente, ninguna visión de guerra. Sólo la luna. Y unos pasadizos extraños y retorcidos. Como… túneles.

Muchos dioses asintieron respetuosos cuando pasó ante sus pabellones; aunque, cierto, unos cuantos torcieron el gesto, y unos pocos lo ignoraron. «Qué extraño sistema de gobierno —pensó—. Inmortales que sólo duran una década o dos… y que nunca han visto el mundo exterior. Y, sin embargo, la gente confía en nosotros».

—Creo que deberíamos compartir las órdenes de mando, Sondeluz —dijo Encendedora—. Para que cada uno tenga las cuatro, por si acaso.

Él no respondió.

Ella se apartó, mirando a la gente con sus coloridos ropajes, sentados en los bancos y asientos.

—Vaya, vaya, cuánto público —dijo—. Y tan pocos me prestan atención. Bastante grosero por su parte, ¿no te parece?

Sondeluz se encogió de hombros.

—Oh, muy bien. Tal vez están sólo… ¿qué sería? ¿Aturdidos, anonadados o atontados?

Él sonrió débilmente, recordando su conversación de unos meses antes. El día en que todo empezó. Encendedora lo miró, con ansia en los ojos.

—Ciertamente —dijo Sondeluz—. O tal vez sólo te ignoran. Para hacerte un cumplido.

Ella sonrió.

—¿Y cómo, exactamente, ignorarme me hace un cumplido?

—Consigue que te indignes. Y todos sabemos que es así cuando estás en mejor forma.

—¿Te gusta mi forma, entonces?

—Tiene sus usos. Lamentablemente, no puedo hacerte un cumplido ignorándote como hacen los otros. Verás, sólo ignorándote verdadera y sinceramente tendrías el cumplido pretendido. Y yo soy incapaz de ignorarte. Pido disculpas.

—Ya veo. Me siento halagada. Creo. Pareces muy bueno ignorando algunas cosas. Tu propia divinidad. Los buenos modales. Mis argucias femeninas.

—No se puede decir que emplees argucias, querida. Un hombre que recurre a las argucias es el que lucha con una daga pequeña cuidadosamente escondida para situaciones de emergencia. Tú eres más bien como el tipo que aplasta a su oponente con un bloque de piedra. De todas formas, tengo otro método de tratar contigo, un método que te resultará bastante halagador.

—Lo dudo.

—Deberías tener más fe en mí —dijo él con un suave gesto con la mano—. Soy un dios. En mi divina sabiduría, me he dado cuenta de que la única forma de hacerle justicia a alguien como tú, Encendedora, es ser mucho más atractivo, inteligente e interesante que tú.

Ella bufó.

—Bien, pues entonces me siento insultada por tu presencia.

—Touche —dijo Sondeluz.

—¿Vas a explicar por qué consideras que competir conmigo es la forma más sincera de halagarme?

—Pues claro que sí. Querida mía, ¿me has visto alguna vez hacer una declaración inflamadoramente ridícula sin proporcionar una explicación igualmente ridícula que la sustente?

—Por supuesto que no —reconoció ella—. Eres exhaustivo en tu lógica inventada y autorreferencial.

—Soy bastante excepcional en ese aspecto.

—Indudablemente.

—Como decía —alzó un dedo—, al ser mucho más sorprendente que tú, incito a la gente a ignorarte a ti y a prestarme atención a mí. Eso, a su vez, te incita a mostrar tu habitual personalidad encantadora, con tus pequeños berrinches y tu aspecto exacerbadamente seductor, para llamar la atención sobre ti. Y, como explicaba, es entonces cuando resultas más majestuosa. Por tanto, el único modo de asegurarnos de que recibas la atención que mereces es apartar de ti toda la atención. Es bastante difícil. Espero que agradezcas todo el trabajo que hago para resultar tan encantador.

—Déjame asegurarte que lo aprecio. De hecho, lo aprecio tanto que me gustaría concederte un respiro. Puedes dar marcha atrás. Soportaré la horrible carga de ser la más maravillosa de los dioses.

—No podría permitirlo.

—Pero si tú eres demasiado maravilloso, querido, destruirás por completo tu imagen.

—Esa imagen se está volviendo un poco cansina, de todas formas. Llevo tiempo buscando ser el más perezoso de los dioses, pero me doy cuenta de que la tarea me supera. Los demás son mucho más deliciosamente inútiles que yo. Sólo fingen no ser conscientes de ello.

—¡Sondeluz! ¡Podría decirse que pareces celoso!

—También podría decirse que mis pies huelen a guayaba. Sólo que el hecho de que pueda decirse no significa que sea relevante.

Ella se echó a reír.

—Estás en tu salsa.

—¿De verdad? Creí que estábamos en T’Telir. ¿Cuándo nos mudamos?

Ella alzó un dedo.

—Ese chiste ha sido malo.

—Tal vez era sólo una finta.

—¿Una finta?

—Sí, un chiste malo adrede para distraerte de la broma real.

—¿Que es cuál?

Sondeluz vaciló, contemplando el anfiteatro.

—La broma que nos han gastado a todos —dijo bajando la voz—. La broma que los demás del panteón me han gastado al darme tanta influencia sobre lo que puede hacer nuestro reino.

Encendedora lo miró con ceño, advirtiendo la creciente amargura en su voz. Se detuvieron en el paseo y ella lo miró, de espaldas al ruedo. Sondeluz fingió una sonrisa, pero se borró al instante. No podían seguir como antes. No entre los pesados asuntos que había entre ambos.

—Nuestros hermanos y hermanas no son tan malos como das a entender —susurró ella.

—Sólo un grupo de idiotas redomados me daría el control de sus ejércitos.

—Confían en ti.

—Son perezosos —dijo Sondeluz—. Quieren que sean otros los que tomen las decisiones difíciles. Eso es lo que potencia este sistema. Todos estamos encerrados aquí, pasando el tiempo con ocio y placer. ¿Y se supone que uno debe saber qué es lo mejor para su país? —Sacudió la cabeza—. Tenemos más miedo del mundo exterior de lo que estamos dispuestos a admitir. Todo lo que tenemos aquí son obras de arte y sueños. Por eso tú y yo acabamos con las riendas de esos ejércitos. Nadie más quiere ser quien envíe a nuestras tropas a morir y matar. Todos quieren estar implicados, pero nadie quiere ser responsable.

Guardó silencio. Ella le miró, una diosa de formas perfectas. Mucho más fuerte que los demás, pero lo ocultaba bajo su propio velo de trivialidad.

—Una cosa de lo que has dicho es cierta —dijo en voz baja.

—¿Cuál?

—Eres maravilloso, Sondeluz.

Él se quedó mirándole los ojos. Ojos verdes, grandes y hermosos.

—No vas a darme tus frases de mando, ¿verdad? —preguntó ella.

Sondeluz negó con la cabeza.

—Te metí en esto —dijo Encendedora—. Siempre decías que eras inútil, pero todos sabemos que eres uno de los pocos que revisa cada cuadro, escultura y tapiz de su galería. El que oye cada poema y cada canción. El que escucha con más atención las súplicas de sus peticionarios.

—Sois todos unos necios. No hay nada en mí que respetar.

—No. Tú eres quien nos hace reír, aunque nos insultes al mismo tiempo. ¿No ves lo que provoca eso? ¿No ves cómo inadvertidamente te sitúas por encima de todos los demás? No lo hiciste adrede, Sondeluz, y gracias a eso funciona tan bien. En una ciudad de frivolidad, tú eres el único que ha mostrado una dosis de sabiduría. En mi opinión, por eso tienes los ejércitos.

Él no respondió.

—Sabía que te opondrías a mí. Pero pensé que tal vez podría influirte de todas formas.

—Puedes hacerlo —contestó él—. Como has dicho, estoy implicado en esto por ti.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo decidir qué sentimiento hacia ti es más fuerte, Sondeluz. Mi amor o mi frustración.

Él le cogió la mano y la besó.

—Acepto ambos, Encendedora. Con honor.

Y tras eso, se dio media vuelta y se dirigió a su palco. Amaclima había llegado ya; sólo faltaban el rey-dios y su esposa. Sondeluz se sentó, preguntándose dónde estaba Siri. Solía llegar al coliseo mucho antes de la hora de inicio.

Le resultó difícil concentrar su atención en la joven reina. Encendedora todavía estaba en el pasillo donde la había dejado, mirándolo.

Finalmente, se dirigió a su propio pabellón.

* * *

Siri recorría los pasillos de palacio, rodeada de sirvientas de uniforme marrón, con una docena de preocupaciones en la cabeza.

«Primero, ir a ver a Sondeluz —se dijo, repasando el plan—. No será raro que me siente con él: a menudo pasamos juntos el tiempo en estas cosas. Luego espero a que llegue Susebron. Entonces le pregunto a Sondeluz si podemos hablar en privado, sin nuestros sirvientes ni sus sacerdotes. Le explico lo que he descubierto sobre el Rey Dios. Le cuento cómo retienen cautivo a Susebron. Y espero a su reacción».

Su mayor temor era que Sondeluz lo supiera ya. ¿Podría formar parte de toda la conspiración? Confiaba en él tanto como confiaba en cualquiera, pero sus nervios tenían costumbre de cuestionarlo todo y a todos.

Atravesó sala tras sala, cada una decorada con su propio color distintivo. Ya no advertía lo brillantes que eran.

«Suponiendo que Sondeluz esté de acuerdo en ayudarnos, espero a la pausa —pensó—. Cuando los sacerdotes dejen el ruedo, Sondeluz va y habla con otros dioses. Éstos van a sus sacerdotes y les instruyen para que empiecen una discusión en el ruedo sobre por qué el rey-dios no les habla nunca. Obligan a los sacerdotes del rey-dios a que le permitan hacer su propia defensa».

No le gustaba depender de los sacerdotes, ni siquiera de aquellos ajenos al culto de Susebron, pero ésta parecía la mejor manera. Además, si los sacerdotes de los diversos dioses no hacían como se les instruía, Sondeluz y los demás se darían cuenta de que estaban siendo controlados por sus propios servidores. Fuera como fuese, Siri comprendía que se estaba metiendo en terrenos muy peligrosos.

«Ya empecé en territorio peligroso —recordó mientras dejaba las salas formales del palacio y entraba en el oscuro pasillo al exterior—. El hombre a quien amo está amenazado de muerte, y me quitarán cualquier hijo que engendre». Tenía que actuar o dejar que los sacerdotes continuaran controlándola. Susebron y ella estaban de acuerdo. El mejor plan era…

Siri redujo el paso. Al fondo del pasillo, delante de las puertas que daban al patio, había un grupito de sacerdotes con varios soldados sinvida, recortados contra la luz de la tarde. Los sacerdotes se volvieron hacia ella, y uno señaló.

«¡Colores! —maldijo Siri, dándose media vuelta. Otro grupo de sacerdotes se acercaba por el pasillo de atrás—. ¡No! ¡Ahora no!».

Los dos grupos se cernieron sobre ella, que pensó en echar a correr, pero ¿adónde? Hacerlo con su largo vestido, abrirse paso entre sirvientes y sinvidas, era inútil. Alzó la barbilla, mirando a los sacerdotes con arrogancia, y mantuvo su cabello bajo control.

—¿Qué significa esto? —exigió.

—Lo sentimos muchísimo, Receptáculo —dijo el sacerdote jefe—. Pero se ha decidido que no deberías agotarte en tu estado.

—¿Mi estado? —repuso ella gélidamente—. ¿Qué tontería es ésta?

—El niño, Receptáculo. No podemos arriesgarnos a que corra peligro. Hay muchos que intentarían hacerte daño si supieran lo que llevas dentro.

Siri se sorprendió. «¿Niño? ¿Cómo pueden saber que Susebron y yo hemos empezado a…?».

Pero no. Si estuviera embarazada, ella lo sabría. Sin embargo, en teoría llevaba acostándose con el rey-dios varios meses. Era tiempo suficiente para que empezara a notarse un embarazo. A la gente de la ciudad le parecería normal.

«¡Idiota de mí! —se reprochó, llena de súbito pánico—. Si ya han encontrado un sustituto para el rey-dios, yo no hago falta para darles un hijo. ¡Sólo tienen que hacer creer a todo el mundo que estoy embarazada!».

—No hay ningún niño —dijo—. Sólo estabais esperando… sólo teníais que perder el tiempo hasta tener una excusa para encerrarme.

—Por favor, Receptáculo —dijo uno de los sacerdotes, indicando a un sinvida que la cogiera del brazo.

Ella no se resistió; se obligó a conservar la calma, mirando al sacerdote a los ojos.

Él apartó la mirada.

—Esto será lo mejor —dijo—. Es por nuestro propio bien.

—Estoy segura —replicó ella, y permitió que la condujeran de vuelta a sus aposentos.

* * *

Vivenna se sentó entre el público, esperando y observando. Una parte de ella sabía que era una tontería salir al descubierto de manera tan descarada. Sin embargo, esa parte, la cauta princesa idriana, cada vez se volvía más silenciosa.

La gente de Denth la había encontrado cuando se ocultaba en los suburbios. Probablemente estaría más segura entre las multitudes con Vasher que en las callejas, sobre todo considerando lo bien que era capaz de mezclarse ahora. No se había dado cuenta de lo natural que podía sentirse al ir con pantalones y túnica de colores brillantes, pues todos la ignoraban.

Vasher apareció en la balaustrada sobre los bancos. Ella se levantó cautelosamente de su asiento (alguien lo ocupó de inmediato) y se dirigió a él. Los sacerdotes ya habían empezado sus discusiones abajo. Nanrovah, recuperada su hija, había empezado anunciando que se retractaba de su postura anterior. Ahora mismo lideraba la discusión en contra de la guerra.

Tenía muy poco apoyo.

Vivenna se reunió con Vasher en la balaustrada, y él le abrió sitio a codazos y sin pedir disculpas. No llevaba a Sangre Nocturna: ella había insistido y había dejado la espada junto con la suya propia. Vivenna no estaba segura de cómo había conseguido entrar con el arma la última vez que había ido a la corte, pero lo último que querían era llamar la atención.

—¿Y bien? —preguntó en voz baja.

Él negó con la cabeza.

—Si Denth está aquí, no he podido encontrarlo.

—No me extraña, el público es muy numeroso. —Había gente por todas partes: centenares de personas en la balaustrada solamente—. ¿De dónde ha salido todo el mundo? Hay más gente que en anteriores asambleas.

Vasher se encogió de hombros.

—La gente que tiene garantizada una única visita a la corte puede guardar su entrada hasta que decida usarla. Mucha gente las emplea para la asamblea general, en vez de para las reuniones menores. Es su única oportunidad de ver a todos los dioses juntos.

Vivenna se volvió a contemplar la multitud. Sospechaba que todo eso tenía que ver con los rumores que había oído. La gente pensaba que esta sesión sería donde el Panteón de los Retornados declararía por fin la guerra a Idris.

—Nanrovah argumenta bien —dijo, aunque le era difícil oírlo a causa del murmullo de la multitud; los Retornados al parecer disponían de mensajeros que les transmitían lo que se hablaba. Se preguntó por qué no ordenaban simplemente a la gente que se callase. Pero eso no parecía ser costumbre de Hallandren. Les gustaba el caos. O, al menos, les gustaba sentarse y charlar mientras ante sus ojos tenían lugar acontecimientos importantes.

—No están haciendo caso a Nanrovah —dijo Vasher—. Ha cambiado de opinión dos veces sobre el mismo tema. Carece de credibilidad.

—Entonces, debería explicar por qué ha cambiado de opinión.

—Podría hacerlo, pero no creo que lo haga. Si la gente supiera que secuestraron a su hija, se sentirían más atemorizados y decidirían que detrás estaban instigadores idrianos, no importa lo que él diga. Además, está ese tozudo orgullo hallandrense. Los sacerdotes son particularmente malos. Argumentar que se llevaron a su hija, y que se vio presionado para cambiar de política…

—Creí que te gustaban los sacerdotes.

—Algunos. Otros no —respondió él. Miró entonces hacia el pedestal del rey-dios. Susebron no había llegado todavía, pero habían empezado sin él.

Siri tampoco estaba allí. Eso molestó a Vivenna, ya que esperaba comprobar cómo estaba su hermana, aunque sólo fuera de lejos.

«Te ayudaré, Siri. Esta vez de verdad. Y el primer paso será detener esta guerra».

Vasher se volvió hacia el ruedo, apoyado en la balaustrada, ansioso.

—¿Qué te pasa? —preguntó Vivenna.

Él se encogió de hombros.

Ella hizo un gesto de desesperación.

—Dímelo.

—Es que no me gusta dejar sola a Sangre Nocturna tanto tiempo —contestó él.

—¿Qué podría pasarle? La dejamos encerrada en el armario.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Desde luego —suspiró ella—. Pero ¿es que no sabes que mostrar en público una espada negra de cinco palmos sería bastante sospechoso? Y te recuerdo que tampoco ayuda mucho que esa espada exhale humo y pueda hablar en la cabeza de la gente.

—No me importa ser sospechoso.

—A mí sí.

Vasher hizo una mueca y ella pensó que iba a seguir discutiendo, pero al final sólo asintió.

—Tienes razón, por supuesto —dijo—. Es que nunca he sido bueno no llamando la atención. Denth solía reírse de mí por eso.

Vivenna frunció el ceño.

—¿Erais amigos?

Él se dio la vuelta sin contestar.

«¡Fantasmas de Kalad! —despotricó ella, frustrada—. Un día de éstos alguien en esta ciudad tres veces maldita por los Colores me contará toda la verdad. Y entonces probablemente me moriré de la sorpresa».

—Voy a ver si puedo averiguar por que tarda tanto el rey dios —dijo Vasher, apartándose de la balaustrada—. Volveré pronto.

Ella asintió y se echó hacia atrás, deseando no haber renunciado a su asiento. Antes, se habría sentido agobiada por tanta gente a su alrededor, pero se había acostumbrado a las atestadas calles de los mercados, y por eso verse rodeada de gente no le resultaba tan intimidatorio como antes. Además, estaba su aliento. Había almacenado un poco en la camisa, pero conservaba una porción: necesitaba tener al menos la Primera Elevación para atravesar las puertas y entrar en la corte sin problema.

Su aliento le permitía sentir la vida como una persona corriente sentía el aire: siempre allí, fresco contra la piel. Tener tanta gente cerca la hacía sentirse un poco embriagada. Tanta vida, tantas esperanzas y deseos. Tanto aliento. Cerró los ojos, absorbiéndolo, escuchando las voces de los sacerdotes alzarse por encima de la multitud.

Percibió a Vasher acercarse antes de que llegara. No sólo tenía gran cantidad de aliento, sino que la estaba mirando, y ella sintió la leve familiaridad de esa mirada. Se dio la vuelta, detectándolo entre la multitud. Destacaba más que ella, con sus ropas oscuras y raídas.

—Enhorabuena —dijo él, cogiéndola del brazo.

—¿Porqué?

—Pronto serás tía.

—¿Qué estás…? —Se interrumpió, alelada—. ¿Siri?

—Tu hermana está embarazada. Los sacerdotes harán el anuncio esta misma noche. Al parecer, el rey-dios se ha quedado en el palacio para celebrarlo.

Vivenna se quedó allí aturdida. «Siri embarazada». Siri, que a sus ojos seguía siendo una niña, embarazada de aquella cosa que habitaba el palacio. Y, sin embargo, ¿no luchaba ella misma por mantener a ese ser en el trono?

«No —pensó—. No he perdonado a Hallandren, aunque esté aprendiendo a no odiarlo. No puedo permitir que Idris sea atacada y destruida».

Sintió pánico.

De repente, todos sus planes parecieron carentes de sentido. ¿Qué le harían los hallandrenses cuando tuvieran su heredero?

—Tenemos que sacarla de aquí —dijo—. Vasher, tenemos que rescatarla.

Él no dijo nada.

—Por favor. Es mi hermana. Creí que la protegería al impedir esta guerra, pero si tu corazonada es cierta, entonces el propio rey-dios es uno de los que quieren invadir Idris. Siri no estará a salvo con él.

—Muy bien. Haré lo que pueda.

Vivenna asintió, volviéndose hacia el ruedo. Los sacerdotes se retiraban.

—¿Adonde van?

—A ver a sus dioses. A buscar la Voluntad del Panteón en votación formal.

—¿Sobre la guerra? —preguntó ella, sintiendo un escalofrío.

Vasher asintió.

—Es el momento de ello.

* * *

Sondeluz esperaba bajo su dosel, con un par de sirvientes abanicándolo, una copa de zumo frío en la mano y apetitosos bocados repartidos a su vera.

«Encendedora me ha metido en este embrollo —pensó—. Y todo porque le preocupaba que tomaran Hallandren por sorpresa».

Los sacerdotes consultaban con sus dioses. Veía a varios de ellos arrodillados ante sus Retornados, las cabezas inclinadas. Así funcionaba el gobierno de Hallandren. Los sacerdotes debatían sus opiniones y luego consultaban la voluntad de los dioses. Eso se convertía a su vez en la Voluntad del Panteón. Y en la Voluntad de la propia Hallandren. Sólo el rey-dios podía vetar una decisión del panteón en pleno.

Y había decidido no asistir a esta reunión.

«¿Tan pagado de sí mismo se siente por haber engendrado un hijo que no puede molestarse siquiera por el futuro de su pueblo? —pensó Sondeluz, enfadado—. Esperaba que fuera mejor persona».

Llarimar se acercó. Aunque había estado abajo con los otros sacerdotes, no había ofrecido ningún argumento a la corte. Llarimar solía guardar sus pensamientos para sí.

El sumo sacerdote se arrodilló ante él.

—Por favor, favorecednos con vuestra voluntad, Sondeluz, mi dios.

Él no respondió. Alzó la mirada, contemplando al otro lado del anfiteatro el lugar donde se alzaba el dosel de Encendedora, verde a luz de la tarde.

—Oh, Dios —rogó Llarimar—. Por favor, dadme el conocimiento que busco. ¿Debemos ir a la guerra contra nuestros parientes, los idrianos? ¿Son rebeldes que deben ser aplastados?

Los sacerdotes regresaban ya de sus súplicas. Cada uno enarbolaba un estandarte que señalaba la voluntad de su dios o diosa. Verde para una respuesta favorable. Rojo para un rechazo a la petición. En este caso, el verde significaba la guerra. Hasta ahora, cinco de las siete banderas eran verdes.

—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar, alzando la cabeza.

Sondeluz se levantó. «Votan, ¿pero de qué sirven sus votos? —pensó, saliendo de debajo del dosel—. No tienen ninguna autoridad. Sólo dos votos cuentan realmente».

Más verde. Las banderas ondearon mientras los sacerdotes recorrían los pasillos. El anfiteatro rebosaba de gente. Podían ver lo inevitable. Sondeluz advirtió que Llarimar lo seguía. El pobre debía de sentirse frustrado. ¿Por qué no lo demostraba nunca?

Se acercó al pabellón de Encendedora. Casi todos los sacerdotes habían recibido sus respuestas, y la mayoría portaba banderas verdes. La suma sacerdotisa de Encendedora estaba todavía arrodillada ante ella. La diosa, naturalmente, esperaba el efecto dramático del momento.

Sondeluz se detuvo ante el dosel. Encendedora estaba reclinada dentro, observándolo con calma, aunque él percibió su ansiedad. La conocía demasiado bien.

—¿Vas a hacer pública tu voluntad? —preguntó ella.

Él se volvió a mirar el centro del coso.

—Si me resisto, esta declaración será para nada —dijo—. Los dioses pueden gritar «guerra» hasta que se vuelvan azules, pero yo controlo los ejércitos. Si no les cedo mis sinvidas, entonces Hallandren no ganará ninguna guerra.

—¿Desafiarías la Voluntad del Panteón?

—Es mi derecho. Cualquiera de ellos tiene el mismo derecho.

—Pero tú tienes a los sinvidas.

—Eso no significa que tenga que hacer lo que me han dicho.

Hubo un momento de silencio antes de que Encendedora despidiera a su sacerdotisa. La mujer se puso en pie, alzó una bandera verde y corrió a reunirse con los demás. Esto provocó un clamor. El pueblo debía de saber que los manejos políticos de Encendedora la habían dejado en un puesto de poder. No estaba mal, para ser una persona que había empezado sin mando alguno.

«Con su control de tantas tropas, será una parte integral de la planificación, la diplomacia y la ejecución de la guerra. Encendedora podría acabar siendo una de los Retornados más poderosos en la historia del reino. Igual que yo».

Se quedó pensativo. No le había contado a Llarimar sus sueños de la última noche. Se los había guardado para sí. Aquellos sueños de túneles retorcidos y de una luna creciente, alzándose apenas sobre el horizonte. ¿Era posible que significaran algo?

No podía decidir sobre nada.

—Tengo que pensarlo un poco más —dijo por fin, dando media vuelta para marcharse.

—Pero bueno —refunfuñó Encendedora—. ¿Y la votación?

El dios negó con la cabeza.

—¡Sondeluz! —exclamó ella mientras él se marchaba—. ¡Sondeluz, no puedes dejarnos así colgados!

Él se encogió de hombros y se volvió a mirarla.

—La verdad es que sí puedo —sonrió—. Yo soy así de frustrante.

Y tras eso, salió del anfiteatro y volvió a su palacio sin emitir su voto.