Capítulo 47

Sondeluz trataba de no pensar en sus sueños. No pensar en T’Telir devorada por las llamas, en la gente muriendo, en el mundo acabando para siempre.

Se encontraba en la primera planta de su palacio, contemplando la Corte de los Dioses. La primera planta era básicamente un techo sostenido por columnas. El viento le revolvía el pelo. El sol estaba a punto de ponerse. Ya estaban disponiendo las antorchas sobre el césped. Todo era perfecto. Los palacios dispuestos en círculo, iluminados por antorchas y faroles en consonancia con los colores del edificio contiguo.

Algunos palacios estaban a oscuras: los edificios no albergaban ningún dios en ese momento.

«¿Qué sucedería si hubiera demasiados Retornados antes de que nos suicidemos? —pensó ociosamente—. ¿Construirían más palacios?». Por lo que sabía, siempre había habido suficiente espacio.

En la zona destacada del patio se alzaba el palacio del rey-dios, alto y negro. Obviamente había sido construido para que dominara a las extravagantes mansiones de los otros, y proyectaba una sombra ancha e irregular sobre la muralla del fondo.

Perfecto. Todo demasiado perfecto. Las antorchas estaban colocadas de forma que sólo podían verse desde lo alto de un edificio. La hierba se mantenía bien cuidada, y los enormes tapices de los muros eran a menudo sustituidos para que no mostraran desgaste, manchas o deterioro.

La gente se desvivía por sus dioses. ¿Por qué? A veces le sorprendía. ¿Pero qué cabía pensar de otras creencias, las que no tenían dioses visibles, sólo imágenes incorpóreas o deseos? Sin duda esos «dioses» hacían aún menos por su pueblo que la corte de Hallandren, aunque seguían adorándolos.

Sondeluz sacudió la cabeza. El encuentro con Madretodos le había recordado días en los que hacía mucho que no pensaba. Calmavidente. Ella había sido su mentora cuando retornó. Encendedora sentía celos de sus recuerdos de ella, pero no comprendía la verdad. Ni él podía explicarla, en realidad. Calmavidente era mucho más parecida a una divinidad que cualquiera de los otros Retornados que Sondeluz había conocido. Se había preocupado por sus seguidores tanto como Madretodos intentaba hacer ahora, pero en Calmavidente se trataba de verdadera preocupación. No ayudaba a la gente porque temiera que dejaran de adorarla, y no tenía ninguna arrogancia por ninguna supuesta superioridad.

Verdadera amabilidad. Verdadero amor. Verdadera compasión.

Sin embargo, incluso Calmavidente se había sentido inadecuada. A menudo decía que se consideraba culpable por no cumplir las expectativas de la gente. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía hacerlo nadie? En el fondo, Sondeluz sospechaba que esto había sido lo que la impulsó a atender a una petición. Sólo había una manera, para ella, de ser la diosa que todo el mundo exigía que fuera. Y era entregar su vida.

«Nos empujan a esto —pensó—. Crean todo este lujo y esplendor, nos ofrecen todo lo que deseamos, y luego sutilmente nos empujan. Sé dios. Profetiza. Mantén nuestra ilusión por nosotros. Y muere. Muere para que podamos seguir creyendo».

Normalmente se mantenía alejado del tejado. Prefería estar allí abajo, donde la perspectiva limitada le hacía más fácil ignorar la perspectiva mayor. Era más sencillo concentrarse en cosas simples, como su vida en ese momento.

—¿Divina gracia? —llamó en voz baja Llarimar, acercándose.

Sondeluz no respondió.

—¿Os encontráis bien, divina gracia?

—Ningún hombre debería ser tan importante —dijo el dios.

—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar, deteniéndose a su lado.

—Produce cosas extrañas. No fuimos hechos para esto.

—Sois un dios, divina gracia. Fuisteis hecho para esto.

—No. No soy ningún dios.

—Disculpadme, pero en realidad no podéis elegir. Nosotros os adoramos, y eso os convierte en nuestro dios. —Llarimar hablaba con su habitual seriedad. ¿Es que ese hombre no se irritaba nunca?

—No me ayudas.

—Pido disculpas, divina gracia. Pero tal vez deberíais dejar de discutir sobre las mismas cosas de siempre.

Sondeluz sacudió la cabeza.

—Hoy hay algo distinto. No estoy seguro de qué hacer.

—¿Os referís a las órdenes de Madretodos?

El dios asintió.

—Creí que lo tenía claro, Veloz. No puedo seguir el ritmo de todas las cosas que planea Encendedora… Nunca he sido bueno con los detalles.

Llarimar no respondió.

—Iba a renunciar —continuó Sondeluz—. Madretodos estaba haciendo un trabajo fantástico manteniendo su postura. Pensé que si le entregaba mis órdenes, sabría qué hacer. Ella comprendería si es mejor apoyar a Encendedora u oponerse a ella.

—Podríais dejarla hacer. También le disteis vuestras órdenes.

—Lo sé.

Guardaron silencio.

«Así que se reduce a esto —pensó Sondeluz—. El primero de nosotros que cambie esas órdenes tomará el control de los veinte mil sinvidas. El otro quedará fuera».

¿Qué elegir? ¿Quedarse sentado y dejar pasar la historia, o intervenir y crear un caos?

«Sea quien sea —pensó—, sea lo que sea que haya ahí fuera y me enviara de vuelta, ¿por qué no pudiste dejarme en paz? Ya he vivido una vida. Ya he tomado mis decisiones. ¿Por qué tuviste que enviarme de vuelta?».

Lo había intentado todo y, sin embargo, la gente seguía acudiendo a él. Sabía con seguridad que era uno de los Retornados más populares, visitado por peticionarios que le ofrecían más obras de arte que a casi ninguno de los otros. «Sinceramente —pensó—, ¿qué le pasa a esta gente?». ¿Tanta necesidad tenían de adorar a algo que lo elegían a él en vez de preocuparse de que su religión pudiera ser falsa?

Madretodos decía que algunos pensaban así. Le preocupaba la falta de fe que percibía entre la gente corriente. Sondeluz no estaba seguro de ello. Conocía las historias: los dioses que vivían más eran los más débiles porque el sistema animaba a los mejores a sacrificarse rápidamente. Sin embargo, seguía recibiendo el mismo número de peticionarios que cuando empezó. Además, se elegían demasiados pocos dioses en conjunto para que la estadística fuera válida.

¿O se estaba distrayendo con detalles irrelevantes? Se apoyó en la balaustrada, contemplando el jardín y sus brillantes pabellones.

Éste podía ser el momento culminante para él. Finalmente podría demostrar que era un derrochador indolente. Era perfecto. Si no hacía nada, entonces Madretodos se vería obligada a hacerse con los ejércitos y resistirse a Encendedora.

¿Era eso lo que quería? Madretodos se mantenía aislada de los otros dioses. No asistía a muchas asambleas de la corte y no escuchaba los debates. Encendedora estaba implicada al máximo. Conocía bien a todos los dioses. Comprendía los problemas, y era muy lista. De todos los dioses, sólo ella había empezado a dar pasos para asegurar sus ejércitos.

«Siri no constituye ninguna amenaza», pensó Sondeluz. Pero ¿y si había alguien manipulándola? ¿Tendría Madretodos la inteligencia política para comprender el peligro? Sin su preocupada guía y consejo, ¿se encargaría Encendedora de que Siri no fuera aplastada?

Si Sondeluz se retiraba, habría un precio. La culpa sería suya, por renunciar.

—¿Quién era ella, Llarimar? —preguntó en voz baja—. La joven de mis sueños. ¿Mi esposa?

El sumo sacerdote no respondió.

—Necesito saberlo —dijo Sondeluz, volviéndose—. Esta vez, necesito saberlo de verdad.

—Yo… —Llarimar frunció el ceño, y apartó la mirada—. No —musitó—. No era vuestra esposa.

—¿Mi amante?

El otro negó con la cabeza.

—Pero ¿era importante para mí?

—Mucho.

—¿Y sigue viva?

Llarimar vaciló, pero acabó por asentir.

«Sigue viva», pensó Sondeluz.

Si la ciudad caía, entonces ella correría peligro. Todos los que adoraban a Sondeluz, todos los que contaban con él, correrían peligro.

T’Telir no podía caer. Aunque hubiera guerra, la lucha no llegaría aquí. Hallandren no corría peligro. Era el reino más poderoso del mundo.

¿Y qué pasaba con sus sueños?

Sólo le habían dado un verdadero deber en el gobierno. Tomar el mando de diez mil sinvidas. Decidir cuándo había que emplearlos. Y cuándo no.

«Sigue viva…».

Se dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.

* * *

El Enclave Sinvida era técnicamente parte de la Corte de los Dioses. El enorme edificio se alzaba en la base del llano del patio, conectado por un largo pasillo cubierto.

Sondeluz bajó las escalinatas seguido por su séquito. Pasaron ante varios puestos de guardia, aunque no estaba seguro de qué falta hacían en un pasillo que nacía en la corte. Sólo había visitado el enclave un par de veces, durante sus primeras semanas como retornado, cuando se le pidió que diera la frase de seguridad a sus diez mil soldados.

«Tal vez debería haber venido más a menudo», pensó. Pero ¿para qué? Los criados se ocupaban de los sinvida, asegurándose de que su ícor-alcohol estuviera fresco, que hicieran ejercicio, y que… hicieran todo lo que fuera que hacían los sinvida.

Llarimar y varios sacerdotes jadeaban por la larga y veloz caminata cuando llegaron al pie de las escaleras. Sondeluz, naturalmente, no tuvo ningún problema, ya que estaba en perfecto estado físico. Había algunas cosas sobre la divinidad de las que nunca se quejaba. Un par de guardias abrieron las puertas del complejo. Era gigantesco, naturalmente: tenía cabida para cuarenta mil sinvidas. Había cuatro grandes zonas de almacenamiento para los diferentes grupos, una pista para que corrieran, una sala llena de piedras y bloques de metal para que los levantaran y mantuvieran los músculos fuertes, y una enfermería donde se probaba y reponía su ícor-alcohol.

Atravesaron varios pasadizos serpenteantes, diseñados para confundir a intrusos que pudieran atacar a los sinvida, y luego llegaron a un puesto de guardia situado junto a una gran puerta abierta. Sondeluz pasó ante los guardias humanos vivos y contempló a los sinvida.

Se había olvidado de que los mantenían a oscuras.

Llarimar indicó a un par de sacerdotes que alzaran las lámparas. La puerta daba a una plataforma elevada. El suelo del almacén se extendía debajo, lleno de filas de silenciosos guardias a la espera. Tenían puestas sus armaduras y llevaban sus armas envainadas.

—Hay huecos en las filas —observó Sondeluz.

—Algunos se estarán ejercitando —respondió Llarimar—. He enviado a un criado a recogerlos.

Sondeluz asintió. Los sinvida estaban de pie, con los ojos abiertos. No se movían ni tosían. Al contemplarlos, Sondeluz recordó de pronto por qué nunca sentía deseos de inspeccionar sus tropas. Eran simplemente demasiado enervantes.

—Todo el mundo fuera —ordenó Sondeluz.

—¿Divina gracia? ¿No queréis que se queden algunos sacerdotes?

El dios negó con la cabeza.

—No. Me ocuparé de esto yo solo.

Llarimar vaciló, pero asintió e hizo lo que le ordenaban.

En opinión de Sondeluz, no había una buena manera de conservar las frases de control. Dejarlas en manos de un solo dios era arriesgarse a perder la frase a raíz de un asesinato. Sin embargo, cuanta más gente conociera las frases, más probable era que el secreto se obtuviera por medio de sobornos o torturas.

El único factor mitigador era el rey-dios. Al parecer, con su poderosa biocroma, podía domar a los sinvida más rápidamente. Con todo, tomar el control de diez mil soldados requeriría semanas, incluso al rey-dios.

La opción quedaba en manos de los Retornados individuales. Podían permitir que algunos sacerdotes oyeran la frase de mando para que, si algo le sucedía al dios, el sacerdote pudiera transmitir la frase al siguiente retornado. Si el dios decidía no comunicar la frase a sus sacerdotes, entonces su carga se hacía aún mayor. Años antes, a Sondeluz esa opción le había parecido una tontería, y había incluido a Llarimar y otros sacerdotes en el secreto.

Esta vez le parecía aconsejable guardarse la frase para sí. Si tenía oportunidad, se la susurraría al rey-dios. Pero sólo a él.

—Línea final azul —dijo—. Os doy una nueva frase de mando. —Vaciló—. Pantera roja. Pantera roja. Dad un paso a la derecha de la sala.

Un grupo de sinvidas de delante, los que podían oír su voz, se dirigieron a un lado. Sondeluz suspiró, cerrando los ojos. Una parte de él tenía la esperanza de que Madretodos hubiera llegado primero, que ya hubiera cambiado la frase de mando.

Pero no lo había hecho. Abrió los ojos y bajó los escalones hasta la planta del almacén. Volvió a hablar, cambiando la frase para otro grupo. Podía hacer unos veinte o treinta seguidos: recordaba que el proceso había durado horas la última vez.

Continuó. Dejaría a los sinvida con sus instrucciones básicas para obedecer a los sirvientes cuando le pidieran a las criaturas que ejercitaran o fueran a la enfermería. Les imprimiría una orden menor que pudiera ser utilizada para moverlos y hacerlos marchar a localizaciones específicas, como cuando fueron dispuestos en formación ante la ciudad para recibir a Siri, y otra para hacerlos acompañar a los guardias de la ciudad como fuerza de complemento.

Sin embargo, sólo habría una persona que conociese la orden definitiva. Una persona que podía hacerlos ir a la guerra. Cuando terminara en esa sala, continuaría, para tomar el control de los diez mil soldados de Madretodos.

Atraería ambos ejércitos. Y, al hacerlo, ocuparía su puesto en el mismo corazón del destino de dos reinos.