Vivenna se despertó mareada, cansada, sedienta y hambrienta.
Pero viva.
Abrió los ojos con una extraña sensación: comodidad. Se hallaba en una cama blanda y confortable. Se sentó inmediatamente; la cabeza le dio vueltas.
—Yo tendría cuidado —dijo una voz—. Tu cuerpo está débil.
Ella parpadeó, centrándose en una figura sentada ante una mesa un poco más allá, de espaldas. Parecía estar comiendo.
Una espada negra en una vaina de plata descansaba sobre la mesa.
—Tú —susurró.
—Exacto, yo —dijo él, entre bocado y bocado.
Vivenna se miró: Ya no llevaba la ropa interior, sino un suave camisón de algodón. Y su cuerpo estaba limpio. Se llevó una manó al pelo, sintiendo que las marañas y pegotes habían desaparecido. Todavía era blanco.
Le resultó muy extraño estar limpia.
—¿Me has violado? —preguntó en voz baja.
Él bufó.
—Una mujer que ha pasado por la cama de Denth no es ninguna tentación para mí.
—Nunca me he acostado con él —replicó ella, molesta por la insolencia.
Vasher se volvió, el rostro todavía enmarcado en aquella barba hirsuta y descuidada. Sus ropas eran bastante peores que las de ella. La miró a los ojos.
—Te engañó, ¿eh?
Ella asintió.
—Idiota.
Ella volvió a asentir.
Vasher volvió a su comida.
—Pagué a la mujer que lleva este edificio para que te bañara, vistiera y cambiara la bacina. No te he tocado.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué… sucedió?
—¿Recuerdas la pelea en la calle?
—¿Con tu espada?
Él asintió.
—Vagamente. Me salvaste.
—Le quité a Denth una herramienta de las manos. Eso es todo lo que importa.
—Gracias, de todas formas.
Él guardó silencio unos instantes.
—No hay de qué —dijo por fin.
—Me siento mal…
—Tienes tramaria. Es una enfermedad desconocida en las Tierras Altas. La propagan las picaduras de insectos. Probablemente la contrajiste unas semanas antes de que te encontrara. Se ceba en los organismos debilitados.
Ella se llevó una mano a la cabeza.
—Lo has pasado mal últimamente —dijo Vasher—. De ahí el mareo, la demencia y el hambre.
—Ya.
—Te lo merecías.
Continuó comiendo. Ella no se movió durante un rato. La comida olía bien, pero al parecer la habían alimentado durante las fiebres, pues no estaba tan hambrienta como cabía esperar. Sólo sentía un poco de apetito.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó.
—Una semana. Debes dormir más.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
Él no respondió.
—Los alientos biocromáticos que tenías, ¿se los diste a Denth?
Ella vaciló.
—Sí —mintió.
Vasher la miró, alzando una ceja.
—Está bien —admitió Vivenna, apartando la mirada—. Los puse en el chal que llevaba.
Él se levantó y salió de la habitación. Vivenna pensó en huir, pero se levantó y empezó a comerse la comida que había en la mesa: un pescado entero y frito. Ya no le molestó comer frutos del mar.
Vasher regresó y se detuvo en la puerta a verla roer la espina del pescado. No la obligó a levantarse del asiento, sino que se sentó en la otra silla. Finalmente, le tendió el chal, lavado y limpio.
—¿Es esto? —preguntó.
Ella se detuvo, aún masticando un trozo de pescado.
Vasher colocó el chal en la mesa junto a ella.
—¿Me lo devuelves?
Él se encogió de hombros.
—Si de verdad hay aliento almacenado dentro, no puedo recuperarlo. Sólo tú puedes.
Ella lo recogió.
—No sé la orden.
Vasher alzó una ceja.
—¿Escapaste de aquellas cuerdas mías sin despertarlas?
Ella negó con la cabeza.
—Esa la adiviné.
—Tendría que haberte amordazado mejor. ¿Qué quieres decir con que la adivinaste?
—Era la primera vez que usaba el aliento.
—Ya. Perteneces a línea real.
—¿Qué significa eso?
Él negó con la cabeza, señalando el chal.
—Tu aliento al mío —dijo—. Esa es la orden que necesitas.
Ella puso la mano sobre el chal y pronunció las palabras. Al instante, todo cambió.
El mareo desapareció y a ella le pareció renacer al mundo. Vivenna jadeó, temblando con el placer del aliento restaurado. Era tan fuerte que se cayó de la silla, estremeciéndose como quien tiene un ataque de puro asombro. Podía sentir la vida. Podía sentir a Vasher creando un bolsillo de color a su alrededor, brillante y hermoso. Estaba viva de nuevo.
Se regodeó en ello durante un largo instante.
—Resulta sorprendente la primera vez —dijo Vasher—. No suele ser tan fuerte si vas recuperando el aliento cada poco tiempo. Aunque si pasan unas semanas, es como tomarlo por primera vez.
Sonriendo, ella volvió a sentarse y se limpió los labios con un intenso sabor a pescado.
—¡Ya no siento mareo!
—Es normal, tienes suficiente aliento para al menos la Tercera Elevación, si no me equivoco. Nunca conocerás la enfermedad y apenas envejecerás. Siempre y cuando consigas conservar el aliento, claro.
Ella lo miró súbitamente asustada.
—Tranquila, no voy a obligarte a dármelo. Aunque probablemente debería. Causas más problemas de lo que vales, princesa.
Ella sonrió y se volvió hacia la comida. Ahora parecía que las últimas semanas habían sido una pesadilla. Una burbuja irreal, desconectada de su vida. ¿De verdad había sido ella quien había estado mendigando por las calles? ¿Quien había vivido y dormido bajo la lluvia y el barro? ¿De verdad había considerado prostituirse?
Lo había hecho. No podía olvidarlo ahora sólo porque volvía a tener el aliento. Pero ¿había sido por causa de haberse convertido en una apagada? ¿Había influido también la enfermedad? Fuera como fuese, en su mayor parte había sido sólo desesperación.
—Muy bien —dijo él, poniéndose en pie y recogiendo la espada negra—. Hora de irse.
—¿Adónde? —preguntó ella, recelosa. La última vez que había visto a ese hombre, la había atado y obligado a tocar aquella espada suya, para dejarla luego amordazada.
Él ignoró la pregunta y arrojó unas ropas sobre la mesa.
—Ponte esto.
Ella le echó un vistazo: pantalones gruesos, una túnica, un chaleco. Todo en diversos tonos de azul. La ropa interior era de colores menos brillantes.
—Pero son ropas de hombre.
—Son útiles —dijo Vasher, dirigiéndose hacia la puerta—. No voy a malgastar el dinero comprándote vestidos hermosos, princesa. Tendrás que llevar eso.
Ella abrió la boca, pero al punto la cerró, descartando la queja. Había pasado… no sabía cuánto tiempo deambulando con una ropa interior fina y casi transparente que apenas la cubría hasta medio muslo. Cogió las prendas, agradecida.
—Agradezco la ropa —dijo entonces—. Pero ¿puedo saber al menos qué pretendes hacer conmigo?
Vasher titubeó en la puerta.
—Hay un trabajo que quiero que hagas.
Ella se estremeció, pensando en los cuerpos que le había mostrado Denth, y en los hombres que Vasher había matado.
—¿Vas a matar de nuevo?
—Denth pretende algo. Voy a impedírselo.
—Él trabajaba para mí. O al menos fingía hacerlo. Todo lo que hizo fue por orden mía. Me seguía la corriente para tenerme contenta.
Vasher soltó una risotada y Vivenna se ruborizó. Su cabello, respondiendo a su estado de ánimo por primera vez desde la conmoción de ver muerto a Parlin, se volvió rojo.
Todo parecía irreal. ¿Dos semanas en las calles? Parecía haber sido mucho más tiempo. Pero ahora, de repente, estaba aseada y alimentada y volvía a ser ella misma. Una parte se debía al aliento. El hermoso y maravilloso aliento. No volvería a separarse nunca más de él.
No, no era ella misma. ¿Quién era ahora, pues? ¿Importaba?
—Te ríes de mí —dijo, volviéndose hacia Vasher—. Pero lo hice lo mejor que pude. Quería ayudar a mi gente en la guerra que se avecina. Luchar contra Hallandren.
—Hallandren no es tu enemigo.
—Lo es —replicó ella con brusquedad—. Y planea atacar a mi pueblo.
—Los sacerdotes tienen buenos motivos para actuar como lo hacen.
Vivenna bufó.
—Denth dijo que todo el mundo piensa que hace lo correcto.
—Denth es muy listo. Jugó contigo, princesa.
—¿Qué quieres decir?
—¿Es que no te ha dado por pensar? ¿Atacar las caravanas de suministros? ¿Agitar a los pobres idrianos para que se rebelen? ¿Recordarles a Vahr y sus promesas de libertad, tan frescas en sus memorias? ¿Mostrarte a los señores del hampa, para hacerles creer que Idris intentaba socavar el gobierno de Hallandren? Princesa, dices que todo el mundo piensa que hace lo correcto, que todos se engañan. —La miró a los ojos—. ¿No te has parado a pensar que tal vez eras tú quien estaba en el bando equivocado?
Ella no respondió.
—Denth no trabajaba para ti —añadió Vasher—. Ni siquiera fingía hacerlo. Alguien en esta ciudad lo contrató para que provocara una guerra entre Idris y Hallandren, y ha pasado estos últimos meses utilizándote para que así sea. Quiero comprender por qué. ¿Quién está detrás, y para qué les serviría una guerra?
Vivenna se echó hacia atrás, los ojos muy abiertos. No podía ser. Tenía que estar equivocado.
—Fuiste el peón perfecto —concluyó Vasher—. Le recordaste a la gente de los suburbios su verdadera herencia, dándole a Denth algo para incitarlos. La Corte de los Dioses está a punto de atacar tu patria, mas no porque odien a los idrianos, sino porque consideran que los insurgentes de Idris han empezado a atacarlos.
Sacudió la cabeza.
—Me resultó inconcebible que no te dieras cuenta. Supuse que trabajabas con él intencionadamente para promover la guerra. —La miró—. Subestimé tu estupidez. Vístete. No sé si tenemos tiempo suficiente para deshacer lo que has hecho, pero voy a intentarlo.
* * *
Las ropas le parecían extrañas. Los pantalones le apretaban en los muslos, haciéndola sentirse expuesta. Era raro no notar en los tobillos el bamboleo de las faldas.
Caminaba junto a Vasher en silencio, la cabeza gacha, el pelo demasiado corto para recogerlo en una trenza. No había intentado hacerlo crecer de nuevo. Eso extraería de su cuerpo una nutrición que ahora le era necesaria.
Atravesaron el suburbio idriano, y Vivenna tuvo que esforzarse por no dar un respingo a cada momento, mirando por encima del hombro para ver si alguien los seguía. ¿Era aquél un hampón que quería atracarla? ¿Era aquello un grupo de matones que pretendía vendérsela a Denth? ¿Eran aquellas sombras sinvidas de ojos grises que venían a atacar y matar? Pasaron ante una mendiga, una joven de edad indefinida con la cara sucia de hollín y ojos brillantes que los observaba. Vivenna leyó el hambre en aquellos ojos. La muchacha trataba de decidir si intentar robarles o no.
La espada que Vasher llevaba era un elemento suficientemente disuasorio. Vivenna la vio alejarse por un callejón, sintiendo una extraña sensación de conexión.
«Colores —pensó—. ¿Así era realmente yo?».
No, no había sido tan capaz como esa muchacha. Vivenna era tan ingenua que la habían secuestrado sin que lo supiera, y luego había trabajado para comenzar una guerra sin tener ni idea.
«¿No te has parado a pensar que tal vez eras tú quien estaba en el bando equivocado?».
No sabía qué creer. Denth la había engañado tan fácilmente que dudaba en aceptar todo lo que decía Vasher. Sin embargo, algo de lo que le había dicho era cierto.
Denth siempre la había llevado a encontrarse con los elementos menos recomendables de la ciudad, aquellos que sin duda preferirían el caos de la guerra. Atacar los suministros hallandrenses no sólo haría más difícil administrar la guerra, sino también que los sacerdotes estuvieran más dispuestos a atacar mientras eran todavía fuertes. Las pérdidas también servirían para hacerlos enfadar más.
Todo tenía un sentido escalofriante, un sentido que le resultaba difícil ignorar.
—Denth me hizo creer que la guerra era inevitable —susurró mientras recorrían los suburbios—. Mi padre cree que es inevitable. Todo el mundo dice que va a suceder.
—Pues se equivocan. La guerra entre Hallandren e Idris ha estado a punto de producirse durante décadas, pero nunca ha sido inevitable. Lograr que este reino ataque requiere convencer a los Retornados, y éstos normalmente están demasiado ocupados en sí mismos como para querer algo tan molesto como una guerra. Sólo un gran esfuerzo, primero convencer a los sacerdotes y luego hacerlos debatir hasta que los dioses los crean, tendría éxito.
Vivenna contempló las calles sucias con su colorida basura.
—Sí que soy una inepta, ¿eh? —susurró. Vasher la miró—. Primero, mi padre envió a mi hermana a casarse con el rey-dios en vez de a mí. Yo la seguí, pero Denth me encontró el primer día que llegué aquí. Cuando finalmente escapé de él, no pude pasar un mes en las calles sin que me robaran, me golpearan y me capturaran. Y ahora tú dices que yo sólita he llevado a mi pueblo al borde de la guerra.
Vasher bufó.
—No te pongas demasiadas medallas. Denth lleva trabajando en esto desde hace mucho tiempo. Por lo que he oído, corrompió al propio embajador idriano. Además, hay elementos en el gobierno de Hallandren, los que contrataron a Denth, que quieren que este conflicto estalle.
Todo era muy confuso. Lo que él decía tenía sentido, pero lo que había dicho Denth también. Vivenna necesitaba saber más.
—¿Tienes idea de quiénes son los que contrataron a Denth?
Él negó con la cabeza.
—Uno de los dioses, creo… o tal vez un grupo de ellos. O un grupo de sacerdotes, actuando por su cuenta.
Volvieron a guardar silencio.
—¿Por qué? —preguntó finalmente Vivenna.
—¿Cómo voy a saberlo? Ni siquiera sé quién está detrás de esto.
—No. No me refiero a eso. Me refiero a ti. ¿Por qué te implicas? ¿Por qué te importa?
—Porque sí.
—Pero ¿por qué?
Vasher suspiró.
—Mira, princesa, yo no soy como Denth: no tengo su habilidad con las palabras, y tampoco es que me guste la gente. No esperes que charle contigo. ¿De acuerdo?
Vivenna cerró la boca, sorprendida. «Si está tratando de manipularme, tiene una manera muy extraña de hacerlo», pensó.
Su destino era un edificio desvencijado en un cruce de calles. Mientras se acercaban, Vivenna se preguntó cuántos suburbios como ése existían. ¿Los construían sin orden ni concierto y desaliñados a propósito? ¿Habían sido antaño esas calles, como otras que había visto, parte de un barrio mejor que había caído en la decadencia?
Vasher la agarró por el brazo y la dirigió hacia una puerta a la que llamó con el pomo de su espada. La puerta se abrió y un par de ojos nerviosos se asomaron.
—Quítate de en medio —dijo Vasher, empujando la puerta y metiendo dentro a Vivenna.
Un joven retrocedió, apretujado contra la pared del pasillo, y los dejó pasar. Cerró la puerta tras ellos.
Vivenna pensó que debería estar asustada, o al menos furiosa, por aquel tratamiento. Sin embargo, después de todo por lo que había pasado, aquello no era nada. Vasher la soltó y se dirigió hacia una escalera descendente. Ella lo siguió con cuidado, pues el oscuro hueco le recordaba el sótano del escondite de Denth. Se estremeció. Abajo, por fortuna, las similitudes entre los sótanos se terminaban. Éste tenía el suelo y las paredes de madera. Había una alfombra en el centro de la estancia, y un grupo de hombres sentados en ella. Un par se levantaron cuando Vasher llegó al pie de los peldaños.
—¡Vasher! —dijo uno—. Bienvenido. ¿Quieres beber algo?
—No.
Los hombres se miraron incómodos mientras Vasher arrojaba la espada a un lado. El arma golpeó el suelo con estrépito y se deslizó sobre la madera. Entonces se volvió hacia Vivenna y la empujó hacia delante.
—El pelo —dijo.
Ella vaciló. La estaba utilizando igual que había hecho Denth. Pero en vez de llevarle la contraria, obedeció y cambió el color de su cabello. Los hombres la miraron con asombro; y varios de ellos inclinaron la cabeza.
—Princesa —susurró uno.
—Diles que no quieres que vayan a la guerra —dijo Vasher.
Ella se sinceró.
—No, nunca he querido que mi pueblo luche contra Hallandren. Sería derrotado, casi con toda seguridad.
Los hombres miraron a Vasher.
—Pero ha estado trabajando con los señores de los suburbios. ¿Por qué ha cambiado de opinión?
Vasher la miró.
—¿Y bien?
¿Por qué había cambiado de opinión? ¿Lo había hecho? Todo era demasiado rápido.
—Yo… —dijo—. Lo siento. Yo… no me di cuenta. Nunca he querido la guerra. Creía que era inevitable, y por eso intenté planearla. Puede que me hayan manipulado.
Vasher asintió y luego la apartó. Se unió a los hombres sentados en la alfombra. Vivenna se quedó inmóvil. Se abrazó el cuerpo, notando el tejido desconocido de la túnica y el chaleco.
«Estos hombres son idrianos —advirtió al escuchar su acento—. Y ahora me han visto, a su princesa, vestida de hombre… Pero ¿cómo es que aun me preocupan esas cosas, después de todo lo que está pasando?».
—Muy bien —dijo Vasher, sentándose—. ¿Qué vais a hacer para detener esto?
—Un momento —respondió uno de los hombres—. ¿Esperas qué cambiemos de opinión? Unas pocas palabras de la princesa, y ¿se supone que tenemos que creerla a pies juntillas?
—Si Hallandren va a la guerra, consideraos hombres muertos —replicó Vasher—. ¿Es que no lo veis? ¿Qué creéis que le sucederá a los idrianos de estos suburbios? ¿Creéis que las cosas son malas ahora? Esperad a ver lo que les ocurre a los simpatizantes del enemigo.
—Ya lo sabemos, Vasher —contestó otro—. Pero ¿qué esperas que hagamos? ¿Someternos a cómo nos tratan los hallandrenses? ¿Ceder y adorar a sus dioses indolentes?
—No me importa lo que hagáis, mientras no implique amenazar la seguridad del gobierno de Hallandren.
—Tal vez; deberíamos admitir que la guerra se avecina, y luchar —dijo otro—. Tal vez los señores de los suburbios tienen razón. Tal vez lo mejor sea esperar que Idris se alce con la victoria.
—Nos odian —intervino otro, un joven de unos veinte años y ojos llenos de ira—. ¡Nos tratan peor que a las estatuas de sus calles! Para ellos somos menos que los sinvida.
«Conozco esa ira —pensó Vivenna—. La he percibido antes. Ira hacia Hallandren».
Sin embargo, ahora las palabras del joven le sonaron huecas. La verdad era que no había percibido realmente ninguna ira por parte de la gente de Hallandren. Si acaso, había percibido indiferencia. Para ellos no era más que otro cuerpo en las calles.
Tal vez por eso los odiaba. Había trabajado toda su vida para convertirse en alguien importante para ellos: en su imaginación, había sido dominada por el monstruo que era Hallandren y su rey-dios. Y luego, al final, la ciudad y sus habitantes simplemente la habían ignorado. No les importaba. Y eso la había enfurecido.
Uno de los hombres, un tipo mayor que llevaba una gorra marrón oscura, sacudió pensativo la cabeza.
—La gente está inquieta, Vasher, la mitad de los hombres habla de asaltar la Corte de los Dioses. Las mujeres almacenan alimentos, esperando lo inevitable. Nuestros jóvenes salen en grupos secretos, buscando en las junglas el legendario ejército de Kalad.
—¿Creen en ese viejo mito? —preguntó Vasher.
El hombre se encogió de hombros.
—Ofrece esperanza. Un ejército escondido, tan poderoso que casi acabó con la Multiguerra.
—Creer en mitos no es lo que me asusta —dijo otro hombre—. Es que nuestros jóvenes ni siquiera piensan en usar a los sinvida como soldados. Fantasmas de Kalad. ¡Bah! —escupió a un lado.
—Lo que significa es que estamos desesperados —repuso uno de los hombres mayores—. La gente está furiosa. No podemos detener los tumultos. No después de esa matanza de hace unas semanas.
Vasher golpeó el suelo con el puño.
—¡Eso es lo que quieren! ¿Acaso no podéis ver, idiotas, que estáis dando a vuestros enemigos una excusa perfecta? Esos sinvida qué atacaron los suburbios no habían recibido órdenes del gobierno. Alguien coló en el grupo a unos cuantos sinvida manipulados con órdenes de matar, ¡para que así las cosas se pusieran feas!
«¿Qué?», se asombró Vivenna.
—La teocracia de Hallandren es una estructura complicada y repleta de tonterías e inercias burocráticas —prosiguió Vasher—. ¡Nunca se mueve a menos que alguien la empuje! Si tenemos tumultos en las calles, será justo lo que la fracción a favor de la guerra necesite.
«Yo podría ayudarle», pensó Vivenna, observando las reacciones de los idrianos. Los conocía instintivamente de un modo que Vasher no alcanzaba, estaba claro. Sus argumentos eran buenos, pero los abordaba de forma equivocada. Necesitaba credibilidad.
Ella podría ayudar. Pero ¿debía hacerlo?
Ya no sabía qué pensar. Si Vasher tenía razón, Denth la había manejado como a una marioneta. Sabía que eso era verdad, pero ¿cómo podía estar segura de que Vasher no estaba haciendo lo mismo?
¿Quería una guerra? No, por supuesto que no. Sobre todo no una guerra ante la cual a Idris le costaría sobrevivir, mucho menos vencer. Vivenna había trabajado mucho para socavar la capacidad de Hallandren de librar la guerra. ¿Por qué no había considerado impedirla?
«Bueno, en realidad sí lo consideré —recordó—. Ése era mi plan original cuando estaba en Idris. Una vez convertida en esposa del rey-dios, me proponía convencerlo para que no hiciera la guerra».
Había renunciado a ese plan. No; había sido manipulada para que renunciara. Bien por el sentido de lo inevitable de su padre o por la sutileza de Denth, o por ambas cosas: ya no importaba. Su instinto inicial había sido impedir el conflicto. Era la mejor manera de proteger a Idris; y era, se daba cuenta ahora, también la mejor manera de proteger a Siri. Prácticamente había renunciado a salvar a su hermana, concentrándose en cambio en su propio odio y su arrogancia.
Detener la guerra no protegería a Siri de los abusos del rey-dios. Pero probablemente impediría que fuera utilizada como peón o rehén. Podría salvarle la vida.
Eso era suficiente para Vivenna.
—Es demasiado tarde —dijo uno de los hombres.
—No —intervino la princesa—. Por favor.
Los hombres del círculo se volvieron a mirarla. Ella se acercó y se arrodilló ante ellos.
—Por favor, no digáis esas cosas.
—Pero, princesa —repuso uno—, ¿qué podemos hacer? Los señores de los suburbios agitan a la gente. No tenemos ningún poder comparados con ellos.
—Debéis tener alguna influencia. Parecéis hombres sabios.
—Somos padres de familia y trabajadores —dijo otro—. No tenemos riquezas.
—Pero la gente os escucha, ¿no?
—Algunos.
—Entonces decidles que hay más opciones —insistió Vivenna, ladeando la cabeza—. Decidles que sean más fuertes de lo que yo fui. Los idrianos de los suburbios… he visto su fuerza. Si les decís que han sido utilizados, tal vez puedan evitar seguir siendo manipulados.
Los hombres guardaron silencio.
—No sé si todo lo que dice este hombre es cierto —añadió ella, señalando a Vasher—. Pero sé que Idris no ganará esta guerra. Debemos hacer todo lo posible para impedir el conflicto, no para animarlo.
Notó una lágrima en su mejilla, y que el pelo se le volvía blanco.
—Ya veis. Yo… ya no tengo el control que debería tener una princesa devota de Austre. Soy una desgracia para vosotros, pero, por favor, no dejéis que mi fracaso os condene. Los hallandrenses no nos odian. Apenas reparan en nosotros. Sé que eso es frustrante, pero si hacéis que se fijen en vosotros con algaradas y destrozos, sólo se llenarán de odio hacia nuestra patria.
—¿Entonces debemos bajar los brazos? —preguntó el joven—. ¿Dejar que nos pisoteen? ¿Qué importa si lo hacen intencionadamente o no? Seguirán oprimiéndonos.
—No —dijo Vivenna—. Tiene que haber un modo mejor. Una idriana es su reina ahora. Tal vez, si les damos tiempo, superen sus prejuicios. ¡Debemos concentrar nuestras energías en impedir que nos ataquen!
—Tus palabras tienen sentido, princesa —dijo el hombre mayor, el que llevaba la gorra—. Pero a los que vivimos en Hallandren nos cuesta mucho seguir preocupándonos por Idris. Nos falló incluso antes de que nos marcháramos, y ahora no podemos volver.
—Somos idrianos —terció otro hombre—. Pero… bueno, nuestras familias aquí son más importantes.
Un mes antes, Vivenna se habría sentido ofendida. Su experiencia en las calles, sin embargo, le había enseñado un poco lo que podía hacerle la desesperación a una persona. ¿Qué era Idris para ellos si sus familias pasaban hambre? No podía recriminarles su actitud.
—¿Crees que les irá mejor si Idris es conquistada? —intervino Vasher—. Si hay guerra, os tratarán aún peor que ahora.
—Hay otras opciones —dijo Vivenna—. Conozco vuestra situación. Si vuelvo con mi padre y se lo explico, tal vez podamos encontrar un modo de que regreséis a Idris.
—¿Regresar? ¡Mi familia lleva ya cincuenta años en Hallandren!
—Sí, pero mientras el rey de Idris viva, tienes un aliado —dijo Vivenna—. Podemos trabajar con diplomacia para que mejoren las cosas para vosotros.
—El rey no se preocupa por nosotros —dijo otro tristemente.
—Yo sí —respondió Vivenna.
Y era cierto. Le parecía extraño, pero una parte de ella sentía más relación con los idrianos de la ciudad que con los que había dejado en su país. Ahora comprendía.
—Debemos encontrar un modo de llamar la atención sobre vuestro sufrimiento sin provocar también el odio. Lo encontraremos. Como decía, mi hermana está casada con el rey-dios. Tal vez, por medio de ella, se le pueda convencer para que mejore los suburbios. No porque tenga miedo de la violencia que pueda causar nuestra gente, sino por la piedad que sienta por su situación.
Continuó arrodillada, avergonzada ante aquellos hombres. Avergonzada de estar llorando, de ser vista con esta ropa y con el pelo corto y trasquilado. Avergonzada de haberles fallado por completo.
«¿Cómo pude equivocarme tanto? —pensó—. Yo, que se suponía que estaba tan preparada, tan al control. ¿Cómo pude estar tan furiosa que ignoré las necesidades de mi pueblo sólo porque quería hacérselo pagar a los hallandrenses?».
—Es sincera —dijo por fin uno de los hombres—. Eso se lo concedo.
—No sé —contestó otro—. Sigo pensando que es demasiado tarde.
—Si ése es el caso —dijo Vivenna, mirando al suelo—, ¿qué tenéis que perder? Pensad en las vidas que podéis salvar. Lo prometo. Idris no os volverá a olvidar. Si hacéis la paz con Hallandren, me aseguraré de que seáis considerados héroes en nuestra patria.
—Héroes, ¿eh? —dijo uno de ellos—. Sería bonito ser considerados héroes, y no los que dejaron las Tierras Altas para vivir en la desvergonzada Hallandren.
—Por favor —susurró Vivenna.
—Veré qué puedo hacer —contestó uno de los hombres, poniéndose en pie.
Otros expresaron su acuerdo. Se levantaron también, y le estrecharon la mano a Vasher. Vivenna se quedó de rodillas cuando se marcharon.
Vasher se sentó frente a ella.
—Gracias —dijo.
—No lo hice por ti —susurró ella.
—Levántate. Vámonos. He de reunirme con alguien más.
—Pero yo… —Se sentó en la alfombra, tratando de comprender—. ¿Por qué tengo que hacer lo que me dices? ¿Cómo sé que no me estás utilizando, mintiéndome, como hizo Denth?
—No lo sabes —admitió Vasher, recuperando la espada del rincón—. Tendrás que hacer lo que yo digo.
—¿Soy tu prisionera, pues?
Él la miró. Entonces se acercó y se agachó.
—Mira, los dos estamos de acuerdo en que la guerra es mala para Idris. No voy a llevarte a redadas ni hacerte conocer a los señores de los suburbios. Todo lo que tienes que hacer es decirle a la gente que no quieres una guerra.
—¿Y si no quiero hacer eso? ¿Me obligarás?
Él la observó un momento, luego maldijo entre dientes y se puso en pie. Sacó una bolsa de algo y se la arrojó. Tintineó cuando le golpeó el pecho y luego cayó al suelo.
—Vete —dijo él—. Vuelve a Idris. Me las apañaré sin ti.
Ella continuó sentada, mirándolo. Vasher empezó a marcharse.
—Denth me utilizó —susurró ella, casi sin darse cuenta—. Y lo peor es que aún pienso que debió tratarse de alguna clase de malentendido. Siento que es de verdad mi amigo, y que debo acudir a él y averiguar por qué hizo lo que hizo. Tal vez todos estamos confundidos. —Cerró los ojos y apoyó la cabeza en las rodillas—. Pero entonces recuerdo las cosas que le vi hacer. Mi amigo Parlin está muerto. Y también los soldados enviados por mi padre. Estoy muy confundida.
La habitación quedó en silencio.
—No eres la primera a la que engaña, princesa —dijo Vasher finalmente—. Denth es un tipo sutil. Un hombre como él puede ser malo hasta la médula, pero si es carismático y divertido, la gente lo escucha. Incluso lo aprecia.
Ella alzó la cabeza, despejando las lágrimas con un parpadeo.
—Yo no soy así —siguió él—. Tengo problemas para expresarme. Me frustro y le grito a la gente. Eso no me vuelve muy popular. Pero te prometo que no te mentiré. —La miró a los ojos—. Quiero detener esta guerra. Es todo lo que me importa ahora mismo. Puedes creerme.
Ella no estaba segura. Sin embargo, quería creerlo. «Idiota —pensó—. Vas a dejarte engañar otra vez».
No había demostrado ser muy buena juzgando a la gente. De todas formas, no recogió la bolsa de monedas.
—Estoy dispuesta a ayudar. Siempre y cuando no implique nada más que informar a los demás que deseo impedir que Idris sufra daño.
—Con eso bastará.
Ella vaciló.
—¿De verdad crees que podemos hacerlo? ¿Detener la guerra?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez. Suponiendo que pueda contenerme de darles una paliza a todos esos idrianos por actuar como idiotas.
«Un pacifista con problemas para controlar su temperamento —pensó ella con ironía—. Menuda combinación. Más o menos como una devota princesa idriana que tiene suficiente aliento biocromático para poblar una aldea pequeña».
—Hay más sitios como éste —dijo Vasher—. Quiero que la gente te vea.
—Muy bien —contestó ella, tratando de no mirar la espada mientras se levantaba. Incluso ahora, aquella arma lograba hacerla sentir enferma.
Vasher asintió.
—No habrá mucha gente en cada reunión. No tengo los contactos de Denth, y no soy amigo de gente importante. Los que conozco son obreros. Tendremos que ir a visitar las tinas de tintes, tal vez incluso alguno de los campos.
—Comprendo.
Sin más comentario, Vasher recogió su bolsa de dinero, y luego la condujo hasta la esquina. «Vuelta a empezar —pensó ella—. Sólo puedo esperar que esta vez me encuentre en el bando adecuado».