—¡Sondeluz! —exclamó Encendedora, los brazos en jarras—. En nombre de los Tonos Iridiscentes, ¿qué estás haciendo?
Sondeluz la ignoró, y continuó aplicando sus manos al trozo de barro que tenía delante. Sus sirvientes y sacerdotes permanecían de pie en un amplio círculo, con expresión casi tan confundida como Encendedora, que había llegado al pabellón tan sólo unos momentos antes.
La rueda de alfarero giraba. Sondeluz sostuvo el barro, tratando de mantenerlo en su sitio. La luz del sol entraba por los lados del pabellón, y la hierba perfectamente cortada bajo su mesa estaba moteada de barro. Cuando la rueda adquiría velocidad, el barro giraba, expulsando trozos y pegotes. Las manos de Sondeluz se empaparon de barro sucio y pegajoso, y no pasó mucho antes de que todo se desmoronara en la rueda y cayera al suelo.
—Caramba —dijo contemplándolo.
—¿Es que has perdido el sentido estético? —preguntó Encendedora. Llevaba uno de sus vestidos de costumbre, lo que significaba nada por los lados, muy poco en la parte superior, y apenas algo delante y atrás. Su cabello se alzaba en un intrincado dibujo de lazos y trenzas, probablemente obra de un maestro estilista que había sido invitado a la corte para solaz de algún dios.
Sondeluz se puso en pie de un salto, extendiendo las manos a los lados para que sus criados las limpiaran. Otros llegaron y quitaron los trozos de barro de su hermosa túnica. Permaneció pensativo mientras otros se llevaban la rueda de alfarero.
—¿Y bien? —preguntó Encendedora—. ¿Qué era eso?
—Acabo de descubrir que no soy muy bueno con la alfarería. De hecho, soy peor que eso. Soy patético. Ridículamente malo. Ni siquiera puedo hacer que el maldito barro se quede en la rueda.
—¿Y qué esperabas?
—No estoy seguro —dijo Sondeluz, dirigiéndose a una larga mesa al otro lado del pabellón.
La diosa, molesta por ser ignorada, lo siguió. De repente, él cogió cinco limones de la mesa y los lanzó al aire. Empezó a hacer juegos malabares.
Encendedora lo observó y, por un instante, pareció auténticamente preocupada.
—¿Sondeluz? —preguntó—. Querido, ¿todo… va bien?
—Nunca he hecho juegos malabares —dijo él, mirando los limones—. Por favor, coge esa fruta de guayaba.
Ella vaciló y luego lo hizo.
—Lánzala —dijo Sondeluz.
Ella se la arrojó. Con destreza, él la atrapó en el aire y la lanzó entre los limones.
—No sabía que podía hacer esto —dijo—. No antes de hoy. ¿Qué interpretas?
—Yo… —Ella ladeó la cabeza.
El dios se echó a reír.
—No creo haberte visto nunca sin nada que decir, querida.
—Y yo no creo haber visto nunca a un dios lanzando fruta al aire.
—Es más que eso —dijo Sondeluz, inclinándose bruscamente para no perder un limón—. Hoy he descubierto que conozco un número sorprendente de términos marinos, que soy fantástico con las matemáticas, y que tengo buena mano para el dibujo. Por otro lado, no sé nada de la industria del tinte, de caballos ni de jardinería. No tengo ningún talento para esculpir, no sé hablar ningún idioma extranjero y, como has visto, soy terrible con la alfarería.
La diosa lo observó con suspicacia.
Él la miró, dejando que los limones cayeran pero capturando la guayaba en el aire. Se la arrojó a un criado, que empezó a pelarla.
—Proceden de mi vida anterior, Encendedora. Todas estas habilidades. Y yo, Sondeluz, no tengo derecho a conocerlas. Quienquiera que fuese antes de morir, sabía hacer juegos malabares, navegar y dibujar.
—Se supone que no hemos de preocuparnos por las personas que fuimos antes.
—Soy un dios —le recordó Sondeluz, aceptando un plato que contenía la guayaba pelada y luego ofreciéndole un trozo a Encendedora—. Y, por los fantasmas de Kalad, me preocupo por lo que me dé la gana.
Ella vaciló un instante, sonrió y cogió una rebanada.
—Justo cuando pensaba que te comprendía…
—No me comprendes —dijo él, animosamente—. Ni yo mismo me comprendo. Ése es el quid. ¿Vamos?
Ella asintió, y lo siguió cuando él echó a andar por el césped, los criados cargando con parasoles para protegerlos.
—No irás a decirme que nunca te lo has preguntado —dijo Sondeluz.
—Querido —replicó ella, chupando el trozo de guayaba—. Yo era una mujer aburrida.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Porque era una persona corriente! Debo de haber sido… Bueno, ¿has visto a las mujeres corrientes?
—Sus proporciones no se acercan a tus niveles, lo sé. Pero muchas son bastante atractivas.
Encendedora se estremeció.
—Por favor. ¿Para qué quieres saber cosas de tu vida normal? ¿Y si fuiste un asesino o un violador? Peor: ¿y si tenías mal sentido de la moda?
Él bufó al captar el destello malicioso de sus ojos.
—Te las das de dura. Pero veo la curiosidad. Deberías intentar algunas cosas, dejar que te expliquen un poco quién fuiste. Tuviste que tener algo especial para haber retornado.
—Mmm —hizo ella, sonriendo y colocándose a su lado. Él se detuvo mientras ella le pasaba un dedo por el pecho—. Bueno, si estás probando cosas nuevas, tal vez haya algo más que deberías pensar…
—No trates de cambiar de tema.
—No lo hago. Pero ¿cómo sabrás quién eras si no lo intentas? Sería un… experimento.
Sondeluz se echó a reír y retiró su mano.
—Querida, temo que me encontrarías menos que satisfactorio.
—Me sobrevaloras.
—Eso es imposible.
Ella se detuvo, ruborizándose un poco.
—Uh… —dijo Sondeluz—. No quería decir exactamente…
—Oh, vamos. Has estropeado el momento. Estaba a punto de decir algo muy inteligente, lo sé.
Él sonrió.
—Los dos sin saber qué decir. Creo que estamos perdiendo capacidades.
—Mis capacidades están perfectamente bien, como descubrirías si me dejaras enseñártelas.
Él puso los ojos en blanco y continuó andando.
—Eres incorregible.
—Cuando todo lo demás falla, uso insinuaciones sexuales —dijo ella alegremente—. Siempre devuelve el centro de atención a donde pertenece. A mí.
—Incorregible —repitió él—. Pero dudo que tengamos tiempo para que vuelva a reprenderte. Hemos llegado.
En efecto, el palacio de Esperanzador se alzaba ante ellos. Lavanda y plata, delante tenía un pabellón preparado con tres mesas y comida. Naturalmente, Encendedora y Sondeluz habían concertado el encuentro con antelación.
Esperanzador el Justo, dios de la inocencia y la belleza, se levantó mientras se acercaban. Parecía tener unos trece años. Según la edad física aparente, era el dios más joven de la corte. Pero ellos en teoría no reconocían esas discrepancias. Después de todo, había retornado cuando su cuerpo tenía dos años, cosa que lo hacía, en años divinos, seis años mayor que Sondeluz. En un lugar donde la mayoría de los dioses no duraban veinte años y la edad media era cercana a los diez, seis años de diferencia era muy significativo.
—Sondeluz, Encendedora —dijo Esperanzador, erguido y formal—. Bienvenidos.
—Gracias, querido —respondió ella, sonriéndole.
Esperanzador asintió antes de señalar las mesas. Las tres mesitas estaban separadas, pero lo bastante juntas para que la comida fuera íntima mientras cada dios tenía su propio espacio.
—¿Cómo estás, Esperanzador? —preguntó Sondeluz, sentándose.
—Muy bien —respondió. Su voz siempre sonaba demasiado madura para su cuerpo, como un niño imitando a su padre—. Hubo un caso particularmente difícil durante las peticiones esta mañana. Una madre con un hijo que se moría de fiebres. Ya había perdido a otros tres, además de a su marido. Todo en el lapso de un año. Trágico.
—Querido —dijo Encendedora con preocupación—, no estarás considerando… transmitir tu aliento, ¿verdad?
Esperanzador se sentó.
—No lo sé, Encendedora. Soy viejo. Me siento viejo. Quizás es hora de que me marche. Soy el quinto más viejo de todos, ya sabes.
—¡Sí, pero los tiempos se vuelven cada vez más emocionantes!
—¿Emocionantes? Al contrario, se están calmando. La nueva reina está aquí, y mis fuentes en palacio dicen que está cumpliendo con brío sus deberes para engendrar un heredero. La estabilidad llegará pronto.
—¿Estabilidad? —preguntó la diosa mientras los criados servían sopa fría—. Esperanzador, me resulta difícil creer que estés tan mal informado.
—Crees que los idrianos planean usar a la nueva reina para hacerse con el trono. Sé lo que has estado haciendo, Encendedora. No estoy de acuerdo.
—¿Y los rumores que hay en la ciudad? —repuso ella—. ¿Y los agentes idrianos que están causando todo ese alboroto? ¿Y esa supuesta segunda princesa que está en alguna parte?
Sondeluz vaciló, la cuchara a medio camino de sus labios. ¿Qué era eso?
—Los idrianos de la ciudad siempre están fomentando crisis —dijo Esperanzador, agitando los dedos con gesto de desdén—. ¿Qué fue esa perturbación hace seis meses, el rebelde de las plantaciones de tintes del extrarradio? Murió en prisión, según recuerdo. Los obreros extranjeros rara vez proporcionan una clase social estable, pero no les temo.
—Nunca dijeron que tenían un agente real trabajando con ellos —indicó Encendedora—. Las cosas podían irse de las manos con mucha rapidez.
—Mis intereses en la ciudad son bastante seguros —dijo Esperanzador, entrelazando los dedos. Los sirvientes retiraron su sopa. Sólo había tomado tres cucharadas—. ¿Y los tuyos?
—Para eso es esta reunión —contestó la diosa.
—Disculpadme —interrumpió Sondeluz, alzando un dedo—. Pero ¿de qué estamos hablando?
—De la inquietud en la ciudad —contestó Esperanzador—. Algunos lugareños están preocupados por la perspectiva de una guerra.
—Podrían volverse peligrosos muy fácilmente —dijo Encendedora, removiendo su sopa—. Creo que deberíamos estar preparados.
—Yo lo estoy —repuso Esperanzador, observándola con su rostro demasiado juvenil. Como todos los retornados jóvenes, el rey-dios incluido, Esperanzador continuaría envejeciendo hasta que su cuerpo alcanzara la madurez. Entonces dejaría de envejecer, casi en el cénit de la edad adulta, hasta que entregara su aliento.
Actuaba en gran parte como un adulto. Sondeluz no se había relacionado mucho con los niños, pero algunos de sus auxiliares, cuando estaban en su período de entrenamiento, eran jóvenes. Esperanzador no era como ellos. Todo decía que, como los otros jóvenes retornados, había madurado muy rápidamente durante su primer año de vida, hasta llegar a pensar y hablar como un adulto mientras su cuerpo seguía siendo el de un niño pequeño.
Esperanzador y Encendedora siguieron hablando sobre la estabilidad de la ciudad, mencionando diversos actos de vandalismo que habían sucedido. Planes de guerra robados, almacenajes de alimentos envenenados. Sondeluz los dejó hablar. «No parece que la belleza de Encendedora lo distraiga», pensó mientras los miraba. Ella se volvió hacia el plato de fruta con movimientos sensuales. A Esperanzador no le importó, o no se dio cuenta, cuando ella se inclinó y mostró una impresionante porción de escote.
«Hay algo diferente en él —pensó Sondeluz—. Retornó cuando era un niño y actuó como tal durante muy poco tiempo. Ahora es un adulto en algunos aspectos, pero en otros sigue siendo un niño».
La transformación había hecho madurar a Esperanzador. También era más alto y físicamente más impresionante que los chicos corrientes de su edad, aunque no tuviera los rasgos cincelados y majestuosos de un dios plenamente adulto.
«Sin embargo —pensó Sondeluz mientras comía un trozo de piña—, dioses distintos tienen estilos corporales distintos. Encendedora está inhumanamente bien dotada, sobre todo para lo delgada que es. Sin embargo, Mercestrella es rellenita y curvilínea. Otras, como Madretodos, parecen físicamente viejas».
Sondeluz sabía que no merecía su poderoso físico. Entonces comprendió que una persona normal tenía que trabajar duro para conseguir un cuerpo tan musculoso. Estar todo el día holgazaneando, comiendo y bebiendo, tendría que haberle vuelto gordo y fofo.
«Pero ha habido dioses que estaban gordos —pensó, recordando algunas de las imágenes que había visto de retornados anteriores a él—. Hubo una época en la historia de nuestra cultura en que eso se consideraba el ideal…». ¿Tenían algo que ver los aspectos de los retornados con la manera en que la sociedad los veía? ¿Tal vez su opinión de la belleza ideal? Eso sin duda explicaría a Encendedora.
Algunas cosas sobrevivían a la transformación. El lenguaje, las habilidades. Y, ahora que lo pensaba, la competencia social. Considerando que los dioses se pasaban la vida encerrados en lo alto de una planicie, probablemente deberían haber estado menos adaptados de lo que estaban. Como mínimo, deberían haber sido ignorantes e ingenuos. Sin embargo, la mayoría eran consumados maquinadores, sofisticados y con una capacidad sorprendente para comprender el mundo exterior.
La memoria no sobrevivía. ¿Por qué? ¿Por qué podía Sondeluz hacer juegos malabares y comprender el significado de la palabra «bauprés», y al mismo tiempo ser incapaz de recordar quiénes habían sido sus padres? ¿Y a quién pertenecía el rostro que veía en sus sueños? ¿Por qué últimamente se veían sacudidos por tormentas y tempestades? ¿Qué era la pantera roja que había vuelto a aparecer una vez más en sus pesadillas la noche anterior?
—Encendedora —dijo Esperanzador, alzando una mano—. Basta. Antes de que continuemos, debo recalcar que tus burdos intentos de seducirme no conseguirán nada.
Ella apartó la mirada con gesto avergonzado.
Sondeluz aparcó sus reflexiones.
—Mi querido Esperanzador —dijo—. No estaba intentando seducirte. Tienes que comprenderlo: el aura de encanto de Encendedora es simplemente parte de su personalidad, parte de lo que la hace tan atractiva.
—Da igual. No caeré ante él ni ante sus paranoicos miedos y argumentos.
—Mis contactos no creen que estas cosas sean simple paranoia —arguyó ella mientras los criados retiraban los platos de fruta. Un pequeño filete de pescado frío llegó a continuación.
—¿Contactos? —preguntó Esperanzador—. ¿Y quiénes son esos «contactos» que no paras de mencionar?
—Gente dentro del palacio del rey-dios.
—Todos tenemos gente dentro del palacio —replicó Esperanzador.
—Yo no —dijo Sondeluz—. ¿Puedo tener uno de los vuestros?
Encendedora hizo un gesto de fastidio.
—Mi contacto es bastante importante. Oye cosas, sabe cosas. La guerra es inminente.
—No te creo —dijo Esperanzador, picoteando su comida—, pero eso en realidad no importa, ¿no? No has venido aquí para que te crea. Sólo quieres mi ejército.
—Tus códigos —corrigió Encendedora—. Las frases de seguridad de los sinvida. ¿Qué nos costará conseguirlas?
El dios picoteó un poco más su plato.
—¿Sabes por qué encuentro tan aburrida mi existencia?
Ella negó con la cabeza.
—Sinceramente, sigo pensando que lo tuyo es un farol.
—No lo es —respondió él—. Once años. Once años de paz. Once años creciendo para rechazar sinceramente este sistema de gobierno que tenemos. Todos asistimos a la corte de juicios de la Asamblea. Escuchamos los argumentos. Pero a la mayoría de nosotros no nos importa. En cualquier votación, sólo aquellos con influencia en el campo a tratar tienen algo que decir. Durante los períodos de guerra, los que disponemos de órdenes sinvida somos importantes. El resto del tiempo, nuestra opinión apenas importa… ¿Quieres mis sinvida? ¡Pues quédatelos! No he tenido oportunidad de utilizarlos en once años, y aventuro que pasarán otros once sin incidentes. Te daré esas órdenes, Encendedora… pero sólo a cambio de tu voto. Perteneces al Consejo de Males Sociales. Tienes una votación importante prácticamente cada semana. A cambio de mis frases de seguridad, debes prometer votar en asuntos sociales lo que yo diga, a partir de ahora hasta que uno de nosotros muera.
Hubo un silencio.
—Ah, así que ahora te lo piensas —dijo Esperanzador, sonriendo—. He oído que te quejas de tus deberes en la corte, que encuentras triviales las votaciones. Bueno, no es fácil desprenderse de la potestad del voto, ¿eh? Es toda la influencia que tienes. No es llamativo pero sí potente. Es…
—Hecho —dijo ella bruscamente.
Esperanzador la miró.
—Mi voto es tuyo —confirmó Encendedora, mirándolo a los ojos—. Los términos son aceptables. Lo juro delante de tus sacerdotes y los míos, e incluso delante de otro dios.
«Por los Colores —pensó Sondeluz—. Sí que va en serio». Una parte de él había supuesto, todo el tiempo, que su postura hacia la guerra era un juego más. Sin embargo, la mujer que miraba fijamente a Esperanzador no estaba jugando. Creía en serio que Hallandren corría peligro, y pretendía asegurarse de que los ejércitos estuvieran unidos y preparados. Se preocupaba.
Y eso lo preocupaba a él. ¿En qué se había metido? ¿Y si había de verdad una guerra? Mientras contemplaba la interacción de los dos dioses, se estremeció por lo fácil y rápidamente que trataban el destino del pueblo de Hallandren. Para Esperanzador, su control de una cuarta parte de los ejércitos de Hallandren tendría que haber sido una obligación sagrada. Estaba dispuesto a renunciar a ello simplemente porque se había aburrido.
«¿Quién soy yo para criticar la falta de piedad de nadie? —pensó Sondeluz—. Yo, que ni siquiera creo en mi propia divinidad».
Sin embargo, en ese momento, mientras Esperanzador se preparaba para entregarle a Encendedora sus órdenes, a Sondeluz le pareció ver algo, como un fragmento recordado de memoria. Un sueño que tal vez nunca hubiera soñado.
Una habitación brillante, resplandeciente, reflejando la luz. Una habitación de acero.
Una prisión.
—Sirvientes y sacerdotes, retiraos —ordenó Esperanzador.
Ellos se marcharon y dejaron a los tres dioses a solas con sus aperitivos a medio comer, la seda del pabellón agitándose levemente con la brisa.
—La frase de seguridad —dijo el anfitrión mirando a Encendedora— es «una vela para ver».
Era el título de un famoso poema: incluso Sondeluz lo conocía. La diosa sonrió. Pronunciar esas palabras a cualquiera de los diez mil sinvidas de Esperanzador en los barracones le permitiría anular sus órdenes actuales y asumir el control sobre ellos. Sondeluz sospechaba que antes de que terminara el día Encendedora iría a los barracones (que se hallaban en la base de la corte, y se consideraban parte de ella) y comenzaría a suministrar a los soldados de Esperanzador una nueva frase de seguridad que sólo conocería ella y tal vez sus sacerdotes de mayor confianza.
—Y ahora, me retiro —dijo Esperanzador, poniéndose en pie—. Hay una votación esta tarde en la corte. Asistirás, Encendedora, y votarás a favor de los argumentos reformistas.
Y tras esas palabras, se marchó.
—Me huelo que acaban de manipularnos —dijo Sondeluz.
—Sólo nos manipulan, querido, si no hay guerra. Si la hay, entonces tal vez se nos haya encomendado salvar a toda la corte… quizás al reino mismo.
—Qué altruista por nuestra parte.
—Somos así —dijo Encendedora mientras los criados regresaban—. Tan desprendidos en ocasiones que resulta doloroso. Sea como sea, eso significa que tenemos el control de los sinvida de dos dioses.
—¿Los míos y los de Esperanzador?
—Los de Esperanzador y los de Mercestrella. Ella me confió los suyos ayer, mientras me hablaba de lo reconfortante que era que te hubieras tomado un interés personal en el incidente de su palacio. Lo hiciste muy bien, por cierto.
Sondeluz sonrió.
—No, no creo que eso la animara a entregarte sus órdenes. Yo sólo manifesté curiosidad.
—¿Curiosidad por un criado asesinado?
—La verdad es que sí. La muerte de un criado me resulta bastante desconcertante, sobre todo tan cerca de nuestros palacios.
Ella alzó una ceja.
—¿Te mentiría yo? —preguntó él.
—Sólo cada vez que dices que no quieres acostarte conmigo. Mentiras, mentiras descaradas.
—¿Otra vez insinuándote, querida?
—Por supuesto que no. Eso ha sido bastante descarado. De todas formas, sé que mientes respecto a esa investigación. ¿Cuál era tu verdadero propósito?
Sondeluz suspiró, sacudiendo la cabeza, y llamó a un criado para que trajera la fruta.
—No lo sé, Encendedora. Sinceramente, estoy empezando a preguntarme si no fui una especie de agente de la ley en mi vida anterior.
Ella frunció el ceño.
—Ya sabes, como guardia de la ciudad. Me desenvolví muy bien en el interrogatorio de los criados. Al menos, en mi humilde opinión.
—Que por lo demás es bastante altruista.
—Bastante —reconoció él—. Creo que esto podría explicar cómo acabé muriendo de una manera «audaz», lo que me dio mi nombre.
Encendedora hizo un gesto de desdén.
—Siempre supuse que te habían encontrado en la cama de una jovencita y que su padre te mató. Eso me parece más audaz que morir apuñalado intentando capturar a un ladronzuelo.
—Tu burla resbala en mi altruista humildad.
—Ah, claro.
—En todo caso —dijo Sondeluz, comiendo otro trozo de piña—, fui comisario o investigador o algo por el estilo. Apuesto a que si alguna vez empuño una espada, demostraría ser uno de los mejores duelistas que ha visto la ciudad.
Ella lo observó.
—Lo dices en serio.
—Serio de muerte. Serio como una ardilla muerta.
Ella vaciló, aturdida.
—Un chiste personal —suspiró él—. Pero sí, lo creo. Aunque hay una cosa que no logro entender.
—¿Cuál?
—Cómo encaja con todo esto lo del malabarismo con limones.