Capítulo 27

«Algo le sucedió a los reyes-dioses anteriores —pensó Siri mientras caminaba por las interminables habitaciones del palacio, seguida por sus criadas—. Algo que Dedos Azules teme le sucederá a Susebron. Será peligroso tanto para el rey-dios como para mí misma».

Continuó avanzando, arrastrando una cola hecha de incontables borlas de seda verde transparente. El vestido de ese día era casi tan fino como una telaraña: ella lo había elegido, pero luego le había pedido a sus criadas que le trajeran un calzón opaco. Era gracioso lo rápidamente que había dejado de preocuparse por qué era «ostentoso» y qué no.

Había problemas más importantes de que preocuparse. «Los sacerdotes temen que le suceda algo a Susebron. Están ansiosos porque yo les dé un heredero. Dicen que es por causa de la sucesión, pero han pasado cincuenta años sin molestarse. Estuvieron dispuestos a esperar veinte años para conseguir su esposa de Idris. Sea cual sea el peligro, no es urgente. Y, sin embargo, los sacerdotes actúan como si lo fuera».

Tal vez los sacerdotes ansiaban tanto una esposa de linaje real que habían estado dispuestos a correr el riesgo. Pero entonces no tendrían por qué haber esperado treinta años. Vivenna podía haber engendrado hijos hacía años. Aunque tal vez el tratado especificaba un momento y no una edad. Tal vez sólo establecía que el rey de Idris tenía veinte años para proporcionar una esposa al rey-dios. Eso explicaría por qué su padre había podido enviar a Siri a cambio. Siri se maldijo por haber ignorado las lecciones sobre el tratado. En realidad no conocía su contenido. Por lo que sabía, el peligro podía estar escrito en el documento mismo.

Necesitaba más información. Por desgracia, los sacerdotes eran inamovibles, los criados silenciosos, y Dedos Azules, bueno…

Siri lo encontró atravesando una habitación mientras escribía en su libro. Corrió tras él, arrastrando su cola. Dedos Azules se volvió al verla. Abrió mucho los ojos, apretó el paso y entró en otra habitación. Siri lo llamó, moviéndose tan rápido como se lo permitía el vestido, pero cuando llegó, él ya no estaba allí.

—¡Colores! —maldijo, sintiendo que el cabello se le volvía rojo fuerte por el malestar—. ¿Sigues pensando que no trata de evitarme? —preguntó a la mayor de sus criadas.

La mujer bajó los ojos.

—Sería impropio de un sirviente de palacio evitar a su reina, Receptáculo. No debe de haberte visto.

«Claro —pensó Siri—, igual que las otras veces». Cuando lo mandaba llamar, siempre llegaba después de que ella, harta de esperar, se hubiera ido. Cuando le enviaba una carta, él respondía tan vagamente que acababa por frustrarla. No podía sacar los libros de la biblioteca del palacio, y los sacerdotes la distraían constantemente si intentaba leer en la biblioteca misma. Había pedido que le trajeran libros de la ciudad, pero los sacerdotes habían insistido en que un sacerdote se los leyera, para no «fatigar sus ojos». Siri estaba segura de que si en el libro había algo que los sacerdotes no quisieran que ella supiera, el lector simplemente se lo saltaría.

Dependía de los sacerdotes y escribas para todo, incluyendo información.

«Excepto…», pensó, todavía en la brillante habitación roja. Había otra fuente de información. Se volvió hacia su criada principal.

—¿Qué actividades hay hoy en el patio?

—Muchas, Receptáculo. Han venido algunos artistas y están haciendo pinturas y bocetos. Hay algunos domadores de animales que muestran exóticas criaturas del sur: creo que tienen elefantes y cebras. También hay varios mercaderes de tintes que muestran sus nuevas combinaciones de colores. Y, naturalmente, están los juglares.

—¿Qué hay de ese edificio al que fuimos antes?

—¿El anfiteatro, Receptáculo? Creo que habrá juegos por la noche. Competiciones de habilidad física.

Siri asintió.

—Prepara un palco. Quiero asistir.

* * *

Allá en su tierra, Siri había visto de vez en cuando competiciones de carreras. Solían ser espontáneas, ya que los monjes no aprobaban que los hombres alardearan. Austre confería talentos a todos los hombres y exhibirlos se consideraba arrogancia. Los chicos no podían ser contenidos fácilmente. Ella los había visto correr, incluso los había animado. Sin embargo, esas competiciones no se parecían en nada a lo que ahora practicaban los hombres de Hallandren.

Había media docena de competiciones distintas a la vez. Algunos hombres arrojaban grandes piedras, compitiendo a ver quién las lanzaba más lejos. Otros corrían en un amplio círculo por el interior del anfiteatro, levantando arena y sudando copiosamente con el pegajoso calor de Hallandren. Otros lanzaban jabalinas, disparaban flechas o competían en salto.

Siri lo contemplaba todo con cierto sonrojo. Los hombres sólo vestían taparrabos. Durante las semanas que llevaba en la grandiosa ciudad, nunca había visto nada tan… interesante. Una dama no debía mirar a los hombres jóvenes, le había enseñado su madre. No estaba bien. Sin embargo, ¿qué sentido tenía si no miraba? Siri no podía evitarlo, y no era sólo por la piel desnuda. Esos hombres se habían entrenado intensivamente, habían dominado sus habilidades físicas hasta lograr un efecto maravilloso. Mientras miraba, vio que se daba relativamente poca recompensa a los ganadores de cada evento particular. Las competiciones no tenían por objetivo la victoria, sino la habilidad necesaria para competir.

En ese aspecto, esas competiciones estaban casi en sintonía con las sensibilidades de Idris; pero, al mismo tiempo, eran irónicamente opuestas.

La belleza de los juegos la distrajo más de lo que había esperado, el pelo atascado en un profundo sonrojo castaño rojizo, incluso después de acostumbrarse a la idea de que los hombres compitieran tan ligeros de ropa. Al cabo de un rato, se obligó a levantarse y abandonar el anfiteatro. Tenía trabajo que hacer.

Sus criadas se levantaron. Habían traído todo tipo de lujos. Divanes y cojines, frutas y vinos, incluso un par de hombres con abanicos para mantenerla refrescada. Después de unas semanas en el palacio, esas comodidades empezaban a parecerle algo corriente.

—Antes me visitó un dios y me habló —dijo Siri, escrutando el anfiteatro, donde muchos de los palcos de piedra estaban decorados con doseles de colores—. ¿Cuál era?

—Sondeluz el Audaz —respondió una de las criadas—. El dios de la valentía.

Siri asintió.

—¿Y sus colores son?

—Dorado y rojo, Receptáculo.

La reina sonrió. Su dosel indicaba que estaba allí. No era el único dios que se había presentado durante las semanas que llevaba en palacio, pero sí el único que había charlado con ella. Había sido confuso, pero al menos se había mostrado dispuesto a hablar. Siri abandonó su palco, arrastrando su hermoso vestido por la piedra. Había tenido que obligarse a dejar de sentirse culpable por estropearlos, ya que al parecer cada vestido se quemaba al día siguiente de ser usado.

Sus criadas estallaron en un frenesí de movimiento, recogiendo muebles y alimentos para seguirla. Como antes, había gente en los bancos de abajo: mercaderes lo bastante ricos para comprar una entrada o campesinos que habían ganado una lotería especial. Muchos se volvieron a mirarla pasar, y susurraron entre sí.

«Es la única forma que tienen de verme —comprendió ella—. Soy su reina».

Era una de las cosas que hacían mejor en Idris que en Hallandren. Los idrianos tenían fácil acceso a su rey y su gobierno, mientras que en Hallandren los líderes se mantenían apartados, y por tanto resultaban remotos, incluso misteriosos.

Se acercó al pabellón rojo y dorado. El dios que había visto antes estaba dentro, relajándose en un diván, bebiendo de una gran copa de hermoso cristal tallado. Tenía el mismo aspecto que antes: los rasgos masculinos cincelados que ella empezaba ya a asociar con la divinidad, el pelo negro perfectamente peinado, la piel bronceada y una actitud claramente displicente.

«Es otra cosa en la que Idris tenemos razón —pensó—. Mi pueblo puede que sea demasiado severo, pero tampoco es bueno volverse tan ocioso como algunos de estos Retornados».

Él la miró y asintió con deferencia.

—Mi reina.

—Sondeluz el Audaz —saludó ella mientras una criada le acercaba su silla—. Confío en que tu día sea agradable.

—He descubierto varios elementos perturbadores y redefinitorios de mi alma que están reestructurando lentamente la naturaleza misma de mi existencia. —Bebió un sorbo—. Aparte de eso, nada fuera de lo corriente. ¿Y tú?

—Menos revelaciones —dijo Siri, sentándose—. Más confusión. Sigo sin tener experiencia en la forma en que funcionan aquí las cosas. Esperaba que pudieras responderme algunas preguntas y darme algo de información…

—Me temo que no.

Siri vaciló y se ruborizó, cohibida.

—Lo siento. ¿He hecho algo mal? Yo…

—No, nada mal, niña —respondió Sondeluz, ensanchando su sonrisa—. El motivo por el que no puedo ayudarte es que, desgraciadamente, no sé nada. Soy un inútil. ¿No te has enterado?

—Um… Me temo que no.

—Deberías prestar más atención —dijo él, alzando su copa hacia ella—. Lo siento por ti.

Siri frunció el ceño, cada vez más avergonzada. El sumo sacerdote del dios, distinguido por su enorme tiara, la miró con reproche, y eso sólo aumentó su sensación de malestar. «¿Por qué debo ser yo quien se avergüence? —pensó, de pronto irritada—. Sondeluz es quien me está insultado de manera velada… ¡y se está insultando también a sí mismo de manera descarada! Es como si le gustara zaherirse».

—La verdad es que he oído hablar de tu reputación, Sondeluz el Audaz —dijo entonces mirándolo, la barbilla alta—. Sin embargo, «inútil» no es el calificativo que he oído emplear respecto a vos.

—¿No?

—No. Me han dicho que eras inofensivo, aunque puedo ver que no es cierto, pues al hablar contigo mi sentido de la razón resulta dañado. Por no mencionar mi cabeza, que empieza a dolerme.

—Me temo que ambas cosas son síntomas corrientes tras tratar conmigo —dijo él, con un exagerado suspiro.

—Eso podría resolverse. Tal vez ayudaría si te abstuvieras de hablar conmigo cuando hay gente presente. Creo que en esas circunstancias me parecerías bastante amigable.

Sondeluz soltó una risita. No una risa estentórea, como la de su padre o algunos hombres de Idris, sino una risa más refinada, y parecía auténtica.

—Sabía que me gustarías, niña.

—No estoy segura de que eso sea un cumplido.

—Depende de lo en serio que te tomes a ti misma. Ven, abandona esa tonta silla y reclínate en uno de estos divanes. Disfruta de la velada.

—Dudo que eso sea adecuado.

—Soy un dios —repuso él, haciendo un gesto con la mano—. Yo defino lo que es adecuado.

—Creo que de todas formas me quedaré sentada —respondió Siri, sonriendo, e indicó a sus sirvientes que acercaran más la silla bajo el dosel para no tener que elevar la voz. También intentó no prestar atención a las competiciones, no fuera a ser que la distrajeran de nuevo.

Sondeluz sonrió. Parecía disfrutar incomodando a los demás. Pero claro, tampoco parecía importarle cómo saliese de malparado.

—Hablo en serio, Sondeluz. Necesito información.

—Y yo, querida, también he sido sincero. Soy un inútil. Sin embargo, trataré de responder a tus preguntas… siempre y cuando, claro, tú respondas a las mías.

—¿Y si no sé las respuestas?

—Entonces invéntate algo. No notaré la diferencia. La ignorancia inconsciente es preferible a la estupidez informada.

—Trataré de recordar eso.

—Hazlo y verás cuántas ventajas tiene. Adelante con tus preguntas.

—¿Qué les sucedió a los anteriores reyes-dioses?

—Murieron. Oh, no pongas esa cara. Le pasa a veces a la gente, incluso a los dioses. Por si no te has dado cuenta, somos unos inmortales de pena. Se nos olvida eso de «vivir para siempre» y de pronto nos encontramos muertos. Y por segunda vez además. Podríamos decir que somos el doble de malos en eso de estar vivos que la gente normal.

—¿Cómo murieron los reyes-dioses?

—Dieron su aliento. ¿No es así, Veloz?

El sumo sacerdote asintió.

—Así es, divina gracia. Su Divina Majestad Susebron IV murió para curar la plaga de disentería que asoló T’Telir hace cincuenta años.

—Espera —dijo Sondeluz—. ¿La disentería no es una enfermedad de las entrañas?

—En efecto.

El dios frunció el ceño.

—¿Pretendes decirme que nuestro rey-dios, el personaje más sagrado y divino de nuestro panteón, murió para curar unos cuantos calambres estomacales?

—Yo no lo expresaría exactamente así, divina gracia.

Sondeluz se inclinó hacia Siri.

—Se espera que yo muera algún día, ¿sabes? Que me mate para que alguna vieja dama pueda dejar de lloriquear en público. No me extraña que sea un dios tan embarazoso. Debe de tener que ver con asuntos de autoestima subconsciente.

El sumo sacerdote miró a Siri como pidiendo disculpas. Por primera vez, ella advirtió que la desaprobación del grueso sacerdote no iba dirigida a ella, sino a su dios. A ella le sonrió.

«Tal vez no todos son como Treledees», pensó, devolviendo la sonrisa.

—El sacrificio del rey-dios no fue un gesto vacío, Receptáculo —dijo el sacerdote—. Cierto, la diarrea quizá no sea un gran peligro para la mayoría, pero para los viejos y los muy jóvenes puede ser letal. Además, las condiciones de la epidemia fomentaban otras enfermedades, y el comercio de la ciudad, y por tanto el del reino, se había parado prácticamente. La gente en las aldeas del extrarradio se pasaba meses sin los suministros necesarios.

—Me pregunto cómo se sintieron los que fueron curados —musitó Sondeluz—, cuando despertaron y encontraron a su rey-dios muerto.

—Cabría pensar que honrados, divina gracia.

—Creo que se sentirían molestos. El rey vino a verlos, y estaban demasiado enfermos para darse cuenta. En fin, mi reina, ahí tienes. Eso ha sido información valiosa. Ahora me preocupa haber roto mi promesa de resultar inútil.

—Si te sirve de consuelo, tú no has sido de mucha ayuda. Es tu sacerdote quien parece serlo.

—Sí, lo sé. Llevo años intentando corromperlo. No parece funcionar nunca. Ni siquiera puedo conseguir que reconozca la paradoja teológica que se produce cuando intento tentarlo para que haga algo malo.

Siri vaciló y luego sonrió de buena gana.

—¿Qué pasa? —preguntó Sondeluz, y apuró el resto de su bebida. Inmediatamente fue sustituida por otra, esta vez azul.

—Hablar contigo es como nadar en un río —dijo ella—. Siempre me lleva la corriente y nunca estoy segura de cuándo podré volver a respirar.

—Ten cuidado con las rocas, Receptáculo —advirtió el sumo sacerdote—. Parecen insignificantes, pero tienen bordes afilados bajo la superficie.

—Bah —dijo Sondeluz—. Son los cocodrilos con los que hay que tener cuidado. Pueden morder. Y… ¿de qué estábamos hablando exactamente?

—De los reyes-dioses —le recordó Siri—. Cuando murió el último, ¿ya había un heredero?

—En efecto —contestó el sacerdote—. De hecho, se había casado el año anterior. El niño nació sólo semanas antes de que él muriera.

Siri se reclinó en su silla, pensativa.

—¿Y el rey-dios anterior a él?

—Murió para curar a los niños de una aldea que había sido atacada por bandidos —dijo Sondeluz—. Al pueblo le encanta esa historia. El rey se conmovió tanto por su sufrimiento que se entregó a esa gente sencilla.

—¿Y se había casado el año anterior?

—No, Receptáculo —contestó el sacerdote—. Fue varios años después de su matrimonio. Aunque murió sólo un mes después de que naciera su segundo hijo.

Siri alzó la cabeza.

—¿El primer hijo fue una niña?

—Sí. Una mujer sin poderes divinos. ¿Cómo lo sabías?

«¡Colores!», pensó Siri. En ambas ocasiones, justo después de que naciera el heredero. ¿Tener un hijo guardaba relación con que los reyes-dioses desearan de algún modo entregar sus vidas? ¿O era algo más siniestro? Una plaga curada o una aldea sanada eran cosas que, con un poco de propaganda creativa, podían inventarse para cubrir otra causa de la muerte.

—Me temo que no soy ningún experto en estos asuntos, Receptáculo —continuó el sumo sacerdote—. Y me temo que mi señor Sondeluz no lo es tampoco. Si le presionas, bien podría empezar a inventarse cosas.

—¡Veloz! —exclamó el dios, indignado—. Eso es difamación. Oh, por cierto, tu sombrero está ardiendo.

—Gracias —dijo Siri—. A ambos. Ha sido de mucha ayuda.

—Si pudiera sugerir… —dijo el sacerdote.

—Por favor.

—Prueba con un narrador de historias profesional, Receptáculo. Puedes mandar llamar a uno de la ciudad, y él podrá recitar relatos imaginativos. Proporcionan mucha mejor información que nosotros.

Siri asintió. «¿Por qué no son así de serviciales los sacerdotes de nuestro palacio?». Naturalmente, si estaban encubriendo el verdadero motivo por el que morían sus reyes-dioses, tenían buenos motivos para evitar ayudarla. De hecho, era probable que si pedía un narrador, le proporcionarían uno que le contaría lo que querían que oyese.

Siri frunció el ceño.

—¿Podrías… hacer eso por mí, Sondeluz?

—¿Qué?

—Mandar llamar a un narrador. Me gustaría que tú estuvieras presente, por si tengo alguna pregunta.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que sí. No oigo a ningún narrador desde hace tiempo. Hazme saber cuándo.

No era un plan perfecto. Sus sirvientas estaban escuchando y podrían informar a los sacerdotes. Sin embargo, si un narrador acudía al palacio de Sondeluz, al menos habría alguna posibilidad de que Siri oyera la verdad.

—Gracias —dijo, poniéndose en pie.

—¡Ah, ah, ah! No tan rápido —la detuvo Sondeluz, alzando un dedo.

Ella se quedó inmóvil.

Sondeluz bebió de su copa.

—¿Y bien? —preguntó ella por fin.

Él alzó de nuevo un dedo mientras seguía bebiendo y echaba la cabeza atrás, para engullir los últimos trocitos de hielo del fondo de la copa. La dejó a un lado, la boca teñida de azul.

—Qué refrescante. Idris. Maravilloso lugar. Montones de hielo. Cuesta bastante traerlo aquí, o eso he oído. Es bueno no tener que pagar nunca nada, ¿eh?

Siri alzó una ceja.

—Estoy esperando.

—Prometiste responder a mis preguntas.

—Oh —dijo ella, sentándose—. Por supuesto.

—Muy bien. ¿Conoces a algún vigilante urbano en tu casa?

Ella ladeó la cabeza.

—¿Vigilante urbano?

—Ya sabes, tipos que se encargan de hacer cumplir la ley. Policías. Comisarios. Los hombres que atrapan a los maleantes y vigilan los calabozos.

—Conozco a un par, supongo. Mi ciudad no era grande, pero era la capital. Atraía a gente que podía ser difícil en ocasiones.

—Ah, bien. Ten la amabilidad de describírmelos. No a los tipos difíciles. A los vigilantes.

Ella se encogió de hombros.

—No sé. Solían ser cuidadosos. Interrogaban a los recién llegados, patrullaban las calles buscando malhechores, ese tipo de cosas.

—¿Dirías que eran curiosos?

—Sí —dijo Siri—. Supongo. Quiero decir, tanto como cualquiera. Tal vez más.

—¿Hubo alguna vez algún asesinato en tu ciudad?

—Un par. No tendría que haberlos habido: mi padre siempre decía que esas cosas no deberían suceder en Idris. Decía que el asesinato era propio de… bueno, de Hallandren.

Sondeluz se echó a reír.

—Sí, los cometemos todo el tiempo. Por pura diversión. Dime, ¿investigaron los policías esos crímenes?

—Por supuesto.

—¿Sin que se lo pidieran?

Ella asintió.

—¿Cómo lo hicieron?

—No lo sé. Haciendo preguntas, hablando con testigos, buscando pistas. Yo no tuve relación.

—Ya —dijo Sondeluz—. Pero si hubieras sido una asesina, te habrían condenado a algo terrible, ¿no? ¿Como exiliarte a otro país?

Siri palideció. Sus cabellos se volvieron más claros.

Sondeluz soltó una risita.

—No me tomes tan en serio, majestad. Sinceramente, dejé de preguntarme si eras una asesina hace días. Ahora, si tus sirvientes y los míos nos esperan aquí, creo que puedo tener algo importante que decirte.

Siri dio un respingo cuando Sondeluz se levantó. Empezó a marcharse del pabellón, y sus sirvientes se quedaron donde estaban. Confusa pero entusiasmada, la reina se levantó también y fue tras él. Lo alcanzó un poco más allá, en el pasillo de piedra que discurría entre los diversos palcos del anfiteatro. Abajo, los atletas continuaban su exhibición.

Sondeluz la miró, sonriendo.

«Sí que son altos», pensó ella, doblando un poco el cuello. Un palmo de altura más creaba toda una diferencia. Junto a un hombre como Sondeluz, sin ser realmente alta ella tampoco, se sentía empequeñecida. «Tal vez me dirá lo que estoy buscando —pensó—. ¡El gran secreto!».

—Estás jugando a un juego peligroso, reina mía —dijo Sondeluz, apoyándose contra la balaustrada de piedra. Estaba construida para las proporciones de los Retornados, así que era demasiado alta para que ella se apoyara con comodidad.

—¿Juego?

—La política —dijo él, mirando a los atletas.

—No quiero jugar a la política.

—Si no lo haces, me temo que jugarán contigo. Yo siempre pico, no importa lo que haga. Quejarse no lo impide… aunque molesta a la gente, cosa que es satisfactoria en sí misma.

Siri frunció el ceño.

—¿Me has traído aparte para hacerme una advertencia?

—¡Colores, no! —rió Sondeluz—. Si no has comprendido ya que esto es peligroso, es que eres demasiado obtusa para apreciar una advertencia. Sólo quería darte un par de consejos. El primero es sobre tu personaje.

—¿Mi personaje?

—Sí. Tienes que trabajarlo. Elegir el personaje de una recién llegada inocente fue un buen instinto. Te viene bien. Pero tienes que refinarlo. Trabajar en ello.

—No es un personaje —repuso ella—. Estoy confundida y soy nueva en todo esto.

Sondeluz alzó un dedo.

—Ése es el truco de la política, niña. A veces, aunque no puedes disimular quién eres y cómo te sientes realmente, puedes aprovecharte de ello. La gente recela de lo que no puede comprender y predecir. Mientras te sientas como un elemento impredecible en la corte, parecerás una amenaza. Si tienes la habilidad de mostrarte como alguien que ellos comprendan, entonces empezarás a encajar.

Siri frunció el ceño.

—Tómame como ejemplo —prosiguió él—. Soy un necio inútil. Siempre lo he sido, desde que tengo memoria… que en realidad no es tanto tiempo. Sé cómo me considera la gente. Y lo potencio. Juego con eso.

—¿Entonces es mentira?

—Por supuesto que no. Así es como soy. Sin embargo, me aseguro de que la gente nunca lo olvide. No se puede controlar todo. Pero si puedes controlar la consideración en que te tiene la gente, entonces podrás encontrar un lugar en este embrollo. Y cuando lo tengas, podrás empezar a influir en las facciones. Si quieres. Yo rara vez lo hago porque es una lata.

Siri ladeó la cabeza. Entonces sonrió.

—Eres un buen hombre, Sondeluz. Lo supe incluso cuando te burlabas de mí. No pretendes hacer ningún daño. ¿Es parte de tu personaje?

—Por supuesto —contestó sonriendo—. Pero no estoy seguro de qué es lo que convence a la gente para que confíe en mí. Lo eliminaría si pudiera. Sólo sirve para que la gente espere demasiado. Tú practica un poco lo que te he dicho. Lo mejor que tiene estar encerrado en esta hermosa prisión es que puedes hacer algo bueno, puedes cambiar las cosas. He visto a otros hacerlo. Gente que respetaba. Aunque no haya muchos de ésos en la corte últimamente.

—Muy bien. Lo haré.

—Estás buscando algo… Lo noto. Y tiene que ver con los sacerdotes. No hagas demasiado ruido hasta que estés lista para golpear. Súbita y sorprendente, así es como tienes que ser. No quieras aparecer demasiado indefensa: la gente siempre sospecha del inocente. El truco es quedarte en la media. Tan lista como cualquiera. Así, todos asumirán que pueden derrotarte con un poco de ventaja.

Siri asintió.

—Parece filosofía idriana.

—Vinisteis de nosotros. O, tal vez, nosotros venimos de vosotros. Sea como sea, somos más parecidos de lo que nos hacen parecer nuestros aspectos externos. ¿Qué es la filosofía idriana de extrema sencillez excepto un medio de contraste con Hallandren? ¿Todos esos blancos que usáis? Eso os hace destacar a escala nacional. Actuáis como nosotros, actuamos como vosotros, sólo hacemos lo mismo de formas opuestas.

Ella asintió lentamente.

Sondeluz sonrió.

—Oh, y una cosa más. Por favor, no dependas demasiado de mí. Lo digo en serio. No te seré de mucha ayuda. Si tus planes salen mal en el último momento y corres peligro o te inquietas… no pienses en mí. Te fallaré. Eso lo prometo desde el fondo de mi corazón con absoluta sinceridad.

—Eres un hombre muy extraño.

—Producto de mi sociedad. Y como la mayor parte del tiempo mi sociedad consiste sólo en mí mismo, la culpa es de dios. Buen día, reina mía.

Tras esas palabras, regresó a su palco e hizo un gesto a sus sirvientas, que habían estado mirando preocupadas, para que finalmente se reunieran con ella.