Capítulo 23

Sondeluz encontró a Encendedora en el césped del patio, detrás de su palacio. Estaba disfrutando del arte de uno de los maestros jardineros de la ciudad.

Sondeluz cruzó el césped seguido por su séquito, que sujetaba un gran parasol para protegerlo del sol y se encargaba de atender todas sus necesidades. Pasó ante cientos de macetas, jardineras, tiestos y jarrones rebosantes de diversas plantas y flores, todas dispuestas elaborada y pulcramente.

Jardines provisionales. Los dioses eran demasiado divinos para salir de la corte y visitar los jardines de la ciudad, así que había que llevarles los jardines. Tan colosal empresa requería docenas de obreros y carros llenos de plantas y material. Nada era demasiado bueno para los dioses.

Excepto, naturalmente, la libertad.

Encendedora estaba admirando el diseño de los lechos florales. Reparó en Sondeluz cuando se acercaba, pues su biocroma al avanzar hacía que las flores resplandecieran más a la luz de la tarde. La diosa llevaba un vestido sorprendentemente modesto. No tenía mangas y parecía hecho de una sola pieza de seda verde que la envolvía, cubriendo apenas las partes íntimas y poco más.

—Sondeluz, querido —dijo sonriendo—. ¿Visitando a una dama en su hogar? Qué encantador. Bueno, basta de cháchara. Retirémonos al dormitorio.

Él sonrió y le tendió un papel mientras se acercaba.

Ella vaciló y luego lo cogió. La parte delantera estaba cubierta de puntos de colores, la letra de los artesanos.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—He imaginado cómo iba a comenzar nuestra conversación —respondió él—. Así que nos he ahorrado las molestias y la he escrito de antemano.

Encendedora alzó una ceja, luego leyó.

—«Para empezar, Encendedora dice algo veladamente sugerente». —Ella lo miró—. ¿Veladamente? Te he invitado al dormitorio. Yo diría que es descarado.

—Te he subestimado. Por favor, continúa.

—«Entonces Sondeluz la rechaza con una frase aguda e inteligente. Es tan increíblemente encantador y listo que ella, aturdida por su brillantez, se queda sin palabras durante varios minutos…». Oh, de verdad, Sondeluz, eres incorregible. ¿Tengo que seguir?

—Es una obra maestra. Lo mejor que he escrito nunca. Por favor, lo siguiente es importante.

Ella suspiró.

—«Encendedora hace un comentario sobre política mortalmente aburrido, pero lo compensa meneando los pechos. Después de eso, Sondeluz pide disculpas por mostrarse tan distante últimamente. Explica que hay ciertas cosas que debe resolver».

Hizo una pausa y lo miró.

—¿Eso significa que finalmente estás dispuesto a formar parte de mis planes?

Él asintió. A un lado, un grupo de jardineros acabó de retirar las flores cercanas. A continuación, se aplicaron en elaborar un diseño de pequeños árboles floridos en grandes macetas alrededor de ambos dioses.

—No creo que la reina esté implicada en un plan para apoderarse del trono —dijo Sondeluz—. Aunque he hablado muy brevemente con ella, estoy convencido.

—¿Entonces por qué accedes a unirte a mí?

Él guardó silencio unos instantes, disfrutando de las flores.

—Porque pretendo evitar que la aplastes. Ni a ella ni al resto de nosotros.

—Mi querido Sondeluz —repuso ella, frunciendo sus brillantes labios rojos—. Te aseguro que soy inofensiva.

Él alzó una ceja.

—Lo dudo.

—Vamos, vamos, nunca deberías señalarle a una dama que se aparta de la verdad estricta. De todas formas, me alegra que hayas venido. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Trabajo? Eso suena a… trabajo.

—Por supuesto, querido. —Y echó a andar.

Los jardineros se apresuraron a apartar los arbolitos para abrirle paso. El maestro jardinero en persona dirigía la composición como el director de una orquesta botánica. Sondeluz la siguió.

—Trabajo —dijo—. ¿Sabes cuál es mi filosofía sobre el trabajo?

—No sé por qué, tengo la impresión de que no lo apruebas.

—Oh, yo no diría eso. El trabajo, querida Encendedora, es como el abono.

—¿Huele?

Él sonrió.

—No; estaba pensando que el trabajo es como el abono: me alegro de su existencia por lo útil que resulta, pero no quiero verme atrapado en él.

—Es una lástima —dijo la diosa—. Porque acabas de acceder a hacerlo.

Él suspiró.

—Ya me parecía oler algo.

—No seas pesado —replicó ella, sonriéndole a los obreros que flanqueaban su camino con jarrones de flores—. Esto va a ser divertido.

Se volvió hacia él, los ojos chispeando.

—Anoche atacaron a Mercestrella.

* * *

—Oh, mi querida Encendedora. Ha sido algo terriblemente trágico.

Sondeluz alzó una ceja. Mercestrella era una mujer preciosa y voluptuosa que ofrecía un sorprendente contraste con Encendedora. Ambas eran ejemplos perfectos de la belleza femenina. Encendedora era del tipo esbelto (pero pechugona), mientras que Mercestrella era del tipo curvilíneo (y pechugona también). Ésta se hallaba tumbada en un mullido diván, abanicada por grandes hojas de palmera que agitaban varios de sus criados.

Carecía del sutil sentido del estilo de Encendedora. Hacía falta tener habilidad para elegir colores brillantes que no rozaran lo chillón. Sondeluz tampoco la tenía, pero alguno de sus sirvientes sí. Mercestrella, al parecer, no sabía que semejante habilidad existía siquiera.

«Aunque hay que admitir que el naranja y el dorado no son los colores más fáciles de llevar con dignidad», pensó.

—Mercestrella, querida —dijo afectuosamente Encendedora. Uno de los criados acercó un taburete tapizado y lo deslizó bajo la diosa cuando se sentaba al lado de la convaleciente—. Comprendo cómo debes de sentirte.

—¿Sí? ¿Puedes, de verdad? Es terrible. ¡Algún… algún bellaco se coló en mi palacio y atacó a mis sirvientes! ¡El hogar de una diosa! ¿Quién haría una cosa así?

—Seguramente un loco —la consoló Encendedora.

Sondeluz sonrió compasivo, las manos a la espalda. Una fresca brisa de la tarde barría el patio y el pabellón. Algunos jardineros de Encendedora habían traído flores y árboles, rodeando el dosel del pabellón y llenando el aire con sus perfumes mezclados.

—Ya —dijo Mercestrella—. Pero ¡los guardias de las puertas están para impedir este tipo de cosas! ¿Por qué tenemos murallas si la gente puede entrar sin más y violar nuestros hogares? Ya no me siento segura.

—Estoy segura de que los guardias serán más diligentes en el futuro —dijo Encendedora.

Sondeluz frunció el ceño y se volvió para contemplar el palacio de Mercestrella, donde los criados zumbaban como abejas en torno a un panal.

—¿Qué crees que buscaba el intruso? —preguntó, casi para sí mismo—. ¿Obras de arte, tal vez? Sin duda hay mercaderes a los que será mucho más fácil robar.

—Puede que no sepamos lo que quieren, pero al menos sabemos algo sobre ellos —lo tranquilizó Encendedora.

—¿Ah, sí? —dijo Mercestrella, irguiéndose.

—Sí, querida. Sólo alguien sin ningún respeto hacia las tradiciones, las propiedades o la religión se atrevería a irrumpir en la casa de un dios. Alguien de muy baja estofa. Un irrespetuoso. Un infiel…

—¿Un idriano? —aventuró Mercestrella.

—¿Nunca te has preguntado, querida, por qué enviaron al rey-dios la hija más joven en vez de la mayor?

Mercestrella frunció el ceño.

—¿Eso han hecho?

—Sí, querida.

—Es bastante sospechoso, ¿no?

—Algo está pasando en la Corte de los Dioses, Mercestrella —prosiguió Encendedora, inclinándose hacia delante—. Éstos podrían ser tiempos peligrosos para la Corona.

—Encendedora, ¿puedo hablar contigo un momento? —interrumpió Sondeluz.

Ella lo miró, molesta. Él le sostuvo la mirada, hasta que la diosa acabó por suspirar. Le dio una palmadita a Mercestrella en la mano y se retiró del pabellón con Sondeluz, seguida por criados y sacerdotes.

—¿Qué pretendes? —dijo él en cuanto Mercestrella no pudo oírlos.

—Reclutando efectivos —replicó ella con un destello en los ojos—. Vamos a necesitar sus órdenes sinvida.

—Tal vez no. Puede que la guerra no sea necesaria.

—En todo caso, tenemos que ser cuidadosos. Sólo estoy haciendo los preparativos.

—Muy bien —dijo él. Eso era inteligente—. Pero no podemos asegurar que haya sido un idriano quien irrumpió en el palacio de Mercestrella. ¿Por qué lo has dado a entender?

—¿Crees que es una coincidencia que alguien se cuele en uno de nuestros palacios ahora, cuando se avecina la guerra?

—Probablemente.

—¿Y el intruso escogió por azar uno de los cuatro Retornados que poseen órdenes de acceso a los sinvida? Si yo fuera a guerrear contra Hallandren, lo primero que haría es localizar esas órdenes. Ver si están escritas en alguna parte, o quizás intentar matar a los dioses que las detentan.

Sondeluz miró el palacio. Los argumentos de Encendedora eran atendibles, pero insuficientes. Tuvo el extraño impulso de investigar más ese asunto. Pero eso sonaba a trabajo. No podía permitirse hacer una excepción a sus hábitos, sobre todo sin quejarse mucho primero. Establecía un pobre precedente. Así que tan sólo asintió, y Encendedora los condujo de vuelta al pabellón.

—Querida —dijo la diosa, sentándose junto a Mercestrella con aire ansioso. Se inclinó hacia delante—. Lo hemos hablado y he decidido confiar en ti.

Mercestrella se incorporó.

—¿Confiar en mí? ¿En qué?

—Conocimiento —susurró Encendedora—. Hay quienes tememos que los idrianos no estén contentos con sus montañas y pretendan controlar también las llanuras.

—Pero tendremos el refuerzo de la sangre —dijo Mercestrella—. Habrá un rey-dios con sangre real en nuestro trono.

—¿Sí? ¿Y no podría eso interpretarse también como un rey idriano con sangre hallandrense en el trono?

Mercestrella vaciló. Entonces, extrañamente, miró a Sondeluz.

—¿Qué opinas?

¿Por qué la gente siempre le preguntaba? Hacía todo lo posible para desalentarlos, pero ellos seguían actuando como si él fuera una especie de autoridad moral.

—Pienso que algún… preparativo sería aconsejable —respondió—. Aunque, por supuesto, lo mismo puede decirse de la cena.

Encendedora le dirigió una mirada molesta, aunque cuando se volvió hacia Mercestrella había adoptado de nuevo su expresión consoladora.

—Comprendemos que has tenido un día difícil —dijo—. Pero, por favor, considera nuestro ofrecimiento. Nos gustaría que te unieras a nosotros en nuestras precauciones.

—¿De qué clase de precauciones estamos hablando?

—Sencillas —respondió Encendedora—. Pensar, hablar, planear. Al final, si nos parece que tenemos pruebas suficientes, se las presentaremos al rey-dios.

Esto pareció tranquilizar a Mercestrella. Asintió.

—Sí, lo comprendo. Preparativos. Una medida inteligente.

—Descansa ahora, querida —dijo Encendedora, y se marchó del pabellón con Sondeluz.

Caminaron tranquilamente por el perfecto césped hacia el palacio de Encendedora. Sin embargo, él se sentía reacio a marcharse. Algo de la reunión lo molestaba.

—Es un encanto —dijo ella, sonriendo.

—Lo dices porque es fácil de manipular.

—Por supuesto. Me encanta la gente que hace lo que debe hacer. Sobre todo cuando lo que debe hacer es lo que yo espero.

—Al menos eres sincera.

—Para ti, querido, soy tan fácil de leer como un libro.

Él bufó.

—Tal vez un libro que no ha sido traducido al hallandrense todavía.

—Lo dices porque en realidad nunca has intentado leerme —replicó ella, sonriéndole—. Aunque he de decir que hay una cosa sobre la querida Mercestrella que sí me molesta.

—¿Qué es?

—Sus ejércitos. —Encendedora cruzó los brazos—. ¿Por qué ella, diosa de la amabilidad, tiene el mando de diez mil sinvidas? Obviamente es un claro error de juicio. Sobre todo porque yo no mando tropa alguna.

—Encendedora —repuso él, divertido—, eres la diosa de la sinceridad, la comunicación, y las relaciones interpersonales. ¿Para qué demonios iban a darte el mando de ejércitos?

—Hay muchas relaciones interpersonales relacionadas con los ejércitos. Después de todo, ¿cómo llamas al hecho de que alguien golpee a otro con una espada? Eso es una relación interpersonal.

—Ajá —repuso él, volviéndose para contemplar el pabellón de Mercestrella.

—Pensaba que apreciarías mis argumentos, ya que las relaciones personales son, de hecho, una guerra. Como está claro en nuestra relación, querido Sondeluz. Nosotros… —Se interrumpió, y luego le dio un codazo en el hombro—. ¿Sondeluz? ¡Préstame atención!

—¿Sí?

Ella irguió el mentón, petulante.

—He de decir que te has pasado con tu bromita de hoy. Tal vez tenga que buscar a otro con quien jugar.

—Hum, sí —dijo él, aún estudiando el palacio de Mercestrella—. Trágico. Por cierto, esa irrupción en los dominios de Mercestrella… ¿Fue obra de una sola persona?

—Eso parece. No es importante.

—¿Hubo heridos?

—Un par de criados —contestó Encendedora con indiferencia—. Creo que encontraron a uno muerto. Tendrías que prestarme atención a mí, no a esa…

—¿Entonces mataron a alguien?

Ella se encogió de hombros.

—Eso dicen.

Él se dio media vuelta.

—Iré a hablar un poco más con ella.

—Muy bien. Yo me quedo a disfrutar de mis jardines.

—De acuerdo —contestó Sondeluz, volviéndose ya—. Hablaré contigo más tarde.

Encendedora dejó escapar un bufido de indignación, los brazos en jarras, y lo vio alejarse. Sin embargo, Sondeluz ignoró su irritación.

Así que algunos criados habían resultado heridos. No era cosa suya involucrarse en hechos delictivos. Sin embargo, apretó el paso rumbo al pabellón de Mercestrella, seguido como siempre de sus sirvientes y sacerdotes.

Ella seguía leyendo en su diván.

—¿Sondeluz? —se sorprendió, frunciendo el ceño.

—He vuelto porque acabo de enterarme que uno de tus criados murió en el ataque.

—Ah, sí. Pobre hombre. Qué terrible circunstancia. Estoy seguro de que ha encontrado sus bendiciones en el cielo.

—Cuéntame. ¿Cómo fue el asesinato?

—Es muy extraño, en realidad. Los dos guardias de la puerta estaban inconscientes. El intruso fue descubierto por cuatro criados en el pasillo de servicio. Luchó con ellos, derribó a uno, mató a otro, y dos escaparon.

—¿Cómo murió el hombre?

Mercestrella suspiró.

—La verdad es que no lo sé —contestó, agitando una mano—. Mis sacerdotes podrán decírtelo. Me temo que quedé demasiado traumatizada para prestar atención a los detalles.

—¿Podría hablar con ellos?

—Si debes hacerlo… ¿Has entendido cuán trastornada estoy? Cabría suponer que preferirías quedarte a consolarme.

—Querida, si sabes algo de mí, entonces comprenderás que dejarte sola es con diferencia el mejor consuelo que puedo ofrecerte.

Ella frunció el ceño y lo miró.

—Era una broma, querida. Por desgracia, me salen muy mal. Veloz, ¿vienes?

Llarimar, que como siempre esperaba con el resto de los sacerdotes, se acercó.

—¿Divina gracia?

—No hace falta molestar más a los demás —dijo Sondeluz—. Creo que tú y yo solos seremos suficientes para esta misión.

—Como ordenéis, divina gracia.

Y así, una vez más los sirvientes de Sondeluz quedaron apartados de su dios. Se sintieron inseguros, como un grupo de niños abandonados por sus padres.

—¿Qué sucede, divina gracia? —preguntó Llarimar en voz baja mientras se encaminaban hacia el palacio.

—Pues no tengo ni idea, pero creo que aquí pasa algo raro. Esa irrupción. La muerte de un hombre. Algo va mal.

Llarimar lo miró con una expresión extraña.

—¿Qué pasa? —preguntó Sondeluz.

—Nada, divina gracia —contestó Llarimar por fin—. Sólo que es muy poco propio de vos.

—Lo sé —admitió el dios—. Sinceramente no puedo decir qué me impulsa. La curiosidad, tal vez.

—Curiosidad que supera vuestro deseo de evitar hacer… bueno, de hacer nada.

Sondeluz se encogió de hombros. Se sentía lleno de energía cuando entró en el palacio. Su letargo normal desapareció, y sentía cierta emoción. Era casi familiar. Encontró a un grupo de sacerdotes en el pasillo de los sirvientes. Se acercó y todos se volvieron a mirarlo con sorpresa.

—Ah, bien —dijo Sondeluz—. Supongo que podréis darme más detalles sobre el intruso.

—Divina gracia —dijo uno de ellos mientras los tres inclinaban la cabeza—. Os aseguro que lo tenemos todo bajo control. No hay peligro para vos ni para vuestra gente.

—Sí, sí —repuso el dios, contemplando el pasillo—. ¿Es aquí donde mataron a ese hombre?

Los sacerdotes se miraron unos a otros.

—Por allí —dijo uno de ellos, reacio, señalando un recodo.

—Bien. Acompañadme si queréis.

Sondeluz se encaminó hacia la dirección indicada. Un grupo de trabajadores retiraba las tablas del suelo, probablemente para sustituirlas. Una madera manchada de sangre, no importaba lo bien que se limpiara, no estaría bien en casa de una diosa.

—Hmm —dijo Sondeluz—. Parece un asunto feo. ¿Cómo sucedió?

—No estamos seguros, divina gracia —contestó un sacerdote—. El intruso dejó inconscientes a los guardias de la puerta, pero no les causó ningún daño grave.

—Sí, Mercestrella lo mencionó. Pero ¿luego luchó contra cuatro criados?

—Bueno, «luchar» no es la palabra adecuada —contestó con un suspiro. Aunque Sondeluz no era su dios, era un dios. Los sacerdotes estaban bajo juramento de responder a sus preguntas—. Inmovilizó a uno de ellos con una cuerda que había despertado. Entonces, mientras uno se quedaba atrás para entorpecer al intruso, los otros dos corrieron en busca de ayuda. En ese momento, el que había sido atado estaba todavía vivo. —Miró a sus iguales—. Cuando por fin llegó la ayuda, retrasada por un animalillo sinvida que causaba confusión, encontraron al segundo hombre inconsciente todavía. El primero, atado, estaba muerto. Apuñalado en el corazón con una espada.

Sondeluz asintió y se acuclilló junto a las tablas rotas. Los criados que estaban trabajando allí inclinaron la cabeza y se retiraron. Sondeluz no estaba seguro de qué esperaba encontrar. Habían limpiado el suelo, y luego lo habían desmontado. Sin embargo, había una extraña mancha un poco más allá. Se acercó y se arrodilló, inspeccionándola con más atención. «Carente de color», constató. Alzó la cabeza y miró a los sacerdotes.

—¿Un despertador, diríais?

—Indudablemente, divina gracia.

Miró de nuevo la mancha gris. «Es imposible que un idriano hiciera esto. Ni que usara el despertar».

—¿Qué era esa criatura sinvida que habéis mencionado?

—Una ardilla, divina gracia. El intruso la utilizó como distracción.

—¿Bien hecha?

Ellos asintieron.

—Usando palabras de orden modernas, a juzgar por sus acciones —dijo uno—. Incluso tenía ícor-alcohol en vez de sangre. ¡Tardamos buena parte de la noche en capturarla!

—Ya veo —comentó Sondeluz, poniéndose en pie—. ¿El intruso escapó?

—Sí, divina gracia.

—¿Qué suponéis que buscaba?

Los sacerdotes vacilaron.

—No lo sabemos con seguridad —contestó uno—. Lo espantamos antes de que pudiera alcanzar su objetivo… Uno de los nuestros lo vio huir por donde había venido. Quizá la resistencia fue demasiado para él.

—Creemos que pudo tratarse de un ladrón común, divina gracia. Que intentó colarse en la galería para robar las obras de arte.

—Es muy probable. —Sondeluz se puso en pie—. Buen trabajo.

Se volvió y recorrió el pasillo en dirección a la entrada. Se sentía extrañamente subreal.

Los sacerdotes habían mentido.

No sabía cómo lo notaba. Sin embargo, así era: lo sabía en lo más profundo, con algún instinto que no era consciente de poseer. En vez de molestarlo, por algún motivo aquellas mentiras lo emocionaron.

—Divina gracia —dijo Llarimar, alcanzándolo—. ¿Encontrasteis lo que buscabais?

—Quien entró no era idriano —repuso Sondeluz en voz baja mientras salían a la luz del sol.

Llarimar alzó una ceja.

—Ha habido casos de idrianos que vienen a Hallandren y compran aliento, divina gracia.

—¿Y has oído de alguno que utilice a un sinvida?

Llarimar guardó silencio.

—Pues no —admitió finalmente.

—Los idrianos odian a los sinvida. Los consideran abominaciones, o una tontería de ésas. Sea como sea, no tendría sentido que un idriano intentara entrar así. ¿Para qué? ¿Para asesinar a una diosa? Habría sido sustituida, y los protocolos previstos se asegurarían de que los ejércitos de sinvidas no estuvieran mucho tiempo sin alguien que los dirigiera. Las consecuencias de la represalia superarían en mucho a los beneficios.

—¿Entonces creéis que fue un ladrón?

—Por supuesto que no. ¿Un ratero común con suficiente dinero o aliento para poder malgastar un sinvida, sólo como distracción? Quien entró aquí era rico. Además, ¿por qué husmear por los pasillos de los sirvientes? Ahí no hay nada valioso. El interior del palacio contiene muchas más riquezas.

Llarimar volvió a guardar silencio. Miró a Sondeluz, y entonces una curiosa expresión asomó a su rostro.

—Es un razonamiento muy sólido, divina gracia.

—Lo sé. No es propio de mí. Tal vez necesito emborracharme.

—No podéis emborracharos por más que bebáis.

—Ah, pero desde luego me gusta intentarlo.

Regresaron a su palacio, recogiendo a los sirvientes por el camino. Llarimar parecía inquieto. Sondeluz, sin embargo, estaba lleno de excitación. «Uau, un asesinato en la Corte de los Dioses —pensó—. Cierto, fue sólo un criado… pero se supone que soy dios de todos, no sólo de la gente importante. Me pregunto cuándo fue la última vez que asesinaron a alguien en la corte. No ha pasado en mi vida, desde luego».

Los sacerdotes de Mercestrella estaban ocultando algo. ¿Por qué había soltado el intruso una distracción, sobre todo tan cara, si se proponía escapar sin más? Los sirvientes de los Retornados no eran soldados ni guerreros. Entonces ¿por qué había desistido con tanta facilidad?

Buenas preguntas, desde luego. Buenas preguntas que él, menos que nadie, no debería haberse molestado en plantear. Y, sin embargo, lo hacía.

Todo el camino de regreso al palacio, y durante la cena, e incluso por la noche.