Desde lo alto del palacio del rey-dios, Vasher contemplaba el sol ponerse sobre el bosque occidental. El ocaso vibraba entre las nubes, haciendo destellar los colores, pintando los árboles de hermosos rojos y anaranjados. Entonces el sol desapareció y los colores se apagaron.
Algunos decían que antes de que un hombre muriera, su aura biocromática destellaba con súbito brillo. Como un corazón que da su último latido, como el embate final de una ola antes de que se retire la marea. Vasher lo había visto suceder, pero no con todas las muertes. Era algo raro, como una puesta de sol perfecta.
«Dramático», advirtió Sangre Nocturna.
«¿La puesta de sol?», preguntó Vasher.
«Sí».
«Pero no puedes verla».
«Pero puedo sentirte viéndola. Escarlata. Como la sangre en el aire».
Vasher no respondió. La espada no podía ver. Pero con su poderosa y retorcida biocroma, podía sentir la vida y la gente. Sangre Nocturna había sido creada para proteger a ambas. Era extraño lo fácil y rápidamente que la protección podía causar destrucción. A veces, Vasher se preguntaba si las dos no eran realmente lo mismo. Protege a una flor, y destruye los bichos que querían alimentarse de ella. Protege a un edificio, y destruye las plantas que crecen a su alrededor.
Protege a un hombre. Vive con la destrucción que crea.
Aunque estaba oscuro, el sentido vital de Vasher era fuerte. Podía percibir levemente la hierba que crecía allá abajo y sabía a qué distancia estaba. Con más aliento, incluso habría podido sentir el liquen creciendo en las piedras del palacio. Se arrodilló, posó una mano en la pernera de su pantalón y otra en la piedra.
—Reforzadme —ordenó, resollando.
La pernera se endureció, y una sombra de color sangró en la piedra negra que tenía a su lado. El negro era un color. Nunca lo había considerado así antes de convertirse en despertador. Las borlas que colgaban de sus perneras se endurecieron, envolviéndose en torno a su tobillo. Arrodillado como estaba, también pudieron enroscarse alrededor de las suelas de sus botas.
Vasher colocó una mano en el hombro de su camisa y con la otra tocó un trozo de mármol mientras formaba una imagen en su mente.
—A mi llamada, conviértete en mis dedos y sujeta —ordenó. La camisa se estremeció y varias borlas se enroscaron en su mano. Cinco de ellas, como dedos.
Fue una orden difícil. Requirió mucho más aliento para despertar de lo que le habría gustado (su aliento restante apenas le permitía llegar a la Segunda Elevación), y la visualización de la orden había necesitado práctica para perfeccionarse. Los dedos-borlas merecían la pena: habían demostrado ser muy útiles, y le repelía dedicarse a sus actividades nocturnas sin ellos.
Se irguió, advirtiendo la cicatriz de mármol gris en la superficie del palacio, por lo demás perfectamente negra. Sonrió al pensar en la indignación que sentirían los sacerdotes cuando la descubrieran.
Probó la fuerza de sus piernas, empuñando a Sangre Nocturna, y luego dio un cuidadoso paso hacia delante. Cayó unos tres metros. El palacio estaba construido con enormes bloques de piedra en empinada forma piramidal. Aterrizó con fuerza en el siguiente bloque, pero sus ropas despertadas absorbieron la mayor parte del impacto, actuando como un segundo conjunto de huesos externo. Se levantó, asintió para sí, y luego saltó los demás peldaños de la pirámide.
Acabó por aterrizar en la suave hierba al norte del palacio, cerca de la muralla que rodeaba todo el llano. Se agazapó y prestó atención.
«¿Husmeando, Vasher? —se burló Sangre Nocturna—. Eres un espía chapucero».
Vasher no respondió.
«Deberías atacar —insistió la espada—. Eres bueno en eso».
«Sólo quieres demostrar lo fuerte que eres», pensó Vasher.
«Bueno, sí —respondió la espada—. Pero tienes que admitir que eres malo husmeando».
Vasher ignoró a la espada. Un hombre solitario con ropas hechas jirones y espada en mano sería sospechoso. Por eso exploraba. Había elegido una noche en que los dioses no tenían planeada ninguna gran celebración en el patio, pero todavía había pequeños grupos de sacerdotes, juglares o criados moviéndose entre palacios.
«¿Hasta qué punto estás seguro de esa información? —dijo Sangre Nocturna—. Además, sinceramente, no me fío de los sacerdotes».
«Él no es un sacerdote», pensó Vasher. Se movió con cuidado, arrastrándose por la oscura sombra del saliente de la muralla. Su contacto le había advertido que se mantuviera alejado de los palacios de los dioses influyentes como Encendedora o Marcaquieta. Pero también había dicho que el palacio de un dios menor, como Donseñalado o Ansiadepaz, no le vendría bien para sus propósitos. En cambio, Vasher buscaba el hogar de Mercestrella, una retornada conocida por su implicación en política, pero que todavía no era influyente.
Su palacio parecía relativamente oscuro esa noche, pero seguro que había guardias. Los Retornados tenían sirvientes para dar y regalar. Y en efecto, Vasher localizó a dos hombres que guardaban la puerta que quería. Llevaban los extravagantes vestidos de los criados de la corte, amarillo y dorado según la pauta de su señora.
Los hombres no iban armados. ¿Quién atacaría el hogar de un retornado? Estaban allí simplemente para impedir que nadie se colara y molestara a la señora mientras dormía. Estaban de pie junto a sus linternas, alertas y atentos, pero más por las apariencias que por otra cosa.
Vasher oscureció a Sangre Nocturna tras su capa, se apartó de las sombras y buscó ansiosamente de un lado a otro, murmurando para sí. Encorvó el cuerpo para ayudar a ocultar la enorme espada.
«Oh, por favor —dijo categóricamente Sangre Nocturna—. ¿El numerito del loco? Puedes recurrir a algo mejor».
«Funcionará. Esto es la Corte de los Dioses. Nada atrae más a los desequilibrados que la expectativa de conocer a las deidades».
Los dos guardias alzaron la cabeza cuando lo vieron acercarse, pero no parecieron sorprendidos. Probablemente trataban con chiflados cada día. Vasher había visto los tipos que acababan en las colas de peticiones a los Retornados.
—Eh, tú —dijo uno mientras Vasher se acercaba—. ¿Cómo has entrado aquí?
Vasher se aproximó, murmurando que quería hablar con la diosa. El segundo guardia le puso una mano en el hombro.
—Vamos, amigo. Te devolveremos a las puertas, a ver si todavía queda algún refugio que acepte gente para pernoctar.
Vasher vaciló. Amabilidad. Por algún motivo, no se la esperaba. Aquello lo hizo sentirse un poco culpable por lo que iba a hacer a continuación.
Echó el brazo a un lado, retorciendo dos veces el pulgar para que los largos dedos-borlas de la manga de su camisa empezaran a remedar los movimientos de sus dedos de verdad. Formó un puño. Las borlas se lanzaron hacia delante, envolviéndose en el cuello del primer guardia.
El hombre dejó escapar un suave jadeo de sorpresa. Antes de que el segundo guardia pudiera reaccionar, Vasher le golpeó el estómago con la empuñadura de Sangre Nocturna. El guardia se tambaleó y Vasher le puso una zancadilla. Con la bota, apretó lenta pero firmemente el cuello del hombre. Se rebulló, pero las piernas de Vasher tenían fuerza despertada.
Vasher aguantó un largo instante, los dos hombres agitándose, sin conseguir escapar a su estrangulamiento. Poco después, Vasher dejó de pisar el cuello del segundo hombre y tumbó al primer guardia en la hierba, retorció dos veces el pulgar y soltó los dedos-borlas.
«No me has utilizado mucho —se quejó Sangre Nocturna, dolida—. Podrías haberme empleado. Soy mejor que una camisa. Soy una espada».
Vasher la ignoró y escrutó la oscuridad para ver si lo habían localizado.
«Soy bastante mejor que una camisa. Podría haberlos matado. Mira, todavía respiran. Estúpida camisa».
«De eso se trataba. Los cadáveres causan más problemas que los hombres cuando los dejas sin sentido».
«Pues yo también podría haberlos dejado sin sentido».
Vasher sacudió la cabeza y se coló en el edificio. Los palacios de los Retornados, incluido ése, solían ser una sucesión de habitaciones peladas con puertas de colores. El clima en Hallandren era tan templado que el edificio podía estar abierto en todo momento.
No recorrió las habitaciones centrales, sino que se quedó en el pasillo de la periferia, el de los criados. Si su informador había dicho la verdad, entonces lo que quería podía hallarse en el ala noreste del edificio. Mientras caminaba, se soltó la cuerda de la cintura.
«Los cinturones también son estúpidos —refunfuñó Sangre Nocturna—. Son…».
En ese momento, un grupo de cuatro sirvientes rodeó la esquina directamente delante de Vasher, que alzó la cabeza, sobresaltado pero no muy sorprendido.
El asombro de los sirvientes duró un segundo más que el suyo. Sin vacilar, Vasher lanzó la cuerda.
—Sujeta —ordenó, dándole la mayor parte de su aliento restante.
La cuerda se enroscó en el brazo de uno de los criados, aunque Vasher había apuntado al cuello. Vasher maldijo, tirando del hombre, que gritó al chocar contra la esquina. Los otros se dispusieron a echar a correr.
Vasher empuñó a Sangre Nocturna, con la otra mano.
«¡Sí!», se alegró la espada.
Vasher no la desenvainó. Simplemente la arrojó hacia delante. La hoja resbaló por el suelo y se detuvo delante de los tres hombres. Uno de ellos la miró como hipnotizado. Extendió una mano, vacilante, los ojos muy abiertos.
Los otros dos echaron a correr, gritando que había un intruso.
«¡Maldición!», pensó Vasher. Tiró de la cuerda, derribando de nuevo al sirviente enredado. Mientras éste trataba de incorporarse, se precipitó y le envolvió la cuerda en torno a las manos y el cuerpo. A su lado, el otro criado, cada vez más absorto, recogió del suelo a Sangre Nocturna. Soltó el cierre de la empuñadura, disponiéndose a desenvainarla.
Cuando apenas había liberado unos centímetros, un humo oscuro, como fluido, empezó a brotar de la hoja. Adoptó forma de tentáculos de humo que al punto se enroscaron en el brazo del hombre, absorbiendo el color de su piel.
Vasher dio una patada al hombre y lo obligó a soltar a Sangre Nocturna. Dejó al primer hombre retorciéndose y cogió al que había empuñado la espada y le dio la cabeza contra la pared.
Respirando entrecortadamente, recogió a Sangre Nocturna, cerró la vaina y echó el cierre. Luego extendió la mano y tocó la cuerda que ataba al aturdido sirviente.
—Tu aliento al mío —dijo, recuperando el aliento de la cuerda, dejando al hombre atado.
«No me has dejado matarlo», se quejó Sangre Nocturna, molesta.
«No —replicó Vasher—. Cadáveres, ¿recuerdas?».
«Pero dos lograron escapar de mi hechizo. Eso no está bien».
«¿Cuántas veces te he dicho que careces de poder para hechizar los corazones de hombres puros, Sangre Nocturna?». Por más que se lo hubiese explicado en muchas ocasiones, la espada parecía incapaz de comprenderlo.
A continuación, corrió pasillo abajo. Sólo le quedaba un poco más, pero ya había gritos de alarma y llamadas de ayuda. No tenía ningún deseo de luchar contra un ejército de sirvientes y soldados. Se detuvo, inseguro, en el pasillo pelado. Advirtió, casi sin darse cuenta, que despertar la cuerda había robado el color de sus botas y su capa, las únicas prendas que no habían sido despertadas.
La ropa gris lo identificaría al instante por lo que era. Pero pensar en retroceder no le hacía ninguna gracia. Apretando los dientes con frustración, le dio un puñetazo a la pared. Se suponía que aquello tendría que haber sido mucho más fácil.
«Te dije que no servías para esto», le recordó Sangre Nocturna.
«Cállate», pensó Vasher, decidido a no huir. Rebuscó en una bolsita que llevaba al cinto y sacó una ardilla muerta.
«Puagg», dijo con asco Sangre Nocturna.
Vasher se arrodilló, y puso la mano sobre la criatura.
—Despierta a mi aliento —ordenó—, sirve mis necesidades, vive a mi orden y mi palabra: ¡cuerda caída!
Las últimas palabras, «cuerda caída», eran la frase de seguridad. Vasher podría haber elegido cualquiera, pero escogió lo primero que le pasó por la cabeza.
Un aliento manó de su cuerpo y bajó hasta el cadáver del animalito, que empezó a retorcerse. Era un aliento que Vasher no podría recuperar nunca, pues crear un sinvida era un acto permanente. La ardilla perdió todo color, convirtiéndose en gris, pues el despertar engulló sus colores para ayudar a la transformación. La ardilla era gris en origen, así que era difícil notar la diferencia. Por eso a Vasher le gustaba utilizarlas.
—Cuerda caída —le dijo a la criatura, y sus ojos grises lo miraron. Pronunciada la frase de seguridad, Vasher ya podía imprimir una orden en su cerebro, igual que hacía cuando realizaba un despertar normal—. Haz ruido. Corretea. Muerde a la gente que no sea yo. Cuerda caída.
El segundo uso de las palabras cerraba la capacidad de impresión, para que ya no pudiera recibir más órdenes.
La ardilla saltó y echó a correr por el pasillo hacia la puerta por la que habían desaparecido los criados. Vasher se levantó y apretó el paso, esperando que esta distracción le proporcionara tiempo. De hecho, unos momentos más tarde oyó gritos procedentes de la puerta. Siguieron golpes y gritos. Los sinvida podían ser difíciles de detener, sobre todo uno nuevo con órdenes de morder.
Vasher sonrió.
«Habríamos podido con ellos», dijo Sangre Nocturna, desdeñosa.
Vasher corrió al lugar indicado por su informador. El lugar estaba marcado por una tabla rota en la pared, en apariencia sólo el desgaste normal del edificio. Se agachó, esperando que no le hubieran mentido. Rebuscó en el suelo hasta encontrar el cierre oculto.
Tiró, revelando una trampilla. Los palacios de los Retornados tenían en teoría una sola planta. Sonrió.
«¿Y si este túnel no tiene otra salida?», preguntó Sangre Nocturna mientras saltaba al agujero.
«Entonces probablemente tendrás que matar a un montón de gente», pensó Vasher. Sin embargo, de momento la información resultaba correcta, e intuía que el resto también lo sería.
Al parecer, los sacerdotes de los Tonos Iridiscentes ocultaban cosas al resto del reino. Y a sus dioses.