Por primera vez en las varias semanas que llevaba en palacio, Siri esperaba ante la puerta del rey-dios sin sentirse preocupada ni cansada.
Dedos Azules, extrañamente, no escribía en su libreta. La observaba en silencio, con expresión indescifrable.
Siri casi sonrió para sí. Atrás habían quedado los días en que yacía en el suelo, intentando incómodamente permanecer arrodillada mientras su espalda se quejaba. Atrás habían quedado los días en que dormitaba sobre el mármol, el vestido como único colchón. Desde que tuvo valor suficiente para meterse en la cama la semana anterior, había dormido bien cada noche, cómoda y cálida. Y ni una sola vez la había tocado el rey-dios.
Era un buen acuerdo. Los sacerdotes, aparentemente satisfechos porque cumplía con sus deberes maritales, la dejaban en paz. No tenía que estar desnuda delante de nadie, y empezaba a aprender la dinámica social del palacio. Incluso había asistido a unas cuantas sesiones de la Asamblea de la Corte, aunque no se había relacionado con los Retornados.
—Receptáculo —dijo en voz baja Dedos Azules.
Ella se volvió hacia él, alzando una ceja.
Dedos Azules se agitó, incómodo.
—¿Has… has encontrado un modo de que el rey responda a tus avances?
—Te has enterado, ¿eh? —preguntó ella, mirando hacia la puerta. Su sonrisa interior se ensanchó.
—En efecto, Receptáculo —dijo Dedos Azules, dando golpecitos desde abajo a su libro de cuentas—. Sólo la gente de palacio lo sabe, por supuesto.
«Bien», pensó ella. Miró hacia un lado.
Dedos Azules no parecía satisfecho.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. Ya no corro peligro. Los sacerdotes pueden dejar de preocuparse por un heredero.
«Durante unos meses, al menos. Acabarán por sospechar tarde o temprano».
—Receptáculo —dijo el escriba con un ronco susurro—. ¡Cumplir con tu deber como receptáculo era el peligro!
Ella frunció el ceño y lo miró mientras él seguía dando golpecitos en su carpeta.
—Oh, dioses, oh, dioses… —susurraba para sí.
—¿Qué pasa?
—No debería decirlo.
—¿Entonces qué sentido tiene mencionarlo? Sinceramente, Dedos Azules, eres frustrante. Me dejas confusa, y es entonces cuando puedo empezar a hacer preguntas…
—¡No! —repuso él bruscamente y miró hacia atrás, con un pequeño escalofrío—. Receptáculo, no debes hablarle a nadie de mis temores. Son una tontería, nada con lo que haya que molestar a nadie. Sólo…
—¿Qué?
—No debes darle un hijo —dijo por fin—. Ése es el peligro, tanto para ti como para el propio rey-dios. Todo esto… todo lo que pasa en este palacio… no es lo que parece ser.
—Es lo que dice todo el mundo. Si no es lo que parece, entonces dime qué es.
—No hay ninguna necesidad. Y no volveré a hablar de esto. Después de esta noche, irás sola al dormitorio… obviamente ya conoces bien la pauta. Sólo espera un centenar de latidos o así después de que las mujeres te saquen del vestidor.
—¡Tienes que decirme algo!
—Receptáculo, te aconsejo que por favor hables en voz baja. No sabes cuántas facciones actúan y se mueven dentro del palacio. Yo soy miembro de muchas de ellas, y una palabra errada por tu parte podría… no… implicaría mi muerte. ¿Comprendes?
Ella vaciló.
—No debería poner mi vida en peligro por tu causa —dijo Dedos Azules—. Pero hay cosas en este acuerdo que no me satisfacen. Y por eso te hago esta advertencia: evita darle un hijo al rey-dios. Si quieres saber más, lee tus historias. Sinceramente, creía que vendrías algo más preparada.
Y el hombrecito se marchó.
Siri sacudió la cabeza, luego suspiró, abrió la puerta y entró en la cámara. Cerró la puerta y miró al rey-dios, que la observaba como siempre, y se quitó el vestido, dejándose la ropa interior. Se dirigió a la cama y se sentó, esperó unos minutos antes de subirse de rodillas y empezar a dar botes y gemir. Modificó sus movimientos un par de veces, volviéndose creativa.
Cuando terminó, se arrebujó en las mantas y se tumbó a pensar. «Qué abstruso se ha mostrado Dedos Azules», pensó con frustración. Lo poco que Siri sabía de intrigas políticas le indicaba que la gente prefería ser sutil, incluso abstrusa, para prevenir verse implicada en nada.
«Lee tus historias…».
Parecía una sugerencia extraña. Si los secretos fueran tan visibles, ¿entonces por qué habrían de ser peligrosos?
Con todo, mientras pensaba, no se sentía agradecida hacia Dedos Azules. No podía echarle en cara su vacilación. Probablemente ya se había puesto en peligro más de lo que debería. Sin él, ella ni siquiera sabría que también corría riesgos.
En cierto sentido, era el único amigo que tenía en la ciudad, una persona, como ella misma, traída de otro país. Un país ensombrecido por la hermosa y osada Hallandren. Un hombre que…
Sus pensamientos se interrumpieron. Notó algo extraño. Abrió los ojos.
Alguien se alzaba sobre ella en la oscuridad.
A su pesar, Siri soltó un gritito de sorpresa. El rey-dios dio un respingo hacia atrás, tropezando. Con el corazón desbocado, ella retrocedió en la cama, subiéndose las mantas hasta el pecho… aunque, naturalmente, él la había visto desnuda tan a menudo que era un gesto ridículo.
El rey-dios estaba allí de pie, vestido de oscuro, con aspecto incierto a la luz titilante de la chimenea. Siri nunca le había preguntado a las criadas por qué vestía de negro. Cabría pensar que preferiría el blanco, el color que podía afectar de forma tan dramática con su biocroma.
Durante unos minutos, Siri permaneció arrebujada en las mantas, luego se obligó a relajarse. «Deja de ser tan tonta —se ordenó—. Él ni siquiera te ha amenazado nunca».
—No pasa nada —dijo en voz baja—. Es que me has asustado.
Él la miró. Y, con un sobresalto de sorpresa, Siri se dio cuenta de que era la primera vez que le hablaba desde su estallido de la semana anterior. Ahora que estaba de pie, podía verlo aún mejor: parecía heroico. Alto, ancho de hombros, como una estatua. Humano, pero de proporciones más dramáticas. Con cuidado, mostrando más incertidumbre de lo que había esperado de un hombre que tenía el título de rey-dios, él volvió a acercarse a la cama. Se sentó en el borde.
Entonces levantó una mano hacia ella.
«Oh, Austre —pensó la joven con súbita angustia—. ¡Oh, Dios, Señor de los Colores! ¡Ya está! ¡Finalmente va a tomarme!».
No pudo controlar los temblores. Se había convencido de que estaba a salvo. No debería tener que pasar por esto. ¡No otra vez!
«¡No puedo hacerlo! ¡No puedo! Yo…».
El rey-dios sacó algo de su camisa y luego dejó deslizarse la prenda. Siri permaneció sentada, respirando de forma entrecortada, advirtiendo que él no hacía ningún nuevo avance. Se calmó y obligó a su pelo a recuperar el color. El rey-dios dejó el objeto sobre la cama, y el fulgor de la chimenea reveló que era… un libro. Siri pensó en las historias que había mencionado Dedos Azules, pero descartó la idea. Ese libro, por el título del lomo, era un libro de cuentos para niños. El rey-dios apoyó los dedos sobre el volumen, y abrió delicadamente la primera página. El blanco pergamino se dispersaba por la fuerza de su biocroma, desparramado en un prisma de colores. Esto no distorsionaba el texto, y Siri se inclinó lentamente para distinguir las palabras.
Miró al rey-dios. Su cara parecía menos envarada que de costumbre. Señaló la página con la cabeza, y luego señaló la primera palabra.
—¿Quieres que lea esto? —preguntó Siri en un susurro, consciente de los sacerdotes que podrían estar escuchando.
El rey-dios asintió.
—Pone «Cuentos para niños» —añadió ella, confusa.
Él le dio la vuelta al libro, mirándolo también. Se frotó la barbilla, pensativo.
«¿Qué está pasando?», pensó la joven. No parecía que fuera a acostarse con ella. ¿Esperaba de verdad que ella le leyera un cuento? No concebía que le pidiera algo tan infantil. Lo miró de nuevo. Él volvió a girar el libro, señalando la primera palabra. Asintió.
—¿Cuentos? —preguntó Siri.
Él señaló la palabra. Ella miró con atención, tratando de discernir algún significado oculto o un texto misterioso. Suspiró, mirándolo de nuevo.
—¿Por qué no me lo dices?
Él vaciló, ladeando la cabeza. Entonces abrió la boca. Al débil resplandor de la chimenea, Siri vio algo sorprendente.
El rey-dios de Hallandren no tenía lengua.
Había una cicatriz. Apenas podía verla entornando mucho los ojos. Algo le había ocurrido, algún terrible accidente le había hecho perderla. O se la habían quitado a propósito… ¿Por qué querría nadie quitarle la lengua al mismísimo rey?
La respuesta se le ocurrió casi de inmediato.
«Aliento biocromático —pensó, recordando una lección medio aprendida de su infancia—. Para despertar objetos, hay que dar una orden. Palabras pronunciadas con voz nítida y clara. No se permiten murmullos ni susurros, o el aliento no funcionará».
El rey-dios apartó la cabeza de pronto, sintiéndose avergonzado. Cogió el libro, lo apretó contra su pecho y se dispuso a levantarse.
—No, por favor —dijo Siri, extendiendo la mano para tocarle el brazo.
Él se detuvo. Ella retiró la mano inmediatamente.
—No pretendía parecer asqueada —susurró ella—. No ha sido a causa de… tu boca. Ha sido porque he pensado lo que deben de haberte hecho.
El rey-dios la estudió. Luego se sentó lentamente. Se mantuvo lo bastante lejos para no que no se tocaran, y ella no volvió a tender la mano. Sin embargo, cuidadosa, casi reverentemente, él colocó de nuevo el libro sobre la cama. Lo abrió otra vez por la primera página, y luego la miró, con ojos suplicantes.
—No sabes leer, ¿verdad? —preguntó Siri.
Él negó con la cabeza.
—Ése es el secreto —susurró ella—, lo que asusta tanto a Dedos Azules. ¡No eres rey, eres una marioneta! Una figura simbólica. Los sacerdotes te sacan a desfilar, dado que tienes un aura biocromática tan fuerte que hace que la gente se arrodille asombrada. Sin embargo, te quitaron la lengua para que no pudieras usarla nunca, y tampoco te enseñaron a leer, para que no aprendas demasiado o logres comunicarte con los demás.
Él apartó la mirada.
—Todo para poder controlarte.
«No me extraña que Dedos Azules esté tan asustado. Si le hacen eso a su propio dios… entonces los demás no somos nada para ellos».
Ahora tenía sentido que se hubieran mostrado tan inflexibles en no dejarla hablar ni besar al rey. Tenía sentido que la rechazaran tanto. Les preocupaba que alguien pasara tiempo a solas con el rey-dios. Alguien que pudiera descubrir la verdad.
—Lo siento —susurró.
Él sacudió la cabeza y ella lo miró a los ojos. Había en ellos una fuerza que no habría esperado de un hombre que había vivido aislado y recluido. Finalmente, el rey-dios bajó la mirada y señaló las palabras de la página. La primera palabra. La primera letra, en realidad.
—Es la letra ce —dijo Siri, sonriendo—. Puedo enseñártelas todas, si quieres.
Los sacerdotes tenían motivos para preocuparse.