Capítulo 1

Había grandes ventajas en no ser importante.

Según los baremos de mucha gente, Siri no entraba en esa categoría. Después de todo, era la hija de un rey. Por fortuna, el rey tenía cuatro hijos vivos, y Siri, a los catorce años de edad, era la más joven. Fafen, la hija que seguía a Siri en edad, había cumplido con los deberes familiares y se había convertido en monja. Detrás de Fafen estaba Ridger, el hijo mayor. Él heredaría el trono.

Y luego estaba Vivenna. Siri suspiró mientras recorría el camino de regreso a la ciudad. Vivenna, la primogénita, era… bueno, era Vivenna. Hermosa, centrada, dispuesta en todos los aspectos. Era buena cosa, claro, considerando que estaba prometida a un dios. Fuera como fuese, Siri, como cuarta hija, era redundante. Vivenna y Ridger tenían que concentrarse en sus estudios; Fafen tenía que hacer su trabajo en los pastizales y los hogares. Siri, sin embargo, podía apañárselas no siendo importante. Eso significaba que podía desaparecer en las afueras durante horas.

La gente podría darse cuenta, naturalmente, y entonces se metería en problemas. Sin embargo, incluso su padre tenía que admitir que sus desapariciones no causaban muchas inconveniencias. La ciudad iba bien sin Siri: de hecho, solía irle un poco mejor cuando ella no estaba cerca.

No ser importante. Para otros podría haber sido ofensivo. Para Siri era una bendición.

Sonrió, mientras entraba en la ciudad propiamente dicha.

Atrajo las inevitables miradas. Aunque Bevalis era técnicamente la capital de Idris, no era demasiado grande y todo el mundo se conocía de vista. A juzgar por las historias que Siri había oído a comerciantes de paso, su hogar era prácticamente una aldea, comparada con las enormes metrópolis de otras naciones.

Le gustaba como era, incluso con sus calles fangosas, las casas de techo de paja, y las aburridas, aunque recias, murallas de piedra. Las mujeres perseguían a los gansos que huían, los hombres tiraban de los carros cargados con semillas de primavera, y los niños sacaban a las ovejas a los pastizales. Una ciudad grande en Xaka, Hudres o incluso la terrible Hallandren podría tener vistas exóticas, pero estaría repleta de multitudes sin rostro que gritarían y se apretujarían, y de nobles altivos. No era algo que entusiasmara a Siri: normalmente incluso consideraba a Bevalis un poco bulliciosa para su gusto.

«Con todo —pensó, contemplando su sencillo vestido gris—, apuesto a que esas ciudades tendrán más colores. Eso es algo que me gustaría ver».

Su cabello no pudo soportarlo más. Como de costumbre, los largos mechones se habían vuelto rubios de alegría mientras estaba en el campo. Se concentró, tratando de controlarlos, pero sólo pudo reducir el color a un marrón opaco. En cuanto dejó de concentrarse, su pelo recuperó el color de siempre. No era muy buena controlándolo. No era como Vivenna.

Mientras atravesaba la ciudad, un grupo de figuras pequeñas empezó a seguirla. Ella sonrió, fingiendo ignorar a los niños hasta que uno de ellos echó a correr y le tiró del vestido. Entonces se dio media vuelta, sonriente. Ellos la miraron con rostros solemnes. Incluso a esa edad, los niños de Idris estaban educados para evitar vergonzosos estallidos de emoción. Las enseñanzas de Austre decían que no había nada malo en los sentimientos, pero llamar con ellos la atención sobre ti mismo no era bueno.

Siri nunca había sido muy devota. No era culpa suya, razonaba, que Austre le hubiera otorgado una clara incapacidad para obedecer. Los niños esperaron pacientemente hasta que Siri se metió la mano en el delantal y sacó unas flores de brillante colorido. Los ojos de los niños se abrieron de par en par, mirando los vibrantes colores. Tres flores eran azules, una amarilla.

Las flores destacaban contra la aguda monotonía de la ciudad. Aparte de lo que podía encontrarse en la piel y los ojos de la gente, no había a la vista ni una gota de color. Las piedras habían sido encaladas, las ropas teñidas de gris o pardo. Todo para mantener al color a raya.

Pues sin color no podía haber despertadores.

La niña que había tirado de la falda de Siri finalmente cogió las flores con una mano y echó a correr con ellas, seguida por los otros niños. Siri vio reproche en los ojos de varios transeúntes. Sin embargo, ninguno de ellos la encaró. Ser una princesa, aunque no fuera importante, tenía sus ventajas.

Continuó su camino hacia el palacio. Era un edificio bajo de un solo piso con un gran patio de tierra prensada. Evitó las multitudes de buhoneros en la puerta y, dando la vuelta, entró por las cocinas. Mab, la cocinera, dejó de cantar cuando se abrió la puerta y miró a Siri.

—Tu padre te ha estado buscando, niña —dijo, y se volvió canturreando para atacar una pila de cebollas.

—Eso me temo.

Siri se acercó y olió la olla, que tenía el soso aroma de las patatas hervidas.

—Otra vez te has ido a las montañas, ¿no? Apuesto a que te saltaste tus clases.

Siri sonrió y sacó otra de las brillantes flores amarillas, haciéndola girar entre dos dedos.

Mab puso los ojos en blanco.

—Y sospecho que has estado corrompiendo de nuevo a los jóvenes de la ciudad. De verdad, niña, a tu edad ya tendrías que haber superado estas cosas. Tu padre tendría que decirte un par de palabras sobre tus responsabilidades.

—Me gustan las palabras. Y siempre aprendo algunas nuevas cuando padre se enfada. No debería descuidar mi educación, ¿no?

Mab hizo una mueca y mezcló unos pepinillos cortados con las cebollas.

—De verdad, Mab —dijo Siri, haciendo girar la flor, sintiendo que el tono de su pelo se volvía un poco rojo—. No veo cuál es el problema. Austre creó las flores, ¿no? Puso los colores en ellas, así que no pueden ser malignas. Quiero decir, lo llamamos el Dios de los Colores, ¿verdad?

—Las flores no son malignas —respondió Mab, añadiendo unas hierbas a su cocido—, suponiendo que se queden donde las puso Austre. No deberíamos usar la belleza de Austre para darnos importancia.

—Una flor no me hace parecer más importante.

—¿No? —repuso Mab, añadiendo la hierba, el pepinillo y las cebollas a una de sus ollas. Golpeó el lado de la olla con el plano de su cuchillo, escuchó, asintió para sí y empezó a rebuscar más verduras bajo la encimera—. Dime —continuó refunfuñando—, ¿de verdad crees que caminar por la ciudad con una flor así no atrajo la atención sobre ti misma?

—Eso es sólo porque la ciudad es muy gris. Si hubiera un poco de color, nadie se fijaría en una flor.

Mab se incorporó cargando con una caja con tubérculos.

—¿Nos harías decorarlo todo como si fuera Hallandren? ¿Quizá deberíamos empezar a invitar a despertadores a la ciudad? ¿Qué te parecería eso? ¿Diablos que sorbieran las almas de los niños, que estrangularan a la gente con sus propias ropas? ¿Levantar a los muertos de las tumbas para usarlos como mano de obra? ¿Sacrificar mujeres en sus altares impíos?

Siri notó que su pelo se volvía blanco de ansiedad. «¡Basta!», pensó. El pelo parecía tener mente propia y respondía a sus instintos.

—Eso de que sacrifiquen doncellas es sólo un cuento —dijo—. En realidad no lo hacen.

—Los cuentos vienen de alguna parte.

—Sí, de viejas reuniones al calor del fuego en invierno. No creo que tengamos que estar tan asustados. Los de Hallandren harán lo que quieran, lo cual me parece bien, siempre que nos dejen en paz.

Mab empezó a cortar verdura, sin levantar la cabeza.

—Tenemos el tratado, Mab —añadió Siri—. Mi padre y Vivenna se asegurarán de que estemos a salvo, y eso hará que los hallandrenses nos dejen en paz.

—¿Y si no lo hacen?

—Lo harán. No te preocupes.

—Tienen mejores ejércitos —repuso Mab, cortando, sin mirarla—, mejor acero, más comida y esas… esas cosas. Todo eso preocupa a la gente. Tal vez no a ti, pero sí a la gente sensata.

Aquellas palabras eran difíciles de ignorar. Mab tenía sentido común, una sabiduría más allá de su habilidad con las especias y los guisos. Sin embargo, también era asustadiza.

—Te preocupas por nada, Mab. Ya lo verás.

—Sólo digo que es mal momento para que una princesa real vaya por ahí con flores, haciéndose ver e invitando al malestar de Austre.

Siri suspiró.

—Muy bien, pues —dijo, arrojando su última flor al guiso—. Ahora todos podremos destacar.

Mab se detuvo y luego puso los ojos en blanco mientras cortaba una raíz.

—¿Tengo que asumir que era una flor de vanavel?

—Pues claro —dijo Siri, oliendo la olla hirviente—. Sé que no hay que arruinar un buen guiso. Y sigo diciendo que exageras.

Mab arrugó la nariz.

—Toma —dijo, sacando otro cuchillo—. Sé útil. Hay raíces que cortar.

—¿No tendría que presentarme ante mi padre? —dijo Siri, cogiendo una retorcida raíz de vanavel para empezar a cortar.

—Te enviará de vuelta aquí y te hará trabajar en las cocinas como castigo —respondió Mab, golpeando de nuevo la olla con el cuchillo. Creía que podía juzgar cuándo estaba lista la comida por el sonido de la olla.

—Que Austre me ayude si mi padre descubre que me gusta estar aquí.

—Te gusta estar cerca de la comida —dijo Mab, sacando la flor del guiso y arrojándola a un lado—. Sea como sea, no puedes presentarte ante él. Está reunido con Yarda.

Siri no mostró ninguna reacción; continuó cortando. Su pelo, sin embargo, se volvió rubio de emoción. «Las reuniones de mi padre con Yarda suelen durar horas —pensó—. No tiene mucho sentido estar allí esperando a que termine…».

Mab se volvió para coger algo de la mesa, y cuando miró hacia atrás, Siri ya había salido corriendo por la puerta en dirección a los establos reales. Minutos más tarde, galopaba lejos del palacio, llevando su capa marrón favorita, sintiendo un estremecimiento de emoción que volvía su pelo de un rubio profundo. Una bonita cabalgada sería una buena manera de redondear el día.

Después de todo, su castigo sería el mismo.

* * *

Dedelin, rey de Idris, depositó la carta sobre la mesa. La había contemplado largo rato. Era hora de decidir si enviar o no a su hija mayor a la muerte.

A pesar de la llegada de la primavera, sus aposentos estaban fríos. El calor era cosa rara en las Tierras Altas de Idris: se anhelaba y disfrutaba, pues los veranos eran breves. Los aposentos estaban también desnudos. Había belleza en la sencillez. Ni siquiera un rey tenía derecho a mostrar arrogancia haciendo ostentación.

Dedelin se levantó, se asomó a la ventana y contempló el patio. El palacio era pequeño según los baremos del mundo, apenas un piso de altura, con un tejado de madera en pico y cuadrados muros de piedra. Pero era grande según los baremos de Idris, y bordeaba lo ampuloso. Esto podía ser perdonado, pues el palacio era también una sala de reuniones y el centro de operaciones de todo su reino.

El rey veía al general Yarda con el rabillo del ojo. El hombretón esperaba, las manos a la espalda, la hirsuta barba recogida en tres trenzas. Era la otra única persona presente en la sala.

Dedelin volvió a mirar la carta. El papel era rosa brillante, y el color chillón destacaba en su mesa como una gota de sangre sobre la nieve. El rosa era un color que nunca se veía en Idris. En Hallandren, sin embargo, centro de la industria de tintes del mundo, esos tonos de mal gusto eran comunes.

—¿Y bien, viejo amigo? —preguntó Dedelin—. ¿Tienes algún consejo que darme?

El general Yarda negó con la cabeza.

—La guerra se avecina, majestad. La siento en los vientos y la leo en los informes de nuestros espías. Hallandren sigue considerándonos rebeldes, y nuestros pasos hacia el norte son demasiado tentadores. Atacarán.

—Entonces no debería enviarla —dijo Dedelin, mirando de nuevo por la ventana. El patio estaba lleno de gente ataviada con pieles y abrigos que venía al mercado.

—No podemos detener la guerra, majestad —dijo Yarda—. Pero… podemos retrasarla.

Dedelin se volvió.

Yarda dio un paso adelante, y habló en voz baja.

—No es un buen momento. Nuestras tropas aún no se han recuperado de esas incursiones vendis del otoño pasado, y con los incendios de los graneros de este invierno… —Sacudió la cabeza—. No podemos permitirnos librar una guerra defensiva en verano. Nuestro mejor aliado contra los hallandrenses son las nieves. No podemos dejar que este conflicto se desarrolle según sus términos. Si lo hacemos, estamos acabados.

Sus palabras tenían sentido.

—Majestad, están esperando a que rompamos el tratado y tener una excusa para atacar. Si nos movemos primero, golpearán.

—Si cumplimos el tratado, lo harán también —replicó Dedelin.

—Pero más tarde. Quizá meses más tarde. Sabes lo lenta que es la política hallandrense. Si cumplimos el tratado, habrá debates y discusiones. Si duran hasta las nieves, habremos ganado el tiempo que tanto necesitamos.

Todo tenía sentido. Un sentido sincero y brutal. Todos estos años, Dedelin había ganado tiempo y visto cómo la corte de Hallandren se volvía cada vez más agresiva, más agitada. Cada año, había voces pidiendo que se atacara a los «idrianos rebeldes» que vivían en las Tierras Altas. Cada año, la política conciliadora de Dedelin mantenía a los ejércitos a raya. Había esperado, tal vez, que el líder rebelde Vahr y sus disidentes de Pahn Kahl mantuvieran la atención apartada de Idris, pero Vahr había sido capturado, y su supuesto ejército desmantelado. Sus acciones sólo habían servido para que Hallandren se concentrara más en sus enemigos.

La paz no duraría. No con Iris madura, no con las valiosas rutas comerciales en juego. No con la actual cosecha de dioses de Hallandren, que parecían mucho más erráticos que sus predecesores. Sabía todo eso. Pero también sabía que romper el tratado sería una locura. Cuando te arrojan al cubil de una bestia, no provocas su furia.

Yarda se unió a él junto a la ventana y se asomó, apoyando un codo contra el marco. Era un hombre duro nacido en inviernos duros. Pero también era un hombre bueno, el mejor que Dedelin había conocido; una parte del rey anhelaba casar a Vivenna con el hijo del general.

Era absurdo. Dedelin había sabido siempre que llegaría este día. Él mismo había redactado el tratado, y el tratado exigía enviar a su hija a casarse con el rey-dios. Los hallandrenses necesitaban una hija de sangre real para volver a introducir el linaje real en su monarquía. Era algo que los depravados y soeces habitantes de las tierras bajas ansiaban desde hacía tiempo, y sólo esa cláusula específica del tratado había salvado a Idris durante veinte años.

El tratado había sido el primer acto oficial del reinado de Dedelin, negociado furiosamente tras el asesinato de su padre. Dedelin apretó los dientes. Qué rápidamente se había inclinado ante los caprichos de sus enemigos. Sin embargo volvería a hacerlo: un monarca de Idris haría cualquier cosa por su pueblo. Era la gran diferencia entre Idris y Hallandren.

—Si la enviamos, Yarda, la mandaremos a la muerte —dijo Dedelin.

—Tal vez no le hagan daño…

—Sabes que no. Lo primero que harán cuando llegue la guerra es usarla contra mí. Se trata de Hallandren. ¡Invitan a los despertadores a sus palacios, por el amor de Austre!

Yarda guardó silencio. Por fin, sacudió la cabeza.

—Los últimos informes dicen que su ejército alcanza ya cuarenta mil sinvidas.

«Santo Dios de los Colores», pensó Dedelin, mirando de nuevo la carta. Su lenguaje era sencillo. Vivenna había cumplido veintidós años, y los términos del tratado estipulaban que Dedelin no podía esperar más.

—Enviar a Vivenna es un plan pobre, pero es nuestro único plan —dijo Yarda—. Con más tiempo, podríamos atraer a Tedradel a nuestra causa: odian a Hallandren desde la Multiguerra. Y tal vez pueda encontrar un modo dé alzar la facción rota de los rebeldes de Vahr en la propia Hallandren. Como mínimo, podríamos hacer acopio de suministros y vivir otro año. —Se volvió hacia el rey—. Si no enviamos a los halladrenses su princesa, considerarán que la guerra es culpa nuestra. ¿Quién nos apoyará? ¡Exigirán saber por qué nos negamos a cumplir el tratado que redactó nuestro propio rey!

—¡Y si les enviamos a Vivenna, introduciremos la sangre real en su monarquía, y tendrán una reclamación aún más legítima de las Tierras Altas!

—Tal vez —admitió Yarda—. Pero si los dos sabemos que van a atacar de todas formas, ¿qué nos preocupa entonces su reclamación? Al menos de esta forma tal vez puedan esperar a que nazca un heredero antes de que se produzca el ataque.

Más tiempo. El general siempre pedía más tiempo. ¿Pero qué sucedería cuando ese tiempo se pagaba con la propia hija de Dedelin?

«Yarda no vacilaría en enviar a un soldado a la muerte si eso significaba ganar más tiempo para situar al resto de sus tropas en mejor posición de ataque —pensó Dedelin—. Somos Idris. ¿Cómo puedo pedirle a mi hija menos de lo que le exigiría a uno de mis soldados?».

Sólo pensar en Vivenna en los brazos del rey-dios, forzada a engendrar el hijo de esa criatura, casi le blanqueaba el pelo de preocupación. Ese hijo se convertiría en un monstruo nacido muerto, que a su vez se convertiría en el próximo dios retornado de los hallandrenses.

«Hay otro modo —susurró una parte de su mente—. No tienes que enviar a Vivenna…».

Llamaron a la puerta. Yarda y el rey se volvieron, y éste indicó que entraran. Tendría que haber adivinado quién era.

Vivenna entró, ataviada con un sencillo vestido gris. Todavía le parecía muy joven. Sin embargo, era la imagen perfecta de una mujer de Idris: el pelo recogido en un modesto rodete, ningún maquillaje para atraer la atención sobre su rostro. No era tímida ni blanda, como algunas nobles de los reinos del norte. Era sólo serena. Serena, sencilla, dura y capaz. Idriana.

—Llevas aquí varias horas, padre —dijo ella, inclinando la cabeza respetuosamente ante Yarda—. Los criados hablan de un sobre de color que el general trajo al entrar. Creo que sé lo que contiene.

Dedelin la miró a los ojos y luego le indicó que se sentase. Ella cerró suavemente la puerta y ocupó una de las sillas de madera situadas a un lado de la habitación. Yarda permaneció de pie, al modo masculino. Vivenna miró la carta sobre la mesa. Estaba tranquila, el pelo controlado y mantenido de un respetuoso negro. Era el doble de devota que Dedelin, al contrario que su hermana menor: nunca atraía la atención sobre sí con arrebatos de emoción.

—Entiendo pues que debo prepararme para partir —dijo Vivenna, las manos sobre el regazo.

Dedelin abrió la boca, pero no pudo encontrar ninguna objeción. Miró a Yarda, quien sólo sacudió la cabeza, resignado.

—Me he preparado toda mi vida para esto, padre —prosiguió—. Estoy preparada. Siri, sin embargo, no se lo tomará bien. Salió a cabalgar hace una hora. Debería marcharme de la ciudad antes de su regreso. Eso evitará la escena que puede montar.

—Demasiado tarde —dijo Yarda, con una mueca, señalando con la cabeza hacia la ventana.

En el exterior, la gente se dispersó en el patio mientras una figura entraba al galope por las puertas. Llevaba una túnica marrón oscuro casi demasiado colorida, y, naturalmente, el cabello le ondeaba, suelto.

Un cabello amarillo.

Dedelin sintió que su rabia y frustración crecían. Sólo Siri podía hacerle perder el control. Como en un irónico contrapunto a la fuente de su ira, sintió que su pelo cambiaba. Para los que miraran, unos cuantos hilos de pelo en su cabeza pasaron de negro a rojo. Era la marca distintiva de la familia real, que había huido a las Tierras Altas de Idris en el momento álgido de la Multiguerra. Otros podían ocultar sus emociones. La casa real manifestaba lo que sentía a través del pelo de sus cabezas.

Vivenna lo observó, pristina como siempre, y su serenidad le dio fuerzas para convertir de nuevo su pelo en negro. Hizo falta más fuerza de voluntad de lo que cualquier hombre corriente habría podido comprender para controlar los traicioneros Mechones Reales. Dedelin no comprendía cómo su hija lo controlaba tan bien.

«La pobre niña nunca ha tenido infancia», pensó. Desde su nacimiento, la vida de Vivenna había apuntado hacia este único acontecimiento. Su primogénita, la niña que siempre le había parecido una parte de sí mismo, la niña que siempre lo había hecho sentirse orgulloso; la mujer que ya se había ganado el cariño y el respeto de su pueblo. En su imaginación vio a la reina en la que podría convertirse, más fuerte incluso que él. Alguien que podría guiarlos a través de los oscuros días venideros.

Pero sólo si sobrevivía tanto tiempo.

—Me prepararé para el viaje —dijo ella, poniéndose en pie.

—No —saltó impulsivamente Dedelin.

Yarda y Vivenna se volvieron para mirarlo.

—Padre —dijo la muchacha—, si rompemos este tratado, significará la guerra. Estoy preparada para sacrificarme por nuestro pueblo. Me enseñaste eso.

—No irás —decidió Dedelin con firmeza, volviéndose hacia la ventana. Fuera, Siri reía con uno de los mozos del establo. Podía oírla incluso desde la distancia: el pelo se le había vuelto de un rojo llama.

«Santo Dios de los Colores, perdóname —pensó—. Qué terrible decisión para un padre. El tratado es claro: debo enviar a los hallandrenses a mi hija cuando Vivenna cumpla veintidós años. Pero no dice a qué hija he de enviar».

Si no enviaba a Hallandren una de sus hijas, los atacarían inmediatamente. Si enviaba la que no era, podrían enfurecerse, pero no atacarían. Esperarían hasta que tuviera un heredero. Eso le concedería a Idris al menos nueve meses.

«Además —pensó—, si intentaran utilizar a Vivenna contra mí, sé que cedería». Era vergonzoso admitirlo, pero en el fondo, eso fue lo que le hizo tomar la decisión.

Dedelin se volvió para mirarlos.

—Vivenna, no te casarás con el dios tirano de nuestros enemigos. Voy a enviar a Siri en tu lugar.