20

Nueva Orleans, al amanecer

Hermanos. La palabra pendía del corazón de Valerio mientras contemplaba el busto de mármol que tenía en el recibidor. Era el rostro de su padre.

Era el rostro de su hermano.

Zarek.

El dolor lo tomó por asalto mientras permanecía allí de pie, tratando de reconciliar el pasado con el presente. ¿Por qué no había notado nunca el parecido?

Sabía muy bien la respuesta. Jamás había mirado de verdad a Zarek hasta esa noche.

Al ser un patético esclavo de orígenes humildes, Zarek se encontraba tan por debajo de su posición que apenas le había prestado atención al muchacho.

Solo había habido una ocasión en su vida en la que lo había visto de verdad.

En esos momentos no podía recordar por qué habían golpeado a Zarek. A decir verdad, ni siquiera recordaba cuál de sus hermanos había cometido la fechoría por la que había sido castigado el esclavo. Incluso era posible que él mismo hubiera cometido la travesura en lugar de sus hermanos.

Lo único que recordaba era que esa había sido la primera vez que había contemplado a Zarek como a una persona.

Zarek estaba tumbado sobre el empedrado del suelo; se apretaba los brazos contra el pecho y su espalda, desnuda y llena de cicatrices, estaba desgarrada y sangraba.

Lo que más impresionó a Valerio fue la expresión de su rostro. Los ojos del chico estaban vacíos. Huecos. No se veía ni una sola lágrima.

En un principio se había preguntado por qué el esclavo no lloraba después de tan tremenda paliza, pero entonces cayó en la cuenta de que Zarek nunca lloraba.

El desventurado esclavo jamás había pronunciado una sola palabra mientras lo golpeaban. Sin importar lo que le hicieran o le dijeran, el chico lo soportaba como un hombre: sin sollozos, sin súplicas. Tan solo con un rígido y frío estoicismo.

Para Valerio resultaba imposible imaginarse una fortaleza semejante en alguien mucho más joven que él.

Antes de ser consciente de lo que hacía, extendió la mano para tocar uno de los verdugones de la espalda de Zarek. Sangrando y en carne viva, tenía un aspecto tan doloroso que trató de imaginar lo que se sentiría con una herida semejante; y lo que era peor, con la espalda llena de esas heridas.

Zarek no se movió.

—¿Necesitas…? —A Valerio se le atragantó la última parte de la frase.

Quería ayudar a Zarek a levantarse, pero sabía que los castigarían a ambos si alguien le veía hacer algo así.

—¿Qué estás haciendo?

La furiosa voz de su padre hizo que diera un respingo.

—Es-estaba mi-mi-mirando su espalda —respondió con sinceridad.

Su padre lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué?

—Sentía cu-cu-curiosidad. —Valerio odiaba lo mucho que tartamudeaba cuando su padre estaba cerca.

—¿Por qué? ¿Crees que le duele?

Había tenido demasiado miedo de responder. Su padre tenía esa mirada letal que a menudo asomaba a sus ojos y que significaba que el padre cariñoso y amable que conocía había desaparecido y en su lugar estaba el brutal comandante militar.

Por mucho que amara a su padre, temía al comandante militar que era capaz de realizar la mayor de las atrocidades con total sangre fría, incluso contra sus hijos.

—Respóndeme, muchacho. ¿Crees que le duele?

Él asintió.

—¿Y te importa que le duela?

Había parpadeado para controlar las lágrimas antes de que lo traicionaran. La verdad era que sí le importaba, pero sabía que a su padre le daría un ataque de furia si se atrevía siquiera a decirlo en alto.

—N-no, no me im-importa.

—En ese caso demuéstralo.

Valerio parpadeó una vez más, preocupado de repente por lo que aquello significaba.

—¿Que lo demuestre?

Su padre había cogido el látigo del soporte y se lo había ofrecido.

—Dale diez latigazos más o me encargaré de que te den veinte a ti.

Desconsolado y con las manos temblorosas, Valerio cogió el látigo e hizo lo que su padre le había ordenado.

Como no estaba acostumbrado a manejar el látigo, no rozó la espalda de Zarek ni una sola vez. Los latigazos le habían azotado los brazos y las piernas. Habían caído sobre una carne que jamás había sido golpeada con anterioridad.

Por primera vez en su vida, Zarek había siseado y había tratado de apartarse de los latigazos. Hasta tal punto que el último le había dado en la cara, justo por debajo de la ceja.

Zarek había soltado un alarido y se había cubierto el ojo con la mano mientras la sangre se derramaba entre sus sucios dedos.

A Valerio se le revolvió el estómago cuando escuchó los elogios que su padre le prodigaba por haber cegado el ojo del esclavo.

Su progenitor le había dado incluso unas palmaditas en la espalda.

—Así me gusta, hijo mío. Golpea siempre allí donde son más vulnerables. Serás un buen general algún día.

Zarek había levantado la cabeza para mirarlo, pero la vacuidad de su mirada había desaparecido. La parte derecha de su rostro estaba cubierta de sangre, pero aun así lograba transmitir todo el dolor y la angustia que sentía con el ojo izquierdo. Todo el odio dirigido tanto hacia sí mismo como hacia los demás.

Esa era la mirada que abrasaba las entrañas de Valerio desde ese día.

Su padre había vuelto a golpear al esclavo por la insolencia de semejante mirada.

No era de extrañar que Zarek los odiara a todos. Tenía todo el derecho. Sobre todo ahora que Valerio ya sabía la verdad acerca del parentesco que los unía.

Se preguntó cuándo habría descubierto Zarek la verdad. Y por qué nadie se lo había dicho nunca a él.

Furioso, Valerio aferró el busto de piedra de su padre.

—¿Por qué? —quiso saber, pese a tener muy claro que jamás podría conocer la respuesta.

Y justo en ese instante odió a su padre más que nunca. Odió la sangre que corría por sus venas.

Pero a fin de cuentas, era romano.

Era su herencia.

Buena o mala, no podía negarla.

Alzó la barbilla y atravesó el recibidor en dirección a su dormitorio de la planta alta.

Sin embargo, mientras subía los escalones, dio rienda suelta a sus emociones una última vez.

Se dio la vuelta, estiró la pierna y le asestó una patada al pedestal.

El busto de su padre cayó sobre el suelo de mármol y se hizo añicos.

Nueva Orleans, esa misma tarde

Zarek se echó hacia atrás cuando despegó el helicóptero. Se iba a casa.

No había duda de que moriría allí.

Si Artemisa no lo mataba, estaba seguro de que lo haría Dioniso. Las amenazas del dios aún resonaban en sus oídos. Por asegurar la felicidad de Sunshine, había cabreado a un dios que a buen seguro le haría sufrir horrores que harían palidecer los de su pasado.

Aún no sabía por qué lo había hecho, salvo por el detalle de que cabrear a la gente era lo único que le proporcionaba verdadero placer.

Bajó la vista hasta su petate.

Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, cogió el cuenco hecho a mano y lo alzó.

Pasó la palma sobre los intrincados diseños que Sunshine había grabado. Sin lugar a dudas, habría pasado horas haciendo aquel cuenco.

Lo habría acariciado con sus adorables manos…

«Pierden el tiempo con una muñeca de trapo, que es lo más importante para ellos; y si se la quitan, lloran…»

Aquel pasaje de El Principito atravesó su mente. Sunshine había dedicado gran parte de su tiempo a ese objeto y le había regalado su trabajo. Seguro que no tenía ni la menor idea de lo mucho que ese sencillo regalo había significado para él.

—Pero mira que eres patético —murmuró mientras apretaba con fuerza el cuenco en la mano y fruncía los labios con desprecio—. Para ella no tiene la menor importancia, y por un insignificante trozo de barro te has condenado a muerte.

Cerró los ojos y tragó saliva. Era cierto.

Una vez más, iba a morir por nada.

—¿Qué más da?

Le daba igual morir. Tal vez así encontrara algún tipo de descanso.

Furioso por su propia estupidez, Zarek hizo añicos el cuenco con el pensamiento. Sacó el reproductor de MP3, buscó en la pantalla la canción «Hair of the Dog» de Nazareth, se colocó los cascos y esperó a que Mike descubriera las ventanas del helicóptero para permitir que la letal luz del sol cayera sobre él.

Después de todo, para eso le había pagado Dioniso al escudero.

El Tártaro

Los gritos que atravesaban la oscuridad envolvían a Stig. Había hecho todo lo posible por ver algo, pero solo distinguía los extraños y fantasmagóricos destellos de unos ojos desesperados por ser de utilidad.

Aquel era un lugar frío. Gélido. Se abrió camino a tientas a través de una escarpada roca solo para descubrir que estaba encerrado en una pequeña celda de dos por dos metros. Ni siquiera había espacio suficiente para que se tumbara con comodidad.

De repente, una luz apareció a su lado. Se desdibujó para tomar la forma de una mujer joven y hermosa con cabello caoba oscuro, piel clara y los ojos de un color verde cambiante propios de una diosa. La reconoció al instante.

Era Mnemósine, la diosa de la memoria. La había visto representada incontables veces en templos y pergaminos.

Sujetaba una antigua lámpara de aceite en la mano y lo observaba con atención.

—¿Dónde estoy? —preguntó Stig.

Su voz era suave y dulce, como el susurro de la brisa a través de unas hojas de cristal.

—Estás en el Tártaro.

Stig se tragó la indignación. Cuando murió eones atrás en la Antigua Grecia, lo habían llevado al paraíso de los Campos Elíseos.

El Tártaro era el lugar al que Hades enviaba a las almas malignas a las que deseaba torturar.

—Este no es mi sitio.

—¿Y dónde está tu sitio? —preguntó ella.

—Junto a mi familia.

Los ojos de la mujer se tiñeron de tristeza al mirarlo.

—Todos han renacido ya. La única familia que te queda es ese hermano al que detestas.

—No es mi hermano. Jamás ha sido mi hermano.

Ella inclinó la cabeza como si escuchara algo que les era muy lejano a ambos.

—Qué raro. Aquerón no siente lo mismo por ti. Sin importar las veces que te has mostrado cruel con él, nunca te ha odiado.

—No me importa lo que sienta.

—Cierto —replicó ella, como si supiera cuáles eran sus pensamientos más íntimos; como si lo conociera mejor que él mismo—. Para serte sincera, no te entiendo, Stig. Durante siglos se te permitió hacer de la Isla del Retiro tu hogar. Tenías amigos y todos los lujos conocidos. El lugar era tan pacífico y hermoso como los Campos Elíseos y, sin embargo, lo único que hiciste fue tramar una nueva venganza contra Aquerón. Te obsequié con recuerdos de tu hermoso hogar y de tu familia, de tu infancia tranquila y feliz para que te reconfortaran; y en lugar de disfrutar de ellos los utilizaste para cebar tu odio.

—¿Me echas la culpa a mí? Él me robó todo lo que tenía. Todo lo que amé o esperé conseguir. Él es el culpable de que mi familia esté muerta y mi reino haya desaparecido. Incluso mi vida ha terminado por su culpa.

—No —lo corrigió ella con suavidad—. Tal vez puedas engañarte a ti mismo, Stig, pero no a mí. Fuiste tú quien traicionó a tu hermano. Tu padre y tú. Dejasteis que el miedo os cegara. Fueron vuestras propias acciones las que le condenaron no solo a él, sino también a vosotros.

—¿Qué sabes tú de eso? Aquerón es malvado. Impuro. Contamina todo lo que toca.

Ella movió los dedos a través de la llama de la lámpara y consiguió que parpadeara de forma escalofriante en la oscuridad de la pequeña celda. Entretanto, sus ojos parecían abrasarlo con su intensidad.

—Ahí radica la belleza de los recuerdos, ¿no te parece? Nuestra realidad siempre se ve afectada por nuestra percepción de la verdad. Recuerdas los sucesos de una manera y por eso juzgas a tu hermano sin saber cómo fueron las cosas para él.

Mnemósine colocó una mano sobre el hombro de Stig y su calidez le chamuscó la piel. Cuando habló de nuevo, su voz sonó malévola, insidiosa.

—Estoy a punto de entregarte el más precioso de los obsequios, Stig. Por fin lo entenderás todo.

Stig trató de huir, pero no pudo.

El abrasador contacto de Mnemósine lo mantenía inmóvil.

La cabeza comenzó a darle vueltas y retrocedió en el tiempo.

Vio a su hermosa madre tumbada sobre su cama dorada con el cuerpo cubierto de sudor y el rostro ceniciento mientras una sirvienta le cepillaba el húmedo cabello rubio para apartarlo de sus ojos azules. Jamás había visto a su madre con una apariencia tan alegre como ese día.

La habitación estaba atestada de oficiales de la corte y su padre, el rey, permanecía a un lado de la cama con sus consejeros de estado. Las enormes vidrieras de colores estaban abiertas para permitir que la brisa fresca procedente del mar aliviara el calor del último día de verano.

—Es otro precioso muchacho —proclamó con alegría la partera al tiempo que envolvía al recién nacido con una manta.

—Por la dulce mano de Apolimia, Aara, ¡has conseguido que me sienta orgulloso! —exclamó su padre al tiempo que un estruendoso grito de júbilo resonaba en la habitación—. ¡Gemelos para gobernar nuestras islas gemelas!

Sin dejar de reír, su madre contempló a la partera mientras esta limpiaba al primogénito.

Fue entonces cuando Stig comprendió el verdadero horror del nacimiento de Aquerón y supo el oscuro secreto familiar que su padre le había ocultado.

Aquerón era el primogénito, no él.

Stig, que estaba en esos momentos en el infantil cuerpo de Aquerón, se esforzó por respirar a través de los pulmones del recién nacido. Al final, consiguió dar una profunda bocanada de aire y escuchó un grito de alarma.

—Que Zeus se apiade de nosotros, el mayor está deforme, Majestades.

Su madre levantó la mirada con la frente arrugada por la preocupación.

—¿A qué te refieres?

La partera le acercó el niño a su madre, que sujetaba al segundo bebé contra su pecho.

Asustado, lo único que quería el bebé era que lo consolaran. Estiró los bracitos para tratar de alcanzar al hermano con el que había compartido el útero durante los pasados meses. Si lograba tocar a su hermano, todo saldría bien. Lo sabía.

En cambio, su madre apartó a su hermano y lo colocó fuera de su vista y de su alcance.

—No puede ser —sollozó su madre—. Está ciego.

—No está ciego, Majestad —señaló la más anciana de las curanderas al tiempo que daba un paso hacia delante para abrirse camino a través de la multitud. Sus túnicas blancas estaban bordadas con hebras de oro y llevaba una recargada guirnalda dorada sobre el cabello canoso—. Os ha sido enviado por los dioses.

El rey entrecerró los ojos y miró a la reina furioso.

—¿Me has sido infiel? —le preguntó a Aara.

—No, nunca.

—Entonces ¿cómo es posible que ese crío haya salido de tus entrañas? Todos nosotros hemos sido testigos.

La habitación en pleno volvió la cabeza hacia la curandera, que miraba con expresión inescrutable al diminuto e indefenso bebé que lloraba para que alguien lo cogiera y le ofreciera algún tipo de consuelo. De calidez.

—Este niño será un exterminador —dijo y su anciana voz resonó alto y claro para que todos pudieran escuchar su proclamación—. Su mano traerá la muerte a muchos. Ni siquiera los propios dioses estarán a salvo de su ira.

—En ese caso, matémoslo ahora. —El rey ordenó a su guardia que trajeran su espada y asesinaran al bebé.

—¡No! —gritó la curandera, que detuvo al guardia antes de que pudiera llevar a cabo la voluntad del rey—. Si matáis a este infante vuestro hijo morirá también, Majestad. Sus fuerzas vitales están entrelazadas. Es la voluntad de los dioses que lo criéis hasta que se convierta en un hombre.

El bebé sollozó, sin comprender el miedo que percibía en aquellos que lo rodeaban. Lo único que quería era que lo cogieran como habían cogido a su hermano. Que alguien lo acurrucara y le dijera que todo saldría bien.

—No criaré a un monstruo —dijo el rey.

—No os queda más remedio. —La curandera cogió al bebé de los brazos de la partera y se lo ofreció a la reina—. Ha nacido de vuestro cuerpo, Majestad. Es vuestro hijo.

El llanto del bebé se hizo más estridente al tiempo que estiraba de nuevo los brazos hacia su madre. Ella se apresuró a apartarse y abrazó a su segundo hijo con más fuerza que antes.

—No pienso amamantarlo. No lo tocaré. Apártalo de mi vista.

La curandera le llevó el niño a su padre.

—¿Y qué me decís vos, Majestad? ¿Lo reconoceréis?

—Jamás. Ese niño no es hijo mío.

La curandera exhaló un profundo suspiro y le mostró el niño a la sala. Lo sujetaba sin miramiento alguno, sin rastro de amor o compasión en la forma de sostenerlo.

—Entonces se llamará Aquerón, como el río de la tragedia. Al igual que el transcurso del río del inframundo, su viaje será oscuro, largo e imperecedero. Tendrá el don de dar la vida y de quitarla. Caminará por su vida solo y abandonado… siempre buscando benevolencia, pero encontrando solo crueldad.

La curandera bajó la mirada hacia el niño que tenía entre sus manos y murmuró la sencilla verdad que perseguiría al muchacho durante el resto de su existencia.

—Que los dioses se apiaden de ti, pequeñín. Porque nadie más lo hará jamás.

Monte Olimpo

Según se acercaba al sagrado templo de Artemisa, Ash abrió las puertas dobles con el pensamiento.

Con la cabeza en alto, aferró la correa acolchada de la mochila de ante y se obligó a atravesar el recargado portal dorado que conducía al salón del trono de Artemisa, donde la diosa estaba sentada mientras escuchaba a una de sus mujeres cantar y tocar el laúd.

Nueve pares de ojos femeninos se giraron hacia él para observarlo con curiosidad.

Sin que se lo dijeran, las ocho sirvientas recogieron sus cosas y se apresuraron a salir del salón, como hacían siempre que él aparecía. Cerraron la puerta con discreción al salir y lo dejaron a solas con Artemisa.

Ash recordó vagamente la primera vez que le habían permitido entrar en los dominios privados de Artemisa en el Olimpo. Siendo tan joven, había quedado impresionado por las columnas de mármol de intrincados grabados que rodeaban la sala del trono. Se alzaban desde el suelo dorado hasta alcanzar una altura de seis metros, donde se unían a la cúpula de oro cubierta de elaborados relieves que representaban escenas de la vida salvaje. Tres de los laterales de la estancia carecían de paredes. En su lugar, aparecía el perfecto cielo donde las nubes blancas y esponjosas flotaban a la altura de los ojos.

El trono en sí no destacaba por su ornamentación tanto como por su comodidad. Con la apariencia de una enorme chaise longue que podía utilizarse sin problemas como cama, estaba situado en el centro de la habitación y estaba cubierto con suntuosos y abundantes almohadones color marfil adornados con borlas y ribetes de oro.

Solo dos hombres habían conseguido el permiso para poner el pie en ese templo: Apolo, el hermano mellizo de Artemisa, y él.

Era un honor al que Ash habría renunciado de buena gana.

Artemisa estaba ataviada con un peplo de un blanco prístino que dejaba su grácil cuerpo casi desnudo ante sus ojos. Las oscuras puntas rosadas de sus pechos estaban duras y presionaban contra el diáfano tejido; el dobladillo estaba alzado sobre las piernas, dejando a la vista un atisbo del triángulo caoba intenso que había en la unión de sus muslos.

Ella le sonrió de forma seductora para atraer su atención hacia su hermoso y perfecto rostro. Sus largos rizos rojizos parecían tan iridiscentes como sus ojos verdes mientras lo contemplaba con fascinado interés. Yacía de costado, con los brazos plegados sobre el alto respaldo del sillón y la barbilla apoyada sobre el dorso de la mano.

Ash respiró hondo, atravesó la distancia que los separaba y se detuvo frente a ella.

Artemisa arqueó una de sus elegantes cejas mientras lo devoraba con la mirada.

—Interesante. Pareces más desafiante que nunca, Aquerón. No veo muestras de la sumisión que me prometiste. ¿Tendré que anular el alma de Talon?

Ash no estaba seguro de que ella tuviera poder para hacer algo semejante, pero de cualquier forma no estaba dispuesto a correr el riesgo. Ya la había acusado de tirarse faroles con anterioridad y había vivido para arrepentirse.

Se encogió de hombros para quitarse la mochila y la dejó caer al suelo. A continuación, se quitó la chaqueta de cuero y la dejó sobre la mochila. Se dejó caer de rodillas y colocó las manos sobre sus muslos cubiertos de cuero mientras apretaba los dientes antes de inclinar la cabeza.

Artemisa se levantó del trono y se dirigió hacia él.

—Gracias, Aquerón —dijo sin aliento mientras se colocaba delante de él. Pasó una mano sobre su cabello para devolverle el color rubio y soltó la trenza de modo que cayera sobre su pecho y sus hombros.

Y entonces hizo lo que Ash odiaba por encima de todo.

Exhaló una bocanada de aliento sobre su nuca.

Aquerón luchó contra las náuseas. Tan solo ella sabía cuánto y por qué odiaba esa sensación. Era una crueldad que le hacía para recordarle qué lugar ocupaba en su mundo.

—A pesar de lo que puedas pensar, Aquerón, no me reporta ningún placer obligarte a que te sometas a mi voluntad. Preferiría con mucho que estuvieses aquí por elección propia… como solías hacer antes.

Ash cerró los ojos al recordar esos días. La había amado mucho en aquella época. Cada vez que lo obligaba a separarse de su lado suponía un sufrimiento.

Había creído en ella y le había dado lo único que no le había entregado a nadie: su confianza.

Ella había sido su mundo. Su santuario. En una época en la que nadie lo hubiera mirado siquiera, ella lo había acogido en su vida y le había mostrado lo que significaba ser querido.

Juntos habían reído y se habían amado. Había compartido cosas con ella que jamás había compartido con nadie más, ni antes ni después.

Y en el momento en que más la necesitaba, ella le había dado la espalda con frialdad y lo había dejado morir dolorosamente. Solo.

Ese día había despreciado su amor y le había demostrado que, al final, se avergonzaba tanto de él como su familia.

No significaba nada para ella. Y nunca lo haría.

Esa verdad había dolido, pero con el tiempo había llegado a aceptarla. Jamás sería para ella otra cosa que una curiosidad. Una mascota indómita que la diosa quería cerca por mera diversión.

De nuevo con un gesto que ella sabía que odiaba, Artemisa se arrodilló a sus espaldas, rozándolo suavemente con las rodillas en las caderas. Deslizó una mano sobre su hombro y después siguió el detallado tatuaje con forma de pájaro que tenía en el brazo.

—Mmm —ronroneó mientras enterraba el rostro en su cabello—. ¿Qué tienes que me hace desearte tanto?

—No lo sé, pero si lo descubres, dímelo y me aseguraré de eliminarlo.

Ella le clavó las uñas con fuerza en el tatuaje.

—Mi Aquerón, siempre desafiante. Siempre exasperante.

Le desgarró la camiseta y la apartó de su cuerpo. Ash contuvo la respiración mientras Artemisa lo obligaba a acercar la espalda a la parte delantera de su cuerpo y le acariciaba con las manos el pecho desnudo. Como siempre, su cuerpo lo traicionó y reaccionó ante las caricias. Sintió escalofríos en la piel y sus entrañas se tensaron al tiempo que su miembro se endurecía.

El cálido aliento de la diosa le rozó el cuello cuando le lamió la clavícula con la lengua. Ash inclinó la cabeza hacia la derecha para permitirle un mejor acceso mientras ella le desabrochaba los pantalones de cuero.

Con la respiración entrecortada, Ash se aferró los muslos con las manos y se preparó para lo que estaba a punto de suceder.

Artemisa liberó su hinchado miembro y lo rodeó con las manos.

Mientras estimulaba su cuello con la lengua, deslizó la mano derecha hacia la punta de su virilidad y lo acarició hasta que estuvo tan duro que le resultó doloroso. Ash dejó escapar un gemido cuando ella bajó la otra mano para cubrirlo y acariciarlo desde abajo a la par que la mano derecha continuaba excitándolo.

—Eres tan grande y grueso, Aquerón —susurró con voz ronca mientras utilizaba los dedos para extender sobre el miembro su propia humedad, con el fin de poder acariciarlo más rápido todavía. Más fuerte—. Adoro sentirte entre mis manos. —Artemisa inhaló con fuerza sobre su cabello—. Tu olor. —Le acarició el hombro con la nariz—. El sonido de tu voz cuando pronuncias mi nombre. —Recorrió el omóplato con la lengua hasta el cuello—. La forma en que tus mejillas se cubren de motas cada vez que haces un sobreesfuerzo. —Le mordisqueó la oreja—. La expresión de tu cara cuando liberas tu pasión dentro de mí. —Frotó los pechos contra su columna con el fin de poder susurrarle las siguientes palabras al oído—: Pero sobre todo adoro tu sabor.

Ash se tensó cuando ella le clavó sus largos colmillos en el cuello. El momentáneo dolor se transformó rápidamente en placer físico.

Ash estiró una mano sobre su hombro, acunó la cabeza de Artemisa contra su cuello y comenzó a mecerse contra sus manos mientras ella lo acariciaba con más rapidez que antes. Sintió que la esencia y los poderes de la diosa fluían a través de él, uniéndolos de una forma más íntima incluso que el sexo.

La cabeza comenzó a darle vueltas y llegó un momento en que no pudo ver nada. Lo único que podía sentir era a Artemisa. Sus exigentes manos sobre él; su cálido y vibrante aliento contra la garganta; el latido de su corazón acompasado al suyo propio.

Estaban sincronizados. Su placer era el de él y, durante ese momento en el tiempo, eran una única criatura con un solo latido, unidos a un nivel que trascendía la comprensión humana.

Percibió el deseo que la embargaba. La necesidad de poseer cada parte de su mente, su cuerpo y su corazón. Ash se sintió como si se estuviera ahogando. Como si ella tirara de él para alejarlo de su realidad y llevarlo a una celda fría y oscura desde donde jamás encontraría el camino de vuelta.

Escuchó cómo la diosa le susurraba en la mente:

—Ven conmigo, Aquerón. Dame tu poder. Tu fuerza. Entrégame todo lo que eres.

Ash luchó contra esa intromisión y, como siempre, perdió la batalla.

Al final no tuvo más remedio que darle lo que ella deseaba.

Echó la cabeza hacia atrás y rugió mientras todo su cuerpo se estremecía sumido en un éxtasis orgásmico. Artemisa seguía bebiendo de él, robándole su esencia y sus poderes para introducirlos en su propio cuerpo.

Él era suyo. Pese a todo lo que pudiera creer, desear o sentir, ella siempre sería su dueña.

Jadeante y débil debido a la posesión, Ash apoyó la espalda contra ella y contempló cómo un delgado reguero de sangre se deslizaba por su pecho…