—¡Gracias a Dios que estás ahí! —le dijo Selena a Sunshine en cuanto descolgó—. ¿Dónde has estado? Llevo todo el día con el teléfono pegado a la oreja y tú sin dar señales de vida. Ya sé que no eres capaz de localizar el dichoso chisme, pero ¡joder, nena…! Me tenías tan preocupada que he estado a punto de ir para allá y comprobar si estabas bien o si el desconocido ese te había asesinado en tu casa. —Dicho lo cual, tomó un respiro en mitad de su perorata—. Por favor, dime que no está todavía ahí.
Sunshine, que estaba limpiándose los restos de pintura de las manos mientras sostenía el auricular entre la oreja y el hombro, sonrió por la preocupación que reflejaba la voz de Selena y el sermón tan maternal.
—No, Selena. Don Maravilloso ya se ha ido. Había quedado con unos amigos.
—Vaya. ¿A qué hora se fue?
—Hace unos minutos.
—¡Sunshine!
—¿Qué? —preguntó con fingida inocencia.
—¡Cariño! —exclamó Selena—. No me digas que has pasado todo el día con él jugando al parchís o algo así…
Sunshine se mordió el labio al rememorar con todo detalle el modo en que habían pasado el día. Los recuerdos volvieron a excitarla y a erizarle la piel.
—No jugamos al parchís, pero lo hicimos un par de veces sobre el tablero de backgammon. Y en el sofá, en la encimera, en el suelo, en la mesita auxiliar y…
—¡Dios mío! DI: Demasiada Información. Dime que estás bromeando.
—En absoluto. Créeme, Selena, olvídate del conejito de Duracell, este tío se ha llevado todas las pilas.
Selena dejó escapar un gemido.
—¿En qué estabas pensando? Acabas de conocerlo.
—Ya lo sé —le dio la razón Sunshine, que también se tachaba de chiflada por haber hecho algo tan estúpido—. No suelo hacer estas cosas, pero no pude evitarlo. Sentí algo muy parecido a esa fuerza magnética que tira de mí cada vez que paso por el Frosbyte Cafe y me obliga a hacer un alto para comprar un helado de plátano.
Era su único y mayor vicio. Nunca había sido capaz de resistirse al helado de plátano del Frosbyte Cafe.
—La tentación era muy poderosa, Selena. Fui incapaz de resistirme. El tío era como una tarrina enorme de helado de plátano y lo único que pasaba por mi cabeza era: «¡Que alguien me dé una cuchara!».
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Selena.
—Sí. Fue algo muy raro. Yo estaba aquí, él estaba aquí y en ese momento me dijo: «Vamos a hacerlo», y lo siguiente que recuerdo es que tenía la cuchara en la mano y estaba dispuesta a lanzarme en picado.
Selena chasqueó la lengua con desagrado.
—Por favor, no me digas que hubo una cuchara de por medio.
Sunshine esbozó una sonrisa juguetona.
—No, no hubo cucharas, pero sí muchos lametones.
—¡Oye, oye, oye! Me estás dejando muerta. No sigas por ese camino.
Sunshine soltó una carcajada.
—No puedo evitarlo. El tío me pone tan a cien que siento una imperiosa necesidad de compartir sus maravillas sexuales contigo.
Selena resopló.
—¿Has quedado otra vez con él por lo menos?
—Por desgracia, no. Y ni siquiera sé su apellido.
—¡Sunshine! Niña, estás como una cabra…
—Sí, ya lo sé. Es una de esas cosas que solo pasa una vez en la vida.
—¡Dios mío! Pero ¿estás bien de verdad? No te habrá hecho daño o algo, ¿no?
—No, no. En absoluto. Ha sido el mejor día de mi vida. De locos, ¿verdad?
—¡Dios bendito, Sunny! No me puedo creer que hayas hecho esto. Llevas tanto tiempo rodeada de esos amigos tuyos tan raros que has acabado imitando sus malas costumbres. Mira que llevar a casa a un tío perdido al que no conoces de nada… lo siguiente será ponerte a bailar desnuda encima de las mesas. ¡No, espera! Esa fui yo…
Sunshine rió de nuevo.
—No te preocupes. No volverá a pasar. Ya me conoces y sabes que no suelo quedar con tíos; aunque tengo por costumbre dejar que pasen unos cuantos días de citas aburridas y normales con alguien antes de que echemos la casa abajo… Claro que nadie había echado mi casa abajo como lo ha hecho este. Ha arrasado hasta con los cimientos.
Selena pegó un alarido.
—No puedo creer que me estés contando esto.
Sunshine volvió a reírse por lo angustiada que parecía Selena mientras continuaba tomándole el pelo.
—Me parece increíble haberme pasado todo el día en la cama con este tío, pero volvería a hacerlo con los ojos cerrados. Te lo aseguro, han sido las mejores dieciocho horas de mi vida…
—¡Por el amor de Dios! ¿Ni siquiera hacía un día que lo conocías?
—Bueno, ahora ya lo conozco. Hasta el último centímetro de su maravilloso cuerpo. Y ya que estamos, tiene muchos centímetros…
—Para ya, Sunny —suplicó Selena, ahogándose por la risa—. Ya no puedo más. No soporto saber que el plusmarquista mundial de sexo de todos los tiempos está suelto en Nueva Orleans y yo estoy casada con el abogado. Es demasiado cruel.
Sunshine volvió a reír.
—Bueno, Bill está muy bien… dentro de su propio estilo.
—¡Vaya, qué bien! Muchas gracias por cargarte a mi Bill.
—Lo siento. Ya sabes que lo adoro, pero este tío era una auténtica maravilla.
Sunshine cruzó la cocina arrastrando el pesado teléfono psicodélico para abrir el frigorífico en busca de un zumo de guayaba. Bromear con Selena era divertido, pero en parte estaba muy triste por la marcha de Talon, cosa que le extrañaba.
Se lo había pasado muy bien con él, y no solo en la cama… o en el suelo, o en el sofá, o en los otros cinco mil lugares donde habían hecho el amor. Había sido muy divertido hablar con él.
Y lo mejor de todo era que no había perdido la paciencia con ella.
Mientras abría el frigorífico volvió a reírse.
—¿Qué pasa? —le preguntó Selena.
Sunshine vio el valioso Snoopy allí plantado, mirándola fijamente. No podía creérselo.
Así que eso era lo que había estado haciendo Talon con el frigorífico abierto mientras ella estaba en la ducha. Con razón se sobresaltó cuando lo pilló con las manos en la masa…
¡Qué mono!
—¡Oooh! Me ha dejado su Snoopy encima del queso de soja.
—¿Qué? —preguntó Selena.
—Nada —contestó Sunshine, cogiendo el frío dosificador de plástico—. Es una broma entre los dos.
—¡Vaya! No me digas que hicisteis algo con el queso.
—No, solo nos lo comimos. ¡Por el amor de Dios, Selena! Deja de pensar en eso. No todo tiene que ver con el sexo.
—Bueno, con vosotros dos parece que sí. La base de toda vuestra relación parece precisamente el sexo… ¡Ah, espera! Solo hace dieciocho horas que lo conoces. ¿Podemos considerarlo como una relación?
—Créeme, tal y como hace el amor, es una relación en toda regla. Además, me ha regalado a Snoopy.
—¡Qué tierno! —se burló Selena—. Además de maravilloso es generoso. ¡Menudo hombre!
—Oye, sé justa con mi maravilloso motero. Se trata de un dosificador Pez de mucho valor. Es un objeto de coleccionista, del año sesenta y pico.
—Sí, pero ¿te ha dado su número de teléfono?
—Bueno, no. Aunque ha dejado a Snoopy en la bandeja superior del frigorífico para que lo encuentre.
—Entonces no hay más que hablar. Caso cerrado. Todavía estás subida en el tren a ninguna parte si crees que Snoopy tiene algún valor.
—Muy bien, Selena, me estás bajando de la nube después de mi festín de sexo y la cosa empieza a perder el encanto. Hace diez meses que no me iba a la cama con un tío y sin lugar a dudas pasará una eternidad o más antes de que otro que no sea gay llame a mi puerta. Así es que, con tu permiso, volveré al trabajo para seguir disfrutando del esplendor de mi maravillosa tarde.
—Muy bien, cielo. Luego te llamo. Solo estaba preocupada por ti. Vuelve al trabajo y mañana nos vemos.
—De acuerdo, gracias. Adiós. —Colgó el teléfono y miró a Snoopy, que aún seguía en su mano. Soltó una carcajada.
Tal vez Talon no fuese perfecto, tal vez incluso metiera la pata en alguna que otra ocasión y acabara atropellado por una carroza del Mardi Gras, pero no podía negar que era un tío genial y los tíos geniales eran muy difíciles de encontrar en los tiempos que corrían.
Era una lástima no volver a verlo nunca. Aunque de todos modos ella no era de esa clase de mujeres que se deprimían pensando en lo que pudo ser y no fue. Era una artista con una buena trayectoria profesional por la que había luchado muchísimo.
En esos momentos no deseaba una relación seria.
Le gustaba vivir sola. Le encantaba la libertad de poder elegir, de salir y entrar cada vez que le diera la gana. Su breve matrimonio a los veinte años le había enseñado muy bien lo que un hombre esperaba de una esposa.
Y no tenía ninguna intención de volver a repetir semejante desastre.
Talon había sido un modo divertidísimo de pasar la tarde, pero eso era todo. A partir de ese momento su vida retomaría el rumbo acostumbrado.
Su humor se aligeró al pensar en él. Cogió a Snoopy, lo llevó a su habitación y lo dejó sobre la mesita de noche.
Sonrió al pensar que nunca antes había tenido un recuerdo simbólico de algo. Y eso era Snoopy para ella. Un recuerdo de un día maravilloso.
—Que tengas una vida fantástica, Talon —murmuró mientras apagaba la luz de la habitación y regresaba al trabajo—. Quizá volvamos a encontrarnos algún día.
Pasaban pocos minutos de la una de la madrugada cuando Talon se descubrió junto al Club Runningwolf’s, en Canal Street. Había intentado convencerse de que estaba allí porque era habitual encontrar daimons en los alrededores de los bares, donde los humanos borrachos eran presas fáciles.
Había intentado convencerse de que se limitaba a hacer su trabajo.
No obstante, al observar las oscuras ventanas de la parte superior del club y preguntarse si Sunshine estaría en la cama o pintando en el caballete, ya no pudo escudarse en ninguna excusa.
Estaba allí por ella.
Maldijo para sus adentros. Aquerón tenía razón. Sunshine se le había metido bajo la piel como nadie lo había hecho desde hacía siglos.
Por mucho que lo intentara le resultaba imposible sacársela de la cabeza.
Era imposible olvidarla. Recordaba la sensación de ese cuerpo bajo el suyo y el roce de su aliento sobre la piel. El dulce acento sureño de su voz mientras le susurraba al oído.
Y cuando lo acarició…
Fue como una melodía celestial.
El consuelo físico y la proximidad que había experimentado con ella durante la tarde le habían llegado hasta lo más hondo. Se había sentido aceptado de un modo que trascendía el plano sexual.
¿Qué le había hecho Sunshine? ¿Por qué después de tantos siglos conseguía colarse una mujer en su corazón?
¿Y en sus pensamientos?
Y lo más frustrante era la certeza de saber que si fuera humano, estaría con ella en ese instante.
No eres humano, se recordó.
De todos modos no hacía falta el recordatorio. Sabía muy bien lo que era; demasiado bien. Y le gustaba. Su trabajo le reportaba una satisfacción muy peculiar.
Sin embargo…
—¿Speirr? ¿Qué estás haciendo?
Se tensó no solo por escuchar la voz de su hermana procedente de la oscuridad, sino también por el hecho de que lo hubiera pillado haciendo algo indebido.
—Nada.
Ceara se apareció junto a él. En su trémulo rostro había una sonrisa de complicidad.
Talon suspiró con hastío. ¿Por qué esforzarse en ocultar algo a aquellos que podían leer sus pensamientos a la perfección?
—Sí, vale —admitió de mala gana—. Quería asegurarme de que estaba bien y ver qué tal lo llevaba.
—Está bien.
—Pues eso es lo que me fastidia —dijo antes de poder contenerse.
Ceara soltó una carcajada ante semejante confesión.
—¿Esperabas que estuviese triste?
—Por supuesto. Al menos debería tener unos minutos de arrepentimiento o algo así.
Ceara chasqueó la lengua.
—Pobre Speirr. Acabas de encontrar a la única mujer en la faz de la tierra que no te cree capaz de entregarle la luna y las estrellas.
Talon puso los ojos en blanco.
—Bueno, quizá estoy siendo un poco arrogante… —Su hermana enarcó una ceja y él se corrigió de inmediato—. Vale, quizá estoy siendo muy arrogante, pero ¡joder! No puedo sacármela de la cabeza. ¿Cómo es que ella no siente nada?
—Yo no he dicho que no sienta nada. Solo he dicho que no está triste.
—¿Eso quiere decir que siente algo por mí?
—Si quieres, puedo investigar un poco más.
—Nae —se apresuró a contestar. Lo último que quería era que Ceara descubriera lo que Sunshine y él habían estado haciendo toda la tarde.
Su hermana era inocente y él prefería que siguiera siéndolo.
Ceara caminó a su alrededor, trazando un círculo. Por alguna razón, siempre le había gustado hacerlo. Cuando era pequeña solía marearlo mientras corría a su alrededor riendo sin parar. Y aunque en esos momentos fuera toda una jovencita, para él siempre seguiría siendo la pequeñuela regordeta que solía sentarse en su regazo durante horas y jugaba con sus trenzas sin dejar de parlotear de modo incomprensible.
Exactamente igual que Dere…
El estómago se le encogió por el recuerdo.
Ceara no había sido su única hermana. Entre ellos habían nacido tres niñas más. Fia, que había muerto en su primer año de vida. Tress, que murió a los cinco años de la misma fiebre que acabó con la vida de su madre.
Y Dere…
La pequeña había muerto con cuatro años. Había salido al amanecer en busca de las hadas de las que Talon le hablaba. Le había dicho que las veía en muchas ocasiones por la ventana a la salida del sol, mientras ella dormía.
Con cinco años y apenas mayor que ella, había escuchado que alguien salía de la cabaña. En un principio creyó que se trataba de su padre, pero cuando volvió a acurrucarse en la cama para seguir durmiendo, se dio cuenta de que Dere no estaba.
Se levantó y salió a buscarla sin perder un instante.
Dere se había escurrido en las rocas del borde del acantilado que daba al mar, donde él le había dicho que las hadas retozaban bajo los primeros rayos del sol.
La oyó gritar y corrió todo lo que pudo.
Sin embargo, cuando llegó ya era demasiado tarde. Dere no tenía suficiente fuerza en los brazos para sostenerse hasta que él llegara.
Yacía sobre las rocas del fondo y las olas se precipitaban sobre ella.
Si cerraba los ojos, aún podía verla. Podía ver los rostros de sus padres cuando los despertó con la noticia.
Y lo peor de todo era que aún veía la acusación en los ojos de su padre.
Ni su padre ni su madre habían pronunciado nunca las palabras en voz alta, pero Talon sabía, en lo más profundo de su corazón, que lo culpaban por lo sucedido.
Tampoco es que importara mucho. Él mismo se culpaba. Desde el primer momento. Por eso había sido tan protector con Ceara y con Tress. Por eso había decidido que nada malo le sucedería a su hermana pequeña.
Esa noche percibía cierta inseguridad en la actitud de Ceara.
—¿Qué noticias tenemos de los daimons? —le preguntó.
Ella guardó silencio unos instantes.
—¿Cómo lo sabes?
—Estás muy callada esta noche. No es propio de ti ocultarte mientras voy de caza, a menos que estés intercambiando información con los otros.
La ternura brilló en los ojos de Ceara.
—Jamás podría ocultarme de ti. —Se rodeó la cintura con los brazos—. Hay rumores. De una fuerza por aquí. Pero no es un daimon.
—¿Es un duende, un espíritu, una fuerza demoníaca? ¿Qué?
—Nadie parece saberlo con certeza. La fuerza está rodeada de daimons, pero no es uno de ellos. Es otra cosa.
—¿Un dios?
Ceara alzó la vista, exasperada.
—Estoy intentando contactar con alguien que lo sepa, pero… —Hizo una pausa mientras se retorcía las manos—. Quiero que tengas cuidado, Speirr. Sea lo que sea, su fuerza está cargada de maldad. De odio.
—¿Puedes localizarlo?
—Lo he intentado, pero se pone en movimiento cada vez que me acerco. Es como si supiera cómo evitarme.
No eran buenas noticias, sobre todo con el Mardi Gras a la vuelta de la esquina. Cada vez que Baco llegaba a la ciudad, hasta las cosas más moderadas adquirían un tinte salvaje. Tenía la sensación de que algo, o alguien, pretendía aprovechar los excesos de la inminente celebración para llevar a cabo su plan.
El ruido de un coche que bajaba la calle lo distrajo. Se trataba de un escarabajo antiguo. La parte superior del vehículo estaba pintada de color azul oscuro y tenía estrellas que solo brillaban en la oscuridad, mientras que la parte inferior era de un amarillo chillón, con numerosos símbolos de la paz en color rojo.
Talon sonrió al verlo. El coche estaba estacionado en el aparcamiento del club cuando él salió de casa de Sunshine. El instinto le dijo que era suyo. Nadie más podía atreverse a conducir esa monstruosidad.
Confirmando sus sospechas, el coche se internó en el callejón que daba a la parte trasera del Club Runningwolf’s.
Con su aguda visión de Cazador Oscuro vio cómo Sunshine bajaba del vehículo y sacaba una caja precintada del asiento trasero. Tuvo una erección instantánea.
Esa noche Sunshine se había peinado el oscuro cabello en dos trenzas que le caían a ambos lados del rostro. Llevaba un abrigo largo de punto en color rosa fucsia que delineaba a la perfección sus voluptuosas curvas.
Talon se imaginó a sí mismo caminando hacia ella, encerrándola entre sus brazos y aspirando su delicado aroma a pachulí. Acto seguido, su mano descendería por la parte delantera del jersey negro y estrecho, cerrado por una hilera de botoncillos. Una vez que le desabotonara la prenda, Sunshine quedaría expuesta ante él.
Sintió que un doloroso deseo le abrasaba el cuerpo.
—¿Speirr?
La voz de su hermana lo despertó del ensueño.
—Lo siento. Estaba distraído.
—Te estaba diciendo que voy a investigar un poco más. ¿O necesitas que me quede para que no se te vaya el santo al cielo?
—No, gracias, estoy bien centrado.
—Percibo el conflicto que hay en tu interior. ¿Estás seguro de que quieres que me marche?
Tan seguro como que el fin del mundo va a tener lugar en quince minutos, pensó. No, no estaba seguro. Porque cada vez que miraba a Sunshine tendía a olvidarse de todo lo demás.
A no desear otra cosa aparte de contemplarla. De tocarla.
—Estoy seguro.
—Muy bien. Buscaré información por ahí para ayudarte. Llámame si me necesitas.
—Lo haré.
Ceara se desvaneció y lo dejó solo en la oscuridad.
Sunshine cerró la puerta del coche con fuerza y utilizó la entrada trasera del club.
Talon dio un paso hacia ella sin ser consciente de lo que hacía.
Se frotó la cara con las manos. Tenía que sacársela de la cabeza. Lo que estaba haciendo no tenía sentido. Los Cazadores Oscuros no tenían citas y mucho menos novia. Bueno, ninguno salvo Kell; aunque el tipo ya era bastante raro de por sí y su novia resultaba una constante fuente de irritaciones para Aquerón.
Y no es que a él le importara ser motivo de irritación para Ash. A decir verdad era bastante divertido provocar al atlante, pero no podía joder la vida de Sunshine de ese modo.
Los Cazadores Oscuros no tienen citas y este menos todavía, pensó.
Ya había aprendido la lección y de la peor de las maneras.
A diferencia del resto, él había sido maldecido por sus propios dioses. Esa era la razón por la que se negaba a tener un escudero. Por la que se negaba a que cualquiera se le acercara.
«Por lo que me has arrebatado, Speirr de los Morrigantes, jamás conocerás la paz ni la felicidad que proporciona un ser amado. Te maldigo a pasar la eternidad solo. Perderás a todo aquel al que ames. Sufrirán y morirán, uno a uno, y no podrás hacer nada para impedirlo. Tu agonía será la de saber que están sentenciados por tus propias acciones y la de preguntarte cuándo, dónde y cómo acabaré con ellos. Reclamaré sus vidas y pasaré la eternidad viéndote sufrir.»
Aún después de tantos siglos, las furiosas palabras del dios seguían resonando en sus oídos.
Talon lanzó un gemido al recordar el momento en que su esposa murió entre sus brazos.
«Tengo miedo, Speirr…»
Él había sido el culpable.
De cada muerte.
De cada tragedia.
¿Cómo podían haberse malogrado tantas vidas por una estupidez? Había permitido que sus emociones lo dominasen y a la postre no solo había destrozado su propia vida, sino también las de aquellos a los que amaba.
La verdad que encerraba ese pensamiento hizo que se encogiera de dolor.
Una terrible agonía lo atravesó con tanta fuerza que maldijo en voz alta.
«Llegaste maldito a este mundo —susurró la ronca voz de la vieja Gara en su cabeza—. Naciste como un bastardo, fruto de una unión que jamás debió llevarse a cabo. Ahora sal de aquí y llévate al bebé antes de que la ira de los dioses caiga sobre mi cabeza.»
A los siete años de edad, había contemplado con total incredulidad cómo la vieja arpía para la que trabajara su madre le decía esas palabras. Cuando su madre y Tress cayeron enfermas, Gara le había permitido llevar a cabo las tareas que antes hacía su madre. Cuando esta murió, la vieja le dio la espalda.
«—Pero Ceara morirá si me marcho. No sé cómo cuidar de un bebé.
»—Todos tenemos que morir, muchacho. No me importa lo que le suceda a la hija de una puta. Ahora sal de aquí y recuerda lo rápido que cambia el destino. Tu madre fue una reina. La más amada de los Morrigantes. Y ahora es una campesina muerta, igual que todos los demás. No merece ni la tierra que la cubre.»
La crueldad de esas palabras destrozó su cándido corazón. Su madre jamás había sido una puta. El único error que había cometido fue el de amar a su padre.
Feara de los Morrigantes se merecía, en su opinión, todas las riquezas de la tierra. Para él su madre era lo más preciado…
—Olvídalo —se dijo a sí mismo mientras inspiraba con fuerza para tranquilizarse.
Ash tenía razón; tenía que mantener sus emociones bien enterradas. Después de todo, ellas fueron las culpables de que errara su camino. El único modo de seguir funcionando era olvidar. Negarse a sentir.
Sin embargo, no podía evitarlo. Al parecer era incapaz de reprimir los recuerdos que había enterrado mil quinientos años atrás…
«Así pues, el hijo de la puta ha vuelto para pediros amparo, mi rey. Decidme, rey Idiag, ¿debería cortarle la cabeza a este pobre desgraciado o me limito a aplastarle la nariz antes de arrojarlo a la intemperie para que muera como el despojo inmundo que es?»
Aún escuchaba las carcajadas del clan de su madre. Aún sentía el miedo que había invadido su joven corazón al pensar que también su tío los abandonaría, como todos los demás. En aquel momento había apretado a su hermana con fuerza contra su pecho, mientras ella lloraba pidiendo la comida y el cobijo que él había sido incapaz de darle.
Con apenas dos meses de vida, Ceara había rechazado mamar de la vejiga con la que había tratado de alimentarla.
Durante tres días, mientras viajaban sin descanso, el bebé no había hecho otra cosa que llorar y chillar.
Pese a todos sus esfuerzos, no había logrado calmarla.
Idiag lo observó sin pestañear durante tanto rato que Talon se convenció de que iba a ordenar sus muertes. El fuego crepitaba en la chimenea mientras la gente aguardaba sin respirar a que su rey se pronunciara.
En aquel instante Talon odió a su madre. La odió porque por su culpa se veía obligado a suplicar por la vida de su hermana. Por hacerlo sufrir de ese modo cuando no era más que un niño inocente que quería huir de allí y esconderse de la humillación de la que estaba siendo objeto.
Esconderse de ese bebé llorón que no se apiadaba de él.
No obstante, había dado su palabra y él jamás rompía sus promesas. Sin la ayuda de su tío, su hermana moriría.
Cuando por fin Idiag habló, sus ojos no reflejaron emoción alguna.
»—No, Forth —le dijo al soldado—. Ya ha sufrido bastante al atreverse a viajar en mitad del crudo invierno para llegar hasta nosotros sin más protección en los pies que esos harapos. Les daremos cobijo. Trae a una nodriza para el bebé.
Talon deseó desplomarse por el alivio que lo invadió.
»—¿Y el chico?
»—Si sobrevive al castigo del que su madre huyó, también se le permitirá quedarse.»
Apretando los dientes, Talon rememoró la agotadora tortura a la que había sido sometido. Los días de palizas y de hambre.
Lo único que lo mantuvo con vida fue el miedo de que mataran a Ceara si él moría.
Había vivido solo por ella.
Y ya no tenía nada por lo que vivir.
Talon se obligó a alejarse del club de Sunshine y del consuelo que ella representaba. De todos esos recuerdos que de algún modo habían sido liberados.
Tenía que volver a hallar la paz.
Tenía que olvidar el pasado. Enterrarlo.
No obstante, a medida que caminaba todos esos recuerdos reprimidos regresaron a su memoria. Y en contra de su voluntad, recordó el día en que conoció a su esposa…
Ninia.
Aún en esos momentos la simple mención de su nombre era suficiente para postrarlo de rodillas. Ella lo había sido todo para él. Su mejor amiga. Su corazón. Su alma.
Solo ella había sabido darle consuelo.
Entre sus brazos no le había importado lo que los demás pensaran de él. Solo existían ellos dos en el mundo.
En su vida mortal ella había sido su primera y única amante.
«¿Cómo podría tocar a otra mujer cuando te tengo a ti, Nin?»
Esas palabras lo atormentaban al pensar en la cantidad de mujeres con las que se había acostado desde que ella muriera. Mujeres que no habían significado nada para él. Meras aventuras sin más propósito que el de satisfacer una necesidad física.
Nunca le había interesado saber algo sobre ellas.
Nunca había querido conocer a una mujer, salvo a su esposa.
Ninia y el amor puro que ella le había entregado le habían llegado al fondo del alma, dándole alas. Ella le había enseñado cosas sobre el mundo que él no había visto hasta entonces.
Ternura.
Consuelo.
Aprobación.
Ninia tenía la habilidad de confundirlo, de sacarlo de quicio y de volverlo loco de felicidad.
Al morir se lo había llevado consigo. Había sobrevivido en el plano físico, pero su corazón había muerto.
Él también murió aquel día.
Y nunca se había imaginado que pudiera volver a desear a una mujer del modo en que había deseado a su esposa. No hasta que había sentido la calidez de las manos de una hermosa artista sobre su piel.
El simple recuerdo de Sunshine era como un puñetazo en el estómago.
—Sal de mi cabeza —masculló entre dientes. Nunca se permitiría experimentar de nuevo un dolor tan atroz. Nunca más volvería a sostener a un ser amado entre sus brazos mientras lo veía morir.
Jamás.
Ya había experimentado demasiado sufrimiento en su vida. No podía soportar más dolor.
Sunshine era una extraña para él y así seguirían las cosas. Él no necesitaba a nadie.
Jamás lo había hecho.
Talon se detuvo cuando un ruido extraño, arrastrado por el viento, interrumpió sus pensamientos. Parecía un daimon alimentándose…
Sacó la Palm Pilot del bolsillo de la cazadora y abrió el programa de rastreo. Diseñado para captar las señales de la gran actividad neuronal de los daimons procedente de sus habilidades psíquicas, el programa permitía a los Cazadores Oscuros descubrir cualquier grupo de esas criaturas tras la puesta de sol. Durante las horas diurnas, mientras los daimons descansaban, su actividad cerebral era exactamente igual que la de los humanos y rastrearlos resultaba inútil.
Pero una vez que el sol se ponía… Esos cerebritos empezaban a emitir crujidos y zumbidos.
Talon se quedó helado ante su descubrimiento.
El programa de rastreo no indicaba nada y sus sentidos de Cazador tampoco identificaban a daimon alguno. Pero su instinto no se equivocaba.
Se encaminó hacia un callejón oscuro. Una mujer salió tambaleándose y cayó sobre él. Tenía una expresión vidriosa en los ojos y un pequeño mordisco en el cuello que estaba sanando a ojos vista. Había restos de sangre en el cuello de su camisa.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó al tiempo que la ayudaba a ponerse derecha.
Ella esbozó una sonrisa breve y confusa.
—Muy bien. Mejor que nunca. —Se alejó de él dando traspiés, en dirección al edificio de la derecha.
En ese instante Talon supo lo que acababa de suceder.
La furia se apoderó de él mientras se internaba en el callejón de donde había salido la mujer. En cuanto vio la sombra oscura supo de inmediato de quién se trataba.
—Joder, Zarek. Será mejor que te olvides de esta mierda de chupar cuellos mientras estés en esta ciudad.
Zarek se limpió la sangre de los labios con la mano.
—Y si no ¿qué, celta? ¿Me vas a pegar?
—Te voy a rebanar el pescuezo.
El griego rió ante el comentario.
—¿Y matarte a ti mismo en el proceso? No serías capaz.
—No tienes ni idea de lo que soy capaz. Y será mejor que reces a cualquier dios que adores para que no lo descubras nunca.
Con una expresión de lo más malévola, Zarek frunció los labios y dejó escapar un sonido de satisfacción, a sabiendas de que el gesto cabrearía a Talon muchísimo.
Y así fue.
—No le he hecho daño. Dentro de tres minutos no recordará nada. Nunca lo hacen.
Talon se acercó para agarrarlo, pero Zarek le aferró la mano.
—Te lo advierto, celta, no me toques. Nadie me toca. Nunca.
Talon se zafó de la mano del griego.
—Hiciste un juramento, igual que todos los demás. No te quiero ver alimentándote de gente inocente en mi ciudad.
—¡Qué tierno! —exclamó el griego—. Qué frase tan original, compañero. ¿No vas a decirme que me largue antes del amanecer? No, mejor todavía… ¿Que esta ciudad no es lo bastante grande para los dos?
—Pero ¿qué problema tienes?
Zarek comenzó a alejarse de él.
Renuente a dejar que volviera a alimentarse de alguien más, Talon lo estampó contra la pared. Un dolor palpitante le recorrió la espalda al estrellarlo contra el muro, como si hubiera sido él mismo quien se golpeara, pero no le importó.
No iba a permitir que Zarek campara a sus anchas a costa de las vidas de personas inocentes.
El odio chispeó en los ojos del griego.
—Suéltame, celta o te arranco el brazo. ¿Y sabes lo que te digo? Me da igual si pierdo los míos en el proceso. Esa es la diferencia entre nosotros. El dolor es mi aliado y mi amigo. Tú le tienes miedo.
—Y una mierda.
Zarek se zafó de Talon de un empujón.
—Si es así, ¿dónde te lo dejaste? ¿Mmm? Enterraste el dolor la noche que incendiaste tu aldea.
Talon se detuvo al escucharlo, preguntándose cómo sabría Zarek ese detalle; no obstante, su rabia se impuso a todo lo demás al pensar que el griego lo estaba juzgando.
—Por lo menos yo no me revuelco en la miseria.
Zarek soltó una carcajada.
—¿Te parece que me estoy revolcando en la miseria? Me lo estaba pasando en grande hasta que tú llegaste. —Se lamió los labios como si aún pudiera saborear la sangre—. Deberías probarlo alguna vez, celta. No hay nada como el sabor de la sangre humana. ¿Alguna vez te has preguntado por qué los daimons se alimentan de ella antes de quedarse con el alma? ¿Por qué no se deshacen de los humanos con rapidez? Porque es mejor que el sexo. ¿No sabes que puedes fundirte con sus mentes mientras te alimentas de ellos? ¿Sentir sus emociones? Por un instante, te unes a su fuerza vital. Es un subidón acojonante.
Talon lo fulminó con la mirada.
—Nick tiene razón, eres un psicópata.
—El término correcto es «sociópata» y, sí, en efecto, lo soy. Pero por lo menos no me engaño a mí mismo.
—¿Y eso qué quiere decir?
Zarek se encogió de hombros.
—Tómalo como quieras.
Ese tío era asqueroso. Insufrible.
—¿Por qué tienes que hacer que todos te odien?
Zarek resopló ante la pregunta.
—¿Qué? ¿Es que ahora quieres ser mi amigo, celta? Si me arrepiento de mis actos, ¿serás mi colega?
—Eres un gilipollas.
—Sí, pero por lo menos sé lo que soy. No me engaño. Tú no sabes si eres un druida, un Cazador Oscuro o un chulo. Dejaste atrás tu identidad hace mucho tiempo, enterrada en el oscuro agujero donde ocultaste la parte de ti que te hacía humano.
Talon estaba perplejo por el hecho de que una forma de vida tan baja y egoísta le estuviera psicoanalizando.
—¿Y tú me vas a dar lecciones a mí sobre humanidad?
—Una puta ironía, ¿no es cierto?
En la mandíbula de Talon comenzó a palpitar un músculo.
—No sabes nada sobre mí.
Las garras plateadas brillaron mientras Zarek sacaba un cigarrillo del bolsillo de la cazadora y lo encendía con un anticuado mechero de oro. Tras guardarse el encendedor de nuevo en el bolsillo, dio una larga calada, echó el humo y observó a Talon con una expresión sesgada e irónica.
—Ídem de ídem. —Y con una última mueca a modo de despedida, se alejó despacio hacia la salida del callejón.
—Deja de alimentarte de los humanos, Zarek, o te mataré con mis propias manos. Te lo juro.
Zarek alzó la mano armada con las garras y le hizo un gesto obsceno sin aminorar el paso ni volver la vista.
Talon dejó escapar un ronco gruñido mientras el griego desaparecía en la oscuridad. ¿Cómo soportaba Aquerón tener que tratar con él? Ese tipo acabaría con la paciencia del santo Job.
Llegaría el día en que Artemisa tendría que eliminar a Zarek. A decir verdad, le extrañaba mucho que aún no se hubiera decretado la orden de su ejecución. Aunque tal vez esa hubiera sido la intención de la diosa al enviarlo a Nueva Orleans. Zarek jugaba en casa en Alaska y conocía el terreno mejor que nadie, cosa que lo ayudaría a dar esquinazo a un ejecutor.
En Nueva Orleans estaba a merced de Aquerón, quien conocía las calles como la palma de su mano. Si se daba la orden, Zarek no tendría un solo lugar donde esconderse.
Era algo que daba que pensar.
Talon meneó la cabeza para alejar al griego de sus pensamientos. El antiguo esclavo era la última persona en la que le apetecía pensar esa noche.
En ese momento comenzó a sonar su móvil. Al contestarlo escuchó el marcado acento atlante de Ash.
—Oye, estoy en Commerce Street, en la zona comercial. Ha habido un asesinato y me gustaría hablar del tema contigo.
—Voy para allá. —Colgó y se encaminó al lugar donde había dejado la moto.
No tardó mucho en ponerse en marcha y llegar al sitio. Había agentes de policía por todos lados interrogando a los testigos, despejando el lugar, tomando notas y haciendo fotos.
Una enorme multitud de turistas y vecinos se había congregado para presenciar el espectáculo.
Con los ojos doloridos por el brillo de las luces de los coches, Talon aparcó la moto y se acercó a Aquerón, que en esos momentos llevaba el pelo rubio.
¡Por los dioses! El tío cambiaba de color con más frecuencia que la mayoría de la gente se cambiaba de calcetines.
—¿Qué pasa, T-Rex?
Ash hizo una mueca al escuchar el apodo, pero no dijo nada. Señaló con la cabeza el cadáver, envuelto en una bolsa negra que aún estaba sin cerrar.
—Esa mujer murió hace escasamente una hora. Dime lo que sientes.
—Nada. —En cuanto contestó lo entendió todo. Cuando alguien moría, su alma permanecía un tiempo junto al cuerpo antes de trasladarse. Solo había una excepción a esa regla: que el alma hubiera sido capturada por alguien—. ¿Ha sido un daimon?
Aquerón negó con la cabeza.
—¿Es una nueva Cazadora Oscura?
Otra negativa.
—Alguien se ha alimentado de ella hasta dejarla sin vida y robar su alma. Después la han destrozado con algo parecido a unas garras. La policía está intentando convencerse de que ha sido un animal, pero la profundidad de las heridas y su precisión lo hacen imposible.
Talon se quedó helado.
—¿Unas garras como las de Zarek?
Ash se volvió para mirarlo a los ojos. Lo único que Talon podía ver era su propio reflejo sobre los oscuros cristales.
—¿Tú qué opinas?
Talon se frotó el mentón con una mano mientras observaba trabajar a los agentes. Era para ponerse nervioso.
—Mira, T-Rex. Sé que sientes cierta debilidad por Zarek, pero tengo que decírtelo: lo he descubierto tomándose un almuerzo a la salida de un club. Me ha dado la impresión de que estaba disfrutándolo más de la cuenta. No sé si me entiendes…
—Entonces ¿crees que ha matado a esta mujer?
Talon dudó un instante al recordar lo que Zarek le había dicho cuando lo pilló con la mujer en el callejón: «No le he hecho daño». ¿Sería una confesión de que sí había hecho daño a otra persona o una afirmación rotunda de que jamás hería a las mujeres de las que se alimentaba?
—No lo sé —contestó con sinceridad—. Si me preguntaras si lo creo capaz de hacerlo te diría que sí, sin ninguna duda. Pero no me gustaría en absoluto enviar a un hombre al Dominio de las Sombras sin más pruebas.
El Dominio de las Sombras era la existencia infernal que aguardaba a cualquier Cazador Oscuro que moría sin haber recuperado su alma. Al carecer tanto de cuerpo como de alma, su esencia sufría durante toda la eternidad, atrapada y sin poder trasladarse al siguiente plano de existencia. Se decía que era la tortura más atroz que cualquiera pudiera imaginarse.
—¿Y tú qué piensas? —preguntó Talon—. ¿Crees que lo hizo él?
Aquerón esbozó una lenta sonrisa, pero no contestó la pregunta. Talon sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. Había algo en todo ese asunto que no terminaba de cuadrar.
Y en cuanto a Ash, había algo en él que tampoco andaba bien.
El atlante se alejó un poco.
—Iré a hablar con mi colega Zarek y veré lo que me cuenta.
Talon frunció el ceño. No había duda de que algo andaba mal. Aquerón nunca llamaba «colega» a nadie.
—Por cierto —dijo Ash—, ¿cómo te va? Pareces tenso. Inquieto.
Y lo estaba. Tenía la sensación de que alguien hubiera abierto la compuerta de sus hormonas y de sus emociones, y no sabía muy bien cómo volver a cerrarla.
Sin embargo, no tenía intención de que Aquerón cargara con sus problemas. Podía controlarse.
—Estoy bien. —Apartó la mirada del atlante durante un segundo, para observar la llegada del forense—. Por cierto, T-Rex, ¿qué ha pasado con el piercing de tu nariz y con…? —La pregunta quedó en el aire al volverse y comprobar que lo único que había tras él era un espacio vacío.
Miró a su alrededor.
Aquerón se había marchado. El único rastro de su presencia eran las puñeteras huellas de sus zapatos, que marcaban el lugar donde había estado un segundo antes.
¿Qué coño estaba pasando? Era la primera vez que Ash hacía algo así.
Tío, esta noche es más extraña por momentos, pensó.
«… hay un alboroto en Canal Street. En el Club Runningwolf’s…»
El corazón de Talon dejó de latir al escuchar la radio de la policía.
Sunshine.
Todos y cada uno de sus instintos le decían que Sunshine estaba involucrada. Corrió hacia su moto y salió disparado en dirección al club.