2

Era una de esas noches. Ese tipo de noches que lograban que Sunshine Runningwolf se preguntara por qué se molestaba en salir de casa.

—¿Cuántas veces es capaz de perderse una persona en la ciudad donde ha vivido toda su vida?

Infinitas veces, al parecer.

Estaba claro que no le sucedería con tanta frecuencia si prestara más atención, pero se distraía con el vuelo de una mosca.

En realidad, se distraía como lo haría cualquier artista que apenas prestara atención al aquí y al ahora. Sus pensamientos iban de un tema a otro y de vuelta al primero, como un tirachinas fuera de control. Su mente no dejaba de dar vueltas a las nuevas ideas y técnicas, a las novedades que le ofrecía el mundo que la rodeaba y a la mejor manera de capturarlas en sus dibujos.

Para ella la belleza estaba en cualquier parte, en cualquier cosa por pequeña que fuera. Su trabajo consistía en mostrar esa belleza a los demás.

Y ese fantástico edificio que estaban construyendo dos o tres calles —o quizá cuatro— más allá del lugar donde se encontraba había captado su atención y la había llevado a pensar en nuevos diseños para sus vasijas de barro, mientras vagaba por el Barrio Francés en dirección a su cafetería favorita en St. Anne.

No porque bebiera ese nocivo brebaje, desde luego. Lo odiaba. Pero el edificio poco convencional donde se encontraba el Coffee Stain, de estilo retro y bohemio, estaba decorado con unos grabados estupendos y sus amigos parecían más que dispuestos a ingerir litros y litros de ese líquido alquitranado.

Esa noche Trina y ella le echarían un vistazo a… Por su mente pasó una imagen fugaz del edificio. Sacó el cuaderno de bocetos, anotó varias ideas y giró hacia la derecha para internarse en un pequeño callejón. Dio dos pasos y se dio de bruces contra un muro… Salvo que no era un muro, comprendió cuando se vio rodeada por unos brazos que la ayudaron a mantenerse en pie. Al alzar la vista, se quedó helada.

¡Ay, caramba!, pensó. Estaba contemplando un rostro tan bien formado que incluso un escultor griego habría tenido problemas para hacerle justicia.

El desconocido tenía un cabello dorado como el trigo que parecía resplandecer en la oscuridad. Y los planos de ese rostro… Perfecto, sencillamente perfecto. Simétrico en todos los sentidos. ¡Caray! Sin pararse a pensar, alzó el brazo, lo tomó de la barbilla y le giró la cabeza para observarlo desde diferentes ángulos.

No. No se trataba de una ilusión óptica. Desde cualquiera de las perspectivas, sus rasgos eran la viva imagen de la perfección. ¡Caray y mil veces caray!, exclamó para sus adentros. Ni un solo defecto. Tenía que hacer un boceto. No. No, al óleo. Los óleos le irían mucho mejor. ¡Al pastel!

—¿Estás bien? —le preguntó el tipo.

—Muy bien —contestó—. Lo siento. No me di cuenta de que estabas aquí. ¿Sabes que tu cara es armonía pura?

El hombre le sonrió sin despegar los labios y le dio unas palmaditas en el hombro, cubierto por su chubasquero rojo.

—Sí, lo sé. ¿Y tú sabes una cosa, Caperucita? El lobo malo ha salido esta noche y tiene hambre.

¿A qué venía eso?

Ella estaba hablando de arte y él… El pensamiento se desvaneció en cuanto se dio cuenta de que el hombre no estaba solo. Había cinco personas más con él: cuatro hombres y una mujer. Todos de una belleza indescriptible. Y todos mirándola como si fuera un bocado muy apetecible. Oh, oh.

Se le secó la boca y retrocedió al darse cuenta de que todos sus instintos le gritaban que saliera corriendo.

Los desconocidos se acercaron un poco más y la rodearon.

—Vaya, vaya, Caperucita —dijo el hombre con el que había hablado en primer lugar—. No irás a marcharte tan pronto, ¿verdad?

—Esto… sí —contestó, lista para la pelea. Tal vez no lo supieran, pero una mujer acostumbrada a salir con moteros de los duros no dudaba en dar una patada rápida cuando era necesario—. Creo que sería una idea estupenda.

El tipo extendió una mano para agarrarla.

De repente surgió de la nada un objeto circular que pasó a toda velocidad junto a su oreja y le hizo un corte en el brazo al desconocido. El tipo soltó un taco y se llevó el brazo herido al pecho. El arma voladora rebotó en la pared, como el chakram de Xena, y volvió a la entrada del callejón, donde una figura oculta entre las sombras la recogió.

Sunshine se quedó boquiabierta cuando vio la silueta del recién llegado. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y estaba de pie, con las piernas separadas en una pose que no desentonaría con la de un guerrero, mientras su arma brillaba de forma amenazadora bajo la tenue luz del callejón.

Aunque no podía verle la cara, el aura de ese hombre era inmensa y le otorgaba una presencia que resultaba tan poderosa como sorprendente.

El recién llegado era peligroso.

Letal.

Una sombra mortífera que aguardaba el momento oportuno para atacar.

El tipo se limitó a contemplar a sus agresores en silencio, sujetando el arma de forma despreocupada, aunque amenazadora, en la mano izquierda.

Y de buenas a primeras el grupo que la rodeaba se abalanzó en pleno hacia él y se desató el caos.

Talon presionó el dispositivo del srad y desplegó las tres hojas que lo formaban para utilizarlo como una daga. Intentó llegar hasta la mujer, pero los daimons lo atacaron en grupo. En condiciones normales no habría tenido problemas para acabar con todos ellos, pero el Código le prohibía utilizar sus poderes delante de una humana no iniciada.

Joder.

Durante un segundo consideró la idea de crear una capa de niebla que los ocultara, pero eso le dificultaría enfrentarse a los daimons.

No. No podía darles ninguna ventaja. Tenía las manos atadas mientras la mujer estuviese presente y, dada la fuerza sobrenatural y los poderes de los daimons, eso no era nada bueno. No había duda de que ese era el motivo por el que se habían decidido a atacarlo.

Por una vez tenían la posibilidad de vencerlo.

—Corre —le ordenó a la humana.

Ella estaba a punto de obedecerlo cuando uno de los daimons la agarró. Con una patada en la entrepierna y un fuerte porrazo en la espalda cuando el daimon se dobló en dos, la chica se zafó de su agresor y salió corriendo.

Talon alzó una ceja ante la estrategia de la humana. Eficaz, muy eficaz. Siempre había apreciado a las mujeres que sabían cuidar de sí mismas.

Echando mano de sus poderes de Cazador Oscuro, invocó un denso manto de niebla que ayudara a la chica a ocultarse de los daimons, cuyos ojos se habían centrado en él.

—Por fin solos —les dijo.

El que parecía ser el líder del grupo se lanzó hacia él. Talon usó la telequinesia para alzarlo, ponerlo cabeza abajo en el aire y estamparlo contra la pared.

Se acercaron otros dos.

Alcanzó a uno de ellos con el srad y le propinó un rodillazo al otro.

Se abrió camino entre ambos con bastante facilidad y estaba a punto de alcanzar a un tercero cuando se dio cuenta de que el más alto de ellos había salido corriendo tras la mujer.

Esa mínima distracción le costó que uno de los daimons lo golpeara en el plexo solar. La fuerza del impacto hizo que cayera de espaldas.

Talon se alejó rodando y no tardó en ponerse en pie.

—¡Ahora! —gritó la única mujer del grupo.

Antes de que pudiera recuperar el equilibrio por completo, otro daimon lo agarró por la cintura y lo empujó hacia la calle… Justo delante de un gigantesco vehículo que iba tan deprisa que ni siquiera pudo identificarlo.

Algo, probablemente la parrilla delantera, le golpeó la pierna derecha y le destrozó el hueso.

El impacto lo impulsó hacia delante y cayó al suelo.

Rodó unos cincuenta metros y se quedó tumbado boca abajo al pie de una farola, mientras el vehículo de color oscuro seguía su camino hasta perderse de vista. Permaneció tendido con la mejilla izquierda pegada al áspero asfalto y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo.

Le dolía todo; tanto que no era capaz de moverse. Y para empeorar las cosas, estaba comenzando a sentir palpitaciones en la cabeza a causa del esfuerzo por mantenerse consciente. Cada vez le resultaba más difícil.

«Un Cazador Oscuro inconsciente es un Cazador Oscuro muerto.» Se le vino a la mente la quinta regla del Código de Aquerón. Tenía que permanecer despierto.

En cuanto sus poderes se debilitaron por el dolor que le causaban las heridas, la capa de niebla comenzó a disiparse.

Talon lanzó una maldición. Cada vez que sentía una emoción negativa, sus poderes disminuían. Era otra de las razones por las que mantenía un férreo control sobre ellas.

Las emociones eran letales para él en más de un sentido. Despacio y con mucho cuidado, se puso en pie a tiempo para ver que los daimons se internaban en otro callejón. No había nada que pudiera hacer. Jamás podría alcanzarlos en las condiciones en que se encontraba, y si llegara a conseguirlo, lo único que podría hacerles sería cubrirlos con la sangre que manaba de su cuerpo.

Claro que la sangre de un Cazador Oscuro era venenosa para los daimons…

Mierda. Nunca había fallado antes.

Tensó la mandíbula y luchó por mitigar la sensación de mareo que lo embargaba.

La mujer a la que había salvado corrió hacia él. A juzgar por la expresión confusa de su rostro, no estaba muy segura de si debía prestarle ayuda o no. En cuanto la vio de cerca, se quedó fascinado por su rostro de duende. La pasión y la inteligencia brillaban en la profundidad de sus grandes y oscuros ojos castaños. Le recordaba a Morrigan, la diosa cuervo a la que había jurado lealtad siglos atrás, cuando era humano.

El cabello, largo, negro y totalmente liso, le caía en una multitud de trenzas desiguales a ambos lados del rostro y tenía una mancha gris en una mejilla. Cediendo a un impulso, Talon se la limpió con la mano.

Su piel era tan suave, tan cálida… y olía a pachulí y a trementina.

Qué mezcla más extraña…

—¡Dios mío! ¿Estás bien? —preguntó la chica.

—Sí —contestó él en voz baja.

—Voy a llamar a una ambulancia —le dijo.

—¡Nae! —exclamó Talon en su propio idioma y al instante todo su cuerpo protestó por el esfuerzo—. Nada de ambulancias —añadió, dejando a un lado el gaélico.

La chica frunció el ceño.

—Pero estás herido…

Talon la miró a los ojos con una expresión severa.

—Nada de ambulancias.

Ella mantuvo el ceño fruncido hasta que de repente esos sagaces ojos se iluminaron, como si acabara de tener una revelación divina.

—¿Eres un inmigrante ilegal? —susurró.

Talon se aferró a la única excusa que podía ofrecerle. Dado su marcado acento gaélico, la suposición era de lo más natural. Asintió con la cabeza.

—Vale —murmuró la chica, dándole unas palmaditas en el brazo—. Cuidaré de ti sin necesidad de llamar a una ambulancia.

Talon se apartó como pudo del brillante resplandor de la farola, que le hacía daño debido a lo sensibles que eran sus ojos a la luz. La pierna rota seguía fastidiándolo, pero hizo caso omiso del dolor.

Se alejó cojeando para apoyarse en la pared de un edificio de ladrillo y así poder repartir el peso que recaía sobre la pierna herida. El mundo volvió a girar de nuevo.

Joder. Necesitaba llegar hasta un lugar seguro. Aún era muy temprano, pero no podía arriesgarse a quedarse atrapado en la ciudad después del amanecer. Siempre que un Cazador Oscuro resultaba herido sentía una necesidad perentoria de dormir y eso podía dejarlo en una situación peligrosamente vulnerable si no conseguía llegar pronto a casa.

Sacó el móvil para decirle a Nick Gautier que estaba herido y no tardó en darse cuenta de que su teléfono, al contrario que él, no era inmortal; estaba hecho pedazos.

—A ver —le dijo la chica cuando se acercó a él—. Deja que te ayude.

Talon la observó con detenimiento. Ningún desconocido se había ofrecido nunca a ayudarlo. Estaba acostumbrado a librar sus propias batallas y a limpiar los destrozos después sin ayuda de nadie.

—Estoy bien —replicó—. Mejor te vas a …

—No pienso dejarte solo —lo interrumpió—. Yo soy la culpable de que estés herido.

Talon deseaba discutir ese punto, pero su cuerpo estaba demasiado dolorido como para molestarse en hacerlo. Intentó alejarse de la mujer, pero en cuanto dio dos pasos el mundo volvió a girar.

La oscuridad lo engulló al instante y ya no fue consciente de nada más.

Sunshine apenas tuvo tiempo de sujetar al desconocido antes de que cayera al suelo. Se tambaleó por el peso y la estatura del hombre, aunque de alguna forma logró evitar que se desplomara.

Lo tumbó en la acera con toda la delicadeza de la que fue capaz.

Y habría que resaltar la parte de la «delicadeza».

En realidad el hombre cayó sobre la acera con bastante fuerza y Sunshine hizo una mueca de dolor, porque a punto estuvo de abrir un boquete en el suelo con la cabeza.

—Lo siento —dijo antes de enderezarse para echarle un vistazo—. Por favor, dime que no te he causado una conmoción cerebral.

Ojalá no hubiera acabado empeorando su estado al tratar de ayudarlo.

¿Qué podía hacer?

Ese inmigrante ilegal ataviado con la típica vestimenta negra de motero era enorme. No se atrevía a dejarlo allí en la calle sin atención médica. ¿Y si volvían los asaltantes? ¿Y si un gamberro lo atacaba?

Estaban en Nueva Orleans, una ciudad en la que podía pasarle cualquier cosa a una persona en estado consciente.

Inconsciente…

Bueno, no era necesario decir lo que podrían llegar a hacerle las personas sin escrúpulos, de modo que dejarlo allí solo estaba fuera de toda cuestión.

Justo cuando el pánico comenzaba a adueñarse de ella, escuchó que alguien la llamaba. Se giró y vio el abollado Dodge Ram azul de Wayne Santana acercándose a la acera. A los treinta y tres años, el apuesto y anguloso rostro de Wayne parecía el de un hombre mucho mayor. Su cabello negro estaba veteado de gris.

Sunshine suspiró aliviada al verlo.

Wayne bajó la ventanilla y sacó la cabeza.

—¡Hola, Sunshine! ¿Qué pasa?

—Wayne, ¿me ayudas a meter a este tipo en tu camioneta?

El hombre no parecía muy convencido.

—¿Está borracho?

—No, está herido.

—En ese caso deberías llamar a una ambulancia.

—No puedo. —Lo miró con una expresión implorante—. Te lo pido como un favor, Wayne. Tengo que llevarlo a mi casa.

—¿Es amigo tuyo? —le preguntó Wayne con incredulidad.

—Bueno, no. Se podría decir que acabamos de tener un encontronazo.

—Pues déjalo. Lo único que te hace falta es liarte con otro motero… Lo que le suceda a este tío no es problema tuyo.

—¡Wayne!

—Puede que sea un delincuente, Sunshine.

—¿Cómo puedes decir algo así?

Wayne había sido condenado por homicidio involuntario diecisiete años atrás. Después de cumplir la sentencia había pasado varios meses intentando encontrar un empleo. Sin dinero, sin un lugar donde vivir y sin nadie dispuesto a contratar a un ex presidiario, estaba a punto de cometer otro delito que lo devolviera a la prisión cuando solicitó un empleo en el club del padre de Sunshine.

En contra de las protestas de su progenitor, Sunshine lo contrató.

En cinco años de trabajo Wayne nunca había llegado tarde ni había faltado un solo día. Era el mejor empleado del club.

—Por favor, Wayne… ¿sí? —volvió a pedirle con esa expresión de cachorrito abandonado que lograba que todos los hombres de su vida se doblegaran a su voluntad.

Wayne bajó de la camioneta sin dejar de refunfuñar.

—El día menos pensado ese corazón que tienes te meterá en un lío. ¿Sabes algo de este tipo?

—No. —Lo único que sabía era que le había salvado la vida cuando nadie se habría molestado en hacerlo. Un hombre así no le haría ningún daño.

Entre los dos consiguieron subir al desconocido a la camioneta, si bien no fue tarea fácil.

—¡Madre mía! —murmuró Wayne cuando ambos comenzaron a tambalearse por el peso—. Es enorme y pesa una puta tonelada.

Sunshine estaba de acuerdo con él. Ese tío medía casi dos metros y era todo músculos, sin un ápice de grasa. Pese a la gruesa chupa de cuero que le cubría el torso, no le cabía la menor duda de lo bien formado que estaba y de lo musculoso que era.

Nunca había tocado un cuerpo tan duro y firme en su vida.

Tras un enorme esfuerzo, al final consiguieron meterlo en el vehículo.

Mientras Wayne conducía camino del club, ella sostuvo la cabeza del desconocido contra el hombro y se dedicó a acariciarle el cabello, apartándolo de los esculturales rasgos de su rostro.

Había algo salvaje e indómito en ese hombre que le recordaba a un guerrero de la antigüedad. El pelo rubio le caía suelto hasta los hombros, lo que significaba que si bien se preocupaba por su aspecto, no estaba obsesionado por él.

Las cejas, más oscuras que el cabello, se arqueaban con delicadeza sobre sus ojos cerrados. La barba de un día le confería una apariencia aún más ruda a ese rostro increíble. Pese a estar inconsciente, a Sunshine se le caía la baba con solo mirarlo y la proximidad de ese cuerpo despertaba un profundo deseo en su interior.

Sin embargo, lo que más le gustaba del desconocido era el tenue aroma a hombre y cuero que emanaba de él. Ese olor hacía que deseara enterrar la nariz en su cuello e inhalar la embriagadora mezcla de fragancias hasta emborracharse de ella.

—A ver —dijo Wayne mientras conducía—. ¿Qué le ha sucedido? ¿Lo sabes?

—Lo atropelló una carroza de Mardi Gras.

A pesar de la escasa luz en el interior del vehículo, Sunshine sabía que Wayne la estaba mirando con esa expresión de «¿Te has vuelto loca?».

—Esta noche no hay desfile. ¿De dónde ha salido?

—No lo sé. Supongo que debe de haber cabreado a los dioses o algo.

—¿Qué?

Sunshine pasó las manos por el cabello enredado del desconocido y se detuvo para juguetear con las dos trenzas que llevaba en la sien izquierda mientras contestaba a la pregunta de Wayne.

—Era una enorme carroza de Baco. Supongo que este pobre hombre debió de ofender en algo al dios de los excesos para que decidiera atropellarlo.

Wayne murmuró entre dientes.

—Habrá sido una gamberrada de alguna hermandad universitaria. Al parecer se dedican a robar una carroza todos los años y a darse una vuelta en ella. ¿Dónde la dejarán esta vez?

—Bueno, intentaron aparcarla sobre mi amigo. Me alegro mucho de que no lo mataran.

—Supongo que él también se alegrará cuando se despierte.

De eso no cabía duda. Sunshine apoyó la mejilla sobre la cabeza del desconocido y escuchó su respiración, lenta y profunda.

¿Qué tenía ese hombre que le resultaba tan irresistible?

—Joder —dijo Wayne después de un breve silencio—. Tu padre va a cabrearse mucho por esto. Querrá mis pelotas como cena cuando descubra que te he ayudado a llevar a tu casa a un desconocido.

—Pues no se lo digas.

Wayne la miró con una expresión hosca y furibunda.

—Tengo que hacerlo. Si te pasa algo, yo tendré la culpa.

Sunshine dejó escapar un suspiro mientras trazaba el arco de las cejas del hombre con un dedo. ¿Por qué le resultaba tan familiar? No lo había visto antes y sin embargo tenía una peculiar sensación de déjà vu. Como si ya lo conociera…

Extraño. Muy, muy extraño.

De todos modos estaba acostumbrada a que le sucedieran todo tipo de cosas extrañas. Su madre habría podido escribir un libro sobre el tema, pero ella podría añadirle un enorme epílogo.

—No soy una niña, Wayne. Soy muy capaz de cuidar de mí misma.

—Sí, claro. Y yo he vivido durante doce años rodeado de enormes tipos peludos que se comen a las niñitas que piensan que pueden cuidar de sí mismas…

—De acuerdo —accedió ella—. Lo meteré en mi cama y me iré a dormir a casa de mis padres. Volveré por la mañana con mi madre o con uno de mis hermanos para ver cómo está.

—¿Y si se despierta antes de que regreses y te limpia el ático?

—¿Y qué se va a llevar? —preguntó—. Mi ropa no le quedaría bien y no tengo nada de valor. No a menos que le guste mi colección de discos de Peter, Paul y Mary.

Wayne puso los ojos en blanco.

—Vale, pero prométeme que no le darás la oportunidad de que te haga daño.

—Te lo prometo.

Wayne no parecía muy conforme, pero guardó un relativo silencio mientras se acercaban a su ático, situado en Canal Street. Se pasó todo el trayecto murmurando improperios.

Por fortuna, Sunshine estaba acostumbrada a no hacer caso a los hombres que exhibían esa peculiaridad.

Una vez llegaron a su casa, situada justo encima del bar de su padre, tardaron más de quince minutos en sacar al desconocido de la camioneta y subirlo al ático.

Sunshine condujo a Wayne hasta la zona que utilizaba como dormitorio, separada del resto de la enorme estancia por una cortina de algodón de color rosa que colgaba de un alambre.

Metieron al extraño en la cama con mucho cuidado.

—Bueno, vámonos —le dijo Wayne, cogiéndola del brazo.

Sunshine se zafó de la mano del hombre.

—No podemos dejarlo así.

—¿Y por qué no?

—Está cubierto de sangre.

El rostro de su amigo mostraba a las claras la exasperación que sentía. Todo el que se acercaba a ella acababa componiendo esa expresión tarde o temprano… bueno, más temprano que tarde, admitió.

—Ve a sentarte en el sofá y deja que le quite la ropa.

—Sunshine…

—Wayne, tengo veintinueve años. Soy una artista divorciada que ha recibido clases en la facultad sobre desnudo artístico y que se ha criado con dos hermanos mayores. Sé el aspecto que tiene un hombre desnudo, ¿vale?

Wayne salió del dormitorio con un gruñido y se sentó en el sofá.

Sunshine respiró hondo antes de darse la vuelta para mirar a su héroe vestido de negro. Tendido en su cama parecía un gigante.

Y estaba hecho un desastre.

Con cuidado para no hacerle daño, se dispuso a quitarle la chupa de cuero que, por cierto, era la mejor que había visto en toda su vida. Estaba cubierta de símbolos celtas rojos y dorados. Una preciosidad. Un trabajo muy detallado sobre el antiguo arte celta, y ella lo sabía mejor que nadie. Siempre se había sentido muy atraída por el arte y la cultura celtas.

Totalmente pasmada, se detuvo en cuanto le desabrochó la cazadora y vio que no llevaba nada debajo. Nada, salvo esa magnífica piel bronceada que le hacía la boca agua y lograba que todo su cuerpo comenzara a estremecerse. Jamás había contemplado a un hombre con un cuerpo tan firme y bien formado. Podía apreciarse con claridad el contorno de cada uno de sus músculos y su fuerza era más que evidente incluso en reposo.

¡Ese tipo era un dios!

Deseaba con todas sus fuerzas dibujar esas proporciones tan perfectas para inmortalizarlas. Un cuerpo tan bien formado necesitaba sin lugar a dudas ser preservado. Le quitó la cazadora y la dejó sobre la cama.

Tras encender la lamparita, situada sobre una mesita de noche cubierta por un echarpe, le echó un buen vistazo al desconocido y lo que vio la dejó deslumbrada.

¡Ca-ram-ba!

Era aún más espectacular que el grupo de asaltantes. El pelo rubio se ondulaba de forma muy favorecedora sobre su nuca y tenía dos largas trencitas que le llegaban hasta el pecho, desnudo en esos momentos. Tenía los ojos cerrados, pero sus abundantes pestañas eran pecaminosamente largas. Los rasgos de su rostro parecían haber sido esculpidos a la perfección, con cejas elegantes y arqueadas y una expresión distinguida e indómita a un tiempo.

De nuevo la asaltó esa sensación de déjà vu y en su mente vislumbró una imagen del desconocido, despierto e inclinado sobre ella. Le sonreía mientras entraba y salía de su cuerpo muy despacio…

Sunshine se humedeció los labios ante semejante visión mientras un palpitante deseo se adueñaba de ella. Hacía mucho tiempo que no se sentía atraída por un extraño, pero había algo en ese hombre que despertaba en ella el impulso de devorarlo.

Nena, llevas demasiado tiempo sin un hombre, se dijo en silencio.

Por desgracia, era cierto.

Sunshine frunció el ceño cuando se acercó un poco más y vio el colgante que llevaba alrededor del cuello. Se trataba de una pieza celta de oro macizo consistente en dos cabezas de dragón que se miraban.

Lo más extraño era que ella misma había dibujado ese mismo diseño años atrás, durante sus años en la facultad; había intentado incluso hacer un molde para un colgante, aunque el resultado había sido un estrepitoso fracaso. Se requería un gran talento para poder fabricar una pieza tan complicada.

Sin embargo, el tatuaje que le cubría toda la parte izquierda del torso, incluyendo el brazo, era aún más impresionante. Una gloriosa mezcla de motivos celtas que le recordaban al Libro de Kells. Y a menos que estuviera muy equivocada, era un tributo a la diosa celta de la guerra, Morrigan.

Sin pensar en lo que hacía, deslizó la mano sobre el tatuaje y trazó con los dedos el intrincado dibujo.

En el brazo derecho había otro tatuaje a juego de unos cinco centímetros de anchura que le rodeaba el bíceps.

Increíble. Quienquiera que los hubiera hecho conocía a la perfección la historia celta.

En el momento en que su dedo rozó el pezón del hombre, la apreciación artística del diseño quedó olvidada por completo.

La mujer que había en ella se adueñó de su cuerpo y comenzó a deslizar la mirada por el musculoso torso y los abdominales, tan tensos y bien formados que deberían haber participado en una exhibición de culturismo.

¡Madre mía, este tío está como un tren!, exclamó para sus adentros.

Aunque los pantalones estaban manchados de sangre, el hombre no parecía tener ninguna herida grave. A decir verdad, no tenía muchos moratones. Ni siquiera en el lugar donde lo había golpeado la carroza de Baco.

Qué cosa más rara.

Con la boca seca, Sunshine extendió el brazo para bajarle la cremallera de los pantalones.

En parte estaba impaciente por ver lo que llevaba debajo.

¿Boxers o slips?

Si con los pantalones estaba tan bien, sin ellos la cosa solo podía ir a mejor…

¡Sunshine!, se reprendió.

Solo estaba apreciando su cuerpo desde el punto de vista artístico, se dijo a sí misma.

Sí, claro…

Haciendo caso omiso de sus pensamientos, le bajó la cremallera y descubrió que no llevaba nada debajo.

¡Va en bolas!

El rubor se extendió por su rostro al contemplar esa bien dotada masculinidad que descansaba sobre un nido de rizos rubios.

¡Venga, Sunshine! No es la primera vez que ves a un tío desnudo. ¡Por el amor de Dios! En los seis años que estuviste en la facultad viste hombres desnudos a mansalva. Además, has tenido citas con muchos; por no mencionar que Jerry, el ex ogro, no era precisamente pequeño…

Cierto, pero ninguno estaba tan, tan bueno como ese.

Se mordió el labio mientras le quitaba las pesadas botas negras de motero y luego deslizó los pantalones a lo largo de esas interminables y musculosas piernas. Siseó al rozar la piel cubierta de vello rubio.

Sí, sin duda alguna ese tipo estaba como un tren.

Mientras doblaba los pantalones, se detuvo un instante y pasó la mano por el tejido. Era lo más suave que había tocado en la vida. Parecía ante, pero el tacto era algo distinto. La textura era extraña. No era posible que se tratara de cuero de verdad. Era tan fino y…

Todos los pensamientos se dispersaron al captar la imagen del desconocido tumbado en su cama.

¡Madre mía! Era la fantasía de cualquier mujer hecha realidad: un tío desnudo y espectacular a su merced.

Yacía sobre la colcha rosa con uno de sus bronceados brazos doblado sobre el vientre y las piernas un tanto separadas, como si estuviera esperando a que ella se reuniera con él y acariciara ese cuerpo duro y fibroso de arriba abajo con las manos.

Una visión de lo más sensual.

Sunshine aspiró entre dientes para luchar contra el deseo de tumbarse sobre ese fuerte y magnífico cuerpo como si fuera una manta; de sentir esas manos largas y fuertes acariciándole la piel mientras ella lo guiaba hasta su interior y hacían el amor de forma desenfrenada durante el resto de la noche.

¡Mmm!

El deseo de besar esa maravillosa piel dorada le provocaba un cosquilleo en los labios. Y el tipo tenía el mismo color en todo el cuerpo. No había ni una sola marca del bañador.

¡Me lo quedo!

Agitó la cabeza para aclarar sus ideas. Por el amor de Dios, estaba comportándose como una imbécil. Y sin embargo…

Había algo muy especial en ese hombre. Algo que la atraía como el canto de una sirena.

—¿Sunshine?

Dio un respingo al escuchar el tono impaciente de Wayne. Había olvidado por completo que la estaba esperando.

—Un minuto —le contestó.

Una miradita más…

Una mujer necesitaba comerse con los ojos a un tío de vez en cuando. ¿Cuántas veces se le presentaba a una la oportunidad de devorar con la mirada a un maravilloso dios en estado inconsciente?

Tras reprimir el impulso de acariciar a su invitado, lo tapó con una manta, retiró la cazadora de la cama y salió de la habitación.

Mientras caminaba hacia el sofá, examinó los pantalones manchados de sangre. ¿De dónde habría salido tanta sangre?

Antes de que pudiera echarles otro vistazo, Wayne se los quitó de las manos y sacó la cartera del desconocido del bolsillo trasero.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Sunshine.

—Registrándolo. Quiero saber quién es este tío. —Wayne abrió la cartera y frunció el ceño.

—¿Qué?

—Veamos: setecientos treinta y tres dólares en efectivo y nada que pueda identificarlo. Ni un carnet de conducir, ni una tarjeta de crédito. —Wayne sacó una daga enorme del otro bolsillo y apretó el mecanismo que la convertía en un arma circular con tres afiladas cuchillas. La maldición que soltó fue peor que la anterior—. ¡Mierda, Sunshine! Creo que has encontrado a un traficante de drogas.

—No es ningún traficante.

—Sí, claro, ¿y cómo lo sabes?

Porque los traficantes no rescatan a las mujeres que están a punto de ser violadas, pensó, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. Lo único que conseguiría de ese modo sería un sermón y que a Wayne le diera una indigestión.

—Lo sé y punto. Ahora vuelve a meterlo todo en los bolsillos.

—¿Y bien? —le preguntó Camulos a Dioniso cuando este entró en la habitación del hotel.

Stig levantó la vista de la revista que estaba leyendo al escuchar su voz. Camulos, el dios celta, llevaba un buen rato sentado frente a él en el sofá de la suite del hotel, a la espera de alguna noticia.

Vestido con pantalones de cuero negro y un jersey gris, la antigua deidad se había dedicado a cambiar los canales de televisión de forma incansable desde que Dioniso se marchara, logrando que Stig hirviera en deseos de arrancarle el mando a distancia de la mano para estamparlo contra el cristal de la mesita de café.

Sin embargo, solo un estúpido se atrevería a quitarle el mando a distancia a un dios.

Tal vez tuviese ganas de morir, pero no le apetecía que antes lo torturaran sin piedad… Por tanto, se había limitado a rechinar los dientes y a pasar de Camulos en la medida de lo posible mientras esperaban el regreso de Dioniso.

Camulos llevaba el pelo negro recogido en una larga coleta. Estaba rodeado por un aura diabólica y malévola; pero claro, teniendo en cuenta que se trataba del dios de la guerra, no era de extrañar.

Dioniso se detuvo en cuanto cruzó la puerta. Se desprendió del largo abrigo de cachemira con un simple movimiento de hombros y a continuación se quitó los guantes de piel marrón.

Con una altura de dos metros y diez centímetros, el dios del vino y los excesos resultaba una visión intimidante para la mayoría de la gente. No obstante, para Stig, que era tan solo cinco centímetros más bajo, que era hijo de un rey y que anhelaba la muerte con todas sus fuerzas, no resultaba intimidante en lo más mínimo.

¿Qué podía hacer Dioniso? ¿Enviarlo de nuevo a esa infernal soledad?

Ya estaba de vuelta de todo y tenía una camiseta de Ozzy para demostrarlo.

Dioniso llevaba una chaqueta de tweed, un jersey de cuello vuelto de color azul marino y unos pantalones de pinzas. Su pelo, castaño y corto, estaba veteado de reflejos rubios que le sentaban a la perfección, y se había recortado la barba hasta dejarse una inmaculada perilla. Tenía todo el aspecto de un magnate multimillonario y, de hecho, dirigía una multinacional que le proporcionaba el deleite de aplastar a sus competidores y llevar a cabo otro tipo de negocios.

Puesto que lo habían obligado a jubilarse siglos atrás, Dioniso pasaba su tiempo entre el Olimpo y el mundo de los humanos, al que odiaba casi tanto como Stig.

—Contéstame, Baco —le dijo Camulos—. No soy uno de esos griegos que se acojonan ante tu mera presencia. Quiero una respuesta ya.

La ira brilló en los ojos de Dioniso.

—Será mejor que utilices un tono más considerado conmigo, Cam. Yo no soy uno de esos celtas pusilánimes que se echan a temblar por temor a desatar tu furia. Si quieres pelea, chico, no te cortes.

Camulos se puso en pie.

—Vamos, vamos, esperad un segundo —dijo Stig con la intención de calmarlos—. Dejemos las peleas para cuando hayáis conquistado el mundo, ¿vale?

Ambos dioses lo miraron como si se hubiera vuelto loco al interponerse entre ellos.

Sin duda así era. Pero si se mataban el uno al otro, él no moriría jamás.

Cam lanzó una mirada furibunda a Dioniso.

—Tu mascota tiene razón —le dijo—. Pero en cuanto vuelva a ser reconocido como dios, tú y yo vamos a tener una charla…

El brillo que apareció en los ojos del dios griego decía a las claras que él también lo estaba deseando.

Stig respiró hondo.

—¿La mujer está con Talon? —le preguntó a Dioniso.

El dios esbozó una sonrisa calculadora.

—Tal y como lo habíamos planeado. —Miró a Camulos—. ¿Estás seguro de que lo mantendrá fuera de juego?

—Yo no he dicho que lo mantendría fuera de juego. Dije que así lo neutralizaríamos.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó Stig.

—La diferencia está en que el Cazador va a convertirse en una importante distracción y en una fuente de preocupación para Aquerón. Y a la postre será otra manera más de debilitar al atlante.

En esos momentos lo único que les quedaba por hacer era asegurarse de que el Cazador Oscuro y la mujer permanecieran juntos. Al menos hasta el Mardi Gras, fecha en la que el portal entre la tierra y el Kolasis podría abrirse para liberar a la Destructora atlante de su cautiverio.

Habían pasado seiscientos años desde la última vez que tuviera lugar semejante acontecimiento y deberían transcurrir ocho siglos más hasta que se presentara una nueva oportunidad.

Stig se encogió para sus adentros al pensar en otros ochocientos años de vida. Otros ocho siglos de soledad, dolor y aburrimiento sin fin; otros ocho siglos viendo cómo sus captores iban de un lado a otro, envejecían, morían y vivían sus vidas mortales rodeados de sus amigos y familiares.

No sabían lo afortunados que eran.

Como humano había temido a la muerte. Pero de eso hacía ya eones…

En ese momento lo único que temía era la imposibilidad de escapar del horror de su existencia y continuar viviendo, siglo tras siglo, hasta que el mismo universo explotara.

Siempre había deseado cambiar su destino, aunque hasta hacía treinta años lo había creído imposible.

No obstante, en esos instantes tenía la esperanza de poder hacerlo.

Dioniso y Camulos querían recuperar sus estatus de dioses, para lo que necesitaban la sangre de Aquerón y la presencia de la Destructora. Era una lástima que por sus venas no corriera ni una gota de sangre atlante; de otro modo, se ofrecería gustoso como sacrificio.

Tal y como estaban las cosas, solo Aquerón tenía la clave para liberar a la Destructora.

Y él era la única criatura viviente que podía entregarles a Aquerón.

Unos días más y todo acabaría. Los antiguos poderes volverían a regir el mundo y él…

Él sería al fin libre.

Stig emitió un suspiro ilusionado. Lo único que tenía que hacer era enfrentar a los Cazadores Oscuros entre sí y mantenerlos distraídos mientras evitaba que ambos dioses se enzarzaran en una lucha mortal.

Si Talon o Aquerón llegaban a darse cuenta de lo que estaba sucediendo, todo se iría a pique. Tan solo ellos podían arruinar sus planes.

Libraría la batalla contra ellos dos y en esa ocasión… en esa ocasión, acabaría lo que había comenzado once mil años atrás.

Cuando todo terminara, los Cazadores Oscuros se quedarían sin líder.

Él sería libre y el mundo sería un lugar totalmente diferente.

Stig esbozó una sonrisa.

Solo unos cuantos días más…