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Nueva Orleans, en la actualidad

—¿Sabes lo que te digo, Talon? Matar a un daimon chupaalmas sin una buena lucha es como echar un polvo sin preliminares. Una pérdida de tiempo total y completamente insatisfactoria.

Talon contestó a Wulf con un gruñido mientras esperaba en un rincón del Cafe Du Monde a que la camarera regresara con su café de achicoria y sus beignets. En la mano izquierda tenía una antigua moneda sajona que hacía girar una y otra vez entre los dedos, al tiempo que escrutaba la calle oscura que se extendía frente a él y observaba pasear a turistas y lugareños.

Puesto que hacía ya mil quinientos años que había desterrado todas sus emociones, solo había tres cosas con las que Talon disfrutaba: las mujeres fáciles, el café de achicoria caliente y las llamadas telefónicas de Wulf.

En ese orden.

Aunque, en aras de la justicia, debía admitir que en ciertas ocasiones la amistad de Wulf tenía más importancia que una taza de café.

De cualquier forma esa noche no era una de ellas.

Se había despertado después de la puesta de sol para descubrir que su nivel de cafeína era patéticamente bajo; y si bien en teoría los inmortales no desarrollaban ningún tipo de adicción, él no estaba tan seguro.

Se había demorado lo justo para ponerse unos pantalones y la chupa de cuero antes de salir en busca de la diosa Cafeína.

La fría noche de Nueva Orleans estaba inusualmente tranquila. Ni siquiera había muchos turistas en la calle, lo que resultaba de lo más extraño en una fecha tan próxima al Mardi Gras.

Aun así era temporada alta de daimons en la ciudad. Los vampiros no tardarían mucho en acechar a los turistas y alimentarse de ellos como si de un bufet libre se tratara.

No obstante, Talon disfrutaba del momento de tranquilidad que le permitía lidiar con la crisis de Wulf y satisfacer el único apetito que no podía esperar.

—Hablas como un auténtico vikingo —replicó Talon a su amigo, a través del móvil—. Lo que necesitas, hermano mío, es una taberna en la que sirvan hidromiel, llena de mozas y vikingos desesperados por una buena lucha que les garantice un lugar en el Valhalla.

—A mí me lo vas a contar —asintió Wulf—. Echo de menos los buenos tiempos en los que los daimons eran guerreros entrenados para la lucha. Los que me he encontrado esta noche no tenían ni idea de pelear, y estoy hasta los cojones de esa mentalidad de «mi revólver solucionará todos los problemas».

—¿Te han disparado otra vez?

—Cuatro veces. Te lo juro… ojalá me encontrara con un daimon como Desiderio. Por una vez y sin que sirva de precedente, me encantaría disfrutar de una buena pelea llena de golpes bajos.

—Ten cuidado con lo que deseas; es posible que se haga realidad.

—Sí, lo sé. Pero, joder, ¿es que no pueden dejar de huir al vernos y aprender a pelear como sus antepasados? Echo de menos los viejos tiempos.

Talon se acomodó las Ray-Ban Predator negras al ver que pasaba un grupo de mujeres por la calle adyacente.

Ese sí que era un desafío en el que le habría encantado hincar los colmillos…

Sin separar los labios, se pasó la lengua por el colmillo izquierdo mientras contemplaba a una preciosa rubia vestida de azul. Tenía unos andares lentos y seductores que lograban que incluso un hombre de mil quinientos años se sintiera como un jovenzuelo.

Le apetecía muchísimo darle un bocadito.

Puñetero Mardi Gras, pensó.

De no encontrarse en esa época del año, colgaría el teléfono y correría detrás de la chica para saciar su principal apetito.

El deber… Menuda mierda.

Con un suspiro, volvió a concentrarse en la conversación con Wulf.

—Ya te digo, lo que más echo de menos son las talpinas.

—¿Y quiénes son esas?

Talon lanzó una mirada anhelante a las mujeres que ya desaparecían de su vista.

—Cierto, fueron anteriores a tu época. Durante la mejor parte de la Edad Media existió un clan de escuderas cuya única misión era la de satisfacer nuestras necesidades sexuales. —Suspiró con deleite al recordar a las talpinas y el placer que una vez les habían proporcionado tanto a él como al resto de Cazadores Oscuros—. Tío, eran geniales. Sabían lo que éramos y estaban encantadas de irse a la cama con nosotros. Joder, los escuderos incluso las instruían para que aprendieran la mejor forma de satisfacernos.

—¿Y qué ocurrió con ellas?

—Unos cien años antes de que tú nacieras, un Cazador Oscuro cometió el error de enamorarse de su talpina. Por desgracia para el resto de nosotros, la chica no pasó la prueba de Artemisa. La diosa se enfadó tanto que prohibió la existencia del clan y se sacó de la manga la maravillosa norma de «se supone que solo puedes pasar una noche con ellas». Y como colofón, Aquerón se inventó lo de «nunca toques a tu escudera». Te lo juro, no te puedes ni hacer una idea de lo difícil que resultaba encontrar un rollo decente de una sola noche en la Britania del siglo VII.

Wulf resopló.

—Yo nunca he tenido ese problema.

—Sí, ya lo sé. Y te envidio. Mientras que los demás tenemos que apartarnos a la fuerza de nuestras amantes para no traicionar nuestra existencia, tú puedes largarte sin miedo alguno.

—Créeme, Talon, no está tan bien como parece. Tú vives solo por decisión propia. ¿Sabes lo frustrante que resulta que nadie te recuerde cinco minutos después de haberte marchado? —Wulf dejó escapar un hastiado y largo suspiro—. La madre de Christopher ha venido esta semana tres veces para conocer a la persona con la que trabaja su hijo. ¿Cuánto hace que la conozco? ¿Treinta años? Y no te olvides de aquella ocasión en la que llamó a la policía hace dieciséis años, cuando me vio entrar en mi propia casa y creyó que era un ladrón.

Talon compuso una mueca al percibir el dolor en la voz de su amigo. Le recordó por qué ya no se permitía sentir otra cosa que placer físico.

Las emociones no servían para nada y se estaba mucho mejor sin ellas.

—Lo siento, hermanito —le dijo a Wulf—. Al menos nos tienes a tu escudero y a nosotros, que podemos recordarte.

—Sí, ya lo sé. Gracias a los dioses por la tecnología moderna. Si no fuera por ella, me volvería loco.

Talon se removió en la silla plegable.

—No es por cambiar de tema, pero ¿te has enterado de a quién ha trasladado Artemisa a Nueva Orleans para sustituir a Kirian?

—A Valerio, según tengo entendido —contestó Wulf con incredulidad—. ¿En qué estaba pensando Artemisa?

—Ni idea.

—¿Lo sabe Kirian? —preguntó Wulf.

—Por una razón más que obvia, Aquerón y yo decidimos ocultarle que el nieto, y la viva imagen, del hombre que lo crucificó y destruyó a su familia iba a ser trasladado a la ciudad y que iba vivir a una calle de su casa. Por desgracia, no me cabe la menor duda de que acabará por descubrirlo tarde o temprano.

—Tío, humano o no, Kirian lo matará si se cruza con él… Y eso no es algo que te haga mucha falta en esta época del año.

—Y que lo digas…

—¿Quién se encarga del Mardi Gras este año? —preguntó el vikingo.

Talon dejó caer la moneda al pensar en el antiguo esclavo grecorromano que se trasladaría temporalmente a la ciudad a la mañana siguiente para ayudar a combatir la estampida de daimons que tenía lugar todos los años en esas fechas. Se sabía que Zarek era un Bebedor que se alimentaba de sangre humana. En sus días buenos era inestable; en los malos, un psicópata. Nadie confiaba en él.

Menuda suerte la suya la de tener a Zarek como refuerzo cuando había esperado que fuese una Cazadora la que viniera de visita… Cierto que estar junto a otro Cazador podía dejarlo sin poderes, pero hubiera preferido tener a una mujer atractiva a su lado a tener que enfrentarse a la psicosis de Zarek.

Además, para lo que tenía en mente ni él ni la Cazadora necesitaban sus poderes en absoluto…

—Van a trasladar a Zarek.

Wulf soltó un taco.

—Creía que Aquerón jamás le permitiría salir de Alaska.

—Sí, ya; pero ha sido la propia Artemisa la que ha dado la orden de traerlo a Nueva Orleans. Parece que vamos a tener una reunión de tarados esta semana… ¡No, calla! Si es que estamos en Mardi Gras…

Wulf rió de nuevo.

La camarera le trajo por fin el café y un platito con tres beignets pequeños generosamente cubiertos de azúcar glasé. Talon suspiró de placer.

—¿Ha llegado el café? —preguntó el vikingo.

—Mmm… Sí. —Tomó un sorbo, lo dejó a un lado y extendió el brazo para coger un beignet. Ni siquiera lo había rozado cuando vio algo al otro lado de la calle, en la acera derecha de Jackson Square que llevaba a Pedestrian Mall—. Joder, tío…

—¿Qué?

—Una puta alerta Fabio.

—Oye, que tú también te pareces mucho, rubiales.

—Bésame el culo, vikingo.

Cabreado porque hubieran elegido un momento tan inoportuno, Talon observó cómo los cuatro daimons acechaban en la oscuridad de la noche. Altos y de cabello dorado, poseían la belleza etérea propia de los miembros de su raza. Se paseaban exhibiéndose como un grupo de pavos reales, confiados en su propia fuerza mientras observaban a los turistas para decidir a cuál matarían.

Los daimons eran criaturas cobardes por naturaleza. Solo se enfrentaban a los Cazadores Oscuros cuando iban en grupo y no les quedaba más remedio. Mataban a los humanos porque estos eran mucho más débiles que ellos; pero si un Cazador se les acercaba, salían pitando.

Siglos atrás no era así. No obstante, las nuevas generaciones eran mucho más precavidas que sus antepasados. No estaban tan bien entrenados ni eran tan ingeniosos.

Y sin embargo, eran diez veces más engreídos.

Talon entornó los párpados.

—¿Sabes una cosa? Si fuera una persona negativa, ahora mismo estaría bastante cabreado.

—A mí me da la sensación de que lo estás.

—No, no estoy cabreado. Estoy un poco molesto. Además, deberías ver a estos chicos.

Talon dejó a un lado el acento gaélico y procedió a inventarse la conversación que mantendrían los daimons en esos momentos. Su voz adquirió un tono agudo bastante forzado.

—George, guapo, me parece que huele a Cazador Oscuro.

—Claro que no, Dick —se contestó a sí mismo utilizando un tono más grave—, no seas imbécil. No hay ningún Cazador Oscuro por aquí.

De nuevo volvió al falsete.

—Me parece que…

—Espera. —Cambió a la voz grave otra vez—. Percibo un olor a turistas. Turistas de enorme… fuerza vital.

—¿Quieres parar de una vez? —preguntó Wulf.

—Díselo a los lamparones… —se quejó Talon, utilizando el término despectivo con el que los Cazadores se referían a los daimons, y que provenía de la extraña mancha negra que todos los vampiros tenían en el pecho desde el momento en que dejaban de ser simples apolitas para convertirse en asesinos de humanos—. ¡Joder! Lo único que quería era tomarme un café y comerme un beignet. —Contempló la taza con melancolía mientras debatía sus prioridades—. Café o daimons… Café o daimons…

—Creo que será mejor que ganen los daimons en esta ocasión —intervino Wulf.

—Ya, pero se trata de café de achicoria…

Wulf chasqueó la lengua.

—Talon tiene ganas de que Aquerón lo fría por no cumplir con su obligación de proteger a los humanos.

—Vale —replicó con un suspiro de frustración—. Voy a acabar con ellos. Luego te llamo.

Se puso en pie, se metió el móvil en el bolsillo de la chupa de cuero y lanzó una mirada anhelante al plato de beignets.

Ya se las pagarían los daimons…

Le dio un rápido sorbo al café, escaldándose la lengua, sorteó las mesas y salió en busca de los vampiros que se acercaban ya al presbiterio de la catedral.

Con todos sus sentidos de Cazador Oscuro en alerta, se encaminó al lado contrario de la plaza. Los interceptaría al dar la vuelta al edificio y se aseguraría de que recibieran su merecido por esa costumbre suya de robar almas.

Y por no haberle dejado que se comiera los beignets.