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Uno a uno, derribados por las potentes ráfagas de viento, los Vigilantes de la Frontera se vinieron abajo. El hechizo que los aprisionaba —a algunos desde hacía siglos— se rompió, al igual que sus cuerpos de piedra. La última en caer, aquella que soportó la furia de la tormenta hasta el final, fue la estatua del puño cerrado.

Mucho después de que los robles más centenarios hubieran sido arrancados de raíz y derribados como si de débiles ramitas se tratara, después de que el maremoto se hubiera estrellado contra la orilla, de que los muros de las ciudades se derrumbaran y ardieran y los ejércitos de las fuerzas que luchaban en Merilon se dispersaran en todas direcciones, aquélla continuaba desafiando a la tormenta y, si hubiera habido alguien cerca, podría haber oído una risa hueca que brotaba de ella.

Una y otra vez, el viento la golpeaba, y la arena se clavaba en su pétreo cuerpo. Los rayos estallaban sobre su cabeza, los truenos martilleaban sobre ella con sus puños poderosos. Por fin, cuando la oscuridad culminó, la estatua cayó. Se estrelló contra la orilla, y su piedra se hizo pedazos, rompiéndose en millones de fragmentos que recogió con júbilo el rugiente huracán para esparcirlos por toda la tierra.

Liberado su espíritu, el catalista se unió a los muertos de Thimhallan para contemplar, con ojos ciegos, el final.

La tormenta rugió un día y una noche, y luego —cuando el viento hubo barrido el mundo hasta dejarlo limpio, el fuego cauterizado sus males, y el agua purificado sus restos—, cesó.

Todo estaba muy tranquilo y silencioso.

Nada se movía. Nada podía hacerlo.

El Pozo de la Vida se había secado.