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—¿Padre? —Una sensación de peligro golpeó a Joram, insistente como los martillos de la fragua que impedían dormir. Estaba de nuevo en la herrería, creando la Espada Arcana. Saryon le daba Vida. Luego, de repente, todo se malogró. El catalista se transformaba en piedra ante sus propios ojos…

—¡Padre! —gritó Joram.

Se despertó con el cuerpo empapado en sudor, y el martilleo cesó.

Todo se envolvía en un terrible y extraño silencio a su alrededor; el mundo contenía la respiración como un hombre que se está ahogando y que sabe que ya no podrá aspirar una nueva bocanada de aire.

Al contemplar el iluminado cielo azul que había sobre él, Joram recordó dónde estaba, pero no pudo, al principio, rememorar lo sucedido. Mentalmente vio un llameante fuego mágico, sintió su intenso calor y se vio alzando la Espada Arcana contra él, deteniéndolo. Oyó gritar a Gwen y a Saryon. Algo pesado lo golpeó por detrás. La espada voló de su mano y luego nada.

—Saryon —musitó con voz apagada al tiempo que intentaba sentarse—. Saryon.

Giró la cabeza y vio al catalista, que yacía en medio de un montón de pétreos fragmentos. Su rostro estaba cubierto de polvo y de la sangre que brotaba de una fea herida que tenía en una sien. Tenía los ojos cerrados y una expresión de paz. Era como si durmiese.

—¿Padre? —llamó Joram, tocándolo con suavidad.

El cuerpo de Saryon estaba frío, su pulso era débil e irregular. Se trataba de una conmoción cerebral y necesitaba cuidados. Joram empezó a mirar a su alrededor en busca de algo con qué cubrir al catalista herido, pero se detuvo con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, paralizado por la terrible visión que se ofrecía a sus ojos.

El cuerpo del Verdugo descansaba sobre el suelo enlosado, cerca del altar de piedra, con un agujero que le atravesaba la espalda. Menju, ennegrecido, estaba tendido cuan largo era sobre las escaleras del Templo. Unos riachuelos de sangre fluían de él, entretejiéndose, separándose y uniéndose de nuevo para formar pequeños charcos en el sendero lateral que había al pie de la escalinata.

—¿Gwen? —llamó atemorizado, y levantó los ojos de las escaleras para mirar al Templo. El nombre murió en sus labios. El pórtico del Templo estaba destrozado, los restos retorcidos de la plateada nave de asalto brillaban por entre las ruinas. El cadáver del piloto colgaba en un ángulo grotesco de la aplastada cabina. El dragón, retorcido, yacía hecho un ovillo no muy lejos.

—¡Gwen! —aulló Joram. Se puso en pie, transformando el temor en fuerza, y empezó a subir las escaleras llenas de escombros, mientras gritaba el nombre de su esposa. No obtuvo respuesta. Al alcanzar el atrio, intentó apartar un pedazo de chatarra para poder llegar hasta ella, en el caso de que estuviera atrapada en el interior. Una repentina sensación de vértigo y un horrible dolor en el brazo le recordaron su herida. Se tambaleó, a punto de perder el equilibrio.

El sonido distante de una explosión, como un golpe sordo, atrajo su atención y le embargó la desesperación. Se volvió y miró desde la cima de la montaña a las llanuras que se extendían allá abajo. La luz del sol centelleaba sobre cientos de superficies metálicas: tanques que se arrastraban alrededor de Merilon. Los blancos destellos del fuego de los láseres bombardeaban la cúpula mágica, y le pareció distinguir, aunque desde aquella distancia podría consistir en una imaginación, cómo una de las espiras de cristal del Palacio se venía abajo.

A su alrededor reinaba la muerte, y ahora Merilon sucumbía. La Profecía se cumplía.

—¿Por qué no he muerto? —gritó Joram angustiado. Lágrimas de amargura se agolparon en sus ojos. Luego, de repente, parpadeando para contenerlas, volvió a mirar en dirección a la pradera—. Quizás el motivo… —murmuró.

Moriría, pero no aquí, sino en Merilon, luchando. La Profecía aún no se había cumplido.

Miró a su alrededor precipitadamente y vislumbró un pedazo de metal oscuro casi enterrado bajo la roca hecha pedazos. Apretó los dientes para soportar el intenso dolor que le provocaba cada movimiento y volvió a abrirse paso por entre los escombros, escaleras abajo. La Espada Arcana se hallaba cerca del cuerpo del Verdugo. Una de las manos del Señor de la Guerra se extendía hacia ella y casi la rozaba.

Joram se inclinó para asirla, pero las piernas se le doblaron y acabó cayendo de rodillas junto a ella. Vaciló al extender la mano.

—Puedo salvarlos —afirmó—, pero ¿para qué? ¿Para esto? —Levantó la cabeza y no vio más que muerte.

En su mano llevará la destrucción del mundo…

Joram miró de nuevo la Espada Arcana. El sol brillaba con fuerza sobre ella, pero ésta no reflejaba su luz. Su metal estaba oscuro y frío como todo a su alrededor.

Joram comprendió: ir a Merilon, exterminar a sus enemigos, cumpliría la Profecía. Esta guerra terminaría, pero habría otra y otra. El temor y la desconfianza crecerían. Cada uno de los mundos se aislaría del otro y, al final, cada uno creería que la única forma de sobrevivir sería destruyendo por completo al otro, sin advertir que, al hacerlo, se destruía a sí mismo.

—Abre la ventana. Deja en libertad a la Vida —dijo una voz clara y dulce detrás de él.

Se volvió y vio a Gwendolyn sentada tranquilamente entre los escombros, en la parte superior de las escaleras. Tenía los brillantes ojos azules fijos en su esposo; no demostraba reconocerlo pero, no obstante, le hablaba a él.

—¿Cómo? —gritó Joram desde el lugar donde permanecía arrodillado junto a la espada. Levantó los brazos al cielo y clamó lleno de frustración—: ¿Cómo detengo esto? Dime cómo.

El eco le devolvió su voz. Rebotó en las columnas del Templo, resonó desde la ladera de la montaña y repitió cada vez más fuerte: «¿Cómo?». Miles de voces muertas recogieron el grito, cada voz más suave que el más leve de los murmullos: «¿Cómo?».

Gwendolyn hizo un gesto pidiendo silencio y los ecos se acallaron. Todo lo que existía sobre la faz de la tierra se quedó mudo y a la espera.

La joven se abrazó las rodillas con los brazos y observó a su esposo con una serena sonrisa que le atravesó el corazón, ya que se dio cuenta de que ella aún no lo reconocía.

—Devuelve al mundo aquello que tomaste de él —indicó ella.

Devuelve al mundo aquello que tomaste de él.

Contempló el arma que sostenía en la mano. Se refería a la Espada Arcana, desde luego; la había fabricado con una piedra que pertenecía al mundo. Pero ¿cómo devolverla? No tenía una fragua donde fundirla. Podía arrojarla desde la cima de la montaña, pero sólo caería sobre las rocas que había abajo y permanecería allí hasta que algún otro la encontrara.

Sus ojos se posaron en el altar de piedra. Al examinarlo con atención, por primera vez desde que había llegado, se percató de lo que Menju había sospechado antes: su material también era piedra–oscura.

Se volvió de nuevo hacia Gwen y vio que ésta le sonreía.

—¿Qué sucederá? —preguntó.

—El fin —respondió ella—. Luego el principio.

Él asintió con la cabeza, pensando que comprendía lo que su esposa quería decir. Levantó la espada y se acercó a Saryon. Se arrodilló junto al catalista y besó su bondadoso y plácido rostro.

—Adiós, amigo mío…, padre mío —susurró.

Se dio cuenta de que, extrañamente, su debilidad había desaparecido, el dolor se había esfumado. Se puso en pie y avanzó hacia el altar de piedra con paso firme y decidido.

Alzó la espada al acercarse, y la hoja empezó a arder con una llama azul; el altar le respondió, los símbolos de los Nueve Misterios empezaron a brillar con una luz blanco–azulada. Joram tocó cada uno de los símbolos grabados en la roca, resiguiéndolos con los dedos: Tierra, Aire, Fuego y Agua. Tiempo, Espíritu y Sombras. Vida. Muerte.

Se volvió hacia su esposa y le tendió la mano.

—¿Quieres venir a mi lado?

Fue como si le hubiera preguntado si quería bailar.

—¡Claro! —respondió con una risa. Se puso en pie de un salto, y bajó las escaleras con paso ligero, arrastrando el vestido sobre la sangre.

Cuando estuvo cerca de su esposo, éste observó que miraba con curiosidad su brazo herido. Sus ojos azules dedicaron una rápida ojeada a Saryon, luego al Verdugo muerto y, por último, al cuerpo de Simkin, y una expresión de triste y perplejo asombro nubló su rostro. Volvió a contemplar a Joram, extendió la mano y tocó la manga empapada de sangre con la punta de sus dedos. Él retrocedió un poco, y ella apartó la mano veloz, y la ocultó a su espalda, mirándolo con timidez.

—Tú no me heriste. No el brazo, al menos —rectificó Joram, porque estaba seguro de que ella había visto el dolor reflejado en su rostro—. Recordaba… la primera vez que me tocaste así, hace mucho tiempo. —La miró interrogante—. ¿Han encontrado ellos realmente la paz en la muerte? ¿Son felices?

—Lo serán cuando los liberes —respondió ella.

No era ésa la respuesta que quería, pero se dio cuenta de que tampoco había formulado la pregunta que realmente clamaba en su corazón. ¿Encontraré la paz en la muerte? ¿Te encontraré de nuevo? Nunca podría pronunciarla, comprendió, porque no tendría ningún sentido para ella.

Gwen lo observaba expectante.

—Están esperando —apremió con una nota de impaciencia en su voz cristalina.

Esperando… Parecía que el mundo entero esperaba, quizá, desde el momento de su nacimiento.

Joram se apartó de ella y sujetó la empuñadura de la Espada Arcana con ambas manos. Levantó el arma por encima de su cabeza al tiempo que aseguraba bien los pies sobre el suelo del marchito Jardín, aspiró profundamente y, luego, con todas sus fuerzas, hundió la Espada Arcana justo en el corazón del altar de piedra.

La espada penetró en la piedra con facilidad, con tanta facilidad que lo dejó asombrado. El altar despidió un brillante resplandor blanco–azulado y se estremeció; percibió aquel temblor bajo sus pies, como si hubiera clavado la espada en un cuerpo vivo. El temblor se extendió desde la piedra, llegando cada vez más y más lejos.

La montaña se movió bajo sus pies. La tierra se agitó y se alzó como un ser vivo, abriéndose bajo ellos. El Templo se tambaleó desde sus cimientos, las grietas cubrieron sus paredes y el techo se hundió. Joram perdió el equilibrio y cayó al suelo. Gwendolyn se acurrucó cerca de él, mirando a su alrededor boquiabierta y fascinada.

Entonces, de repente, el temblor cesó. Volvió la quietud y el silencio. La llameante luz del altar se extinguió, no aparecía ningún cambio en la piedra, excepto que la espada se había desvanecido; no se distinguía ni un rastro de ella.

Joram intentó ponerse en pie, pero se encontraba demasiado débil. Era como si la espada, cobrándose su última víctima, hubiera absorbido toda la vida de su cuerpo. Se apoyó fatigadamente en el altar y contempló las praderas, mientras se preguntaba distraído por qué empezaba a oscurecer cuando aún era mediodía.

A lo mejor era su propia visión que le fallaba con las primeras sombras de la muerte. Joram abrió y cerró los ojos con rapidez, y las tinieblas no desaparecieron; al mirar con más atención al cielo, se dio cuenta de que no le fallaba la vista, sino que en realidad oscurecía.

Pero se trataba de una penumbra extraña y fantasmagórica. Surgía del suelo, y se elevaba sobre la tierra como una rápida marea, batiéndose con el sol que aún iluminaba los campos desde arriba. En aquella extraña batalla de la oscuridad y la luz, los objetos se destacaban con una claridad anormal, cada línea se definía y delineaba claramente. Cada uno de los tallos muertos de las plantas despedía tal resplandor que casi parecían vivos. Las pequeñas gotas de sangre que manchaban las losas relucían con un brillante color rojo. Los cabellos grises de la cabeza del catalista, las arrugas de su rostro y los dedos rotos de sus manos aparecían con tal nitidez ante los ojos de Joram que estuvo seguro de que debían ser visibles desde el cielo.

De esa misma forma debía contemplar el cielo las llamaradas que surgían de los tanques, los retorcidos rayos que arrojaban los magos para defenderse. Joram observó cómo la batalla alrededor de Merilon adquiría cada vez más fuerza, mientras la oscuridad se hacía más profunda y empezaba a soplar viento.

Al mirar al cielo para comprobar si Alguien observaba, descubrió el motivo de las tinieblas. El sol estaba desapareciendo. Era un eclipse solar; ya había visto otros. Saryon le había explicado cómo se originaban: la luna, al pasar entre Thimhallan y el sol, proyectaba su sombra sobre el mundo; pero Joram nunca había visto un eclipse como aquél. La luna barría el sol, lo devoraba. No contenta con darle pequeños mordiscos poco a poco, se regalaba con pedazos enteros, sin dejar ni una miga ni una sombra a su paso.

La oscuridad seguía aumentando. Los extremos del mundo, a lo largo de la línea del horizonte, se iban cubriendo de noche. Aparecieron estrellas, que brillaron durante un breve instante, para luego desaparecer a medida que otra negrura, más espesa que la noche, las engullía. Los extremos de ésta se iluminaban intermitentemente con relámpagos y el fragor de los truenos empezó a recorrer la tierra.

El cielo se ennegrecía cada vez más. Las sombras se alzaron despacio alrededor de Joram. Aún había luz en la cima de la montaña, un diminuto pedazo de sol brillaba sobre ellos, aferrándose a la vida con desesperación. Mientras contemplaba cómo la oscuridad se alzaba desde las llanuras que había a sus pies, Joram tuvo la extraña sensación de que él y Gwendolyn iban a la deriva en un océano de tinieblas.

Pasado un tiempo, sin embargo, las sombras acabarían por alcanzarlos también, las aguas sacudidas por la tempestad volcarían su frágil embarcación. Una parte de él estaba asustada, la otra le suplicaba que buscara un refugio ante la inminente tormenta. Sabía que debía hacerlo, pero no podía moverse. Era igual que la parálisis de un sueño profundo; contemplaba lo que sucedía como dormido. El dolor había desaparecido y había perdido toda sensibilidad en el brazo. Parecía como si su mano derecha perteneciera a otro cuerpo.

El viento acrecentó su fuerza, azotándole desde todas las direcciones. Punzantes pedazos de piedra se clavaron en su carne, mientras a Gwendolyn la dorada cabellera la envolvía en una aureola brillante.

Joram abrazó a su esposa, y ella se acurrucó junto a él, al amparo del altar de piedra. No estaba asustada, sino que miraba con avidez la tormenta que se acercaba, con sus ojos reflejando el resplandor de los relámpagos y sus labios abiertos para beber el viento.

Y puesto que ella no tenía miedo, a Joram le abandonaron sus últimos temores. Ahora ya no podía ver Merilon. El fragmento de sol brillaba tan sólo sobre la cumbre de la montaña; el resto del mundo estaba oscuro.

La moribunda luz brilló con suavidad sobre el rostro plácido de Saryon, como si lo bendijera. Luego la oscuridad lo rodeó. Un último y diminuto rayo formó un halo alrededor de los cabellos de Gwendolyn, y Joram mantuvo la mirada fija en ella. Se llevaría de aquel mundo aquella visión de ambos y la guardaría, lo sabía, en el siguiente. Allí ella lo reconocería y lo llamaría por su nombre.

La oscuridad se alzó aún más sobre ellos. Joram únicamente podía ver a la joven, cuyos brillantes ojos estaban fijos en la tempestad, y se dio cuenta, al estudiar su rostro, que éste había cambiado. En su expresión mesurada no había temor. Antes había sido la serenidad de la locura, ahora aparecía el rostro tranquilo y hermoso de la mujer que lo había mirado a los ojos, hacía tanto tiempo…, cuando él se creía solo y sin nombre; la faz sosegada y bella que le había tendido la mano enamorada y confiada.

—Ven conmigo —murmuró las palabras que le había dicho entonces.

Gwendolyn se volvió para mirarlo con sus ojos azules. La oscuridad se espesaba alrededor de él. El sol brillaba tan sólo en los ojos de ella.

—Claro que sí, Joram —contestó, mientras le sonreía a través de las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos—. Lo haré, esposo mío, porque ahora soy libre, ¡al igual que son libres los muertos y la magia se ha liberado por fin! —Extendió los brazos, y esta vez fue ella quien lo abrazó a él con fuerza, acunando su cabeza contra su pecho. Le acarició la negra cabellera con suavidad y posó los dulces labios sobre su frente.

Joram cerró los ojos, y ella se inclinó sobre él, para protegerlo con su cuerpo.

El sol desapareció, la oscuridad los envolvió, y la terrible tormenta se abatió sobre el mundo.